3

Walter Cole vivía en Richmond Hill, el más antiguo de los siete barrios de Queens, conocidos como las Siete Hermanas. Establecido en la década de 1880, el pueblo disfrutaba de un centro y unas tierras comunales, y cuando los padres de Walter abandonaron Jefferson City y se mudaron allí poco antes de la segunda guerra mundial, debía de parecer una recreación del centro de Estados Unidos a un paso de Manhattan. Walter se quedó la casa en la calle 113, al norte de la Myrtle Avenue, cuando sus padres se retiraron a Florida. Él y Lee comían casi todos los viernes en el Triangle Hofbräu, un viejo restaurante alemán de la Jamaica Avenue, y paseaban por las espesas arboledas de Forest Park en verano.

Llegué a casa de Walter poco después de las nueve. Me abrió la puerta él mismo y me hizo pasar a lo que, en caso de tratarse de un hombre menos educado, podría haberse llamado su «cubil», pero «cubil» era una palabra que no hacía justicia a la biblioteca en miniatura que había reunido a lo largo de medio siglo de ávida lectura: biografías de Keats y Saint-Exupéry compartían estantería con obras sobre medicina forense, delitos sexuales y psicología criminal. Fenimore Cooper estaba tapa con tapa en compañía de Borges; Barthelme parecía un tanto inquieto en medio de unos cuantos títulos de Hemingway.

Entre tres archivadores había un escritorio con la superficie de piel, y sobre éste un PowerBook de Macintosh. Cuadros de artistas locales adornaban las paredes y, en un rincón, una pequeña vitrina exhibía trofeos de caza, amontonados en desorden como si Walter se sintiera orgulloso de su habilidad y al mismo tiempo avergonzado de su orgullo. La mitad superior de la ventana estaba abierta, y en la cálida noche me llegó el olor a césped recién cortado y el bullicio de los niños jugando a hockey en la calle.

Se abrió la puerta del cubil y entró Lee. Ella y Walter llevaban juntos veinticuatro años y compartían sus vidas con una naturalidad y una armonía que Susan y yo nunca habíamos conseguido, ni siquiera en los mejores momentos. Los vaqueros negros y la blusa de Lee se ajustaban a una figura que había resistido los rigores de dos hijos y la pasión de Walter por la cocina oriental. Tenía el pelo de color negro azabache con mechones grises entretejidos como haces de luz de luna sobre agua oscura, y lo llevaba recogido en una cola. Cuando se acercó a darme un beso en la mejilla rodeándome los hombros con los brazos, su aroma a lavanda me envolvió como un velo y me di cuenta, no por primera vez, de que siempre había estado un poco enamorado de Lee Cole.

—Me alegro de verte, Bird —dijo, y al rozarme la mejilla con la mano derecha, unas arrugas de inquietud en su frente desmintieron la sonrisa de sus labios. Lanzó una mirada a Walter y entre ellos se estableció algún tipo de comunicación—. Volveré dentro de un rato con un café.

Al salir, cerró la puerta con suavidad.

—¿Cómo están los niños? —pregunté mientras Walter se servía un vaso de Redbreast, su whisky irlandés de siempre con tapón de rosca.

—Bien —respondió—. Lauren sigue sin soportar el instituto. Ellen empezará a estudiar derecho en Georgetown este otoño, así que al menos un miembro de la familia entenderá los mecanismos de la ley.

Inhaló profundamente al llevarse el vaso a la boca y tomó un sorbo. Sin querer, tragué saliva y me asaltó una sed repentina. Walter advirtió mi turbación y se sonrojó.

—Mierda, lo siento —se disculpó.

—Da igual —contesté—. Es una buena terapia. Veo que sigues soltando tacos en casa.

Lee detestaba las palabras malsonantes y sistemáticamente repetía a su marido que sólo los patanes recurrían al lenguaje soez. Walter acostumbraba contraatacar aduciendo que, en una ocasión, Wittgenstein blandió un atizador durante una discusión filosófica, prueba irrefutable, desde su punto de vista, de que a veces el discurso erudito no posee la expresividad suficiente ni siquiera para las mentes más preclaras.

