El rodaje de Apocalypse Now estuvo marcado por esa clase de locura que generalmente queda reservada para un teatro de guerra o un psiquiátrico de alta seguridad, un proceso de creación cinematográfica elevado a la enésima potencia. Menos mal que la empresa llegó a buen puerto. La película recaudó 150 millones de dólares, ganó la Palma de Oro en Cannes, dos Oscar (una minucia, todo hay que decirlo, comparado con lo que se llevó Kramer contra Kramer) y a la larga fue reconocida por los críticos como una poderosísima alegoría que revolucionó el cine bélico. Aún así, uno se pregunta si hay alguna empresa artística que justifique las tribulaciones que vivió Francis Ford Coppola, medio héroe, medio loco. El protagonista sufrió un infarto, el déspota del lugar pidió que le devolvieran sus helicópteros porque tenía que bombardear a los insurgentes, un tifón llevó al traste el set, Marlon Brando se presentó con muchos kilos de más y el director guardaba una lista de gente que podría ponerse al timón si él estiraba la pata.
La presencia de ánimo que demostró Coppola al aguantar el tipo ante un matrimonio, una salud mental y un presupuesto que se le iban de las manos —al final tuvo que poner millones de dólares de su propio bolsillo— es tan asombrosa como conmovedora. El insensato intento de improvisar pasajes enteros de la película y de empezar todos los días con un nuevo guión de rodaje es menos digno de encomio, pero es posible que tal política contribuyera en la misma medida a esbozar la atmósfera del filme. Hay una jungla ahí fuera…
Hoy cuesta creer que los planes originales de esta laberíntica producción eran diez veces más insensatos. Pero lo más increíble del rodaje de Apocalypse Now es que las cosas podrían haber ido mucho, pero mucho peor. Este asombroso viaje al horror fue concebido en 1969 y desarrollado durante cinco años por el pro-bélico John Milius y su compañero de clase en la escuela de cine, el liberal antibelicista George Lucas, entonces asistente de Francis F. Coppola en Zoetrope, como una lejana adaptación de “El corazón de las tinieblas”, la novela corta que Joseph Conrad escribió en 1910.
La aportación de Coppola en esta etapa consistió, precisamente, en sugerir el relato de Conrad como base del guión. La novela narra el viaje de un hombre por el río Congo para encontrar a Kurtz, un comerciante de marfil que ha perdido el juicio por influencia de las primitivas fuerzas de la jungla y del arbitrario proceso de destrucción que se lleva a cabo en nombre del imperialismo. Como muchas de las obras de Conrad, “El corazón de las tinieblas” es un relato prácticamente autobiográfico en el que el autor describe sus impresiones de su estancia en África a bordo del vapor “Roi des Belges”, siguiendo una trayectoria muy similar a la de su héroe de ficción, el marino Marlow.[1]
Milius se sirvió de esta idea para desarrollar, a lo largo de seis semanas, el esquema de una historia que se alejaba bastante de la temática expuesta por el escritor anglo-polaco. Sus otras grandes fuentes de inspiración fueron el poema épico de Homero “La Odisea” y el definitivo reportaje de Michael Herr sobre la guerra de Vietnam, Dispatches.
Cuando Milius le habló por primera vez de la idea de hacer un film bélico a Lucas, originalmente designado como director, el plan era rodar en el propio Vietnam, al más puro estilo cinéma vérité, un plan que, según recordaba más tarde, les hubiera permitido llegar a tiempo para la ofensiva del Têt. Pero los dos jóvenes cineastas querían hacer su película en 1968, cuando el conflicto estaba en su apogeo y tragándose a cientos de soldados americanos cada semana. Naturalmente, la idea no agradó a los posibles financiadores y el proyecto fue archivado indefinidamente. Habría que seguir pensando que aquella novela era inadaptable.
«Íbamos a hacer Apocalypse Now por 1.500.000 dólares en Vietnam», comentó Milius. «Teníamos gente que conocía a generales de las Fuerzas Aéreas y que iba a ayudarnos a conseguirlo. Estuvimos muy cerca. Pero entonces el estudio empezó a decir: “¿Por qué vamos a mandar allí a estos hippies? Son una panda de pirados. Los van a matar. Allí hay una guerra auténtica”. Así que nos pararon. En esa época había disturbios callejeros a causa de la guerra, y un ejecutivo de estudio es la última persona que quiere verse envuelto en eso. Hollywood no es exactamente conocido por su conciencia social».
Todo siguió igual hasta 1974, cuando Coppola informó a Lucas de que finalmente había conseguido luz verde para su proyecto y éste le contestó que estaba demasiado ocupado trabajando en una pequeña película de ciencia-ficción titulada La guerra de las galaxias. «Pero si quieres hacerla», le dijo George a su amigo Francis, «ve y hazla».
En esas fechas, Coppola ya era el director más influyente de la industria. Tres años atrás era un don nadie para la Paramount, el nombre número trece en la lista de posibles directores de El padrino, pero ahora estaba en situación de elegir. Al cineasta y a su productora, American Zoetrope, les interesaba el proyecto porque parecía fácil de hacer, pues incluso tenía un buen guión. Toda una ironía, visto lo visto.
«Estados Unidos acababa de salir de la peor guerra que había provocado», declaró el realizador italoamericano, «y la única que había perdido. La gran cantidad de muertos, el terrible desgaste social que sufrió el país, las protestas que generaron, una nación totalmente arrasada por culpa de la política de nuestro gobierno… No, no podía esperar más, iba a hacer la que sería mi gran obra y a exponer mi punto de vista».
