El taller de Willie Brew, visto desde fuera, presentaba un aspecto desastrado y de dudosa reputación, si no manifiestamente fraudulento. El interior no mejoraba mucho, pero Willie, un polaco que tenía un apellido impronunciable abreviado a Brew por generaciones de clientes, era casi el mejor mecánico que conocía.
Nunca me había gustado esa zona de Queens, cerca, en dirección norte, del estruendo de los coches que circulaban por la autovía de Long Island. Ya de niño la relacionaba con aparcamientos de coches de segunda mano en venta, almacenes viejos y cementerios. El garaje de Willie, cerca del Kissena Park, había sido una buena fuente de información a lo largo de los años, ya que todos sus amigos ociosos, sin nada mejor que hacer que entrometerse en los asuntos ajenos, tendían a congregarse allí en un momento u otro; no obstante, seguía sintiéndome incómodo en la zona. Incluso de mayor, detestaba bordear aquellos barrios en el trayecto desde el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy hasta Manhattan, detestaba ver las licorerías y las ruinosas casas.
En comparación, Manhattan era exótico, y su perfil, capaz de infinitos cambios según el acceso por el que uno entraba en la ciudad. Mi padre se trasladó al condado de Westchester tan pronto como pudo permitírselo y compró una casita cerca del Grant Park. Manhattan era el sitio adonde íbamos los fines de semana mis amigos y yo. A veces atravesábamos toda la isla para subir a la pasarela del puente de Brooklyn y contemplar desde allí el perfil urbano en continuo cambio. Bajo nosotros vibraban las tablas al paso del tráfico, pero para mí era más que eso: era la vibración y el zumbido de la propia vida. Los cables que unían las torres del puente diseccionaban y dividían el paisaje de la ciudad como si un niño lo hubiera recortado con unas tijeras y hubiera pegado los trozos sobre el cielo azul.
Tras la muerte de mi padre, mi madre se trasladó con nosotros a Scarborough, en Maine, su pueblo natal, donde las hileras de árboles sustituían al paisaje urbano y sólo los aficionados a la hípica, llegados desde Boston y Nueva York para asistir a las carreras de Scarborough Downs, traían consigo las imágenes y los olores de las grandes ciudades. Quizá por eso me sentía como un visitante cada vez que contemplaba Manhattan: siempre me parecía ver la ciudad con ojos nuevos.
El taller de Willie se encontraba en un barrio que luchaba con uñas y dientes contra el aburguesamiento. La manzana donde estaba el taller había sido comprada por el dueño del restaurante japonés contiguo —tenía otros intereses en el barrio de Flushing, o Little Asia, como se lo conocía ahora, y por lo visto quería expandir su área de influencia hacia el sur—, y Willie se hallaba envuelto en una batalla semilegal para asegurarse de que no lo obligasen a cerrar. El japonés respondía enviando al garaje de Willie, a través de los respiraderos, vaharadas de olor a pescado. A veces Willie le pagaba con la misma moneda y le pedía a Arno, su mecánico jefe, que se tomara unas cervezas y comida china y que luego saliera, se metiera los dedos en la garganta y vomitara ante la puerta del restaurante. «China, vietnamita, japonesa, toda esa mierda parece igual cuando la echas», decía Willie.
Dentro, Arno —un hombre pequeño, fibroso y moreno— trabajaba en el motor de un Dodge destartalado. El olor a pescado y fideos impregnaba el aire. Mi Mustang del 69 estaba sobre una plataforma elevada, y alrededor había esparcidas piezas irreconocibles de sus mecanismos internos. No parecía tener más probabilidades que James Dean de volver a la carretera en un futuro cercano. Había telefoneado antes para avisar a Willie de que pasaría por allí. Como mínimo podría haberse tomado la molestia de fingir que hacía algo con el coche cuando llegué.
Se oyó un estridente juramento en el despacho de Willie, que estaba en lo alto de una escalera de madera a la derecha del garaje. La puerta se abrió y Willie bajó ruidosamente; tenía manchas de grasa en la calva y llevaba el mono azul de mecánico abierto hasta la cintura, revelando una sucia camiseta blanca ceñida en torno a su voluminoso vientre. Se encaramó con dificultad a unas cajas colocadas a modo de peldaños bajo el respiradero y acercó la boca a la rejilla.
—¡Eh, hijos de puta de ojos rasgados! —gritó—. Dejad de atufar mi garaje con pescado, pues de lo contrario os vais a enterar de lo que vale un peine.
Al otro lado del respiradero alguien vociferó en japonés y a continuación se oyeron unas carcajadas orientales. Willie golpeó la rejilla con la palma de la mano y bajó. Me miró en la penumbra con los ojos entornados antes de reconocerme.
—Bird, ¿qué tal? ¿Quieres un café?
—Quiero un coche. Mi coche. El coche que tienes aquí desde hace ya más de una semana.
Willie adoptó una expresión apesadumbrada.
