Habían transcurrido cinco horas desde la muerte de Ollie Watts el Gordo, su novia Monica Mulrane y el asesino de ambos, aún sin identificar. Me habían interrogado dos inspectores de Homicidios a quienes no conocía. Walter Cole no intervino. Me trajeron café en un par de ocasiones pero, por lo demás, me dejaron tranquilo después de los interrogatorios. En cierto momento, cuando uno de los inspectores abandonó la sala para consultar con alguien, alcancé a ver a un hombre alto y delgado con un traje oscuro de hilo, las puntas del cuello de la camisa afiladas como hojas de afeitar y la corbata roja de seda sin una sola arruga. Parecía un federal, un federal vanidoso.
La mesa de madera de la sala de interrogatorios estaba gastada y picada y cientos o quizá miles de tazas de café habían dejado marcas de cafeína encima. En el lado izquierdo, cerca del ángulo, alguien había grabado un corazón roto en la madera, probablemente con una uña. Y recordé la otra ocasión en que vi ese corazón, cuando me senté en esa sala por última vez.
—Joder, Walter…
—Walt, no es buena idea que él esté aquí.
Walter observó a los inspectores que se habían alineado junto a las paredes, arrellanados en sillas alrededor de la mesa.
—No está aquí —dijo—. Por lo que se refiere a quienes nos encontramos en esta sala, nadie lo ha visto.
La sala de interrogatorios estaba llena de sillas y se había añadido otra mesa. Yo seguía de baja por motivos personales y, como se vería, faltaban dos semanas para que abandonara definitivamente el cuerpo. Mi familia había muerto hacía dos semanas y la investigación todavía no había dado resultados. Con el consentimiento del teniente Cafferty, a punto de jubilarse, Walter había convocado una reunión con los inspectores participantes en el caso, más un par de aquellos a quienes se consideraba los mejores inspectores de Homicidios de la ciudad. Sería una mezcla de confrontación de ideas y conferencia. La conferencia correría a cargo de Rachel Wolfe.
Aunque Wolfe tenía fama de buena psicóloga criminalista, el Departamento se negaba a consultarle porque contaba con su propio pensador de altos vuelos, el doctor Russell Windgate. Sin embargo, como dijo Walter una vez: «Windgate no sería capaz de elaborar siquiera el perfil de un pedo». Era un cabrón hipócrita y paternalista, pero era a su vez hermano del comisario, y eso lo convertía en un cabrón hipócrita y paternalista con influencias.
Windgate asistía en esos momentos a un congreso de freudianos comprometidos en Tulsa, y Walter había aprovechado la ocasión para consultar a Wolfe, que ocupaba la cabecera de la mesa. Era una pelirroja adusta pero con cierto atractivo, de poco más de treinta años, y la melena le caía sobre los hombros de su traje chaqueta azul oscuro. Tenía las piernas cruzadas y un zapato salón de color azul pendía de la punta de su pie derecho.
—Todos sabéis por qué Bird quiere estar presente —prosiguió Walter—. Vosotros en su lugar también querríais.
Con amenazas y camelos lo había persuadido para que me permitiera asistir a aquella reunión informativa. Había exigido la retribución de favores a los que ni siquiera tenía derecho, y Walter había cedido. No me arrepentía de lo que había hecho.
Los otros policías presentes en la sala no se dejaron convencer. Lo percibía en sus rostros, en la manera en que desviaban la mirada, en sus gestos de indiferencia y sus muecas de disgusto. No me importaba. Deseaba oír qué tenía que decir Wolfe. Walter y yo ocupamos nuestros asientos y aguardamos a que empezara.
Wolfe alcanzó unas gafas de la mesa y se las puso. Junto a su mano izquierda, el corazón roto grabado en la superficie de la mesa resplandecía debido al brillo de la madera. Hojeó unos apuntes, separó un par de hojas del montón y comenzó.
—Veamos, no sé hasta qué punto conocéis este asunto, así que iremos por pasos. —Guardó silencio por un momento—. Inspector Parker, es posible que algo de esto le resulte violento. —No utilizó un tono de disculpa; era sencillamente una afirmación. Asentí con la cabeza y ella continuó—: Por lo visto nos encontramos ante un homicidio de carácter sexual, un homicidio sexual y sádico.