La aventura vietnamita de Coppola se inició con la búsqueda de capital. El cineasta disponía de una fuerte suma de dinero, fruto de los beneficios obtenidos por los dos Padrinos, pero no era suficiente. El presupuesto inicial era de 12 millones de dólares y el plan de rodaje de 16 semanas. No obstante, parecía una inversión segura, y no tuvo dificultades para obtener ocho millones de dólares de los distribuidores extranjeros para financiar el proyecto.
Solucionado —al menos momentáneamente— el problema presupuestario, comenzó el arduo proceso de la selección del reparto. Coppola había prometido a sus inversores un elenco de campanillas, pero su configuración habría de convertirse en el primero de sus calvarios. La búsqueda de actores empezó en noviembre de 1975.[2]
Para el papel del capitán Willard, el director habló con Steve McQueen, pero el carismático protagonista de La huida rechazó la oferta al considerar el compromiso demasiado agotador. Lo mismo le sucedió con Clint Eastwood. Un primer contacto con el agente de Marlon Brando tampoco mejoró las perspectivas, al responderle que en ese momento sólo estaba interesado en descansar. Ni siquiera fructificaron las propuestas a sus más íntimos: Al Pacino se negó a pasar diecisiete semanas en la selva filipina, James Caan impuso unas condiciones económicas disparatadas y Gene Hackman adujo otros compromisos.
La desesperación hacía mella en Coppola, que veía cómo su proyecto se quedaba huérfano de estrellas y, por lo tanto, podía evaporarse su financiación. Insistió con Steve McQueen, ofreciéndole el papel de Kurtz, que requería menos semanas de rodaje, pero éste exigió que le pagaran la misma cantidad que hubiera percibido por el personaje de Willard, con lo que se le descartó definitivamente.
Los siguientes nombres de la lista fueron Jack Nicholson y Robert Redford, a quienes dio a elegir entre Kurtz y Willard. Recibidas las correspondientes negativas, Coppola agarró sus cinco Oscar y los tiró por la ventana de su casa de California. Logró cargarse cuatro de ellos.
La situación era crítica. Pero sonó el teléfono. El agente de Brando le comunicaba que el actor deseaba hablar con él. Después de varias conferencias, Marlon accedió a encarnar a Kurtz por tres millones y medio de dólares por cinco semanas de rodaje. El contrato se firmó en febrero de 1976 y se le añadió una cláusula en la que se especificaba que la estrella no habría de incorporarse al equipo hasta finales de verano, aunque la filmación se iniciara antes.[3]
Con Brando contratado, se pudo rehacer el pacto con los distribuidores extranjeros, que sólo redujeron su aportación en un treinta por ciento, y se cerró un acuerdo con United Artists, que aportó siete millones de dólares a cambio de los derechos de distribución de la película en Estados Unidos y Canadá. Pero ninguna otra gran estrella se prestó a colaborar en una empresa tan larga y fatigosa.
Coppola concentró entonces sus miras en actores de segunda fila. Martin Sheen, quien ya había impresionado al director en las pruebas finales para el papel de Michael en El padrino, se convirtió en la opción principal para el papel de Willard. Pero había aceptado otro trabajo, así que le dio una oportunidad a Harvey Keitel, el inquietante descubrimiento de Scorsese en Malas calles. El actor firmó por unos honorarios de 80.000 dólares. Del resto del reparto, tan solo Robert Duvall y Dennis Hopper aportaban ciertas dosis de popularidad.
El 1 de marzo de 1976, Coppola embarcó a familia y equipo rumbo a las islas Filipinas. El rodaje comenzó el 20 de ese mes, en plena selva y en unas circunstancias muy diferentes a las habituales en el cine de Hollywood, aunque el equipo no se privó de algunas comodidades: por ejemplo, se hacían traer pasta fresca desde Italia, a razón de 8.000 dólares el vuelo.
Los problemas no se hicieron esperar. El primer día, a causa de una confusión logística, Harvey Keitel fue abandonado en una balsa junto a otros miembros del reparto. «Hola, soy Harvey Keitel», repetía en vano el actor en su walkie-talkie antes de concluir: «¡No le haríais esto a Marlon Brando!». Keitel, de todos modos, no tendría que preocuparse durante mucho tiempo por el modo en que se le trataba. Al cabo de seis semanas, Coppola tomó un decisión tan extrema como onerosa: despedirle.[4]
«Harvey interpretaba su papel de una manera febril», se justificaba Coppola, «como los actores de segundo plano que tratan de atraer la atención sobre su persona agitando mucho su reloj de pulsera o haciéndose el nudo de la corbata. Además, se quejaba por todo: “¿Por qué no puedo alojarme en el mismo hotel que Marlon Brando?” “No, yo no quiero subir a ese barco”… Tuve que despedirle».
Tras la marcha de Keitel, Francis Coppola volvió a Los Ángeles, se afeitó la barba para viajar de incógnito y una semana después encontró un nuevo Willard: Martin Sheen. El actor no tardaría en descubrir que trabajar en Apocalypse Now iba a ser una experiencia única, por llamarla de algún modo. «No sé si voy a sobrevivir a esto», le dijo a un amigo. «Esos cabrones están locos. Todos esos helicópteros realmente están haciendo volar las cosas por los aires». De hecho, con la ingente cantidad de armamento utilizado en la producción, se podría haber equipado a un verdadero ejército. Como confesaba más tarde el coordinador de especialistas y veterano del Vietnam Dick White: «Con los helicópteros, los barcos y los extras bien entrenados que teníamos a nuestra disposición, había tres o cuatro países en el mundo que podríamos haber invadido fácilmente».
