Cuando pintores, calafateadores y fumigadores tomaron por asalto el galeón con el fin de dejarlo listo para hacerse a la mar, el hedor que producía una confusa mezcla de pintura, brea y toda clase de pestilentes hierbajos que se quemaban en las sentinas para intentar expulsar a ratas y cucarachas, obligó a Celeste y Miguel Heredia a regresar a la casa de Caballos Blancos, donde el medio centenar de esclavos que trabajaban en la plantación les recibieron con expresión compungida.
—¿Qué ocurre? —quiso saber la muchacha encarándose de inmediato al cocinero; un gordo y sudoroso senegalés que antiguamente siempre sonreía y ahora se movía por el amplio comedor como alma en pena—. ¿A qué vienen esas caras?
—Dicen que los amos se van y que nos venderán a Mr. Klein —replicó quejumbroso el hombretón—. Y Mr. Klein abusa del látigo.
—Pero ¿qué tontería? —se sorprendió Celeste volviéndose inquisitivamente hacia su padre—. ¿Tú has dicho algo de irnos? —Ante la muda negativa, alzó el rostro hacia el afligido gordinflón—. Si nos vamos, será para volver, puesto que ésta es la única casa que tenemos. Y nadie va a venderos —concluyó—. De eso puedes estar seguro.
El pobre hombre salió como alma que lleva el diablo dispuesto a hacer correr la buena nueva por toda la plantación, y al advertir cómo llamaba uno tras otro a los esclavos que de inmediato daban claras muestras de entusiasmo, Miguel Heredia se volvió hacia su hija.
—Habrá que hacer algo al respecto —dijo—. Lo cierto es que nos vamos y no tenemos seguridad de volver. ¿Qué le ocurrirá a esta gente si pasa el tiempo y no regresamos? No me extrañaría que Klein o cualquier otro acabara por apoderarse de ellos, porque aquí un negro sin dueño es como un coco en mitad del camino; el primero que pasa se lo queda.
—Podríamos concederles la libertad, aunque me temo que si no estamos aquí para protegerles, a los quince días los acusarán de cualquier delito, los meterán en la cárcel y los venderán al primero que pague la fianza.
Miguel Heredia no acertó a responder, puesto que era consciente de que su hija tenía razón. En Jamaica los blancos no aceptaban que ningún negro libre trabajara por su cuenta, ya que, según ellos, permitirlo constituía un mal ejemplo para el resto de los esclavos, y refrendaba un principio que se negaban en redondo a admitir: la aceptación de la más remota posibilidad de igualar en cualquier aspecto al negro con el blanco.
De hecho, las leyes concedían a todos los esclavos un incuestionable derecho a conseguir su libertad, bien fuera pagándosela, o por expreso deseo de su dueño, pero en la práctica raramente se llevaba a cabo. Era cosa sabida que las autoridades se las ingeniaban para conseguir que de una forma u otra los libertos acabaran siempre entre rejas, lo cual concedía a cualquier plantador de azúcar la posibilidad de convertirlo en siervo por el sencillo procedimiento de pagar la mísera fianza que señalaba la ley.
Y a decir verdad nadie se sentía capacitado para delimitar la estrecha línea que diferenciaba las condiciones de vida de un «siervo» de las de un auténtico esclavo.
Para justificar tan flagrante infamia las autoridades se limitaban a señalar que no se podía consentir que «delincuentes habituales» se dedicaran a vagabundear por la isla fuera de control, ni mucho menos tuvieran que ser eternamente alimentados por el resto de la «sociedad».
Por todo ello, Celeste Heredia tenía conciencia de que permitirse el capricho de conceder la carta de libertad a sus esclavos no les garantizaba a éstos dicha libertad, por lo que una vez más decidió pedir consejo al banquero Hafner, que era sin lugar a dudas el hombre que mejor conocía los intrincados vericuetos legales de la colonia.
—Si se marcha de Jamaica, y por cualquier razón no vuelve, sus negros acabarán indefectiblemente en manos de Stanley Klein, que es, a mi modo de ver, el tratante más brutal e inescrupuloso que haya pisado jamás esta isla de tratantes brutales e inescrupulosos. —El banquero se complació en hacer una larga pausa como si le divirtiera mantener por unos segundos más el interés de su interlocutora—. Sin embargo —añadió—, creo que existe una pequeña triquiñuela legal a la que podríamos acogernos.
—¿Y es…?
—Que venda sus esclavos a una empresa.
