XIII

En cuanto cesó el bochorno de media tarde el capitán Buenarrivo decidió que había llegado el momento de acondicionar las naves con vista a la defensa en un lugar de tan escasas posibilidades de maniobrabilidad como el Níger, que nada tenía que ver con el planteamiento que hubiera podido hacer para una batalla naval.

La primera, y quizá mayor dificultad, estribó en fondear el galeón totalmente atravesado en el centro del cauce, utilizando para ello las dos anclas, así como varios pesados «muertos» que se lanzaron al lodoso fondo tanto a proa como a popa, con el fin de conseguir que la embarcación no cediese un metro de terreno pese a recibir de lleno la corriente sobre su costado de estribor.

De esa forma las tres baterías de esa banda cubrían perfectamente el horizonte aguas arriba, mientras que las andanadas de babor tenían a tiro la zona sur, aguas abajo.

Poco más tarde se fondeó también el Sebastián pero en esta ocasión formando ángulo recto con La Dama de Plata hasta lograr que los mascarones de proa casi se rozaran, puesto que de ese modo los cañones de babor de la fragata enfilaban hacia la orilla derecha del río, y los de estribor la orilla izquierda. Por último se anclaron un poco más de media milla de distancia rústicas balsas sobre las que se clavaron antorchas que habrían de iluminar de forma casi fantasmagórica la negra noche africana, y se ordenó redoblar la guardia hasta el punto de que cuarenta pares de ojos permanecían siempre atentos a cualquier movimiento que pudiera producirse en torno a los barcos.

—A la menor duda, fuego sin previo aviso —fue la seca orden del veneciano—. Más vale desperdiciar una bala que arriesgarse a que un nadador sigiloso nos dé un disgusto. —Alzó el dedo en señal de atención—. Y triple guardia en las santabárbaras.

Al caer la tarde comenzaron a retumbar los tambores.

Su inquietante llamada llegaba del norte, y aunque una suave brisa del suroeste hacía muy difícil captar el auténtico significado de lo que pretendían decir, Sakhau Ndú, que había preferido establecerse bajo un toldo de cubierta rechazando amablemente la camareta que le ofreciera el primer oficial, pidió al Padre Barbas que se aproximara para comunicarle:

—Mulay-Alí está concentrando a sus hombres al norte y al oeste. —¿Cuántos?

—No lo sé, pero probablemente muchos.

—¿Cuándo atacarán?

—No antes del amanecer.

—¿Estás seguro?

—Ningún guerrero se atreverá a avanzar por la sabana en una noche sin luna arriesgándose a que de improviso se le eche encima una bestia rabiosa —fue la segura respuesta—. El sol estará ya sobre el horizonte antes de que veamos al primero de ellos.

Pese a la lógica de semejante argumentación, la tensión fue en aumento a bordo de las naves a medida que las tinieblas se iban adueñando del río, y aunque la cena se sirvió con el sencillo protocolo habitual, en el comedor de oficiales nadie pareció sentirse con ánimos como para degustar la excelente pata de gacela al horno, la sabrosa fritura mixta de peces de agua dulce, o los frescos huevos de pato salvaje escalfados sobre salsa de hinojo.

—Un banquete digno de un condenado —se limitó a comentar el capitán Buenarrivo con un macabro sentido del humor que no pareció hacer gracia a nadie—. Si salimos con bien de ésta, mandaré azotar al cocinero por haber reservado lo mejor de su arte para la última cena.

—Aún estamos a tiempo de dar media vuelta… —le hizo notar el Padre Barbas—. Siempre se ha dicho que una retirada a tiempo es una victoria.

—Una retirada a tiempo no es más que una derrota incruenta —replicó el veneciano, negando con un despectivo gesto de la mano—. Confío en la victoria, pero ello no me impide reconocer que jamás me he visto en la obligación de combatir en una situación tan comprometida.

—Tampoco yo —admitió el capitán Mendaña—. Pero si los artilleros no pierden los nervios y consiguen recargar con rapidez, aplastaremos a esos salvajes.

—¿Qué se sabe del blanco que los manda? —inquirió de improviso Celeste Heredia—. ¿Quién es, y de dónde ha salido?

—Por lo que cuentan, es un escocés, homosexual, cruel y renegado —replicó el ex jesuita en un tono abiertamente despectivo—. Pero al parecer se trata de un magnífico estratega, astuto y valiente. Si consiguiéramos acabar con él, sus hombres correrían como conejos.

