No se movía una hoja y el calor había sido asfixiante desde primeras horas de la mañana, pero al atardecer del día siguiente dos largos botes con diez remeros cada uno comenzaron a remolcar al gigantesco galeón con el fin de sacarlo de la tranquila bahía en busca de la leve brisa que comenzaría a soplar mar afuera en cuanto el sol rozara la línea del horizonte.
A la sombra de la toldilla del alcázar de popa, unos metros tras el capitán Buenarrivo, que permanecía atento a cada detalle de la delicada maniobra, Celeste y Miguel Heredia agitaban la mano despidiéndose de madame Dominique, el coronel Buchanan y Ferdinand Hafner que les deseaban buen viaje desde tierra, pero al cruzar la barra que separaba la inmensa laguna del mar abierto, la muchacha no pudo por menos que evocar con nostalgia aquel otro día, apenas un año atrás, en que junto a su hermano Sebastián distinguiera por primera vez las hermosas edificaciones de Port-Royal, maravillada por el hecho de que pudiese existir una ciudad tan prodigiosa enclavada en un emplazamiento tan perfecto.
Ahora su hermano estaba muerto, y de la ciudad no quedaban más que cascotes y ruinas.
A dos millas de la costa, se ordenó izar los botes, se largó el trapo a la espera del viento, y tras comprobar que cada hombre se encontraba en su puesto, el veneciano se volvió a Celeste para inquirir:
—¿Rumbo?
—Sur-suroeste. Quiero anclar frente a Black River al amanecer.
Fue una noche tranquila, de suave brisa cálida, que traía olor a tierra húmeda, y en la que la mayoría de los tripulantes disfrutaron del indescriptible placer que significaba regresar a la libertad del mar después, de tantos meses de sentirse prisioneros en una isla que había perdido de golpe todo su encanto pasando a convertirse en una especie de presidio insoportable.
Al desaparecer Port-Royal con sus alegres prostitutas, sus tabernas y su descarado encanto, Jamaica no era ya más que un lugar caliente y húmedo notable solamente por el tamaño y la agresividad de sus mosquitos. El simple hecho de saberse a salvo de tan abominable plaga bastaba para satisfacer a cuantos se apresuraron a subir sus «coys» a cubierta para colgarlos de palo a palo y dormir a pierna suelta bajo un cielo cuajado de estrellas.
Tal vez la mayoría se preguntaba cuánto duraría aquel viaje y a qué remotísimo lugar les conduciría tan especial singladura, pero como eran hombres que habían elegido tiempo atrás la aventura como única forma de vida, el simple hecho de embarcar en una nave cuyo destino final desconocían se les antojaba ya de por sí una hermosa posibilidad.
De tanto en tanto se volvían a observar a la muchacha —ahora enfundada en holgadas ropas masculinas— que tenía en sus manos los destinos del poderoso galeón, y aunque más de uno sentía una especie de comezón en la boca del estómago por saberse a las órdenes de una aparentemente frágil mujer, la mayoría era de la opinión de que la Dama de Plata había dado claras muestras de tener más redaños que el más fajado de los viejos capitanes piratas.
Corrían mil rumores sobre su corta vida y su oscuro pasado, pero lo único que se sabía a ciencia cierta era que había navegado junto a su hermano, el mítico capitán Jacaré Jack, que había sido capaz de acabar con el mismísimo Mombars el Exterminador, y ese simple hecho constituía de por sí una magnífica carta de presentación.
Al amanecer del día siguiente las anclas se dejaron caer a poco más de media milla de Black River, y la primera claridad del alba les permitió distinguir la lujosa y recargada mansión de Stanley Klein, la enorme plantación que se perdía de vista en la distancia, y el blanco edificio del ingenio de azúcar que se alzaba sobre un altozano a no más de doscientos metros de la playa.
Celeste Heredia estudió con ayuda de un largo catalejo el conjunto de la hacienda, y sin volverse, ordenó al capitán, que se encontraba a sus espaldas:
—Que abran portas.
Sonó un silbato.
—¡Abrir portas!
—Andanada de aviso.
—¡Andanada de aviso!
Retumbaron cinco cañones y casi de inmediato en la orilla de la playa se concentraron docenas de figuras humanas que observaban, entre temerosas y sorprendidas, al poderoso navío que les amenazaba desde mar abierto.
La muchacha concentró sobre ellas su catalejo, y cuando no le cupo duda de que al frente se encontraba el gigantesco traficante de esclavos de cara de sapo, sonrió apenas.
—Ha llegado la hora de remitir nuestra respuesta a Mr. Klein —musitó apenas, y con un leve gesto de la mano indicó el edificio del ingenio—. ¡Que lo vuelen! —ordenó—. Pero que no toquen la casa.
Los artilleros se tomaron su tiempo, apuntaron con sumo cuidado, aguardaron un instante, y cuando sonó el silbato prendieron fuego a las mechas.
Diez pesadas granadas de treinta y dos libras cada una surcaron el aire, y seis de ellas fueron a impactar directamente sobre el blanco elegido, que a los pocos minutos no era más que un montón de ruinas envueltas en una nube de polvo.
Durante un corto período de tiempo observaron cómo blancos y negros corrían desalentados por la playa, y al fin Celeste Heredia plegó calmosamente el catalejo al tiempo que señalaba:
—Con eso basta. Supongo que nuestro buen amigo Klein habrá entendido el mensaje. Rumbo a Margarita.
El veneciano se volvió hacia su primer oficial, y sin apenas inmutarse ordenó en tono mesurado:
—¡Cerrar portas, levar anclas, izar trinquete y mayor, caña a estribor!
Lógicamente, los rumores corrieron de inmediato de proa a popa, y todos, desde quienes faenaban en lo alto de las vergas a cuantos preparaban el rancho en la cocina, se preguntaron qué significado había tenido aquella inusual acción, y qué se podía esperar de una mujer que ordenaba volar un ingenio azucarero que debía costar una pequeña fortuna con la misma naturalidad con que hubiera pedido que le podaran los rosales del jardín.