—¿Una empresa? —se sorprendió Celeste Heredia—. ¿Qué clase de empresa?
—Una empresa azucarera con base en Londres. De ese modo, no sería necesaria su presencia física en la isla. Bastaría con la de un representante legal, y ése puede ser mi banco. De hecho, ya representamos a varias.
—¿Y cuál me aconseja?
—Ninguna. —El astuto banquero sonrió con intención—. Mi consejo es que la constituya personalmente. De ese modo, aunque muera, sus esclavos continuarán perteneciendo a sus herederos legales.
—Si mi padre y yo muriésemos, no dejaríamos herederos.
—Ante la ley siempre existe un heredero mientras no se demuestra lo contrario —fue la irónica respuesta—. Un tío, un sobrino, un primo lejano, ¿quién sabe? Determinarlo llevaría años, y mientras tanto sus esclavos morirán de viejos bajo la protección del banco.
—¿El banco haría eso por nosotros?
—¡Naturalmente! —replicó el otro—. Es parte de nuestro trabajo, y estoy seguro de que esta plantación puede producir más de ochenta toneladas de azúcar anuales. Con ello basta y sobra para mantener a los esclavos, pagar nuestros honorarios e incluso generar un pequeño capital. Lo único que necesita es un administrador de plena confianza que trate a sus negros como seres humanos «casi libres».
—¿Puede encargarse de buscármelo?
—Creo que tendría la persona apropiada si no le importara que fuese una mujer.
—No me importa en absoluto.
—En ese caso, se la enviaré mañana. Pero no se deje llevar por las apariencias. Confíe en mí.
Al atardecer del día siguiente un diminuto carruaje se detuvo ante la verja y de él descendió una elegante dama de exquisitos ademanes, largas y cuidadas manos y un levísimo acento extranjero que se complacía en remarcar.
—¡Buenas tardes! —dijo—. Me llamo Dominique Martell y me envía Mr. Hafner.
La invitaron a tomar asiento en la butaca más cómoda del porche, le sirvieron té en la más delicada de sus vajillas, y tras unas leves frases intrascendentes en las que se refirió sobre todo a la extraordinaria belleza del lugar, la recién llegada señaló muy cortésmente:
—Por lo que tengo entendido, podrían estar interesados en mis servicios.
—Confiamos en ello —admitió Celeste—. ¿Tiene alguna experiencia en la administración de ingenios azucareros?
—Ni la más mínima.
—¿Y en la de destilerías de ron?
—Tampoco.
—¿Cuál es en ese caso su experiencia?
—Administré durante doce años, con increíble éxito, y permitido sea decirlo con absoluta modestia, el acreditado prostíbulo de madame Dominique.
—¿Un prostíbulo? —se asombró Miguel Heredia—. ¿El famoso Madame Dominique?
—¡Exactamente! El mejor de Port-Royal. El que se alzaba justo frente a la taberna de Los Mil Jacobinos. ¿Lo recuerda?
—Lo veía al pasar… —se limitó a replicar el aludido sin querer comprometerse—. Pero tengo entendido que, en efecto, era el mejor de la isla.
—Pues me entristece no haberle tenido entre mis clientes —puntualizó ella—. De ese modo podría constatar que en mi casa todo funcionaba a la perfección. Por desgracia, me fui de vacaciones a Marsella y al regresar me he encontrado con la triste realidad de que de cuanto levanté con años de esfuerzo, no queda ya más que el letrero.
—Lo lamento muchísimo. ¿Y no ha pensado en reconstruirlo?
La elegantísima madame Dominique le dirigió una mirada de soslayo en la que podía leerse una delicada ironía.
—Todo tiene su tiempo —suspiró—. Y por desgracia, del lugar de donde saqué el dinero para construir aquel palacio, no creo que se obtenga ya ni para levantar una choza. Ni tampoco estoy en edad de lidiar con muchachitas alocadas, aunque le aseguro que sí creo estarlo para administrar de un modo honrado y eficaz un lugar como éste.
—Ante todo —le hizo notar Celeste—, debe quedar muy claro que nuestra principal condición a la hora de elegir a un administrador, es la exigencia de que trate a los esclavos con respeto y dignidad.
—Ya me lo advirtió Ferdinand.
—De hecho, consideramos a nuestros esclavos hombres libres, pero supongo que está al tanto de los problemas que se le presentan a un negro libre en Jamaica.
