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Al día siguiente de mi entrevista con Isobel Barton pasé brevemente por el juzgado para el caso de la aseguradora. Una compañía telefónica había sido demandada por un electricista en nómina que alegaba haber caído por un agujero en el suelo mientras revisaba unos cables subterráneos y que, como consecuencia del accidente, no podía seguir trabajando.

Quizá no pudiera trabajar, pero sí había sido capaz de levantar doscientos veinticinco kilos en una competición de halterofilia con premios en metálico organizada por un gimnasio de Boston. Yo había grabado su momento de gloria con una microvideocámara Panasonic. La aseguradora presentó la prueba a un juez, que pospuso toda decisión al respecto hasta la semana siguiente. Ni siquiera tuve que prestar declaración. Después me tomé un café y leí el periódico en un bar antes de ir al viejo gimnasio de Pete Hayes en Tribeca.

Sabía que Stephen Barton hacía ejercicio allí de vez en cuando. Si su novia había desaparecido, era muy posible que Barton supiera adónde se había marchado o, igual de importante, por qué. Recordaba vagamente que era un hombre fornido de aspecto nórdico, con el cuerpo hinchado hasta límites repugnantes a causa de los esteroides. Aunque todavía no había cumplido los treinta, aparentaba diez años más debido a la textura de cuero viejo de su piel, fruto de la mezcla de culturismo y salones de bronceado.

Cuando los artistas y los abogados de Wall Street empezaron a mudarse a la zona de Tribeca, atraídos por los lofts de los edificios de hierro forjado y mampostería, el gimnasio de Pete subió de categoría; en lo que antes era un local con el suelo cubierto de escupitajos y serrín, había ahora espejos y macetas con palmeras y, para colmo de sacrilegios, un bar de zumos. Ahora las masas de músculos sin cerebro y los auténticos levantadores de pesas se codeaban con economistas que habían echado barriga y ejecutivas con teléfonos móviles y trajes sastre de marca. El tablón de la entrada anunciaba algo llamado spinning, que consistía en pasarse una hora sentado en una bicicleta hasta sudar sangre. Diez años atrás la asidua clientela de Pete habría reducido a escombros el gimnasio ante la sola idea de que pudiera utilizarse con ese fin.

Una rubia de aspecto saludable con unos leotardos grises me dejó pasar al despacho de Pete, el último bastión de lo que había sido el gimnasio en otro tiempo. Pósters antiguos de competiciones de halterofilia y concursos de Mister Universo compartían las paredes con fotografías en las que aparecía Pete en compañía de Steve Reeves, Joe Weider y, curiosamente, el luchador Hulk Hogan. En una vitrina había expuestos trofeos de fisicoculturismo y tras un desportillado escritorio de pino estaba Pete, con sus músculos cada vez más fláccidos a causa de la edad pero todavía fuerte e imponente, y con el pelo entrecano cortado a lo militar. Yo había ido al gimnasio durante seis años, hasta que me ascendieron a inspector e inicié mi proceso de autodestrucción.

Pete se levantó y me saludó con la cabeza. Tenía las manos en los bolsillos y su holgado jersey no disimulaba la envergadura de sus hombros y sus brazos.

—¡Cuánto tiempo sin vernos! —exclamó—. Siento mucho lo que ocurrió… —Bajó la voz gradualmente hasta interrumpirse y se encogió de hombros a la vez que movía el mentón en un gesto dirigido al pasado y lo sucedido.

Asentí y me apoyé contra un viejo archivador de color gris plomo salpicado de pegatinas con propaganda de suplementos vitamínicos y revistas de halterofilia.

—¿Conque spinning eh, Pete?

Hizo un mohín.

—Sí, ya lo sé. Sin embargo, con el spinning me saco doscientos dólares la hora. En el piso de arriba, justo encima de nosotros, tengo cuarenta bicicletas, y no ganaría más dinero falsificando billetes.

—¿Anda por aquí Stephen Barton?

Pete dio un puntapié a un obstáculo imaginario en el gastado suelo de madera.

—No viene desde hace una semana más o menos. ¿Está metido en algún lío?

—No lo sé —contesté—. ¿Lo está?

Pete se sentó lentamente y, con una mueca de dolor, estiró las piernas. Los años de sentadillas le habían pasado factura a sus rodillas dejándoselas débiles y artríticas.

—No eres el primero que pregunta por él esta semana. Ayer lo buscaban por aquí un par de individuos que vestían trajes baratos. Reconocí a uno de ellos, un tal Sal Inzerillo. Fue un buen peso medio hasta que empezó a pasarse alguna que otra temporada entre rejas.

—Lo recuerdo. —Guardé silencio por un instante—. He oído decir que ahora trabaja para el viejo Ferrera.

—Es posible —respondió Pete a la vez que asentía con la cabeza—. Es posible. Quizá ya trabajara para el viejo en el cuadrilátero si damos crédito a lo que se contaba. ¿Tiene algo que ver con las drogas?

