Considerada una de las grandes películas de los años setenta, Chinatown fue una exploración perspicaz de los factores que determinaron el crecimiento de Los Ángeles en los años treinta, de los efectos de la corrupción y el expolio ecológico provocados por la venalidad que las grandes corporaciones tuvieron en la vida personal de los habitantes de la ciudad, además de un inmaculado film noir en la tradición de Hammett y Chandler, a la altura de los más grandes clásicos del genero. Ese milagro tenía cuatro artífices: el productor Robert Evans, el guionista Robert Towne —ganador de un Oscar por su trabajo—, el director Roman Polanski —inolvidable en su “cameo” de gangster vestido de blanco con navaja— y el actor Jack Nicholson, memorable en su creación de Jake Gittes, el detective protagonista.
Pero no es oro todo lo que brilla. Cuando llegó el momento de rodar Chinatown, Roman Polanski había dejado de creer en los finales felices. A cuenta de ello tuvo feroces discusiones con Robert Towne, que pretendía emparejar felizmente a Jack Nicholson y a Faye Dunaway al final de la película. Polanski estaba decidido a demostrar a los espectadores que la vida es una pesadilla sin paliativos. Mostró cierto grado de paciencia en el plató y pareció disfrutar maltratando a Faye: «¡Tú di la frase! ¡Lo que te motiva es tu sueldo!». Robert Evans reconoció que Polanski era un Napoleón con los actores.
Miss Dunaway siempre ha reconocido que trabajar con Polanski fue la experiencia profesional más difícil de su carrera: «Mis nervios estaban a punto de romperse, y también fueron momentos difíciles para él… Pero no creo que lo que Roman dijo tuviese ningún fundamento en absoluto; porque dos no discuten si uno no quiere, y él era insufrible. Es un personaje muy gótico, tiene un pasado muy complicado y no creo que se haya recobrado de ello. Por todo lo que sabemos ahora sobre su vida, obviamente ha tenido problemas con las mujeres. Así que el rodaje fue una guerra».
Resulta difícil resistirse al cliché “chico prodigio” cuando se habla de Robert Evans, o no evocar la sombra de Irving G. Thalberg, y no sólo porque Evans hubiese interpretado al legendario productor en el biopic de Lon Chaney, El hombre de las mil caras (1957). Evans se había pasado a la producción independiente a principios de los años sesenta y, en 1966, aceptó la oferta de Charles Bluhdorn, el mandamás de Gulf+Western, para entrar como vicepresidente a cargo de la producción en Paramount Pictures, una de sus filiales.
La compañía petrolera estaba pensando en cerrar el languideciente estudio y vender los terrenos al adyacente Cementerio de Hollywood, pero Robert cambió la suerte de la productora con una serie de éxitos en taquilla como La semilla del diablo (1968), Love Story (1970) y El Padrino (1972), convirtiendo a la Paramount en la major número uno de la industria.
A principios de la década de los setenta, Evans trató de negociar un acuerdo basado en un porcentaje de los beneficios de cada filme producido por el estudio. En vez de eso, Bluhdorn le propuso una oferta inédita. Como recuerda el propio productor, el ejecutivo dijo: «Quiero que Bob haga historia… Podrá hacer una película al año, durante cinco años, con su propia compañía, Robert Evans Productions, y seguir siendo jefe de la Paramount. Seremos socios al cincuenta por ciento; si la cinta es un éxito, ganará mucho dinero».
Así que, para su primer proyecto autónomo, Evans se reunió con su amigo Robert Towne. Antiguo alumno de la “escuela” de Roger Corman, Towne había sido guionista de La tumba de Ligeia y compartido créditos con Sam Peckinpah en Villa cabalga. A principios de los setenta, su estrella estaba ascendiendo rápidamente, no sólo por su reputación de ser el mejor revisor de guiones de Hollywood (para Bob había pulido El Padrino y El gran Gatsby), sino también por el éxito de El último deber, dirigida por Hal Ashby y protagonizada por su colega Jack Nicholson. El guión de El último deber era excelente, pero su temática —una crítica al ejército hacia el final de la guerra de Vietnam— le causó no pocos problemas a su autor. El escritor pensó que quizás algo más genérico le garantizaría una travesía más tranquila. «¿Y si escribo una historia de detectives?», le preguntó a Evans.
Antes de que el productor pudiese responder, Towne empezó a hablarle sobre un guión original en el que estaba trabajando:
—Es sobre cómo Los Ángeles se convirtió en una ciudad en auge, incesto y agua. Está ambientada en los años treinta. Un sabueso de segunda es engañado por una misteriosa puta. En vez de resolver el caso para ella, él es el pichón. Lo estoy escribiendo para Jack Nicholson.
—Suena bien —comentó Evans—. ¿Cómo se llama?
—Chinatown.
—¿Quieres decir que está ambientada en Chinatown?
—No. Chinatown es un estado mental; el jodido estado mental de Jake Gittes.
Towne había sacado la idea para el título de un policía de Antivicio de origen húngaro que trabajó en el distrito de Chinatown, y al que el guionista conoció cuando le compró su perro pastor alemán, “Hira”.
«No sabes quién es un criminal y quién no lo es», le explicó el policía. «Así que en Chinatown dicen: “No hagas ninguna maldita cosa”». Para el escritor, Chinatown se convirtió en una sinécdoque para toda la ciudad de Los Ángeles, un lugar donde nadie sabe lo que está pasando y donde es mejor dejar las cosas como están, para bien o para mal. Así que el título de la película es una metáfora para una ciudad que en sí misma es más metafórica que real.
Incidentalmente, Evans también estaba buscando un papel protagonista para complacer a su nueva esposa, la actriz Ali MacGraw, y pensó que el rol de la mujer misteriosa era perfecto para ella. A pesar de lo esquematizado del concepto, al productor le encantó el título y la atmósfera que evocaba, y pagó a Bob veinticinco mil dólares para que escribiese un guión completo.
Sin embargo, había una condición para el trato: Towne soñaba con dirigir Chinatown él mismo, sobre la premisa de que una simple historia de detectives no presentaría muchas dificultades para un realizador novato y mantendría al público interesado, tanto si hacía un buen trabajo como si no. Pero Evans le dijo: «Esta no es una de esas películas de Roger Corman. Esta costará mucho dinero. Quiero un director conocido».