—Supongo que no resultará difícil distinguirle si se trata del único blanco entre tanto negro —masculló Miguel Heredia, saliendo por un instante de su abstracción—. Destacará como una mosca en la leche.

—Se pinta de negro.

Todos se volvieron a observar al barbudo, que era quien había hecho tan curiosa aseveración.

—¿Cómo ha dicho?

—Que no es ningún estúpido, y a la hora de entrar en combate suele teñirse de negro —insistió el otro.

—En ese caso, esta acción pasará a la historia como la Batalla del Falso Negro —puntualizó no sin cierto humor Sancho Mendaña—. Le pediré a mi gente que esté ojo avizor, y que en cuanto vean a un feroz guerrero con faldita a cuadros, le vuelen en pedazos.

Concluida la cena, Celeste le rogó al Padre Barbas que le acompañara a su camareta, y, una vez en ella, cerró la puerta para señalar sin más preámbulos:

—Me gustaría confesarme.

—¿Y eso? —se sorprendió el otro.

—Tengo un mal presentimiento.

—Los presentimientos tan sólo son una forma de superstición, y por lo tanto no se me antojan razón válida para solicitar un sacramento —puntualizó el navarro—. Y dejando ese pequeño detalle a un lado, tampoco yo creo estar en la gracia de Dios necesaria como para darte la absolución. Puestos a admitir culpas, mis pecados deben ser infinitamente mayores que los tuyos.

—Lo dudo —replicó ella—. Ahorqué a un hombre con mis propias manos.

—Se lo tendría merecido —sentenció el barbudo, y a continuación se aproximó, la tomó por los hombros y le miró directamente a los ojos al tiempo que ensayaba aquella especie de mueca que pretendía ser una sonrisa—. Te conozco —añadió—. Y no creo que exista nadie más limpio de corazón que tú. ¡Olvida tus temores! Y olvida las confesiones. Lo que tengas que decir, díselo directamente al Señor, puesto que debes estar en relación muy directa con Él. A mí ya no me debe considerar un interlocutor válido.

—Tampoco creo que considere «interlocutor válido» a alguien que tiene el corazón tan lleno de soberbia como yo —musitó Celeste dejándose caer en el enorme sillón tallado a mano que perteneciera a Laurent de Graaf—. Mi prepotencia me ha hecho conducir a esta trampa a más de doscientos hombres, y temo que mañana su sangre caiga sobre mi cabeza —le devolvió con firmeza la mirada—. No es mi muerte la que me atemoriza, sino la muerte de cuantos están ahí fuera.

—Que yo sepa, ninguno de ellos se embarcó a la fuerza —le recordó Pedro Barba—. Y que yo sepa, todos tenían muy claro a qué se exponían. Lo quieras o no, la mayoría de ellos tan sólo eran simples aventureros que no pensaban más que en sí mismos. Pero de pendencieros de taberna han pasado a luchadores por la libertad, y estoy seguro de que el buen Dios recibirá con los brazos abiertos a cuantos caigan en esta batalla.

Semejante argumentación no dejaba de constituir, sin embargo, un mísero consuelo para quien cada día contemplaba a unos hombres fuertes, jóvenes y llenos de energía subir y bajar por las escalas o corretear hábilmente a treinta metros de altura sin poder evitar plantearse que tal vez muy pronto se encontrarían muertos porque habían sido tan inconscientes como para meterse de lleno en la boca del lobo de un inexplorado río africano.

Inquieta, e incapaz de conciliar el sueño en semejantes circunstancias, pasada la medianoche Celeste decidió salir a tomar el aire al castillete de popa, desde donde observó, absorta, los lejanos fuegos que flotaban sobre la superficie de las aguas, y que apenas bastaban para violar las densas tinieblas de una calurosa noche especialmente oscura y brumosa.

Recorrió luego con la vista la ancha y atestada cubierta en la que la mayoría de los tripulantes habían colgado sus «coys», huyendo del bochorno de los sollados, y acabó por concentrar su atención en la alta figura de Sakhau Ndú, que se encontraba erguido justo bajo uno de los faroles de la banda de estribor, hablando, casi en susurros, con su esposa.

El rostro de Celeste se distendió unos instantes, y casi se diría que en sus labios se dibujó una leve sonrisa, puesto que la simple contemplación de aquella excepcional pareja le producía una complacencia tan sólo comparable a la visión de un hermoso paisaje o una delicada obra de arte.