Fue a sentarse en un sillón de piel a un lado de la chimenea vacía y me indicó que ocupara el de enfrente. Lee entró con una cafetera de plata, una jarrita de leche y dos tazas en una bandeja y, antes de salir, dirigió una mirada de inquietud a Walter. Supe que habían estado hablando antes de que yo llegara; no tenían secretos el uno para el otro, y su nerviosismo parecía revelar que su preocupación por mi bienestar no era de lo único que habían conversado.

—¿Prefieres que me siente bajo una lámpara? —pregunté. Una tenue sonrisa asomó al rostro de Walter con la levedad de una brisa y desapareció.

—Me he enterado de alguna que otra cosa en estos últimos meses —empezó a explicar con la vista fija en su vaso como un adivino observando una bola de cristal. Permanecí en silencio—. Sé que hablaste con los federales, que apelaste a ciertos favores para poder echar un vistazo a los archivos —continuó—. Sé que intentabas encontrar al hombre que mató a Susan y a Jenny. —Me miró por primera vez desde que había comenzado a hablar.

Yo no tenía nada que decir, así que serví café para los dos, alcancé mi taza y tomé un sorbo. Era de Java, fuerte y oscuro. Respiré hondo.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque quiero saber a qué has venido, por qué has vuelto. No entiendo en qué te has convertido si es que algunas de las cosas que cuentan son ciertas. —Tragó saliva y lo compadecí por lo que se veía en la obligación de decir y preguntar. Si yo sabía la respuesta de algunas de sus preguntas, no estaba seguro de querer dársela, ni de que Walter realmente deseara oírla. Fuera los niños habían terminado el partido en cuanto empezó a oscurecer, y se respiraba en el aire una calma en la que las palabras de Walter sonaron como un presagio—. Cuentan que encontraste al culpable —añadió, esta vez sin titubeos, como si hubiera hecho acopio de valor para decir lo que tenía que decir—. Que lo encontraste y lo mataste. ¿Es verdad?

El pasado era como un cepo. Me permitía desplazarme un poco, moverme alrededor, volverme, pero al final siempre me arrastraba hacia sí de nuevo. En la ciudad topaba cada vez más a menudo con cosas —restaurantes favoritos, librerías, parques sombreados e incluso corazones blancos como el hueso grabados en una mesa vieja— que me recordaban lo que había perdido, como si un momento de olvido fuera un crimen contra la memoria de ambas. Abandoné el presente y salté al pasado, deslizándome por las cabezas de serpiente del recuerdo, hacia lo que fue y nunca volvería a ser.

Y así, con la pregunta de Walter, me remonté a finales de abril, en Nueva Orleans. Llevaban muertas casi cuatro meses.

Woolrich ocupaba una mesa al fondo de la terraza del Café du Monde, junto a una máquina expendedora de chicles, de espaldas a la pared del edificio. Frente a él, en la mesa, había una taza humeante de café con leche y un plato de buñuelos calientes cubiertos de azúcar glas. Fuera, la gente desfilaba por Decatur y dejaba atrás el toldo del café en dirección a la catedral o Jackson Square.

Vestía un traje barato de color marrón y llevaba una corbata tan dada de sí y descolorida que prefería dejar el nudo colgando a media asta en señal de duelo; ni siquiera se molestaba en abotonarse el cuello de la camisa. Alrededor, el suelo se veía salpicado de azúcar, al igual que la única parte visible de la silla en la que estaba sentado.

Woolrich era agente especial con rango de subjefe en la delegación del FBI ubicada en el 1250 de Poydras Street. También era una de las pocas personas de mi pasado policial con quien me había mantenido relativamente en contacto y uno de los pocos federales que había conocido que no me inducía a maldecir el día en que nació Hoover. Más aún, era mi amigo. Me había apoyado durante los días posteriores a los asesinatos, sin poner nada en tela de juicio, sin dudar. Lo recuerdo de pie junto a la tumba, empapado de agua, con el ala del enorme sombrero goteándole. Lo trasladaron a Nueva Orleans poco después, un ascenso que reflejaba un aprendizaje satisfactorio en otras tres delegaciones como mínimo y la capacidad de conservar la cabeza sobre los hombros en el turbulento ambiente de la delegación de Nueva York en el sur de Manhattan.

