Los tripulantes de La Dama de Plata llegaron muy pronto a la sorprendente conclusión de que la práctica totalidad de los voluntarios que acudieron a la llamada del Padre Barbas para servir a bordo de la antigua fragata Cuxhaven, transformada ahora en el desafiante navío antiesclavista Sebastián, no eran —tal como cabía esperar— jóvenes y vigorosos indígenas dispuestos a luchar por su propia libertad y la de sus hermanos de raza, sino más bien jóvenes y vigorosas nativas dispuestas a morir con el fin de contener la espantosa sangría que llevaba más de un siglo convirtiéndolas en obligadas solteras o viudas prematuras.
Y es que en la castigada Costa de los Esclavos de finales del siglo XVII la mayor parte de los hombres eran capturados para ser vendidos al mejor postor cuando no habían cumplido aún los catorce años, y pasaría más de medio siglo antes de que los plantadores antillanos se mostraran dispuestos a pagar cinco guineas por una mujer, a no ser que se tratase de una auténtica belleza a la que explotar en los burdeles.
Y, como todo capitán negrero tenía la absoluta certeza de que el precio de un muchacho en disposición de cortar caña durante todo el día triplicaba ampliamente ese precio, no dudaba a la hora de seleccionar la mercancía que habría de embarcar en sus atestados navíos, ya que cada kilo de carne humana que atravesase el océano debía rendir el máximo beneficio.
El resultado estaba a la vista, puesto que desde el cabo Palmas a las costas de Calabar podían encontrarse por aquellos tiempos veinte mujeres por cada hombre, y los pocos varones que aún quedaban eran, en su mayor parte, viejos, enfermos o tullidos.
De ahí que, cuando el decidido navarro consiguió al fin que los tambores de las aldeas costeras anunciaran que se buscaban voluntarios para luchar contra los mercaderes de esclavos, comenzaran a surgir de la espesura docenas de mujeres a las que les habían sido arrebatados sus padres, sus esposos o sus hijos, y que por primera vez en sus vidas vislumbraban la remota esperanza de enfrentarse a la terrible lacra que vaciaba de niños y de risas sus aldeas.
De pie sobre cubierta, Celeste Heredia observó desconcertada la larga hilera de pacientes indígenas semidesnudas que aparecían acuclilladas a la orilla del río.
—¿Qué significa eso? —quiso saber—. ¿Cómo se supone que haremos navegar un barco con semejante tripulación?
—Quieren intentarlo —fue la rápida respuesta del Padre Barbas—. Y están desesperadas. Al menos deberíamos concederles la oportunidad de demostrar de lo que son capaces.
La muchacha señaló con un ademán de cabeza a los babeantes marineros que se agolpaban en la cubierta lanzando silbidos y exclamaciones de entusiasmo ante el fastuoso espectáculo que se les brindaba.
—¿Y qué va a pasar en cuanto pongan el pie en cubierta? —preguntó—. Se supone que esto es un buque de guerra, no un burdel.
—Estúpido sería si imaginara que no va a pasar nada —replicó el barbudo ex jesuita, que a aquellas alturas ya había admitido cuál era su antigua orden religiosa—. Y si he de ser sincero, estoy de acuerdo con que ocurra, puesto que de otro modo éstos serán pueblos condenados a desaparecer por falta de descendencia. Pero lo que en verdad importa es controlar los acontecimientos.
—¿Controlar los acontecimientos? —se escandalizó el capitán Buenarrivo, que asistía a la escena recostado en el mástil de mesana—. ¿Cómo espera que controle a toda una tripulación que hace meses que no toca a una mujer? ¡No pida milagros!
—No pido milagros… —admitió el otro con naturalidad—. Tan sólo sugiero «organización». Si permitimos que cada día una parte de los hombres baje a tierra y se «desfogue», estaremos en condiciones de castigar al que le ponga la mano sobre una mujer cuando se encuentre a bordo.
—¿Y qué clase de castigo sugiere? —intervino con una irónica sonrisa Celeste Heredia—. ¿Castrarlos?
—No es necesario —puntualizó el Padre Barbas—. Bastaría con introducirles el pene en una infusión de ortigas.
—¿Introducirles el pene en una «infusión de ortigas»? —no pudo por menos que repetir el horrorizado Arrigo Buenarrivo, advirtiendo que un escalofrío le recorría la espina dorsal—. ¿Qué diablos quiere decir con eso?
