«¿Por qué tenían que ser serpientes?», es el lamento de Indy, aunque podría haber sido fácilmente el de Karen Allen. La actriz tuvo que soportar una experiencia que hace que las desventuras de Tippi Hedren en Los pájaros parezcan un paseo por el parque: Steven Spielberg le arrancó gritos más convincentes arrojándole serpientes vivas a la cabeza. Harrison Ford también sufrió lo suyo, víctima de un accidente casi mortal y de un grave caso de disentería. Todas las señales parecían de mal agüero, pero el resultado final —uno de los más estimulantes ejemplos de cine de aventuras de la historia— compensó lo malos tragos.

Su nombre es Indiana Jones. Indy para los amigos, Junior para su padre. Vive en Utah, imparte clases de Arqueología en la universidad y en sus ratos libres se le puede encontrar buscando tesoros ocultos en las selvas de América del Sur, en los desiertos egipcios o en el Nepal. Su afición a la aventura y a la arqueología le viene de su juventud, cuando formaba parte de los boy-scouts, así como la cicatriz de su barbilla, producto de un latigazo mal dado, y su aversión a las serpientes.

Su padre, Henry Jones, es un profesor especializado en literatura medieval, huraño, rígido y bastante victoriano, aunque dotado de un gran sentido del humor, un sabio despistado que ha dedicado toda su vida a la búsqueda del Santo Grial. Pertenece a la vieja escuela y no ve con buenos ojos el carácter aventurero de Indiana, al que considera un poco cabeza loca, aun cuando consiga antigüedades para los museos. De su madre apenas sabemos nada, salvo que en 1938, cuando padre e hijo se embarcan en el rescate del Cáliz de Cristo, ya había fallecido.

Al igual que Superman, nuestro héroe posee una doble personalidad. El doctor Jones lleva una vida sedentaria, imparte sus clases y evita como puede las miradas embelesadas de sus alumnas. Pero inesperadamente, este equilibrio se rompe y el tímido y miope profesor universitario se transforma en una especie de James Bond que, en vez de smoking y pistola, luce barba de varios días, cazadora de cuero, sombrero de fieltro marrón y un látigo que lo mismo le sirve para rechazar a un enemigo que para salvar un obstáculo. Pero al contrario que el famoso héroe del cómic, Indy es mucho más humano y vulnerable, aunque igualmente invencible, un personaje que suda y padece sus hazañas, que va lleno de polvo, golpes y magulladuras, y que más de una vez ha perdido su preciado botín a manos del arqueólogo rival. En cuanto a su relación con las mujeres, su comportamiento responde en líneas generales al de un misógino: no rehúye la compañía femenina, pero es incapaz de mantener una relación seria; lo más, un breve e intenso romance.

Desde su nacimiento, el público se sintió inmediatamente atraído por este personaje romántico y legendario, a caballo —según definición del propio Spielberg— entre el Errol Flynn de Las Aventuras de Don Juan y el Humphrey Bogart de El Tesoro de Sierra Madre. Un héroe de una pieza que parece salido de las sesiones matinales de los años treinta, aquellas entrañables películas “en jornadas” que dejaban siempre al protagonista en una situación de máximo peligro, aparentemente insalvable, hasta la semana siguiente. Harrison Ford encarnó admirablemente a este aventurero absolutamente irresistible, valiente, astuto e infatigable, identificación de los sueños adolescentes de una generación necesitada de héroes individuales, transparentes en sus intenciones, antítesis de los tipos violentos y desencantados que predominaron en el cine a finales de los sesenta y principios de los setenta por obra y gracia de cineastas como Sam Peckinpah.

En busca del arca perdida acabó recaudando 367 millones de dólares en todo el mundo y convirtiéndose en la cinta más taquillera de la Paramount hasta el estreno de Forrest Gump. Marcó un nuevo amanecer para los blockbusters veraniegos, ganó cuatro Oscar y elevó la polvorienta imagen de la Arqueología a la profesión más sexy conocida por el hombre.

La excelente carrera comercial de la primera aventura del nuevo héroe dio origen a una saga tan popular como rentable y a innumerables imitaciones, la mayoría tan deplorables como los pobres remedos prot agonizados por Richard Chamberl ein, Tom Selleck y compañía. Fue el triunfo del cine como arte espectacular y la constatación de que Hollywood seguía siendo la fábrica de sueños. Y eso que no es fácil repetir una y otra vez un éxito de taquilla contando aparentemente con los mismos elementos. A lo largo de la historia del cine, los casos similares se pueden enumerar con los dedos de una mano: Tarzán, James Bond, la saga de Star Wars y poco más. La estrategia de la serie hay que considerarla, por tanto, como perfecta, independientemente de su valor cinematográfico. Una gigantesca operación industrial magníficamente coordinada y dirigida por el binomio mágico Lucas & Spielberg. Ambos, conscientes del incalculable valor del producto que tenían entre manos, supieron mimarlo, cuidarlo y venderlo, manteniéndose fieles a la línea que trazaron con perfecto pulso comercial y artístico en el primer episodio de la serie. Cabían invenciones en los detalles, en las anécdotas, y a lo sumo en la concepción de algún personaje —la heroínas o el padre de Indiana—, pero las ideas fundamentales, los materiales básicos y la estructura argumental debían ser aplicados con la misma fórmula. Así, el cóctel formado por paisajes exóticos, peligros extraordinarios, intrigas maquiavélicas, héroes inquebrantables y seres perversos, aderezado con unas gotas de humor, se convirtió en un fascinante espectáculo visual aclamado por los espectadores de todas las edades, un éxito mundial que introdujo en la mitología del celuloide un nuevo personaje: Indiana Jones.

La historia dice que George Lucas empezó a pensar por primera vez en En busca del arca perdida en 1973, en la época en que terminaba de rodar American Graffiti. Pero también estaba consumido por su idea de hacer una película de ciencia-ficción, así que los planes para Indy quedaron en el congelador.