El guionista no estaba en posición de discutir. Una cosa en la que ambos sí estaban de acuerdo era en que deberían ofrecer el papel del detective a Jack Nicholson. El actor subió a bordo casi desde el principio y estuvo siempre disponible para ofrecer sus ideas. Nicholson firmó por 500.000 dólares más un porcentaje de los beneficios de taquilla, su salario más alto hasta la fecha.
Chinatown se había originado en una atmósfera de melancolía y nostalgia. En la primavera de 1970, mientras se aburría en el rodaje de Drive, He Said en Eugene, Oregón, Towne leyó un libro de Carey McWilliams que detallaba la historia de la corrupción en la explotación del petróleo y el agua en el sur de California, una ficcionalización del famoso escándalo de Owen River Valley en 1908. El escritor pensó que allí había material para una gran película y empezó a escribir un guión, basando uno de los personajes centrales, la figura de un ingeniero pionero del suministro de agua en Los Ángeles.
Un reportaje fotográfico titulado “Raymond Chandler’s L.A.” en la revista “New West” le proporcionó a Towne otra piedra de toque, recordándole que debía preservar el pasado de la ciudad en la cinta.
Mientras escribía, Towne emuló conscientemente el tono áspero de dos monstruos sagrados, Raymond Chandler y Dashiell Hammett, a los que admiraba por su dominio del género de detectives.
«Hammett, por supuesto, fue una gran influencia por el nivel de realidad que introdujo en sus obras», admitía el guionista. «He leído todo lo suyo y todo lo de Chandler y me han influido mucho. Las descripciones de Los Ángeles que hace Raymond Chandler realmente me noquearon, me dejaron con un sentimiento de pérdida. Su prosa es increíble. Tiene ese sentimiento lírico de una ciudad en la que pasan cosas horribles».
Mulholland evolucionó hasta plasmarse en Noah Cross. En el guión, Cross tenía una hija, Evelyn, con la cual mantiene una relación incestuosa. Al principio, Towne estaba preocupado por la novedad del ángulo del incesto, pero eso no estimulaba su imaginación, así que cambió el enfoque al detective protagonista. Sería un héroe arquetípico, sin glamour, investigando un rutinario caso de divorcio.
El sabueso se convirtió en J. J. “Jake” Gittes. “Jake” era uno de los alias del escritor para Jack Nicholson; Gittes venía por su amigo común, el productor Harry Gittes. Por supuesto, el papel estaba siendo diseñado a medida para Nicholson, a quien Towne conocía desde finales de los cincuenta. Incluso la historia estaba ambientada en 1937, el año de nacimiento del actor.
«El personaje sobre el que estás escribiendo y el actor que estás imaginando se convierten en uno en tu mente», decía el guionista. «Jake Gittes maneja a la gente del mismo modo que Jack, alternativamente intimidando y engatusando. Tiene la habilidad de Jack para manipular a la gente de un modo divertido y reflexivo. El amor de Gittes por la ropa viene de Jack. En un sentido, Jack siempre ha puesto su sello en lo que escribo».
De algún modo, el caso en que Gittes está trabajando le lleva hasta Noah Cross y la farsa de los derechos del agua. El incesto sería una bomba de relojería en el guión. Como sucede con la mayoría de los misterios, la estructura era un desafío, más formidable aún debido a la preocupación de Bob por la historia real. «Ningún guión me volvió nunca tan loco», admitía, «mientras trataba de revelar de una forma u otra montañas de información sobre presas, huertos de naranjas, incesto, etcétera».
Dieciocho meses después, Towne le entregó su guión a Evans. Éste le comunicó que, mientras terminaba su trabajo, un factor fundamental había cambiado: Ali McGraw estaba a punto de comenzar el rodaje de La huida con Steve McQueen. De todos modos, el humillado productor decidió seguir adelante con el proyecto. Siempre podrían contratar a otra actriz para el papel de la enigmática Evelyn Mulwray.
Sin embargo, nadie en la Paramount parecía entender el guión de Towne, quizá porque su subtexto trataba sobre un tema demasiado cercano a la industria: la codicia. Tampoco estaban precisamente entusiasmados con la contratación de Jack Nicholson como protagonista. Hay que tener en cuenta que, a mediados de los setenta, el actor era un estigma para los conservadores directivos del estudio.
Frank Yablans, presidente de la Paramount, aconsejó a Evans:
—No hagas tu primera película con esto. El único lugar donde se verá es en tu sala de proyección.
—Chinatown es mi filme, colega —replicó el productor.
—Con todo a tu disposición, escoges este pedazo de mierda. Es un jodido suicidio, pero es tu culo. Has hecho cosas más locas antes. Es tuya, chico.
Dicho esto, Yablans abrazó al productor, sacudiendo la cabeza con desesperación.
Pero Evans estaba empeñado en escoger Chinatown como su primera producción. Confiaba en que Nicholson podía atraer a un público más amplio que a los “porreros” de Easy Rider, la película que le lanzó al estrellato. Y ya tenía a un director en mente, cuyo nombre garantizaría que sus colegas ejecutivos llamasen urgentemente a sus psicoanalistas: Roman Polanski.[1]
Polanski había emergido como uno de los directores europeos más prometedores de los sesenta, con inquietantes cintas como El cuchillo en el agua, Repulsión y El baile de los vampiros, trufadas de crueldad, paranoia y humor mordaz. Fue precisamente Evans quien le “importó” a Hollywood para hacer La semilla del diablo, un gran éxito de crítica y público en 1968. Pero desde entonces, Polanski había sufrido dos sonados batacazos con Macbeth y ¿Qué? Evans sabía que el cineasta polaco necesitaba desesperadamente un nuevo triunfo comercial al estilo de Hollywood, y él podía servírselo en bandeja.
En realidad, fue Jack Nicholson quien primero pensó en Polanski como director de Chinatown. Los dos hombres habían pasado mucho tiempo juntos durante el invierno anterior, esquiando en Gstaad. Roman había alquilado una villa allí, mientras lamía sus heridas por el fiasco de Macbeth. Fue en estas circunstancias cuando la asociación Polanski/Nicholson comenzó a tomar forma, aunque sólo fuese por el hecho de que el actor era un huésped habitual en la residencia del realizador.
Roman le dijo a Jack que estaba escribiendo un papel para él en una película provisionalmente titulada The Magic Finger. El bizarro argumento trataba sobre un productor de cine (modelado a partir de uno de los héroes de Jack, Sam Spiegel) que está haciendo el casting para un film; de algún modo, la prueba debía implicar que las aspirantes chupasen el dedo meñique al productor. Nicholson declinó amablemente la oferta y prometió a su amigo que buscaría alguna otra cosa para trabajar juntos cuando volviese a Estados Unidos. Entretanto, el director voló a Italia y convenció a Carlo Ponti para que produjese su proyecto, ahora retitulado ¿Qué? Como ya hemos señalado, fue otro monumental fracaso.