—¡Mejor que nadie! Tuve una pupila de color capaz de ganarse la libertad en una semana de trabajo, pero resultaba inútil. En cuanto se establecía por su cuenta la encerraban, lo que me obligaba a correr a pagar la fianza antes de que lo hiciera ese cerdo de Klein o cualquier salvaje que abusaría de ella hasta matarla. ¡Es duro ser negro en estos tiempos! —concluyó convencida—. ¡Muy, muy duro!
—¿Y cómo podemos tener la plena seguridad de que tratará a los nuestros tal como deseamos? —quiso saber la demasiado a menudo pragmática Celeste.
—¡Querida…! —comenzó la ex celestina esbozando apenas una leve sonrisa—. La vida me ha enseñado que existen pocas cosas en las que confiar. Ni siquiera de la tierra que tenemos bajo los pies, visto que, en cuanto te descuidas, tiembla. Pero sí puede estar razonablemente segura de que si me ofrece la oportunidad de acabar mis días en este paraíso, sin problemas económicos, y sin tener que lidiar a diario con putas y borrachos a cambio únicamente del compromiso de tratar a sus negros como a seres humanos, no seré tan estúpida como para dedicarme a darles patadas en el culo.
—Parece lógico.
—Lo es. —La elegante dama abrió bruscamente su abanico, lo agitó repetidas veces, observó con detenimiento a sus interlocutores, y por último, cambiando levemente el tono de voz, añadió—: Y si les sirve de algo, les diré que soy de las pocas personas que saben cómo tratar a Stanley Klein.
—¿Le conoce íntimamente? —se interesó con cierta morbosidad Miguel Heredia.
—¡Demasiado! —fue la expresiva respuesta—. Es un hombre prepotente, ambicioso y grosero que parece capaz de comerse al mundo. Sin embargo, hay algo que raramente consigue comerse, puesto que toda su energía se diluye a la altura de la cintura. —Agitó apenas la cabeza como si tal pensamiento le asqueara, para continuar—: Y eso es lo que le hace más peligroso, porque sabe que en realidad no es más que un gigantón fofo, resentido y acomplejado al que una de mis chicas le espetó en cierta ocasión que si tuviera el pene tan grande como la nariz dejaría de odiar al mundo. —Chasqueó la lengua—. Le pegó un puñetazo, pero más tarde se emborrachó y acudió a llorar a mi regazo tratando de hacerme comprender lo que significaba «ser dueño de miles de esclavos, pero no ser dueño ni de la décima parte de sus fantásticos atributos masculinos». Les aseguro que por un momento me dio pena, pero lo cierto es que es un cerdo.
—¿Conseguiría mantenerle lejos de nuestra gente?
Madame Dominique asintió convencida.
—Lo conseguiría a poco que su gente colaborase.
Tres días más tarde, Miguel Heredia ordenó al casi medio centenar de trabajadores de la hacienda que tomaran asiento a la sombra de los frondoso samanes que se alzaban frente al porche lateral de casa, y tras observarlos uno por uno, tratando de recordar sus nombres, les expuso lo más claramente que pudo cuál era la situación y cuáles las decisiones que habían tomado al respecto.
—Si os comportáis con sensatez —concluyó—, viviréis aquí, trabajaréis sin agobios, y recibiréis un salario justo que tendréis que gastar sin levantar sospechas, de forma tal que cuando necesitéis algo se lo, comunicaréis a madame Dominique, que lo mandará traer de Kingston. —Les apuntó amenazadoramente con el dedo—. Pero el que intente vagar por ahí gastándose la paga en ron y alardeando de que es libre, estará poniendo en peligro a los demás y por lo tanto será vendido como esclavo.
—¿Significa eso que somos libres, pero que en realidad pueden vendernos? —quiso saber un individuo achaparrado cuyo rostro aparecía surcado por infinidad de pequeñas cicatrices que determinaban en qué perdida tribu había nacido allá en su África natal.
—Significa que es una libertad que tenéis que ganaros día a día, y que de hecho tan sólo tiene dos enemigos: vosotros mismos, y el ron.
Tan clara alusión no resultaba en absoluto gratuita, puesto que la necesidad de emborracharse para olvidar por unas horas las terribles condiciones en que se veían obligados a vivir, solía constituir el mayor problema a que se enfrentaban la mayoría de los esclavos de las destilerías jamaicanas, y de todos resultaba sobradamente conocido que alcohol y prudencia siempre se han comportado como enemigos irreconciliables.