Dos años después, Lucas se reunió con su amigo Philip Kaufman, y le habló sobre su concepto de un largometraje inspirado en los seriales matinales de la RKO a los que era tan aficionado en su infancia. Tras una mini-tormenta de ideas, dieron con su héroe: un arqueólogo playboy que lucha con los nazis por el día y seduce a las mujeres por la noche. Su nombre: Indiana Smith. Kaufman sugirió el tema del Arca de la Alianza como mcguffin central,[1] y Lucas le propuso dirigir la película. Pero Philip estaba ocupado con el guión de El fuera de la ley y, de nuevo, el proyecto fue aplazado mientras George volvía a concentrarse en su saga interestelar. Fundido en negro durante varios años y llegamos a mayo de 1977.

Según cuenta la leyenda, el intrépido doctor Jones nació en una playa de Hawai, mientras sus padres en la llamada vida real, George Lucas y Steven Spielberg, se tostaban al sol del Pacífico para recuperarse de sus últimos rodajes. El primero para olvidar los horrores de La guerra de las galaxias y el segundo la difícil experiencia de Encuentros en la tercera fase. Las vacaciones se convirtieron en las más provechosas de sus respectivas vidas.

En este idílico paraje, arrodillados en la arena en el Hotel Mauna Kea, Lucas y Spielberg parecían la más extraña de las parejas. Sin embargo, eran un dúo perfecto: dos niños hiperdesarrollados con un maduro genio para el cine. Mientras pasaban la tarde construyendo castillos, sus fantasías inevitablemente giraron hacia fantasías fílmicas.

Cuando empezaron a llegar las primeras noticias de la extraordinaria acogida a la epopeya galáctica, con interminables colas delante de todas las salas donde se exhibía, un entusiasmado George le comentó a su compañero que le gustaría dirigir una película de acción trepidante que mezclaría las cualidades míticas de lo oculto y los seriales matinales de los sábados, y que destronaría a James Bond en el proceso. Sería un homenaje a los viejos filmes de episodios que adoraron en su infancia realizado con los medios de hoy. A continuación, le contó la historia de un arqueólogo que recorría parajes exóticos a finales de los años treinta en busca de tesoros ocultos.

La imagen del héroe de Lucas se adaptaba más a la de un cazador de fortuna que a la de un científico, una especie de mercenario de la arqueología que no dudaba en utilizar medios poco lícitos para alcanzar sus objetivos, aunque eso sí, todas las reliquias que encontraba en sus correrías las donaba a un museo. O por lo menos casi todas. Porque en un principio el doctor Jones era un auténtico playboy acostumbrado a frecuentar los ambientes más lujosos de Manhattan, un tren de vida que le obligaba a recurrir de vez en cuando a algunos de los tesoros que caían en sus manos.[2]

Después de veinte minutos escuchando el relato, Spielberg exclamó: «Me encantaría hacerla». Lucas le sorprendió con su respuesta: «Bueno, yo estoy retirado. Ya no voy a dirigir más, así que si la quieres, es tuya». Acordaron iniciar la producción en 1980, pues Steven primero tenía que completar la post-producción de Encuentros en la tercera fase y ya se había comprometido a dirigir 1941.

Unos meses después de las mencionadas vacaciones, Lucas se puso en contacto con Spielberg para saber si continuaba interesado en dirigir una película de aventuras al estilo de los viejos seriales. Steven reiteró su compromiso sin dudarlo un solo instante. Cinco años había esperado Indiana para poder calarse su sombrero y ya nada le detendría. En busca del arca perdida le estaba esperando.

La pareja de oro del cine norteamericano se puso manos a la obra. Spielberg poseía la habilidad y el ingenio; Lucas, los dólares y los medios deseados, y ambos reunían con poco más de treinta años un excelente currículum forjado a base de repetidos éxitos de taquilla.

En esta fase, el proyecto aún no tenía guionista. Una vez los abogados de Lucas y Philip Kaufman llegaron a un acuerdo, manteniendo el nombre de Kaufman en los títulos de crédito, Steven propuso a un joven publicitario de Chicago llamado Lawrence Kasdan para el desarrollo del libreto. «Cuando Spielberg leyó mi guión Continental Divide», comentó Kasdan, «le dijo a mi agente: “Estoy haciendo una película con George Lucas y creo que este chico podría escribirla. ¿Pasaría algo si le enseño Continental Divide a George?” Y nosotros, por supuesto, aceptamos. Entonces conocí a Lucas —había leído el guión y le había gustado— y en esa primera reunión, me contrató».

A finales de 1977, Lucas, Spielberg y Kasdan se reunieron en Los Ángeles para hablar de su nuevo proyecto. Se pasaron una semana pergeñando el argumento básico de En busca del arca perdida, y George registró todas las ideas en cintas de magnetofón. Situaron la acción en 1936 para poder utilizar hechos reales sobre Adolf Hitler, estudiante de la doctrina religiosa, de los objetos raros y del ocultismo. La historia nos cuenta las aventuras de un superheroico arqueólogo que dedica los veranos a buscar objetos misteriosos… en este caso, la mítica Arca de la Alianza, que, según la tradición bíblica, contiene las tablas de la Ley en su interior, un mítico tesoro que tiene misteriosos poderes destructivos. Era un argumento digno de DeMille, con escenarios exóticos, ciudades perdidas, villanos ansiosos de poder, interludios románticos y peligro de muerte cierta.

