La camarera tenía más de cincuenta años y vestía una minifalda negra ajustada, blusa blanca y zapatos de tacón negros. Le rebosaba el cuerpo de cada una de las prendas, y daba la impresión de que se hubiera hinchado misteriosamente en algún punto entre el momento de vestirse y la llegada al trabajo. Me llamaba «cariño» cada vez que me llenaba la taza de café. No decía nada más, y por mí tanto mejor.
Llevaba ya alrededor de una hora y media sentado junto a la ventana observando la casa de piedra roja de la acera de enfrente, y la camarera debía de estar preguntándose cuánto tiempo más pensaba quedarme y si pagaría la cuenta. Fuera, en las calles de Astoria, pululaban los buscadores de gangas. Para matar el rato, mientras esperaba a que Ollie Watts, «el Gordo», saliera de su escondrijo, llegué a leer el New York Times de principio a fin sin quedarme dormido. Mi paciencia estaba a punto de agotarse.
En momentos de debilidad me planteaba prescindir del New York Times los días laborables y comprarlo sólo los domingos, ya que así podría al menos justificar la adquisición por el volumen. La alternativa era pasarme al Post, pero entonces empezaría a recortar cupones y a ir a la tienda en zapatillas de andar por casa.
Quizá mi pésima reacción de aquella mañana al leer el Times fue en cierto modo como matar al mensajero. Se anunciaba que Hansel McGee, juez estatal del Tribunal Supremo y, según algunos, uno de los peores jueces de Nueva York, se retiraba en noviembre y que posiblemente se incorporaría al consejo directivo de la Corporación Municipal de Sanidad y Hospitales.
Sólo con ver el nombre de McGee impreso me ponía enfermo. En la década de los ochenta había presidido el tribunal que vio el caso de una mujer que había sido violada a los nueve años por un tal James Johnson, de cincuenta y cuatro, un guarda del Pelham Bay Park que había cumplido ya condena en varias ocasiones por robo, asalto a mano armada y violación.
McGee rechazó la indemnización de tres millones y medio propuesta por el jurado con las siguientes palabras: «Una niña inocente fue brutalmente violada sin motivo alguno; sin embargo, ése es uno de los riesgos de vivir en la sociedad moderna». En su día, me pareció una sentencia insensible y una justificación absurda para revocar la resolución. Ahora, al ver otra vez su nombre después de lo ocurrido a mi familia, sus opiniones me resultaban mucho más abominables, un síntoma del fracaso de la bondad en presencia del mal.
Mientras me quitaba a McGee de la cabeza, plegué cuidadosamente el periódico, marqué un número en el teléfono móvil y dirigí la mirada hacia una de las ventanas superiores del bloque de apartamentos de enfrente, un tanto ruinoso. Descolgaron después de sonar tres veces el timbre, y una mujer saludó con voz cauta y susurrante; sonaba a tabaco y alcohol, como el chirrido de la puerta de un bar al rozar contra el suelo polvoriento.
—Dile a ese gordo gilipollas de tu novio que voy a subir a buscarlo, y vale más que no me obligue a perseguirlo —dije—. Estoy muy cansado y no tengo intención de andar corriendo por ahí con este calor.
Lacónico, así era yo. Colgué, dejé cinco dólares en la mesa y salí a la calle a esperar a que Ollie Watts, el Gordo, sucumbiera al pánico.
La ciudad padecía una ola de calor húmedo que, según los pronósticos, terminaría al día siguiente con la llegada de lluvias y tormentas eléctricas. Por el momento, las temperaturas eran lo bastante altas para justificar el uso de camisetas, pantalones de algodón y gafas de sol caras, o, si tenías la desgracia de ocupar un cargo de responsabilidad, eran lo bastante altas para sudar como un cerdo bajo el traje en cuanto te separabas del aire acondicionado. No soplaba ni una ráfaga de viento para redistribuir el calor.
Dos días antes, un solitario ventilador de sobremesa pugnaba por hacer mella en el aletargante calor de la oficina de Benny Low en Brooklyn Heights. A través de una ventana abierta oí hablar en árabe por Atlantic Avenue y me llegaron los olores a comida procedentes del Moroccan Star, a media calle de distancia. Benny era un fiador de poca monta que se dedicaba a avalar a procesados en libertad provisional y contaba con que el Gordo no hiciese nada raro hasta el juicio. Ese error de cálculo respecto a la fe del Gordo en el sistema judicial era una de las razones por las que Benny seguía siendo un fiador de poca monta.