Las soportables condiciones de trabajo de los negros en la Hacienda de los Caballos Blancos no resultaban en absoluto equiparables a la inhumana forma de explotación a que se veían sometidos la mayor parte de los de su raza en el resto de la isla, pero ello no impedía que entre algunos de sus miembros estuviera muy firmemente arraigado el temible vicio de la bebida.
Era cosa sabida que, si bien dos de cada diez individuos que abandonaban África en los buques negreros jamás llegaban a su destino en el Nuevo Mundo por culpa de las terroríficas condiciones del viaje, y otro más acostumbraba a morir al poco tiempo de poner el pie en tierra víctima de las enfermedades, otros dos solían quitarse la vida en el mismo momento en que abrigaban la convicción de que jamás regresarían a sus hogares.
A nadie debe sorprender, a la vista de ello, que de los millones de africanos que se trasladaron a América durante los casi tres siglos que duró la Trata, más de la mitad murieran antes de que nadie pudiera aprovechar su potencial de trabajo.
Pero aun así se trataba del mejor negocio que haya existido en siglos.
Por ello, no fue de extrañar que días más tarde, y en el momento en que Celeste abandonaba las oficinas de Ferdinand Hafner en Kingston, un enorme gordinflón al que parecían proteger cuatro malencarados guardaespaldas, se interpusiera en su camino.
—¿Podría dedicarme unos minutos? —inquirió más en tono de perentoria exigencia que de súplica—. Hay algo sobre lo que deberíamos hablar.
—¿Hablar? —se sorprendió la muchacha sin intentar disimular su desagrado—. ¿Sobre qué?
—Sobre su hacienda —fue la rápida respuesta—. Tengo, entendido que abandona la isla y me gustaría comprársela.
—El que vaya a emprender un viaje no significa que abandone la isla definitivamente —le hizo notar Celeste esforzándose por mantener la calma—. Y desde luego, no tengo la más mínima intención de vender ni mi casa, ni mis esclavos, ni mi hacienda.
—Sin embargo… —señaló en tono amenazador el gigante, cuya prominente y aplastada nariz le colgaba sobre la boca dándole la extraña apariencia de un pato de cara ancha y ojos saltones— le convendría, desprenderse de los esclavos para evitarse problemas.
—¿A qué clase de problemas se refiere?
—A los que acostumbran dar esos malditos negros que el diablo confunda —puntualizó en idéntico tono el hombretón—. Me han llegado rumores de que no sabe tratarlos.
—El modo en que yo trate a mi gente es cosa mía, ¿no le parece? —sentenció Celeste, que continuaba esforzándose por mantener la calma, aunque resultaba evidente que era algo que cada vez le exigía mayor esfuerzo.
—No, señorita, se equivoca —replicó Stanley Klein alzando mucho la voz, no tanto para que le escuchasen cuantos se encontraran a su alrededor, sino porque parecía algo connatural en él la necesidad de llamar la atención—. El modo en que alguien trate a los negros es algo que nos atañe a todos, puesto que cualquier mal ejemplo nos perjudica. No me agrada tener que pagar a cazadores que busquen a mis esclavos por esas montañas del infierno.
—Pues a mí jamás se me ha escapado ninguno —le hizo notar ella—. Y le repito que mi forma de actuar es cosa mía, y no hay ley que me lo impida.
—¡No…! —replicó el otro con brusquedad—. Estoy de acuerdo en que no hay ley que se lo impida, pero yo sí se lo puedo impedir, de modo que le aconsejo que medite mi propuesta y se deje de tonterías. Le pagaré un precio justo.
—¿Y si no acepto?
—Tendrá que atenerse a las consecuencias. Y le advierto que pueden resultar desagradables.
Celeste Heredia se tomó unos instantes para reflexionar; observó a su interlocutor, al que apenas le llegaba al pecho, y por último hizo un leve gesto de asentimiento.
—¡De acuerdo! —dijo—. Me lo pensaré, y le prometo que antes de dos semanas conocerá mi decisión.
—¡Buena chica! —replicó el otro con una leve sonrisa de triunfo—. Espero sus noticias.
—Las tendrá —fue la enigmática respuesta—. No dude que muy pronto recibirá mi mensaje.
De regreso al galeón, al que se podría considerar ya casi dispuesto para hacerse a la mar, Celeste se enfrentó al sorprendente hecho de que la hermosa sirena, de larga melena y enormes pechos que configuraba el mascarón de proa había sido pintada de color plata, y cuando quiso saber las razones de tan absurda decisión la respuesta resultó aún más desconcertante.
