El día en que Celeste Heredia Matamoros llegó a la amarga conclusión de que su hermano Sebastián había muerto durante el terrible terremoto que el 7 de junio de 1692 destruyera por completo la hermosa ciudad de Port-Royal, maldijo al injusto destino que le había hecho permanecer casi quince años lejos del ser que más amaba y que, cuando se lo devolvía, era para arrebatárselo de nuevo de un modo cruel, inesperado y, en esta ocasión, definitivo.
Pero decidió no llorarle.
Las lágrimas le anegaron el alma, y al igual que el alma es un algo intangible que se asienta en cierto lugar aún no muy bien determinado del cuerpo, sus lágrimas nadie pudo palparlas, y se hacía necesario mirar muy dentro de sus ojos para descubrir que se escondían en lo más hondo, como si de un profundísimo pozo se tratase; pozo en el que incluso su propia dueña se negaba a sumergirse.
A su dolor se sumaba no obstante el de su padre, cada vez más perplejo ante el hecho de que la vida se regodeara en martirizarle sin razón aparente, puesto que tras empujarle, como le había empujado tiempo atrás, casi hasta el borde mismo de la locura, le había librado durante un tiempo de ese abismo para colgarle una vez más sobre él, como a un simple muñeco.
Sentado junto a su hija frente a la ahora hedionda bahía, en la que aún flotaban los restos de los múltiples naufragios que el seísmo había provocado, y a cuyas playas empujaba el viento todos aquellos despojos humanos que ya ni los tiburones aceptaban, se preguntaba si era posible que el cadáver de su hijo hubiera sido también pasto de dichos tiburones, o tal vez permanecía atrapado en el interior de su barco, antaño altivo pero que apenas era ahora algo más que una destrozada proa sobresaliendo de la superficie de las grasientas aguas.
—¡Ni siquiera una tumba! —musitó quejumbroso—. No tendrá ni siquiera un lugar en el que descansar ni una lápida que recuerde su paso por la vida.
Su hija le acarició con ternura la mano ligeramente temblorosa.
—Las tumbas tan sólo guardan cuerpos, padre; sólo despojos. —Celeste señaló la infinita extensión de agua azul y transparente que nacía al otro lado de la franja de tierra en que antaño se alzara Port-Royal, y añadió—: Seguro que Sebastián prefiere descansar en la inmensidad de ese mar que tanto amaba, y te juro que hará que su paso por la vida se recuerde muchos años.
—¿Cómo?
—Armando un navío que luche contra los negreros en honor a su memoria… replicó la muchacha con aquella sorprendente firmeza tan propia de su carácter y que obligaba a creerla a pies juntillas. —Y no pararé hasta conseguir que miles de desgraciados bendigan su nombre, y docenas de canallas lo maldigan.
—¿Aún sigues con esa absurda idea?
—No sigo —fue la tranquila respuesta—. ¡Empiezo!
Y empezó a la mañana siguiente, acudiendo a visitar al atribulado coronel James Buchanan, que era, a la vista de la brusca desaparición física de la totalidad de sus mandos superiores durante aquellos tres terribles minutos en los que la tierra pareció volverse loca, el hombre en cuyas manos había quedado la responsabilidad de poner algo de orden en el caos de una isla aún aturdida por la inconcebible magnitud de su tragedia.
—Venimos a solicitar permiso para recuperar los tesoros que mi hermano, el capitán Sebastián Heredia Matamoros, guardaba en las bodegas de su barco, elJacaré, que se hundió en la bahía durante el terremoto del pasado día 7.
El buen hombre, que aún no había tenido ni siquiera la oportunidad de enviar una nave a Londres dando cuenta de lo ocurrido y solicitando instrucciones, observó como entre sueños a aquella atractiva muchachita de aire decidido, así como al abatido anciano que se mantenía en pie a su lado. Tras unos segundos de duda, inquirió:
—¿Tiene algún documento que acredite ese parentesco o la propiedad del barco?
—Todos están en el fondo del mar.