Por Ollie Watts, el Gordo, ofrecían una suma razonable, y en el fondo de ciertos estanques vivían seres más inteligentes que la mayoría de los prófugos en libertad provisional. Para el Gordo se había establecido una fianza de cincuenta mil dólares, fruto de un malentendido entre Ollie y las fuerzas de la ley y el orden en relación con el verdadero propietario de un Chevy Beretta de 1993, un Mercedes 300 SE de 1990 y unos cuantos deportivos bien equipados que habían llegado a manos de Ollie por vías ilegales.
El declive del Gordo empezó cuando un agente con vista de lince, enterado de que la reputación de Ollie no era siquiera una rutilante luz en las tinieblas de un mundo sin ley, vio el Chevy bajo una lona y verificó la matrícula. Era falsa, y Ollie, tras un registro, fue detenido e interrogado. Mantuvo la boca cerrada y, en cuanto consiguió la libertad bajo fianza, lió los bártulos y se echó al monte a fin de evitar ulteriores preguntas acerca de quién había dejado los coches a su cuidado. Se sospechaba que procedían de Salvatore Ferrera, alias «Sonny», hijo de un importante capo. Corrían rumores de que en las últimas semanas se habían deteriorado las relaciones entre padre e hijo, pero nadie explicaba la razón.
—Líos de parentela —como había dicho Benny Low aquel día en su despacho.
—¿Tiene algo que ver con el Gordo?
—¿Y yo qué coño sé? ¿Quieres telefonear a Ferrera para preguntárselo?
Examiné a Benny Low. Estaba totalmente calvo y, por lo que yo sabía, se había quedado así a los veintitantos. En su cráneo pelado relucían pequeñas gotas de sudor. Tenía los carrillos rubicundos y la carne le colgaba del mentón y la mandíbula como cera fundida. El reducido despacho, situado sobre una carnicería árabe, olía a moho y sudor. Yo ni siquiera sabía muy bien por qué había aceptado el encargo. Tenía dinero —el dinero del seguro, el dinero de la venta de la casa, e incluso cierta suma en metálico de mi fondo de pensiones—, y Benny Low no iba a hacerme más feliz. Quizás el Gordo era sólo una manera de estar ocupado.
Benny Low tragó saliva ruidosamente.
—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?
—Ya me conoces, Benny, ¿no?
—¿Qué coño quieres decir con eso? Claro que te conozco. ¿Necesitas referencias o qué? —Se echó a reír con poca convicción y extendió sus manos regordetas en un amplio gesto de súplica—. ¿Qué? —repitió con voz vacilante.
Por primera vez tuve la impresión de que estaba verdaderamente asustado. Sabía lo que se había dicho de mí durante los meses posteriores a los asesinatos, conocía los comentarios de la gente sobre lo que había hecho, sobre lo que quizás había hecho. La expresión en los ojos de Benny Low revelaba que también él los había oído y que creía que podían ser ciertos.
En cuanto a la fuga de Ollie el Gordo, había algo que no acababa de encajar. No habría sido la primera vez que Ollie se hubiera enfrentado a un juez por una acusación de robo de vehículos, aunque en este caso el presunto vínculo con los Ferrera hubiera forzado al alza la fianza. Ollie tenía un buen abogado en quien confiar; de lo contrario, su única relación con la industria del automóvil habría consistido en fabricar matrículas de coche en alguna de las cárceles de la isla de Rikers. No existía ningún motivo especial para que Ollie escapara, ni la menor razón para que arriesgara la vida delatando a Sonny por una cosa así.
—Nada, Benny. No pasa nada. Si te enteras de algo más, dímelo.
—Claro, claro —contestó Benny—. Serás el primero en saberlo.
Cuando salía del despacho, le oí murmurar entre dientes. No podía saber con certeza qué dijo, pero sí lo que me pareció oír. Y me pareció oír que Benny Low había dicho que yo era un asesino como mi padre.
Haciendo las preguntas oportunas, tardé casi todo el día siguiente en averiguar quién era la amiga de Ollie en aquellos momentos, aparte de invertir otros cincuenta minutos de esa mañana en determinar si Ollie estaba con ella mediante el sencillo recurso de llamar a todos los restaurantes tailandeses con reparto a domicilio y preguntar si habían hecho alguna entrega en aquella dirección durante la última semana.
Ollie era un entusiasta de la comida tailandesa y, como la mayoría de los prófugos, seguía fiel a sus hábitos incluso durante la fuga. La gente no cambia mucho, y gracias a eso los tontos son, por lo general, los más fáciles de encontrar. Se suscriben a las mismas revistas, comen en los mismos sitios, beben la misma cerveza, llaman a las mismas mujeres, se acuestan con los mismos hombres. Tras amenazarlos con avisar a Sanidad, un motel oriental de mala muerte llamado Bangkok Sun House confirmó varias entregas a una tal Monica Mulrane en una dirección de Astoria, lo cual me llevó al café, al New York Times y a una llamada telefónica para despertar a Ollie.