Mientras Polanski estaba en Roma recobrándose de la mala experiencia de ¿Qué?, Nicholson le telefoneó y le sugirió que «trajese su culo a Los Ángeles» para rodar una nueva película titulada Chinatown. Evans también le llamó y, finalmente, le convenció para que viajase a Hollywood y se reuniese con Robert Towne para hablar sobre el guión.
Al principio, Roman no se mostró muy entusiasmado ante la idea de volver a Los Ángeles, la ciudad donde su esposa, la actriz Sharon Tate, y varios amigos habían sido masacrados por el culto pseudo-hippie de Charles Manson en agosto de 1969.
El retorno del cineasta polaco a la Meca del Cine fue acogido con reacciones diversas, que oscilaban entre los apretones de manos y las miradas de reojo que parecían decir: «¿Qué demonios está haciendo otra vez aquí?». Los asesinos de Sharon Tate acababan de comenzar su condena en prisión; los recuerdos aún estaban frescos en la memoria y, como señaló Nicholson, «la mayoría moral estaba esperando para castigarle porque su mujer había sido asesinada».
Roman descubrió con pesar que pocos de sus viejos amigos seguían aún en Los Ángeles, lo que le hizo sentirse aún peor. También notó que el juicio a Charles Manson había puesto —virtualmente— el punto final al hippismo, al LSD y al estilo de vida que estaba en boga cuando emigró a Europa.
El control de Chinatown voló de las manos de Towne una vez que Polanski se involucró en el proyecto. El mercurial director nunca había dirigido un guión escrito íntegramente por otra persona; siempre lo había adaptado o redactado él mismo o en colaboración con alguien más.
Roman encontró el guión de Bob demasiado voluminoso. Rebosante de ideas, grandes diálogos y magistrales caracterizaciones, sufría de una trama excesivamente enrevesada que se ramificaba en todas direcciones. «Simplemente no podía filmarse tal y como estaba», opinaba el cineasta polaco, «aunque enterrada en algún lugar entre sus más de ciento ochenta páginas había una película maravillosa».
Towne estaba comprensiblemente ofendido. Había trabajado en el guión durante casi dos años, y pensaba que era lo mejor que había escrito nunca. Al guionista le disgustaba Polanski y su actitud de «Yo lo sé mejor que tú», no tanto a nivel personal como por su repentina decisión de hacer sustanciales cambios en la historia.
«Pude ser demasiado crítico a causa de mi baja moral», admitió Roman más tarde. «Estaba en Los Ángeles, donde cada esquina me recordaba la tragedia. También estaba a punto de cumplir los cuarenta, un momento deprimente en la vida de cualquier hombre».
Towne se mostró de acuerdo en hacer una reescritura del guión, y el director volvió a Roma aguardando el resultado. Cuando recibió la versión revisada, «era casi tan larga como antes, y aún más difícil de seguir», recordaba. Pero Polanski aún quería hacer la película; necesitaba urgentemente el dinero, y Evans le había prometido una bonita suma. Así que aceptó volver a Hollywood y pasar dos meses trabajando con el autor en una nueva remodelación del texto (aunque no recibiría acreditación por sus aportaciones).
La combinación era explosiva: Roman era intenso, centrado y puntual; Bob era letárgico, disperso y siempre llegaba tarde. Durante el período de reescritura, el realizador no sabía a quién matar primero; si al guionista o a “Hira”, su gigantesco perro.
«Allá donde vaya hay pelos», se quejaba Polanski. «El guión de Towne apesta, y su perro huele aún peor. Debería haberme quedado en París. Hay mierda de perro por todas partes».
Aunque consideraba a Bob «un artesano de excepcional talento», el pequeño cineasta también pensaba que el escritor se deleitaba «con cualquier forma de indecisión, apareciendo tarde, rellenando su pipa, comprobando su contestador, atendiendo a su perro». Así que diseñó una rutina de ocho horas de trabajo diarias y, en las ocho semanas previstas, los dos hombres consiguieron un aceptable guión de rodaje. No obstante, varios puntos clave seguían sin estar resueltos.
Fundamentalmente, Polanski quería que Gittes y Evelyn Mulwray se acostasen juntos, una idea que el guionista odiaba. Tampoco se pusieron de acuerdo sobre el final. En la versión inicial de Towne, Noah Cross moría y Evelyn acababa en los brazos de Gittes, pero Roman insistía en que la mujer también debía morir.
El director pensaba que la mayoría de películas de detectives eran enrevesadas, incluso incomprensibles, así que dinamizó la acción y eliminó varios personajes periféricos. Al limitar el punto de vista al del sabueso Jake Gittes, esperaba replicar la subjetividad de la narración en primera persona de las novelas de Raymond Chandler. Descartando la conclusión del guionista, dejó el final abierto, decidiendo trabajar en ello posteriormente.
Polanski había alterado la base temática de la historia para que tuviese ecos de El halcón maltés y El sueño eterno. El personaje de Gittes estaba en la línea de un Humphrey Bogart con mejor imagen y menos inclinado a hablar desde la comisura de la boca, aunque igualmente monosilábico. La narración seguía siendo complicada: Jake es un cínico ex-policía que ahora se ha establecido por su cuenta como detective privado, principalmente en casos de divorcio. Gittes es contratado por una dama para que consiga pruebas que demuestren que su esposo tiene un romance con otra mujer. Pero entonces la historia se fragmenta en varios caminos diferentes y, eventualmente, convergentes cuando el protagonista se da cuenta de que se ha metido en algo grande, introduciendo subtramas de corrupción en las altas esferas, violencia, sexo, incesto y muerte.
Después de los libidinosos excesos de ¿Qué?, el férreo control exigido por el género policiaco era un desafío para Polanski. Evans había pensado que su presencia constante en la producción de Chinatown y los rigores naturales del film noir disciplinarían al director, controlando sus impulsos. Pero Roman no pudo evitar hacer una pequeña trampa: cuando comenzó el rodaje, el final aún estaba por escribir. En el más convencional y represivo de los géneros cinematográficos, la conclusión se fiaría al instinto y al deseo momentáneo.
