13

Se sabía que al viejo no le resultaba fácil mantener bajo control al único hijo que le quedaba con vida. Ferrera había visto cómo se desintegraba la Cosa Nostra en Italia por intentar, con creciente brutalidad, intimidar y aniquilar a los investigadores del Estado. Contrariamente a lo pretendido, sus métodos habían servido para que los más valerosos se reafirmaran en su empeño de continuar la lucha; las familias, en la situación actual, recordaban a las víctimas del incaprettamento, el método de ejecución conocido como la «estrangulación de la cabra». Al igual que una víctima con los brazos y las piernas atados al cuello, las familias se encontraban con que, cuanto más forcejeaban, más se tensaban las ataduras. El viejo tenía la firme intención de que eso no le ocurriese a su organización.

Por el contrario, Sonny veía en la violencia de los sicilianos un método de tiranía acorde con sus aspiraciones de poder. Acaso fuera ésa la diferencia entre padre e hijo. Cuando un asesinato era necesario, el viejo Ferrera utilizaba en la medida de lo posible la «lupara blanca», la completa desaparición de la víctima sin un rastro de sangre siquiera que revelase la verdad de lo ocurrido. La estrangulación de Barton llevaba sin duda el sello de la mafia, pero no así el abandono del cuerpo. Si el viejo hubiera estado detrás de su muerte, probablemente su última morada habrían sido las cloacas, pero no sin disolver antes el cadáver en ácido y tirarlo por el desagüe.

Por tanto, no creía que el viejo hubiese ordenado el asesinato del hijastro de Isobel Barton. Su muerte y la repentina desaparición de Catherine Demeter se habían producido con demasiada proximidad en el tiempo para tratarse de una mera coincidencia. Era posible, claro está, que Sonny hubiese ordenado por alguna razón el asesinato de ambos, ya que si estaba tan loco como parecía, un cadáver más no debía de preocuparle. Ahora bien, también existía la posibilidad de que Demeter hubiera matado a su novio y huido. Quizás él le pegaba con frecuencia; en ese caso, la señora Barton me había contratado para localizar a una persona que no sólo era una amiga sino también la potencial asesina de su hijastro.

La casa de Ferrera se alzaba entre jardines arbolados. Se accedía por una única verja de hierro que se accionaba de forma electrónica. Había un interfono en el pilar de la izquierda. Llamé, di mi nombre y dije que deseaba ver al viejo. Una cámara instalada en lo alto del pilar enfocaba el taxi, y si bien no había nadie a la vista en el jardín, intuía la presencia de entre tres y cinco armas en las inmediaciones.

A unos cien metros de la casa había aparcado un sedán Dodge oscuro con dos hombres en los asientos delanteros. Preví una visita de los federales en cuanto llegara a mi apartamento, o posiblemente antes.

—Pase y espere junto a la verja —dijo la voz por el interfono—. Lo acompañaremos a la casa.

Obedecí y el taxi se fue. Un hombre de pelo cano con un traje oscuro y las consabidas gafas de sol salió de entre los árboles con un Heckler & Koch MP5 cruzado ante el pecho. Detrás de él apareció otro hombre, más joven, con indumentaria parecida. A mi derecha vi otros dos guardas, también armados.

—Apóyese contra la pared —dijo el hombre canoso.

Me registró profesionalmente bajo la atenta mirada de los otros, extrajo el cargador de mi Smith & Wesson y me quitó el de reserva que llevaba en el cinturón. Accionó el resorte para expulsar la bala de la recámara y me devolvió el arma. A continuación me indicó que me dirigiese hacia la casa y permaneció a mi derecha y un poco por detrás para no perder de vista mis manos. Nos siguieron dos hombres, uno a cada lado del camino. No era de extrañar que el viejo Ferrera hubiese vivido tantos años.

Desde fuera la casa parecía sorprendentemente modesta, un edificio alargado de dos plantas con ventanas estrechas en la fachada y una galería a lo largo del piso superior. Otros hombres patrullaban por el cuidado jardín y el camino de grava. A la derecha de la casa había un Mercedes negro, con el chófer al lado por si lo necesitaban. La puerta ya estaba abierta, y en el zaguán aguardaba Bobby Sciorra con la mano derecha cogida a la muñeca izquierda como un sacerdote en espera de los donativos.

