X

Yadiyadiara había perdido a su padre, su marido, tres hermanos, tres hijos y un incontable número de parientes a manos de los negreros.

Y cuando un ser querido muere, deja tras sí un gran vacío y un profundo dolor que tarda en cicatrizar, pero cuando se sabe que ese ser querido está muy lejos y tal vez peor que muerto, puesto que le obligan a padecer todas las penas del infierno, el vacío y el dolor se transforman en una sorda rabia y una desesperante impotencia que invita a sacar los ojos y arrancar la piel a tiras a los culpables de tamaña desgracia.

La primera vez que los cazadores de esclavos arrasaron su aldea para llevarse a su padre y a su hermano mayor, Yadiyadiara tenía siete años. La segunda, apenas había cumplido los doce, pero ya la violaron dejándola embarazada, y a partir de ese momento raro era el verano en que los hombres de Mulay-Alí no hacían una rutinaria visita al mísero caserío que había dejado de merecer el título de aldea, puesto que lo único que sobrevivía en él era un puñado de hambrientos ancianos, agotadas mujeres, y escuálidos mocosos que la mayor parte de las veces habían nacido a causa de anteriores «visitas rutinarias».

Y es que la principal secuela que dejaron los siglos de la Trata en el Continente Negro, no se limitó al amargo recuerdo que pudiera quedar en la memoria colectiva de quienes la padecieron, sino sobre todo en el hecho de que a la larga aquella cruel injusticia acabó por convertirse en hábito; una forma de vida que millones de seres humanos se vieron obligados a aceptar como algo tan natural y frecuente como la enfermedad o la muerte.

Únicamente los niños, los ancianos, los tullidos o los muy enfermos quedaban fuera del Negocio del Ébano, pero no por ello se libraban de los infinitos padecimientos que traía aparejado dicho «negocio», puesto que sin hombres que cazaran, pescaran o cultivaran la tierra, el resto de la comunidad estaba irremediablemente condenada al hambre.

Una organización social cuya principal fuerza de trabajo se veía mermada de un modo constante, pero cada vez más acelerado, era por lógica una organización social abocada a la miseria, ya que los campos que habían tardado años en ponerse en explotación, los canales de riego que había costado generaciones construir, y los rebaños que habían ido creciendo a base de pasar de padres a hijos, dejaron de abonarse, utilizarse o apacentarse, con lo que una labor de siglos se hundió en el olvido.

Los ancianos se habían quedado sin fuerzas para arar los campos, pero se habían quedado de igual modo sin muchachos a los que enseñar cómo hacerlo, y al propio tiempo, unos muchachos que habían sido arrastrados muy lejos de sus hogares y sus familias, no contaban ya con los sabios consejos de unos ancianos que en buena lógica tenían que haber sido quienes les transmitieran la profunda sabiduría que su pueblo había ido acumulando con el paso del tiempo.

Se rompió una cadena.

Curiosamente, los grilletes de la esclavitud hicieron saltar por los aires los eslabones que unían a una generación con la siguiente, y siglos de ininterrumpidasrazzias provocaron que, en grandes regiones de África, las culturas tradicionales se fueran debilitando año tras año hasta casi desaparecer.

Técnicas, conocimientos y secretos que deberían haber pasado de mano en mano en los más diversos campos del saber humano se olvidaron, al igual que se olvidó la historia de cada comunidad e incluso la razón de ser o la mítica procedencia de sus dioses.

Lo que las «civilizadas» naciones blancas hicieron a las africanas no fue ya un «genocidio» tal como se entiende hoy en día, sino más bien una sistemática destrucción de cada una de sus señas de identidad, hasta concluir por dejarlas vacías de contenido.

Naturalmente, una mujer tan sencilla como Yadiyadiara jamás llegó a plantearse el problema en semejantes términos por más que lo estuviera sufriendo en propia carne, pero sí tenía plena conciencia del hecho indiscutible de que su pequeño mundo había sido literalmente triturado por una maldición divina que regresaba una y otra vez, como las plagas.