Su matrimonio había terminado hacía unos doce años con un penoso divorcio. Su ex esposa había vuelto a usar el apellido de soltera, Karen Stott, y vivía en Miami con un decorador de interiores con quien se había casado en fecha reciente. La única hija de Woolrich, Lisa —ahora Lisa Stott gracias a los esfuerzos de su madre—, se había unido a una secta en México, contaba él. Tenía sólo dieciocho años. Por lo visto, la madre y su nuevo esposo no parecían preocuparse de ella, a diferencia de Woolrich, que se preocupaba pero no conseguía encontrar la manera de hacer algo al respecto, me constaba que la desintegración de su familia le afectaba de un modo muy personal. Él mismo procedía de una familia rota, una madre de la más baja extracción social y un padre con buenas intenciones pero poco coherente, demasiado poco para quedarse junto a una esposa intratable. Creo que Woolrich siempre había querido una vida mejor. Él más que nadie, creo, comprendió mi sensación de pérdida cuando me arrebataron a Susan y a Jennifer.

Había engordado desde la última vez que lo vi y se le veía el vello del pecho a través de la camisa empapada en sudor. Las gotas resbalaban desde su espesa mata de pelo cada día más gris y descendían hasta los pliegues de carne de su cuello. Para un hombre de tal corpulencia, los veranos de Louisiana debían de ser una tortura. Puede que Woolrich pareciera un payaso, que incluso actuara como tal cuando le convenía, pero en Nueva Orleans nadie que lo conociera lo subestimaba. Aquellos que en el pasado habían incurrido en ese error se pudrían ya en la penitenciaría de Angola.

—Me gusta esa corbata —comenté. Era de un vivo color rojo con corderos y ángeles estampados.

—La considero mi corbata metafísica —contestó Woolrich—; mi corbata de lector de George Herbert.

Nos estrechamos la mano, y Woolrich, al levantarse, se sacudió las migas de buñuelo de la pechera de la camisa.

—Se meten por todas partes, las malditas —protestó—. Cuando muera, me encontrarán migas de buñuelo hasta en el culo.

—Gracias, lo tendré en cuenta.

Un camarero asiático con un gorro blanco de papel acudió solícitamente y pedí un café.

—¿Le traigo unos buñuelos? —sugirió.

Woolrich sonrió. Rechacé los buñuelos.

—¿Cómo va? —preguntó Woolrich, y tomó un trago de café lo bastante caliente para escaldarle la garganta a cualquier hombre de menor aguante.

—Bien. ¿Y a ti cómo te va la vida?

—Como siempre: envuelta en papel de regalo, adornada con un lazo rojo y entregada a otro.

—¿Sigues con…? ¿Cómo se llamaba? ¿Judy? ¿Judy, la enfermera?

Woolrich contrajo el rostro en una mueca de disgusto, como si acabara de encontrar una cucaracha en uno de sus buñuelos.

—Judy la chiflada, querrás decir. Rompimos. Se ha ido a trabajar a La Jolla durante un año, quizá más. Mira, hace un par de meses decidí pasar con ella unas vacaciones románticas, reservar una habitación en uno de esos hoteles de doscientos dólares la noche cerca de Stowe, respirar el aire del campo si dejábamos la ventana abierta, ya me entiendes. El caso es que llegamos allí y aquello era más viejo que el mear, todo madera oscura y muebles antiguos y una cama en la que podía perderse un equipo de animadoras al completo. Pero de pronto Judy se pone más blanca que el culo de un oso polar y se aparta de mí. ¿Y sabes qué me dijo? —Aguardé a que continuara—. Me dijo que en una vida anterior yo la había asesinado en esa misma habitación. Retrocedió hasta la puerta buscando el picaporte y mirándome como si esperara que fuera a convertirme en Charles Manson. Tardé dos horas en calmarla, y aun entonces se negó a acostarse conmigo. Acabé durmiendo en un sofá del rincón, y te diré una cosa: esos condenados sofás de anticuario quizá parezcan de un millón de pavos y cuesten más aún, pero habría estado más cómodo sobre un bloque de hormigón. —Terminó el último trozo de buñuelo y se limpió con una servilleta de papel—. En plena noche me levanté a desaguar y me la encontré sentada en la cama, en vela, con la lámpara del revés en la mano, dispuesta a romperme la cabeza si me acercaba a ella. No hace falta que te diga que eso puso fin a nuestros cinco días de pasión. Nos marchamos al día siguiente, yo con mil dólares menos en el bolsillo. Pero ¿sabes qué es lo más gracioso? Su psicoterapeuta de regresión le ha dicho que me demande por daños y perjuicios en una vida pasada. Mi caso está a punto de sentar jurisprudencia para todos esos pirados que ven un documental en la PBS y se creen que en otro tiempo fueron Cleopatra o Guillermo el Conquistador.