—Se trata de una sana costumbre local —fue la sencilla respuesta—. Cuando un joven guerrero se muestra excesivamente efusivo con las muchachas o molesta a mujeres casadas, el Consejo de Ancianos le calma los ardores sumergiéndole el pene en una infusión a base de ortigas y pimienta verde. Conozco la receta, y puedo garantizar que el reo suele pasar meses sin aproximarse a una mujer…
—¡Pero eso es una barbaridad! —protestó el hombrecillo con un vozarrón más ronco aún que lo habitual—. ¡Qué costumbre tan salvaje!
—Más salvaje se me antoja cortarle el pene a un sodomita y metérselo en la boca hasta que muere, y lo he visto hacer en Europa —puntualizó el navarro—. Sin embargo, la mayoría de estos pueblos aceptan lo que nosotros llamamos «pecado nefando» como un simple capricho de la naturaleza, y al niño «que nace mujer» lo respetan como si se tratase de una auténtica mujer.
—Pues en los barcos de la armada veneciana se les castiga metiéndoles un hierro al rojo allá por donde más pecaban, pero no es cuestión de ponerse a discutir reglas de moralidad. —El diminuto capitán hizo un gesto hacia la atestada cubierta—: Lo cierto es que si pretendemos que esos hombres se mantengan tranquilos, convendría proporcionarles una cierta «expansión», pero de ahí a traer mujeres desnudas a bordo y confiar en que no las arrastren a las cubiertas inferiores, media un abismo.
Se enfrascaron en una larga discusión a la que no tardaron en sumarse Miguel Heredia, Sancho Mendaña y, por supuesto, el inglés Reuter, y como quiera que en más de una ocasión las palabras subieron de tono, al poco advirtieron cómo a bordo de La Dama de Plata se había hecho un profundo silencio, ya que la práctica totalidad de su dotación permanecía con la vista clavada en el alcázar de popa, pendiente de una decisión que les afectaba de forma muy directa.
Al rato, la máxima atención se centró en Celeste Heredia, puesto que al fin y al cabo a nadie le cabía la más mínima duda de que debía ser ella quien pronunciara la última palabra.
Consciente de ello, la muchacha recorrió con la vista los rostros de su «plana mayor», reparó en la ansiedad que brillaba en los ojos de casi doscientos desgraciados, condenados a la castidad más absoluta, y por último asintió dirigiéndose al ex jesuita.
—Que preparen un caldero de esa mágica infusión y que cada hombre introduzca un dedo. Eso les dará una idea de lo que ocurrirá si no acatan las normas. —Alzó la mano como pidiendo calma—. Pero debemos advertir a las mujeres que también ellas sufrirán idéntico castigo, pues no sería justo hacer recaer las culpas sobre una sola de las partes. Dos no fornican si uno no quiere, y lo que debe quedar muy claro es que los violadores serán colgados de una verga.
Al instante, gorros y cepillos de fregar cubiertas volaron por los aires, se escuchó un rugido de entusiasmo, e incluso se gritaron vivas a la salud de quien había emitido un veredicto tan abiertamente favorable a los intereses de la comunidad.
Cuando al fin los ánimos se calmaron, Celeste se limitó a sonreír para musitar apenas:
—Y ahora ha llegado el momento de que conozca a esas mujeres.
Fue la primera vez en que puso el pie en un continente que hasta ese momento se había limitado a contemplar desde la cubierta del galeón ya que si no se había decidido a desembarcar con anterioridad tal vez se debiera a que de alguna forma presentía que corría el riesgo de sumergirse en un universo que acabaría por embrujarla.
Aún revivía, como si acabara de escucharlas, las enseñanzas de su viejo tutor, fray Anselmo de Ávila, quien se entusiasmaba al hablarle de las muy diferentes y extrañas costumbres de los africanos que habían llegado a Cuba, y aún tenía muy presente, de igual modo, su difícil experiencia personal con los esclavos de Jamaica.
El mundo negro le atraía y le atemorizaba al propio tiempo, consciente de su brutal fuerza interior y su desbordante vitalidad, puesto que, pese a que los terratenientes se empeñasen en asegurar que los esclavos ni siquiera tenían alma, a su modo de ver cada uno de aquellos muchachos que cantaban mientras sudaban a mares bajo un sol de fuego, encerraba en su corazón más energía y más amor a la vida que diez blancos.
Y la dulce nostalgia con que en las noches en que les permitían reunirse a la luz de la hoguera contaban viejas historias de sus amados lugares de origen, le había llevado de una forma casi inconsciente a la conclusión de que aquellas lejanas tierras superaban en belleza y misterio a cualesquiera otras del planeta.