Y es que Sakhau Ndú y Zeud Sekaturé constituían en sí mismos y por separado, dos magníficos ejemplares de seres humanos sobre los que la naturaleza había derramado todos sus dones, pero al propio tiempo se diría que esa misma naturaleza había tomado la sabia decisión de que se unieran para rizar aún más el rizo de la absoluta perfección.

Al contemplarles cabría imaginar que un fabuloso artista había pasado años tallando dos majestuosas estatuas de mármol azabache como adorno del lecho de una diosa, pero que ésta, al verlas tan perfectas, decidió concederles el don de la vida para enviarlas al mundo como ejemplo de lo que eran capaces de conseguir los dioses cuando decidían hacer las cosas a conciencia.

Y, por las miradas de reojo que de tanto en tanto les dirigían los miembros de la tripulación, podía colegirse que si a alguno de ellos aún le asaltaban dudas sobre la supuesta inferioridad de la raza negra, a la vista tenía dos sólidos argumentos para disipar tales dudas, puesto que Sakhau y Zeud no sólo eran estéticamente admirables, sino que, además, se les advertía intelectualmente superiores.

En los profundos ojos del hombre podían descubrirse un millón de insondables misterios, mientras que en los de la mujer afloraba de modo natural una dulce comprensión y una amable ternura.

Celeste se relajó por lo tanto al observarles, como si la simple contemplación de tanta serenidad fuera un sedante para un espíritu atormentado, y ni siquiera se inmutó cuando al cabo de un rato Zeud pareció presentir su presencia, alzó los ojos y sus miradas se cruzaron.

Bastó apenas una mutua inclinación de cabeza en un levísimo saludo de respeto, puesto que, pese a ser dos mujeres pertenecientes a muy distintos mundos y que hablaban idiomas diferentes, parecían entenderse sin necesidad de intercambiar una sola palabra.

Cuando al fin la muchacha se retiró, Zeud Sekaturé se volvió a su marido, e inquirió con aquel tono incisivo que, sin dejar de ser afable, solía emplear cuando algo en verdad le importaba:

—¿De verdad será reina?

La respuesta resultó en cierto modo desconcertante para alguien habituado a que su pareja tuviera siempre explicación convincente para todo.

—_Esta mañana te asegure que lo sería, pero esta noche ya no estoy tan seguro. —El bamileké indicó con un gesto de la barbilla las farolas que iluminaban las cubiertas de ambas naves, y añadió, como si le doliera admitir su ignorancia—: Por más que me esfuerzo no consigo interpretar el significado de los fuegos; los de este barco hablan de alegría y victoria, mientras que los del pequeño hablan de muerte y derrota. Sobre éste navegan los dioses y sobre aquél los demonios, pero aun así los blancos saltan de uno a otro como si no advirtiesen la menor diferencia… —La observó intentando que fuera ella quien le aclarara sus dudas—. ¿Cómo se explica? —quiso saber.

—Tal vez los blancos no sepan leer los fuegos —aventuró sin excesiva convicción su mujer.

—¡Qué tontería…! ¿Cómo es posible que posean armas tan poderosas y naves tan gigantescas sin haber aprendido a leer el fuego?

—Tal vez haya que atribuirlo a que sus dioses son diferentes —le hizo notar Zeud con muy buen criterio—. Siempre he oído decir que los musulmanes también son increíblemente poderosos, aunque tampoco hayan aprendido a leer el fuego.

—Eso es muy cierto —admitió el hechicero meditabundo—. Los musulmanes tienen una fe ciega en un único dios invisible e impalpable pese a que jamás se rebaja a hablar con ellos. Quizá a los cristianos les ocurra lo mismo.

—No creo que sean tan estúpidos como para confiar en un dios «invisible», «impalpable» y «mudo» —musitó la mujer como si temiera que cualquiera de cuantos roncaban en las proximidades pudiera entenderla—. Ni el más ignorante cazador de las montañas caería en semejante trampa. ¿De qué sirve un dios al que no puedes recurrir en los momentos de apuro?

Sakhau Ndú no tenía respuesta a semejante pregunta, al igual que no la tenía a la mayor parte de cuantas venía haciéndose desde que había puesto el pie sobre la cubierta de aquella «nave-dios» en cuya madera, cordaje, velamen y cañones parecía habitar el espíritu del justiciero Chahad. Por primera vez en su vida se sentía impotente a la hora de interpretar los designios de los dioses, y eso le producía un hondo desasosiego y un casi invencible pánico.