«Larry [Kasdan], George y Steven se lo pasaron genial eligiendo escenas que les habían emocionado cuando eran pequeños y que querían volver a ver en el cine», declaró el productor Frank Marshall. «Yo les miraba y decía: “¿Pero de dónde vamos a sacar un ala que vuele?” Había que ser prácticos. Pero era una de esas ocasiones en las que propones todos los cacharros que te encantan y las ideas más disparatadas que se te ocurren y luego comentas: “Podemos hacerlo”. George creó un ambiente genial, muy positivo. Su lema era: “Podemos hacer lo que queramos, y podemos ingeniárnoslas para que no nos salga demasiado caro”. Ése era el reto».

Al final de la semana, Lawrence Kasdan se puso a escribir la primera versión del guión. «Salí de aquellas reuniones sintiendo que estaba en muy buena forma», recordaba el joven escritor, «y entonces me senté y pensé: “Uh-oh, esto va a ser duro”». Y fue duro, lo bastante para mantener a Kasdan ocupado durante seis meses. El resultado fue excepcional.[3] Larry otorgó una dimensión extra a personajes que eran esencialmente de cartoon, pulió una historia demasiado extensa —la escena de la carrera de carretillas en el interior de la mina fue eliminada y reutilizada tres años después en Indiana Jones y el templo maldito— y cubrió el talón de Aquiles de Lucas con sus intemporales diálogos.

Con el guión en buenas manos, Lucas y Spielberg podían dedicar su atención a otros proyectos. El primero saboreó el extraordinario éxito de La guerra de las galaxias y se sumergió en la producción de More American Graffiti, de B.W.L. Norton, y en la segunda parte de la prevista trilogía galáctica, El imperio contraataca, donde actuó como productor y guionista, relegando la dirección en Irvin Kershner. Su socio también se ocupó de proyectos propios y ajenos, y el más importante, sin duda, fuela comedia 1941, millonario juguete estrenado en 1979 que supuso la mayor catástrofe comercial de su carrera y un tema casi tabú en las entrevistas que concedió con posterioridad.

Comenzó entonces el largo peregrinar en busca del estudio dispuesto a apoyar el proyecto de Lucas y Spielberg. La combinación de los dos grandes wonderboys de Hollywood hacía pensar que las majors se darían de bofetadas por formar parte del proyecto. No fue así. Todos los ejecutivos estaban asustados ante los altos porcentajes que tendrían que entregar a dos talentos de ese calibre, lo que reduciría enormemente sus beneficios.

Muchos de los veteranos de Hollywood, incluyendo a Lew Wasserman de Universal, se sintieron ofendidos por lo que llegó a conocerse como el “trato asesino de Lucas”.[4] Otros ejecutivos simplemente no podían rechazar el mejor guión que habían visto en años y la unión de dos de los talentos más brillantes del cine americano. Si hubo un único momento en que el Nuevo Hollywood triunfó sobre el Viej o, fue cuando el presidente de Paramount, Michael Eisner, aceptó las condiciones.

«Michael Eisner, entonces en la Paramount, leyó las veinte primeras páginas del guión, y dijo: “En esto ya se nos iría todo el presupuesto”», recordó años más tarde el productor Frank Marshall. «Pero George, a esas alturas de su carrera, ya se podía permitir el lujo de afirmar: “Podemos hacerlo, y aquí están los que lo harán”. Y lo hicimos. Y sigue siendo la experiencia más gratificante que he vivido como productor».

Robert Watts, que había sido supervisor de producción en La guerra de las galaxias, ejerció las mismas funciones en En busca del arca perdida. Llegó a Hollywood en noviembre de 1979 para hablar de la logística con Lucas y Spielberg. «Todos estaban preocupados», recordaba Watts. «Después de todo, rodábamos en cuatro países y tres continentes. ¿Se imaginan lo que es trasladar a todo un equipo de rodaje de Túnez a Hawai? Afortunadamente, George y Steven tenían una relación fantástica. Son la pareja ideal, porque ambos participan en la parte creativa. Los dos son cineastas responsables. A Steven le encanta dirigir, a George no. Steven acepta proyectos ideados por otros; a George le gusta hacerlo todo él desde el principio».

Lucas había encargado al artista de comics Jim Steranko que crease detallados dibujos de sus personajes centrales. «Había cuatro ilustraciones: un hombre peleando bajo el ala de un avión con un enorme alemán, un caballo negro persiguiendo un camión, el mismo hombre en un templo con un nido de serpientes y el desierto con una batalla de fondo», dijo Howard Kazanjian, contratado por sus amigos como co-productor ejecutivo. «El personaje tenía barba de tres días y tenía su bolsa y su látigo, y el modo en que estaba ahí de pie… era Harrison Ford».

Después de largas reuniones, el personaje y la historia tomaron forma definitivamente. El héroe todavía se llamaba Indiana —en homenaje al perro de Lucas—, pero el apellido Smith —que Steven odiaba— dejó su lugar a Jones. Todo lo que tenían que hacer ahora era buscar un actor para interpretarlo.

Parecía evidente para todo el mundo que el rol había sido creado específicamente con Ford en mente. Pero en los meses siguientes, Spielberg y Lucas hicieron cuanto pudieron por evitar contratarle. Para ambos, los contras de escoger a Han Solo superaban con mucho los pros.

En la víspera del Día de Acción de Gracias de 1979, Steven Spielberg telefoneó al director de casting Mike Fenton (con quien ya había trabajado en Loca evasión) y le preguntó si quería trabajar con él en su nueva producción. Fenton dijo que por supuesto, y se reunió con Spielberg y George Lucas en un restaurante de Hollywood. Fue entonces cuando Fenton recibió el guión de En busca del arca perdida. La película se estaba llevando en secreto. Steven le pidió a Mike que no discutiese el personaje de Indiana Jones, pero no puso límites sobre quién podía interpretar el papel. «Originalmente queríamos un completo desconocido», explicó el director. «Concretamente, George y yo queríamos hacer una estrella de Johnny, el albañil de Malibú. No pudimos encontrar ningún albañil en Malibú, así que empezamos a buscar entre gente más conocida de la industria».