Elefantes, leones, gorilas, jirafas, hipopótamos y los tan temidos hombres-leopardo poblaban las canciones y las leyendas de toda una raza que lloraba de desesperación al imaginar que jamás volvería al añorado paraíso en que naciera y del que tan brutalmente la habían arrancado. Y ahora se encontraba allí, en pie sobre una larga falúa, a punto de saltar a un ancho playón desde el que medio centenar de mujeres de las que tantas cosas la separaban la aguardaban, como si en verdad se tratara de una todopoderosa diosa capaz de traer de vuelta a casa a sus hijos, sus esposos o sus padres.
Se observaron en silencio, y le admiró la firmeza y dignidad con que la mayoría de ellas le devolvían la mirada, lo que se le antojaba una prueba evidente de que, por grande que fuera su padecer, aún eran seres libres cuyo espíritu no había sido quebrantado por el látigo, ni había tenido que pasar por la traumática experiencia de una interminable travesía del océano hacinadas como bestias en las bodegas de un hediondo navío.
Le trajeron de inmediato una especie de enorme banqueta hermosamente tallada en madera de caoba reservada sin duda para las ocasiones muy especiales, y que colocaron a la sombra de un copudo mango permitiendo que tomara asiento para permanecer luego largo tiempo en silencio, como si cada uno de los presentes quisiera permitir que los demás pudieran saciar sin prisas la curiosidad que experimentaban.
Era una especie de preconcebido ritual o protocolo del que el ex jesuita navarro parecía tener un profundo conocimiento, puesto que en el momento en que Celeste alzó el rostro como inquiriendo qué era lo que tenía que hacer, se limitó a indicarle con la mano que aguardara sin prisas el devenir de los acontecimientos.
Por último, una agraciada matrona de enormes y firmes pechos, que no vestía más que un collar de cuentas multicolores y una minúscula faja de rafia que apenas le cubría los muslos, comenzó a hablar de forma firme y monótona en un inglés bastante aceptable.
—Como conozco el idioma de los blancos he sido elegida para darte las gracias, ¡oh, gran Dama de Plata!, por todo cuanto estás haciendo por nosotras. Nadie de tu sexo, tu condición o tu raza se había preocupado hasta el presente por los infinitos padecimientos que se están infligiendo a nuestro pueblo, al que se le ha despojado incluso de la condición de seres humanos. —Alzó por primera vez el tono que se volvió casi agresivo—. ¡Y somos seres humanos! —añadió roncamente—. Amamos, odiamos, hablamos, pensarnos, sufrimos y lloramos como los blancos, y son tantas las cosas que nos separan de las bestias de la selva y nos igualan a vosotros, que no podemos entender por qué os empeñéis en tratarnos peor que a la más ponzoñosa alimaña. No combatís a nuestros hombres como a dignos enemigos; no, los cazáis, los encadenáis, los humilláis y os los lleváis al otro lado del mar, a trabajar como el mísero búfalo que tira de un arado hasta que revienta. —Lanzó un hondo gemido que fue coreado por la mayoría de cuantas le escuchaban—. ¿Por qué, gran señora? ¿Por qué? Intenta explicarnos tú, como mujer, lo que hasta ahora el buen Padre Barbas no ha conseguido hacernos entender por más que lo ha intentado.
Era aquélla en verdad una pregunta de respuesta harto difícil, en especial cuando había que dársela a unas criaturas que se limitaban a sobrevivir en perfecta armonía con su entorno, motivo por el cual en sus mentes ni siquiera cabía el concepto de ambición llevada al límite de poseer infinitamente más de cuanto en buena lógica pudiera necesitarse a todo lo largo de la más larga de las existencias imaginables.
Celeste Heredia comprendió que aquella calurosa mañana, aquel instante, podía marcar de una forma indeleble su futuro, ya que por primera vez en su vida no se enfrentaba al mundo masculino en que había nacido y se había criado, sino a un mundo nuevo en el que las mujeres se habían convertido, a su pesar, en las únicas dueñas de ese futuro.
De lo que les dijera, y de su capacidad de transmitir la fe que tenía en su propio destino, dependería que semejante destino llegara o no a concretarse algún día.
—Me preguntas por qué el hombre blanco trata al negro peor que a las bestias —musitó al fin—. Y lo único que puedo asegurarte es que, a través de los siglos, y siempre que se ha presentado la ocasión, el hombre blanco ha tratado de igual modo a otros hombres blancos. —Hizo una pausa para que la matrona pudiese traducir sus palabras—. No es cuestión de color de piel; es cuestión de poder, porque los europeos están acostumbrados a dominar, humillar y explotar sea cual sea la raza que se preste a ello. Siempre ha sido así, así seguir siendo, y ahora la negra es la raza que se le antoja más propicia, dado que es la más resistente al calor y al duro trabajo de los cañaverales.