Y Yadiyadiara estaba cansada de ver a sus hermanos y sus hijos aullando de dolor cuando un hierro al rojo les abrasaba las carnes.

El olor que producía aquella amada carne achicharrada le perseguiría hasta la tumba alimentando su impotencia, pero le servía al propio tiempo de acicate y avivaba su odio cuando, como en aquel momento, avanzaba sigilosamente a través de la densa maraña de zarzales, manglares y lianas de la orilla del río, en busca de los aborrecidos enemigos de su raza.

Empuñaba con fuerza la afilada lanza con que su padre se enfrentara antaño a los leopardos, y «sabía» que no dudaría un instante a la hora de clavársela en el corazón al primer esclavista que se cruzase en su camino.

—Nadie debe saber que estamos en el delta —le había advertido Celeste Heredia—. Y, sobre todo, nadie debe poner sobre aviso a Mulay-Alí.

—¡Nadie lo hará! —fue su firme respuesta.

Y para cumplir su promesa, cuarenta mujeres divididas en pequeños grupos avanzaban como vanguardia de las naves, sin que ni el más mínimo detalle de cuanto sucedía en las ciénagas se les pasase por alto.

A sus espaldas iban quedando aisladas chozas habitadas por míseras familias que se ocultaban en lo más profundo de los insalubres pantanos, en un desesperado intento de ponerse a salvo de los tratantes, pero Yadiyadiara se había propuesto —y lo estaba consiguiendo— que ni un solo ser humano atravesara su imaginaria línea de vanguardia, al tiempo que tenían buen cuidado a la hora de destruir los grandes tambores que pudiesen propagar a largas distancias la noticia de la presencia de los barcos.

Todo se fue cumpliendo por tanto tal como tenía previsto, hasta que a media mañana del quinto día de adentrarse en el delta, se topó de improviso con una ancha laguna tan cubierta de nenúfares que casi semejaba una inmensa pradera de la que sobresalían altos y delgados pilares de madera de palma que sostenían en inestable equilibrio una treintena de desvencijadas chozas lacustre.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —se inquietó la menor de sus hijas, y a la que no pasaba en absoluto desapercibido el hecho de que aquél era un enclave humano de considerable importancia—. ¿Volvemos en busca de los blancos para que nos ayuden?

—No, sin averiguar antes de quién se trata —sentenció su madre—. Rodea la laguna y aproxímate cuanto puedas. Si te atrapan, limítate a decir que andas huyendo de la gente de Mulay-Alí.

La muchacha se perdió sigilosamente entre la maleza, y al cabo de poco más de una hora regresó con la respiración entrecortada para dejarse caer y dejar escapar un corto resoplido, antes de señalar:

—Son leprosos.

—¿Leprosos…? —repitió de inmediato su madre—. ¡No es posible!

—¡Lo es! —insistió la otra—. La mayoría tiene un aspecto horrible y algunos son ciegos. ¿Qué hacemos?

—Celeste sabrá.

—¿Leprosos…? —repitió horrorizada Celeste Heredia en el momento en que la buena mujer le puso al corriente de su descubrimiento—. ¡Dios nos proteja! ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Supuse que tú lo sabrías —se limitó a comentar la matrona yoruba con naturalidad—. Tú lo sabes todo.

—Jamás he pretendido saberlo todo —fue la angustiada protesta—. ¡Y menos sobre leprosos! ¡Dios de los cielos! —se lamentó—. En cuanto los hombres se enteren, dan media vuelta y regresan al mar. ¡Mierda, Mierda, Mierda!

Paseó de un extremo a otro del amplio comedor en un desesperado intento por serenarse bajo la sorprendida mirada de su huésped, y tras lanzar una especie de furioso gruñido alzando el puño al cielo, asomó la cabeza por la puerta y gritó estentóreamente:

—¡Reunión de oficiales…! ¡Ahora!