—No lo sé —contesté. Pete me lanzó una mirada furtiva para comprobar si mentía, decidió que no y volvió a bajar la vista hacia sus zapatillas—. ¿Te has enterado de si hay algún problema entre Sonny y el viejo, algo relacionado con Stephen Barton?

—Tienen problemas, eso desde luego, o si no, ¿por qué iba a venir Inzerillo a estropearme el suelo con sus suelas negras de goma? Pero no me consta que Barton esté por medio.

Pasé al tema de Catherine Demeter.

—¿Recuerdas si acompañaba a Barton una chica últimamente? Quizá viniera por aquí alguna vez. Baja, morena, dentuda, treintañera.

—Barton anda con muchas chicas, pero a ésa no la recuerdo. En general, no me fijo a menos que sean más listas que Barton, y entonces sólo porque me sorprende.

—No es difícil ser más listo que él —dije—. Ésta probablemente lo era. ¿Barton maltrata a las mujeres?

—Tiene un humor de perros, desde luego. Las pastillas le han trastornado el cerebro, la furia de los esteroides le ha salido por donde no debía. Para él todo se reduce a follar o pelearse. Básicamente a follar. Con mi mujer tendría una pelea detrás de otra. —Me miró con atención—. Sé en qué anda metido, pero aquí no vende. Le habría hecho tragarse su mierda por la fuerza si lo hubiera intentado.

No le creí pero lo dejé pasar. Ahora los esteroides formaban parte del juego y Pete no podía hacer gran cosa al respecto aparte de lanzar baladronadas.

Apretó los labios y dobló poco a poco las piernas.

—Muchas mujeres se sienten atraídas por su corpulencia. Barton es una mole y desde luego se da muchos aires. Algunas mujeres buscan la protección que puede ofrecerles un hombre así. Piensan que si le dan lo que él quiere, cuidará de ellas.

—Pues es una lástima que eligiera a Stephen Barton —comenté.

—Sí —convino Pete—. Quizás en realidad no fuera tan lista.

Me había llevado ropa de deporte e hice una sesión de noventa minutos en el gimnasio, con la imagen de mis esfuerzos reflejada en los espejos desde todos los ángulos. Hacía tiempo que no me empleaba a fondo. Para evitar el bochorno, prescindí del banco y me concentré en los hombros, la espalda y ejercicios ligeros de brazos, disfrutando de la sensación de fuerza y movimiento en los aparatos de flexiones y la tensión en los bíceps al contraer los brazos.

Aún tenía un aspecto aceptable, pensé, si bien la evaluación fue resultado de la inseguridad más que de la vanidad. Con algo menos de metro ochenta de estatura, mantenía algo de mi antigua complexión de levantador de pesas —los hombros anchos, los bíceps y tríceps bien definidos, y un pecho que al menos abultaba más que dos huevos friéndose en la acera—, y había recuperado sólo una pequeña parte de la grasa que había perdido durante el año. Todavía conservaba el pelo, aunque las canas se me extendían ya por las sienes y salpicaban el flequillo. Tenía los ojos de un color bastante claro como para poder calificarse sin lugar a dudas de azul grisáceo, en medio de una cara un poco alargada con las profundas arrugas del dolor vivido en torno a los ojos y la boca. Recién afeitado, con un corte de pelo decente, un buen traje y una luz favorable, aún podía reclamar cierto respeto. Con la iluminación adecuada, incluso podía afirmar que tenía treinta y dos años sin provocar risotadas. Eran sólo dos años menos que los que constaban en mi carnet de conducir, pero esas pequeñeces van cobrando importancia con la edad.

Cuando terminé, guardé mis cosas, rehusé el batido de proteínas que me ofreció Pete —olía a plátanos podridos— y paré en el camino a tomar un café. Relajado por primera vez desde hacía semanas, notaba cómo fluían las endorfinas por mi organismo y una agradable tensión cada vez más perceptible en los hombros y la espalda.

A continuación visité los grandes almacenes DeVrie's en la Quinta Avenida. El jefe de personal se hacía llamar jefe de recursos humanos y, como los jefes de personal de todo el mundo, era una de las personas menos afables que uno podía encontrarse. Sentado frente a él, era difícil no pensar que cualquiera capaz de considerar recursos a los individuos —reduciéndolos sin remordimiento alguno al mismo nivel que el petróleo, los ladrillos y los canarios en las minas de carbón—, probablemente no debería estar autorizado a ninguna relación humana que no implicara cerrojos y barrotes carcelarios. En otras palabras, Timothy Cary era un capullo de tomo y lomo, desde el pelo teñido y cortado al rape hasta las punteras de sus zapatos de charol.

Esa tarde, un rato antes, me había puesto en contacto con su secretaria para concertar una cita y le había dicho que trabajaba para un abogado por un asunto de una herencia de la que la señorita Demeter era beneficiaria. Cary y su secretaria eran tal para cual. Un perro salvaje encadenado habría resultado más útil que la secretaria de Cary, y más fácil de sortear.

