Llovió durante toda la noche, y eso hizo que se rompiera el caparazón de calor que envolvía la ciudad; a la mañana siguiente parecía que se respiraba mejor en las calles de Manhattan. Casi hacía fresco cuando salí a correr. El pavimento sobrecargaba mucho las rodillas, pero en esa parte de la ciudad escaseaban las zonas verdes extensas. En el camino de regreso al apartamento compré el periódico. Al llegar, me duché, me vestí y leí las noticias mientras desayunaba. Poco después de las once salí hacia la casa de la familia Barton.
Isobel Barton vivía en Todt Hill en una casa apartada que su difunto marido había construido en los años setenta, un admirable aunque poco afortunado intento de reproducir en la Costa Este y a menor escala las mansiones anteriores a la guerra de su Georgia natal. Jack Barton, un hombre amable según contaban, había compensado con dinero y determinación su falta de buen gusto.
La verja del camino de acceso estaba abierta cuando llegué, y el humo que había dejado otro coche tras de sí flotaba aún en el aire. El taxi entró justo cuando la verja electrónica estaba a punto de cerrarse, y seguimos al primer coche, un BMW 320i blanco con cristales ahumados, hasta el pequeño patio que se extendía ante la casa. El taxi parecía fuera de lugar en aquel escenario, pero no sabía qué habría opinado la familia Barton de mi abollado Mustang, en ese momento en el taller.
Cuando el taxi se detuvo, una mujer esbelta vestida de forma convencional con un traje gris salió del BMW y me observó con curiosidad mientras pagaba al taxista. Tenía el pelo gris y lo llevaba recogido en un moño que no contribuía precisamente a suavizar sus severas facciones. En la puerta de la casa apareció un hombre negro con uniforme de chófer y se apresuró a cortarme el paso en cuanto me aparté del taxi.
—Parker. Creo que me esperan.
El chófer me lanzó una mirada con la que parecía darme a entender que, si había mentido, él mismo se encargaría de que me arrepintiese de no haberme quedado en la cama. Me indicó que esperara antes de volverse hacia la mujer de gris. Ésta me echó un vistazo breve pero poco cordial y luego cruzó unas palabras con el chófer, que se dirigió hacia la parte trasera de la casa mientras ella se acercaba a mí.
—Señor Parker, soy la señorita Christie, la secretaria particular de la señora Barton. Debería haber esperado en la verja para permitirnos comprobar quién era.
En una ventana, sobre la puerta, una cortina se movió un poco.
—Si hay una entrada para el servicio, la utilizaré la próxima vez —contesté, y tuve la impresión de que la señorita Christie albergaba la esperanza de que esa contingencia no llegara a producirse. Me examinó con frialdad por un momento y se dio media vuelta.
—Si tiene la bondad de acompañarme, por favor —dijo por encima del hombro mientras se encaminaba hacia la puerta. Llevaba el traje gris raído en los bordes, y me pregunté si la señora Barton regatearía con mis honorarios.
Si Isobel Barton andaba escasa de dinero, le bastaba con vender alguna de las antigüedades que decoraban la casa, porque por dentro ésta podría haber sido el sueño erótico de un subastador. Había dos grandes salas a los lados del vestíbulo, ambas llenas de muebles que parecían utilizarse sólo cuando se moría un presidente. Una ancha escalera curva subía a la derecha; había una puerta justo enfrente y otra encajonada bajo la escalera. Seguí a la señorita Christie a través de esta última y entré en un despacho reducido pero asombrosamente luminoso y moderno con un ordenador en un rincón y un módulo televisor y vídeo empotrado en una estantería. Quizá, después de todo, la señora Barton no regatease con mis honorarios.
La señorita Christie se sentó tras un escritorio de pino, extrajo unos cuantos papeles de su maletín y los hojeó con visible irritación hasta encontrar el que buscaba.
—Esto es un acuerdo de confidencialidad corriente redactado por nuestros asesores jurídicos —empezó a explicar, y me lo tendió con una mano a la vez que pulsaba el extremo de un bolígrafo con la otra—. Mediante este documento se compromete a mantener toda comunicación referente al asunto que nos ocupa entre usted, la señora Barton y yo. —Utilizó el bolígrafo para marcar los apartados pertinentes del acuerdo, como un corredor de seguros intentando endosarle una mala póliza a un incauto—. Me gustaría que lo firmara antes de que sigamos adelante —concluyó.
Por lo visto, en la Fundación Barton nadie era especialmente confiado.
—Me temo que no —dije—. Si les preocupa una posible vulneración de la confidencialidad, contraten a un sacerdote para este trabajo. De lo contrario, tendrán que conformarse con mi palabra de que nuestras conversaciones quedarán entre nosotros.
Quizá debería haberme sentido culpable por mentirle. Pero no fue así. Sabía mentir. Ése es uno de los dones que Dios concede a los alcohólicos.