La plana mayor de a bordo pareció más que desconcertada por aquel áspero comportamiento impropio de alguien que siempre mantenía un exquisito control sobre sus emociones, pero su reacción no fue muy diferente en cuanto tuvieron noticias de la presencia de un poblado de leprosos.

—¡Rayos…!

—¡Diantre…!

—¡La puta…!

—Primero la peste y ahora la lepra.

—¿Y está justamente por donde tenemos que pasar? Celeste se volvió en muda interrogación a Yadiyadiara, que asintió convencida.

—El río forma un gran remanso, pero el poblado se alza en la entrada norte. Es el emplazamiento lógico, puesto que de ese modo las acadjas recogen los peces que vienen corriente abajo.

—¿Qué es una acadja? —quiso saber de inmediato Miguel Heredia.

—Una trampa construida a base de largas ramas que se van clavando en el fondo en forma de espiral. Los peces las encuentran en su camino y giran por dentro sin hallar la salida. Cuando están repletas, se cierran y se levantan. Para esa pobre gente, enferma y sin fuerzas, es una forma bastante cómoda de sobrevivir. —Lanzó un hondo suspiro que evidenciaba su preocupación al añadir—: Lo peor estriba en que al pasar estos enormes barcos destrozar n algunas de las cabañas.

—¿Tan cerca están del agua?

—No es que están cerca del agua; es que están en el agua, para evitar los ataques de las fieras. —La nativa los observó uno por uno y añadió—: Los leprosos saben muy bien que no tienen nada que temer de los seres humanos, pero caimanes y leones les devoran con la misma facilidad que al resto de los mortales.

—¿Y no enferman?

La buena mujer observó un tanto perpleja al capitán Mendaña, que era quien había hecho tan absurda pregunta, y se diría que por unos instantes le faltaban las palabras.

—Hasta ahora jamás he visto a un león leproso —reconoció por último—. Pero también es cierto que tan sólo he visto cuatro en toda mi vida. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque tenía entendido que no se sabe muy bien cómo se transmite la lepra, y se me ha ocurrido que tal vez el hecho de comer carne de leproso…

—¡Sancho, por favor…!

—¿Qué ocurre?

—Que la situación es ya de por sí lo suficientemente espinosa como para que nos regodeemos en detalles morbosos —sentenció Celeste Heredia—. Lo que importa es pensar en cómo planteárselo a la tripulación para que no eche a correr.

—Lo mejor sería no decir nada —sentenció Arrigo Buenarrivo.

—Se enterarán de todos modos.

—¿Cómo? —inquirió el veneciano—. De un leproso tan sólo se sabe que lo es cuando se le observa de cerca, y estoy convencido de que en cuanto penetremos en esa laguna y lancemos un par de cañonazos correrán despavoridos para ocultarse en lo más profundo de la selva. En ese momento cruzamos, y en paz.

—¿Destrozando sus cabañas? —quiso saber el inglés Reuter—. No se me antoja justo. Nada justo.

—Ni a mí, pero te garantizo que si en compensación les dejamos una buena cantidad de telas, cacharros, machetes, espejos… —El minúsculo capitán dudó un segundo y sonrió apenas—. Bueno —añadió—. Espejos, no, pero sí cerveza, comida, platos y todo lo que llevamos a bordo y que jamás conseguirían de otro modo, no creo que se quejen demasiado por el hecho de que les espachurremos un par de chozas.

—Como idea no es mala —admitió el inglés—. Y si yo estuviera en su lugar, me encantaría el trato.

Se miraron en silencio, y por último la muchacha se volvió a Yadiyadiara.

—¿Qué opinas? —quiso saber.

La buena mujer asintió con una amplia sonrisa que mostraba la perfección de su magnífica dentadura.