—¡Era de suponer! —admitió el desconcertado militar, que tenía plena conciencia de que no sabía cómo hacer frente al tremendo cúmulo de problemas que habían caído sobre sus espaldas—. Haremos una cosa —añadió—. Emitir‚ un bando, y si al cuarto día nadie presenta objeciones, les concederé ese permiso. —Le apuntó directamente con el dedo—. Pero un tercio de cuanto recuperen pasar a engrosar los fondos de ayuda a los damnificados.
—Un quinto.
—He dicho un tercio.
—Y yo un quinto —insistió Celeste—. Sabe muy bien que la mayoría de esos damnificados están muertos, y que a nadie se le ocurrirá la absurda idea de volver a alzar una ciudad en el sitio.
El otro la observó mesándose nerviosamente la entrecana perilla de la que a menudo se arrancaba puñados de pelos.
—¡Una jovencita muy testaruda muy testaruda…! —masculló—. Un cuarto, y no se hable más.
—Me parece justo, siempre que sus soldados se encarguen de la custodia.
—Trato hecho.
—Lo quiero por escrito.
—Lo tendrá por escrito. ¿Algo más?
—Nada más. Que pase un buen día.
—No creo que vuelva a tener nunca un buen día —fue la desabrida respuesta—. La mayoría de mis compañeros han muerto y la ciudad que ayudé a fundar ha desaparecido. —Les miró de frente—. ¿Creen, como opina la mayoría, que el Señor la destruyó porque se había convertido en la «Ciudad del Pecado»?
Celeste Heredia, que ya se había puesto en pie dispuesta a marcharse, negó convencida.
—El pecado no anida en ciudades, sino en el corazón de los hombres, y si ése fuera el caso, el Señor se vería obligado a destruir a más de la mitad de la humanidad. ¡Buenos días!
Ya en la calle, la muchacha abrió con sumo cuidado l enorme sombrilla que le protegía del violento sol tropical, y sin volverse a su padre señaló con un amplio gesto a su alrededor:
—El terremoto ha dejado a docenas de marinos sin barco y peones sin trabajo. Siendo generosos no creo que tengamos dificultades a la hora de encontrar ayuda. Y lo que nos sobra, es dinero.
Un doblón al día y un porcentaje en los beneficios constituía a todas luces un salario más que apetitoso para unos desgraciados a los que el violento seísmo había dejado en la más absoluta miseria, por lo que tres días más tarde Celeste Heredia y su padre contaban ya con más de medio centenar de ansiosos individuos que aguardaban impacientes que el atribulado coronel Buchanan diese su definitivo visto bueno y pudiera procederse a la recuperación de los supuestos tesoros del Jacaré.
Dado que, como era de esperar, no apareció nadie que tuviese una clara idea de cuál de las dos docenas de navío semihundidos que se desparramaban por la amplia bahía, podía ser el en otro tiempo temido «jebeque» del famoso capitán Jacaré Jack, el meticuloso Buchanan accedió a firmar el documento que acreditaba que las tres cuartas partes de cuanto se encontrara en sus bodegas pasaría a ser propiedad de celeste, por lo que apenas dos horas más tarde se iniciaron las labores de rescate.
Gruesas maromas se tendieron desde tierra firme al —para padre e hija— inconfundible mascarón de proa de la amada nave y, a base de pagar un alquiler astronómico a sus dueños, se obtuvo el concurso de la mayor parte de los caballos, mulos y bueyes que habían conseguido sobrevivir a la catástrofe, y que se aplicaron a la tarea de halar de los cabos para aproximar cuanto quedaba de la maltrecha embarcación a una pequeña ensenada poco profunda.
El trabajo trascurría de forma harto lenta y farragosa, puesto que le maltratado caso de vieja madera ahora anegado corría el riesgo de partirse en dos, desparramado por el lodoso fondo de la bahía su preciada carga, y se hacía necesario por lo tanto que el único carpintero de ribera que había quedado con vida examinase detenidamente a cada instante la estructura del navío afianzándola con cabos aquí y allá, e incluso clavando gruesos tablones de refuerzo, puesto que lo que sobraba era tiempo y lo que faltaba, fiabilidad en las quebrantadas cuadernas del ya más que veterano «jebeque».