Lucas y Spielberg tenían una imagen mental de la clase de héroe que estaban buscando. George veía a Jones como un playboy desaliñado. La clase de aventurero vestido como Humphrey Bogart en El tesoro de Sierra Madre, completado con cazadora de cuero y un látigo. El Jones de Steven era más un alcohólico quejumbroso, bruscamente romántico y violentamente atractivo.

Las sesiones de casting se celebraban en la cocina de Lucasfilm, y los candidatos que llegaban de nueve a una ayudaban a cocinar, mientras que los que llegaban entre las dos y las siete se comían lo que había sido cocinado. Se corrió la voz, así que los actores llamaban a sus agentes diciendo: «Sólo quiero ir después de las dos». Todo el mundo quería comer, nadie quería cocinar.

No se sabe si un actor de treinta y cinco años llamado Tom Selleck fue a cocinar o a comer. En cualquier caso, estaba lleno de ambición. Alto, atractivo y atlético, este antiguo modelo de Detroit había conseguido un papel recurrente en la serie televisiva Los casos de Rockford, y se había dejado ver en pequeños papeles cinematográficos. Sin embargo, era más conocido a principios de los ochenta como el “hombre de Marlboro”, cuya imagen ilustraba los incontables anuncios de cigarrillos en prensa y en carteles por toda América.

Superadas las primeras audiciones, todo el mundo estuvo de acuerdo en que Tom Selleck era perfecto para el papel de Indiana. Pero surgió un problema: el actor había firmado una opción para protagonizar una nueva serie de Universal y CBS titulada Magnum, cuyo episodio-piloto había sido emitido unos meses antes. No había emocionado a nadie, y la opción que le comprometía con la serie estaba a punto de expirar. Impacientes por empezar a trabajar con el actor, Lucas y Spielberg trataron de asegurar su desvinculación. La Universal aceptó, pero cuando los ejecutivos de la cadena CBS supieron que los cineastas de moda iban detrás de la estrella de una serie descartada, decidieron ponerla en marcha para desgracia de éste y suerte de Harrison Ford.

Un día Selleck era Indiana Jones, al siguiente era Magnum, el último detective privado de la televisión, y no había nada que él pudiese hacer al respecto. «Sentí mucha melancolía después de quedarme fuera de En busca del arca perdida», comentó años después. «Todos los actores sueñan con hacer películas y pensé que nunca iba a dejar de ser un actor de televisión».[5]

La leyenda cuenta que unos días después, Steven Spielberg estaba viendo El imperio contraataca y reparó en que el actor que interpretaba a Han Solo sería un perfecto Indiana Jones. El lacónico carisma de Harrison Ford se ajustaba como un guante a la visión que el director tenía sobre cómo debía ser Indy: una mezcla de Errol Flynn y Humphrey Bogart.[6]

Otros cuentan una historia diferente. El productor ejecutivo Howard Kazanjian insiste en que Harrison Ford había sido considerado para el papel desde el primer día, pero que Lucas y Spielberg se mostraban reticentes a escoger un rostro conocido. Mike Fenton era de la misma opinión: «Siempre supimos que Harrison estaba hecho para este papel. George y Marcia Lucas, Steven Spielberg y los productores Kathleen Kennedy y Frank Marshall, todos sabíamos que teníamos a Harrison en la reserva, en caso de no encontrar a alguien que estuviese más cerca del personaje de Indiana Jones».

¿Dónde estaba Ford entretanto? Fingiendo no estar interesado, aunque en realidad estaba echando humo. Su frustración había ido aumentando mientras observaba la situación. «Ellos saben dónde encontrarme», decía a todo el que le sugería que ejerciese más presión en su favor. Luego, “Variety” anunció prematuramente que Selleck había sido contratado, y la frustración se convirtió en ira. Cuando George le llamó, fingiendo serenidad con un «Steven y yo hemos estado dando vueltas a la idea de que te gustaría hacer esto», Harrison ya sabía que les haría pagar un alto precio por el tratamiento recibido. Sentía la fuerza del rol de Indiana Jones, lo valioso que podía ser para su carrera. Pero también sabía que tenía la sartén por el mango.

Ni Spielberg ni Lucas podían ser considerados fáciles de convencer en las negociaciones. Su acuerdo con la Paramount había sido la comidilla de toda la ciudad durante semanas. En Ford, sin embargo, encontraron un formidable adversario, alguien que compartía su iconoclastia en los negocios y en el arte. A cambio de su compromiso para hacer tres películas, el actor exigió un salario de siete cifras, un siete por ciento de los ingresos brutos en taquilla y una extensa reescritura de todos sus diálogos.

La mayor preocupación de Harrison eran las ocasionales semejanzas que Indy tenía con Han Solo, y quería establecer claras distinciones entre ambos personajes. «No quería que Jones fuese una especie de Profesor Solo», declaró. No quedaba tiempo para una reescritura del guión. Pero Spielberg reconoció en Ford una habilidad innata con los diálogos y quiso incorporar algunas de sus sugerencias. «Steven y yo nos sentamos en el avión que salía de Los Ángeles», recordaba el actor, «y repasamos el guión línea por línea durante diez horas. Cuando llegamos a Londres, habíamos resuelto toda la película».

Spielberg quería a su novia Amy Irving para el papel de la chica del protagonista, Marion Ravenwood, pero una inoportuna ruptura sentimental dio al traste con su posible participación en En busca del arca perdida. Lucas eligió a Debra Winger, que rechazó la oferta. Finalmente, fue la semidesconocida Karen Allen quien se llevó el gato al agua. Danny De Vito fue la primera elección para interpretar a Sallah, el colega de Indy, pero no se llegó a un acuerdo sobre su salario, y el papel acabó en las manos del galés John Rhys-Davies.