Recorrí con la yema del dedo el contorno del corazón grabado en la mesa y la textura de la madera me devolvió por un momento al presente. La puerta de la sala de interrogatorios se abrió, y fuera vi pasearse al federal. Entró una recepcionista con una taza blanca donde se leía: i love new york. El café olía como si llevara haciéndose desde la mañana. Cuando añadí la leche en polvo, se produjo un mínimo cambio de color en el líquido. Tomé un sorbo e hice una mueca de asco.
—Por lo general, en un homicidio de carácter sexual se da algún tipo de actividad sexual en la secuencia de hechos previos a la muerte —prosiguió Wolfe, y paró para tomar un poco de café—. La desnudez de las víctimas y la mutilación de los pechos y los genitales indican el componente sexual del delito, y sin embargo no hay pruebas de penetración del pene, de dedos o de cuerpos extraños en ninguna de las víctimas. El himen de la niña estaba intacto, y la víctima adulta no presentaba indicios de trauma vaginal.
»Pero sí hay pruebas del componente sádico de los homicidios. La víctima adulta fue torturada antes de la muerte. Se produjo desuello, concretamente en la parte delantera del torso y el rostro. Unido esto al componente sexual, os halláis ante un sádico sexual que obtiene placer en la tortura física y, diría, también mental.
»Creo que ese hombre (y por razones que expondré después, doy por supuesto que es un blanco de sexo masculino) quería que la madre presenciara la tortura y el asesinato de su hija antes de ser torturada y asesinada ella misma. Un sádico sexual se excita con la respuesta de la víctima a la tortura; en este caso, contaba con dos víctimas, una madre y una hija, para utilizar a la una contra la otra. Expresa sus fantasías sexuales en forma de actos violentos, tortura y, finalmente, la muerte.
Al otro lado de la puerta de la sala de interrogatorios oí de pronto un alboroto de voces. Una era la de Walter Cole. No reconocía la otra. Las voces bajaron de volumen, pero supe que hablaban de mí. No tardaría en averiguar qué querían.
—Veamos. Los sádicos sexuales se centran principalmente en el grupo compuesto por mujeres blancas y adultas ajenas al círculo de gente que los rodea, aunque también pueden dirigir sus intereses hacia hombres o, como en este caso, niños. A veces existe también una correspondencia entre la víctima y alguna persona de la vida del delincuente.
»Las víctimas se eligen mediante un proceso sistemático de acecho y vigilancia. Probablemente el asesino espiaba a la familia desde hacía un tiempo. Conocía los hábitos del marido; sabía que si iba al bar, estaría ausente el tiempo necesario para permitirle cumplir sus propósitos. En esta ocasión, no creo que se cumplieran del todo.
»En este caso, el lugar del delito se sale de lo común. Para empezar, la naturaleza del crimen exige un sitio solitario a fin de que el delincuente disponga de tiempo a solas con su víctima. A veces, el delincuente habilita su propia vivienda para alojar a la víctima o usa una furgoneta o un coche adaptado para cometer el asesinato. Aquí, la elección del asesino fue otra. Creo que quizá le gustaba el grado de riesgo implícito. También creo que quería "impresionar", digámoslo así a falta de una palabra mejor.
Impresionar, pensé; como ponerse una corbata de color vivo en un funeral.
—El crimen se escenificó con sumo detenimiento para producir el mayor impacto posible en el marido cuando volviera a casa.
Puede que Walter tuviera razón. Quizá no debería haber asistido a esa sesión informativa. El realismo de Wolfe reducía a mi esposa y a mi hija al nivel de otro horripilante dato estadístico en una ciudad violenta, pero yo albergaba la esperanza de que alguna de sus observaciones resonase dentro de mí y me proporcionase una pista para impulsar la investigación. Dos semanas son mucho tiempo en un caso de asesinato. Después de dos semanas sin avances, a menos que uno tenga mucha suerte, la investigación comienza a tender a un punto muerto.
—Esto induce a pensar en un asesino con una inteligencia por encima de la media, un asesino a quien le gusta el juego y el riesgo —afirmó Wolfe—. Su aparente deseo de que la conmoción desempeñara un papel en todo esto podría llevarnos a la conclusión de que había un componente personal en sus actos, dirigido contra el marido, pero eso no son más que especulaciones, y en esta clase de delitos la pauta general es que no va dirigida contra un individuo concreto.