La matrona, que respondía al curioso nombre de Yadiyadiara, que en el dialecto local venía a significar «Madre de Madres», concluyó de traducir sus palabras al resto de sus compañeras, y por último inquirió:
—¿Pretendes decir con eso que el hecho de que hayamos sabido engendrar hijos fuertes se ha convertido en la causa de nuestra desgracia? ¿Deberían ser nuestros hombres débiles y tullidos para que los blancos no quisieran robárnoslos?
—Allá en América, donde nací, los blancos también acabaron por esclavizar incluso a los tullidos y los débiles, que ahora están muertos. Por eso los explotadores recurren a vuestros hijos. —Celeste las observó casi retadoramente—. Pero lo que tenéis que hacer es demostrar que, al igual que supisteis engendrar hijos fuertes, sabéis defenderlos de quienes pretenden arrebatároslos.
—¿Cómo?
—Luchando como la leona lucha por sus crías. ¿De qué os sirve ser mujeres si no tenéis derecho a tener hombres que os den hijos? —Las miró a los ojos una por una aguardando a ver el efecto que causaban sus palabras, y por último añadió—: Yo también Soy mujer, y os aseguro que si imaginara que jamás tendría hijos preferiría morir en este mismo instante.
—¿Y qué podemos hacer? —quiso saber Yadiyadiara—. ¿Cómo enfrentarnos con nuestras manos desnudas a los guerreros de Mulay-Alí, o a los cañones de los barcos?
—Las manos nunca están desnudas cuando la voluntad está armada —fue la respuesta—, y un arma de nada vale si quien la empuña no tiene fe en su causa. Si tenéis fe, tendréis armas. Si carecéis de ella, ni todos los cañones de mí barco os servirían de nada.
La matrona tradujo una vez más sus palabras, y de inmediato una excitada muchacha de enormes ojos brillantes y cuerpo fibroso comentó algo en tono apasionado, por lo que la intérprete se volvió de nuevo a Celeste, y observó:
—Maleka me recuerda que aún conservamos las lanzas con las que nuestros padres se enfrentaban a las fieras. ¿Crees que deberíamos afilarlas para esgrimirlas contra los hombres de Mulay-Alí?
—Bueno es afilar las lanzas —señaló Celeste, Pero mejor aún es afilar la astucia, porque quiero suponer que ni a Mulay-Alí ni a los capitanes negreros se les ha cruzado por la mente la idea de que unas asustadas mujeres puedan hacer otra cosa que correr a esconderse en lo más profundo del bosque.
—Son los hombres, los pocos que quedan, los que corren a esconderse al bosque —puntualizó Yadiyadiara.
Celeste hizo una significativa pausa cargada de intención, antes de señalar segura de sí misma:
—En ese caso, debéis ser las mujeres quienes ocupéis su puesto, pero no a base de fuerza, sino de inteligencia. Juntas encontraremos la forma de enfrentarnos a quienes os roban a vuestros maridos y vuestros hijos.
Esa noche, de nuevo a bordo, Miguel Heredia no pudo por menos que encararse con cierta acritud a su hija.
—¿Crees que haces bien al empujar a esas desgraciadas a una guerra sin esperanzas? —quiso saber—. Me asusta la idea de que las estés conduciendo directamente al matadero.
—La mujer que no puede tener los hijos que desee con el hombre que desee, ya va camino del matadero, padre —replicó ella con asombrosa calma—. ¿Te has fijado en sus rostros? Los cubre el velo de la tristeza más amarga, porque presienten que si siguen por este camino, se extinguir n como pueblo. ¿Qué esperanza les queda?
—Siempre habrá otros hombres. Aunque sean de otras tribus u otras razas.
—Pero es que ellas quieren tener hijos de sus propios hombres, de su propia tribu y de su propia raza. ¿Por qué tienen que verse obligadas a que las fecunde un sucio marinero llegado del otro confín del planeta, o un sicario de Mulay-Alí? Desean conservar su propia identidad por mucho que los plantadores de Cuba quieran hacerse ricos a base del ron y del azúcar. Y se me antoja justo.
—Sé muy bien que es justo —admitió su padre—. Pero no sé si es o no es justo que les llenes la cabeza de ideas absurdas. ¿Cómo esperas vencer a los ejércitos de todo un Rey del Níger en su propio terreno? —Golpeó levemente con el pie la gruesa cubierta de maciza caoba—. Este barco es magnífico —añadió—. De lo mejor que navega por mares y océanos, pero ahí enfrente, en la selva, no nos sirve de nada.
—Lo sé.