Spielberg y Lucas se embarcaron en una búsqueda por todo el mundo para encontrar las localizaciones perfectas. Se decidieron por la ciudad de La Rochelle, en la costa francesa, los estudios Elstree de Londres, el desierto de Túnez y su amada Hawai. La primera parada fue en La Rochelle, cien millas al norte de Burdeos. Los dos cineastas habían descubierto que allí descansaba un submarino alemán, abandonado en la guerra, perfecto para la escena en que el buque de vapor es torpedeado por el submarino alemán. La filmación comenzó el 23 de junio de 1980, y los cinco primeros días del calendario de rodaje se invirtieron en las escenas del secuestro del submarino.

Fue entonces cuando Harrison Ford experimentó por primera vez las enormes exigencias físicas de su papel. «Nadar hasta el submarino no tenía peligro», dijo el actor, «sólo suponía incomodidad». Lo peor aún estaba por llegar.[7]

Steven Spielberg rodaba a toda prisa y, siete días después, la producción ya estaba en los estudios Elstree de Londres para filmar los interiores. ¿Por qué tanta velocidad? Por dinero. Lucas y Spielberg habían llegado a un fantástico acuerdo financiero con la Paramount: el productor recibiría cuatro millones de dólares; el director, un millón y medio; y ambos recibirían una parte de los ingresos brutos. Pero el trato contenía una trampa: Michael Eisner negoció unas cláusulas de fuertes sanciones económicas en caso de que la película superase los veinte millones de dólares de presupuesto o el calendario previsto de ochenta y siete días de rodaje.

En la fértil imaginación de Spielberg y Lucas, En busca del arca perdida sería el equivalente cinematográfico a una montaña rusa de Disneylandia. Y Ford pronto comprobaría que todo lo vivido hasta entonces palidecía en comparación con la tortura física que le esperaba más adelante.

El alcance del castigo se hizo obvio cuando llegó la hora de rodar la escena inicial, ambientada en un antiguo templo peruano, donde Indy evita una sucesión de trampas mortales para hacerse con una estatuilla. En el clímax de la secuencia, el protagonista es perseguido por una gran bola de piedra —en realidad, cuatrocientos kilos de fibra de vidrio, madera y arcilla—. Ford estaba convencido de que podía dar esquinazo a la mole, y repitió la escena diez veces. Si hubiese tropezado en una sola ocasión, la roca le habría caído encima. «Venció las diez veces y rompió los pronósticos; él tuvo suerte y yo fui un idiota por dejar que lo intentara», dijo Spielberg arrepentido. Aquello sólo fue el principio.

«Todo lo que simplemente implicaba graves lesiones o incapacidad total, Harrison lo hacía», reconoció el director. «Todo lo que significaba la muerte debido a un error fatal de cálculo, lo hacían los especialistas». Ford justificó su insistencia en hacer la mayoría de sus escenas de acción con un argumento irrefutable: «Joder, si no las hubiese hecho, no se me habría visto en la película».

«Soy el mayor cobarde del mundo», solía decirle Harrison a Glenn H. Randall cuando éste le explicaba las escenas. Sin embargo, secuencias como aquella en la que está colgando del morro de un camión en marcha, a centímetros del suelo, demuestran determinación o una clase de locura que Randall no se había encontrado antes.

La filmación continuó a un ritmo frenético. Siguiendo cada día el meticuloso storyboard de Ed Verreaux, el director logró un promedio de quince tomas diarias en interiores y treinta y cinco en exteriores. En seis semanas de trabajo en Elstree, Spielberg había finalizado todos los interiores correspondientes a El Cairo y la secuencia completa del templo peruano, utilizando trucos, maquetas, animación y cuantos procedimientos pudieran ayudar a que lo fantástico se hiciera real y lo real se hiciera fantástico. Así, el templo del prólogo no era más que un pasillo convenientemente decorado y repleto de trucajes mecánicos y ópticos. El Raven Bar de Nepal, donde tiene lugar una espectacular pelea entre Indiana y los agentes nazis, era también un decorado de madera rodeado de vidrios pintados como fondo y nieve artificial accionada por un ventilador, mientras que el Pozo de las Almas, el escondite del arca, fue construido íntegramente en un estudio con la ayuda de 70 toneladas de yeso. Pero no todo era mentira. Al menos las tarántulas que aparecían en el templo y las serpientes que se amontonaban en el fondo del pozo eran tan reales como la vida misma.

El director sabía que un héroe con una debilidad parecería más vulnerable, y sería más fácil que el público se identificase con él. Así que hizo que Indiana Jones tuviese miedo a las serpientes, y no hace falta decir que el protagonista encontró unas cuantas durante sus aventuras en En busca del arca perdida. El Pozo de las Almas estaba lleno de ellas.

Se suponía que el suelo del set tenía que estar cubierto de serpientes vivas, y aunque ya había dos mil en el estudio, Spielberg seguía queriendo más y más. Así que suspendió el rodaje durante un día mientras otras cuatro mil quinientas cobras y serpientes de cascabel eran importadas desde Dinamarca, y en aras del realismo incluso utilizó trozos de manguera para llenar los espacios que dejaban los reptiles. De manejar a estos peculiares extras se encargó el experto en serpientes Mike Culling.

Este toque de verismo obligó a los actores a realizar grandes esfuerzos para demostrar su profesionalidad ante las cámaras. Y no era para menos. Porque si tener como compañeros de reparto a seis mil ofidios, entre boas, pitones, cobras y culebras, no es lo más recomendable, ni que decir tiene que la emoción debió subir bastantes enteros cuando descubrieron que el suministro de antídoto para veneno de serpiente llevaba dos años caducado y que había que traer otro expresamente desde la India, lo que provocó más retrasos. Entonces, justo cuando estaban preparados para empezar, la hija de Stanley Kubrick —que dirigía El resplandor en los mismos estudios Elstree— se pasó por el plató de En busca del arca perdida y, cuando vio las serpientes, corrió a llamar a la Sociedad Protectora de Animales. Otro día perdido mientras los atribulados cineastas aseguraban a las autoridades que los ofidios estaban siendo tratados con sumo cuidado.

