Bobby Sciorra: un demonio malévolo, una viva representación de la ferocidad y el sadismo que se había aparecido ante el viejo, Stefano Ferrera, cuando éste estaba al borde de la locura y la muerte. Sciorra parecía haber llegado de algún tétrico rincón del infierno invocado por la ira y la amargura de un anciano, una manifestación física de la tortura y la destrucción que deseaba infligir al mundo que lo rodeaba. En Bobby Sciorra encontró el instrumento perfecto del dolor y la muerte más horrenda.
Stefano había visto levantar a su padre un pequeño imperio desde la humilde casa de la familia en Bensonhurst. Por aquel entonces Bensonhurst, delimitado por la bahía de Gravesend y el océano Atlántico, conservaba aún aires de pueblo. El aroma a delicatessen se mezclaba con el de los hornos de leña de las pizzerías. La gente vivía en casas bifamiliares con verjas de hierro forjado y, cuando lucía el sol, se sentaba en los porches y miraba a los niños jugar en los jardines.
A Stefano la ambición lo alejó de sus raíces. Cuando le llegó el momento de asumir las responsabilidades del negocio, construyó una casa enorme en Staten Island; al asomarse a las ventanas traseras, veía las lindes de la mansión de Paul Castellano en Todt Hill, la Casa Blanca de tres millones y medio de dólares, y, probablemente, desde la ventana más alta, los jardines de la finca de los Barton. Si Staten Island valía para el jefe de la familia Gambino y un millonario benévolo, valía también para Stefano. Cuando murió Castellano, tras recibir seis balazos en el Sparks Steak House de Manhattan, Stefano fue por un breve periodo de tiempo el principal capo de Staten Island.
Stefano contrajo matrimonio con una mujer de Bensonhurst llamada Louisa. Ella no se casó con él por la clase de amor que describen las novelas románticas; lo amaba por su poder, su violencia y, sobre todo, su dinero. Aquellos que se casan por dinero al final acaban pagándolo. En el caso de Louisa, así fue. Recibió malos tratos psíquicos y murió poco después en el parto de su tercer hijo. Stefano no volvió a casarse, y no fue por el dolor de la pérdida; sencillamente no necesitaba molestarse en buscar a otra esposa, porque la primera ya le había dado herederos.
El primogénito, Vincent, era inteligente y representaba la más clara esperanza para el futuro de la familia. Cuando murió en una piscina a los veintitrés años a causa de una hemorragia cerebral, su padre dejó de hablar durante una semana. Mató a los dos perros labradores de Vincent y se encerró en su habitación. Hacía diecisiete años que Louisa había muerto.
Niccolo, o Nicky, dos años menor que su hermano, lo sustituyó como mano derecha de su padre. En sus primeros pinitos, lo veía deambular por la ciudad en su enorme Cadillac blindado, rodeado de esbirros, labrándose una reputación de matón a la altura de su padre. A principios de los años ochenta la familia había vencido su inicial reticencia al tráfico de drogas e inundaba la ciudad con todo el veneno que le llegaba a las manos. La mayoría de la gente les dejaba paso libre y cualquier posible rival era disuadido o acababa convertido en comida para peces.
Los yardies eran otro cantar. Las bandas jamaicanas no le tenían el menor respeto a las instituciones establecidas, a las formas tradicionales de plantearse los negocios. Miraban a los italianos y veían carne muerta. Se apropiaron de un alijo de cocaína de los Ferrera valorado en dos millones de dólares y, en la operación, se cobraron dos vidas. En respuesta, Nicky ordenó una matanza selectiva de yardies: atacaron sus clubes, sus apartamentos y hasta a sus mujeres. En tres días murieron doce, entre ellos todos los responsables del robo de la cocaína.
Quizá Nicky imaginó que eso pondría fin al problema y que las aguas volverían a su cauce. Siguió paseándose en coche por las calles, comiendo en los mismos restaurantes, actuando como si la amenaza de violencia de los jamaicanos se hubiera disipado ante aquella demostración de fuerza.
Su establecimiento preferido era Da Vincenzo, un restaurante familiar de alto copete en el antiguo barrio de su padre, Bensonhurst, cuyos dueños habían sido lo bastante inteligentes como para no olvidar sus raíces. Puede que a Nicky le gustara también porque el nombre le recordaba a su hermano. No obstante, movido por su paranoia, hizo cambiar las ventanas y puertas de cristal por paneles a prueba de bomba, como los que se utilizaban para la protección del presidente.
Así, Nicky podía saborear en paz su plato de fusilli, sin inquietarse por la inminente amenaza de asesinato.
Un jueves de noviembre por la noche acababa de pedir su cena cuando una furgoneta negra paró en la bocacalle de enfrente con la parte posterior orientada hacia la ventana del restaurante. A lo mejor Nicky la vio detenerse, quizás advirtió que el parabrisas había sido sustituido por una rejilla negra, quizás incluso arrugó la frente cuando las puertas traseras se abrieron de par en par y un destello blanco surgió de la oscuridad del interior y la onda expansiva hizo temblar la rejilla.