»Normalmente, los escenarios del crimen pueden clasificarse como organizados, desorganizados o una mezcla de ambos. Un asesino organizado planea el asesinato y selecciona a la víctima con sumo cuidado, y el escenario del crimen refleja a su vez este control. Las víctimas se ajustan a determinados criterios establecidos por el asesino: edad, quizá color del pelo, profesión, forma de vida. El uso de ataduras, como en este caso, es una característica habitual. Refleja el control y la planificación, ya que por lo general el asesino debe llevarlas consigo al lugar del delito.
»En casos de sadismo sexual, el acto del asesinato en sí suele tener una carga erótica. Implica un ritual; suele ser lento y no se escatiman esfuerzos para asegurarse de que la víctima permanece consciente y alerta hasta el instante mismo de la muerte. En otras palabras, el asesino no desea acabar prematuramente con la vida de sus víctimas.
»Ahora bien, en este caso sus deseos se vieron frustrados, porque Jennifer Parker, la niña, tenía un corazón débil, que dejó de latir a causa de la descarga de epinefrina en su organismo. Si a esto añadimos el intento de huida de la madre y las contusiones ocasionadas en el rostro por el golpe contra la pared, que acaso produjera una pérdida pasajera del conocimiento, creo que el asesino tuvo la sensación de que la situación se le escapaba de las manos. Pasó a ser un escenario desorganizado y, poco después de iniciar el desuello, se dejó arrastrar por la ira y la frustración y mutiló los cuerpos.
En ese punto deseé marcharme. Había cometido un error. Nada podía salir de aquello, al menos nada bueno.
—Como he dicho antes, la mutilación de los genitales y los pechos es un rasgo propio de esta clase de delito, pero este caso no coincide con la pauta general en diversos aspectos, todos ellos decisivos. A mi juicio, la mutilación fue o bien el resultado de la rabia y la pérdida de control, o bien un intento de ocultar otra cosa, algún elemento del ritual que ya había comenzado y del que el asesino quería desviar la atención. Con toda probabilidad, la clave está en el desuello parcial. Hay en eso un marcado componente de exhibicionismo. Es incompleto, pero ahí está.
—¿Por qué está tan convencida de que es un hombre blanco? —preguntó Joiner, un inspector negro de Homicidios con quien yo había colaborado una o dos veces.
—Los delitos de sadismo sexual se dan con mayor frecuencia entre hombres blancos. No entre mujeres ni entre hombres negros. Sólo entre hombres blancos.
—Estás libre de sospecha, Joiner —comentó alguien.
Los demás prorrumpieron en carcajadas y disminuyó la tensión que venía acumulándose en la sala. Uno o dos de los presentes me lanzaron miradas, pero en su mayoría actuaron como si yo no estuviera. Eran profesionales y se concentraban en reunir cuanta información contribuyera a una mejor comprensión del asesino.
Wolfe aguardó a que se apagaran las risas.
—Las investigaciones han revelado que el cuarenta y tres por ciento de los asesinos sexuales están casados. El cincuenta por ciento tienen hijos. No os equivoquéis pensando que andáis tras un chiflado solitario. Este individuo bien podría ser el héroe de las reuniones de la asociación de padres o el entrenador del equipo de béisbol del colegio.
»Es posible que tenga una profesión con proyección pública, así que probablemente se trate de un hombre sociable y eso le permita seleccionar a sus víctimas. Puede que haya manifestado conductas antisociales en el pasado, pero no necesariamente lo bastante graves como para tener antecedentes policiales.
»A menudo, los sádicos sexuales son admiradores entusiastas de la policía o fanáticos de las armas. Quizás intente mantenerse al corriente de los avances de la investigación, así que permaneced atentos a los tipos que se presenten con pistas o pretendan vender información. También tiene el coche limpio y en buen estado: limpio para no llamar la atención; en buen estado para asegurarse de que no se quedará inmovilizado en el lugar del delito o cerca. Podría ser que lo hubiera manipulado para poder transportar a sus víctimas; habrá quitado las palancas de las puertas y de las ventanillas traseras, tal vez haya insonorizado el maletero. Si creéis tener a un posible sospechoso, comprobad si en el maletero lleva combustible de reserva, agua, cuerdas, esposas, cualquier clase de atadura.