—¿Entonces?
—Tengo que pensar. Sebastián afirmaba que las ideas le llegaban siempre cuando estaba pensando y, aunque había quien lo consideraba una perogrullada, he llegado a la conclusión de que tenía razón. Y decía otra cosa en la que también tenía razón: «Dos piensan mejor que uno, y diez mejor que dos». Así que lo que tenemos que hacer es ponernos todos a pensar en la forma de joder a ese hijo de la gran puta de Mulay-Alí.
—¿Y crees que ése es un lenguaje propio de una señorita?
—Probablemente no —admitió su hija—. Pero sí que es el lenguaje propio de la armadora de un buque acusado de piratería a la que está a punto de venirle la regla.
Miguel Heredia Ximénez torció el gesto, pues sabía por experiencia lo que aquello significaba. Lo había sufrido durante largos años de matrimonio, y resultaba evidente que las dos únicas cosas que Celeste Heredia Matamoros había heredado de su madre eran la fuerza de carácter y las dolorosas menstruaciones.
No en todas las ocasiones, pero sí con harta frecuencia, los tres días que precedían a la molesta visita tenían la virtud de demudar el rostro de la muchacha y agriar hasta límites casi insoportables su personalidad, y pese a que durante ese tiempo acostumbraba a encerrarse en su camareta eludiendo en lo posible los compromisos, era ya cosa sabida que cuando tal ocurría más valía mantenerse a distancia, ya que en lugar de Dama de Plata, se transformaba a decir verdad en una áspera «Dama de Acero».
Resultaban inútiles cuantos esfuerzos hiciera por dominar su irritación y sus bruscos ataques de ira, puesto que cabría asegurar que contra quien más irritada y furiosa se sentía era contra sí misma y contra una incontrolable naturaleza que conseguía desequilibrar a alguien que consideraba —como su hermano le había enseñado— que el equilibrio interior constituía la base de toda acción inteligente.
«Quien se deje arrastrar por las pasiones no debe aspirar al mando de una nave —solía decir Sebastián Heredia—. Y menos aún de una nave pirata. Cuando el peligro te acecha desde todos los puntos, la frialdad es la única aliada que te queda. Si la pierdes, pronto o tarde acabarás siendo carnada».
Ahora, en aquel momento exacto, Celeste Heredia necesitaba, más que nunca, frialdad para pensar en la mejor forma de enfrentarse a las fuerzas del Rey del Níger sin más ayuda que un puñado de marinos y un inexperto «ejército» de nativas, y ahora, en aquel momento exacto, un dolor sordo y una impalpable sensación de impotencia le nublaban de forma estúpida el cerebro.
Pese a ello, la mañana del segundo día decidió convocar en el comedor de oficiales a sus hombres de confianza —incluyendo ahora al entusiasta Padre Barbas—, para hacerles una somera exposición de sus temores y esperanzas.
—Durante casi ocho meses hemos conseguido entorpecer el tráfico de esclavos en este rincón del mundo —comenzó diciendo—. Pero la llegada de esas dos fragatas nos advierte del peligro que corremos. Vendrán otras y luego otras, y debernos aceptar que no estamos en condiciones de vencer a todas las escuadras de todos los países implicados en el tráfico de esclavos.
—Eso lo sabíamos desde un principio —le hizo notar Arrigo Buenarrivo—. Ya advertí que La Dama de Plata es un buen barco al que no se puede considerar invencible.
—Me consta —admitió su armadora—. Y por ello tengo muy claro que tan sólo se nos ofrecen dos opciones: o alejarnos por unos meses de aquí o aprovechar que el momento es propicio para asestar un duro golpe a la «trata» en su propio feudo.
—¿Cómo?
—Acabando de una vez por todas con el poder de Mulay-Alí.
—¿Del Rey del Níger? —se asombró Gaspar Reuter—. ¿Pretendes hacernos creer que se te ha pasado por la mente la idea de atacar a esa bestia en tierra firme?
—¿Dónde si no? Raramente abandona su fortaleza, y sus hombres no se aproximan a la costa más que para embarcar esclavos. O le atacamos en su cubil, o lo único que conseguiremos es vencer en escaramuzas sin importancia hasta que al fin caigamos en manos del enemigo.
—Queda otra opción —puntualizó Miguel Heredia—. Olvidar esta inmensa locura y volvernos a casa.
—¿A casa? —repitió su hija—. ¿Qué casa, padre? ¿La de Jamaica? ¿Te apetece la idea de sentarnos en el porche a contemplar cómo los capataces azotan a los esclavos? ¿O acaso te apetece la idea de establecernos en España, donde no tardarían en averiguar quiénes somos y de dónde venimos? ¿Cuánto crees que esperarían para ahorcarnos? Yo ya no tengo más casa que este barco, ni más sueño que luchar por la libertad.