—Cualquier africano, leproso o no, sabe cómo construir una choza. Pero para cualquier africano, leproso o no, la mayoría de esos objetos constituye un auténtico tesoro. —Indicó con un gesto la pesada cortina bordada en finos hilos de oro que corría a todo lo largo de la pared del fondo—. Tan sólo por ella las mujeres de mí aldea levantarían tres chozas con una mano atada a la espalda.

Celeste Heredia asintió una y otra vez convencida de las razones de la indígena.

—¡De acuerdo! —dijo, dando por concluida la discusión—. Les vamos a dar un susto de muerte, pero a cambio procuraremos que recuerden nuestro paso como el día más feliz de sus vidas.

A la mañana siguiente el Sebastián hizo su aparición en la laguna, soltó una andanada de aviso, y como era de esperar los despavoridos habitantes del mísero poblado se perdieron de vista en menos de lo que se tarda en contarlo, adentrándose en lo más profundo de la espesa selva, de la que no volvieron a salir hasta que tuvieron la absoluta seguridad de que por los alrededores no quedaban rastros de «diablos blancos» ni de sus monstruosas «casas flotantes».

Pero cuando poco a poco regresaron a sus hogares descubrieron que por primera vez en unas amargas vidas en las que la miseria y el dolor tan sólo podían compartirse con el dolor y la miseria del vecino, los dioses de la bondad y la abundancia parecían haberse acordado al fin de ellos, puesto que la orilla del río aparecía literalmente alfombrada por los más hermosos, fastuosos e inimaginables objetos con que jamás hubieran soñado, así como por toda clase de manjares condimentados por los cocineros de a bordo, y tres barriles de oscura cerveza con las que celebrar alegremente la inesperada visita.

Hombres, mujeres y niños que se cubrían las llagas con andrajos y no comían nunca más que el mismo pescado asado a la brasa, se vieron dueños de metros y metros de tela roja, cacerolas, cuchillos, hachas, machetes, y cestos y más cestos de galletas, queso, carne seca e incluso frascos de una dulce compota que jamás habían probado anteriormente.

Y a bordo de los barcos, hombres rudos y en ocasiones incluso brutales se sintieron por primera vez en mucho tiempo orgullosos de sí mismos, y de la pequeña aportación que cada uno de ellos había hecho a la alegría de los seres más profundamente desgraciados de este mundo.

Esa tarde el salomero cambió el tono de su canto.

—¡Hombres a los remos!

—¡Hombres a los remos!

—¡Marineros de agua dulce!

—¡Marineros de agua dulce!

—¡El brazo cansado!

—¡El brazo cansado!

—¡El corazón contento!

—¡El corazón contento!

Las naves comenzaron a moverse.

—¡Buscaremos al hijoeputa!

—¡Buscaremos al hijoeputa!

—¡Y al que lo mate…!

—¡Y al que lo mate…!

El ritmo de las paladas ganó cada vez más fuerza.

—¡La Dama de Plata…!

—¡La Dama de Plata…!

—¡Le entregará…!

—¡Le entregará…!

Hizo una larga pausa en la que todos rieron divertidos aguardando impacientes.

—¡Su corazón…!

—¡Su corazón…!

—¡O un triste doblón…!

Se escucharon gritos, silbidos y protestas, pero el buen humor se mantuvo hasta que de improviso el viejo maltés se puso en pie de un salto indicando un punto ante él, por lo que de inmediato los remeros dejaron de bogar para quedar muy quietos, asombrados por el espectáculo que había surgido ante sus ojos.

Una manada de más de cuarenta elefantes retozaba en la orilla del río, mientras un gigantesco macho de enormes colmillos agitaba las orejas y alzaba la trompa al tiempo que lanzaba sonoros barridos en un aparente intento de intimidar a los intrusos con el fin de que no molestaran a su numerosa familia.