Sciorra medía un metro ochenta y cinco y debía de pesar unos setenta kilos; bajo el traje gris, sus miembros se dibujaban como afiladas hojas. Su cuello estriado era casi tan largo como el de una mujer, y la inmaculada blancura de la camisa sin cuello, abrochada hasta el último botón, realzaba su palidez. Mechones de cabello corto y oscuro le rodeaban la calva, y su cabeza formaba un cono tan aguzado que parecía puntiaguda. Sciorra era un cuchillo hecho carne, un instrumento humano de dolor, a la vez cirujano y bisturí. El FBI creía que había intervenido directamente en más de treinta asesinatos. La mayoría de quienes lo conocían opinaba que el FBI se quedaba corto en sus cálculos.

Cuando me acerqué, sonrió mostrando unos dientes perfectamente blancos que resplandecían entre los finos labios. Pero la sonrisa no se reflejó en sus ojos; desapareció en la irregular cicatriz que descendía desde su oreja izquierda, cruzaba el puente de la nariz y terminaba justo debajo del lóbulo de la oreja derecha. La cicatriz devoró su sonrisa como una segunda boca.

—Has de tener huevos para presentarte aquí —dijo todavía sonriente, moviendo de manera casi imperceptible la cabeza de un lado a otro.

—¿Es una admisión de culpabilidad, Bobby? —pregunté.

La sonrisa siguió inalterable.

—¿Para qué quieres ver al jefe? No tiene tiempo para un mierda como tú. —La sonrisa se ensanchó visiblemente—. Por cierto, ¿cómo están tu mujer y tu hija? La niña debe de haber cumplido ya…, ¿cuántos? ¿Cuatro años?

Empecé a notar un latido rojo y sordo en la cabeza, pero me contuve apretando los puños a los costados. Sabía que sería hombre muerto aun antes de que mis manos se cerraran en torno a la blanca piel de Sciorra.

—Stephen Barton ha aparecido muerto en una cloaca esta noche. Los federales buscan a Sonny y probablemente a ti también. Me preocupa vuestro bienestar. No me gustaría que os pasara nada malo a ninguno de los dos sin mi intervención.

La sonrisa de Sciorra no cambió. Parecía a punto de contestar cuando una voz, baja pero imperiosa, sonó por el sistema intercomunicador de la casa. La edad le daba una ronca resonancia en la que estaba presente el estertor de la muerte, acechando desde el fondo como los vestigios de las raíces sicilianas de Don Ferrera.

—Déjalo pasar, Bobby —dijo.

Sciorra retrocedió y abrió una puerta de dos hojas situada en medio del zaguán para evitar las corrientes de aire. El canoso guarda entró detrás de mí cuando seguí a Sciorra, que esperó a que él hubiese cerrado la primera puerta antes de abrir una segunda al final del zaguán.

Aun sentado y encorvado por la edad, el viejo era un hombre imponente. Tenía el pelo plateado y alisado con brillantina hacia atrás desde las sienes, pero bajo su bronceada piel se adivinaba una palidez enfermiza y sus ojos parecían legañosos. Sciorra cerró la puerta dejando al guarda fuera, y volvió a adoptar su pose sacerdotal.

—Siéntese, por favor —dijo el viejo y señaló un sillón. Abrió una caja de taracea que contenía cigarrillos turcos, cada uno con una pequeña cinta dorada. Le di las gracias pero rehusé el ofrecimiento. Suspiró—. Lástima. Me gusta el aroma, y me los han prohibido. Nada de tabaco, nada de mujeres, nada de alcohol. —Cerró la caja y la contempló con nostalgia por un momento. Luego cruzó las manos y las apoyó en el escritorio—. Ahora no tiene usted título —añadió.

Entre los «hombres de honor» ser llamado «señor» cuando uno tenía un título equivalía a un insulto intencionado. A veces los investigadores federales lo utilizaban para denigrar a los sospechosos de la mafia, prescindiendo del trato más formal de «don» o «tío».