»Si solicitáis una orden de registro, buscad objetos relacionados con comportamientos violentos o sexuales: revistas y vídeos pornográficos, publicaciones de sucesos del más bajo nivel, vibradores, pinzas, ropa de mujer, en especial prendas íntimas. Algunas quizás hayan pertenecido a las víctimas, o también es posible que se haya quedado con otros objetos personales de ellas. Buscad igualmente diarios o manuscritos; pueden contener detalles de las víctimas, fantasías, o incluso los propios crímenes. Asimismo, este individuo podría tener una colección de material policial y también, casi con toda seguridad, un buen conocimiento de la manera de actuar de la policía. —Wolfe respiró hondo y se recostó en su silla.
—¿Volverá a hacerlo? —preguntó Walter.
En la sala se produjo un breve silencio.
—Sí, pero estás dando algo por sentado —respondió Wolfe.
Walter la miró con perplejidad.
—Estás dando por sentado que éste es el primer caso. ¿Supongo que ya se ha puesto en marcha un PDDV?
El PDDV, en vigor desde 1985, es el Programa para la Detención de Delincuentes Violentos. Según este programa, siempre debe realizarse un informe sobre los homicidios o atentados resueltos o pendientes de solución, en especial cuando se ha producido un secuestro o cuando son aparentemente aleatorios, inmotivados o con una clara orientación sexual; sobre casos de personas desaparecidas cuando existe una sospecha de criminalidad; y sobre cadáveres no identificados, cuando se sabe o se sospecha que un homicidio ha sido la causa de la muerte. El informe se remite al Centro Nacional de Análisis de Delitos Violentos, en la academia del FBI en Quantico, a fin de establecer si existen en la base de datos del PDDV casos de características análogas.
—Ya se envió.
—¿Habéis solicitado un perfil?
—Sí, pero aún no ha llegado. Extraoficialmente, el modus operandi no coincide con ningún otro. La extracción de la piel de las caras lo convierte en caso aparte.
—Sí, ¿qué puedes decirnos en cuanto a las caras? —Era Joiner quien volvía a intervenir.
—Sigo indagando —contestó Wolfe—. Ciertos asesinos se llevan recuerdos de sus víctimas. En este caso podría haber un componente pseudorreligioso o expiatorio. Lo siento, pero en realidad aún no estoy segura.
—¿Crees que podría haber hecho algo parecido antes? —preguntó Walter.
Wolfe asintió con la cabeza.
—Es posible. Si ha matado antes, quizás haya escondido los cadáveres, y estos asesinatos podrían representar una variación con respecto a una pauta de comportamiento anterior. Tal vez, después de matar callada y discretamente, quería saltar a un plano más público. Quizá deseaba atraer la atención sobre su obra. El hecho de que estos asesinatos hayan sido, desde su punto de vista, poco satisfactorios, podría inducirlo a volver a su antigua pauta; o bien podría pasar a un periodo latente, ésa sería otra posibilidad.
»Pero si he de arriesgar una respuesta, diría que ha estado preparando con mucho cuidado su siguiente paso. Esta vez cometió errores y dudo que alcanzara el resultado que pretendía. La próxima vez no habrá errores. La próxima vez, a menos que lo atrapéis antes, causará verdadero impacto.
La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y entró Walter acompañado de otros dos hombres.
—Éste es el agente especial Ross, del FBI, y éste el inspector Barth, de Robos —dijo Walter—. Barth ha estado trabajando en el caso Watts y el agente Ross se ocupa del crimen organizado.
De cerca, el traje de hilo de Ross parecía caro y hecho a medida. Comparado con él, Barth, con su cazadora de JCPenney, parecía un desarrapado. Los dos permanecieron de pie, uno frente al otro, y saludaron inclinando la cabeza. Cuando Walter se sentó, Barth se sentó también. Ross se quedó de pie contra la pared.
—¿Hay algo que no nos hayas contado? —preguntó Walter.
—No —respondí—. Sabes lo mismo que yo.
—Según el agente Ross, Sonny Ferrera está detrás del asesinato de Watts y su novia, y tú sabes más de lo que dices.
Ross se quitó algo de la manga de la camisa y lo tiró al suelo con cara de aversión. Creo que con ese gesto daba a entender que para él yo era poco más que esa mota.
—Sonny no tenía ninguna razón para matar a Ollie Watts —contesté—. Hablamos de coches robados y matrículas falsas. Ollie no estaba en situación de estafarle a Sonny nada valioso, conocía tan poco las actividades de Sonny que un jurado no le dedicaría a eso ni diez minutos.
Ross, impacientándose, se acercó para sentarse en el borde de la mesa.
