La muerte de Susan y Jennifer atrajo mucha atención, pero por poco tiempo. Los detalles más íntimos del asesinato —el desollamiento, la extracción de los ojos y la piel de la cara— no se hicieron públicos; aun así empezaron a salir tipos raros de vaya usted a saber dónde. Durante un tiempo, los entusiastas de las crónicas negras llegaban en coche hasta la casa y se filmaban unos a otros con sus videocámaras en el jardín. Un agente de policía del barrio sorprendió incluso a una pareja intentando forzar la puerta trasera para entrar y posar en las sillas donde Susan y Jennifer habían muerto. Durante los días posteriores al crimen, llamaba habitualmente por teléfono gente que afirmaba estar casada con el asesino o que tenía la seguridad de haberlo conocido en una vida pasada, o incluso, en una o dos ocasiones, sólo para decir que se alegraban de que mi esposa y mi hija estuvieran muertas. Al final abandoné la casa y permanecí en contacto por teléfono y fax con el abogado en cuyas manos había dejado la venta.
Topé con la comuna en el sur de Maine un día que volvía a Manhattan desde Chicago tras seguir una vez más una pista falsa, un presunto asesino de niños llamado Myron Able, que ya estaba muerto cuando llegué, asesinado en el aparcamiento de un bar después de meterse con unos matones. Quizá también buscaba un poco de paz en algún lugar conocido, pero nunca llegué a la casa de Scarborough, la casa que mi abuelo me había dejado en su testamento.
Por entonces yo estaba muy mal. Cuando la chica me encontró vomitando y llorando ante la puerta cerrada de una tienda de electrónica y me ofreció una cama para pasar la noche, sólo pude asentir. Cuando sus compañeros, unos hombres enormes con las botas embarradas y camisas con olor a sudor y pinaza, me llevaron a rastras a su furgoneta y me echaron en la parte de atrás, en cierto modo albergaba la esperanza de que me mataran. Casi lo hicieron. Cuando dejé la comuna, cerca del lago Sebago, seis semanas más tarde, había perdido más de diez kilos y los músculos del abdomen me sobresalían como las placas dorsales de un caimán. De día trabajaba en la pequeña granja y asistía a sesiones en grupo donde otros como yo intentaban purgarse de sus demonios. Aún ansiaba el alcohol, pero reprimí el deseo como me habían enseñado. Rezábamos por las noches y todos los domingos un pastor pronunciaba un sermón sobre la abstinencia. La tolerancia, la necesidad de que todo hombre y toda mujer hallaran la paz dentro de sí. La comuna se autofinanciaba mediante los productos del campo que vendía, algunos muebles que realizaba, y los donativos de aquellos que habían sacado provecho de sus servicios, algunos hombres y mujeres acaudalados en la actualidad.
Pero yo seguía enfermo, consumido por el deseo de vengarme de quienes me rodeaban. Me sentía atrapado en un limbo: la investigación se encontraba en punto muerto y no avanzaría hasta que se cometiera un crimen similar y pudiera establecerse una pauta de comportamiento.
Alguien me había arrebatado a mi esposa y a mi hija y había quedado impune. En mi interior, el dolor, la rabia y la culpabilidad crecían y se agitaban como una marea roja a punto de desbordarse. Sentía como un dolor físico que me desgarraba la cabeza y me roía el estómago. Me llevó de nuevo a la ciudad, donde torturé y maté a Johnny Friday, un chulo, en los lavabos de una estación de autobuses donde esperaba aprovecharse de los niños sin hogar que llegaban a Nueva York.
Ahora pienso que siempre había tenido intención de matarlo, pero que había mantenido oculto el plan en algún rincón de mi mente. Lo tapé con interesadas justificaciones y excusas, iguales a las que había utilizado durante tanto tiempo cada vez que veía servir un vaso de whisky u oía el estampido gaseoso del tapón de una botella. Paralizado por mi propia incapacidad y la incapacidad de los demás para encontrar al asesino de Susan y Jennifer, vi una oportunidad de arremeter y la aproveché. Desde el instante en que tomé la pistola y los guantes y salí a la estación de autobuses, Johnny Friday era hombre muerto.
Friday era un negro alto y delgado. Con sus trajes oscuros de marca de tres botones y sus camisas sin cuello totalmente abrochadas, parecía un predicador. Repartía pequeñas Biblias y panfletos religiosos entre los recién llegados y les ofrecía caldo en un termo, y cuando los barbitúricos que contenía empezaban a hacer efecto, los llevaba a la parte trasera de una furgoneta que esperaba frente a la estación. Luego desaparecían, como si nunca hubieran llegado, hasta que volvía a vérselos en las calles como drogadictos maltrechos, prostituyéndose por el chute que Johnny les suministraba a precios desmedidos mientras practicaban los juegos que lo enriquecían a él.