Permanecieron más de una hora inmóviles, observando admirados aquellas fastuosas bestias de las que tanto habían oído hablar, pero que jamás, ni remotamente, habían imaginado contemplar tan de cerca, y cuando al fin el gran macho dio media vuelta y se perdió en la espesura seguido por toda la manada, Celeste decidió que había llegado el momento de fondear para pasar allí la noche.

Fue un día inolvidable y una noche en la que apenas pudieron dormir, comentando como chicuelos excitados cuanto habían visto a lo largo de toda una jornada cuajada de sorpresas.

Al mediodía siguiente avistaron al fin el gran río, ancho, profundo y majestuoso; el prodigioso Níger del que se sospechaba que en algún remoto lugar, más allá del desierto, se unía con aquel mítico Nilo que bañaba los pies de las pirámides y que iba a desembocar al mismísimo Mediterráneo.

—Un río no puede correr en dos direcciones al mismo tiempo —sentenció Gaspar Reuter, seguro de sí mismo—. Va hacia el norte, o va hacia el sur.

—¿Y si los dos nacen en el mismo lugar? —quiso saber Sancho Mendaña—. ¡Imagínate un inmenso lago con dos desagües! Uno corre hacia el norte y forma el Nilo; el otro hacia el sur, y llega hasta aquí. Siguiendo su cauce atravesaríamos ese lago y llegaríamos a Egipto.

—¡Absurdo!

—¡Pero posible!

—¡Pero absurdo!

Fue una larga y acalorada discusión en la que ninguno de los dos contendientes parecía dispuesto a dar su brazo a torcer, por lo que tuvo que ser Celeste Heredia quien se decidiera a cortar por lo sano.

—No hemos venido aquí a levantar el mapa del interior de un continente, sino para acabar con un bastardo cazador de esclavos, o sea que olvidemos el Nilo y empecemos a aparejar los barcos para el difícil viaje que nos espera.

Se colocaron de nuevo las vergas, se tensaron drizas y obenques, se desplegó el velamen y se dispuso todo de tal forma que la más mínima racha de viento contribuyera a empujar los navíos corriente arriba.

El veneciano, que era sin lugar a dudas un excelente marino al que jamás faltaban recursos, ordenó empalmar varias de las más gruesas maromas, uno de cuyos extremos envió a tierra para que fuera atado a un recio árbol de la orilla de barlovento, mientras el otro lo hizo afianzar en la parte baja del mástil de la mayor.

Ciñó luego mucho el velamen en tan cerrado ángulo que en cuanto el viento cobrara fuerza obligaba a la nave a desplazarse casi de costado, con lo que iba trazando un amplio arco cuyo radio era siempre la resistente maroma que impedía que ese mismo viento arrojara al barco contra la orilla opuesta.

Al llegar al extremo del arco, desde tierra se afianzaba la nave mientras una chalupa trasladaba de nuevo el extremo de la maroma a otro árbol que se encontrara algo más adelante.

De ese modo conseguía hacer avanzar las naves de semicírculo en semicírculo, ya que al ser muy suave la corriente, entre el viento y los remeros conseguían vencerla.

—No cabe duda de que progresamos —admitió Celeste al segundo día—. Pero lo hacemos demasiado despacio, y muy pronto alguien advertir a Mulay-Alí sobre nuestra llegada.

—Jamás confié en el factor sorpresa —le hizo notar Sancho Mendaña—. Y a mi modo de ver, lo que en verdad importa en esta batalla es que tengamos la oportunidad de destruir las baterías de ese fuerte desde lejos. —Señaló con un ademán de cabeza las grandes y relucientes piezas del galeón al añadir—: Dudo que hayan conseguido arrastrar cañones de este peso y este calibre por selvas y montañas, y por lo tanto, al menos en lo que se refiere a potencia de tiro, les llevamos ventaja…

Se detuvo de pronto como si acabara de tener una idea, y en el momento en que Celeste hizo ademán de abrir la boca la interrumpió con un gesto.