¿Por qué los fuegos del galeón lanzaban al cielo un mensaje, y los de la fragata otro muy diferente?

¿Por qué extraña razón ángeles y demonios invadían juntos el gran río navegando codo con codo y borda con borda como si en lugar de enemigos irreconciliables fueran fieles aliados?

¿Y sobre quién reinaría el día de mañana aquella extraña mujer de ojos de agua y lacio cabello en cuya visible aureola parecía concentrarse todo el bien y todo el mal de este mundo?

Cuanto más avanzaba la noche más decaía la suave brisa del sur y con más claridad llegaba por tanto el mensaje de guerra de los tambores, y aquél sí que resultaba un mensaje sencillo de interpretar, puesto que no eran más que órdenes pensadas para que el más obtuso guerrero supiera en qué lugar tenía que concentrarse, y cómo y por dónde debería atacar a su enemigo.

Una hora antes del amanecer hizo su aparición la falúa en la que Gaspar Reuter se había adelantado en compañía de media docena de hombres, y sus noticias resultaban francamente inquietantes.

—Una gran flotilla desciende por el río, y casi un millar de guerreros avanza a pie por las orillas —fue lo primero que dijo en cuanto la plana mayor tomó asiento en torno a la gran mesa del comedor de oficiales—. Nuestras informaciones eran, por desgracia, válidas; calculo que nos enfrentaremos a más de dos mil salvajes.

—¿Cañones…? —fue lo primero que quiso saber Sancho Mendaña.

—Media docena, de pequeño calibre, que cargan a hombros —replicó con naturalidad el inglés—. No creo que eso deba preocuparnos. El problema se centra más en el número de hombres que en su armamento. Como consigan trepar a bordo, pasarán sobre nosotros como una manada de elefantes. Les bastará con sus lanzas y sus machetes.

—Lo que en verdad importa es mantenerlos a distancia —intervino con una voz más ronca que de costumbre el veneciano, al que cada vez le gustaba menos el cariz que tomaban los acontecimientos—. Y en ese caso, tal vez lo más prudente sería lanzar un par de andanadas, soltar amarras y dejarnos llevar por la corriente, procurando que no se nos aproximen.

—Lo veo más que problemático —le hizo notar Celeste—. No quiero interferir en un terreno que no me corresponde, pero en mi opinión las piraguas son mucho más rápidas y más maniobrables que los barcos, y nos estarían acosando por popa, que es donde disponemos de menos potencia de fuego. —Hizo una pausa y los observó uno por uno—. Y está claro que si consiguiesen hacernos retroceder hasta el delta, estaríamos a su merced. En las ciénagas no tendríamos la más mínima oportunidad de defendernos.

—¿Qué aconsejas entonces?

—No soy yo quien debe aconsejar a ese respecto —replicó con infinita calma la muchacha—. Me limito a dar una opinión, aunque me inclino por confiar en vuestro buen criterio.

—¿Qué crees que habría hecho Jacaré Jack? —inquirió, desconcertando a todos los presentes, el capitán Buenarrivo.

—¿Mi hermano…? —se sorprendió Celeste—. No tengo ni idea. —Se volvió a su padre—. ¿La tienes tú?

Miguel Heredia Matamoros se rascó durante largo rato la nariz bajo la atenta mirada de la totalidad de los presentes, y tras ensayar un asomo de sonrisa, comentó:

—Sebastián siempre decía que tiburón no come sardina, o sea que si quieres capturar una buena presa le tienes que ofrecer un buen cebo. Fue el truco que utilizó con Mombars y que tan magníficos resultados dio. A mi modo de ver, este caso se le parece mucho.

—¿En qué? —quiso saber su hija.

—En que un enemigo aparentemente muy superior fijó su atención en algo que creía tener al alcance de la mano sin percatarse de dónde se escondía el auténtico peligro. En cierto modo Sebastián era como esos feriantes que sacan conejos de un sombrero mientras te desvalijan la bolsa.

—¿Y qué conejo podemos ofrecerles en este caso a Mulay-Alí? —quiso saber el Padre Barbas.