A la hora del almuerzo, y mientras presidía una mesa a la que se sentaban el capitán Buenarrivo, su primer oficial, Miguel Heredia y Gaspar Reuter, Celeste comentó, como si el hecho careciera de importancia:
—Cuatro cañones fallaron un blanco fijo y relativamente próximo. No quiero que vuelva a suceder.
—Será tenido en cuenta. La muchacha se volvió hacia el veneciano que se sentaba a su izquierda.
—Confío en ello. Y ahora creo que ha llegado el momento de que le explique a la tripulación el objetivo de nuestra empresa. Pero quiero que quede muy claro que quien no quiera continuar a bordo recibir un mes de paga y ser desembarcado en Margarita sin el más mínimo reproche.
Esa misma tarde el capitán convocó a la totalidad de la dotación sobre cubierta, y aferrado a la baranda del alcázar les expuso, lo más concisamente que supo, las razones por las que se encontraban a bordo.
Al concluir se hizo un largo silencio, y fue ése el momento en que Celeste Heredia aprovechó para hacer su aparición, surgiendo de su camareta para encararse a quienes permanecían expectantes.
—Hay algo más que debéis saber —dijo—. Aparte de la paga que se ha acordado con cada cual, concederé un premio de un doblón de oro a repartir entre todos por cada esclavo que consigamos liberar.
Se oyó un leve rumor de aprobación, y una voz anónima inquirió desde las últimas filas:
—¿Cuántos esclavos suelen viajar a bordo de un buque negrero?
—Entre quinientos y mil.
—¿Significa eso que estáis dispuesta a repartir casi mil doblones cada vez que capturemos una de esas naves?
—Eso he dicho.
—¿Y qué obtendréis con ello?
La muchacha recorrió con la vista aquellos incrédulos rostros curtidos por el sol y el viento, esbozó apenas una leve sonrisa, y por último replicó:
—Aquel que no sea capaz de entenderlo no merece que se lo explique. Que se limite a obedecer, o que desembarque en Margarita.
Dio media vuelta para desaparecer de nuevo en su camareta y, como cabía imaginar, los rumores se dispararon nuevamente, por lo que tanto en cubierta como en el comedor y los sollados las discusiones giraron durante días sobre el hecho de que se encontraban a bordo del barco de una extraña mujer que probablemente estaba loca.
—Loca o cuerda —fue por último la casi unánime opinión—, lo cierto es que parece muy capaz de cumplir sus promesas, y éste es, hoy por hoy, el mejor barco que navega por los siete mares.
Se aplicaron por tanto a la tarea de trabajar lo mejor que sabían —que era mucho— y fue así como una semana más tarde el vigía de cofa anunció a media mañana que se avistaba tierra en el horizonte.
Al día siguiente fondearon en el corazón mismo de la bahía de Juan Griego, aunque a prudente distancia de los pesados cañones del fortín de La Galera, y tras ordenar que lanzaran una falúa al mar, Celeste le pidió a Gaspar Reuter que bajara a tierra y le rogara al capitán Sancho Mendaña que tuviera a bien subir a bordo.
—Decidle que soy yo quien se lo pide: la «pequeña» Celeste Heredia.
Dos horas más tarde el bigotudo militar margariteño trepaba por la escala, abrazaba emocionado a padre e hija, y tenía que hacer un supremo esfuerzo para evitar que se le escaparan las lágrimas al tener noticias de que su buen amigo Sebastián había muerto.
—Lo siento en el alma —dijo—. Le vi nacer, le vi crecer y le quería como a un hijo.
Poco más tarde, Miguel y Celeste Heredia le pusieron al corriente de cuanto había ocurrido desde el día en que abandonaron Margarita, y tras encender su vieja y pesada cachimba, el comandante del fortín de La Galera sacudió la cabeza en un vano intento por demostrar la magnitud de su asombro.
—No cabe duda de que el destino está más loco que el más loco de los seres humanos —masculló—. ¿Quién me iba a decir que aquella mocosa que correteaba semidesnuda bajo mi ventana acabaría por convertirse en una de las mujeres más ricas de las que se haya oído hablar? ¿Y quién me iba a decir que aquel otro mocoso acabaría con el Exterminador, al que todos los barcos de todas las armadas habían perseguido inútilmente durante años? ¿Cómo lo consiguió?
—A base de astucia.
—¡No me sorprende! Era el rapaz más endiabladamente enredador que he conocido. ¡Le echaré de menos!
—Siempre hablaba de ti como del mejor amigo que había tenido, y le dolió que amenazaras con ahorcarle si volvía a poner el pie en la isla.
—Se había convertido en un pirata, y mi deber siempre ha sido ahorcar a los piratas, por muy amigos que sean.
—Lo sabía, y creo que por ello no te lo tenía en cuenta. Aseguraba que para evitarte problemas le bastaba con mantenerse a tres metros de la orilla. Pero no hemos venido hasta aquí para hablar de Sebastián —le hizo notar la muchacha con la más encantadora de sus sonrisas—. Hemos venido a pedirte que te unas a nosotros.
—¿Unirme a vosotros? —se asombró el siempre adusto capitán Mendaña, levemente desconcertado—. ¿Para hacer qué?
—Liberar esclavos. —¿Tal como hiciera tu hermano con el Four Roses?
—¡Exactamente!
—¡Absurda locura!
—Casi todas las locuras suelen ser absurdas —puntualizó Miguel Heredia que casi siempre prefería mantenerse al margen de las conversaciones e intervenía tan sólo en momentos muy concretos—. Pero lo cierto es que necesitamos a un artillero de tu experiencia. La mayoría de nuestros hombres son excelentes marinos, pero su puntería deja mucho que desear.
—¿Me estás pidiendo que abandone mi puesto?
—Te estoy pidiendo que renuncies a él —le aclaró, el otro—. Sabes bien que nunca ascenderás, por lo que dentro de un par de años te obligarán a licenciarte. ¿Qué futuro te espera con un retiro miserable que a menudo ni siquiera se paga?
—Muy negro, desde luego, Ya lo tengo asumido.
—¡Cámbialo entonces! Déjalo todo y únete a nosotros. Al fin y al cabo siempre nos has considerado tu única familia.