—¡Espera! —suplicó—. ¡No digas nada…!

La muchacha aguardó un tanto perpleja por la alelada expresión de su amigo, y al cabo de un rato no pudo por menos que inquirir impaciente:

—¿Se puede saber qué diablos te ocurre?

—Que acabo de recordar que, según el Padre Barbas, la ciudadela de Mulay-Alí no está construida al estilo europeo, a base de piedras, sino al estilo africano, a base de ladrillos de adobe.

—Sí… —admitió ella—. En cierta ocasión lo comentó y si estamos en África lo normal es que se empleen materiales de construcción africanos… ¿Y eso en qué nos favorece?

—En que si está construida con ladrillos de barro no necesitaremos granadas de treinta y dos libras para hundir los muros.

—Si tú lo dices… —admitió la muchacha, que parecía decidida a armarse de paciencia.

—No es que yo lo diga —insistió el otro—. Es que es verdad. Una de esas granadas disparada por uno de estos cañones atravesaría un muro de adobe a una milla de distancia… —Lanzó un silbido de admiración—. ¡Y no necesitamos tanto!

—¿Me quieres aclarar de una vez de qué diablos estás hablando? —quiso saber impaciente la muchacha—. A mi modo de ver, cuanto más fácilmente se atraviesen esos muros, mejor… ¿O no?

—¡Desde luego! —admitió el artillero—. Sin embargo, si cargáramos granadas del mismo diámetro pero de menos peso, llegaríamos mucho más lejos… ¿O no?

—¡Parece lógico!

—¡Naturalmente que es lógico! A menos peso, más alcance.

—Se me antoja un diálogo de locos —protestó ella—. ¿De dónde diablos vamos a sacar granadas de idéntico diámetro y menos peso en mitad de la selva?

—De ninguna parte —fue la decidida respuesta—. Pero podemos fabricarlas.

—¿Fabricarlas? —se asombró Celeste Heredia_. ¿Cómo?

—Con las granadas de cadena —sentenció Mendaña, cuya mente parecía trabajar a marchas forzadas—. Si desenganchamos las cadenas y unimos entre sí los cascos vacíos, habremos conseguido una granada de alma hueca que llegar muchísimo más lejos… —Ni siquiera aguardó respuesta, puesto que mientras hablaba se había dejado deslizar por la empinada escala para encaminarse a toda prisa hacia la santabárbara, al tiempo que mascullaba entre dientes—: ¡Tiene que funcionar! ¡Por todos los santos que tiene que funcionar!

Una hora más tarde mandó cargar dos cañones con idéntica cantidad de pólvora, y mientras en uno de ellos introducía una granada de treinta y dos libras, en el otro colocó la que había «fabricado» con la granada de cadena ordenando que se dispararan al unísono.

Al comprobar que la segunda iba a caer casi media milla más allá que la primera, comenzó a dar saltos al tiempo que entonaba una especie de marcha triunfal, golpeando ruidosamente la cubierta con los pies descalzos.

—¡Soy un genio! —repetía una y otra vez—. ¡Soy un genio!

Gaspar Reuter, que le observaba desde el castillete de popa, comentó sin inmutarse:

—Alguien debería advertirte del peligro de emborracharse antes de oscurecer. Este sol recalienta el cerebro, y el tuyo no está para bromas.

—¡Ríete, ríete…! —fue la respuesta—. Pero ya verás qué cara pones cuando mis «escupefuego» empiecen a lanzar granadas huecas.

Dos días más tarde regresó el Padre Barbas, que llevaba más de una semana de avanzadilla al frente de su inseparable grupo de indígenas, y que presentaba el derrotado aspecto de quien no ha pegado ojo en tres noches.