—Eso es lo que tenemos que averiguar —fue la casi enigmática respuesta del anciano—. Pero si lo encontramos, tendremos ganada la mitad de la batalla…

Continuaron discutiendo las varias opciones que se les ofrecían, hasta que la primera claridad del día comenzó a anunciarse en el horizonte. En ese momento les llegó, casi imperceptible primero, pero cada vez más agudo, una especie de desagradable chirrido que provenía del norte.

Se precipitaron a cubierta para prestar atención.

—¿Qué es eso? —quiso saber Sancho Mendaña. Fue el ex jesuita el que al fin asintió una y otra vez con la cabeza reconociendo a duras penas la desconcertante algarabía.

—¡Gaitas! —masculló—. Son gaitas escocesas que soplan media docena de hijos de puta que no tienen ni la más mínima idea de lo que es la armonía.

—¡Pues como arma de guerra no se me antoja despreciable! —reconoció con su característico sentido del humor el inglés Reuter—. Destroza los nervios.

El capitán Buenarrivo permaneció unos instantes a la escucha y por último se limita a hacer una leve indicación al contramaestre que aguardaba sus instrucciones, y que de inmediato hizo sonar un agudo silbato.

Le respondieron tres toques de campanas.

—¡Cada hombre a su puesto! —dijo sin alzar apenas la voz—. ¡Zafarrancho de combate!

En el momento en que el primer gajo de sol hizo su aparición abriéndose camino por entre los negros nubarrones que cubrían la llanura por levante, hasta el último de los tripulantes de ambos navíos sabía ya qué era lo que esperaba de él, y qué era lo que tenía que hacer exactamente en cada momento de la contienda.

Quince minutos más tarde la superficie del río dejo de ser una línea recta.

Docenas, centenares de embarcaciones la quebraban dejándose llevar por la corriente en dirección a los barcos que aguardaban.

Trepado en lo más alto del palo mayor, el capitán Sancho Mendaña aplicó el ojo al viejo catalejo que su padre le regalara el día en que decidió hacerse artillero, y calculó la distancia que le separaba de las embarcaciones estudiado con detenimiento las desgastadas muescas que había marcado con infinita paciencia años atrás.

—¡Munición hueca! —rugió al fin hacia los servidores de los cañones que le observaban desde abajo—. ¡Carga y altura máximas!

Aguardo hasta estar seguro de que milla y media le separaban de la flotilla de embarcaciones, y tan sólo entonces ordenó secamente:

—¡Fuego la batería de cubierta!

El trueno de la muerte rugió sobre el corazón del África Negra.

El margariteño estudió el efecto que había causado aquella primera andanada, y casi al instante aulló de nuevo:

—¡Fuego batería media!

—¡Fuego batería baja!

—¡Cargar con munición de treinta y dos libras!

Pero a los truenos de la muerte les sucedieron, casi por encantamiento, los truenos de la vida, puesto que como si los violentos cañonazos hubieran servido para despertar a las adormecidas nubes que corrían mansamente por el cielo, éstas comenzaron a derramar sobre la tierra su pesada carga, y en cuestión de segundos uno de aquellos terribles chaparrones tropicales que transformaban como por ensalmo la faz del mundo, se abatió sobre el Níger.

El enemigo desapareció tras una densa cortina de agua, imposibilitando el cálculo de las distancias, y la baterías de cubierta enmudecieron de inmediato al humedecerse la pólvora en el momento de recargar los cañones.

Diluviaba.

—¡Dios bendito!

—¡Con esto no contábamos!

Cundió el desconcierto, los hombres volvieron la mirada hacia el castillete de popa como pidiendo ayuda a quienes les mandaban, y su ansiedad creció al advertir que la misma angustia que se había apoderado de su ánimo parecía haberse adueñado de quienes tenía la obligación de impartir órdenes.

—¿Qué hacemos?

Nadie parecía tener una respuesta acertada, y la tensión aumentó al advertir cómo en la orilla derecha del río hacían su aparición casi un millar de guerreros semidesnudos que lanzaban al agua ligeras canoas y que comenzaban a remar furiosamente hacia los barcos.

—¡Carga de metralla! —gritó Sancho Mendaña al primer oficial, que era quien había quedado al mando del Sebastián—. ¡Fuego a discreción!

Se obedeció de inmediato, pero casi la mitad de los cañones ni siquiera llegaron a disparar, y al advertir cómo, de igual modo, gran parte de los mosquetes permanecían mudos pese a los esfuerzos de quienes los empuñaban, Celeste Heredia tomó plena conciencia del irremediable desastre que se cernía sobre ellos.