Los ojos se le empañaron con el recuerdo de los mil dólares perdidos y las malas pasadas que juega el destino a aquellos que van a Vermont en busca de sexo sin complicaciones.

—¿Has sabido algo de Lisa últimamente?

Se le nubló el semblante e hizo un gesto de desolación.

—Sigue con la secta, esos chiflados que sólo piensan en Jesús. La última vez que me telefoneó fue para decirme que estaba bien de la pierna y para pedirme más dinero. Si Jesús ahorra, seguro que tiene todo el dinero inmovilizado en una cuenta de alto rendimiento. —Lisa se había roto la pierna patinando el año anterior, poco antes de descubrir a Dios. Woolrich estaba convencido de que continuaba bajo los efectos de la conmoción cerebral. Me miró por un momento con los ojos entornados—. No estás bien, ¿verdad?

—Estoy vivo y estoy aquí. Sólo quiero que me digas lo que has conseguido.

Hinchó los carrillos y puso en orden sus ideas mientras soltaba el aire lentamente.

—Hay una mujer en St. Martin Parish, una vieja criolla. Tiene el don, dicen los lugareños. Protege del mal de ojo. Ya sabes, espíritus malignos y toda esa mierda. Ofrece curación para los niños enfermos, reconcilia a los amantes. Tiene visiones. —Se interrumpió y, con los ojos entrecerrados, se pasó la lengua por el interior de la boca.

—¿Es vidente?

—Es una bruja, si estás dispuesto a creerte lo que cuentan los lugareños.

—¿Y tú te lo crees?

—Ha sido… útil una o dos veces hasta la fecha, según la policía de aquí. Yo no he tenido nada que ver con ella antes.

—¿Y ahora?

Llegó mi café y Woolrich pidió que también a él le llenaran la taza. Nos quedamos callados hasta que se fue el camarero y entonces Woolrich apuró medio café de un humeante trago.

—Tiene unos diez hijos y miles de nietos y bisnietos. Algunos viven con ella o cerca, así que nunca está sola. El clan familiar es más numeroso que el de Abraham. —Esbozó una sonrisa pero fue algo fugaz, un breve respiro antes de lo que estaba por llegar—. Dice que hace un tiempo mataron a una chica en los pantanos, la zona por donde merodeaban antes los piratas de Barataria. Informó a la oficina del sheriff pero no le hicieron mucho caso. No sabía el lugar exacto; sólo dijo que una chica había sido asesinada en los pantanos. Lo había visto en un sueño.

»El sheriff no movió un dedo. Bueno, eso no es del todo cierto. Pidió a sus hombres que tuvieran los ojos abiertos y luego prácticamente se olvidó del asunto.

—¿Por qué ha vuelto a salir el tema?

—La vieja cuenta que oye llorar a la chica por las noches. —No habría sabido decir si Woolrich estaba asustado o sólo abochornado por lo que contaba, pero miró en dirección a la ventana y se enjugó el rostro con un pañuelo enorme y mugriento—. Pero hay una cosa más —añadió. Plegó el pañuelo y se lo metió en el bolsillo del pantalón—. Dice que a la chica le despellejaron la cara. —Respiró hondo—. Y que le arrancaron los ojos antes de matarla.

Fuimos por la I-10 en dirección norte durante un rato, dejamos atrás unas galerías comerciales y seguimos hacia West Baton Rouge, nos encontramos con restaurantes para camioneros y garitos, bares llenos de trabajadores de la industria petrolera y, por todas partes, negros bebiendo el mismo whisky de garrafa y la aguada cerveza del sur. Un viento caliente, cargado del denso olor a descomposición de los pantanos, agitaba las ramas de los árboles que bordeaban la carretera. Luego cruzamos el paso elevado de Atchafalaya, con los pilares asentados bajo el agua, para entrar en el pantano del mismo nombre y en territorio cajún.