—Hemos llegado hasta un fortín que se alza justo donde acaban definitivamente los bosques y comienza la pradera —fue lo primero que dijo—. A partir de ahí empieza lo que se pueden considerar Dominios de Mulay-Alí, que por lo visto tiene media docena de fortines semejantes distribuidos a todo lo largo del río. Sin embargo, en su inmensa mayoría los hombres de esas guarniciones son de raza yoruba, por lo que tratan a las mujeres de la región, que son de raza ibo, peor que a los cerdos. —Hizo una corta pausa y abrió las manos, como si con ese gesto lo explicara todo, al añadir—: El odio a muerte entre ibos y yorubas viene de lejos; de cuando los primeros eran capaces de cenarse a mil yorubas en una sola noche.

—¿Cenarse? —se horrorizó Miguel Heredia—. ¿Nos quiere hacer creer que eran caníbales?

—No es que «lo fueran»… —puntualizó el ex jesuita—. Es que «lo son». Benin, que se encuentra a no más de ocho días de marcha, ha sido considerada desde siempre la meca del canibalismo. No es que lo hagan por pura necesidad de alimentarse; se trata más bien de un ritual. Los ibos creen que al devorar a un yoruba impiden que otro yoruba pueda matarlos, ya que en cierto modo estarían matando a parte de uno de su raza.

—¡Qué barbaridad! —masculló Mendaña—. Me recuerda a aquellos isleños caribes de los que me hablaba mi abuelo.

—Cuesta creerlo en estos tiempos —añadió Gaspar Reuter.

—¡Un momento…! —intervino a su vez el capitán Buenarrivo—. ¿A qué tribu pertenecen las mujeres que vienen con nosotros?

—En su mayor parte son yorubas —reconoció el navarro.

—¿Quiere eso decir que hemos traído mujeres yoruba para que sirvan de merienda a los ibos? —se escandalizó el veneciano.

—¡En absoluto…! —fue la calmada respuesta del ex jesuita—. A decir verdad, están tan expuestas a servir de merienda como cualquiera de nosotros. Por estos lares son los hombres de origen yoruba los que esclavizan y violan a las mujeres de origen ibo, pero como Mulay-Alí es muy listo ha distribuido sus fuerzas. En el oeste son soldados ibos los que esclavizan, violan y en ocasiones devoran a mujeres yoruba, mientras que en las regiones del norte los fulbé oprimen a los kanuro, y viceversa. No debemos olvidar que tan sólo en la Costa de los Esclavos conviven dos docenas de grupos étnicos distintos que hablan dialectos muy diferentes. Los cazadores de esclavos, tanto blancos como árabes, han sabido aprovechar tal circunstancia avivando los viejos pleitos o provocando otros nuevos, de tal forma que una continua lucha entre vecinos les abastezca de prisioneros. Se limitan a sentarse a esperar en la costa, sin importarles que cada uno de esos prisioneros signifique que al menos tres hombres más han muerto en las guerras que propiciaron.

—¡Es repugnante! —se lamentó Sancho Mendaña—. Lo más repugnante que he oído nunca, y frente a esto las salvajadas del mismísimo Mombars el Exterminadorse me antojan un juego de niños. Por lo menos aquél era un loco al que de tanto en tanto se le nublaba el cerebro, pero es que estos hijos de perra actúan con premeditación y alevosía.

—¿Entiendes ahora por qué debemos seguir hasta el final y acabar de una vez con ese maldito Rey del Níger? —inquirió con intención Celeste Heredia.

—¿Y cuánto tiempo crees que tardará en nacer un nuevo «Rey»? —quiso saber el margariteño.

—No lo sé —admitió la muchacha—. Probablemente muy poco, pero al menos habremos demostrado que se le puede vencer. A mi modo de ver, el problema se centra en el hecho de que toda esta gente, cualquiera que sea la raza a la que pertenece, acepta la esclavitud como un hecho irremediable. Se comportan como los borregos que se dejan conducir al matadero convencidos de su impotencia, pero una gran victoria sobre alguien tan poderoso como Mulay-Alí infundiría moral y les proporcionaría fuerzas con las que enfrentarse a esos canallas.