—Eso también es cierto —admitió el militar sin la menor inflexión en la voz—. Y, mirándolo bien, poco o nada tengo que agradecerles, ni al ejército, ni a la corona. Hace años que se olvidaron de mí.
—¿Entonces?
El otro se tomó unos instantes, observó a través del amplio ventana de popa la rojiza silueta del amazacotado fortín de La Galera, en el que había malvivido durante las últimas tres décadas sin que sus superiores se dignaran reconocer ni sus esfuerzos ni sus innegables sacrificios, y por último lanzó un escupitajo al mar.
—¡Qué diablos! —exclamó—. Aquí ya no me espera más que morirme de asco, y siempre soñé con conocer África. —Se volvió a quienes le observaban expectantes para añadir con entusiasmo—: Necesitaré un par de horas para recoger mis cosas y redactar una carta de renuncia.
—Tómate el tiempo que quieras.
El ya decidido y animoso militar se puso en pie de un salto, dispuesto a encaminarse a la puerta, pero antes de alcanzarla pareció tener una idea.
—No nos vendría mal media docena de margariteños de toda confianza —dijo—. Chicos a los que he visto nacer, y por los que pondría la mano en el fuego porque sirvieron a mis órdenes. La mayoría son buenos artilleros y en la isla se está pasando mucha hambre últimamente.
—¡Tráetelos!
—En ese caso, necesitaré al menos seis horas para localizarlos.
—No hay problema. A la caída de la tarde el ya ex comandante del fortín de La Galera, capitán Sancho Mendaña, regresó con sus escasas pertenencias personales y cinco chicarrones que treparon a bordo para permanecer como embobados ante el poderoso armamento del gigantesco galeón del famoso pirata Laurent de Graaf, del que venían oyendo hablar casi desde que tenían uso de razón.
La mayoría de ellos conocía de igual modo gran parte de la azarosa historia de los Heredia, y como Miguel había sido vecino o amigo de sus padres, de inmediato se enfrascaron con él en una animada charla aprovechando que se levaban anclas, se largaba el trapo, y la altiva Dama de Plata ponía proa a levante, iniciando de ese modo su larga singladura hacia las lejanas y casi míticas costas africanas.
Pero los vientos eran contrarios.
Los alisios que comenzaban a soplar a mediados de septiembre al norte de las islas Canarias, se dirigían directamente hacia el sur del océano Atlántico para girar luego al oeste a la altura de las islas de Cabo Verde, empopando de ese modo las naves hacia las costas del Nuevo Mundo en una ruta de sobra conocida por todo buen marino.
El capitán Buenarrivo, al que sin lugar a dudas cabría clasificar entre los mejores de su tiempo, tenía por ello plena conciencia de que a mediados de noviembre le costaría un gran esfuerzo avanzar con un pesado galeón de difícil maniobrabilidad en contra de tales vientos, pero de igual modo tenía plena conciencia de que eran esos mismos vientos los que los negreros intentarían aprovechar para efectuar lo más rápidamente posible su nefasta travesía del océano.
—Vendrán de cara —dijo—. En esta época del año nos llegarán de frente, y de ese modo lo único que tendremos que hacer ser interceptarlos.
No obstante sabía que su gran problema se centraba en la terrible dificultad que representaba cruzar el amplio canal que separaba las islas de Granada y Tobago con unos vientos de proa que parecían dispuestos a no amainar un instante, por lo que se vio obligado a enfilar hacia el norte, para virar en redondo cuando se encontraban casi a la vista de las Barbados y ceñir cuanto daba de sí el velamen confiando en alcanzar las costas de la Guayana.
—Echo de menos el Jacaré‚ —comentó en cierta ocasión Miguel Heredia al observar los continuos esfuerzos y los peligrosos equilibrios que se veían obligados a realizar en las vergas los gavieros—. Le bastaba una simple brisa para tumbarse a sotavento y avanzar cortando el mar como una flecha.
El veneciano, que parecía escuchar sin prestar atención, ya que permanecía siempre atento a cuanto ocurría a bordo de su nave, se volvió un instante para responder con una levísima sonrisa:
—Recuerdo al Jacaré. Era una hermosa nave, veloz y maniobrable, pero existen pocos barcos que puedan enfrentarse a éste en un combate en mar abierto. A veces creo que ni el mismísimo Cagafuego, el buque insignia de la flota española, tendría nada que hacer en un mano a mano frente a nosotros.
—Confío en no tener que comprobarlo.
—También yo, pero, si ocurriese, apostaría por La Dama de Plata.
—Creí que ya jamás apostaba.
El otro dejó escapar una leve carcajada.
—Y sigo sin hacerlo cuando estoy seguro de ganar, pero en este caso es distinto y se trataría sin lugar a dudas de una terrorífica batalla.
Por si llegaba a darse el caso de que algún día tuviera lugar tan terrorífica batalla, los hombres del galeón habían comenzado su preparación a las órdenes del capitán Mendaña, que pese a ser un artillero de tierra firme, acostumbrado a disparar contra barcos y no desde barcos, demostró de inmediato que conocía a conciencia su oficio, y que los muchachos que habían servido a sus órdenes sabían de igual modo cuánto se podía saber sobre cañones.
Acostumbrados a las viejas piezas casi prehistóricas del fortín, el moderno y potente armamento del galeón se les antojaba un prodigio de técnica, porque resultaba raro el día en el que no dedicasen menos tres horas a las prácticas de tiro.
A bordo de La Dama de Plata todo el mundo tenía plena conciencia de que, a la hora del comba tanto o más riesgo ofrecían los cañones propios q los del enemigo, puesto que una mala limpieza ánima tras cada disparo, un exceso de carga, o la combustión accidental de la pólvora, propiciaban demasiado a menudo que una pieza reventase, destrozando sus sirvientes y provocando un violento incendio tanto más peligroso cuanto más cerca de la línea de flotación tuviera lugar.
—Una granada enemiga puede matar, desarbolar incluso abrir una vía de agua de difícil acceso para los carpinteros —solía argumentar el capitán Mendaña a sus hombres—. Pero un incendio en mitad del fragor de una batalla puede enviar a un barco a pique en abrir y cerrar de ojos.