—Ya que se va a llamar La Dama de Plata es lógico que su mascarón parezca de plata —sentenció el osado pintor.
—¿Y quién ha dicho que se vaya a llamar así?
—Es lo lógico…, ¿o no?
—Había decidido que se llamara Sebastián.
—Le va más La Dama de Plata.
—La verdad es que razón tienen —admitió convencido Miguel Heredia—. La Dama de Plata le va que ni pintado. Y debes admitir que el mascarón ha quedado precioso.
—¡Bonito es! —reconoció casi a regañadientes su hija—. Pero aceptar ese nombre significa tanto como aceptar el apodo.
—Los apodos raramente se aceptan, pequeña —fue la respuesta—. Por lo general, se imponen.
Optaron por posponer la decisión dado que a la mañana siguiente debía dar comienzo la difícil tarea de seleccionar a la tripulación, para lo cual convocaron en primer lugar al veneciano Arrigo Buenarrivo con el fin de ponerle al corriente de cuál sería la auténtica misión del poderoso navío.
—¿Poner coto al tráfico de esclavos…? —repitió el hombrecillo en el colmo de la estupefacción—. Jamás se me habría ocurrido. —Observó a padre e hija como si se tratara de extraterrestres—. ¿Y qué esperan obtener con eso? —quiso saber.
—Sólo eso: poner coto al tráfico de esclavos.
—¿Y cuánto pagarán esos esclavos por su libertad?
—Nada. Los esclavos no tienen dinero.
—¿Nada? —repitió el otro cada vez más confuso—. ¿Y dónde se encuentra en ese caso el beneficio?
—Mi padre y yo no pretendemos obtener beneficios —le hizo notar Celeste—. Somos ya bastante ricos.
Se diría que el diminuto capitán necesitaba tiempo para conseguir que tan absurda idea se abriera paso hasta lo más profundo de su mente, y tras ponerse en pie y pasear con las manos a la espalda por la amplia camareta de recargadísima decoración, inquirió de nuevo:
—¿O sea que lo único que tenemos que hacer es interceptar buques negreros y liberar a los esclavos?
—¿Le parece poco?
—Me parece, cuanto menos, Pintoresco. —Puntualizó—. Todo barco tiene una misión que cumplir, pero arriesgarse por esos mares de Dios con todos los peligros que ello trae aparejado, por el simple placer de concederle la libertad a unos negros a los que ni siquiera se conoce, se me antoja disparatado.
—Puede que lo sea —admitió la muchacha con naturalidad—. Pero como comprenderá no nos parecía lógico ofrecerle el mando de una nave sin ponerle al corriente de su misión.
—Lo entiendo y lo agradezco.
—¿Y bien?
Arrigo Buenarrivo tomó asiento de nuevo y observo con especial detenimiento a la frágil mujer que le había hecho la pregunta, como si confiara en que de un momento a otro una fuerza oculta le fuese a revelar de forma milagrosa si era cierto que estaba o no completamente loca.
Por último, lanzó un resoplido y su ronco vozarrón pareció surgir de la más profunda de las cavernas al exclamar con acritud:
—¡Por todos los demonios! Soy un buen marino que suele ir allí donde su armador le ordena, siempre que ello no infrinja la ley. Pero de lo que no estoy seguro es de si existe alguna ley que prohíba liberar esclavos en alta mar.
—Es de suponer que no —fue la respuesta—. De hecho el tráfico de esclavos está siendo «consentido» pero no ha sido «oficialmente» aceptado por ningún país civilizado.
—En ese caso es de suponer que no se nos podría acusar de piratería…
—Es de suponer… —admitió Miguel Heredia.
—Pero ¿no están seguros?
—No.
—Curioso, ¿no les parece? Gente inmensamente rica que se lanza a la aventura de hacer el bien sin tener la seguridad de si les pueden ahorcar o no por ello. —Lanzó un nuevo gruñido—. ¿De verdad no están locos?
—Todo es cuestión de opiniones —observó Celeste—. ¿Acepta el mando?
El veneciano meditó de nuevo, pero en esta ocasión apenas le llevó un par de minutos.
—Lo acepto —gruñó al fin.
—Entonces, más vale que nos dediquemos de lleno a seleccionar a la tripulación, aunque no les pondremos al corriente de cuáles son nuestras intenciones hasta que nos encontremos en alta mar. Al que no esté de acuerdo lo desembarcaremos más tarde en Margarita.
