17

Cuando telefoneé a la consulta privada de Rachel Wolfe a la mañana siguiente, su secretaria me dijo que estaba dando un seminario en un congreso en la Universidad de Columbia. Tomé el metro en el Village y llegué temprano a la entrada principal del campus. Me paseé un rato por el Barnard Book Forum, zarandeado por los estudiantes que iban y venían mientras curioseaba en la sección de literatura, antes de dirigirme a la entrada de la facultad.

Atravesé el gran patio cuadrado de la universidad, con la biblioteca Butler en un extremo, la administración en el otro y, como una mediadora entre la docencia y la burocracia, la estatua de Alma Mater en el círculo de hierba del centro. Al igual que la mayoría de los habitantes de la ciudad, rara vez iba a Columbia, y siempre me sorprendía esa sensación de tranquilidad y estudio a sólo unos pasos de las bulliciosas calles.

Rachel Wolfe acababa de concluir su clase cuando llegué, así que la esperé fuera de la sala hasta el final de la sesión. Salió hablando con un joven de aspecto serio, pelo rizado y gafas redondas, que la escuchaba con los cinco sentidos. Al verme, se detuvo y lo despidió con una sonrisa. Disgustado, el muchacho pareció dispuesto a quedarse, pero finalmente dio media vuelta y se marchó cabizbajo.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Parker? —preguntó con una expresión de perplejidad pero no por ello carente de interés.

—Ha vuelto.

Fuimos hasta la pastelería húngara de Amsterdam Avenue, donde chicos y chicas tomaban café entregados a la lectura de libros de texto. Rachel Wolfe llevaba unos vaqueros y un grueso jersey de punto con un dibujo en forma de corazón en el pecho.

Pese a todo lo ocurrido la noche anterior, sentía curiosidad por ella. Ninguna mujer me había atraído desde la muerte de Susan, y mi esposa fue la última mujer con quien me había acostado. Rachel Wolfe, con el pelo rojo peinado hacia atrás por encima de las orejas, despertó una sensación de deseo en mí que no era simplemente sexual. Experimenté una profunda soledad y un malestar en el estómago. Me miró con curiosidad.

—Disculpe —dije—. Tenía la cabeza en otra parte.

Ella asintió y alcanzó un bollo con semillas de amapola, del que arrancó un trozo enorme y se lo llevó a la boca dando un suspiro de satisfacción. Debí de observarla con cierto asombro, porque se tapó la boca con la mano y dejó escapar una risa discreta.

—Lo siento, pero estas cosas me vuelven loca. Tiendo a olvidarme de las delicadezas y los buenos modales en la mesa cuando alguien pone delante de mí algo así.

—Conozco la sensación. A mí me pasó eso mismo con los helados Ben & Jerry's hasta que me di cuenta de que empezaba a parecerme a uno de los envases.

Volvió a sonreír y empujó un trozo de bollo que intentaba escapar por la comisura de sus labios. La conversación decayó por un momento.

—Supongo que a sus padres les gustaba el jazz —comentó por fin.

Debí de poner cara de desconcierto, porque sonrió divertida mientras yo intentaba asimilar la pregunta. Me la habían hecho muchas veces antes, pero agradecí que desviara el tema, y creo que ella lo advirtió.

—No, mis padres no sabían nada de jazz —contesté—. Sencillamente a mi padre le gustó el nombre. La primera vez que oyó hablar de Bird Parker fue en la pila bautismal cuando el sacerdote se lo mencionó. Me contaron que el sacerdote era un entusiasta del jazz. Nada le habría alegrado más que mi padre le hubiera anunciado que pondría a sus hijos los nombres de los miembros de la orquesta de Count Basie. A mi padre, en cambio, no le hizo ninguna gracia la idea de poner a su primogénito el nombre de un jazzista negro, pero entonces ya era demasiado tarde para pensar en otra posibilidad.

—¿Cómo llamó a sus otros hijos?

Me encogí de hombros.

—No tuvo la oportunidad. Mi madre no pudo dar a luz a más hijos después de mí.

—Quizá pensó que ya no podía mejorar el resultado —comentó con una sonrisa.

—No lo creo. De niño no le daba más que problemas. Volvía loco a mi padre.

Noté en su mirada que se disponía a preguntarme por mi padre, pero algo en mi rostro la disuadió. Apretó los labios, apartó el plato vacío y se recostó en la silla.

—¿Puede contarme lo que ha pasado?

Reproduje los acontecimientos de la noche anterior sin omitir nada. Tenía las palabras del Viajante grabadas a fuego en la memoria.

—¿Por qué lo llama así?

—Un amigo mío me presentó a una mujer que decía recibir…, esto…, mensajes de una chica muerta. La habían matado igual que a Susan y a Jennifer.

—¿La encontraron?

—Nadie la buscó. Los mensajes de una vieja vidente no bastan para poner en marcha una investigación.

—Aunque fuese verdad, ¿está seguro de que la mató el mismo hombre?

—Eso creo, sí.

Me dio la impresión de que Wolfe quería seguir preguntando, pero se abstuvo.