Debido a ello, la santabárbara se encontraba emplazada en el corazón del navío, bajo la tercera cubierta, y en una bodega protegida con gruesas planchas de cobre a la que no se podía acceder más que por una estrecha escalera o una diminuta trampilla por la que dos hombres iban alcanzando a los grumetes los sacos de pólvora destinados a cada cañón.
Desde allí, dichos grumetes corrían desalentadamente por pasillos y escaleras hasta el emplazamiento del arma, entregaban en mano la pólvora al cabo de carga y regresaban por una ruta diferente con el fin de no correr el riesgo de tropezar con quien corriera en sentido contrario.
Constituía en verdad un espectáculo admirable aquel continuo trajín de idas y venidas, voces de mando, llamadas de atención y violentas explosiones a las que seguía un humo negro y ocre, pero tal como aseguraba muy seriamente Sancho Mendaña, «cortando cojones se aprende a capar».
Si por alguna razón, ¡Dios no lo quisiese!, se diera el caso de tener que plantarle cara al Cagafuego o cualquiera de los enormes buques de guerra ingleses, holandeses o portugueses, se verían obligados a enfrentarse a una experimentada tripulación que les triplicaría en número, y cuya «infantería de marina» se bastaría y sobraría para aniquilarles en caso de abordaje.
La única forma válida de evitar dicho abordaje se centraba en una clara superioridad artillera, y eso, tratándose de navíos de similar tonelaje y armamento, tan sólo podía conseguirse a base de buena puntería.
Como experto artillero de baterías de costa, Mendaña concentró a sus hombres en prácticas de fuego a base de «balas encadenadas», práctica que por lo general despreciaban los artilleros navales, ya que las tan denostadas y aborrecidas granadas estaban constituidas por una gran bola de hierro que en el momento de salir del cañón se dividía en dos, quedando ambas partes unidas entre sí por una larga y gruesa cadena.
Avanzaba entonces girando locamente una mitad sobre la otra, para, al alcanzar la nave enemiga, partir por dos a quien encontrase en su camino o enredarse en los aparejos destrozando los cabos y rasgando las velas de forma tal que en poco tiempo provocaba un auténtico caos en la maniobrabilidad del navío.
A los marinos de pura cepa les repugnaba utilizar una vil artimaña impropia de auténticos lobos de mar, orgullosos de su estirpe, pero el bigotudo militar margariteño argumentaba —y con razón— que había momentos en la vida en que ésta dependía únicamente de la ausencia de absurdos sentimentalismos.
—Si las cosas se ponen difíciles, las balas encadenadas pueden convertirse en nuestra tabla de salvación, y os prometo que tan sólo las utilizaremos en caso de extrema necesidad —puntualizó a la hora de vencer reticencias—. Pero debemos tener la seguridad de que están ahí y que, si el enemigo nos supera en número o armamento, sabemos cómo usarlas.
—¡Es una canallada! —se lamentó el primer oficial.
—Más canallada se me antoja el hecho de que cuatrocientos hombres te aborden y te pasen a cuchillo —fue la agria respuesta.
Lógicamente Celeste se abstenía de intervenir en semejantes discusiones, aunque compartía la opinión de que convenía mantener a los hombres en constante actividad, ya que ésa constituía la mejor forma de evitar un aburrimiento y una desidia que a menudo se convertían en su principal enemigo durante las largas travesías.
Debido a ello, en cuanto una de las barricas de agua se vaciaba, ordenaba a los carpinteros que la transformaran en una tosca balsa provista de una vela, que se arrojaba al mar. Al tiempo, enviaba a gavieros y juaneteros a los mástiles para que el navío girara ampliamente en torno al rústico blanco sobre el que los artilleros tenían ocasión de practicar su puntería.
Exigía de igual modo que los horarios a bordo se cumplieran a rajatabla, siempre a toque de campana y con la rigidez propia de un buque de guerra británico, por lo que a medida que La Dama de Plata se iba alejando de las costas del Nuevo Mundo cada tripulante tenía más claro cuál era su misión en una nave en la que todo parecía encaminado a que con el tiempo llegase a funcionar con el automatismo de un cronómetro.
Día a día se hacía patente que Celeste no era únicamente una muchacha firme y decidida que se había propuesto llevar a cabo una misión tan difícil como inútil a los ojos de la mayoría, sino que era además —y quizás ante todo— una eficaz organizadora que parecía saber perfectamente y de antemano cómo tenía que comportarse.
Mantenía un sutil distanciamiento con respecto a los hombres —en especial los más jóvenes— aunque ello no significaba que se mostrara altiva, sino que, muy por el contrario, en todo momento resultaba accesible para cuantos pudieran necesitar su ayuda o su consejo.
Sus ropas, masculinas, aunque holgadas y sin la más mínima concesión a la coquetería, y su larga, oscura y hermosa cabellera siempre al viento, parecían querer evidenciar al primer golpe de vista que, sin dejar de considerarse una mujer, su sexo nada tenía que ver con sus obligaciones, y sabía comportarse como una armadora de buques tan experta como hubiera podido llegar a serlo el más grasiento y maloliente comerciante de Lisboa o Liverpool.
La primera gran prueba a que tuvo que someterse en cuanto se refería a su sentido de la justicia a bordo, le vino dada a la semana de haber dejado de avistar las gaviotas de las costas guayanescas, y en el momento en que un joven serviola vino a quejarse por el hecho de que, durante su última guardia, uno de sus compañeros de sollado le había robado el doblón de oro que le correspondiera como «cuota de enganche».
—¡De acuerdo, hijo! —admitió el capitán Buenarrivo, que se encontraba en esos momentos junto a la muchacha en el alcázar de popa—. Admito que hayan podido robarte, pero ten en cuenta que se trata de una acusación muy grave. ¿Tienes idea de quién ha sido?
—Cualquiera de los que duermen en el sollado, ya se lo he dicho —replicó, seguro de sí mismo, el aludido—. Nadie extraño pudo hacerlo, ya que mi puesto de guardia se encuentra justo frente al tambucho de acceso, y por lo tanto lo hubiera visto entrar.