—Estás enfadado conmigo —dijo con tono burlón y tranquilizador a la vez—. Entiendo tu enfado. Enfadarse está bien. Tu coche, en cambio, no está bien. Tu coche está mal. El motor está hecho una mierda. ¿Qué combustible pones? ¿Tuercas y clavos viejos?
—Willie, necesito el coche. Los taxistas ya me tratan como a un viejo amigo. Algunos ni siquiera intentan timarme. Me he planteado alquilar un coche para ahorrarme el bochorno. En realidad, si no te pedí que me dejaras un coche prestado, fue sólo porque me dijiste que lo repararías en un día o dos a lo sumo.
Arrastrando los pies, Willie se acercó al coche y tocó una pieza cilíndrica de metal con la puntera de la bota.
—Arno, ¿qué pasa con el Mustang de Bird?
—Es una mierda —contestó Arno—. Dile que le daremos quinientos dólares por la chatarra.
—Propone Arno que te demos quinientos dólares por la chatarra.
—Ya lo he oído. Dile a Arno que le pegaré fuego a su casa si no me arregla el coche.
—Pasado mañana —respondió Arno desde debajo del capó—. Perdón por el retraso.
Willie me dio una palmada en el hombro con su grasienta mano.
—Ven a tomarte un café y escucha los chismes del barrio. —Bajando la voz, añadió—: Ángel quiere verte. Le dije que vendrías por aquí.
Asentí y lo seguí escalera arriba. En el despacho, que estaba asombrosamente ordenado, cuatro hombres sentados alrededor de la mesa bebían café y whisky en tazas pequeñas de metal. Saludé con la cabeza a Tommy Q, que había cumplido condena una vez por distribuir vídeos pirateados, y a un ladrón de coches con un poblado bigote a quien, cómo no, apodaban Groucho. A su lado estaba Jay, el otro ayudante de Willie, el cual, a sus sesenta y cinco años, tenía diez más que Willie pero aparentaba como mínimo otros diez más. Junto a éste se hallaba Ed Harris, alias «el Ataúd».
—¿Conoces a Ed el Ataúd? —preguntó Willie.
Moví la cabeza para asentir.
—¿Sigues robando cadáveres, Ed?
—¡Qué va! —contestó Ed el Ataúd—. Lo dejé hace tiempo. Empecé a tener problemas de espalda.
Ed Harris, el Ataúd, en su faceta de secuestrador había superado con creces a todos los secuestradores. Opinaba que tener rehenes vivos se parecía demasiado a un trabajo de verdad, porque uno nunca sabía qué podían hacer o quién podía andar buscándolos. Los muertos eran más manejables, así que Ed el Ataúd robaba en los depósitos de cadáveres.
Leía las necrológicas, elegía a un difunto de una familia relativamente rica y luego sustraía el cadáver del depósito o del tanatorio. Hasta que apareció Ed y puso en tela de juicio el sistema, los tanatorios se consideraban en general sitios bien vigilados. Ed el Ataúd guardaba los cadáveres en una cámara frigorífica industrial que tenía en el sótano y exigía un rescate, por lo general sumas razonables. La mayoría de los parientes pagaba de buen grado a fin de recuperar a sus seres queridos antes de que empezaran a descomponerse.
Las cosas le fueron bien hasta que un viejo aristócrata polaco, ofendido por el secuestro de los restos mortales de su esposa, contrató a un regimiento privado para dar caza a Ed el Ataúd. Lo localizaron, aunque Ed estuvo a punto de escapar por un pasadizo que llevaba de su sótano al patio del vecino. No obstante, fue él quien rió el último. La compañía de la luz le había cortado el suministro tres días antes por no pagar los recibos. La esposa del viejo polaco apestaba como una zarigüeya muerta cuando la encontraron. Desde entonces Ed el Ataúd había ido de capa caída, y ahora era una figura desharrapada al fondo del garaje de Willie Brew.
Por un momento se produjo un incómodo silencio, que rompió Willie.
—¿Te acuerdas de Vinnie el Chato? —preguntó a la vez que me entregaba una taza metálica humeante de café solo, tan caliente que estaba poniendo al rojo vivo el metal, pero, pese a ello, no conseguía ocultar el olor a gasolina impregnado dentro—. Espera a oír lo que va a contarnos Tommy Q. Aún no te has perdido nada.
Vinnie el Chato era un allanador de moradas de Newark que había visitado demasiadas veces la prisión y había decidido reformarse o, como mínimo, reformarse en la medida de lo posible para un tipo que durante cuarenta años se había ganado la vida desvalijando apartamentos. Debía su apodo a un largo y baldío paso por el boxeo amateur. Vinnie, de corta estatura y víctima potencial de cualquier maleante de Nueva Jersey proclive a la violencia, vio su habilidad con los puños como una posible salvación, como tantos otros tipos bajos de barrios peligrosos. Por desgracia, la defensa de Vinnie era casi tan buena como la de Charles Manson, y con el tiempo la nariz le quedó reducida a una masa de cartílago con dos orificios semicerrados como pasas en un pudín.