—Entiendo que no pretende insultarme, don Ferrera —contesté.

Asintió con la cabeza y se quedó en silencio.

Durante la época que fui inspector, había tratado alguna vez con los hombres de honor y siempre me dirigía a ellos con cautela y sin arrogancia ni presunción. El respeto debía pagarse con respeto y los silencios debían interpretarse como señales. Entre ellos, todo tenía un significado y en su forma de comunicarse aplicaban la misma economía y eficacia que en sus métodos de violencia.

Los hombres de honor hablaban sólo de lo que les atañía de forma directa, respondían sólo a preguntas específicas y preferían guardar silencio a mentir. Un hombre de honor estaba absolutamente obligado a decir la verdad y no quebrantaba estas normas más que cuando lo justificaba el comportamiento anómalo de los demás. Ello presuponía, para empezar, que se consideraba honorables a los chulos, a los asesinos y a los narcotraficantes, o que el código no era más que el extemporáneo ceremonial de otra época, conservado para conferir una pátina aristocrática a matones y criminales.

Aguardé a que rompiera el silencio.

Se levantó y, con andar lento y casi penoso, cruzó el despacho y se detuvo junto a un aparador sobre el que un plato irradiaba un brillo apagado.

—Al Capone comía en platos de oro, ¿lo sabía? —preguntó. Le contesté que no—. Sus hombres los llevaban en una funda de violín al restaurante y los ponían en la mesa para que Al Capone y sus invitados comieran en ellos. ¿Por qué cree que un hombre siente la necesidad de comer en un plato de oro?

Esperó una respuesta a la vez que intentaba ver mi reflejo en el plato.

—Cuando uno tiene mucho dinero, adquiere gustos raros, excéntricos —dije—. Al cabo de un tiempo, ni siquiera la comida le sabe bien a menos que se la sirvan en porcelana u oro. No es digno de alguien con tanto dinero e influencia comer en los mismos platos que la gente corriente.

—Se cae en la exageración, creo —afirmó, pero ya no parecía hablarme a mí y era su propio reflejo el que observaba en el plato—. En cierto modo está mal. Hay gustos que uno no debería permitirse porque son vulgares. Son indecentes. Van contra la naturaleza.

—Supongo, pues, que ése no es uno de los platos de Al Capone.

—No, me lo regaló mi hijo en mi último cumpleaños. Se lo conté y encargó el plato.

—Quizá no captó la esencia de la historia —dije.

El cansancio se dibujaba en su rostro. Era el rostro de un hombre que no dormía bien desde hacía tiempo.

—En cuanto a ese muchacho asesinado, ¿piensa que mi hijo ha tenido algo que ver?, ¿piensa que esto ha sido obra suya? —preguntó por fin, y volvió a situarse frente a mí, con la vista clavada en algo lejano. No seguí su mirada para averiguar en qué se fijaba.

—No lo sé. Pero, por lo visto, el FBI sí lo cree.

Esbozó una sonrisa vacía y cruel que por un instante me recordó la de Bobby Sciorra.

—Y su interés en esto es la chica, ¿no?

Me sorprendí, aunque no tenía por qué. Como mínimo para Bobby Sciorra, el pasado de Barton debía de ser sobradamente conocido, y con toda seguridad había circulado deprisa en cuanto se descubrió el cadáver. Pensé que mi visita a Pete Hayes quizá también hubiese contribuido. Ignoraba si el viejo sabría mucho o no, pero su siguiente pregunta lo dejó claro: no mucho.

—¿Para quién trabaja?

—No puedo decirlo.

—Podemos averiguarlo. Al viejo del gimnasio le sacamos bastante información.

Así que había sido eso. Hice un leve gesto de indiferencia. De nuevo permaneció en silencio por un rato.

—¿Cree que mi hijo ha matado a la chica?

—¿La ha matado? —pregunté.

Don Ferrera volvió la cabeza hacia mí y aguzó sus ojos legañosos.