Se hizo un pesado silencio en el que se diría que todos los presentes —exceptuando quizá al ex jesuita— se avergonzaban por el hecho de no compartir con idéntico entusiasmo los sueños de aquella mujer en exceso apasionada.
Al poco, tras ponerse en pie y aproximarse al amplio ventanal que se abría sobre la cercana costa, Sancho Mendaña señaló con un significativo ademán las oscuras copas de los árboles que se perdían de vista como un nuevo mar tierra adentro.
—¿Acaso tienes una idea de lo que existe en el interior de esas selvas? —quiso saber—. Es todo un continente, niña; un continente desconocido y misterioso en el que nadie de nuestra raza se ha atrevido a adentrarse hasta el presente. —Lanzó un hondo resoplido—. Mulay-Alí es dueño indiscutible de esas tierras y esos ríos hasta los mismísimos confines del desierto, y tú hablas de atacarle en su propia madriguera. ¡Dios bendito! Aun conociéndote como te conozco, te creía más sensata.
—Hay algo en lo que te equivocas —le hizo notar ella—. Mulay-Alí no es dueño más que del lugar en el que se encuentran sus guerreros. El resto pertenece a cada pueblo, que está asentado allí desde tiempo inmemorial. Y en estos pueblos, hoy por hoy, dominan las mujeres.
—¿Insinúas que todas las mujeres de la región se nos unirían?
—Es lo que están deseando, ya que es la única esperanza que les queda.
—¡Eso es absurdo!
—No tan absurdo —intervino muy serio el Padre Barbas—. Llevo ocho años vagando por esas tierras, y si hasta ahora he logrado salvar el pellejo es porque las mujeres me ayudan. Puede que no sean las mejores luchadoras del mundo, pero sí las más astutas, y ni una hoja se mueve en esas selvas sin que ellas lo sepan.
—Un ejército de espías nunca ser un ejército.
—No desestimes a una mujer dispuesta a defender a sus hijos —le advirtió muy seriamente Celeste—. Los están viendo crecer a sabiendas de que muy pronto se los arrancar n de los brazos para esclavizarlos, y las considero muy capaces de sacarle los ojos a quien trate de arrebatárselos. —Negó con brusco ademán de cabeza—. No creo que haya existido jamás un ejército mejor motivado para alcanzar la victoria.
—De nada valen diez buenos motivos frente a un mal cañón.
—No estoy de acuerdo. Y, además, también nosotros tenemos cañones. Y de los buenos.
—Aquí. No en tierra firme.
—Un cañón siempre sigue siendo un cañón.
—¿Acaso pretendes desarmar La Dama de Plata?
—No. ¡Desde luego que no! —fue la rápida respuesta—. Podríamos utilizar los cañones del Cuxhaven, pero tampoco es ésa mi idea. —Se volvió al ex jesuita—. Por lo que me han contado, la fortaleza de Mulay-Alí se encuentra a orillas del Níger… ¿Es eso cierto?
—Es lo que dicen. Aseguran que ha levantado una auténtica ciudadela en la orilla derecha, aguas arriba.
—¿Es navegable el Níger?
Ahora sí que el silencio del asombro cayó como una losa sobre las cabezas de todos los presentes, que ni por lo más remoto osaron aceptar que lo que parecían insinuar las palabras de la muchacha pudiera ser cierto.
—La ¡puta…! —exclamó al fin alguien.
—Pero ¿a quién se le ocurre…?
—A mí. Repito la pregunta: ¿es navegable el Níger?
El siempre decidido y seguro de sí mismo Pedro Barba, que era a quien iba dirigida en concreto la pregunta, no pudo por menos que encogerse de hombros admitiendo su ignorancia.
—No tengo ni idea —musitó con un hilo de voz—. Sobre todo si te estás refiriendo a «navegable» para este tipo de embarcaciones.
—¡Naturalmente que me estoy refiriendo a este tipo de embarcaciones! ¡Imaginaos lo que significaría plantarnos ante la ciudadela de Mulay-Alí con casi ciento cincuenta cañones de gran calibre y reducirla a cenizas!
Una vez más la observaron como si se tratara de un ser llegado de otro inundo, y una vez más se miraron entre sí como preguntándose si era o no verdad que un puñado de hombres adultos y con sus facultades mentales intactas se encontraban a las órdenes de una criatura tan evidentemente desequilibrada.
