Francis Ford Coppola ha dicho a menudo que la historia narrada por Mario Puzo es «un romance sobre un rey con tres hijos». Sin embargo, la historia del rodaje de El Padrino es cualquier cosa menos un romance. Es, de hecho, tres historias: la primera, cómo un proyecto al que no se daba ninguna oportunidad de éxito se convierte en la película más popular y aclamada de su tiempo. La segunda, cómo Coppola revisitó la historia para crear una película sobre la familia y la moralidad que se ha convertido en uno de los grandes logros del cine. Y la tercera, cómo quince años después, después de triunfos, fracasos y tragedias personales, Coppola reabrió su saga, enlazó dos generaciones de reparto y equipo, y llevó la historia a su conclusión. Así es cómo comenzó El Padrino…
Todo empezó cuando Mario Puzo, como tantos otros escritores, se cansó de no tener dinero. Hijo de italianos, el autor había nacido en 1920 en Hell’s Kitchen, el distrito de Nueva York cuyos destartalados bloques de viviendas alojan a familias enteras de inmigrantes. La pobreza de la que el pequeño Mario creció rodeado daría color a su literatura en el futuro.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Puzo empezó a abrirse camino en el mundo editorial. Sus dos primeras novelas, “Dark Arena” y “Fortunate Pilgrim”, fueron bien recibidas por la crítica, pero entre ambas sólo le reportaron unos magros 6500 dólares. El escritor tenía una familia numerosa y un serio problema de ludopatía; el dinero que ganaba con sus libros y su trabajo como editor en revistas de relatos de aventuras no era suficiente para mantener ambas parcelas de su vida. Cuando sus deudas ascendieron a 20.000 dólares, Mario pensó que había llegado «la hora de madurar y venderse, como aconsejaba Lenny Bruce». Se propuso escribir una gran novela sobre una familia dedicada al crimen organizado en Nueva York. Su editorial, Atheneum, rechazó de plano la propuesta. Otra casa, Putnam’s Sons, confió en una sinopsis de diez páginas de la historia y le abonó un anticipo de 5.000 dólares, a cuenta de los derechos de autor.
Había un pequeño inconveniente: Puzo no había conocido a un solo gángster en toda su vida, y tampoco sabía nada sobre Hollywood (para las escenas ambientadas en el mundo del cine, se documentó en una biografía del fundador de Columbia, Harry Cohn). Pero a través de una exhaustiva investigación, historias de su juventud y libres dosis de cultura y colorido italiano, empezó a trabajar en 1965. Su idea era crear un glorificado, romántico y absorbente retrato de un personaje ficticio llamado Vito Corleone y su familia en el submundo criminal de América. A su obra magna la llamó “Mafia”.
Putnam’s Sons no estaba sola en su interés por el libro. “Mafia” también había llamado la atención de Paramount Pictures, mucho tiempo antes de aterrizar en las librerías. El estudio se había dejado seducir por una historia que tenía todos los ingredientes para convertirse en un best seller.
A finales de los años sesenta, la Paramount ocupaba el noveno lugar en el ranking de la industria, detrás de las otras seis grandes majors y dos independientes, National General y Cinerama. En 1966, el estudio fue comprado por Gulf+Western, un holding fundado y presidido por Charles Bluhdorn, un ejecutivo sin experiencia en el mundo del cine pero muy interesado en revivir el esplendor de una de sus más pequeñas y problemáticas subsidiarias.
Bluhdorn puso el futuro de la Paramount en manos de tres treintañeros: el joven veterano de Hollywood Stanley Jaffe, el experto en ventas y publicidad Frank Yablans, y el antiguo actor y empresario textil Robert Evans. Jaffe, presidente del estudio, parece el miembro menos destacable del trío, aunque en aquel momento era el nombre más familiar. De hecho, dimitió en 1971, antes de tener la oportunidad de hacer gran cosa, dejando el camino libre a Yablans, hasta entonces responsable de marketing.
Robert Evans fue nombrado jefe de producción de la Paramount en 1967. Cuando Bluhdorn anunció formalmente su contratación, la prensa especializada le crucificó, catalogando la decisión como «la locura de Bluhdorn». Pero Evans demostró que era el hombre perfecto para el trabajo; con él a cargo de la producción, el estudio auspició dos veces casi consecutivas la película más taquillera del año: Love Story en 1970 y El Padrino en 1972.
El método del productor jefe para adquirir estas dos grandes propiedades fue inusual y particularmente hábil. En el caso de “Love Story”, anticipó 25.000 dólares a la editorial Harper& Row para ayudar a financiar una primera tirada de 25.000 copias de la novela de Erich Segal. A cambio, Evans recibió una opción sobre el libro antes de que se convirtiese en un best seller. La Paramount produjo la adaptación cinematográfica, que recaudó más de 50 millones de dólares en Estados Unidos, casi un tercio de los ingresos brutos de la compañía aquel año. El enorme éxito de Love Story envió un claro mensaje al resto de la industria: una película podía por sí misma salvar a un estudio.