—Es curioso que aparezca usted después de tanto tiempo. ¿Cuánto ha pasado?, ¿seis meses?, ¿siete?…, y que de pronto nos encontremos metidos entre cadáveres hasta el cuello —dijo, como si no hubiera oído una sola de mis palabras. Tenía unos cuarenta años, quizá cuarenta y cinco, pero parecía estar en buena forma. Surcaban su rostro profundas arrugas que obviamente no se debían a una vida llena de risas. Algo me había hablado de él Woolrich, después de que éste se marchara a Nueva York para ser agente especial adjunto a cargo de la delegación de Nueva Orleans.
Se produjo un silencio. Ross me miró fijamente en espera de que yo desviase la vista, pero al final fue él quien, por aburrimiento, la apartó.
—El agente Ross opina que nos ocultas algo —explicó Walter—. Le gustaría hacerte sudar tinta un rato, por si acaso. —Mantenía una expresión neutra, sin aparente interés.
Ross había vuelto a fijar la mirada en mí.
—El agente Ross da miedo. Si me hace sudar tinta, quién sabe lo que puedo llegar a confesar.
—Así no vamos a ninguna parte —dijo Ross—. Es evidente que el señor Parker no está en absoluto dispuesto a cooperar y yo…
Walter alzó una mano para interrumpirlo.
—Quizá deberían dejarnos solos un rato. Váyanse a tomar un café o algo —propuso.
Barth se encogió de hombros y se fue. Ross se quedó sentado en la mesa y dio la impresión de que iba a seguir hablando. De pronto se puso en pie, salió apresuradamente y cerró la puerta con firmeza. Walter respiró hondo, se aflojó la corbata y se desabotonó el cuello de la camisa.
—No te burles de Ross. Es capaz de echar una tonelada de mierda sobre tu cabeza. Y sobre la mía.
—Ya te he contado todo lo que sé —insistí—. Quizá Benny Low sepa algo más, pero lo dudo.
—Ya hemos hablado con Benny Low. Según él, no sabía ni quién era el presidente hasta que se lo dijimos. —Hizo girar un bolígrafo entre los dedos—. «¡Eh, que zon zólo negocioz!», eso ha dicho.
Era una imitación aceptable de una de las rarezas verbales de Benny Low. Esbocé una lánguida sonrisa y el ambiente se distendió un poco.
—¿Cuánto hace que has vuelto?
—Un par de semanas.
—¿Qué has estado haciendo?
¿Qué podía decirle? ¿Que vagaba por las calles, que visitaba lugares a los que antes íbamos juntos Jennifer, Susan y yo, que me quedaba mirando por la ventana del apartamento y pensando en el hombre que las había matado y dónde estaría, que había accedido a trabajar para Benny Low porque temía acabar comiéndome el cañón de mi propia pistola si no encontraba una válvula de escape?
—Poca cosa. Tengo pensado ir a ver a algún que otro viejo soplón por si se sabe algo nuevo.
—No se sabe nada, al menos aquí. ¿A ti te ha llegado algo?
—No.
—No puedo pedirte que lo dejes correr, pero…
—No, no puedes. Ve al grano, Walter.
—En estos momentos éste no es un buen sitio para ti, y ya sabes por qué.
—¿En serio?
Walter tiró con fuerza el bolígrafo sobre la mesa. Rebotó hasta el borde y allí quedó brevemente en equilibrio hasta caer al suelo. Por un instante pensé que iba a asestarme un golpe, pero la ira desapareció de su mirada.
—Ya volveremos a hablar del tema.
—De acuerdo. ¿Vas a facilitarme algún dato? —pregunté.
Entre los papeles de la mesa veía informes de Balística y Armas de Fuego. Cinco horas era poco tiempo para conseguir un informe. Obviamente, el agente Ross era un hombre que lograba lo que se proponía.
Señalé el informe con el mentón.
—¿Qué dice Balística de la bala que quitó la vida al asesino?
—Eso no es asunto tuyo.
—Walter, lo vi morir. Quien disparó intentó hacer blanco conmigo y la bala traspasó limpiamente la pared. Aquí alguien tiene unos gustos muy personales en cuestión de armas. —Walter guardó silencio—. Es imposible hacerse con material como ése sin que nadie se entere —afirmé—. Si me proporcionas alguna pista, quizá pueda averiguar más cosas que vosotros.
Walter reflexionó por un momento y luego revolvió los papeles en busca del informe de Balística.