Tommy Q empezó a contar una anécdota sobre Vinnie, una empresa de decoración y un cliente homosexual muerto que podría haberlo llevado a los tribunales si la hubiera contado en un lugar de trabajo respetable.
—Así que el esteta acaba muerto, en un cuarto de baño, con la silla metida en el culo, y Vinnie acaba en la cárcel por vender las fotos y robar el vídeo del muerto —concluyó, moviendo la cabeza en un gesto de incomprensión ante las extrañas costumbres de los varones no heterosexuales.
Aún estaba desternillándose de risa por la anécdota cuando la sonrisa se borró de su cara y la carcajada se convirtió en un sonido gutural, como si se hubiera atragantado. Miré atrás y vi a Ángel en la oscuridad, con unos mechones de pelo negro y rizado escapándosele del gorro azul de punto y una barba rala que habría hecho reír a un niño de trece años. La cazadora azul marino de estibador abierta dejaba ver una camiseta negra, y los vaqueros azules terminaban sobre unos zapatos Timberland sucios y gastados.
Ángel no medía más de un metro sesenta y cinco, y para un observador desinformado no habría sido fácil entender por qué a Tommy Q le intimidaba su presencia. Había dos razones. En primer lugar, Ángel era mucho mejor boxeador que Vinnie el Chato y habría convertido a Tommy Q en carne de caballo a golpes si se lo hubiera propuesto, cosa que bien podría haber ocurrido, dado que Ángel era homosexual y quizá no le viera ninguna gracia a lo que tanto divertía a Tommy.
La segunda razón del temor de Tommy Q, y probablemente la más poderosa, era el novio de Ángel, un hombre a quien sólo se le conocía por Louis. Al igual que Ángel, Louis no tenía un medio de vida definido, aunque todos sabían que Ángel, ahora casi retirado a la edad de cuarenta años, era uno de los mejores ladrones del medio, capaz de robarle al Presidente la pelusa del ombligo si la retribución económica merecía la pena.
Menos conocido era el hecho de que Louis, alto, negro y con un gusto en el vestir muy sofisticado, era un asesino a sueldo casi sin igual, un delincuente que se había reformado hasta cierto punto gracias a su relación con Ángel y ahora elegía sus esporádicos objetivos con lo que podría describirse como conciencia social.
Según se rumoreaba, el asesinato en Chicago de un experto en informática alemán llamado Gunther Bloch el año anterior había sido obra de Louis. Bloch era un violador y torturador en serie que se cebaba con mujeres jóvenes, a veces muy jóvenes, en los centros de turismo sexual del Sudeste asiático, donde llevaba a cabo la mayor parte de sus negocios. El dinero solía encubrir todos los males, dinero pagado a chulos, a padres, a policías, a políticos.
Por desgracia para Bloch, alguien de las altas esferas del gobierno de una de esas naciones no se había dejado comprar, y menos cuando Bloch estranguló a una niña de once años y arrojó el cadáver a un cubo de basura. Bloch huyó del país, una partida de dinero se destinó a un «proyecto especial», y Louis ahogó a Gunther Bloch en la bañera de la suite de un hotel de lujo en Chicago.
O como decía, eso se rumoreaba. Verdad o no, se consideraba que la presencia de Louis nunca auguraba nada bueno, y Tommy Q quería poder darse un baño en el futuro, aunque fuera muy de cuando en cuando, sin miedo a morir ahogado.
—Una buena anécdota —comentó Ángel.
—Es sólo una anécdota, Ángel. No lo he dicho con mala intención. No quería ofenderte.
—No me has ofendido —respondió Ángel—. A mí no, al menos.
Detrás de él se advirtió un movimiento en la oscuridad, y apareció Louis. La calva le brillaba a la tenue luz y su musculoso cuello asomaba de una camisa gris de seda y un traje gris de corte impecable. Le sacaba a Ángel más de treinta centímetros, y miró a Tommy Q fijamente por un momento.
—¿Esteta? —dijo—. Ésa es una palabra… ambigua, señor Q. ¿A qué se refiere exactamente?
Tommy Q se quedó lívido, y durante un buen rato apenas pudo tragar saliva. Cuando por fin lo consiguió, dio la impresión de que engullía una pelota de golf. Abrió la boca pero fue incapaz de articular palabra, así que volvió a cerrarla y miró al suelo con la vana esperanza de que éste se abriera y se lo tragara.
—No pasa nada, señor Q; es una buena anécdota —dijo Louis con una voz tan suave como su camisa—. Sólo lleve cuidado con la manera de contarla.
A continuación dirigió una radiante sonrisa a Tommy Q, la clase de sonrisa que un gato dedicaría a un ratón para que lo acompañara a la tumba. Una gota de sudor resbaló por la nariz de Tommy Q, permaneció suspendida en la punta por un instante y luego se estrelló contra el suelo. Para entonces, Louis ya se había marchado.
—No te olvides de mi coche, Willie —dije, y salí del garaje detrás de Ángel.