—Repita lo que dijo por teléfono ese hombre, el Viajante, esta vez más despacio.

Lo hice hasta que levantó la mano para detenerme.

—Eso es una cita de Joyce: «boca para el beso de la boca de ella». Es la descripción del «pálido vampiro» del Ulises. Se trata de un hombre culto. Y eso sobre los de «nuestro género» parece bíblico; no estoy segura. Tendré que comprobarlo. Dígalo otra vez.

Repetí las palabras lentamente mientras ella las anotaba en un cuaderno de espiral.

—Un amigo mío da clases de teología y estudios bíblicos. Quizá encuentre la fuente. —Cerró el cuaderno—. ¿Sabe que en principio no debería implicarme en este caso?

Contesté que no lo sabía.

—Después de nuestras conversaciones anteriores, alguien se puso en contacto con el comisario. No le gustó que desairaran a su hermano.

—Necesito ayuda con esto. Necesito saber todo lo posible —dije, y de pronto sentí náuseas y, cuando tragué saliva, me dolió la garganta.

—No sé si es muy sensato. Probablemente debería dejar esto en manos de la policía. Sé que no es lo que desea oír, pero, después de todo lo ocurrido, corre el riesgo de hacerse daño. ¿Entiende lo que quiero decir?

Moví la cabeza en un lento gesto de asentimiento. Tenía razón. Una parte de mí deseaba apartarse de aquello. Sumergirse de nuevo en los vaivenes de la vida cotidiana. Deseaba quitarme de encima aquella carga, recuperar cierto parecido con una existencia normal. Deseaba rehacer mi vida pero me sentía paralizado, detenido en el tiempo por lo que había sucedido. Y ahora el Viajante había vuelto, me había arrebatado cualquier opción de normalidad y me había dejado a la vez tan incapacitado para actuar como lo estaba antes.

Creo que Rachel Wolfe lo comprendía. Quizá por eso había acudido a ella, con la esperanza de que me entendiera.

—¿Se encuentra bien? —Alargó el brazo para tocarme la mano y casi grité. Volví a asentir—. Está en una situación muy complicada. Si ese hombre ha decidido ponerse en contacto con usted es porque quiere involucrarlo y quizás exista algún vínculo que pueda ser útil. Desde el punto de vista de la investigación, probablemente no convenga que se aparte de su rutina por si se pone en contacto otra vez, pero desde el punto de vista de su propio bienestar… —Dejó el final de la frase flotando en el aire—. Tal vez debería plantearse incluso algún tipo de ayuda profesional. Lamento hablarle de manera tan directa, pero es mi obligación decírselo.

—Lo sé, y le agradezco el consejo. —Me resultaba extraño sentirme atraído por alguien después de tanto tiempo y oírle recomendarme de pronto que fuera a un psiquiatra. Eso no auguraba ninguna clase de relación que no se desarrollara en sesiones de una hora—. Creo que los investigadores quieren que me quede aquí.

—Tengo la sensación de que no va a hacerlo.

—Estoy buscando a alguien. Se trata de otro caso, pero sospecho que esa persona puede estar en peligro. Si me quedo aquí nadie la ayudará.

—Tal vez no sea mala idea que se aleje de esto por un tiempo, pero a juzgar por lo que me dice, en fin…

—¿Qué?

—Da la impresión de que intenta salvar a esa persona pero de que ni siquiera está seguro si es necesario salvarla.

—Quizá yo necesito salvarla.

—Quizá.

Esa misma mañana le dije a Walter Cole que seguiría buscando a Catherine Demeter y que, para ello, debía marcharme de la ciudad. Estábamos sentados en la quietud del Chumley's, el antiguo bar clandestino del Village en Bedford. Cuando Walter telefoneó, yo mismo me sorprendí por elegir ese establecimiento para nuestra cita, pero, mientras me tomaba allí un café, tomé conciencia de por qué lo había escogido.

Me gustaba la sensación de historia que transmitía, su lugar en el pasado de la ciudad, que se remontaba como una vieja cicatriz o la arruga en la comisura de un ojo. El Chumley's había sobrevivido a los tiempos de la Prohibición, en que los clientes escapaban a las redadas saliendo atropelladamente por la puerta trasera, que daba a Barrow Street. Había sobrevivido a las guerras mundiales, las crisis de la Bolsa, la desobediencia civil y la gradual erosión del tiempo, que era mucho más insidiosa que todo lo anterior. En ese momento yo necesitaba su estabilidad.

—Tienes que quedarte —dijo Walter. Aún iba con su abrigo de piel, colgado ahora en el respaldo de la silla. Alguien le había silbado al entrar con él puesto.

—No.

—¿Cómo que no? —replicó enfadado—. Ese hombre ha abierto una vía de comunicación. Te quedarás, pincharemos el teléfono e intentaremos localizarlo cuando vuelva a llamar.

—No creo que vuelva a llamar, al menos durante un tiempo, y en todo caso dudo que podáis localizarlo. No quiere que le impidan actuar, Walter.