Según lo previsto, Ollie, más corto que las mangas de un chaleco, abrió la puerta del 2317 unos cuatro minutos después de mi llamada, asomó la cabeza y, a continuación, bajó con paso torpe los peldaños hasta la acera. Era un personaje absurdo: mechones de pelo alisados a través de la calva, la cinturilla elástica del pantalón marrón claro dilatada sobre aquel vientre de proporciones descomunales. Monica Mulrane debía de quererlo mucho, porque él no tenía dinero y, desde luego, tampoco buena presencia. Curiosamente, Ollie Watts, el Gordo, me inspiró cierta simpatía.
Ollie acababa de poner el pie en la acera cuando un hombre que hacía jogging, vestido con una sudadera y con la capucha subida, corrió hacia él y le descerrajó tres tiros con una pistola que tenía el silenciador puesto. De pronto, la camisa blanca de Ollie se llenó de lunares rojos y él se desplomó. El hombre que hacía jogging era zurdo, se detuvo junto a él y le disparó una vez más en la cabeza.
Alguien gritó y vi a una muchacha morena —era, cabía suponer, Monica Mulrane, la ya desconsolada novia— detenerse por un instante en la puerta del bloque de apartamentos y bajar después rápidamente a la acera, donde se arrodilló junto a Ollie y, llorando, le acarició la cabeza calva y ensangrentada. El que hacía jogging inició la retirada, saltando sobre las puntas de los pies como un púgil que esperara a oír la campana. De repente se paró, regresó y disparó una sola vez a la mujer en la cabeza. Ella cayó doblada en dos sobre el cuerpo de Ollie Watts, cubriendo la cabeza de él con su espalda. Los transeúntes corrían a esconderse tras los automóviles, en las tiendas, y los coches que circulaban por la calle frenaron en seco.
Con mi Smith & Wesson empuñada, ya casi había cruzado la calle cuando el asesino apretó a correr. Mantenía la cabeza gacha y avanzaba deprisa, con el arma aún en la mano izquierda. Pese a llevar unos guantes negros, no había soltado la pistola en el lugar del crimen. O bien era un arma con algún rasgo distintivo, o aquel individuo era estúpido. Confié en que se tratara de lo segundo.
Empezaba a ganarle terreno cuando un Chevy Caprice con los cristales ahumados salió ruidosamente de un cruce y se detuvo a esperarlo. Si no disparaba, se escaparía. Si disparaba, se armaría un buen lío con la policía. Tomé una decisión. El individuo casi había llegado al Chevy cuando hice fuego dos veces: una bala dio en la puerta del coche; la otra abrió un agujero sanguinolento en el brazo derecho del asesino. Se volvió y descerrajó dos tiros a bulto en dirección a mí, y en ese momento vi que tenía los ojos abiertos como platos y muy brillantes. El asesino iba colocado.
Cuando se volvió hacia el Chevy, el conductor, asustado por mis disparos, aceleró y abandonó al asesino de Ollie el Gordo. Éste tiró de nuevo contra mí y la bala hizo añicos la ventanilla de un coche a mi izquierda. Oí gritos y, a lo lejos, el ululato de las sirenas cada vez más cerca.
El asesino apretó a correr hacia un callejón a la vez que echaba un vistazo por encima del hombro hacia donde oía el ruido de mis pisadas. Cuando llegué a la esquina, una bala rozó la pared, pasó silbando por encima de mí y me salpicó de trozos de cemento. Al asomarme, vi al asesino avanzar arrimado a la pared ya más allá de la mitad del callejón. Si salía por el otro extremo, lo perdería entre la multitud.
Por un instante, vi la calle despejada de gente al final del callejón y decidí arriesgarme a disparar. Tenía el sol a mis espaldas cuando me enderecé e hice fuego dos veces en rápida sucesión. Noté vagamente que la gente se dispersaba en torno a mí como palomas por efecto de una piedra en el momento en que el asesino arqueaba el hombro hacia atrás a causa del impacto de uno de mis disparos. A gritos, le ordené que soltara la pistola, pero él, al tiempo que se volvía torpemente, la alzó con la mano izquierda. Sin tiempo de colocarme en posición, descargué otros dos tiros desde unos siete metros. Su rodilla izquierda se hizo añicos al alcanzarle una de las balas de punta hueca, y se desplomó contra la pared del callejón. La pistola se le cayó y se deslizó de forma inocua hacia un montón de bolsas negras y cubos de basura.