Evans se movió igual de rápido para adquirir los derechos de “Mafia”. En la primavera de 1968, Mario Puzo llevó sesenta páginas del primer borrador de su novela a George Wieser, un editor de historias de la Paramount. A Wieser le gustó lo que leyó, porque pensó que «parecía un best seller de Harold Robbins», y le llevó el material a Evans. Éste ofreció al escritor un anticipo de 12.500 dólares por una opción sobre el libro y 50.000 más si el estudio finalmente ejercía los derechos cinematográficos. La agencia de representación de Puzo, William Morris, le aconsejó que rechazase el trato.
«Eso era como decirle a alguien que está bajo el agua que aspire hondo», recordaba después el autor. «Necesitaba el dinero, y 12.500 dólares me parecían como Fort Knox. Pero nunca me quejé de que la Paramount se llevase mi libro tan barato».
En julio de 1968, después de tres años de duro trabajo, Puzo terminó de escribir “Mafia”, por entonces ya rebautizada como “El Padrino”. Putnam’s Sons no sólo estaba dispuesta a lanzar una masiva primera edición, sino que el agente del novelista estaba negociando la venta de los derechos en rústica a la editorial Fawcett, que finalmente le proporcionarían 410.000 dólares, el adelanto más alto para una tirada en formato de bolsillo en toda la historia.
Superficialmente, “El Padrino” era un pulp barato sobre sexo, violencia y crimen en el submundo gangsteril de América. Pero en su corazón latía una sólida narración y vívidos personajes. Puzo retaba a los lectores a adentrarse en un universo imaginario lleno de temas reales, corrupción y personalidades dinámicas.
Los críticos se mostraron entusiasmados. «Tan absorbente como terrorífica, tan franca y gráfica como poderosa. Un libro que explota con los disparos que describe», dijo “Literary Guild”. «Éste es el material del que están hechos los best sellers», aclamaba “Publishers Weekly”.
A los lectores también les encantó el libro, y lo compraron a paletadas: para cuando se estrenó la película, “El Padrino” había vendido un millón de ejemplares en tapa dura y 12 millones más en edición de bolsillo. Otro récord: la novela permaneció durante 67 semanas en la lista de best sellers del “New York Times”.
En enero de 1969, la Paramount pagó a Puzo 80.000 dólares a cambio de ejercer su opción para desarrollar la versión cinematográfica de “El Padrino” (una cláusula en el contrato del escritor supeditaba la cifra a cobrar a los ejemplares vendidos). Resultaría ser el negocio del siglo en Hollywood. Por unos cuantos miles de dólares, el estudio se encontró controlando los derechos de un libro que tenía muchos números para ser el blockbuster de la década.
Paradójicamente, mientras el libro de Puzo seguía en lo más alto de las listas de ventas, el interés de la Paramount en producir la película empezó a desvanecerse con la misma rapidez. Por un lado, tenían un público potencial de millones de lectores que querrían ver la adaptación a la pantalla de su novela favorita. Por otro, tenían Mafia (1968), una rara incursión del estudio en el género del crimen organizado. Dirigida por Martin Ritt y protagonizada por Kirk Douglas, tenía todas las trazas de un éxito, pero nadie fue a verla, lo que supuso otro fiasco financiero para la compañía y un mal presagio en relación a acometer otra película sobre gangsters.
“El Padrino” fue durante varios años la novela más vendida en la historia editorial. Para el resto de la industria, la Paramount estaba en la posición más envidiable que se pudiese imaginar. Pero en el estudio, nadie estaba demasiado entusiasmado con el proyecto. El fracaso de Mafia, junto a su precaria situación financiera, les decidió a archivar El Padrino a mediados de 1969.
La decisión de comprometerse en serio con la película no llegó hasta que Paramount empezó a temer que le arrebataran su propiedad. Todos sus competidores y varios productores independientes hicieron su oferta por los derechos de “El Padrino”. Hecht-Hill-Lancaster contactó con el estudio y se ofreció a participar en la financiación del filme, siempre que Burt Lancaster lo protagonizase. Robert Evans rechazó el trato por dos razones: la primera, no pensaba que el actor fuese adecuado para el papel titular; la segunda y más importante, no quería disminuir el interés de su compañía en el proyecto vendiéndole una parte a una productora independiente.
Fueron todas estas ofertas, reforzadas considerablemente por la sólida posición de la novela en la lista de best sellers, las que finalmente hicieron cambiar la luz de la producción de roja a verde. A finales de 1969, la Paramount anunció que continuaba adelante con sus planes de hacer El Padrino. Sin embargo, la contratación de un productor, un guionista y un director aún estaba a muchos meses vista.