Los guerreros, envalentonados por la falta de oposición, bogaban rítmicamente al tiempo que lanzaban alaridos de triunfo, y el astuto Ian Maclein pareció comprender que su primer objetivo debía ser la fragata, ya que al tratarse de una embarcación mucho más baja que el galeón, permitía un abordaje notablemente más cómodo.

Ordenó por lo tanto a los remeros que se dirigieran directamente hacia ella como primer paso, para acceder desde su cubierta a La Dama de Plata, y al percatarse de sus intenciones, así como de la escasa resistencia que sus defensores estaban en condiciones de oponer, Celeste se inclinó sobre el capitán Buenarrivo para comentar con manifiesta preocupación:

—Me temo que nuestra única esperanza de salvación estriba en abandonar cuanto antes el Sebastián y dejarnos llevar por la corriente a la espera que deje de llover.

—¡Pero ya no hay trampa que valga! —le hizo notar el veneciano—. Con tanta agua, las mechas se habrán empapado.

—Lo imagino, pero no veo otra solución.

El hombrecillo asintió, se volvió al contramaestre que aguardaba órdenes y señaló, procurando no mostrar la magnitud de su desconcierto:

—¡Que lancen los cañones al agua y abandonen la fragata!

Se escuchó una vez más el silbato, y ahora si que la campana repicó histéricamente.

Dando muestras de una serenidad digna de admiración, el primer oficial organizó la retirada del Sebastián haciendo que sus hombres treparan ordenadamente al galeón no sin haber lanzado antes al río hasta el último cañón.

Las canoas casi rozaban ya los costados de la fragata en el momento en que el primer oficial trepaba por el botalón de proa del galeón, y tras hacer resonar repetidas veces el silbato para cerciorarse de que nadie había quedado rezagado, indicó con un gesto que se cortaran las amarras que unían ambas embarcaciones.

Casi simultáneamente, el contramaestre ordenó a cuantos se encontraban con las hachas levantadas que cercenaran los gruesos cabos de las anclas y los «muertos» de La Dama de Plata, que, súbitamente liberada de las ataduras que la mantenían fondeada, comenzó a ser arrastrada por el agua para dar un brusco bandazo y virar noventa grados sin poder evitar que su costado de babor golpeara violentamente contra el de estribor de la fragata. Tras rozarse con ella chirriando, levantando astillas y destrozando vergas y cordajes, continuó río abajo sin el menor control y dando tumbos, puesto que marchaba con la popa por delante, lo cual hacía que el pesado timón resultase un absurdo objeto completamente inútil.

Marinos que se habían enfrentado sin perder la calma a vientos huracanados y olas como montañas, se sintieron no obstante como niños indefensos al descubrir que un manso río jugaba con ellos amenazando con lanzarles contra la cercana orilla para clavarles en ella y dejarles a merced de sus enemigos, por lo que durante unos larguísimos minutos que se les antojaron horas, doscientos hombres corrieron de un lado a otro sin saber exactamente qué decisión tomar.

—¡Largar foques y caña a estribor! —rugió al fin el veneciano, que había palidecido al comprender que perdía toda capacidad de maniobra—. O emproamos al sur o encallaremos. ¡Vosotros…! Atad esa maroma al cañón y lanzadlo por la borda.

—¿Por la borda? —se alarmó el cabo de carga de la pieza indicada, sin entender la razón de tan extraña orden—. ¿Por qué?

—¡No discutas y haz lo que te digo, imbécil! —El capitán Buenarrivo se inclinó de inmediato sobre la baranda del castillete para gritarle a tres hombres que trataban inútilmente de recargar sus mosquetes—: ¡Dejad eso y aferrar el extremo de la maroma a popa! ¡Rápido!

La orden se cumplió de inmediato y el enorme cañón se precipitó al agua, en la que se hundió como un plomo hasta el fondo del río, por el que aún corrió unos metros antes de ser atrapado por el espeso fango.

La maroma se tensó, lanzando una especie de triste lamento como si el exceso de tensión estuviera a punto de obligarla a saltar en mil pedazos, pero aguantó firme la embestida, con lo que el pesado galeón, «anclado» ahora de popa, comenzó a girar sobre sí mismo, inclinándose peligrosamente.