El casting de los actores que acompañarían a Nicholson fue objeto de casi tantas discusiones durante la pre-producción como el propio guión. Tras ser abandonado por Ali MacGraw, Evans intentó contratar a Jane Fonda, a quien seis años antes había ofrecido el papel protagonista en La semilla del diablo. Ahora Roman la quería de nuevo, y una noche de noviembre de 1973, la actriz se reunió con el director en su casa de Hollywood Hills. Fonda parecía estar entusiasmada. Polanski estaba seguro de que la había convencido. Pero un par de días después, el representante de Jane le telefoneó diciendo que su cliente no haría la película. No dio más explicaciones.
Furioso por las calabazas de Fonda, Roman sugirió a Faye Dunaway para el papel de Evelyn Mulwray. El director conocía a Faye socialmente (había sido parte de su círculo en Roma, donde la actriz tuvo un romance con el productor de Polanski, Andrew Braunsberg), y le gustaba su look retro. Evans no lo veía claro, porque Dunaway tenía fama de problemática, pero finalmente cedió.
Polanski también se salió con la suya en su elección de John Huston para el rol de Noah Cross. El fabuloso director de, precisamente, El halcón maltés, parecía estar en el dique seco y actuaba ocasionalmente en películas para ganar algo de dinero con que costear su aventurero estilo de vida.
Diane Ladd haría un pequeño papel como Ida Sessions, la mujer que organiza la muerte de Mr. Mulwray. Y, en un notorio cameo, el propio Roman interpretaría al repulsivo matón que raja la nariz a Gittes, un rol similar al que incorporó en Two Men and a Wardrobe. En los créditos, su personaj e es identificado sólo como el “hombre con el cuchillo”, una ingeniosa alusión a su primera película, El cuchillo en el agua. Este cameo cristalizó la que era, por entonces, la imagen más popular del cineasta polaco: una irrevocable asociación con la violencia y el crimen.
Se dedicó un gran esfuerzo a la recreación de la época. La dirección artística y los decorados corrieron a cargo de Richard Sylbert, que había diseñado todas las películas de Mike Nichols, y cuyo trabajo en Chinatown sería recompensado con una nominación al Oscar.
«Yo no veía Chinatown como una pieza retro o imitación consciente de los filmes clásicos en blanco y negro», diría Polanski más tarde, «sino como una película sobre los años treinta vista a través de una cámara de los setenta. Quería que evocase el mundo y la época de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, pero también quería el estilo de la época representado por una escrupulosa reconstrucción de los decorados, el vestuario y el lenguaje; no por una deliberada imitación, en 1973, de las técnicas cinematográficas de los años treinta».
El director insistió mucho en el color y la Panavision. Escogió a un veterano director de fotografía, Stanley Cortez, que había hecho El cuarto mandamiento para Orson Welles. Insatisfecho con el trabajo de Cortez, sin embargo, Roman le reemplazó al comienzo del rodaje por uno de los jóvenes cámaras con más talento de Hollywood, John Alonzo.
Anthea Sylbert, cuñada de Richard Sylbert, fue contratada como diseñadora de vestuario. Anthea estudió viejas fotografías de estrellas de cine buscando ideas para el vestuario de Jake. Su vestimenta reflejaría «la idea de un segundón sobre cómo viste una estrella», pensaba la diseñadora. El distintivo look de Evelyn Mulwray, por su parte, estaba inspirado en la madre del propio Polanski, quien en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial acostumbraba a depilarse las cejas y a perfilarlas con un lápiz de ojos.
El rodaje de Chinatown, que comenzó en octubre de 1973, fue una experiencia inusualmente tensa para todos los implicados, quizá debido a la indudable significancia que cada uno de ellos aportaba a su participación en la producción: Polanski necesitaba desesperadamente un éxito comercial; Nicholson veía la película como un trampolín para consolidar su status estelar; y Evans estaba preocupado por el destino de su primer proyecto independiente.
Al igual que Roman, Faye Dunaway precisaba con urgencia un film de éxito. Desde su eclosión con Bonnie y Clyde (1967), su carrera no había ido a ninguna parte. Pero director y actriz chocaron casi inmediatamente. Supuestamente, las primeras palabras que el cineasta polaco le dirigió a su estrella en el plató fueron: «He oído que es difícil trabajar contigo». Evidentemente, no es éste el modo más sensible de empezar una relación laboral.
Dunaway no se dejó intimidar. Había oído que Polanski intentaba enfurecer a sus actrices para estimular sus interpretaciones, un método que ella encontraba insultante. Así que cuando Roman le dijo que otros directores la consideraban «un grano en el culo», Faye explotó, acusándole de hacerse eco de los cotilleos.
La actriz quería un realizador que discutiese el personaje con ella, para que ambos pudieran ponerse de acuerdo sobre los motivos de sus acciones. Pero Polanski se resistía a explicarle por qué le pedía que hiciese las cosas; él seguía sus instintos, y se empeñaba en que la intérprete hiciera lo mismo.
«Evelyn es el personaje más complejo de la película», explicaba Dunaway. «Tenía que saber por qué se comportaba como lo hacía. Pero ese pequeño mierda no me hablaba sobre el papel; no me explicaba nada ni me daba ninguna pista. ¿Qué se suponía que tenía que hacer?, ¿leerle la mente?». Cuando Faye le preguntó por enésima vez sobre las motivaciones de su personaje, Roman aulló desdeñosamente: «¿Motivaciones? Yo te daré motivaciones. Todo el dinero que te pagan por hacerlo. Ésa es tu motivación».
Freddie Fields, el agente de la actriz, exigió una disculpa a Polanski; el director se retractó de forma poco entusiasta, y después lo estropeó al añadir: «Está loca de todos modos». Dunaway, como es lógico, no quedó complacida y siguió despellejando al cineasta con nuevos insultos e improperios antes de que el trabajo se reanudase.
La única pista que el genio polaco había ofrecido a su actriz sobre el personaje de Evelyn Mulwray era la importancia de su aspecto físico, lo que implicaba una gran atención al maquillaje y al peinado.
«Posiblemente debido a que le di a Faye Dunaway una idea exagerada de la contribución de su maquillaje a la atmósfera del filme», reflexionaba Roman más tarde, «empezó a dedicar más y más tiempo a su rostro. Cada vez que teníamos que cortar una toma, ella insistía en volver a maquillarse. Yo ya no podía soportarlo más. No sólo montaba un alboroto sobre su aspecto hasta un grado casi patológico, sino que estaba encaprichada con el Blistex. Se aplicaba ese producto en los labios tan habitualmente que el equipo celebró su último día de rodaje regalándole un tubo gigante de Blistex construido por el departamento artístico».