Sentada a la sombra de un copuda ceiba que se alzaba en un punto desde el que se dominaba a la perfección cada detalle del laborioso rescate, Celeste Heredia Matamoros apenas se movió durante los tres días y las tres noches que siguieron, dando órdenes o escuchando consejos, con tal entusiasmo y concentración que podría creerse que para ella no se trataba tan sólo de un valioso tesoro, sino más bien de recuperar una parte importante de su pasado.
Se hacía necesario tener en cuenta, tal vez, que desde el lejano día en que el capitán Sancho Mendaña le comunicara la feliz nueva de que su padre y su hermano no habían desaparecido en el mar, sino que se encontraban vivos y a bordo de un barco llamado Jacaré, dicho barco había acaparado sus sueños de adolescente, puesto que siempre vivió convencida de que algún día su idolatrado hermano Sebastián acudiría a rescatarla a bordo de ese mismo barco.
Así había sido en efecto, pero ahora, menos de un año después de que hubiera puesto por primera vez el pie sobre su pulida cubierta, el ágil y altivo navío no era ya más que un montón de maderas rebosante de agua sucia que avanzaba milímetro a milímetro, en un desesperado empeño por alcanzar la orilla de la bahía antes de desbaratarse definitivamente.
A media tarde del tercer día, cuando ya menos de cuarenta metros separaban su proa del punto elegido para vararlo de forma definitiva, un hombre alto y flaco, de aspecto taciturno y ojos enrojecidos por la falta de sueño, se aproximó hasta la ceiba bajo la que celeste y Miguel Heredia discutían sobre la conveniencia de arriesgarse o no a intentar acabar la faena durante esa misma jornada, para inquirir roncamente:
—¿Podrían prestarme atención unos minutos? Tengo algo que contarles que creo que les interesará.
—¿Sobre?
—Ese barco… —Hizo una corta pausa, y al fin añadió con un notable esfuerzo—: Me encontraba a bordo cuando se hundió.
Miguel Heredia Ximénez le observó con profunda atención y por último replicó ásperamente:
—Lo dudo. Jamás le he visto, y conocía muy bien a cuantos navegaban en él.
—Yo no he dicho que navegara en él —admitió sin inmutarse el desconocido—. He dicho que me encontraba a bordo. Me llamo Silvino Peixe, y formaba parte de la tripulación de una bricbarca portuguesa al mando de Joao Oliveira, más conocido como capitán Tiradentes.
—¿Cómo se llamaba su barco?
—El Botafumeiro… También quedó totalmente destrozado a un par de millas de aquí.
—¿Y qué hacía a bordo del Jacaré? —quiso saber Celeste, que pareció intuir de inmediato que el relato del llamado Silvino Peixe le atañía muy directamente.
—Es una larga historia, señorita —replicó el otro—. Larga, sangrienta y cruel. Sin duda la historia más cruel que pueda contarse, y le ruego que me crea si le digo que desde esa noche apenas he conseguido dormir un par de horas.
—¿Cuánto quiere por contarla? —Inquirió Miguel Heredia con un leve tono agresivo.
—Nada, señor —fue la rápida respuesta—. Yo se la cuento, y si la consideran interesante, me conformaré con lo que quieran darme. Lo único que deseo es conseguir un pasaje de regreso a Oporto.
—Le escuchamos.
El portugués buscó a su alrededor, encontró un taburete, y, acomodándose en él, carraspeó repetidas veces, se tomó un tiempo para meditar sobre lo que iba a decir y por último comenzó en tono pausado:
—Tal como he dicho, me encontraba embarcado a bordo del Botafumeiro, cuando hace unos ocho meses una epidemia de dengue nos diezmó. Poco después recibimos la noticia de que en Cumaná buscaban un barco como el nuestro, fuimos allí y un caballero español nos contrató para perseguir y aniquilar al Jacaré.
—¿Cómo se llamaba ese caballero?
—Nunca lo supe —admitió su interlocutor—. Le preocupaba mucho mantener en secreto su nombre, pero no cabía duda de que era, o había sido, un personaje muy principal cuya única obsesión parecía ser la de capturar al capitán Jacaré Jack, que, por lo que pude averiguar, se había «apoderado» de una importante cantidad de perlas pertenecientes a la Casa de Contratación de Sevilla.