—Cuentan de un hombre que cree que su mujer le pone los cuernos. Acude a un amigo, un viejo amigo de confianza, y le dice: «Creo que mi mujer me engaña pero no sé con quién. La he observado pero no puedo averiguar la identidad del hombre. ¿Qué hago?».

»Resulta que su amigo es el hombre con quien lo engaña la esposa, pero éste, para despistarlo, dice que ha visto a la mujer con otro hombre, un individuo conocido por su comportamiento deshonroso con las esposas ajenas. Y entonces el cornudo dirige la atención hacia ese tipo y su mujer continúa engañándolo con su mejor amigo. —Terminó y me miró fijamente.

Todo ha de interpretarse, todo está en clave. Vivir mediante señales es comprender la necesidad de encontrar significado a información en apariencia intrascendente. El viejo se había pasado casi toda la vida buscando el significado de las cosas y esperaba que los demás obraran del mismo modo. Con su cínica anécdota expresaba la convicción de que su hijo no era el responsable de la muerte de Barton y de que quienquiera que fuese el responsable se beneficiaba del hecho de que el FBI y la policía se concentrasen en la presunta culpabilidad de Sonny. Tras aquellos ojos, don Ferrera sabía realmente qué ocurría. Sciorra era capaz de todo, incluso de perjudicar a su jefe en su propio provecho.

—Ha llegado a mis oídos que quizá Sonny tenga un repentino interés en mi estado de salud —dije.

El viejo sonrió.

—¿Qué clase de interés en su salud, señor Parker?

—La clase de interés que podría provocar un súbito empeoramiento de mi salud.

—No sé nada de eso. Sonny es un hombre independiente.

—Es posible, pero si alguien me la juega, me encontraré con Sonny en el infierno.

—Pediré a Bobby que lo compruebe.

Eso no representó un gran alivio. Me levanté para marcharme.

—Un hombre inteligente buscaría a la chica —dijo el viejo, también de pie, dirigiéndose hacia una puerta del rincón, al otro lado del escritorio—. Viva o muerta, la chica es la clave.

Quizás estaba en lo cierto, pero debía de tener sus razones para señalarme en dirección a la chica. Y mientras Bobby Sciorra me acompañaba a la puerta de entrada, me pregunté si yo era el único que buscaba a Catherine Demeter.

Un taxi esperaba frente a la verja de la mansión de Ferrera para llevarme de regreso al East Village. Al final me dio tiempo de ducharme y preparar café en mi apartamento antes de que el FBI llamase a la puerta. Me había puesto un pantalón largo de deporte y una sudadera, así que tuve la sensación de ir vestido de un modo un tanto informal al lado de los agentes especiales Ross y Hernández. Como música de fondo, los Blue Nile tocaban A Walk Across de Rooftops, ante lo cual Hernández arrugó la nariz en un gesto de aversión. No vi necesidad de disculparme.

Era Ross quien más hablaba, mientras Hernández examinaba sin disimulo el contenido de la estantería, mirando las tapas de los libros y leyendo las polvorientas solapas. No me pidió permiso para hacerlo, y a mí no me gustó.

—En el estante de abajo hay algunos ilustrados —comenté—. Pero no tengo lápices de colores. Confío en que hayáis traído los vuestros.

Hernández me miró con expresión ceñuda. Contaba cerca de treinta años y probablemente aún daba crédito a todo lo que le habían enseñado en Quantico sobre la agencia. Me recordaba a los guías turísticos del Edificio Hoover, esos que llevan en rebaño de un lado a otro a las amas de casa de Minnesota mientras sueñan con abatir a tiros a narcotraficantes y terroristas internacionales. Probablemente Hernández aún se negaba a creer que Hoover se vestía de mujer.

Ross era harina de otro costal. Había pertenecido a la Brigada de Incautación de Alijos en Nueva York durante los años setenta y su nombre había sonado en relación con unos cuantos casos importantes posteriores a las leyes del proyecto RICO. Tenía la impresión de que probablemente era un buen agente pero un ser humano despreciable. Ya había decidido qué le diría: nada.

—¿Qué has ido a hacer a casa de Ferrera esta noche? —preguntó después de declinar mi ofrecimiento de café como un mono que rechazara un fruto seco.