—Encontramos balas de metralleta, cinco coma siete milímetros, con un peso de menos de cincuenta grains.
Lancé un silbido.
—¿Es eso munición de fusil a escala reducida, pero disparada con una pistola?
—La bala es básicamente de plástico, pero tiene una funda de metal, así que no se deforma con el impacto. Cuando da en un blanco, como el asesino de Watts, le transmite la mayor parte de su fuerza. Cuando sale, apenas le queda energía.
—¿Y la que dio en la pared?
—Según los cálculos de Balística, la velocidad en la boca del cañón era de más de seiscientos metros por segundo.
Se trataba de una bala extraordinariamente rápida. Una Browning de nueve milímetros dispara balas de ciento diez grains a sólo trescientos treinta metros por segundo.
—Calculan asimismo que un proyectil de este tipo podría traspasar un chaleco antibalas Kevlar como si fuera papel de arroz. A doscientos metros podría atravesar casi cincuenta capas.
Incluso una Mágnum 44 atraviesa un chaleco antibalas sólo a muy corta distancia.
—Pero en cuanto da en un cuerpo blando…
—Se detiene.
—¿Es de fabricación nacional?
—No. Balística dice que es europea. Belga. La llaman Five-seveN, con la F y la N mayúsculas, que es el nombre del fabricante. Es un prototipo creado por FN Herstal para operaciones en la lucha contra el terrorismo y el rescate de rehenes, pero ésta es la primera vez que aparece una fuera de las fuerzas nacionales de seguridad.
—¿Vais a poneros en contacto con el fabricante?
—Lo intentaremos, pero sospecho que perderemos el rastro en los intermediarios.
Me levanté.
—Preguntaré por ahí.
Walter recogió su bolígrafo y me señaló con él como un maestro descontento sermoneando al listillo de la clase.
—Ross aún quiere echarte el guante.
Saqué un bolígrafo y anoté mi número de móvil en el dorso del bloc de notas de Walter.
—Lo tengo siempre conectado. ¿Puedo marcharme ya?
—Con una condición.
—¿Cuál?
—Quiero que esta noche vengas a casa.
—Lo siento, Walter, pero ya no atiendo compromisos sociales.
Pareció dolido.
—No seas gilipollas. Esto no es un compromiso social. Ven o, por mí, Ross puede encerrarte en una celda hasta el día del Juicio.
Me dispuse a marcharme.
—¿Seguro que nos lo has contado todo? —me preguntó de nuevo.
No me volví.
—Te he dicho todo lo que puedo decirte, Walter.
Lo cual era verdad, al menos en rigor.
Veinticuatro horas antes había encontrado a Emo Ellison. Emo vivía en un hotel de mala muerte en la periferia de East Harlem, esa clase de establecimiento donde los únicos huéspedes admitidos son putas, policías o delincuentes. Una pantalla de plexiglás cubría el despacho del portero, pero no había nadie dentro. Subí por la escalera y llamé a la puerta de Emo. No hubo respuesta, pero me pareció oír el sonido de una pistola al amartillarse.
—Emo, soy Bird. Necesito hablar contigo.
Oí que se acercaba a la puerta.
—Yo no sé nada de eso —dijo Emo a través de la madera—. No tengo nada que decir.
—Todavía no te he preguntado. Vamos, Emo, abre. Ollie el Gordo anda metido en un lío. Quizá yo pueda ayudarlo. Déjame pasar.
Siguió un momento de silencio y se oyó el tintineo de una cadena. La puerta se abrió y entré. Emo había retrocedido hasta la ventana, pero aún tenía empuñada el arma. Cerré la puerta.
—No necesitas eso —dije.
Emo sopesó la pistola y la dejó sobre una cómoda. Se le veía más relajado sin ella. Las armas no iban con él. Me fijé en que llevaba vendados los dedos de la mano izquierda y vi manchas amarillas en los extremos de las vendas.
Emo Ellison era un hombre delgado y pálido de mediana edad que trabajaba de forma esporádica para Ollie el Gordo desde hacía unos cinco años. Aunque no pasaba de ser un mecánico corriente, era leal y sabía mantener la boca cerrada.
—¿Sabes dónde está?
—No se ha puesto en contacto conmigo.
Se dejó caer de golpe en el borde de la cama pulcramente hecha. La habitación estaba limpia y olía a ambientador. En las paredes colgaban un par de reproducciones, y en unos estantes de Home Depot, dispuestos en orden, había libros, revistas y algunos enseres personales.