—Razón de más para impedírselo. Dios mío, fíjate en lo que ha hecho, lo que volverá a hacer. Fíjate en lo que has hecho tú por su…

Me incliné hacia delante y lo vi retractarse de lo que había dicho. Nos habíamos acercado al borde del abismo, pero se había echado atrás.

El Viajante quería que me quedara. Quería que esperase en mi apartamento una llamada que acaso no se produciría. No podía permitírselo. Sin embargo, tanto Walter como yo sabíamos que el contacto establecido podía ser el primer eslabón de una cadena que al final nos conduciría hasta él.

Un amigo mío, Ross Oakes, trabajaba en el departamento de policía de Columbia, en Carolina del Sur, en la época de los asesinatos de Bell. Larry Gene Bell secuestró y asfixió a dos chicas, una de diecisiete años a la que raptó cerca de un buzón y la otra de nueve, secuestrada en el patio del colegio. Cuando por fin los investigadores encontraron los cadáveres, éstos estaban demasiado descompuestos para determinar si había indicios de agresión sexual, aunque más tarde Bell admitió que así había sido en ambos casos.

A Bell lo localizaron porque se dedicó a hacer una serie de llamadas telefónicas a la familia de la víctima de diecisiete años, en las que conversaba sobre todo con la hermana mayor. También les envió por correo la última voluntad y el testamento de la chica. En las llamadas indujo a la familia a creer que la víctima seguía con vida, hasta que finalmente se halló el cuerpo una semana más tarde. Después del secuestro de la chica de menor edad, se puso en contacto con la hermana de la primera víctima y le describió el secuestro y el asesinato de la niña. Le dijo que ella sería la siguiente.

Se encontró a Bell gracias a unas marcas que habían quedado grabadas en el papel donde la víctima había escrito su carta, un número de teléfono semiborrado que llevó a una dirección a través de un proceso de eliminación. Larry Gene Bell era un hombre blanco de treinta y seis años, divorciado y por entonces instalado en casa de sus padres. Declaró a los agentes de la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI que «lo había hecho el Larry Gene Bell malo».

Sabía de docenas de casos similares en los que el contacto del asesino con la familia de la víctima conducía a su detención, pero también había visto las secuelas de esa clase de tortura psicológica. La familia de la primera víctima de Bell tuvo suerte porque sólo hubo de padecer los desvaríos de Bell durante dos semanas.

Además de la rabia y el dolor que yo había sentido la noche anterior, otro sentimiento me llevaba a temer futuros contactos con el Viajante, al menos por el momento.

Había sentido alivio.

Durante más de siete meses no había pasado nada. La investigación policial había llegado a un punto muerto, mis propios esfuerzos no me habían acercado más al asesino de mi mujer y de mi hija, y temía que hubiera desaparecido.

Ahora había vuelto. Había tendido su mano hacia mí y, con ello, había abierto la posibilidad de dar con él. Volvería a matar, y en el asesinato se pondrían de manifiesto unas pautas que nos aproximarían a él. Todas estas reflexiones se me pasaron por la cabeza en la oscuridad de la noche, pero, con la primera luz del alba, tomé conciencia de las consecuencias de lo que sentía.

El Viajante intentaba arrastrarme a un ciclo de dependencia. Me había arrojado una migaja en forma de llamada telefónica y los restos de mi hija, y al hacerlo me había inducido a desear, aunque fuera brevemente, las muertes de otras personas con la esperanza de que esas muertes me acercaran a él. Al darme cuenta de eso, decidí no establecer una relación así con ese hombre. Era una decisión difícil, pero sabía que, si se proponía volver a ponerse en contacto conmigo, me encontraría. Entretanto, dejaría Nueva York y seguiría buscando a Catherine Demeter.

Pero muy en el fondo, quizá sólo parcialmente reconocida por mí y sospechada por Rachel Wolfe, existía otra razón para continuar con la búsqueda de Catherine Demeter.

No creía en los remordimientos que no pudieran repararse. Había sido incapaz de proteger a mi mujer y a mi hija, y a causa de ello habían muerto. Quizá me engañaba, pero creía que si Catherine Demeter moría porque yo dejaba de buscarla, habría fracasado por segunda vez, y no estaba seguro de poder vivir con ese cargo de conciencia. En ella, quizás erróneamente, veía una oportunidad de expiación.

Intenté explicarle esto a Walter —la necesidad de evitar una relación de dependencia con aquel hombre, la necesidad de continuar con la búsqueda de Catherine Demeter, por ella y por mí mismo—, pero sólo en parte. Nos despedimos con una sensación de inquietud y de malhumor.

El cansancio se había apoderado gradualmente de mí a lo largo de la mañana y dormí con sueño agitado durante una hora antes de partir hacia Virginia. Al despertar, estaba bañado en sudor y casi deliraba, perturbado por pesadillas de interminables conversaciones con un asesino sin rostro y de imágenes de mi hija previas a la muerte.

Justo antes de despertar, soñé con Catherine Demeter rodeada de oscuridad, llamas y huesos de niños muertos. Y supe que una horrible negrura había caído sobre ella y que debía intentar salvarla, para salvarnos a los dos, de la oscuridad.