Celeste Heredia intercambió una larga mirada con su padre, extendió la mano para interrumpir el relato, y por último inquirió, como si le costara trabajo admitir que sus sospechas fueran ciertas:
—¿Ese caballero era rubio, de ojos muy azules, barba ensortijada y complexión robusta?
—Exactamente, señorita. ¿Sabe a quién me refiero?
—Probablemente se trata de don Hernando Pedrárias Gotarredona, delegado en la isla de Margarita de la Casa de Contratación. —La muchacha asintió convencida—. Sí; tiene que ser él. Continúe, por favor.
—Pusimos rumbo a la isla de la Tortuga donde contratamos a unos cuantos hombres, que resultaron ser gente bronca y de pésima catadura, aunque quiero advertirle que la mayoría de los que navegábamos en el Botafumeiro no podíamos presumir de santos. Tres días más tarde zarpamos hacia aquí, donde fondeamos hace poco más de un mes.
Hizo una larga pausa, suspiro muy hondo, lanzó una significativa mirada hacia la botella de ron que se encontraba al pie del árbol, e inquirió casi suplicante:
—¿Puedo?
—¡Desde luego!
Alzó la botella, bebió con largueza sin apoyar los labios en el gollete, y tras secarse unas gotas que le corrían por la barbilla, suspiró para añadir:
—Tuvimos noticias de que el Jacaré había estado aquí, por lo que el capitán decidió esperar su regreso, aunque el caballero se mostraba cada vez más nervioso, casi fuera de sí, y cuando al fin lo vio aparecer se podría asegurar que echaba espumarajos por la boca. El odio que ese hombre sentía era algo enfermizo, puede creerme; algo en verdad espantoso.
—Si es quien me imagino, le creo —replicó con un hilo de voz la muchacha—. Le conozco muy bien. ¿Qué ocurrió luego?
—A la tercera noche asaltamos el barco, pasando a cuchillo a sus centinelas y aguardando el regreso de cuantos se encontraban en tierra… —Resultaba evidente que incluso al propio Silvino Peixe, testigo y partícipe de los hechos, le costaba admitir que fueran ciertos—. Los fueron asesinando a sangre fría uno por uno.
—¿Asesinando? —se horrorizó Miguel Heredia.
—A todos, señor. Sin excepción alguna.
—¡No es posible!
—Lo es, señor, puedo jurárselo. Cuando descendí a la bodega los descubrí amontonados como bestias en el matadero, y le aseguro que es el espectáculo más dantesco al que jamás me haya enfrentado… —Resopló con fuerza—. Pero no acaba ahí la cosa.
—¿Qué más pudo ocurrir? —El caballero español ordenó que les cortaran las cabezas y las conservaran en barriles con salmuera para llevarlas de regreso a Cumaná.
—¡No, por Dios! —sollozó roncamente Celeste Heredia—. Dígame que no lo hicieron.
—Lo hicieron, señorita. Lo siento, pero lo hicieron.
—¿Estaba el capitán Jacaré Jack entre ellos?
—No. El capitán Jack no estaba a bordo. El único sobreviviente señaló que había bajado a visitar a su padre y su hermana, y al oírlo el caballero se puso como loco y comenzó a renegar como si todos los demonios del averno se hubieran apoderado de su alma… —Agitó la cabeza convencido—. Y a fe que lo habían hecho.
—A fe… —admitió Miguel Heredia—. ¿Qué dijo exactamente?
—Lo siento, señor, no puedo recordarlo, o más bien diría que nadie entendió a qué se refería. —El portugués se pasó la mano por el lacio y descuidado cabello como si con ello buscara aclararse las ideas—. Mascullaba sobre que los hijos de su amante le habían buscado la ruina, ordenando que nos quedáramos a bordo hasta que el capitán Jack regresase, pese a que teníamos previsto zarpar al amanecer. —Chasqueó la lengua sonoramente—. Al poco sobrevino el terremoto, y ahí acabó todo.