—¿Estás hablando de meter un galeón y una fragata por un desconocido río africano para intentar navegar a contracorriente? —inquirió al fin un estupefacto capitán veneciano.
—¡Exactamente!
—¡Vaya por Dios! Temía haber entendido mal.
—¡Ahórrate los sarcasmos! —fue la seca réplica—. ¿Qué calado tiene este barco a plena carga?
—Entre seis y ocho metros. Celeste se volvió hacia el navarro.
—¿Y qué profundidad mínima tiene ese río?
—Ya te he dicho que no tengo ni idea —repitió una vez más el ex jesuita—. Lo único que sé es que desemboca en un inmenso delta con docenas de brazos en algunos de los cuales la vegetación es tan espesa que ni siquiera permite distinguir el cielo. No obstante, tengo entendido que aguas arriba el cauce es ancho y profundo.
—¿Quién puede saberlo a ciencia cierta?
—Nadie que yo conozca, pero estoy dispuesto a ir a comprobarlo.
Celeste Heredia hizo una larga pausa que aprovechó para estudiar el rudimentario mapa de la zona que se extendía sobre la mesa, y al fin alzó el rostro para observar uno por uno a cuantos tenían la vista clavada en ella.
—¡Bien! —murmuró al fin—. Mi propuesta es muy simple: si existe alguna posibilidad de navegar aguas arriba para caer sobre la fortaleza de ese hijo de su madre y aniquilarla, lo intentaremos. Pero si llegamos a la conclusión de que nuestros barcos no pueden pasar por ese río, nos alejaremos de estas costas, buscaremos un lugar tranquilo en el que descansar, y volveremos cuando se hayan olvidado de nosotros. ¿Qué os parece?
—Bastante razonable para lo que nos tienes acostumbrados —admitió flemáticamente Gaspar Reuter—. Y admito que me apetecería muchísimo explorar el interior de un continente del que tanto he oído hablar, al tiempo que aprovechamos la ocasión para chamuscarle el trasero a un cerdo renegado.
La muchacha se encaró al capitán Mendaña para inquirir escuetamente:
—¿Sancho?
El aludido se encogió de hombros.
—Por lo que a mí respecta, puedo garantizar que si me colocan frente a esa fortaleza no dejaré piedra sobre piedra —masculló—. Contamos con ciento cuatro cañones de treinta y seis libras, y cuarenta y ocho de veinticuatro. Y ésa es mucha potencia de fuego; más de la que ningún maldito traficante de esclavos puede permitirse.
—¿Buenarrivo?
—Mientras tenga ocho metros de agua bajo la quilla seguiré avanzando. En cuanto baje, me echaré atrás y ni tú ni nadie me hará cambiar de opinión. Éste es un barco demasiado hermoso para perderlo en un maldito río del confín del universo.
—¿Papá?
—Me abstengo.
—Lo suponía, pero me gustaría saber tu opinión.
—¿Mi opinión? —se sorprendió el buen hombre—. Durante años todo el mundo sostuvo que estaba loco, pero ahora tengo la impresión de que soy el único cuerdo. —Alzó los brazos como para mostrar la magnitud de su incredulidad—. A estas alturas tan sólo le pido a Dios que me lleve con Él antes de ver cómo se te lleva a ti. Con eso me conformo.
—¡De acuerdo! —dijo su hija, fingiendo armarse de paciencia—. Ya conocemos tu opinión, pero como me consta que no eres ningún estúpido, no estaría de más que añadieras algo que pudiera sernos de utilidad.
—Una sola cosa —puntualizó el otro, cambiando bruscamente de tono—. Por una vez, y sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo contigo respecto a las mujeres. Pueden sernos de gran utilidad.
La mayoría de los presentes coincidió con dicha apreciación, por lo que se decidió que tres días más tarde tuviera lugar una «Gran Fiesta de Presentación» a la que estaban invitadas todas aquellas mujeres que se mostraran dispuestas a mantener relaciones con los miembros de la tripulación de La Dama de Plata. No obstante, el capitán Buenarrivo especificó muy claramente a sus hombres que tal «ceremonia» tan sólo constituía un primer contacto de tipo «social», que de ningún modo debía dar paso —«de momento»— a situaciones más comprometidas.
—Lo único que tenéis que hacer es conocer a esas muchachas, intentar simpatizar con ellas y, sobre todo, permitir que sean ellas mismas las que elijan pareja. No quiero que surja el más mínimo problema, de modo que os lo advierto: todo aquel que no cumpla mis órdenes pasará una semana en la sentina y jamás volverá a bajar a tierra.