El suyo era un negocio descarnado, e incluso en un medio que no se caracterizaba por su humanidad, Johnny Friday era irredimible. Proporcionaba niños a pederastas entregándolos en la puerta de selectos pisos francos, donde los violaban y sodomizaban antes de devolverlos a su propietario. Si los clientes eran lo bastante ricos y depravados, Johnny les permitía acceso al «sótano», en un almacén abandonado de la zona de producción textil. Allí, por un pago en efectivo de diez mil dólares, podían elegir a alguno de los miembros del establo de Johnny, chico o chica, niño o adolescente, al que podían torturar, violar y, si lo deseaban, matar, y Johnny se encargaba del cadáver. En ciertos círculos era conocido por su discreción.
Descubrí la existencia de Johnny Friday buscando al asesino de mi esposa y de mi hija. Por mediación de un antiguo soplón, averigüé que Johnny traficaba a veces con fotos y vídeos de tortura sexual, que era uno de los principales proveedores de esta clase de material, y que cualquiera cuyos gustos fueran en esa dirección entraría en contacto, en algún punto, con Johnny Friday o con alguno de sus representantes.
Así pues, estuve observándolo durante cinco horas desde la cafetería Au Bon Pain de la estación y, cuando fue a los servicios, lo seguí. Éstos se dividían en secciones, la primera con espejos y lavabos, la segunda formada por una hilera de urinarios a lo largo de la pared del fondo, y dos filas de retretes una frente a otra, separadas por un pasillo central. Junto a los lavabos, sentado en un pequeño cubículo de cristal, había un anciano, con un uniforme manchado, totalmente absorto en una revista cuando entré tras Johnny Friday. Había dos hombres lavándose las manos, dos en los urinarios y tres en los retretes, dos en la fila de la izquierda y uno en la de la derecha. Se oía música ambiental, una melodía irreconocible.
Contoneándose, Johnny Friday fue al urinario, del extremo derecho. Yo me coloqué a dos urinarios de él y esperé a que los otros hombres acabaran. En cuanto se fueron, me situé detrás de Johnny Friday, le tapé la boca con la mano y apoyé el cañón de la Smith & Wesson bajo su barbilla. A continuación lo obligué a entrar en el último retrete, el más alejado del otro retrete ocupado de esa fila.
—Eh, no, tío, no —susurró con los ojos abiertos como platos.
Le asesté un rodillazo en la entrepierna y cayó pesadamente de rodillas mientras yo echaba el pestillo a la puerta. Hizo un débil intento de levantarse y le golpeé con fuerza en la cara. Volví a acercar el arma a su cabeza.
—No digas una sola palabra. Date la vuelta.
—Por favor, tío, no.
—Cállate. Date la vuelta.
De rodillas, se volvió poco a poco. Le bajé la chaqueta hasta los brazos y luego lo esposé. Del otro bolsillo saqué un trapo y un rollo de cinta adhesiva. Le metí el trapo en la boca y di dos o tres vueltas con la cinta adhesiva alrededor de su cabeza. Después lo levanté y lo obligué a agacharse sobre el inodoro. Me dio una patada en la espinilla con el pie derecho e intentó erguirse, pero había perdido el equilibrio y lo golpeé otra vez. En esta ocasión permaneció agachado. Sin dejar de encañonarle escuché un momento por si venía alguien a causa del ruido. Sólo se oyó la cadena de un inodoro. Nadie vino.
Le dije a Johnny Friday lo que quería. Entornó los ojos al darse cuenta de quién era yo. El sudor brotó de su frente e intentó quitárselo de los ojos parpadeando. Le sangraba un poco la nariz y un hilillo rojo salía de debajo de la cinta adhesiva y resbalaba hasta el mentón. Las aletas de la nariz se le abrían por el esfuerzo que le costaba respirar.
—Quiero nombres, Johnny. Nombres de clientes. Vas a dármelos.
Lanzó un resoplido de desdén y la sangre borboteó en su nariz. Ahora me miraba con frialdad. Parecía una serpiente larga y negra: con su pelo engominado y peinado con raya y sus ojos de reptil. Cuando le rompí la nariz, los abrió de par en par en una expresión de sorpresa y dolor.
Volví a golpearle, una vez, dos, violentos puñetazos en el estómago y la cabeza. A continuación le arranqué la cinta de un tirón y le saqué el trapo ensangrentado de la boca.
—Dame nombres.
Escupió un diente.
—Jódete —dijo—. Jodeos tú y tus dos putas muertas.
Aún no tengo claro lo que ocurrió entonces. Recuerdo que le golpeé una y otra vez, notando que sus huesos crujían y sus costillas se rompían y viendo cómo se oscurecían mis guantes con su sangre. Una nube negra enturbiaba mi mente y vetas rojas la traspasaban como extraños relámpagos.
Cuando paré, las facciones de Johnny Friday parecían haberse desdibujado. Le sujeté la mandíbula entre las manos mientras la sangre brotaba a borbotones de sus labios.
—Habla —mascullé.