—¿Margarita? —se sorprendió el veneciano—. ¿Y por qué Margarita?
—Tenemos algo que hacer allí, aunque será cuestión de un par de días. ¿Algún problema?
—Sólo uno —contestó—. Recuerden que este barco perteneció a Laurent de Graaf, y cualquier buen marino lo reconocería a diez millas de distancia. Cuanto menos naveguemos por el Caribe, mejor.
—Lo tendremos en cuenta.
La selección final de los hombres no resultó en absoluto difícil, ya que se podía escoger entre más de veinte candidatos para cada plaza dado que los escasos navíos que poco a poco iban llegando a la isla tenían la mayor parte de su dotación completa, y como era ya cosa sabida que la tranquila bahía había dejado de ser considerada santuario para piratas y corsarios, resultaba de igual modo harto difícil que se armaran navíos dispuestos a lanzarse al mar en busca de botín.
Como a nadie se le ocultaba que el mundo al que la mayoría de ellos estaban acostumbrados tenía visos de cambiar a toda prisa, la altiva y espléndida Dama de Plata parecía constituir la última oportunidad de aferrarse a un glorioso pasado de acción, riquezas y aventuras, pese a que nadie supiera a ciencia cierta cuál era la auténtica misión o el destino final del poderoso galeón.
Astutamente, Celeste había dejado correr la voz de que su oculta intención era poner rumbo a las remotas regiones australes del Pacífico, donde se rumoreaba que existían vastísimas tierras ignotas en las que el oro y la plata abundaban aún más de lo que lo hicieran tiempo atrás en México o Perú.
Al reclamo de tan atractivo espejismo los marinos continuaban acudiendo como moscas a la miel, y uno de los primeros que pidió permiso para subir a bordo y suplicar que le permitieran embarcar, fue el mismísimo Silvino Peixe, el tímido gaviero portugués que una mañana viniera a confesarles el trágico fin que habían tenido los desgraciados tripulantes del Jacaré.
—Me consta que haber navegado a bordo del Botafumeiro no constituye una buena carta de recomendación —admitió—. Pero deben tener en cuenta que demasiado a menudo los de nuestro oficio no tenemos mucho donde elegir. Les juro que nunca he sido pirata, asesino o ladrón. Tan sólo soy un simple marino que quiere hacer bien su trabajo.
—No necesitas disculparte —dijo Celeste—. Demostraste mucho valor al contar lo que sabías y de no ser por ti jamás hubiera sospechado cuál había sido el terrible final de los hombres de mi hermano —sonrió con innegable amargura—. No niego que tal vez hubiera sido mejor ignorarlo, pero al menos sirvió para que el culpable recibiera su castigo.
—¿Conseguisteis encontrar al capitán Tiradentes? —inquirió vivamente interesado el buen hombre.
—Lo conseguí.
—¿Y…?
—Jamás volverá a arrancarle un diente a nadie. De eso puedes estar seguro.
El portugués no pudo evitar lanzar un hondo suspiro de alivio.
—Me quitáis un gran peso de encima —dijo—. Perdonad la expresión, pero es que ese «coño e su madre» siempre fue como una pesadilla. —Su tono cambió para volver a mostrarse humilde—. ¿Me daréis ese trabajo?
—Estás admitido.
—Os juro que nunca os arrepentiréis, señora. Nunca.
Parecidas muestras de agradecimiento daban todos aquellos a los que el capitán Buenarrivo concedía el visto bueno, para lo cual solía bastarle con ordenarles que treparan a lo alto del palo mayor para observar cómo se movían por los marchapiés, y cómo aferraban o largaban el velamen a un simple toque de silbato del contramaestre.
—Lo que ahora importa es elegir bien a gavieros y juaneteros, pues de ellos depende la seguridad de la nave en los momentos de peligro. —Acostumbraba señalar—. Al resto de los hombres se les puede ir enseñando el oficio, pero los que tienen que subir allá arriba, o saben, o se estrellan.
Tres largos días llevó elegir a los ciento noventa hombres más idóneos, y otros tres abastecer de agua y víveres la nave, por lo que a media mañana del domingo siguiente el veneciano pareció darse por satisfecho.
—Me faltan un tercer oficial, un jefe de artilleros y, sobre todo, un buen piloto de esta agua, pero admito que con lo que tengo puedo hacerme a la mar. —Lanzó uno de sus peculiares resoplidos—. Por lo que a mí respecta, tan sólo espero la orden de zarpar.