Al acercarme vi que tenía el rostro lívido, una mueca de dolor en los labios y la mano izquierda crispada y convulsa junto a la rodilla destrozada sin llegar a tocar la herida. No obstante, aún le brillaban los ojos y me pareció oír que se reía cuando se apartó de la pared e intentó alejarse a la pata coja. Estaba a unos cinco metros de él cuando el chirrido de unos frenos ahogó sus risas. Alcé la vista y vi el Chevy negro parado a la salida del callejón con la ventanilla del copiloto bajada, y de pronto un fogonazo iluminó el oscuro interior.
El asesino de Ollie el Gordo se estremeció y cayó de bruces. Lo recorrió un espasmo y vi una mancha roja propagarse por su coronilla. Se oyó una segunda detonación. Un géiser de sangre brotó de la parte posterior de su cabeza y la cara rebotó contra el mugriento asfalto del callejón. Yo corría ya a cubrirme tras los cubos de basura cuando una bala se incrustó en los ladrillos sobre mi cabeza y me roció de polvo al horadar literalmente la pared. A continuación se cerró la ventanilla del Chevy y el coche partió hacia el este a toda velocidad.
Corrí hacia donde yacía el asesino. La sangre que manaba de sus heridas dibujaba una sombra de color rojo oscuro en el suelo. Las sirenas se oían cada vez más cerca y vi que se congregaba un corrillo de espectadores bajo la luz del sol para observarme mientras me hallaba de pie junto al cuerpo.
El coche patrulla apareció unos minutos después. Yo había puesto ya las manos en alto y colocado la pistola en el suelo ante mí con la licencia de armas al lado. El asesino de Ollie el Gordo yacía a mis pies con la cabeza en un charco de sangre, que fluía por el canal de la alcantarilla en el centro del callejón formando una corriente roja y coagulándose lentamente. Un agente me apuntó con su arma mientras el otro me obligaba a apoyarme contra la pared y me cacheaba con más energía de la necesaria. El policía que me cacheaba era joven, de unos veintidós o veintitrés años, y todo un gallito.
—Joder, Sam —comentó—, tenemos aquí a Wyatt Earp liándose a tiros como si esto fuera Solo ante el peligro.
—Wyatt Earp no salía en Solo ante el peligro —lo corregí mientras su compañero verificaba mi identidad.
En respuesta, el policía me golpeó con fuerza en los riñones y caí de rodillas. Oí más sirenas acercándose, junto con el inconfundible aullido de una ambulancia.
—Eres muy gracioso, listillo —dijo el agente de menor edad—. ¿Por qué le has disparado?
—Tú no andabas por aquí —respondí, apretando los dientes de dolor—. Si hubieras estado, te habría pegado un tiro a ti en lugar de a él.
Se disponía a esposarme cuando una voz conocida dijo:
—Guarda la pistola, Harley.
Miré a su compañero por encima del hombro. Era Sam Rees. Lo reconocí de mi época en el cuerpo y él me reconoció a mí. Dudo que le gustara lo que veía.
—Fue policía —aclaró—. Déjalo en paz.
Después, los tres esperamos en silencio a que los demás se reunieran con nosotros.
Llegaron otros dos coches patrulla antes de que un Nova de color marrón barro descargara en la acera a una figura vestida de paisano. Al alzar los ojos vi a Walter Cole encaminarse hacia mí. No lo había visto desde hacía casi seis meses, como mínimo desde su ascenso a teniente. Llevaba un largo abrigo de piel marrón, poco indicado para aquel calor.
—¿Ollie Watts? —preguntó, señalando al asesino con una inclinación de cabeza.
Asentí.
Me dejó un rato solo mientras hablaba con unos policías de uniforme y los inspectores del distrito. Advertí que sudaba copiosamente bajo el abrigo.
—Puedes venir en mi coche —me propuso cuando regresó, y lanzó una mirada de aversión mal disimulada al agente Harley. Hizo señas a otros inspectores para que se acercaran y, tras dirigirles unas últimas observaciones con tono sereno y comedido, me indicó con un gesto que fuera hacia el Nova.
—Bonito abrigo —comenté en tono elogioso mientras nos encaminábamos hacia el coche—. ¿A cuántas chicas te has metido en el bolsillo?
A Walter se le iluminaron los ojos por un instante.
—Este abrigo me lo regaló Lee para mi cumpleaños. ¿Por qué iba a llevarlo, si no, con este calor? ¿Alguno de los disparos era tuyo?
—Un par.
—Sabes que hay una ley que prohíbe el uso de armas de fuego en lugares públicos, ¿no?
—Yo sí lo sé, pero dudo que lo supiera ese tipo que había muerto en el suelo, o el que disparó contra él. Quizá deberíais organizar una campaña con carteles informativos.
—Muy gracioso. Entra en el coche.
Obedecí y nos apartamos del bordillo ante las expresiones de curiosidad de la gente allí congregada, que nos siguió con la mirada mientras nos alejábamos por las concurridas calles.