Celeste meditó sobre cuanto acababa de oír, pareció llegar a la conclusión de que era un relato que se debía ajustar bastante a la realidad, y por último inquirió en cierto modo desconcertada:
—¿Cómo explica su salvación, ya que el resto de sus compañeros se hundió con la nave?
—La conciencia, señorita —fue la extraña respuesta, que vino acompañada de una amarga sonrisa—. Estoy convencido de que fue gracias a la conciencia, pues me sentía tan asqueado por lo ocurrido, que decidí subir a cubierta para que nadie me viera llorar. El primer temblor me arrojó por la borda, y debo admitir que soy un buen nadador.
—¿Qué más sabe del capitán Jack?
—Que cuando nos fuimos a pique aún no había aparecido. Si murió, le aseguro que no fue a bordo. —Silvino Peixe lanzó una larga ojeada a su alrededor, como para cerciorarse de que nadie más podía oírle, y bajando mucho la voz añadió—: De quien sí sé es del capitán Tiradentes. El otro día le vi.
—¿Está seguro?
—Completamente. Recuerde que he pasado ocho años a sus órdenes —replicó el larguirucho con naturalidad—. Le descubrí cuando renegaba como un loco porque un cirujano estaba intentando curarle un brazo que tenía destrozado. Por suerte, él no me vio y decidí que sería mejor que no supiera que estoy vivo.
—¿Le teme? —quiso saber Celeste, y ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: ¿Por qué?
—Es un hombre sumamente peligroso, que sabe que puedo acusarle de asaltar un barco y asesinar a toda su dotación en plena bahía de Port-Royal. ¿Tiene idea de lo que le harían los ingleses?
—Supongo que lo ahorcarían.
—Y a mí de paso. Esos musiús no se lo piensan a la hora de ejecutar a un extranjero. —Negó una y otra vez con la cabeza como desechando un mal pensamiento—. ¡No…! —añadió—. Quiero regresar a casa y olvidar toda esta historia. —Les observó con manifiesta ansiedad—. ¿Me ayudarán con lo del pasaje?
Celeste Heredia asintió al tiempo que abría la bolsa de cuero que llevaba sujeta a la cintura, y extrayendo de ella un puñado de monedas de oro las depositó delicadamente en la mano de su interlocutor, al tiempo que señalaba:
—¡Naturalmente! Pero le daré diez veces más si me indica quién es ese tal capitán Tiradentes.
—Nunca he sido un delator.
—Lo imagino. Pero debe entender que tales crímenes no deben quedar impunes.
Silvino Peixe permaneció muy quieto observando las monedas que tenía en la mano, y casi podría asegurarse que su mente se encontraba perdida en los recuerdos de la macabra escena de la que se había obligado a ser testigo. Por último, musitó con un hilo de voz:
—Procuren no abrir la bodega de popa. Las barras de plata están en la de proa, pero el capitán ordenó que los cadáveres fueran arrojados a la de popa. —Alzó el rostro y les observó casi suplicante—. ¡Por favor! —insistió—. ¡No la abran!
—Necesitaremos pruebas contra su capitán.
El otro se puso en pie muy lentamente, y en el momento en que daba media vuelta señaló:
—Si con mi palabra basta, lo pensaré. Se alejó bordeando la bahía y antes de que desapareciera tras un grupo de palmeras, Celeste se volvió hacia su padre.
—¿Qué opinas?
—Parece sincero.
—¿Volveremos a verle?
—No lo sé. Pero me niego a aceptar que el asesino de unos hombres con los que navegué tantos años siga con vida.
—El verdadero asesino fue Hernando, y ése sí que, por lo visto, ha muerto.
—¿Quieres que te confiese algo curioso? —puntualizó Miguel Heredia—. Cuando estábamos intentando encontrar el cuerpo de Sebastián, tropecé con un cadáver que me recordó a Pedrárias, pero como tan sólo lo había visto una vez en mi vida, y de eso hace ya muchos años, deseché la idea de que pudiera tratarse de él.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Se me antojó absurdo. ¿Qué podía hacer un delegado de la Casa de Contratación de Sevilla en Jamaica?
—Perseguirnos. Te advertí que lo intentaría.
—Pero jamás imaginé que lo hiciera personalmente.