—¿Una pregunta…? —quiso saber jeremías Centeno, el astuto serviola que solía guardar sus monedas en una bolsa con pimienta molida—. ¿Es cierto que las negras son insaciables haciendo el amor?
—Eso es algo que tendrás que averiguar por ti mismo, hijo —fue la irónica respuesta—. Lo que sí es cierto es que, si tuviera tu edad, no me preocuparía por ello. —El veneciano rió con intención—. En último caso, avísame, e intentaré echarte una mano.
—¿Y si a dos nos gusta la misma? —inquirió un gaviero que tenía más aspecto de simio que de humano—. ¿Cómo lo resolvemos?
—El problema no está en que a dos hombres les guste la misma mujer, sino que a dos mujeres les guste el mismo hombre… —Le guiñó un ojo—. Pero tengo la impresión de que, en lo que a ti respecta, no creo que vaya a darse el caso.
—¡Nunca se sabe! Aseguran que como los negros no tienen vello en el cuerpo, a sus mujeres les atraen los tipos muy peludos.
—En ese caso, lo vas a pasar de puta madre, aunque te aconsejo un buen baño, porque una cosa es el vello y otra la mugre.
Fue a decir verdad una mañana abundante en baños, cortes de pelo, colonia barata y ropas limpias, y cuando al fin los hombres se alinearon en cubierta dispuestos a la inspección ritual que precedía a todo desembarco, Celeste Heredia no pudo por menos que sonreír levemente al advertir que, más que ante una dotación de rudos marineros, parecía encontrarse ante un grupo de impacientes chicuelos dispuestos a disfrutar de un baile de fiesta mayor.
Poco después, el contramaestre fue pasando ante ellos para obligarles a introducir la punta del dedo índice en una cacerola rebosante de infusión de ortigas, y al advertir sus aspavientos, sus violentas exclamaciones y la forma en que de inmediato comenzaban a soplarse la parte irritada, no le cupo la menor duda de que se lo pensarían mucho a la hora de transgredir las normas.
—Éste será un día muy importante para todos, y ya sabéis lo que os espera si no cumplís a rajatabla mis instrucciones —dijo Celeste al fin—. Pretendo que esa pobre gente, a la que tanto daño hemos hecho, llegue a la conclusión de que no todos los blancos somos demonios que únicamente piensan en esclavizarles. Quiero que entiendan que podemos ser sus amigos, sus hermanos, sus amantes, e incluso los padres de sus hijos, y que nada tenemos que ver con los canallas que los azotan y los encierran en atestadas bodegas para llevárselos muy lejos de su tierra. Quiero iniciar una nueva forma de convivencia entre dos razas, y quiero que cada uno de vosotros se convierta en un embajador de buena fe, del que pueda sentirme orgullosa. —Hizo una corta pausa, los fulminó con la mirada, y, subiendo el tono de voz, concluyó—: ¡Y juro por Dios que al que me decepcione, lo capo!
Un murmullo de asentimiento recorrió de inmediato la cubierta, porque hasta el último de aquellos malencarados hambrientos de sexo abrigaba la sensación de que la frágil muchacha que les hablaba era muy capaz de cumplir sus amenazas, lo que motivó que se hicieran a sí mismos la firme promesa de comportarse tal como se esperaba de ellos.
Comenzaron a descender a las falúas con el nerviosismo propio de quien sabe que se enfrenta a una experiencia nueva y totalmente diferente, y a medida que se aproximaban a tierra y distinguían con mayor nitidez los firmes pechos y las tersas pieles que les aguardaban, su expectación iba en aumento.
—¡Fíjate en aquélla…! —exclamaban—. ¡La que está bajo el árbol! ¡Qué par de tetas!
—¡Por todos los diablos! —aullaba otro—. ¡Y que culo tiene la flaca de los collares! ¡Ésa es la mía! La he visto primero.
—¡De eso nada, pequeño! —protestaban sus compañeros a coro—. Recuerda las órdenes: deben ser ellas las que elijan.
—¡Mierda!
—No te preocupes; tocan a tres por cabeza.
—Sí, pero yo sé de más de uno que se va a llevar seis…
Como desde su puesto en el alcázar de popa, Celeste Heredia podía escuchar con toda nitidez los casi infantiles comentarios y las sonoras interjecciones, no le cupo por menos que preguntarse si el bueno del padre Anselmo, tan serio y tan estricto, pero tan humano al propio tiempo, hubiera aplaudido su iniciativa, o por el contrario le habría echado en cara que alentase abiertamente tan flagrante pecado de descarada promiscuidad.
—No es cuestión de promiscuidad —musitó para sus adentros como si intentara acallar su conciencia—. Se trata más bien de una cuestión de supervivencia.