—¿Y cuántos hombres duermen en ese sollado? —Dieciséis, incluyéndome a mí.
—¿O sea que tenemos que descubrir entre quince sospechosos quién se ha quedado con tu doblón de oro? —masculló el desconcertado veneciano—. Va a resultar muy difícil, ¿no te parece? Y sobre todo va a crear muy mal ambiente entre tus compañeros.
—Ya lo he pensado, mi capitán —admitió su interlocutor, que parecía más que dispuesto a recobrar su dinero—. Pero peor ambiente existirá si saben que hay un ladrón pero ignoran quién es.
—Eso es muy cierto, aunque ya me explicarás cómo esperas que me las arregle, puesto que no estoy dispuesto a torturar a quince hombres confiando en que uno de ellos acabe por confesar un delito.
—Lo comprendo —replicó el otro, que daba muestras de una seguridad en sí mismo digna de encomio—. Pero bastará con que les pida que me enseñen su dinero. Yo sabré cuál es el mío.
—¿Acaso lo tienes marcado?
—No exactamente. Pero puedo distinguirlo.
—¿Estás seguro? —intervino Celeste, que había preferido mantenerse hasta ese momento al margen de la discusión—. No me gustaría provocar una situación incómoda por un simple doblón, aunque menos me apetece la idea de tener un ladrón a bordo.
—Creo que lo estoy, señora —fue la respuesta—. Pero si me equivoco, aceptaré el castigo que quiera imponerme.
—De acuerdo, entonces —aceptó la muchacha—. Que suban esos hombres.
Media hora más tarde, los quince ocupantes del sollado se alineaban en la cubierta de popa bajo la atenta mirada de la mayoría de los tripulantes, y al poco el contramaestre les ordenó que vaciaran sus bolsas y fueran colocando ante ellos todo el dinero de que dispusieran.
Obedecieron sin rechistar y casi de inmediato el serviola se aproximó para ir tomando uno por uno los doblones, estudiarlos muy de cerca y acabar por llevárselos a la nariz, aspirando profundamente.
Al octavo intento, estornudó.
—¡Éste es! —señaló de inmediato.
El capitán Buenarrivo se aproximó, tomó el doblón, lo inspeccionó con infinito cuidado y al fin señaló:
—No noto ninguna diferencia con cualquier otro.
—¡Huélalo con fuerza! El veneciano obedeció y de inmediato estornudó a su vez.
—¿Lo ve?
—¿Qué es lo que tengo que ver?
—Que estornuda. Yo guardo siempre mi dinero en una bolsa con pimienta molida, y hasta que no se soba mucho, quienquiera que lo huela, estornuda. —El serviola indicó con el dedo el doblón y añadió en un tono que no admitía réplica—: ¡Es el mío!
Celeste Heredia tomó la moneda, la olió y de inmediato se vio obligada a estornudar, por lo que dejó escapar una leve sonrisa:
—¡Muy astuto, no cabe duda! —observó divertida al muchacho—. ¿Cómo te llamas? —quiso saber.
—Jeremías, señora. Jeremías Centeno.
—¿Y conoces muchos trucos de éstos?
—Algunos, señora. Mi abuelo era un hombre muy listo.
—Será cuestión de tenerlo en cuenta —repuso ella para volverse luego al supuesto ladrón, que aparecía lívido y con los ojos casi fuera de las órbitas—. ¿Tienes algo que alegar? —quiso saber.
—Nada, señora —fue la casi inaudible respuesta.
—¿Quiere eso decir que admites que lo robaste?
—Sí, señora. Celeste Heredia se volvió al capitán para inquirir muy seriamente:
—¿Qué castigo se suele aplicar en estos casos?
—Cinco latigazos y quince días a pan y agua en las sentinas —replicó el aludido.
La muchacha meditó largo rato, observó atentamente al acusado y luego alzó la voz para que todos pudieran escucharla con total nitidez.
—No quiero rufianes en mi barco —dijo—. Éste, por ser el primero, recibirá diez latigazos y permanecerá un mes a pan y agua en la sentina. —Alzó el dedo en señal de advertencia—. Pero al próximo se le duplicará el castigo, al tercero se le triplicará, y en el improbable caso de que exista un cuarto, lo mandaré ahorcar. ¿Ha quedado claro?
—¡Muy claro! —replicó el gigantesco contramaestre, un rubicundo sueco que debía medir más de dos metros, hablando en nombre de todos—. ¡Muy, muy claro!
—¡Pues que se cumpla la sentencia y que ojalá no tengamos que volver a pasar por tan triste experiencia!
El reo recibió los diez latigazos sin lanzar ni el más leve lamento, se le condujo a lo más profundo de la nave, donde debería permanecer un mes a oscuras y sin más compañía que ratas y cucarachas, y la normalidad volvió a una nave cuya tripulación pasó los días siguientes alabando la excepcional firmeza con que la en apariencia frágil Dama de Plata había sabido conducir tan delicado asunto.
—¡Los tiene bien puestos! —fue el comentario general—. ¡Magníficamente bien puestos!
Una semana más tarde, y en el amanecer de un día gris y plomizo, el vigía de cofa lanzó al fin el tan esperado alarido: «Barco a la vista», por lo que de inmediato cuantos se encontraban libres de servicio corrieron a otear el horizonte aguardando a que el capitán decidiese, con ayuda de su largo catalejo, qué clase de navío era el que se aproximaba.
—Una carraca de poco más de seiscientas toneladas —dijo al fin—. Con demasiada carga y poco armamento. —Hizo una corta pausa y al fin asintió con un ligero ademán de la cabeza—. Un negrero, sin duda.
Lo era, en efecto, ya que se trataba de la María Bernarda, una vieja, hedionda y cochambrosa carraca que en sus orígenes debió de pertenecer a la armada española, y que alzó bandera blanca y se mantuvo al pairo en cuanto recibió el primer disparo de aviso, puesto que quedaba claro que ninguna resistencia podía ofrecer con su docena escasa de herrumbrosos cañones de pacotilla, frente al evidente poderío del altivo galeón.