Polanski notaba la inseguridad de Dunaway y su constante necesidad de trabajar sobre los diálogos. Las extrañas dudas y pausas en sus frases eran, según el director, «su modo de intentar recordar lo que tenía que decir, porque apenas se sabía sus partes y siempre estaba incordiándome para que las reescribiese». Cuando Roman consentía en sus exigencias, la actriz casi invariablemente cambiaba de opinión, sugiriendo volver al diálogo original.
Faye iba a la deriva, abandonada a su suerte sin la cooperación de un director que la ayudase a llegar al corazón de su personaje. Frustrada, habló con Towne para conocer sus ideas sobre la historia y los mecanismos psicológicos de su personaje. Apuntando de algún modo al hieratismo de Garbo o Dietrich, Dunaway mostraba su preocupación por el enigma que tortura a Evelyn Mulwray, quien encubre haber copulado con su padre y haber dado a luz a su hija.
«Un gran sentimiento de culpa y trauma está implicado en este personaje», decía la actriz. «Evelyn es una mujer con un pasado enormemente complejo y misterioso. Pasa su vida tratando de rectificarlo y de proteger a su hija». Pero por mucho que ella luchase por hacer valer su creatividad, sabía que Roman tendría el control final en el montaje. Molesto por la insistencia de Faye en el tema de las motivaciones, el cineasta polaco comentó que la actriz estaba «completamente neurótica».
La filmación de una escena provocó que las mutuas frustraciones del director y la actriz explotasen, literalmente, por un quítame allá esos pelos. La secuencia era crucial para la trama, una cita clandestina entre Gittes y Evelyn en un elegante restaurante de Los Ángeles. El momento exigía que saltasen chispas. Y vaya si saltaron… pero no ante las cámaras, sino detrás de ellas.
Mirando a través de su objetivo, Polanski vio que un cabello rebelde en el impecable peinado de Dunaway estaba reflejando la luz, lo que podía suponer una molesta distracción para los espectadores. El director gritó «¡Corten!», y se llamó a un peluquero que trabajó febrilmente para alisar el molesto pelo. Pero no hubo forma de evitar que volviese a salirse de su sitio, arruinando otra toma y consumiendo más tiempo. Incapaz de tolerar más retrasos por una cuestión minúscula, Roman se acercó a Faye y, mientras le hablaba para distraerla, le arrancó de un tirón el problemático cabello. La actriz enrojeció de ira, gritando a pleno pulmón: «¡No puedo creerlo! ¡Este hijo de puta me ha arrancado un pelo!». Dunaway salió en estampida del plató, dejando por el camino un generoso reguero de insultos para su director.
El rodaje de Chinatown fue cancelado el resto del día. Se convocó un gabinete de crisis, con Evans y Polanski por un lado, y Dunaway y su agente Freddie Fields por el otro.
Durante la reunión, el cineasta polaco le dijo a la intérprete: «Tú sólo eres una pieza en mi tablero de ajedrez. Si trabajas en mi plató, así es como debe ser».
«Olvídate de Roman, está loco», sugirió Fields a Evans. «Te conseguiré a Mark Rydell; él sacará una película de este embrollo».
«Que te jodan, Freddie. Roman es mi director, y Faye mi estrella. Yo me ocuparé de ello», fue la concluyente respuesta del productor.
Evans le hizo a Dunaway una oferta que no pudo rechazar: «Una nominación al Oscar o un Rolls Corniche. Te garantizo personalmente que uno de los dos será tuyo».
La actriz se derritió. A continuación, Evans repitió el mismo ofrecimiento a Roman.
«Que sea un Bentley y puedes volver a traer a Faye al plató», exclamó el director, riendo.[2]
Se declaró entonces una incómoda tregua, ayudada por el hecho de que Evans mantuvo a Dunaway alejada del rodaje durante tres semanas. A su regreso, la actriz ya no volvería a dirigir la palabra a Polanski y se limitaría a aceptar con frialdad sus instrucciones.
Cuando los rumores de disensiones en el plató se filtraron a la prensa, el productor no se alteró. «Si me entero de que un director está teniendo problemas con sus estrellas, no me preocupo. Las películas que se hacen bajo tensión a menudo son mejores que aquellas que se han rodado en un ambiente feliz», explicaba.
Sin embargo, la mala sangre entre Faye y Roman se hizo más profunda, y no podía ser considerada simplemente como una riña entre dos profesionales trabajando bajo presión. El director describía a la estrella como «una loca maníaca». Aún así, no pudo evitar añadir que «nunca he conocido otra actriz que se tome su trabajo tan en serio».
A pesar de las tensiones entre el director y su estrella, Evans estaba encantado con la interpretación de Dunaway. «Creo que la imagen que Faye tiene en Chinatown», decía, «será el look para el próximo año. Es sexy, chic, misterioso».
Jack Nicholson también tuvo sus trifulcas y tribulaciones con Polanski, pero estaba más dispuesto a pasarlas por alto. Eran amigos y se tenían un gran respeto mutuo. Nicholson solía decir que «El “pequeño bastardo” [apelativo que el director se ganó durante el rodaje] es un genio».
En su autobiografía “Roman”, el cineasta polaco no desaprovechó la ocasión para deshacerse en elogios hacia el actor. «Jack está en el lado salvaje», escribía. «Le encanta salir por la noche, nunca se va a la cama antes de amanecer, escucha música y fuma hierba. Levantarse por la mañana es aún más agónico para él que para mí. Pero llega al plató sabiéndose sus frases y las de todos los demás, y es un intérprete tan excepcional que el peor diálogo suena nítido cuando él lo recita».
A causa de la reescritura del guión efectuada por Polanski, el personaje de Jake Gittes estaba presente en casi todas las escenas de la película. Esta circunstancia resultó extenuante para el protagonista, aunque le ayudó a pasar el mal trago su absoluto convencimiento de que Chinatown era crucial para su carrera y, por lo tanto, no quería desaprovechar la oportunidad.
Para obtener de él la interpretación que deseaba, Roman hacía lecturas de los diálogos con Nicholson, representando el papel del detective para el actor. Esta costumbre era casi una maldición para jack, que odiaba las lecturas hasta el punto de que había adquirido la costumbre de borrar de las copias de sus guiones las indicaciones del autor de turno sobre el tono para una frase determinada.
Usualmente, los actores se muestran muy sensibles hacia estas lecturas de diálogos, temiendo que el director controle demasiado su interpretación.