La locura comenzó cuando el director de fotografía Vittorio Storaro y el resto del equipo llegaron al escenario donde iba a rodarse la escena más recordada de Apocalypse Now: el ataque de la Caballería Aérea del Coronel Kilgore a la aldea vietnamita bajo los sones de “La cabalgata de las Walkirias”. Nadie tenía la más mínima idea de cómo convertir en realidad los grandiosos sueños del director.
Las setenta chozas que conformaban el objetivo habían sido especialmente construidas en una plantación de cocos cerca de Baler. Coppola dirigía el ataque —que implicaba a 450 actores, extras y técnicos— desde uno de los helicópteros. Todo se escapó de control con un ataque aéreo al departamento de atrezzo. La explosión destruyó un taller de pintura y causó daños por valor de 50.000 dólares.
Los helicópteros fueron una de las grandes atracciones del rodaje en Filipinas. El Ejército estadounidense estaba descontento con el tono de la película y no ofreció su cooperación, así que el realizador italoamericano se las tuvo que ingeniar para conseguir que el presidente Ferdinand Marcos le permitiera usar el grueso de su fuerza aérea. «Por cierto», comentó Francis en una entrevista televisada en 1992, «como Marcos era uno de los perros más fieles del gobierno estadounidense, nos dejó utilizar sus veinticuatro helicópteros, ¡qué eran los mismos que utilizó Nixon en Vietnam! Más realismo, imposible».
Por la mañana, los técnicos pintaban los aparatos con insignias militares norteamericanas, y por la noche las reemplazaban por los motivos de la Fuerza Aérea Filipina. Con el Gobierno librando una guerra contra los comunistas insurgentes en las montañas, Coppola raramente tenía a los mismos pilotos dos días consecutivos, lo que implicaba perder muchas horas en complicados ensayos. No obstante, pese a la inexperiencia de los pilotos, el cineasta se las hubiera arreglado bien con este equipo si Marcos no se hubiera reservado el derecho a exigir la devolución de sus helicópteros en caso de necesidad. Y eso fue lo que sucedió el 2 de abril, en mitad de la preparación de una compleja toma, aquélla en la que el coronel Kilgore organiza un ataque aéreo al son de “La cabalgata de las walkirias”: el presidente Marcos reclamó sus aparatos para combatir a los rebeldes en el sur del país, dejando al director compuesto y sin nada que rodar.
Incluso cuando los aparatos estaban presentes, las cosas raramente salían bien. Increíblemente para una película de este calibre, al principio no había ningún supervisor aéreo asignado al rodaje hasta que Dick White se ocupó personalmente de orquestar el combate. «Tenía quince helicópteros en el aire», maldecía Coppola, «y no había forma de decirles que si no volaban otros diez pies, no saldrían en el plano». Con los hados de semejante humor, las cosas sólo podían empeorar. El calor y la humedad eran cada vez más insoportables y el generador de electricidad no paraba de dar problemas. Incluso el tigre que había llegado de Los Ángeles para la famosa escena de la jungla se había escapado de su jaula aérea, consiguiendo que el piloto abandonara la cabina para refugiarse en el ala.
Otro aspecto de la producción que escapaba al control del atribulado director era la meteorología. Concretamente, el huracán “Olga”, que el 8 de junio consiguió paralizar el rodaje después de dedicar seis días a enterrar la zona bajo una capa de agua de un metro de profundidad, dejando 140 muertos a su paso. En su diario, publicado más tarde con el título “Notes”,[5] Eleanor Coppola describió así la sensación de claustrofobia que provocaba el aguacero:
«Aquello era cada vez más emocionante. Las habitaciones de abajo empezaban a inundarse… La tierra de los macizos de flores se colaba en la piscina. Francis ponía “La Bohème” a todo volumen…; los truenos y la lluvia eran tan ensordecedores que teníamos que hablarnos a gritos. Al final tuvimos una cena estupenda».
La mayor parte de los monumentales decorados de Apocalypse Now quedaron destrozados. «El tifón nos azotó», dijo el productor Gary Frederickson. «Destruyó todos los sets. Tuvimos que cancelar la producción. El país estaba inundado, todo estaba debajo del agua. Fue una pesadilla».
Hollywood no tardó en recibir noticia de la inimaginable serie de problemas que estaba dificultando el trabajo de Coppola, y los periodistas del sector empezaron a publicar artículos que hicieron dudar a muchos de que la película se terminara alguna vez. El titular “¿Apocalypse Cuándo?” resumió en dos palabras el escepticismo que flotaba en el ambiente.
Las caravanas de colonos que sufrían el ataque de los indios en el Salvaje Oeste no se alegraban tanto de la aparición salvadora del 7o de Caballería como lo hizo el equipo de Apocalypse Now cuando vieron llegar a Filipinas a John Milius. Estaban en el remoto set de una producción que había sido planeada como un rodaje rápido y barato de seis semanas, pero que se había convertido en dieciséis meses de agotadora lucha por la vida y la cordura. Cineasta de gran personalidad (había dirigido El viento y el león y escrito El juez de la horca para John Huston), Milius debía ser una influencia apaciguadora para el director de la película. Y pocas personas han necesitado nunca la paz tanto como Coppola, que estaba a punto de volverse loco… si es que no lo había hecho ya.
«Me llamaron para que volviese a poner orden en el guión», recuerda Milius. «Y todo el mundo dijo: “Gracias a Dios, todo irá bien ahora, este es un nuevo día”. Dijeron: “Ve allí y dile que se ha vuelto loco”, todo ese rollo». Pero subestimaban las dotes de persuasión de Coppola. «Salí de la reunión una hora y media más tarde», añadía el guionista, «y me había convencido de que esta sería la primera película que ganaría el Premio Nóbel».