Antes de iniciar la delicada maniobra de abordaje, Celeste penetró en su camareta para regresar con la bandera que había mandado bordar en Jamaica, y que fue izada hasta lo más alto del palo mayor, donde se desplegó ante la expectante mirada de doscientos pares de ojos.
Era enorme, de un color verde muy claro, y en el centro aparecía bordada en negro una gruesa cadena con una de sus grilletes roto.
En el momento en que La Dama de Plata consiguió arbolearse al buque negrero, su capitán, un marsellés semidesnudo y rapado al cero, que intentaba librarse de ese modo —al igual que la práctica totalidad de sus hombres— de la plaga de piojos, pulgas y garrapatas que al parecer infestaba su mísera embarcación, inquirió en su idioma, al tiempo que hacía un despectivo gesto hacia la extraña enseña:
—¿Qué diablos significa?
—Significa que todos los esclavos que se encuentren a bordo son libres —replicó el veneciano en un francés casi perfecto.
—¿Con qué derecho? —quiso saber el otro.
Arrigo Buenarrivo hizo un significativo gesto hacia el más próximo de sus cañones.
—¿Basta con ése? —inquirió socarrón.
—Basta y sobra …
—En ese caso, subid a bordo.
Tendieron una pasarela, el rapado lo cruzó con habilidad, y Buenarrivo le precedió al comedor de oficiales, donde Celeste aguardaba en compañía de su padre, Gaspar Reuter y Sancho Mendaña.
—¡Rayos! —exclamó el marsellés mostrando una amplia y casi burlona sonrisa—. ¡Una mujer blanca y hermosa! ¡Menudo lujo!
Le bastó con una severa mirada de los oscuros ojos, para llegar a la conclusión de que aquella «mujer blanca y hermosa» no era en absoluto un lujo, cantante en el impresionante navío que le había apresado, por lo que su actitud cambió de forma radical, para inquirir en un tono de evidente preocupación:
—¿Se puede saber a qué viene todo esto y qué es lo que pretende?
—Liberar a los esclavos, quemar tu barco y probablemente ahorcarte —replicó la muchacha en un tono de voz que no dejaba resquicio a la duda—. Lo último dependerá exclusivamente de tu actitud.
—¿Qué es lo que tengo que hacer? —se apresuró a inquirir sumisamente el rapado, dispuesto a no ofrecer la más mínima resistencia.
—Cooperar.
—¿Cómo?
—En primer lugar, aclarando la titularidad del barco, el puerto de embarque de los esclavos, su número, y su punto de destino.
—La María Bernarda pertenece a monsieur François Diderot, de El Havre. El puerto de embarque de los esclavos fue Abidján, zapamos de allí con poco más de setecientos negros, aunque unos noventa han muerto, y se supone que nuestro destino final es la isla de Martinica.
—¿Cuántos viajes has hecho como capitán negrero?
—Este es el tercero, aunque había decidido renunciar porque las condiciones son infernales. Si quieren un consejo, apártense de ese barco, porque lo invaden tal cantidad de ratas, cucarachas, piojos y parásitos de todo tipo que nada más rozarlo se pueden infectar. ¡No es vida! —masculló como par sí—. La verdad es que no es vida por mucho que paguen.
La muchacha le observó largamente y por último asintió convencida.
—Seguiré tu consejo, porque lo cierto es que ni el hedor se soporta —dijo—. Regresa a bordo y mantente al pairo esperando ordenes. —Le apuntó con el dedo—. Y deja en libertad a los esclavos ahora mismo.
—Si los dejo en libertad nos cortarán la yugular, aunque sea a mordiscos. Llevan más de un mes esas bodegas y están a punto de volverse locos.
—Espero que conserven la calma al ver que estamos cerca y podemos hundirlos. Explícales la nueva situación y que respiren un poco de aire puro. —Hizo un despectivo gesto con la cabeza al añadir—: Y ahora vete, porque no te soporto.
El otro abandonó la estancia para saltar de inmediato a su barco, al tiempo que el capitán Buenarrivo puntualizaba:
—Tiene toda la razón. No podemos enviar a nuestros hombres al María Bernarda si no queremos que regresen comidos de piojos, garrapatas y quizás algo peor. Ese barco es como una inmensa mierda flotante. ¿Qué vamos a hacer con él?
—¿Qué posibilidades tenemos de hacerle regresar a África? —quiso saber Celeste.
El veneciano a observó estupefacto:
—¿A África en época de alisios y con esa basura de aparejos? —inquirió—. ¡Ni la más remota! El viaje podría durar meses, aunque lo más probable es que no llegara nunca.
—Lo mejor que podríamos hacer es lo que hizo tu hermano. —Intervino en ese momento Miguel Heredia Ximénez, que cada día tomaba menos parte en las decisiones de su hija—. En poco más de una semana podemos desembarcar a toda esa gente en la desembocadura del Orinoco para que se unan a los cimarrones que Sebastián dejó allí.
—¡Pero son africanos! —protestó ella—. Si me embarqué en esta aventura fue para devolverlos a sus hogares, no para abandonarlos en las perdidas selvas de un continente casi desconocido.
—Peor no podrán estar —intervino con su eterna flema británica Gaspar Reuter—. En África los esclavizaron, y lo más probable es que en cuanto estuvieran de nuevo en sus casas fueran cazados y revendidos.
—Repito que, a mi modo de ver, volver atrás resulta imposible —señaló tercamente el veneciano—. Lamento insistir, pero ese barco nunca avanzaría contra el viento. Casi ningún buque negrero puede hacerlo.
Resultaba evidente que sabía muy bien de lo que hablaba, y es que a decir verdad cualquier marino, por inexperto que fuera, tenía muy claro que las naves destinadas a transportar esclavos estaban concebidas o habían sido adaptadas con el exclusivo fin de admitir la mayor cantidad posible de carga utilizando la menor cantidad de tripulantes imaginable.