Un día, Nicholson preguntó a Diane Ladd:
—¿Te gustan esas lecturas?
—Bueno —replicó ella—, él no ha hecho lecturas conmigo, Jack. ¿Y contigo?
—Joder, sí, las ha hecho.
—¿Y lo has aceptado?
—Oh, bueno… El “pequeño bastardo” es mi amigo. ¿Qué puedo hacer?
—Entonces, ¿de qué te quejas? —concluyó Ladd.
A Nicholson, siempre dispuesto a divertirse y hacer bromas entre escenas, no le gustaban los directores agresivos. En una ocasión, Polanski le gritó: «Estás distraído gastando bromas». Molesto, Jack replicó: «Si hay algo que estoy intentando, es ayudarte a hacer esta película, Roman».
Más tarde, el actor diría: «Polanski es un dictador. Le encanta discutir, no sabría qué hacer si no tuviese discusiones. Pero él nunca pierde ninguna, así que no se trata de auténticas discusiones».
Durante el rodaje de Chinatown, Nicholson se probó a sí mismo a varios niveles, incluido el de la resistencia física, como en la escena en que Gittes es barrido por un torrente de agua. El director quería hacerla en una sola toma, con la cara del actor claramente visible, llegando a un primer plano cuando se golpea contra la valla metálica en el canal. Así que no había posibilidad de usar un doble.
Polanski desafió el ego masculino de Nicholson y le retó a hacer la escena él mismo. El actor aceptó con ciertas reticencias. «Jack golpeó la valla con tanta fuerza que sus zapatos dejaron una marca en el metal», comentó Roman. Una sóla toma fue suficiente.
Nicholson nunca se preocupaba mucho por su aspecto, y debe ser el primer protagonista masculino que se pasa la mitad de la película con la cara cubierta por tiritas y vendajes, debido al corte en su nariz, infligido por el propio Polanski. La filmación de esa escena fue extremadamente compleja, y sus protagonistas llegaron a hartarse tanto de explicar cómo se había hecho, que empezaron a decir que el tajo en la nariz del actor era auténtico. «Es como si media ciudad estuviera intentando encubrirlo, cosa que a mí me parece muy bien», dice el protagonista en un momento determinado de la cinta. «Pero, señora Mulwray, he estado a punto de quedarme sin nariz. Y a mí mi nariz me gusta. Me gusta respirar por ella».
El vendaje nasal de Gittes se convirtió en uno de los detalles más memorables de Chinatown. «En el guión original», recordaba Polanski, «la nariz de Jack era rajada en un momento posterior y sanaba con la milagrosa rapidez que sólo se ve en las películas. Como Jack es la clase de actor al que no le importa tener que hacer la mayoría de sus escenas con un vendaje en la cara, decidí conservar la herida en beneficio del realismo».
Polanski y Nicholson sólo tuvieron un altercado realmente fuerte durante la filmación. Sucedió en una escena en la oficina del sucesor de Mulwray, donde Gittes está estudiando las fotografías enmarcadas en la pared y descubre una pista. El director tenía problemas para orquestar el deseado efecto visual de la luz vespertina penetrando a través de las persianas venecianas. El número de tomas iba creciendo, mientras Jack se escabullía constantemente a su trailer para ver por televisión un partido de baloncesto entre los New York Knicks y sus amados Los Angeles Lakers.
Roman empezó a sentir que su amigo no estaba prestándole atención, y le gritó para que volviese de su camerino. «Te dije que no acabaríamos esta escena», aulló Nicholson.
«Okey, si esa es tu actitud…», replicó el cineasta, y añadió, «la toma es buena», esperando que el actor se diese cuenta de que la escena no se había rodado correctamente y se quedase hasta que estuviese terminada. Sin embargo, Nicholson volvió corriendo a su trailer para ver el final del partido.
Hecho una furia, Polanski salió tras él, irrumpió en su camerino y destrozó el televisor con el palo de una fregona. El aparato explotó y los cristales lo salpicaron todo.
«Eres un gilipollas», ladró el iracundo director, agarrando los restos del televisor y lanzándolos fuera del trailer de la estrella.
«La respuesta de Jack fue dramática en su furia irracional», escribió Roman en sus memorias. «Se arrancó la ropa bajo la mirada aprensiva de todos los presentes y se marchó del plató. Demasiado furioso para hacer nada excepto irme también, me dirigí al aparcamiento».
Con un nuevo vestuario, Nicholson salió de las instal aciones de la Paramount. Polanski hizo lo mismo y, poco después, se encontró parado con su coche ante un semáforo en rojo en Marathon Street, cuando el cochambroso Volkswagen del actor se puso a su lado.
A través de la ventanilla de su vehículo, Jack vocalizó las palabras «jodido polaco». Superado el calor del momento, Roman esbozó una amplia sonrisa; el actor también sonrió. Los dos estaban partiéndose de risa cuando arrancaron en direcciones opuestas. Su amistad quedó restablecida, y el incidente fue olvidado.
En cuanto a las eternas discusiones entre Polanski y Towne con respecto al guión, cada vez más encrespadas, fueron zanjadas por el primero en su característico estilo dictatorial. El director escribió las versiones definitivas de dos escenas que el guionista no quería cambiar la misma noche anterior a su rodaje.
Finalmente, Evelyn Mulwray se fue a la cama con Jake Gittes. Mientras, lejos de las cámaras, los cotillas de Hollywood especulaban que Nicholson y Dunaway estaban haciendo lo mismo, aunque ninguno de los dos lo ha admitido nunca.
Respecto al clímax de la película, Towne explicó que «originalmente, hice que Evelyn matara a su padre. Gittes trataba de detenerla, pero era demasiado tarde, aunque conseguía sacar a su hija del país. Así que el final era agridulce».
Polanski, sin embargo, había decidido que «si Chinatown iba a ser especial, y no sólo otro thriller donde los buenos triunfan en el último rollo, Evelyn tenía que morir». En su guión de última hora, Evelyn Mulwray es asesinada por un policía y Noah Cross escapa con la niña, mientras Gittes observa la escena, impotente. Convencionalmente, las historias de detectives acaban con la restitución del orden social cuando los elementos subversivos son vencidos. Pero en la redefinición del género según Polanski, la violencia y el deseo triunfan finalmente.
El cineasta polaco ordenó a su diseñador de producción, Richard Sylbert, que construyese una calle de Chinatown en los platós de la Paramount, para que el estado metafórico del que hablaba Towne pudiera materializarse en un espacio real en el que todos los personajes principales se reuniesen al final, como si de una ópera se tratase.