Ford, mientras tanto, restaba importancia al miedo de Indy a las serpientes con su característica sonrisa. «No me molestan en absoluto», declaró. «Cuando era un niño, estuve en un campamento de boy scouts y solía recogerlas. Me asombra que ésa sea la escena que más miedo da a mucha gente».

Karen Allen era una de esas personas. «Harrison tenía sus botas y guantes, y prendas de cuero», recordaba la actriz, «y yo tenía los brazos desnudos y nada en las piernas ni los pies. Al principio fue duro, porque no podía soportar a las serpientes en mis pies. Pero me acostumbré a ellas».

Aunque la mayor parte de los ofidios eran inofensivos, el equipo usó un par de cobras, cuya mordedura es mortal, para añadir un poco de peligro real para Indy. «Cuando usamos las cobras», explicó Howard Kazanjian, co-productor ejecutivo de la película, «teníamos ambulancias fuera del set y un equipo médico con antídoto importado de la India». Los protagonistas estaban en buenas manos.

«Aunque nunca me mordieron», dijo Karen Allen, «sí atacaron al ayudante de dirección, y hubo momentos en que tenía que marcharme del set en mitad de la toma». Inevitablemente, la doble de Karen ocupó su puesto en varias escenas; y cuando ni siquiera ella se sintió segura, el cuidador de serpientes Steve Edge tuvo que afeitarse las piernas y ponerse el vestido de Marian. La leyenda dice que muchos de los ofidios nunca fueron recuperados y aún se pasean por los oscuros rincones de Elstree.

Spielberg, cuya reputación como un director con poca paciencia con sus actores era bien conocida en Hollywood, tampoco facilitaba las cosas. Si existía alguna duda del lugar que los intérpretes ocupaban en su universo, Karen Allen proporcionó todas las evidencias necesarias durante el rodaje de la escena del Pozo de las Almas. Steven le arrojaba serpientes y le pegaba fuego a su vestido para provocar gritos más realistas. «Ve a los actores como parte del decorado», protestaba Allen. La actriz explotó el día que el cineasta le arrojó una pitón muerta a la cabeza.

La huida de Indy del Pozo de las Almas ofreció al director una oportunidad para una escena realmente espectacular. En su esfuerzo por abrir un agujero en la pared de su prisión, Indy derriba una gran estatua de un dios chacal y monta en ella mientras cae (un homenaje, quizás, a Slim Pickens cabalgando sobre la bomba atómica en ¿Teléfono rojo?… Volamos hacia Moscú). Harrison Ford, intrépido pero no estúpido, sabía que era el momento de ceder su lugar al especialista profesional Martin Grace.

Como explicaba Glenn Randall: «El chacal tenía veintiocho pies de altura. Era de yeso, pero aún así increíblemente pesado. Pusimos grandes poleas hidráulicas en una pierna para saber exactamente en qué plano iba a derrumbarse. Sólo podía caer de un modo, si todo salía bien».

Pero a pesar de todas las previsiones, algo salió mal. Si se observa atentamente la película, se ve a Indy perdiendo pie por un instante cuando la estatua comienza a caer. «Sí, yo aún estaba bajando cuando se puso en marcha», reconoció Martin Grace. «Y es entonces cuando tienes que pensar deprisa. Debería haber estado en mi posición… Los especialistas son gente que piensa muy rápido». Grace salió indemne.

Los problemas se intensificaron cuando el rodaje se trasladó al sofocante calor de Túnez. Aunque las temperaturas alcanzaban los 50o C, Steven seguía rodando a toda máquina. «Nunca he visto a un equipo tan cansado», recordaba el actor Paul Freeman. «Les veías dormirse con la cara metida en su plato de comida».

Una de las primeras escenas en filmarse en el desierto de Sedala fue la pelea entre Indy y un gigantesco mecánico alemán alrededor de una avioneta a punto de despegar. Durante los ensayos todo funcionó perfectamente, y Ford rodó sobre su espalda para alejarse del tren de aterrizaje del aparato. Frente a las cámaras, sin embargo, resbaló y uno de sus pies quedó atrapado bajo una rueda en movimiento. Los frenos entraron en funcionamiento segundos antes de que su rodilla fuese aplastada. La estrella no resultó herida, pero hicieron falta cuarenta personas para apartar la avioneta de su pierna.

«La reacción del equipo fue la normal que uno asocia a que el protagonista sea arrollado por un avión cuando la película sólo está a medio rodar», explicaba Harrison.

«Normalmente no soy un quejica, sé que no van a matar al protagonista en una película de veinte millones de dólares. También sé que Indy no quedaría bien con una pierna de madera. Tuve mucho más cuidado con el trabajo de los especialistas después de aquella experiencia».[8]

Más le valía tenerlo. Aún estaba por venir la peligrosa persecución en la que Indy empieza saltando desde un caballo a un camión alemán en marcha, que está transportando el arca, y acaba con nuestro héroe cayendo desde el capó del camión, y luego siendo arrastrado por la carretera durante un par de millas antes de subir de nuevo a la caja del camión. Para esa escena, Ford volvió a pedir un especialista. Consiguió uno… para los planos largos. En los primeros planos es el propio Harrison, colgando del retrovisor del vehículo, quien es arrastrado por la carretera. Como siempre, Ford no le daba importancia. «No podía ser peligroso», decía, «porque aún quedaban unas cuantas semanas de rodaje».

La última parada en Túnez fue la ciudad de Kairouan, que hacía las veces de El Cairo en los años treinta, lo que obligó a los técnicos a subirse a los tejados para quitar las antenas de televisión, un detalle que costó a la producción otro día de rodaje.