Tras el parón de dos meses provocado por el tifón, la locura volvió a adueñarse del rodaje durante la filmación de una de las escenas más extrañas y escalofriantes de la película. Martin Sheen celebraba su 36 cumpleaños y, en parte para celebrarlo, en parte por dictado del Método, la técnica interpretativa asumida durante toda la producción, Coppola tenía a su estrella atiborrada de alcohol y marihuana. En el momento en que, según el guión, Sheen tenía que admirarse en el espejo de luna de su dormitorio, el actor, sumido en un estado de gran cansancio y susceptibilidad emocional, realizó una improvisación memorable, golpeando el espejo y lastimándose el dedo pulgar, acción catalizadora de un ataque de llanto etílico que sobrevivió al montaje final. Aquella escena se convirtió en la ilustración perfecta del credo del director: toda experiencia vivida en el rodaje tenía que influir en la obra.
El caos anímico que habían sorprendido las cámaras empezó a adueñarse de la vida de Sheen, que comenzó a consumir alcohol y tabaco en tales cantidades que el 28 de febrero de 1977 sufrió un infarto y recibió la extremaunción. «Casi me muero», declaró el actor. «Gateé hasta el borde de la carretera y esperé. Me obligué a permanecer despierto porque estaba seguro de que si perdía la conciencia ya no despertaría. Entonces el camión del vestuario pasó y me recogió. Me llevaron a la oficina de producción y llamaron a un médico. Yo sólo dije: “Traedme un cura”».
Coppola comprendió con horror que, aun en el caso de que el actor sobreviviera, el escándalo consiguiente acabaría con la película. De manera que intentó silenciar lo sucedido. Después de todo, ¿no se comparaba este rodaje con la misma guerra de Vietnam? Habían sufrido contratiempos militares, hostilidad medioambiental y explosiones colaterales. Ahora se enfrentaban a la muerte y a la censura.
Martin se salvó, como es sabido, y siete semanas después ya estaba trabajando de nuevo, pero ahora era Francis el que se encontraba en las últimas. Para poder reanudar el rodaje había tenido que avalar los tres millones de dólares en que se había excedido el presupuesto con dinero de su propio bolsillo, una suma que sólo recuperaría en caso de que la película recaudara 40 millones de dólares. Con este último retraso, la situación había empeorado decisivamente. Coppola hizo lo que pudo por mantener a su equipo ocupado durante la convalecencia de Sheen. Y no era ésta la situación que más le inquietaba: tenía que terminar la película y manejar a Brando. Eleanor Coppola describió así el estado mental de su marido:
«Esta película es como una metáfora de un viaje al interior de sí mismo. Él ha hecho ese viaje y sigue haciéndolo. Asusta ver a alguien a quien amas viajar al centro de sí mismo y enfrentarse a sus miedos, a su miedo al fracaso, a su miedo a la muerte, a su miedo a la locura. Para llegar al final del camino hay que fracasar un poco, morir un poco, enloquecer un poco. Para Francis aún no ha terminado el proceso».
El cineasta lo sabía. Apocalypse Now se había apoderado por completo de su persona, hasta el extremo de no poder distinguir dónde empieza el sueño y termina la realidad: «Muchas de las ideas y de las imágenes con las que estaba trabajando en calidad de director de cine empezaban a coincidir con las realidades de mi propia vida, y descubrí que yo, igual que el capitán Willard, estaba subiendo por un río en una selva remota, buscando respuestas y esperando algún tipo de catarsis».
En este punto, cualquier otro director habría tirado la toalla. Pero Coppola no era como los demás. «Recuerdo claramente una conversación», comentó Milius. «Estábamos volando en su avión y él dijo: “Si yo muero, tú la acabarás. Y si tú mueres, George Lucas la acabará. Y si George muere… ¿Que piensas sobre Ken Russell?”». Al final, los talentos del señor Russell no fueron necesarios para terminar Apocalypse now, aunque los problemas no dejaron de asolar el rodaje. Gary Frederickson, por ejemplo, no pudo olvidar los estrambóticos aprietos causados por la construcción del llamado “recinto de Kurtz”, un enorme templo lleno de cadáveres diseñado para reflejar la demencia del personaje de Marlon Brando.
«Recuerdo que el diseñador de producción Dean Tavoularis bromeaba diciendo que iban a meter unos cuantos muertos auténticos allí dentro», explicó. «Y yo no les creí. Fui al set un día y Dean me dijo: “Ven, déjame enseñarte algo”. Y había un montón de cuerpos en el suelo cubiertos con formol. Yo dije: “¡No puedes hacer esto! ¡Es una locura! No puedes usar cadáveres auténticos ¿De dónde los has sacado?” Y él contestó: “Bueno, encontramos a un tipo que se los proporciona a las escuelas de medicina locales”. Entonces, el asunto llegó a oídos de los militares e investigaron al tipo que había conseguido los cuerpos. Resultó ser un ladrón de tumbas. Así que volvieron y se llevaron nuestros pasaportes. Nos dijeron: “¿Cómo sabemos que ustedes no mataron a esta gente?”».
Los nervios llegaron a un punto crítico cuando Francis aprendió por su cuenta a pilotar un helicóptero y empezó a transportar a los actores él mismo. «Lo más terrorífico», recuerda Laurence Fishburne, «fue que a causa del huracán teníamos que volar bordeando la costa a cien pies de altura. Si no volábamos de ese modo estábamos condenados. Yo lloré, tío. Pensé que iba a morir».