El nuevo final se programó para la última noche del calendario de rodaje. Dunaway había estado esperando este momento para vengarse del director que la había torturado durante toda la producción.
«La llamada era para las tres de la tarde», recordó Evans. «Faye tardó cuatro horas en salir de su camerino. Se hizo de noche. Huston se estaba helando; Roman maldecía. No hicimos la primera toma hasta las once de la noche».
Aunque hoy resulta difícil imaginar una conclusión diferente para Chinatown, en su día Towne se sintió traicionado por Polanski, que terminó por expulsarle del plató y prohibiéndole ver las escenas rodadas cada día. El guionista atribuía el «morbosamente sombrío final» urdido por el director a sus propios problemas personales.
«El argumento de Roman», reflexionaba Bob, «era “Así es la vida… Las rubias guapas mueren en Los Ángeles. Sharon murió”. No lo decía pero eso era lo que sentía». Towne se referiría burlonamente al clímax de Polanski como «el túnel al final de la luz».
El director afirmó que no decidió qué final iba a rodar hasta la noche antes de que las cámaras se pusiesen en marcha, pero esto no parece muy probable. Como en casi todas sus películas anteriores, la conclusión de Chinatown imbuye toda la historia de una desesperanza que parece señalar que el proyecto de los protagonistas no sólo está condenado, sino que es ridículamente ingenuo. La salvación es una ilusión. El mal nunca puede ser derrotado, porque está tan profundamente arraigado en nuestro interior que resulta más fácil entregarse que oponerse a él.
Evans y Towne trabajaron muy duro en la pos-producción de Chinatown durante la primavera de 1974, arreglando los puntos débiles después de que Polanski hubiese dejado la cinta definitivamente atrás. Pero nadie estaba seguro de cuál sería la reacción del público al estilo y la temática del filme, y en la Paramount estaban muy preocupados por las malas perspectivas en taquilla.
El primer pase de prueba fue un completo desastre. Cuando las luces de la sala se encendieron, la mitad del público se había marchado. El productor pensó que el único modo de salvar la película era darle un nuevo sonido «evocador y misterioso», y tomó la decisión unilateral de suprimir la música original compuesta por un amigo de Roman, Phillip Lambro, y contratar en su lugar al siempre fiable Jerry Goldsmith. El compositor sólo tardó ocho días en crear un nuevo score para el filme. «Su música era tan erótica y sobrecogedora que, mágicamente, Chinatown se convirtió en fascinante», proclamaba orgullosamente Evans.
Chinatown tuvo una presentación de gala en el Sindicato de Directores. Cuando la proyección terminó, no hubo aplausos, pero nadie se levantó para marcharse. «Era más espeluznante que la propia película», recordaba el productor. «Las luces se encendieron; ni un murmullo. Estaba seguro de que era un fracaso. Rona Barrett, la ácida columnista de cotilleos, pasó a mi lado y me dijo: “¿Cómo has podido hacer esta película?”».
Chinatown se estrenó el 20 de junio de 1974. Superó las bajas expectativas de la Paramount, aunque sólo funcionó moderadamente en el box office (su recaudación mundial fue de treinta millones de dólares).
La crítica dijo que la película demostraba «la total americanización de Polanski». El filme era un impecable producto de Hollywood, a pesar de los característicos toques de su director. «Una vez más», escribía un crítico, «Polanski confirma que con el material adecuado y un productor que controle sus excesos y tendencias hacia lo pretencioso, es capaz de un brillante trabajo como cineasta creativo».
Otros críticos, como el prestigioso Vincent Canby del “New York Times”, alabaron a Jack Nicholson: «Entre las cosas buenas de Chinatown», decía Canby, «está la interpretación de Nicholson, aportando un aire de cómica y vulnerable sofisticación, lo que supone la mayor contribución de la película al género». “Newsday” le comparaba favorablemente con Humphrey Bogart y señalaba: «Jack Nicholson es uno de los pocos actores en la América de hoy que pueden aguantar la comparación».
Lo cierto es que Nicholson está perfecto como Jake Gittes, lo que no es de extrañar, ya que el papel estaba hecho a su medida. El nombre compartido con un amigo —como ya hemos señalado anteriormente— no es el único lazo de unión entre la ficción y la vida personal del actor que realza la verosimilitud de la cinta. También había un curioso “triángulo” detrás de las cámaras, que implicaba a Jack, a John Huston y a la hija de éste, la actriz Anjelica Huston.
Jack y Anjelica se habían conocido en una fiesta en casa del actor a comienzos de 1973, e iniciaron un romance episódico que cristalizó en la época en que Chinatown entró en producción, bajo la atenta mirada patriarcal de John Huston, a quien Nicholson idolatraba.
Las escenas entre Nicholson y Huston, con todas sus equivalencias en la vida real, se cuentan entre los momentos más brillantes del filme. El “secreto” de la estrella es intuido cuando Noah Cross se enfrenta a Gittes y le pregunta si se ha acostado con su hija: «¿Se ha acostado con ella? Vamos, Mr. Gittes. No tiene que pensar en ello para recordarlo, ¿verdad?».
«Acababa de empezar a salir con la hija de John», recordaba Jack años después, «y eso alimentó la realidad de mi escena con él».
Roman Polanski comentó que el día de la filmación de esa escena fue la única ocasión en que Anjelica visitó el plató. Tras escuchar el diálogo atentamente, la actriz se marchó rápidamente. «Después se rio», contó, «y me dijo que estaba un poco avergonzada».
Chinatown recibió once nominaciones al Oscar: Mejor Película, Director, Actor, Actriz, Guión, Montaje (Sam O’Steen), Fotografía (John A. Alonzo), Sonido (Charles Grenzbach y Larry Jost), Música (Jerry Goldsmith), Dirección artística (Richard Sylbert, W. Stewart Campbell y Ruby R. Levitt) y Diseño de Vestuario (Anthea Sylbert). Sólo Robert Towne fue capaz de materializar su candidatura en un premio, pese a su enfado anterior por los cambios que Roman Polanski había hecho en su guión original.