Sólo había estado allí una vez, en la época en que Susan y yo éramos más jóvenes y felices. En la carretera de Henderson Levee pasamos frente al indicador del desvío hacia el McGee's Landing, donde yo había comido un pollo insípido y Susan había optado por la carne de caimán frita, tan dura que ni siquiera otros caimanes la habrían digerido con facilidad. Luego un pescador cajún nos llevó a dar un paseo en barca por el bosque de cipreses semisumergidos. El sol declinó y tiñó el agua de color rojo sangre, los tocones de los árboles se convirtieron en siluetas oscuras como dedos de cadáveres que señalaban el firmamento de manera acusadora. Era otro mundo, tan alejado de la ciudad como la luna de la tierra, y pareció crear una corriente erótica entre nosotros mientras, a causa del calor, las camisas se nos adherían al cuerpo y el sudor nos goteaba por la frente. Cuando regresamos al hotel de Lafayette, hicimos el amor con urgencia, con una pasión que superaba al amor, nuestros cuerpos moviéndose a la par, y el calor en la habitación tan denso como el agua.

Woolrich y yo no llegamos a Lafayette. Abandonamos la autopista por una carretera de dos carriles que serpenteaba a través de los pantanos antes de reducirse a poco más que un sendero con roderas y hoyos llenos de agua maloliente en torno a los cuales zumbaban espesos enjambres de insectos. Cipreses y sauces flanqueaban el camino, y a través de ellos se veían en el agua los tocones de los árboles, reliquias de cultivos del siglo pasado. Colonias de nenúfares se arracimaban en las orillas, y cuando el coche reducía la velocidad y la luz era la adecuada, vislumbré chernas que se deslizaban lánguidamente entre las sombras y asomaban de vez en cuando a la superficie del agua.

En una ocasión me contaron que los bucaneros de Jean Lafitte se refugiaban allí. Ahora otros ocupaban su lugar, asesinos y traficantes que utilizaban los canales y las marismas como escondrijos para la heroína y la marihuana, y como tumbas verdes y tenebrosas para sus víctimas, cuyos cadáveres contribuían al vertiginoso crecimiento de la naturaleza, donde el hedor de la descomposición quedaba camuflado entre el intenso olor de las plantas.

Tomamos una curva más, allí las ramas de los cipreses pendían sobre el camino. Con un sonoro traqueteo cruzamos un puente de madera en el que las tablas recuperaban su color original a medida que la pintura se desconchaba y desintegraba. Ya en el otro lado me pareció distinguir entre las sombras una figura gigantesca que nos observaba, con unos ojos blancos como huevos en la penumbra de los árboles.

—¿Lo has visto? —preguntó Woolrich.

—¿Quién es?

—El hijo menor de la vieja. Le llama Tee Jean. Petit Jean. Es un poco retrasado, pero cuida de ella. Como todos los demás.

—¿Todos?

—En la casa viven seis personas: la vieja, un hijo, una hija, y los tres niños de su segundo hijo, que murió con su mujer en un accidente de coche hace tres años. Tiene otros cinco hijos y tres hijas, y todos viven a pocos kilómetros de aquí. También los vecinos cuidan de ella. Es como la matriarca de los alrededores, supongo. Una magia poderosa.

Lo miré para comprobar si hablaba en tono irónico, pero no.

Salimos de entre los árboles y llegamos a un claro donde había una casa alargada de una sola planta, elevada sobre tocones de árboles descortezados. Parecía vieja pero bien construida, con las tablas de la fachada rectas y cuidadosamente encajadas y las tejas en perfecto estado pero más oscuras allí donde habían sido reemplazadas. La puerta estaba abierta, sin más protección que una mosquitera, y en el porche, que abarcaba toda la parte delantera y continuaba por el costado, había sillas y juguetes esparcidos. Detrás se oían voces y el chapoteo de los niños en el agua.

La puerta mosquitera se abrió y en lo alto de la escalera apareció una mujer delgada y menuda de unos treinta años. Tenía las facciones delicadas, la piel de un ligero tono de color café y el cabello oscuro y exuberante recogido en una cola. Cuando salimos del coche y nos acercamos, vi que tenía marcas en la cara, resultado probablemente de un acné juvenil. Al parecer reconoció a Woolrich, ya que, antes de que habláramos, mantuvo la puerta abierta para dejarme pasar. Woolrich no me siguió. Me volví hacia él.