—Soy repartidor de periódicos y está en mi ruta.

Ross ni siquiera fingió una sonrisa. Hernández me miró con expresión aún más ceñuda. Si yo hubiera sido una persona nerviosa, quizá la tensión se me habría disparado.

—No seas gilipollas —replicó Ross—. Podría detenerte como sospechoso de estar implicado en el crimen organizado, dejarte encerrado durante un tiempo y luego soltarte, pero ¿de qué nos serviría eso a nosotros o a ti? Te lo preguntaré otra vez: ¿por qué has ido a casa de Ferrera esta noche?

—Llevo a cabo una investigación. Es posible que Ferrera tenga algo que ver.

—¿Qué investigas?

—Eso es confidencial.

—¿Quién te ha contratado?

—Confidencial. —Estuve tentado de repetirlo entonando como un sonsonete, pero dudé de que Ross estuviera de humor. Quizá tenía razón, quizá yo era un gilipollas; pero no me hallaba más cerca de encontrar a Catherine Demeter que veinticuatro horas antes, y la muerte de su amigo había abierto todo un abanico de posibilidades, sin que una sola de ellas fuera especialmente atractiva. Si Ross pretendía atrapar a Sonny Ferrera o a su padre, era su problema. Yo ya tenía problemas de sobra.

—¿Qué le has dicho a Ferrera sobre la muerte de Barton?

—Nada que no supiera ya, teniendo en cuenta que Hansen llegó al lugar del crimen antes que vosotros —contesté. Hansen era un reportero del Post, un buen reportero. Había moscas que envidiaban la capacidad de Hansen para olfatear un cadáver, pero si alguien tuvo tiempo de pasar el soplo a Hansen, casi con toda seguridad ese alguien había informado a Ferrera aún antes. Walter estaba en lo cierto: en algunas secciones del Departamento de Policía había más filtraciones que en una casa con goteras.

—Oye —dije—, sé lo mismo que vosotros. No creo que Sonny esté involucrado, tampoco el viejo. En cuanto a otros…

Ross alzó la vista con un gesto de frustración. Un momento después me preguntó si conocía a Bobby Sciorra. Le dije que había tenido el placer. Ross se quitó una microscópica mota de la corbata, que parecía una de esas que encuentras en las rebajas de Filene's Basement cuando ya se han llevado todo lo que merecía la pena.

—Según he oído, Sciorra ha estado diciendo por ahí que va a darte una lección. Opina que eres un entrometido de mierda. Probablemente tenga razón.

—Espero que hagáis cuanto esté en vuestras manos para protegerme.

Ross sonrió, una mínima contracción de los labios que reveló unos colmillos pequeños y puntiagudos. Pareció la reacción de una rata al golpearle la cara con un palo.

—Quédate tranquilo, haremos cuanto esté en nuestras manos para encontrar al culpable en cuanto te pase algo.

Hernández sonrió también cuando se encaminaron hacia la puerta. Tal para cual.

Le devolví la sonrisa.

—Ya sabéis dónde está la salida. Y por cierto, Hernández… —Se detuvo y se volvió—. Voy a contar los libros.

Ross hacía bien concentrando sus energías en Sonny. Quizá fuera, en rigor, un personaje de segunda fila en muchos sentidos —unas cuantas salas de espectáculos porno cerca del puerto, un club en Mott con un letrero escrito a mano y pegado con cinta adhesiva sobre el teléfono que recordaba a los miembros que éste estaba pinchado, diversos trapicheos con la droga, préstamos con usura y proxenetismo difícilmente iban a convertirlo en un enemigo público número uno—, pero Sonny era el eslabón débil en la cadena de Ferrera. Si se rompía, quizá los llevara hasta Sciorra y el propio viejo.

Observé a los dos agentes del FBI desde la ventana mientras subían al coche. Ross se detuvo junto a la puerta del copiloto y miró hacia la ventana un instante. El cristal no se hizo añicos bajo la presión. Yo tampoco, pero tuve la sensación de que el agente Ross no se había esforzado realmente, no todavía.