—No puedo aceptarlo. Ya tengo ciertas dudas sobre la necesidad de contratarlo y desde luego considero que no es conveniente hacerlo sin…
La interrumpió el ruido de la puerta del despacho, que acababa de abrirse. Al volverme, vi entrar a una mujer alta y atractiva de edad imposible de determinar gracias, por una parte, a la bondad de la naturaleza y, por otra, a la magia de la cosmética. A simple vista habría dicho que rondaba los cincuenta, pero si aquélla era Isobel Barton, me constaba que estaba más cerca de los cincuenta y cinco como mínimo. Llevaba un vestido azul claro de una sencillez demasiado sutil para ser barato y exhibía una figura quirúrgicamente mejorada o muy bien conservada.
Cuando se acercó y vi con más claridad las pequeñas arrugas de su cara, supuse que se trataba de lo segundo: Isobel Barton no me pareció la clase de mujer que recurría a la cirugía estética. Un collar de oro y diamantes destellaba en torno a su cuello y un par de pendientes a juego centelleaban mientras andaba. También ella tenía el cabello gris, pero le caía largo y suelto sobre los hombros. Era todavía una mujer atractiva y caminaba como si lo supiera.
Tras la desaparición del pequeño Baines, la atención de la prensa había recaído principalmente en Philip Kooper, pero había sido más bien escasa. El niño pertenecía a una familia de drogadictos y desahuciados. Su desaparición se mencionó sólo por su vinculación con la fundación, y aun así los abogados y patrocinadores apelaron a antiguos favores a fin de que las especulaciones se redujeran al mínimo. La madre se había separado del padre y sus relaciones no habían mejorado desde entonces.
La policía aún le seguía la pista al padre ante la posibilidad de que se tratara de un secuestro, pese a que todo indicaba que éste, un delincuente común, aborrecía a su hijo. En algunos casos, ésa era justificación suficiente para llevarse al niño y matarlo a modo de agresión contra la esposa separada. Cuando yo empezaba a patrullar las calles, en una ocasión llegué a un bloque de apartamentos donde descubrí que un hombre había secuestrado a su hija de corta edad y la había ahogado en la bañera porque la ex esposa no le había permitido quedarse con el televisor tras la separación.
Del seguimiento informativo de la desaparición de Baines se me había quedado grabada una imagen en la memoria: una instantánea de la señora Barton con la cabeza inclinada durante su visita a la madre de Evan Baines, que vivía en un edificio de viviendas de protección oficial. En principio era una visita privada. El fotógrafo pasaba por allí tras acudir al escenario de un asesinato por un asunto de drogas. Uno o dos periódicos incluyeron la foto, pero en tamaño reducido.
—Gracias, Caroline. Hablaré un rato a solas con el señor Parker.
Si bien sonrió mientras lo decía, su tono no admitía discusión. Su secretaria afectó indiferencia al ver que la mandaban fuera, pero echaba chispas por los ojos. Cuando salió del despacho, la señora Barton se sentó en una silla de respaldo recto alejada del escritorio y me señaló un sofá negro de piel. Luego dirigió hacia mí su sonrisa.
—Lo siento mucho. Yo no autoricé ese acuerdo, pero a veces Caroline tiende a protegerme demasiado. ¿Le apetece un café, o prefiere una copa?
—Nada, gracias. Antes de que continúe, señora Barton, debo decirle que en realidad yo no me dedico a las personas desaparecidas.
Sabía por experiencia que era mejor dejar la búsqueda de personas desaparecidas en manos de agencias especializadas y con recursos humanos para seguir pistas y verificar las declaraciones de posibles testigos. Algunos investigadores que aceptaban en solitario esa clase de encargos en el mejor de los casos estaban mal preparados y en el peor eran parásitos que se cebaban con las esperanzas de quienes seguían vivos para continuar financiando esfuerzos mínimos a cambio de resultados aún menores.
—El señor Loomax me advirtió que quizá diría usted eso, pero sólo por modestia. Me pidió que le dijera que él lo consideraría un favor personal.
Sonreí a mi pesar. El único favor que yo le haría a Tony Loo-Loo sería no mearme sobre su tumba cuando muriera.
Según me contó la señora Barton, había conocido a Catherine Demeter a través de su hijo, que había visto a la chica en los grandes almacenes DeVrie's, donde trabajaba, y la había acosado hasta conseguir una cita. La señora Barton y su hijo —su hijastro, para ser exactos, ya que Jack Barton había estado casado antes una vez, con una sureña que se divorció de él tras ocho años de matrimonio y se marchó a Hawaii con un cantante— no mantenían una relación estrecha.
Estaba al corriente de que su hijo se dedicaba a actividades «desagradables», como ella dijo, y había intentado inducirlo a cambiar de hábitos «tanto por su propio bien como por el bien de la fundación». Asentí con un gesto de comprensión. Lástima era la única cosa que podía inspirar cualquier persona relacionada con Stephen Barton.