Spielberg había programado una increíble lucha de espada contra látigo entre Indy y un gigantesco guerrero árabe en un abarrotado mercado callejero. Pero Harrison Ford no estaba en condiciones de soportar una prolongada secuencia de acción. La disentería había hecho mella en él, como en el resto del equipo (no así Steven, que guardaba una reserva personal de comida enlatada importada de casa), y bastante tenía con batallar con sus dolores gástricos y las consabidas visitas al retrete como para pensar en pelearse con nadie.

El temido día llegó en su quinta semana de disentería y en una mañana en que todo el mundo parecía estar a punto de derrumbarse. Para empeorar las cosas, el espadachín árabe era «un inepto», en palabras de Karen Allen. «El tipo no se había aprendido los movimientos coreografiados, y parecía que no iba a funcionar». Ford, viendo que las complicaciones de manejar a una gran multitud y la pelea de espadas podían llevar todo el día, sugirió una alternativa: «¿Por qué no me limito a disparar a ese cabrón?». Spielberg exclamó: «Estaba pensando exactamente lo mismo». Y la necesidad se convirtió en el origen de uno de los gags visuales más divertidos de la película: el espadachín realiza una intrincada demostración con una gran cimitarra; Indy, sin dejarse impresionar, saca su revólver y le dispara. No muy deportivo, pero eficaz.

Esa escena también dice mucho al público sobre Indiana Jones. Su expresión de hastío cuando empuña su pistola resume la franqueza del personaje. Como explicó Ford: «Indy es una especie de héroe de aventuras, pero tiene debilidades humanas. Se comporta como un valiente, pero yo no le describiría como un héroe. Da clases, pero yo no le describiría como un intelectual. Quería evitar cualquier elemento en el rol que fuese demasiado similar a Han Solo. Pero Indy no tiene ninguno de esos artilugios sofisticados que le mantienen a salvo de sus enemigos. La historia está ambientada en 1936, después de todo, y él está ahí en medio sólo con su látigo para mantener al mundo a raya».

La última parte de la producción tuvo lugar —muy apropiadamente— en la isla hawaiana de Kauai a finales de septiembre, donde Spielberg filmó los exteriores para la secuencia inicial en el templo peruano. La suerte de Ford casi se agotó en el último día de rodaje, en una escena en la que tenía que escapar de una tribu de nativos. La estrella debía nadar hasta un hidroavión estacionado en mitad de un lago y subir al aparato. Para enfatizar el pánico de Indy, Harrison propuso dejar la puerta del aparato abierta con sus piernas colgando en el aire durante el despegue. Gran error. Ésa era la teoría. En la práctica, nadie calculó el efecto que las oscilantes piernas del protagonista tendrían sobre la aerodinámica del viejo biplano de los años treinta que estaban utilizando. El equipo y la esposa de Ford, la guionista Melissa Mathison, observaron impotentes y horrorizados cómo el avión no se elevaba más de veinte pies, viraba hacia las copas de los árboles y se perdía en la espesura. Harrison y el piloto reaparecieron ilesos. «Pero tuvimos que hacerlo todo otra vez, por supuesto», bromeaba el actor.

El frenético ritmo de trabajo de Spielberg dio resultado. Programada oficialmente para ochenta y cinco días, En busca del arca perdida se completó en sólo setenta y tres. El director consiguió ahorrar tiempo y esfuerzo al no filmar él mismo toda la cinta. Se encargó de todas las secuencias con Harrison Ford, pero las escenas de masas, por ejemplo, fueron rodadas por el director de segunda unidad, Michael Moore o, en sus infrecuentes visitas al set, por el propio George Lucas. Además, hizo algo que nunca habría considerado en sus días anteriores a 1941: utilizar metraje de stock para ahorrar dinero en vez de recrearlo todo partiendo de su propia imaginación. El DC-3 que sobrevuela el Himalaya está sacado de Horizontes perdidos (1973), mientras una escena callejera de los años treinta se tomó prestada de Hindenburg (1975).

En busca del arca perdida se estrenó el 12 de junio de 1981, recaudando, tan solo en los tres primeros días de exhibición, ocho millones de dólares, casi la mitad de lo que había costado la producción en su totalidad. A partir de ahí, sólo dólares, dólares y más dólares. La película batió records de taquilla en todo el mundo y recibió ocho nominaciones a los Oscar —incluyendo la de Mejor Película—, aunque tuvo que conformarse con los correspondientes a categorías técnicas: Montaje, Dirección Artística, Sonido y Efectos Visuales. Además de ser el título más taquillero del año, pasó a formar parte de las diez películas con mayor recaudación de la historia.

La crítica, de igual modo, se rindió ante aquella excitante montaña rusa de casi dos horas. Vincent Canby, en el “New York Times”, encabezó los aplausos, describiendo En busca del arca perdida como «una de las películas americanas de aventuras más delirantemente divertidas, ingeniosas y estilizadas que se han hecho nunca». Casi todos los críticos eran de la misma opinión.

«Hay más excitación en los primeros diez minutos de En busca del arca perdida», escribió Bruce Williamson en “Playboy”, «que en cualquier filme que haya visto este año. Para cuando la explosiva aventura finaliza, cualquier cinéfilo que se precie debería estar exhausto». Y más entusiasmado aún se mostró el “Hollywood Reporter”: «Si George Lucas dijera que sería capaz de hacer una película muy entretenida con el Libro Rojo de Mao, ahora mismo me sentiría tentado a creerle. Y si tuviera intención de poner a Steven Spielberg en la dirección, le creería aún más».

De todo lo que se ha escrito sobre En busca del arca perdida, Roger Ebert, en su “Movie Home Companion”, es quizás el que más ha ido a la esencia del filme: «Es una experiencia extracorpórea, un filme con una imaginación fantástica y un ritmo vertiginoso, que te agarra en el primer plano, te lanza a una serie de aventuras increíbles y te devuelve a la realidad dos horas después… sin aliento, mareado, agotado y sonriendo como un tonto».