Puede que también tuviera tiempo de atisbar la ojiva del RPG-7 cuando salió disparada hacia la ventana a ciento ochenta metros por segundo, dejando una estela de humo, y traspasó armando un gran estruendo los gruesos paneles antes de estallar dentro, donde fragmentos de cristal y metal caliente y los restos del revestimiento de cobre del proyectil hicieron pedazos a Nicky Ferrara hasta tal punto que el ataúd pesaba menos de treinta kilos cuando lo acarrearon por el pasillo de la iglesia tres días después.
Los tres jamaicanos autores del crimen desaparecieron en los bajos fondos y el viejo desahogó su cólera en sus enemigos y en sus amigos con una orgía de insultos, violencia y muerte. Su negocio se desmoronó en torno a él, y sus rivales se unieron, al ver en su locura la oportunidad de librarse de él para siempre.
Justo cuando su mundo parecía a punto de desmoronarse, un personaje apareció ante la verja de su mansión y pidió que le permitieran hablar con él. Dijo al guarda que traía noticias de los yardies. El guarda transmitió el mensaje y, tras un registro, se autorizó a Bobby a entrar. El registro no fue completo: Sciorra llevaba una bolsa negra de plástico que se negó a abrir. Lo mantuvieron encañonado mientras se aproximaba a la casa y le ordenaron que se detuviera en el jardín, a unos quince metros de la escalinata, donde lo esperaba el viejo.
—Si me haces perder el tiempo, daré orden de que te maten —advirtió el viejo.
Bobby Sciorra se limitó a sonreír y vació el contenido de la bolsa en el césped iluminado. Las tres cabezas rodaron y entrechocaron, los rizos enroscados como serpientes muertas, mientras Bobby Sciorra sonreía sobre ellas como un obsceno Perseo. Hilos de sangre fresca y viscosa pendían lánguidamente de los bordes de la bolsa hasta caer gota a gota en la hierba.
Bobby Sciorra se labró el porvenir esa noche. Al cabo de un año era un hombre de peso, y su ascenso en el escalafón de la familia era un hecho único tanto por la rapidez con que se produjo como por la relativa oscuridad de sus antecedentes. Los federales no lo tenían fichado y, en apariencia, Ferrera no sabía mucho más. A mí me llegaron rumores de que en el pasado se había enemistado con los Colombo, que había trabajado por su cuenta desde Florida, pero eso era todo. Sin embargo, el asesinato de aquellos tres elementos clave de la banda de los jamaicanos le bastó para granjearse la confianza de Stefano Ferrera y el derecho a una ceremonia en el sótano de la casa de Staten Island que culminó con un pinchazo en el dedo índice de Sciorra sobre una imagen sagrada y su unión a Ferrera y a los allegados a éste.
A partir de ese día, Bobby Sciorra ejercía el poder tras el trono de Ferrera. Guió al viejo y a su familia a través de los juicios y tribulaciones del Nueva York posterior a la entrada en vigor de las leyes contra la corrupción por influencia del crimen organizado; estas leyes, conocidas como proyecto RICO, permitían a los federales procesar a las organizaciones y conspiradores que se beneficiaban de un delito y no sólo a los individuos que lo cometían. Las principales familias de Nueva York —Gambino, Lucchese, Colombo, Genovese y Bonanno—, que en total sumaban alrededor de cuatro mil hombres de peso y allegados, encajaron severos golpes y los jefes acabaron encarcelados o muertos. Pero no los Ferrera. Bobby Sciorra se encargó de eso, sacrificando a algunos elementos de segunda fila en el camino para asegurar la supervivencia de la familia.
El viejo habría preferido ocupar un papel más secundario en los negocios de la familia de no haber sido por Sonny. El pobre Sonny, un hombre estúpido y sanguinario, sin la inteligencia de ninguno de sus hermanos pero con la capacidad para la violencia de los dos juntos como mínimo. Todas las operaciones que supervisaba terminaban con derramamiento de sangre, pero eso a él no le preocupaba. Corpulento y abotargado ya a los veinte años, obtenía placer con la destrucción y el asesinato. Por lo visto, la muerte de inocentes en concreto le producía una excitación casi sexual.
Poco a poco su padre lo relegó y al final dejó que hiciera lo que le diera la gana: los esteroides, narcotráfico a pequeña escala, prostitución y algún que otro acto de violencia. Bobby Sciorra intentaba mantenerlo bajo relativo control, pero Sonny era tan incontrolable como poco razonable. Sonny era malvado y sanguinario, y cuando su padre muriese, más de uno haría cola para asegurarse de que Sonny se reuniera con él lo antes posible.