Pese a ofrecer magníficos salarios, no resultaba en absoluto tarea fácil encontrar hombres dispuestos a embarcarse en una de aquellas infernales aventuras «negreras», y debido a ello se hacía necesario simplificar al máximo la maniobrabilidad de unas embarcaciones, que se veían obligadas a navegar la mayor parte del tiempo con vientos de popa.
El itinerario lógico de un buque «negrero» seguía casi siempre las mismas rutas durante las mismas épocas del año, partiendo de Europa rumbo al sur a finales de agosto, para alcanzar en poco más de un mes el golfo de Guinea, donde cambiaba su carga de telas, armas, pólvora, espejos y baratijas por esclavos, y ya con las bodegas repletas de negros estibados hombro contra hombro como si se tratara de ganado y no de seres humanos, encarar la travesía del Atlántico con destino al Caribe aprovechando los vientos alisios que le empujaban directamente hacia las costas de la Guayana o las Antillas.
Una vez entregada la carne humana en su destino final al otro lado del océano, se fregaban y baldeaban una y otra vez las bodegas en un vano intento de librarlas de todo resto de vómitos, excrementos humanos y ejércitos de parásitos, para acabar por atiborrarlas de café, azúcar, ron o cacao, antes de emprender a partir del mes de abril, la ruta que desde las costas de Florida les llevaría, «empopados», de regreso a Europa.
Dicho viaje en redondo ofrecía dos notables ventajas: la primera, contar siempre con vientos a favor, y la segunda, triplicar los beneficios económicos a base de vender baratijas, vender más tarde esclavos y vender por último azúcar, café, ron y cacao.
Hacía ya más de medio siglo que en la vieja Europa se había puesto de moda desayunar café con leche y merendar chocolate con dulces, y tan burgueses hábitos, considerados no obstante de máxima elegancia, se extendían como reguero de pólvora entre las clases altas y medias, hasta el punto de que la demanda de productos de ultramar considerados exóticos crecía día tras día, enriqueciendo de forma espectacular a los avispados comerciantes.
Un solo viaje circular que se coronase con éxito multiplicaba por mil la inversión inicial, y como era cosa sabida que incluso la monarquía británica participaba muy directamente en tan próspero negocio, a muy pocos armadores se les pasaba por la mente la idea de que semejante actividad tuviera algo de ilícito o reprochable.
A quienes de tanto en tanto osaban alzar la voz en defensa de los derechos de los negros se les solía responder que éstos se sentían felices e incluso agradecidos por el hecho de que se les permitiera abandonar un continente en el que pasaban infinidad de calamidades y vivían en constantes luchas tribales, para pasar a depender de un «civilizado» colono que les protegía, les cuidaba y les proporcionaba la paz espiritual y el camino hacia Dios que de otro modo jamás hubieran soñado encontrar.
Por todo ello, se hacía necesario aceptar como indiscutible el planteamiento del capitán Buenarrivo, para quien un barco negrero sería siempre como una mula con orejeras que tan sólo podía avanzar en una dirección sin posibilidad alguna de volver sobre sus pasos.
Por otro lado, resultaba evidente que las costas guayanesas se encontraban aún relativamente próximas, mientras que para la María Bernarda las de África parecían hallarse en el mismísimo confín del universo.
Al caer la tarde, Celeste Heredia tomó al fin una decisión que venía impuesta por la necesidad. Indicó que se transmitiera al rapado capitán francés la orden de mantener su rumbo original hasta el momento en que avistaran tierra firme.
La Dama de Plata lo escoltaría en todo momento.
Esa misma noche, y mientras tomaba el fresco tumbada en una hamaca de la toldilla de popa, lugar en el que solía pasar largas horas observando las estrellas, el capitán Sancho Mendaña acudió a acomodarse a su lado para acariciarle la mano con la naturalidad propia de quien la había visto nacer y crecer.
—No te aflijas —pidió—. Estás haciendo lo único que puedes.
—¿Y crees que es suficiente?
—¿Suficiente? —se asombró el bigotudo militar, como si le costara dar crédito a lo que estaba oyendo—. ¡Oh, vamos, pequeña! —exclamó—. Que yo sepa, la esclavitud ha existido desde que el mundo es mundo, y que yo sepa, tú eres la primera persona que sin ser o haber sido esclava, arriesga su vida y su hacienda en favor de esos pobres desgraciados. ¿Qué más quieres?
—Ha habido otros muchos que también se han preocupado por los negros —le hizo notar ella.
—¡Hablando! —fue la seca respuesta—. Curas que pronuncian hermosos sermones, o locos soñadores que lanzan encendidas proclamas a favor de un mundo utópico en el que todos los hombres sean iguales pese al color de su piel. De ésos hay muchos —admitió—. Pero de los que digan «aquí está mi dinero y aquí estoy yo aunque me cueste el pellejo», no conozco ninguno.
—Tal vez se deba a que no disponían de ese dinero —protestó la muchacha.
—Pero sí disponían de un pellejo, y son muy pocos los que lo han arriesgado en favor de los negros.
—Tú lo estás haciendo.
—Porque tú me has empujado —le recordó el otro—. Le has ofrecido un sueño a un viejo solitario que ya no tenía más que pesadillas, y absurdo hubiera sido no sumarme a un sueño que me ha quitado veinte años de encima. —Extrajo de la faltriquera su vieja cachimba y la encendió buscando protegerse del viento aproximándose al pañol que tenía a sus espaldas—. En estos momentos estoy dispuesto a dar mi vida por defender a los negros —continuó al poco—. Pero hasta hace un mes ni tan siquiera les dedicaba un mal pensamiento.
—¿Luego estoy hablando con un converso? —comentó ella, visiblemente divertida.
—No es difícil convertirse en mi situación —respondió el capitán Mendaña—. Pero sí resulta muy difícil entender que una muchacha que tiene ante sí un fastuoso futuro y podría emplear su dinero en comprarse un palacio en el lugar más bello del mundo, renuncie a ello. ¿Qué te empujó a tomar tal decisión?
Celeste Heredia necesitó un cierto tiempo para meditar la respuesta. Observó largamente el oscuro mar en el que apenas se vislumbraban las luces de situación de la María Bernarda, que navegaba a un par de millas a babor, y por último inquirió a su vez:
—¿Recuerdas a mi tutor, fray Anselmo de Ávila?