Después de tales roces con la muerte y la desesperación, la llegada de Dennis Hopper no supuso ninguna ayuda para el debilitado equilibrio mental de Francis Coppola. El cineasta había asumido un gran riesgo al contratarle, pues el protagonista de Easy Rider apenas había trabajado durante los años setenta (después del fin de su matrimonio de ocho días con Michelle Phillips y del fracaso de su proyecto personal, The Last Movie, torpedeado por los estudios), y se había retirado a Nuevo México.
Digamos que Dennis estaba un poco… oxidado. Aunque era incapaz de recordar una sola frase, Hopper no tenía inconveniente en informar al director sobre el estado de sus gafas: «Cada raya representa una de las vidas que he salvado», explicaba el actor, con risa de hiena loca, a un Francis que le escuchaba con expresión de franco desconcierto. Conversaciones de este tipo, tan divertidas como escalofriantes, se repetían con frecuencia.
Éste era el escenario perfecto, sin duda, para acoger a Marlon Brando, cuya aparición en escena respondió a las expectativas: llegó provisto de una silueta descomunal —no exactamente la que uno podría esperar de un boina verde enloquecido— y de un estado de ánimo caracterizado por la inercia apática, lo que forzó al director a replantearse una vez más cómo demonios acabar la película antes de que les matara a todos.
Tan pronto llegó al set, Brando expresó su vergüenza por la circunferencia de su vientre y preguntó a Coppola si no había manera de disimular su peso. También admitió, avergonzado, que no había leído la novela de Conrad, aunque había prometido hacerlo. Actor y director pasaron noches enteras discutiendo la solución. El uno quería disimular su gordura y el otro deseaba transformar al enloquecido coronel en un devorador insaciable.
«Yo ignoraba cómo estaría Marlon físicamente cuando se incorporase al rodaje», recordaba el cineasta. «Esto me producía sudores. La última vez que le había visto estaba demasiado grueso. Me prometió que iba a adelgazar. Me quedé muy poco convencido de que fuese a cumplir su palabra, por eso escribí un final en el que aparecía grueso… Y cuando llegó a Filipinas estaba demasiado gordo. Pero él no quiso rodar las escenas que utilizaban como resorte dramático su gordura».
Coppola y Brando discutieron las motivaciones de Kurtz mientras el taxímetro de un millón de dólares por semana abonables a éste último no dejaba de correr. No pudieron rodar un solo plano en varios días. El actor introducía pasajes de T. S. Elliot y de otros autores, fragmentos metafísicos, expresiones de compasión por las condiciones de vida de los vietnamitas y meditaciones poéticas; luego, el director desmenuzaba las posibilidades incorporando algunas ideas y eliminando otras. Pero una cosa quedó clara desde el principio: el astro se raparía la cabeza para que su aspecto se asemejara al de un Buda malévolo.
Finalmente se llegó a un acuerdo. El director de fotografía, Vittorio Storaro, propuso una iluminación rara y un ambiente nebuloso para aquellas escenas, logrando convencer a los dos escépticos y extenuados artistas. Luego, la cámara enfocó a Brando y éste improvisó un angustioso monólogo de cuarenta y cinco minutos para la secuencia previa a su muerte, antes de que se derrumbe sobre su propia sangre. «Reía, lloraba, me ponía histérico», explicaría más adelante. «Nunca había estado tan cerca de perder la cabeza en un papel».
Coppola, entusiasmado por el asombroso recital del astro, se encerró a escribir de nuevo las secuencias. Había nacido un nuevo Kurtz, teatral y casi sobrenatural, semejante a una figura mitológica, un personaje de leyenda. Un miembro del equipo recuerda: «Rodaron las escenas de tal modo que Marlon pareciera medir casi dos metros en lugar de metro ochenta; en otras palabras, una criatura de proporciones colosales».
Aunque Francis quedó encantado con el trabajo de Brando, no se decidía a rodar las escenas que debía compartir con Hopper. «Me daba miedo poner a Dennis en la misma habitación que Marlon», comentó el realizador italoamericano, no sin razón. Las conversaciones tripartitas ent re Coppola, Brando y Hopper, inmortalizadas igualmente en Hearts of Darkness, ofrecen pruebas razonables para la beatificación del primero. Al lado de esto, lo de Sísifo con la roca fue coser y cantar.
Con todo, mucha gente piensa que el verdadero “horror”, aparte de las arengas de Kurtz, fue lo que le sucedió al buey que aparece en las últimas escenas de la película. La pobre bestia fue decapitada como parte de una ceremonia auténtica por los nativos filipinos que interpretaban a los súbditos de Kurtz. El equipo se limitó a dejar rodar las cámaras para no perder detalle del ritual.
Brando abandonó el rodaje el 8 de octubre. Irónicamente, a estas alturas de la producción, el antes rol lizo Coppola se había convertido en una caricatura de sí mismo debido a la letal combinación de estrés y enfermedades varias. Cuando finalmente ingresó en un hospital, el doctor le dijo que los resultados de sus pruebas eran similares a los que podría esperarse de alguien que hubiera pasado seis meses en un campo de concentración.
«El modo en que se desarrolló el rodaje se parecía mucho a cómo los americanos estaban en Vietnam», recordaría más tarde el realizador italoamericano, excepto en que los marines tuvieron mejor clima. «Estábamos en la jungla, éramos demasiada gente, teníamos acceso a demasiado dinero, demasiado equipo, y poco a poco nos volvimos locos. Creo que eso se ve en la película. Mientras remonta el río, puedes apreciar que la fotografía se vuelve un poco loca y el director y los actores se vuelven un poco locos. Después de un tiempo, comprendí que estaba asustado, porque me estaba endeudando y ya no reconocía la clase de película que estaba haciendo».