—Yo sí. —Celeste se alzó bruscamente como si con ello quisiera dar por zanjado el tema—. ¡Bien! En su momento nos ocuparemos del capitán Tiradentes. Ahora lo primero que tenemos que hacer es rescatar esa plata.
Al amanecer del día siguiente se concentraron por lo tanto en la tarea de conseguir que los restos del Jacaré alcanzaran la quieta ensenada elegida, y cuando al fin el otrora altivo navío quedó asentado en su fondo, pese a que una cuarta de agua cubriera la práctica totalidad de su cubierta, treparon a bordo para examinarlo más de cerca.
Al abrir la bodega de proa quedó a la vista un rectángulo de agua sucia y oscura en la que flotaban trapos y pedazos de madera, y muy pronto llegaron a la conclusión de que quienes se sumergiesen con el fin de encontrar los pesadísimos lingotes de plata que al parecer permanecían en su interior, tendrían que guiarse únicamente por el tacto.
Bastó no obstante ofrecer tres doblones de oro por cada barra que se extrajese, para que seis hombres se presentaran voluntarios, y fue así como, a primera hora de la tarde, parte del fabuloso tesoro, comenzó a amontonarse sobre la arena de la playa.
Muy pronto se corrió la voz del hallazgo y, al poco, un excitadísimo coronel Buchanan hizo su aparición seguido de media docena de soldados fuertemente armados.
—Luego era cierto —exclamó fascinado—. ¡Una auténtica fortuna! ¿Cuántas barras esperan encontrar?
—Poco más de trescientas —replicó Celeste segura de sí misma.
El otro no pudo evitar lanzar un leve silbido de admiración aunque de inmediato pareció avergonzarse por el hecho de haber mostrado sus sentimientos, cosa al parecer impropia de un oficial de Su Graciosa Majestad.
—¡Trescientas! —repitió, como si le costara admitir que la muchacha fuese un ser de carne y hueso—. ¿Qué se siente al ser tan joven y tan rica?
—Cambiaría cuanto contiene ese barco por volver a ver a mi hermano.
—Nunca he tenido hermanos —fue la humorística reflexión del militar—. Pero dudo mucho, conociendo a mis padres, que hubieran sido capaces de darme uno que valiera la mitad. ¿Me permite un consejo?
—¡Por supuesto!
—Conozco un banquero, Ferdinand Hafner, que les ofrecerá un buen precio por esa plata. Y sus cartas de crédito están garantizadas por la mismísima Corona.
—No es que la Corona inglesa me inspire excesiva confianza, pero le confieso que ya había pensado en Hafner —fue la sincera respuesta de la muchacha—. ¿Por qué no me lo presenta? —sonrió con marcada intención—. Siempre resulta conveniente que un banquero nos deba un favor, ¿no le parece?
El coronel, que sudaba a chorros dentro de su gruesa casaca, ya que aquél resultaba un día especialmente bochornoso, incluso para quienes estuvieran, como él, acostumbrados desde años atrás al sofocante clima jamaicano, se secó con un empapado pañuelo el sudor que le corría libremente por el cuello y asintió convencido.
—Muy conveniente —dijo—. Sobre todo para un pobre militar que ha perdido cuanto tenía en el transcurso de un violento terremoto.
De inmediato se alejó en dirección a un diminuto villorrio que se alzaba al norte de la bahía, justo en el punto opuesto que ocupara hasta pocos días antes la fastuosa ciudad de Port-Royal. Allí habían acudido a refugiarse la mayor parte de los supervivientes del desastre y que parecían haber llegado a la conclusión de que, por hermosa que hubiera sido considerada siempre la lengua de tierra que separaba la laguna del mar, alzar de nuevo la ciudad en el mismo punto significaría un peligroso reto al destino.
A nadie le apetecía la idea de dormir sabiendo que bajo su cama se pudrían cientos de cadáveres y toda una ciudad enterrada en cuestión de minutos, por lo que, día a día, la recién recuperada actividad de la isla se iba desplazando hacia las sucias cabañas de Kingston, pese a que fuera aquélla una zona húmeda, calurosa e invadida por nubes de mosquitos, a los que la suave brisa marina, ahora lejana, no bastaba para empujar tierra adentro.