Muchos críticos opinaron que la desoladora resolución de Chinatown era un reflejo del ánimo de Norteamérica a mediados de los años setenta, cuando el escándalo del Watergate y la crisis del petróleo culminaron una década y media de desilusiones políticas. El final original era mucho más optimista, pero la decisión de Polanski de cerrar la película con la muerte de Evelyn y el fracaso de Gittes parece mucho más apropiada, dados los tiempos. La habilidad de Nicholson para representar la vulnerabilidad junto con los manierismos de la masculinidad tradicional le convierten en el perfecto héroe pos-Bogart, pos-Watergate para una historia tan oscura.[3]
En 1990 tuvo lugar la aparición de una secuela inexplicable, The Two Jakes, segunda entrega de la inconclusa trilogía que Robert Towne planeaba escribir sobre el personaje de J. J. Gittes y la ciudad de Los Ángeles. Vale la pena dedicar siquiera unas líneas a esta decepcionante secuela, pues los problemas que rodearon su producción son comparables —si no mayores— a los sufridos por Chinatown. Originalmente, Towne había sido designado para ponerse tras la cámara, pero el rodaje fue cancelado el primer día, cuando se comprobó que Robert Evans era una completa nulidad en el papel del villano, el “otro Jake” del título. La filmación se reanudó cuatro años después, ya con Nicholson como director/estrella y Harvey Keitel como co-prota-gonista. Furioso por este desplante de su ex-amigo, Towne no ha vuelto a dirigir la palabra a Nicholson desde entonces. La película final es un enorme fiasco, carente de la perspectiva épica del original de Polanski.
Chinatown no es sólo una de las mejores películas de detectives de la historia del cine, sino una de las mejor construidas en cualquier género. Además de narrar un absorbente relato que incluye incesto y sobornos políticos, el filme de Roman Polanski capta la atmósfera de Los Ángeles en 1937, evocando recuerdos de El sueño eterno, aunque se sostiene por sus propios méritos. Incluso la apagada fotografía en color (normalmente antitética en los principios del cine negro) es apropiadamente nostálgica.
El Chinatown del título es un distrito de Los Ángeles, aunque este suburbio apenas figura en la acción y sólo la última escena tiene lugar allí. Curiosamente, el guión inicial de Robert Towne no incluía ni una sola escena en Chinatown, que era un metafórico estado mental más que un lugar específico. Todo lo que sabemos es que J. J. Gittes fue una vez policía en el distrito, y sus malas experiencias le llevaron a abandonar el Cuerpo. En Chinatown, se nos sugiere, no rigen las reglas sociales y morales habituales. Los asesinatos no se investigan, los sobornos y la corrupción se dan por supuestos. Lo que Gittes observa mientras busca respuestas es que toda la ciudad de Los Ángeles se ha vuelto como Chinatown. Lo que el espectador descubre en los últimos momentos de la película, es aún más inquietante: los amorales valores de Chinatown tienen el poder total sobre el futuro. «¿Por qué está haciendo esto?, ¿qué quiere comprar que no pueda permitirse ya?», pregunta el protagonista de la historia al villano Noah Cross cuando cae en la cuenta del horror. «El futuro, Mr. Gittes, el futuro», es la escalofriante respuesta.
A primera vista, Gittes es un mundano y cínico chico listo que se gana la vida investigando sórdidos adulterios. Pero según avanza la cinta, se revela como un ingenioso (aunque ingenuo) sabueso que busca respuestas a preguntas que apenas puede comprender. «Eres un inocente», le dice Evelyn Mulwray en un determinado momento. Si la historia tiene un fallo, es la ambivalencia con que Gittes nos es presentado. Esto no significa menospreciar la excelente interpretación de Jack Nicholson, que saca todo el partido al magnífico guión y desarrolla convincentemente la descripción de Jake como un «personaje presuntuoso, cínico y también muy ingenuo».
¿Qué es lo que lleva a Gittes a desenmarañar la situación? A un nivel superficial, es apenas un impulso moral para librar a Los Ángeles de la corrupción; y él se lo explica a sí mismo simplemente como el deseo de proteger su reputación después de que le hayan engañado. En parte es por eso, pero su verdadera motivación nunca queda clara. Aunque parece ser una figura en la línea de Philip Marlowe, es demasiado ingenuo: hasta la resolución de la trama no se percata del enorme poder de Noah Cross y, momentáneamente, cree estar libre de la corrupción generalizada cuando la policía le pone bajo custodia. El legendario Marlowe nunca habría cometido ese error.
Faye Dunaway —nadie explotó mejor sus posibilidades neuróticas— es Evelyn, una mujer fría y elegante cuya marca de nacimiento —«una mancha en el iris»— representa el alma siniestra de la historia. Nos la presentan como una mujer fatal de buena familia; y efectivamente, sus sospechosas motivaciones refuerzan la sensación de peligro, hasta que la más asombrosa de las revelaciones desgranadas a lo largo de la cinta nos obliga a considerar la ansiedad del personaje y su deslumbrante escena de seducción bajo una luz diferente.
La actriz a quien Robert Evans definió como «más fría que un Baskin-Robbins» no parecía a primera vista la elección idónea para interpretar a la heroína de Chinatown. Era demasiado rígida, un maniquí elegante que no aparentaba reunir los requisitos necesarios para colmar los instintos carnales de Jake Gittes. Pero Dunaway no debe ser subestimada, aunque esté obviamente enamorada de su propia fama. Polanski se negó a tolerar sus aires de grandeza y le hizo la vida imposible durante el rodaje. La insultó, le arrancó pelos de la cabeza… El hecho de que la actriz no abandonara el rodaje es un mérito a reconocer. Sin duda sabía que aquél era el papel de su vida, el camino más corto hacia la inmortalidad.
Pero la función es de Jack Nicholson: la humillación que supone llevar la nariz vendada durante la mayor parte del metraje no hace mella en su glamour fatalista, en su presencia en la piel del fisgón cínico, ocurrente e impulsivamente honrado. Con su sonrisa perversa, un vestuario por el que Cary Grant hubiera dado el brazo derecho y algunos de los diálogos más ácidos de la historia del cine, Nicholson es la personificación de la mundanidad elegante. Pero en el fondo, su personaje es un hombre sencillo, apegado a una serie de verdades fundamentales. Cuando, lenta pero irremediablemente, éstas le traicionan, su interpretación se vuelve regia.
La película fue un éxito debido a la feliz sinergia creada por el inteligente guión de Towne, la brillante dirección de Polanski y un gran reparto que incluía no solo a Nicholson y Dunaway, sino también al legendario director John Huston como el malvado millonario Noah Cross.
El tono de Chinatown es indudablemente pesimista y tiende hacia los más altos niveles de la tragedia. Se acerca mucho más al nivel de Arte con mayúscula que otras películas de Polanski en este período, y aún no ha recibido por parte de la crítica toda la atención que merece.