—He oído que trabajas para Benny Low. ¿Por qué lo haces?
—Es trabajo —contesté.
—Si entregas a Ollie, será hombre muerto, ése es tu trabajo —dijo Emo.
Me apoyé contra la puerta.
—Quizá no lo entregue. Benny Low puede asumir la pérdida. Pero necesitaría una buena razón.
El conflicto al que se enfrentaba Emo se reflejaba en su rostro. Se retorció las manos y echó un par de vistazos al arma. Emo Ellison estaba asustado.
—¿Por qué se fugó, Emo? —pregunté con delicadeza.
—Decía que eras buen tipo, un tipo de fiar. ¿Es verdad?
—No lo sé. En todo caso, no quiero que Ollie salga mal parado.
Emo me observó durante un rato y finalmente pareció tomar una decisión.
—Fue Pili. Pili Pilar. ¿Lo conoces?
—Lo conozco. —Pili Pilar era la mano derecha de Sonny Ferrera.
—Solía venir una o dos veces al mes, nunca más, y se llevaba un coche. Se lo quedaba durante un par de horas y lo devolvía. Un coche distinto cada vez. Era un trato que había hecho Ollie para no tener que pagar a Sonny. Colocaba matrículas falsas en el coche y lo tenía listo para cuando llegaba Pili.
»La semana pasada vino Pili, tomó un coche y se marchó. Yo llegué tarde esa noche porque me encontraba mal. Tengo úlceras. Pili ya se había ido.
»El caso es que, pasadas las doce, Ollie y yo estábamos allí sentados, de charla, esperando a que Pili devolviera el coche, y de pronto se oyó un ruido fuera. Cuando salimos, Pili se había estrellado con el coche contra la verja y estaba desplomado sobre el volante. También tenía una abolladura delante, así que supusimos que se había visto envuelto en un accidente y que había preferido largarse y no quedarse a esperar.
»Pili tenía una herida grave en la cabeza debido al golpe contra el parabrisas y el coche estaba manchado de sangre. Ollie y yo lo empujamos hasta el patio, y luego él llamó a un médico que conocía; el tipo le dijo que le llevara a Pili. Como Pili no se movía y estaba muy pálido, Ollie lo trasladó a la consulta del médico en su propio coche, y el médico insistió en mandarlo de inmediato al hospital porque creía que tenía una fractura de cráneo.
Las palabras salían de Emo a borbotones. Una vez iniciado el relato, deseaba terminarlo, como si contándolo en voz alta fuera a disminuir el peso que representaba saberlo.
—El caso es que discutieron un rato, pero el médico conocía una clínica privada donde no harían muchas preguntas, y Ollie accedió. El médico telefoneó a la clínica y Ollie volvió al garaje a ocuparse del coche.
»Tenía un número donde localizar a Sonny, pero no contestaban. Había vuelto a guardar el coche, pero no quería dejarlo allí por si…, ya sabes, por si había habido algún problema con la policía. Así que llamó al viejo y le contó lo ocurrido. El viejo le dijo que no se moviera, que enviaría a alguien a encargarse del asunto.
»Ollie salió a esconder el coche y, cuando volvió, tenía peor aspecto que Pili. Parecía mareado y le temblaban las manos. Le pregunté qué pasaba, pero él sólo me dijo que me marchara y no le contara a nadie que había estado allí. No quiso decirme nada más, sólo que me fuera.
»Ya no supe más de él hasta que me enteré de que la policía había organizado una redada en su negocio y de que luego Ollie salió en libertad bajo fianza y desapareció. Te lo juro, eso es lo último que supe.
—¿Por qué la pistola, entonces?
—Uno de los hombres del viejo estuvo aquí hace un par de días. —Tragó saliva—. Bobby Sciorra. Quería información sobre Ollie; quería saber si yo había estado allí el día del accidente de Pili. Le contesté que no, pero no le bastó con eso.
Emo Ellison se echó a llorar. Levantó los dedos vendados y, lenta y cuidadosamente, empezó a quitarse la venda de uno.
—Me llevó a dar un paseo. —Alzó el dedo y vi una marca en forma de anillo coronada por una enorme ampolla que parecía palpitar ante mis ojos—. El encendedor. Me quemó con el encendedor del coche.
Veinticuatro horas después Ollie Watts, el Gordo, estaba muerto.