Cuando ella se enteró de que tenía una nueva novia, propuso que se reunieran los tres y concertaron una cita. Al final, su hijo no se presentó, pero Catherine sí y, tras cierta incomodidad inicial, surgió enseguida entre ambas una amistad mucho más sincera que la relación que existía entre la chica y Stephen Barton. Las dos quedaban de vez en cuando para tomar un café o para almorzar. Pese a la insistencia de la señora Barton, Catherine siempre rehusó cortésmente las invitaciones para ir a la casa, y Stephen Barton nunca la llevó.
De pronto, Catherine Demeter se esfumó sin más. Había salido del trabajo temprano un sábado, y el domingo no había acudido a una cita con la señora Barton para almorzar. Eso era lo último que se sabía de Catherine Demeter, dijo la señora Barton. Desde entonces habían pasado dos días y aún no había tenido noticias de ella.
—Debido a…, en fin…, la publicidad que la fundación ha tenido en los últimos tiempos por la desaparición de aquel pobre niño, me he resistido a armar un revuelo o a atraer más atención negativa sobre nosotros —declaró—. Telefoneé al señor Loomax, y éste opina que quizá Catherine simplemente se ha marchado a otra parte. Ocurre con frecuencia, creo.
—¿Piensa usted que puede haber otra razón?
—No lo sé, la verdad, pero estaba muy contenta con su trabajo y parecía llevarse bien con Stephen. —Se interrumpió por un momento al mencionar a su hijo, como si dudara de si debía continuar o no. Por fin añadió—: Stephen anda muy alocado desde hace un tiempo…, desde antes de la muerte de su padre, de hecho. ¿Conoce a la familia Ferrera, señor Parker?
—Sé quiénes son.
—Stephen empezó a relacionarse con su hijo menor pese a todos nuestros esfuerzos por evitarlo. Me consta que frecuenta malas compañías y que se ha metido en asuntos de drogas. Me temo que podría haber arrastrado a Catherine a algo de eso. Y… —Volvió a interrumpirse un instante—. Yo disfrutaba de la compañía de Catherine. Desprendía cierta dulzura y a veces se la veía muy triste. Decía que deseaba establecerse aquí después de ir de un sitio para otro durante tanto tiempo.
—¿Le dijo dónde había estado?
—Por todas partes. Imagino que trabajaría en muchos estados.
—¿Le contó algo de su pasado, dio señales de que algo la preocupara?
—Creo que cuando era niña le ocurrió algo a su familia. Me contó que una hermana suya murió. No entró en detalles. Dijo que no podía hablar de eso, y yo no insistí.
—Puede que el señor Loomax tenga razón. Quizá sólo ha vuelto a trasladarse a otra ciudad.
La señora Barton movió la cabeza en un obstinado gesto de disconformidad.
—No, me lo habría dicho, estoy segura. Stephen no ha tenido noticias de ella y yo tampoco. Temo por ella y quiero saber que está bien. Eso es todo. Catherine ni siquiera tiene que saber que lo he contratado a usted o que estoy preocupada por ella. ¿Aceptará el caso?
Seguía sin gustarme la idea de hacerle el trabajo sucio a Walter Cole y aprovecharme de Isobel Barton, pero apenas tenía algo más entre manos aparte de la comparecencia en un juicio al día siguiente como testigo de una compañía de seguros, otro caso que había aceptado por dinero y disponer de tiempo libre.
Si había alguna relación entre Sonny Ferrera y la desaparición de Catherine Demeter, casi con toda seguridad la chica estaba en un aprieto. Si Sonny estaba implicado en el asesinato de Ollie Watts, el Gordo, era evidente que había perdido el norte.
—Le dedicaré unos días —dije, y añadí—: A modo de favor. ¿Quiere saber mis honorarios?
Había empezado a extender un cheque a cargo de su cuenta personal, no de la fundación.
—Aquí tiene un anticipo de tres mil dólares, y ésta es mi tarjeta. Al dorso encontrará mi número de teléfono particular. —Desplazó la silla hacia delante—. Y dígame, ¿qué más necesita saber?
Esa noche cené en el River, en Amsterdam Avenue, casi en la esquina con la calle 70, donde preparaban una magnífica ternera que lo convertía en el mejor restaurante vietnamita de la ciudad, y donde los camareros se movían con tal delicadeza que uno tenía la sensación de que lo servían sombras o brisas pasajeras. Observé a una pareja joven en la mesa contigua con las manos entrelazadas. Se acariciaban mutuamente los nudillos y las yemas de los dedos, trazaban suaves círculos en las palmas y luego se tomaban las manos en un fuerte apretón. Y mientras simulaban así que hacían el amor, una camarera pasó a mi lado y me dirigió una sonrisa de complicidad.