—Mi cliente está deseoso de localizar a la señorita Demeter cuanto antes —dije a Cary en su pequeño y atildado despacho—. Es un testamento sumamente pormenorizado y hay muchos formularios que rellenar.

—¿Y su cliente es…?

—Por desgracia eso no puedo decírselo. No me cabe duda de que usted lo comprenderá.

A juzgar por su semblante, Cary lo comprendió pero contra su voluntad. Se reclinó en la silla y se atusó la cara corbata de seda que llevaba sujetándola entre los dedos. Tenía que ser cara. Era demasiado insulsa para no serlo. Nítidos pliegues surcaban la pechera de su camisa como si acabara de sacarla de su envoltorio, en el supuesto de que Timothy Cary tuviera el menor contacto con algo tan vulgar como un envoltorio de plástico. Si alguna vez salía de su despacho y visitaba la tienda, debía de ser como el descenso de un ángel, aunque un ángel con expresión de estar oliendo algo muy desagradable.

—Se esperaba que la señorita Demeter viniera a trabajar ayer. —Cary examinó la ficha colocada ante él en el escritorio—. Tenía el lunes libre, así que no la hemos visto desde el sábado.

—¿Es eso habitual, tener libre el lunes?

No me moría de ganas de saberlo, pero la pregunta desvió la atención de Cary de la ficha. Isobel Barton no conocía la nueva dirección de Catherine Demeter. Normalmente, Catherine se ponía en contacto con ella, o la señora Barton pedía a su secretaria que le dejara un mensaje en DeVrie's. Cuando Cary se animó un poco ante la oportunidad de hablar de un tema trascendente para él y empezó a explayarse sobre horarios laborales, memoricé la dirección y el número de la seguridad social de la chica. Al cabo de un rato conseguí interrumpir a Cary el tiempo suficiente para preguntar si Catherine Demeter había estado indispuesta durante su último día de trabajo o se había quejado de algo.

—No estoy al corriente de ningún comentario en ese sentido. En estos momentos el empleo de la señorita Demeter en DeVrie's está en entredicho como resultado de su ausencia —concluyó con aire de superioridad—. Por su bien, espero que la herencia sea considerable.

Dudo que fuera un sentimiento sincero.

Tras varias tácticas dilatorias de rutina, Cary me dio permiso para hablar con la mujer que había trabajado con Catherine la última vez que ésta había acudido a los almacenes. Me reuní con ella en el despacho del supervisor, en la zona de administración. Martha Friedman tenía poco más de sesenta años. Era una mujer regordeta y llevaba el pelo teñido de rojo y la cara tan maquillada que posiblemente el suelo de la selva amazónica recibía más luz natural que su piel, pero intentó ayudarme. Había trabajado con Catherine Demeter el sábado en la sección de porcelanas. Era la primera vez que trabajaba con ella, porque la ayudante habitual de la señora Friedman se había puesto enferma y habían tenido que sustituirla.

—¿Notó algo anormal en su comportamiento? —pregunté mientras la señora Friedman aprovechaba la ocasión de pasar un rato en el despacho del supervisor examinando discretamente los papeles de su mesa—. ¿Parecía alterada o nerviosa?

La señora Friedman arrugó un poco la frente.

—Rompió un objeto de porcelana, un jarrón de Aynsley. Acababa de llegar y estaba enseñándoselo a un cliente cuando se le cayó. Luego, mientras echaba una ojeada a mi alrededor, la vi correr hacia la escalera mecánica. Muy poco profesional, pensé, aunque se encontrara mal.

—¿Y se encontraba mal?

—Dijo que se encontraba mal, pero ¿por qué correr hacia la escalera? Tenemos un baño para los empleados en todas las plantas.

Presentí que la señora Friedman sabía más de lo que decía. Disfrutaba de la atención que recibía y deseaba prolongarla. Me incliné hacia ella en actitud de confidencialidad.

—Pero ¿y usted, señora Friedman, qué piensa?

Ufanándose un poco, se inclinó también hacia mí y me tocó ligeramente la mano para dar más énfasis.

—Vio a alguien, alguien a quien intentaba dar alcance antes de que saliera de los almacenes. Tom, el guardia de seguridad de la puerta este, me dijo que pasó como una flecha por delante de él y se quedó en la calle mirando a un lado y a otro. En principio debemos pedir permiso para abandonar la tienda en horario de trabajo. Tom tendría que haber informado de eso, pero sólo me lo dijo a mí. Es un schvartze, un negro, pero buena persona.

—¿Tiene idea de a quién vio?

—No. Se negó a hablar del asunto. Que yo sepa, no tiene amigos entre el personal, y ahora lo entiendo.

Hablé con el guardia de seguridad y con el supervisor, pero no pudieron añadir nada a la información que la señora Friedman me había proporcionado. Entré en un bar a tomar un café y un sándwich, regresé a mi apartamento a recoger una pequeña bolsa negra que me había dado mi amigo Ángel y cogí otro taxi para ir al apartamento de Catherine Demeter.