—¡Naturalmente! Un hombre encantador. Y muy inteligente.
—Un sabio, diría yo… —puntualizó la muchacha—. Y casi aseguraría que un santo. Yo era una niña triste, rebelde y amargada que pensaba a menudo en el suicidio como única forma de acabar con una vida que se me antojaba cruel e injusta, pero fray Anselmo me hizo cambiar en muy poco tiempo. Como había pasado gran parte de su vida en Cuba, me aclaró lo que significaban la auténtica injusticia y la crueldad de las plantaciones azucareras en las que había intentado ayudar a los esclavos hasta que sus propietarios consiguieron que el gobernador le deportara «por alentar la rebelión».
—Lo recuerdo —admitió el militar—. Cuando llegó a Margarita nos advirtieron sobre sus ideas revolucionarias, aunque jamás causó problemas.
—Porque en Margarita no hay demasiados esclavos. Y porque nunca los hemos tratado como en Cuba o Puerto Rico. Para nosotros tan sólo son negros un poco más pobres que los blancos, que se juegan la vida pescando perlas por un salarlo de miseria.
—Y a los que obligan a sumergirse a demasiada profundidad, por lo que se ahogan a docenas —le hizo notar el artillero.
—Eso es muy cierto —dijo ella—. Pero fray Anselmo aseguraba que los negros margariteños se sienten tratados con dignidad, ya que comparten su trabajo con los blancos y viven en una relativa libertad. Sin embargo, en Cuba los tratan como a bestias, les obligan a trabajar dieciocho horas diarias, y duermen encadenados.
—¡Dieciocho horas diarias! —se asombró el otro—. ¡No es posible!
—¡Sí que lo es! —se reafirmó Celeste, que parecía comenzar a excitarse—. Acaban reventados, y la fatiga se les va acumulando hasta el punto de que, cuando sus amos se dan cuenta de que ya no rinden y tratan de darles un descanso, no existe forma humana de recuperarlos. Como en ese caso no son de utilidad, se les abandona a su suerte al borde de los caminos para que mueran de hambre.
—Cuesta admitir que la Corona permita que algo así esté ocurriendo. Las leyes especifican…
—Todos sabemos que «las leyes que se dictan en Sevilla, jamás se cumplen en la otra orilla» —fue la respuesta—. El principal argumento que sustenta la aceptación por parte de la Corona de la Trata de negros, se basa en el hecho de que se supone que liberamos a unos pobres nativos que viven bajo el yugo de unos reyezuelos que los mantienen en el pecado y la ignorancia, para intentar redimirlos con una vida nueva mostrándoles el camino que conduce a Dios y a la verdadera fe, ¿no es cierto?
—Eso dicen.
—En ese caso… ¿por qué únicamente nos preocupamos de redimir a los hombres en edad de rendir al máximo en una plantación de caña de azúcar? De cada diez negros que desembarcan en Cuba, nueve son muchachos de entre quince y veinte años, que además del trabajo, el hambre y la desesperación, se ven obligados a prescindir de las mujeres. La Corona, y la Iglesia que lo consiente, están convirtiendo a unos chicos sanos y sin malicia, que vivían en sus lugares de origen según unas costumbres limpias y naturales, en sucios sodomitas sin derecho a unos hijos, algo que ni siquiera se le niega al más mísero de los animales.
—Jamás se me había ocurrido pensar en que carecieran de mujeres —admitió el militar.
—¡Pues así es! —Insistió ella—. Los hacendados llegaron hace tiempo a la conclusión de que resulta mucho más costoso alimentar a «una cría de negro» desde el día en que nace hasta que está en edad de trabajar, que importarla de África ya crecida. Debido a ello, no les interesa que las esclavas queden preñadas, a no ser que sean ellos mismos quienes las preñen. El resultado lógico entre los jóvenes esclavos no es otro que caer en las garras de la homosexualidad, la masturbación y la sodomía.
El capitán Sancho Mendaña, cuya cachimba se había apagado mientras escuchaba con suma atención a su interlocutora, meditó largamente, para acabar agitando la cabeza con un gesto que remarcaba su incredulidad.
—Te observo y me cuesta aceptar que seas aquella chicuela que se aferraba al pantalón de su hermano siguiéndole a todas partes, pero te aseguro que más me cuesta aceptar que ésas fueran las conversaciones que mantenían una educada señorita y un fraile dominico.
—Fray Anselmo jamás juzgó a las personas por su condición social, su sexo o su edad, sino por el contenido de su mente, y puedes estar seguro de que nadie era capaz de profundizar en esas mentes como él. Me conoció siendo una niña desgraciada que no pensaba más que en la forma de vengarse por el mal que le habían hecho, y consiguió convencerme de que en realidad era un ser privilegiado frente a los auténticos sufrimientos del resto de la humanidad.
—Pero hablarte de homosexualidad y masturbación se me antoja excesivo…
—Estoy convencida de que deben existir miles de piadosas damas ante las que ni siquiera se podría pronunciar una de esas palabras, pero a las que tampoco se les pasa por la cabeza que mantener a cien muchachos encadenados entre sí en un minúsculo y hediondo galpón durante toda una vida pueda ser algo inmoral o injusto. Fray Anselmo aseguraba que para tales brujas hipócritas, proporcionarles a esos hombres una mujer era un pecado, pero empujarles día tras día y año tras año hacia el vicio nefando era cumplir con nuestra obligación de «cristianizarlos».
—¡Extraño fraile, vive Dios!
—Extraño por lo justo —señaló ella—. Y como comprenderás, cuando una muchachita triste y solitaria se encuentra con un hombre que le abre los ojos a un mundo tan distinto, hablándole como si se tratara de una persona adulta, o acaba por reaccionar como yo hice, o está muerta. —Le sonrió con dulzura—. ¿Contesta eso a tu pregunta?
—¡Desde luego! —dijo el margariteño dispuesto a regresar a la hamaca que había tendido bajo las estrellas en el castillete de popa—. Aunque quizás, más que responder a mi pregunta, lo que hace es convertirla en estúpida.