Aunque cueste creerlo, Coppola pensaba que Apocalypse Now sería un proyecto sencillo, después de los arduos rodajes de La conversación y El Padrino II. Pero de eso hacía doce meses. Desde entonces, debido a una serie de desastres naturales y humanos, el presupuesto original de doce millones de dólares se había disparado a casi el doble. En resumen, las cosas se habían salido de madre y alguien tenía que decirle al cineasta que esta vez había mordido más de lo que podía masticar.
El 21 de mayo de 1977, Francis acabó su viaje al horror, con cuarenta kilos menos que cuando empezó. Fueron 238 días de rodaje perturbador e incluso enloquecedor, llevado a cabo —unas veces en estado de exaltación, de trance, de borrachera anímica, y otras de pura y simple desesperación, de abatimiento, de resaca moral y física— a saltos, con continuas alteraciones e interrupciones, en el que además de tifones le pasaron por encima otros hachazos del azar.
«Una vez terminado el complicadísimo rodaje», declaró el realizador italoamericano, «el gobierno filipino, ahora ya consciente de la mala imagen que daría su país al nuestro, nos obligó a destruir los decorados. Cosa que hicimos gustosamente, porque lo incluimos en la película».
Coppola regresó a Estados Unidos con 600.000 metros de película, el equivalente a 370 horas de celuloide, y un presupuesto que se había disparado por encima de los 30 millones de dólares. La fase de montaje, sin embargo, sería casi tan traumática como el propio rodaje, dada la cantidad de metros de película que había almacenados.[6] Pero lo peor fueron las virulentas discusiones que protagonizaron el cineasta italoamericano y el asesor creativo Dennis Jacob. La leyenda cuenta que todo se debió a una mujer…
«Me llevé los trece rollos de la película a casa», le contó Jacob al periodista cinematográfico Paul Cullum en 1996. «Y no fui a trabajar al día siguiente, ni al otro, ni al otro. Y la gente se preguntaba dónde estaba yo y qué estaba haciendo con ellos. Una semana más tarde, empecé a mandarle cada día una bolsa de plástico llena de cenizas con una nota. La primera decía: “Francis, este es el Rollo 1. Tengo una chimenea, e hice un gran fuego”. La segunda: “Bueno, Francis, este es el Rollo 2, tenemos otros 11 más. Es muy divertido verlos en llamas”. Al quinto día explotó y me mandó una carta diciendo: “Aunque destruyas el resto, terminaré mi película de algún modo. Pero devuélvemela y empezaremos juntos otra vez y la reconstruiremos”. Esa noche devolví los trece rollos a su sitio y me presenté a trabajar a la mañana siguiente como si nada hubiese pasado… Hice sudar a ese tipo».
El 19 de mayo de 1979, Apocalypse Now se presentó en el marco del Festival de Cannes. Durante todo el evento, sólo se hablaba de la película. Todos afirmaban conocer detalles del argumento, se contaban inverosímiles anécdotas del rodaje, y las informaciones de los periodistas cinematográficos sirvieron para que la sala del Gran Palacio se viese atestada de público horas antes de la esperadísima proyección.
Lo más curioso es que la mayoría de los asistentes sabían que iban a presenciar un trabajo sin concluir, pues el film carecía de varias mezclas sonoras, de los diálogos en off de los títulos de crédito y su final quizá no fuese el definitivo. Eso no impidió que más de un millar de periodistas asistieran a la más impresionante rueda de prensa que se recuerda en el festival.
En algo se asemejaba el producto al conflicto, desde luego: todo el que lo veía se situaba radicalmente a favor o radicalmente en contra. Pocos críticos negaban que sus imágenes bélicas eran inolvidables, pero muchos pensaban que la cinta quedaba arruinada por sus desmedidas aspiraciones y por la pretenciosidad de sus diálogos. Frank Rice resumió la opinión de los detractores en la revista “Time”: «Aunque muchas imágenes son impresionantes, la trascendencia emocional e intelectual de Apocalypse Now es nula. Más que una reproducción épica de una guerra espantosa, es un monumento extravagante a la autoderrota artística». Días más tarde, Apocalypse Now compartía la Palma de Oro con El tambor de hojalata, de Wolker Schondorff.
Ni siquiera entonces dejaron los problemas de agobiar a Coppola. «El mayor peligro de todos», explicó, «nos estaba acechando hacía tiempo: la CIA envió agentes a espiar el rodaje. El montaje lo hicimos en mi casa, porque yo veía fantasmas por todas partes y no me fiaba de nada ni de nadie. Una vez la película estuvo acabada, llegó una orden del gobierno presidido por Jimmy Carter advirtiéndonos de que si el filme se estrenaba, sería prohibido ipso facto y podría peligrar la integridad nacional, y eso que no la habían visto. De hecho, cuando les presté una copia para ser proyectada durante días y días en la Casa Blanca, la confirmación de mis peores temores llegó: la película fue prohibida en su totalidad. Como pude comprobar en esa ocasión, la CIA, el FBI y otras agencias gubernamentales están regidas por hombres ineptos para esos cargos, ya que conseguí burlar la vigilancia y sacar otra copia del país, sin títulos de crédito y con otro nombre sin que se dieran cuenta, para ser presentada en el Festival de Cannes, donde ganó la Palma de Oro exaequo con El tambor de hojalata. Al ganar el máximo galardón del festival de cine más prestigioso del mundo, el presidente Carter se vio obligado a legalizar la película a regañadientes».