Cabría asegurar, por otra parte, que en cierto modo los jamaicanos habían llegado a la conclusión de que el violento terremoto del 7 de junio, no sólo había aniquilado a una ciudad, sino que en cierto modo había puesto fin a toda una época e incluso a una forma de entender la vida, ya que a partir de aquel momento la tranquila bahía dejaría de ser el seguro refugio de unos piratas que a todas luces parecían condenados a desaparecer.
El próspero comercio de café, cacao, azúcar y sobre todo, esclavos, estaba demostrando ser mucho más rentable y menos arriesgado que el duro oficio de «salteador de galeones», y ya eran muchas y muy importantes las voces que clamaban para que se pusiera coto a las andanzas de los temidos Perros del Mar.
El circunspecto y pragmático coronel James Buchanan continuaba sin tener ocasión de enviar un correo a Londres para notificar la magnitud del desastre, dado que no había quedado en Port-Royal un solo navío en condiciones de emprender la travesía del océano, pero como estaba convencido de que la Corona inglesa tenía en mente acabar con el incómodo santuario de Port-Royal, consideró, no sin cierta razón, que la aniquilación de la ciudad, le daba pie para acabar con sus actividades delictivas.
Tras una larga reflexión había llegado a la conclusión de que, si bien Port-Royal había sido la Meca de los piratas caribeños, Kingston debería convertirse de allí en adelante en la Meca del tráfico de esclavos con destino al mercado caribeño.
Pese a que tal decisión acabase por afectar negativamente a millones de seres humanos a lo largo del siguiente siglo, la decisión del coronel James Buchanan no debe atribuirse en absoluto a su posible talante racista, sino al simple hecho de que estaba convencido de que la importación masiva de mano de obra africana al Nuevo Mundo constituía, no sólo un negocio lícito, sino incluso beneficioso tanto para los compradores como para los comprados.
A tal respecto se hace necesario resaltar el hecho de que habían sido la propia reina de Inglaterra, el príncipe Ruperto y el duque de York, los fundadores de la tristemente famosa Real Compañía de África especializada en la captura y venta de esclavos por lo que no es de extrañar que un miembro destacado de su ejército acabase por aceptar a pies juntillas la teoría de que lo que Su Graciosa Majestad patrocinaba debía ser necesariamente justo.
A su modo de ver, y dado que la mayor parte de los aborígenes de las Indias Occidentales habían desaparecido víctima de las epidemias importadas por los europeos, o de las guerras propiciadas por esos mismos europeos, la única forma lógica que quedaba de poner en explotación sus fértiles tierras era a base de importar una mano de obra sumisa, fuerte, y capaz de sobrevivir al agobiante clima tropical.
Y esa mano de obra tan sólo podía encontrarse en África.
El coronel James Buchanan no se planteaba en absoluto las repercusiones éticas y morales de tales actos, visto que daba por sentado que si su reina los propiciaba debían ser lícitos, y visto que tras medio siglo de haber actuado como base de operaciones de los más crueles piratas, el hecho de que Jamaica pasara a convertirse en centro de trata de negros constituía a todas luces un notable progreso hacia la «normalización» de su economía.
Por todo ello, y sin aguardar confirmación de la metrópoli, a mediados del mes de septiembre emitió un bando por el que se prohibía la contratación de tripulantes para todos aquellos navíos que no estuvieran dedicados pura y exclusivamente al transporte de hombres o mercancías, al tiempo que limitaba a una semana el tiempo de estancia en la bahía —y por una sola vez— a cualquier nave que no pudiese acreditar de forma inequívoca la «honradez» de sus actividades.
De allí en adelante piratas y corsarios se verían obligados a buscar refugio en el desolado peñasco de La Tortuga, o en los áridos islotes de las Caimán.
Los tiempos de gloria de las Banderas Negras habían llegado a su fin.
Llegaban los tiempos de gloria de las Pieles Negras.
Y Kingston, la sucia Kingston, la tórrida Kingston, la insalubre Kingston, se aprestaba a enriquecerse con el tráfico humano.