—¿No entras?

—Si alguien pregunta, yo no te he traído aquí; ni siquiera tengo intención de verla —contestó. Tomó asiento en el porche y, apoyando los pies en la barandilla, contempló el resplandor del agua bajo el sol.

Dentro, la madera era oscura y el aire fresco. Había puertas a ambos lados, que daban a los dormitorios y a una sala de aspecto formal con muebles viejos y labrados a mano, sencillos pero trabajados con habilidad y esmero. En una radio antigua con el dial iluminado y nombres de lugares lejanos en la banda de frecuencias sonaba un nocturno de Chopin. La música me siguió por la casa hasta el último dormitorio, donde esperaba la anciana.

Era ciega. Tenía las pupilas blancas, hundidas en una cara grande y redonda con pliegues de carne que le colgaban hasta el esternón. Los brazos, visibles a través de las mangas de gasa del vestido multicolor, eran más gruesos que los míos y sus hinchadas piernas parecían troncos de árbol y terminaban en unos pies diminutos, casi delicados. Una montaña de almohadas la sostenía parcialmente incorporada en una cama enorme en medio de la habitación, protegida de la luz del sol por las cortinas corridas e iluminada sólo por un farolillo. Calculé que pesaba como mínimo ciento sesenta kilos, probablemente más.

—Siéntate, hijo —dijo. Me agarró una mano y recorrió los dedos con los suyos suavemente. Mientras seguía las líneas de mi mano, mantuvo los ojos fijos al frente, sin dirigirlos hacia mí—. Sé por qué has venido. —Tenía una voz aguda, infantil, como si fuera una descomunal muñeca parlante a la que, por equivocación, le hubieran puesto las cintas de un modelo de menor tamaño—. Sufres. Te consumes por dentro. Tu niña, tu mujer, se han ido.

En la tenue luz la anciana parecía centellear con una energía oculta.

Tante, hábleme de la chica del pantano, la chica sin ojos.

—Pobre criatura —dijo la anciana, y arrugó la frente en una expresión de dolor—. Fue la primera aquí. Huía de algo y se extravió. Se fue a dar un paseo con él y nunca volvió. Le hizo tanto daño, tanto… Pero no la tocó, salvo con el cuchillo.

Dirigió los ojos hacia mí por primera vez y descubrí que no era ciega, o si lo era, carecía de importancia. Mientras trazaba las líneas de la palma de mi mano con los dedos, cerré los ojos y tuve la impresión de que ella había estado al lado de la chica durante los últimos momentos, que quizás incluso le había proporcionado cierto consuelo mientras la hoja del cuchillo llevaba a cabo su labor.

—Calla, hijo. Ahora ven con Tante. Calla, hijo, y agarra mi mano. Ahora te ha hecho sufrir a ti.

Mientras me tocaba, oí y sentí, en lo más hondo de mi ser, la hoja que hería, chirriaba, separaba el músculo de las articulaciones, la carne del hueso, el alma del cuerpo, al artista que trabajaba sobre su lienzo; y sentí agitarse en mí el dolor, formar un arco a través de una vida que se debilitaba como el destello de un relámpago, brotar como las notas de una melodía infernal a través de la chica desconocida en un pantano de Louisiana. Y en su agonía sentí la agonía de mi propia hija, de mi propia esposa, y tuve la certeza de que aquél era el mismo hombre. Y mientras el dolor llegaba a su fin para la chica en el pantano, ella estaba sumida en la oscuridad, y supe que el asesino la había cegado antes de matarla.

—¿Quién es ese hombre? —pregunté.

La mujer habló, y en su voz se oyeron cuatro voces distintas: las de una esposa y una hija, la de una anciana obesa recostada sobre una cama en una habitación oscura, y la de una chica anónima que padeció una muerte solitaria y brutal entre el barro y el agua de un pantano de Louisiana.

—Es el Viajante.

Walter cambió de posición en la silla y el ruido de la cucharilla contra la taza de porcelana fue como el tintineo de un carillón.

—No —dije—. No lo encontré.