Sólo quedaba un asunto pendiente: el final. Coppola era un mar de dudas sobre la conclusión de su película. Finalmente, tomó una peculiar decisión: estrenar tres versiones, cada una con su final. En la versión que se presentó en Cannes, Willard mata a Kurtz y, renunciando a tomar el barco, se queda en la isla. En la versión original de 70 milímetros que se proyectó en algunas salas, Willard deja la isla, pero no comunica por radio la orden de exterminar a la gente de Kurtz. Sin embargo, en la versión de 35 milímetros —la más conocida—, el final tiene lugar entre explosiones y bombardeos, lo que muchos tomaron por un ataque aéreo al bastión de los renegados, aunque el realizador negó este último extremo.
«Estábamos muy presionados», explicó el cineasta italoamericano, «y amenazados por la ruina financiera. Iban a quitarme la casa. La prensa especulaba mucho sobre la viabilidad de la cinta y por eso estábamos en una posición defensiva cuando hicimos el montaje: queríamos demostrar que se equivocaban. Tomamos la decisión de hacer una película que fuera aceptada por el público en general, nos centramos en el viaje por el río y la convertimos en una película de género. Lo gracioso es que estábamos tan seguros de que nos íbamos a arruinar que pensé: “Bueno, ahora dejadme hacer un filme comercial que nos salvará, Corazonada. Y entonces, Apocalypse Now fue un gran éxito de taquilla y Corazonada un fracaso total. El remedio fue peor que la enfermedad”».
Apocalypse Now se estrenó en los Estados Unidos el 15 de agosto de 1979, en el teatro Ziegfield de Nueva York. Recaudó más de 100 millones de dólares y obtuvo ocho nominaciones a los Oscar. Pero la gran industria de Hollywood no estaba preparada para un mensaje tan radical y la Academia sólo le concedió las estatuillas correspondientes a la fotografía (Vittorio Storaro) y el sonido (Walter Murch), cuando el año anterior, El cazador, con su visión más patriótica de la guerra de Vietnam, se había llevado tres de los cinco premios importantes.
Las críticas fueron respetuosas, aunque escasamente entusiastas. La mayoría lamentaban que la película acabara con un lamento y no con un estallido. Arthur Schlesinger, Jr. expresó en “The Saturday Review” ese sentir: «Durante dos tercios Apocalypse now es realmente una película extraordinaria. Como la propia guerra de Vietnam, se descontrola al final».
Pero los observadores no tardaron en reconocer que la película de Coppola había cambiado las reglas del cine de guerra. Los estados ya no luchaban por causas nobles, los ejércitos ya no estaban dirigidos por hombres de honor, enfrentados a un enemigo por todos reconocido como tal. Ahora la venalidad y la arrogancia eran cosa del ejército estadounidense: el ataque al sampán recuerda a la masacre de My Lai y el salvaje ataque a una aldea idílica ordenado por Kilgore parece obedecer sólo a un deseo de practicar un poco de buen surf. La utilización simbólica de referencias literarias también es una novedad en el género.
En mayo de 2001, de nuevo en el marco del Festival de Cannes, Coppola presentó Apocalypse Now Redux, una versión completamente nueva del film, que incluye 49 minutos de metraje inédito. Mereció una larga ovación del público y —esta vez sí— la aclamación unánime de los críticos. Sólo el tiempo dirá si los fans de la película apreciarán estos añadidos, pero dado los esfuerzos tortuosos que se tomaron para crear tanto estas secuencias como el resto de la película, sólo resulta razonable que terminaran viendo la luz de un proyector.[7]
«Lo que me gustaba de Francis», declaró Martin Sheen, «es que nunca te pedía que hicieras nada que él no haría. Estaba ahí con nosotros, con la mierda y el barro hasta el cuello; sufrió las mismas enfermedades, comió la misma comida. No creo que se dé cuenta de lo duro que es trabajar con él. Pero navegaría con ese hijo de puta en cualquier momento».
La historia posterior de Coppola es menos feliz. La suerte le dio la espalda desde su siguiente proyecto, Corazonada, que costó 26 millones de dólares, incluidos 14 de su propio bolsillo, y recaudó una cifra irrisoria que llevó a Zoetrope a la quiebra. De su producción posterior, sólo Drácula de Bram Stoker contiene destellos del genio de su autor, mientras que en su vida personal, su hijo mayor, Gian Carlo, murió en un accidente en 1986, durante el rodaje de Jardines de piedra. Francis quería que Apocalypse Now fuera un monumento a su talento artístico. Al final quizá se haya convertido en su epitafio.
Casi veinticinco años después de su estreno, Apocalypse Now sigue siendo una experiencia inolvidable, tanto para los espectadores como para todos los artistas que formaron parte del enloquecido ejército de Francis Coppola. La historia de cómo la película pasó de costar catorce millones de dólares y cinco meses de rodaje a una pesadilla que costó cuarenta millones y más de dos años de filmación, con tifones, decorados destruidos, infecciones intestinales, sustitución del protagonista, un ataque cardíaco y desavenencias conyugales, forma parte ya de la leyenda de Hollywood.
La película se abre a los acordes del “The End” de The Doors, con un electrizante montaje de siete minutos de pesadilla, recuerdos y presagios cuando los demonios del destrozado capitán Willard le abruman en una habitación de hotel en Saigón. Luego, recibe la orden de encontrar y eliminar a un alto mando de las Fuerzas Especiales que ha enloquecido y hace la guerra por su cuenta en Camboya, convertido en una especie de reyezuelo tribal a quien sus súbditos temen y honran como a un dios: el Coronel Walter E. Kurtz.
Remontando el río a bordo de un barco de la patrulla naval —tripulado por Chief, Chef, Clean y Lance—, Willard y sus hombres se reúnen con su escolta de la Caballería Aérea, comandada por uno de los mayores tarados militares de todos los tiempos, el Coronel Kilgore. Ajeno a las balas y las explosiones, Kilgore es un carismáti-co John Wayne que ordena un ataque al amanecer con napalm sobre una aldea costera del Vietcong porque «Charlie no surfea» en el mismo lugar que lo hace él. Es el pie a un tour de force de quince minutos, con diálogos absolutamente magistrales.