También se dieron cita las consabidas excepciones. La temida Pauline Keal lanzó sus dardos desde las páginas del “New Yorker”. «En busca del arca perdida es un tipo de cine tímido: el filme parece avergonzarse de no poder ofrecer al público las suficientes emociones como para hacerlo feliz». Pero ni los más firmes detractores de la cinta pudieron negar que la escena inicial, esencia del cine de aventuras, constituye una de las mejores páginas del género.

En busca del arca perdida es un filme brillante, un canto a la aventura por la aventura con un desarrollo ejemplar en el que todas sus secuencias están perfectamente sincronizadas. Un espléndido tebeo donde se multiplican emociones en una trepidante sucesión de episodios. Desde el primer fotograma de la película, donde el célebre símbolo de la Paramount se transforma en una montaña de las selvas sudamericanas, hasta el enigmático plano final, el espectador asiste perplejo a una impresionante aventura que le hace saltar continuamente de su butaca.

El prólogo, doce minutos apabullantes y realmente insuperables, constituye toda una declaración de principios respecto al posterior desarrollo de la cinta, fiel reflejo de la famosa sentencia de Cecil B. DeMille: «Las películas deben empezar con un terremoto y luego ir en aumento». En este fulgurante comienzo vemos a Indiana sortear increíbles trampas, enfrentarse a un ejército de tarántulas, esquivar flechas envenenadas y huir de los feroces nativos en la selva amazónica, todo ello para apoderarse de un ídolo de oro macizo. En el tiempo que otros emplean para hacer aparecer las letras de crédito, Spielberg realiza una obra maestra del cine de aventuras.

Tras la presentación del héroe, las siguientes escenas nos muestran la dimensión real del protagonista, un profesor de aspecto inofensivo que imparte clases en la universidad, para a continuación retomar su estampa heroica. A partir de ahí, el delirio. La película adquiere un ritmo frenético y las pruebas se suceden una tras otra hasta la consecución del objetivo final: peleas a bordo de un camión, persecuciones, un intento de envenenamiento, serpientes venenosas, abordaje de un submarino y, por último, la apoteosis final, la ira de Dios al ser profanada el Arca Sagrada. Acción, acción y más acción, trufada, eso sí, con gags tan antológicos como el del mono que hace el saludo hitleriano, la alumna que se escribe «Love you» en los párpados y, sobre todo, la soberbia resolución del duelo entre Indiana y el gigantesco moro armado con una cimitarra.

Al espectáculo contribuyeron en buena medida los actores. Harrison Ford interpretó con convicción, desenvoltura y ese toque clásico de los galanes aventureros al intrépido personaje del sombrero de fieltro. Él es el ingrediente que eleva este homenaje enardecedor a los seriales de antaño sobre el nivel de la evasión clásica.[9] Su interpretación es tan valiosa como el Arca de la Alianza. En la tradición de los superhéroes de cómic, Ford-Indiana tiene su lado Clark Kent, el colega de las gafas grandes y la musculatura desbordante. Parece ajeno a la admiración de sus alumnas, pues cuestiones más elevadas ocupan su mente: él aspira a pasar a la historia, no a seducir jovencitas. De ahí que uno de los mejores momentos de la cinta sea el más apacible. Después de verse convertido en blanco de hondas, flechas, áspides y cerbatanas, permite que Marion deposite un beso sobre los escasos centímetros de su piel que permanecen ilesos. Cuando se señala una pestaña y ella obedece, se hace la luz para el espectador: esto no es una película para niños. Pero les dejamos mirar. Por lo menos aprenderán a esquivar rocas gigantes e incluso a burlar a un mono nazi.

En la piel de la corajuda Marion Ravenwood, Karen Allen se reveló como una gran comediante capaz de sostener el tipo en las situaciones más inverosímiles. Y es que la chica es de cuidado. Bebe como un cosaco, jura como un carretero y resiste los puñetazos tan bien como la bebida. Además, es guapa. Un personaje moldeado con los mismos materiales de las heroínas hawksianas: mujeres dispuestas a permitir que su hombre se rompa mil veces la crisma hasta que reconozca lo mucho que la necesita. Y si no, ahí está el puñetazo que le endosa Marion a Indiana como saludo después de diez años sin verse, toda una declaración de principios. Entre los malvados, todos excelentes, brilló con luz propia el inquietante Ronald Lacey, tan perverso como corresponde a un personaje dibujado con todos los tópicos del género, el sádico nazi al que le tiemblan los labios de satisfacción al pensar en las terribles maldades que va a cometer.

George Lucas colocó los cimientos de la historia, Lawrence Kasdan ordenó las ideas y las convirtió en palabras, Steven Spielberg las plasmó en imágenes, Harrison Ford encarnó al héroe en la pantalla y John Williams puso las notas musicales. No podía ser otro. El compositor que revolucionó la historia de las bandas sonoras con su excelente partitura de La guerra de las galaxias, premiada con todo merecimiento con el Oscar, compuso para la ocasión una melodía tan unida a la imagen de Indiana Jones como su sombrero o su látigo. Un tema, por otro lado, calcado al que ilustraba musicalmente las aventuras galácticas de Luke Skywalker y Han Solo.

Pocas veces se ha derrochado en la historia del cine tal cantidad de ideas, de gags y de sorpresas increíbles. Pocas veces se ha diseñado y filmado una película tan compacta, ni se ha fusionado con tanta brillantez el cine de gran espectáculo con el encanto de las añejas películas de serie B. El “Rey Midas de Hollywood” consiguió algo más que una soberbia colección de divertidas y trepidantes aventuras. Creó un nuevo héroe, un mito cinematográfico que contribuyó a resucitar un género al que algunos habían enterrado prematuramente.