—Aniquilar a Mulay-Alí en su propio feudo marcaría un hito en la historia de la esclavitud africana, y tal vez contribuiría a hacerla cambiar de rumbo —abundó en la idea el Padre Barbas—. No olvidemos que desde hace más de un siglo la situación no ha hecho más que degradarse año tras año, y no cabe duda de que eso desmoraliza al más valiente.

—En eso creo que estamos todos de acuerdo —intervino el inglés Reuter con su tranquilidad de siempre—. Pero empiezo a pensar que no basta con ganar una batalla. Tenemos que ganar la guerra.

—¿Ganar la guerra? —se sorprendió Sancho Mendaña—. ¿Cómo?

—Convirtiendo un reino de terror y esclavitud en un reino de paz y libertad —insistió el inglés—. Si vencemos a Mulay-Alí y nos marchamos, pronto todo volverá a ser como antes. Pero si derrotamos a Mulay-Alí y creamos en su lugar un refugio al que puedan acudir en busca de libertad todos los esclavos de África estaremos sembrando realmente la semilla de un nuevo futuro.

—¿Un Refugio de Paz y Libertad? ¿Un país de libertos? —se asombró Celeste aunque resultaba evidente que en el fondo le fascinaba la idea.

—Tú lo has dicho: un país de libertos.

—¿Realmente crees que podemos fundar un reino así en el corazón de un continente desconocido para vivir eternamente rodeados de enemigos? —quiso saber la muchacha.

—Nadie piensa «vivir eternamente» —replicó sonriente el pelirrojo—. Y si bien es cierto que tendremos muchos enemigos, también lo es que contaremos con infinidad de amigos: todos aquellos que no deseen ser esclavos.

—¡Interesante! —masculló muy por lo bajo Buenarrivo—. ¡Muy interesante!

—¿Le parece?

—Al menos me parece la forma más lógica de darle un sentido a esta locura. —El veneciano señaló hacia fuera—. La región es muy hermosa, con ricas tierras, caza abundante, un gran río repleto de peces, y gentes que anhelan vivir en paz… ¿Qué más se puede pedir?

—¿De verdad se os pasa por la cabeza la idea de que sería posible crear un reino «blanco» en el corazón del África Negra? —inquirió un desconcertado Sancho Mendaña—. ¿Es que os habéis vuelto más locos aún de lo que estabais?

—No se trata de un Reino Blanco, ni de un Reino Negro. —Puntualizó levemente molesta Celeste Heredia—. Si tal utopía pudiera llegar a convertirse en realidad, tendría que alimentarse de lo mejor de ambas culturas. Los indígenas tendrían que enseñarnos a vivir respetando la tierra, tal como al parecer han hecho ellos, al tiempo que nosotros les enseñaríamos a vivir respetando a las personas.

—¿Y quién nos ha enseñado a respetar a las personas? —quiso saber el margariteño—. Al fin y al cabo, no debemos olvidar que la esclavitud es un invento de los blancos.

—En ese punto disiento —terció Gaspar Reuter—. La esclavitud siempre ha existido, independientemente del color de la piel o de las razas. Si mal no recuerdo…

—¡Un momento! —atajó Celeste alzando las manos—. No creo que sea el momento de enzarzarnos en discusiones bizantinas sobre los orígenes de la esclavitud, puesto que nuestra primera obligación es derrotar a ese hijo de perra. De lo contrario, nos estaríamos dedicando a vender la piel del oso antes de haberlo matado. —Señaló el ancho río que había más allá del amplio ventanal—. Por lo que sabernos, nos encontramos a las mismísimas puertas de su Reino. —Les observó uno por uno y concluyó—: ¿Alguien tiene alguna idea que sirva para destronarle?

El Padre Barbas fue el primero en alzar la mano.

—Creo que tengo una —dijo.