Cada hombre se aferró a lo que tenía más cerca mientras La Dama de Plata crujía de la quilla a la cofa, viraba, y muy poco a poco ponía proa al sur, siguiendo la lógica dirección de la corriente.

Continuaba lloviendo.

¡Diluviando!

Pero ahora la cortina de agua caía sobre una pesada nave a la que se diría casi controlada, como si se tratara de un caballo desbocado al que se le estuviese sujetando con fuerza de la brida, pese a que esa «brida» amenazase con ceder a cada instante.

Fue entonces cuando, por fin, la mayoría de los tripulantes tuvieron ocasión de reparar en cuanto habían dejado a sus espaldas y comprobar, aliviados, que los guerreros habían optado por hacer una corta pausa en su feroz ataque.

Y es que se habían precipitado, como plaga de langosta, sobre la indefensa fragata que se encontraba ya a más de media milla de distancia, y que aparecía tan atestada de alegres invasores que, más que un navío, era en verdad una auténtica masa humana flotante.

Apretujados en las cubiertas y haciendo equilibrios en las vergas, las botavaras y las escalas, los hombres de Mulay-Alí lanzaban entusiastas gritos de victoria blandiendo sus armas, al tiempo que las embarcaciones que iban llegando desde la parte alta del río se aproximaban a la fragata, aferrándose a sus costados y aclamando con idéntico entusiasmo la alta y oronda figura del exultante Ian Maclein, que se exhibía orgulloso junto al timón, sonriendo feliz por la aplastante victoria obtenida.

—Tu padre tenía razón… —musitó Gaspar Reuter al oído de Celeste Heredia, que contemplaba con los ojos empañados en lágrimas la desalentadora escena—. ¡Se trataba de un magnífico cebo!

—¿Seguro que las mechas se han mojado? —quiso saber la amargada muchacha, que parecía haber envejecido diez años en cuestión de minutos—. ¿No hay esperanzas de que prendan?

—Ninguna, pequeña. Yo mismo las coloqué y confieso que ni siquiera se me pasó por la mente la idea de que el agua pudiera caer de esta manera.

—¡Lástima! Hubiera constituido un espectáculo magnífico verlos saltar por los aires. —Súbitamente el hermoso rostro de Celeste se demudó, al tiempo que se volvía para buscar en toda direcciones—. ¿Dónde está mi padre? —quiso saber—. ¿Dónde está?

El inglés se alarmó de igual modo, recorrió con la vista la cubierta, y al poco se precipitó al comedor de oficiales, de donde surgió agitando negativamente la cabeza.

Celeste Heredia se inclinó de inmediato sobre la baranda y gritó hacia abajo.

—¡Mi padre! ¿Quién ha visto a mi padre?

Los desmoralizados hombres se miraron como si cada uno de ellos quisiera descubrir en su vecino las facciones de Miguel Heredia, y fue el portugués Silvino Peixe el que al fin gritó señalando hacia el ya lejano Sebastián:

—¡La última vez que le vi estaba bajando a la santabárbara!

—¡Dios bendito! —sollozó la muchacha, temiendo lo peor—. ¿Quién lo vio salir?

De nuevo todos se miraron, y al fin todos negaron.

Celeste Heredia advirtió que las piernas le fallaban, se dejó deslizar hasta el empapado suelo intentando aferrarse a la baranda y acabó por lanzar un alarido de dolor al tiempo que suplicaba:

—¡Oh, no, Señor! No permitas que esa idea se le haya pasado por la mente. ¡Por favor, Señor…! ¡Por favor!

Un soplo ardiente le agitó el cabello y casi al instante un trueno más potente que todos los truenos de la más furiosa tormenta restalló sobre el Níger haciendo que la antaño altiva nave holandesa se desintegrara transformándose en una inmensa bola de fuego.

Más de mil guerreros, los mismos que un momento antes entonaban cantos de triunfo, volaron por los aires, para precipitarse a unas aguas por las que se deslizaron de inmediato decenas de gigantescos cocodrilos, y al poco la turbia corriente del gran río se tiñó de rojo, mientras cadáveres destrozados e informes despojos humanos comenzaban a cruzar mansamente junto a las bordas de La Dama de Plata.

Tan sólo entonces el hechicero Sakhau Ndú comprendió la razón por la que los fuegos de la fragata le hablaban la noche antes de dolor, derrota y muerte, mientras que los fuegos del galeón le hablaban de vida, victoria y alegría.