La unidad de helicópteros despega a la salida del sol mientras las cornetas entonan la tradicional carga de la caballería. Kilgore pone a todo volumen “La cabalgata de las walkirias” de Wagner en el radiocassette de su helicóptero y despacha «Muerte desde Arriba» en fuentes de humo y fuego. La escena concluye entre una nube de polvo rojo y humo verde y naranja con el notorio panegírico del Col. Kilgore a la gasolina quemada: «Huele a… victoria».
Éste es el primero de los surreales y pesadillescos encuentros que evocan vívidamente el fatal choque cultural y las psicosis de la guerra. El casi mudo testigo Willard observa, masca chicle y empatiza con Kurtz a medida que el barco se desliza río arriba y se encuentra con un tigre, conejitas del Playboy de gira para los soldados y, finalmente, la masacre a sangre fría de una familia a bordo de una barca en las “Puertas del Infierno”, una cita en el puente de Do Long, el último puesto del ejército antes de adentrarse en Camboya y la escena de un viaje ácido de llamas, disparos y gritos.
En el otro lado esperan muertes horribles, cabezas decapitadas y el efluvio que envuelve el templo de Kurtz. Willard acaba por identificarse con el hombre que debe eliminar y le mata tanto por cumplir una orden como para evitar verse reflejado en él: «Me convertí en guardián de la memoria de Kurtz, no hay forma humana de contar su historia sin contar la mía». Su asesinato se corta febrilmente con el sacrificio ritual de un buey antes de que Coppola se rinda a un desconcertantemente ambiguo final.
El viaje de Willard a través de Vietnam es en la superficie una aventura llena de acción, pero de modo igualmente obvio también es una alegoría de la locura de la guerra y una metáfora de un viaje personal a su interior. A medida que el capitán y sus hombres avanzan río arriba, a través de una selva fantasmagórica, el espectador asiste a un espectáculo soberbio. Estas dos horas, sin duda lo mejor de la película, constituyen un fascinante y demoledor ejercicio visual, un viaje sin retorno al fondo del horror.
Coppola refleja en la pantalla, con enorme talento y derroche de medios, toda la tragedia de la guerra a través de unas secuencias impresionantes. La siniestra danza de los helicópteros al ritmo de “La cabalgata de las Walkirias”, mientras un poblado vietnamita es arrasado por el napalm y un coronel se dedica a practicar el surf en medio del bombardeo, se ha convertido en la representación más emblemática de su cine. Pero una vez finalizado el itinerario físico de Willard, el filme cambia de ritmo y de sentido. Su encuentro con Kurtz se convierte en una desconcertante búsqueda filosófica a través de la improvisación y el caos para encontrar respuestas a los misterios de la locura y el mal. Este tramo de la cinta, aun siendo consecuencia de la primera parte, no acaba de integrarse en el engranaje de la historia. Su planteamiento es correcto, pero presenta evidentes fisuras que lastran el resultado final. Con todo, nos encontramos ante un producto realizado con insólita brillantez, una ópera fílmica deslumbrante, tanto en el aspecto visual como en el sonoro, con unas imágenes de esplendorosa belleza que pasarán a formar parte de la historia del cine.
Todos estos “peros”, sin embargo, no nos pueden hacer olvidar que Apocalypse Now es una gran película, seguramente hasta una gran obra de arte. Los 37 millones de dólares recaudados en territorio norteamericano eximieron a Coppola de la obligación de pagar de su propio bolsillo lo gastado por encima del presupuesto inicial, y desde entonces, el prestigio crítico del filme no ha hecho sino crecer. Al resolver el entuerto que le tenía acorralado de la manera más cara y dolorosa, el director consiguió crear una obra simpar.
A saber si su película hubiera sido igual si las cabezas cortadas que decoran los dominios del coronel Kurtz hubieran sido simples caracterizaciones y no extras vivos enterrados en el barro hasta el cuello durante ocho horas al día. Con la perspectiva de los años podemos decir que los resultados son impresionantes. Pocas películas transmiten tal atmósfera de desolación, y hasta los monólogos del polémico Brando, tan vilipendiados en su día, han envejecido espléndidamente.
Coppola consiguió una espeluznante obra maestra que explota con imágenes místicas, como las conejitas de “Playboy” en la jungla y el Wagneriano ataque de helicópteros que acaba con los marines surfeando y el magistral Robert Duvall, un magistral coronel Kilgore, histriónico, amante de Wagner y del surf, una especie de general Custer que ha cambiado el caballo por el helicóptero, diciendo: «Me encanta el olor a napalm por la mañana».
Hay algunos rostros notables en papeles secundarios, incluyendo a Harrison Ford y Dennis Hopper, y un protagonista, Martin Sheen, muy ajustado y convincente, reflejando en su alucinada mirada el clima de locura que envuelve la película. Pero sobre todos ellos destaca la figura de Marlon Brando, porque su creación de Kurtz traspasa los límites de la madurez y la solvencia interpretativa para convertirse en una genuina creación personal. Por su valentía para componer un hombre capaz de expresar al mismo tiempo la dignidad y el fracaso, la locura y la cordura, la perplejidad y la sabiduría.
En última instancia, es inevitable concluir que el último horror («el horror, el horror») de este extraño viaje hipnótico, es lo más cerca que una película ha estado nunca de cristalizar la realidad de la guerra de Vietnam. Como dijo Coppola: «Apocalypse Now no es una película. No trata del Vietnam. Es Vietnam».