Alzó los ojos hacia mí y, como si estuviera viendo una escarpada entrada al infierno, sus dientes rotos asomaron tras los labios cuando consiguió esbozar una última sonrisa. El cuerpo se le arqueó y lo recorrió un espasmo, y luego otro. De su nariz, su boca y sus oídos manó sangre negra y espesa, y murió.
Me aparté de él respirando entrecortadamente, me enjugué lo mejor que pude las manchas de sangre de la cara y me limpié parte de la sangre de la cazadora, apenas visible en el cuero negro y los vaqueros negros. Me quité los guantes, me los guardé en el bolsillo y tiré de la cadena antes de echar un vistazo afuera con sumo cuidado, salir y cerrar la puerta. La sangre se deslizaba ya fuera del retrete y corría por las junturas de las baldosas.
Me di cuenta de que el ruido de la muerte de Johnny Friday debió de haber resonado en los servicios pero no me importó. Al salir, pasé sólo junto a un negro de avanzada edad de pie ante un urinario, y éste, como buen ciudadano que sabe cuándo ha de ocuparse de sus propios asuntos, ni siquiera me miró. En los lavabos había otros hombres que me lanzaron breves miradas a través de los espejos. Advertí que el anciano de uniforme había abandonado su cubículo de cristal y me escabullí por una sala vacía mientras dos policías corrían hacia los servicios desde el piso superior. Salí a la calle entre las hileras de autobuses aparcados en la estación.
Quizá Johnny Friday mereciese morir. Desde luego nadie lo lamentó y la policía hizo poco más que un somero esfuerzo para encontrar a su asesino. Pero circularon rumores, ya que Walter, creo, los había oído.
Sin embargo, vivo con la muerte de Johnny Friday como vivo con la muerte de Susan y de Jennifer. Si lo merecía, si lo que recibió no fue más que su merecido, no me correspondía a mí erigirme en su juez y verdugo. «En la próxima vida obtendremos justicia», escribió alguien. «En ésta tenemos la ley». En los últimos minutos de Johnny Friday no hubo ley sino sólo una especie de perversa justicia que yo no era quién para administrarle.
No creía que mi esposa y mi hija hubieran sido las primeras en morir a manos del Viajante, si es que él era el asesino. Aún pensaba que en algún lugar de un pantano de Louisiana yacía otra víctima y que su identidad era la clave que me abriría el mundo de este hombre que creía no ser un hombre. Esa chica formaba parte de una tétrica tradición en la historia humana, un desfile de víctimas que se remontaba a tiempos lejanos, hasta Cristo y más allá, hasta una época en que los hombres sacrificaban a quienes tenían alrededor para aplacar a unos dioses que no conocían la misericordia y cuyo carácter creaban y a la vez imitaban en sus acciones.
La chica de Louisiana formaba parte de una sangrienta sucesión, una niña de Windeby moderna, una descendiente de aquella muchacha anónima hallada en los años cincuenta en una tumba a pocos metros de profundidad en una turbera de Alemania, adonde la habían llevado hacía casi dos mil años, desnuda y con los ojos vendados para ahogarla en medio metro de agua. Podía trazarse un camino a lo largo de la historia desde su muerte hasta la muerte de otra muchacha a manos de un hombre que creía que podía apaciguar a sus demonios interiores quitándole la vida, pero que, una vez derramada la sangre y desgarrada la carne, quiso más y asesinó a mi mujer y a mi hija.
Ya no creemos en el mal, sino sólo en actos malvados que pueden explicarse mediante la ciencia de la mente. El mal no existe, y creer en él es sucumbir a la superstición, como cuando uno mira debajo de la cama por la noche o tiene miedo a la oscuridad. Pero hay individuos para quienes no encontramos respuestas fáciles, que hacen el mal porque son así, porque son malvados.
Johnny Friday y otros como él se ceban en aquellos que viven en la periferia de la sociedad, en aquellos que se han extraviado. Es fácil extraviarse en la oscuridad cuando se vive en los márgenes de la vida moderna, y una vez estamos perdidos y solos, hay cosas que nos aguardan donde no hay luz. Nuestros antepasados no se equivocaban en sus supersticiones: hay motivos para temer la oscuridad.
Y del mismo modo que podía trazarse una línea desde una turbera de Alemania hasta un pantano del sur, yo llegué a creer que también la maldad se remontaba a los orígenes de nuestra especie. Una tradición de maldad discurría bajo toda la existencia humana igual que las cloacas bajo una ciudad, y esa maldad proseguía incluso después de destruirse uno de los elementos que la constituían, porque éste era simplemente una pequeña parte de una totalidad mayor y más siniestra.
Quizás era eso, en parte, lo que me inducía a desear averiguar la verdad sobre Catherine Demeter, ya que, en retrospectiva, me doy cuenta de que la maldad había tocado también su vida y la había contaminado de un modo irremediable. Si no podía luchar contra la maldad transformada en el Viajante, la encontraría en otras formas. Creo lo que digo. Creo en la maldad porque la he tocado, y ella me ha tocado a mí.