De hecho, la visión inicial que el estudio tenía sobre el proyecto sólo se parecía en el título al libro de Puzo. Para limitar los riesgos, la Paramount quería aprovechar sólo el nombre de “El Padrino” y hacer una película barata de gangsters que enganchase a los millones de lectores que habían comprado la novela. Evans y Stanley Jaffe intentaron elaborar una estrategia que les permitiese moderar los gastos. Una posibilidad era permitir que el productor italiano Dino De Laurentiis co-financiara El padrino, con Charles Bronson como protagonista.
Según explicó el productor asociado Gray Frederickson, el concepto original era hacer la película «como una serie de televisión, rodarla en un estudio en Los Ángeles, con Sidney Furie como director, por un millón de dólares, un presupuesto bajo incluso para los standards de 1970».
La Paramount pensaba en un filme de hora y media, ambientado en el presente, a pesar de que la novela estaba situada en la Nueva York de los años cuarenta (según las estimaciones, habría costado un millón extra convertirlo en una pieza de época). Imaginaban un rodaje de seis a ocho semanas, si no en Los Ángeles, en St. Louis o Kansas City; cualquier otra ciudad excepto Nueva York, donde los costes eran astronómicos. Reinaba la cautela, el pensamiento general era que los dramas sobre el mundo del hampa no funcionaban. El fiasco de Mafia aún seguía coleando.
Las restricciones financieras y creativas obstaculizaron la búsqueda de un productor para El Padrino. Durante el invierno de 1969, la única respuesta que Evans y su ayudante Peter Bart escucharon fue «no». Los productores consagrados tenían poco interés en un proyecto que daba una visión romántica de la Mafia, y aún menos en despedazar el libro más popular del año para ajustarse a los requerimientos de presupuesto y metraje del estudio. Finalmente, Evans y Bart recurrieron a Albert Ruddy, un conocido que tenía varios contactos en Hollywood y una reputación de hombre inteligente, pero poco más que eso.
Años después, cuando le preguntaron a Ruddy por qué le habían pedido a él —un productor con una sola serie de televisión y tres largometrajes sin éxito en su currículum— que trabajase en la que se convertiría en una de las películas más aclamadas de la historia, dio una respuesta simple: «Sabían que podía hacerla por poco dinero».
El ascenso de Ruddy en el show business demostró cómo un novato autodidacta podía saltar a la producción cinematográfica sin apenas experiencia en el negocio. Graduado en arquitectura por la Universidad de California del Sur, Albert trabajó fugazmente en la construcción mientras se interesaba por la industria del entretenimiento. Como parte de un programa de entrenamiento en la Universal, produjo Wild Seed (1965), aunque su gran momento llegó cuando —junto a su socio Ber-nie Fine— creó la comedia televisiva Los héroes de Hogan, uno de los grandes éxitos de la CBS a mediados de los sesenta.
De la noche a la mañana, Ruddy pasó de ser un novato en Hollywood a responsable de un popular show televisivo, y empezó a extender sus intereses al cine. «Cuando la serie se convirtió en un éxito, recibí llamadas de todos los estudios, pidiéndome citas para discutir otras ideas que tuviese», recordó el productor. En una de estas reuniones, Albert conoció a Evans y Bart, para los que desarrolló varias historias. Dos de ellas eran una película de motoristas llamada El precio del fracaso (1970) y una cinta juvenil titulada Problemas sexuales de un adolescente (1971). Ninguna fue un éxito, pero tampoco perdieron dinero y se pudieron completar por debajo del presupuesto previsto.
El 23 de marzo de 1970, la Paramount anunció que Albert Ruddy produciría El Pa drino a través de su compañía, Alfran Productions. Su primera acción fue quebrantar una de las más viejas leyes de Hollywood: nunca contrates al autor del libro para que escriba el guión de la película.
«La industria es contraria a que el novelista escriba el guión porque la mayoría de los productores piensan que el autor no puede separarse de su trabajo original», explicaba Ruddy. «Pero como la novela era tan popular, yo pensaba que era importante que Mario estuviese implicado. Para millones de lectores, él era “El Padrino”».
El productor y el escritor mantuvieron una reunión en el Hotel Plaza de Nueva York, y hablaron de los diversos tratamientos que podían dar al libreto. Cuando surgió la cuestión del reparto, Puzo comentó: «Sólo hay un hombre que pueda interpretar al Padrino, y ése es Marlon Brando».
El 14 de abril, el estudio hizo oficial la contratación de Mario Puzo para escribir la primera versión del guión de El Padrino por 10.000 dólares y un porcentaje de los beneficios netos, más de lo que habían pagado por los derechos del material original.
Puzo nunca había trabajado en un guión cinematográfico, y era muy ingenuo respecto a los mecanismos empresariales de Hollywood. Cuando terminó su primera versión, no quedó satisfecho con ella, así que le dijo a la Paramount que sólo era un borrador y que no contaba. En realidad, como comprendió más tarde, regaló una reescritura que podría haberle reportado 25.000 dólares. Además, como esa versión era gratis, nadie la leyó.
Evans y Ruddy se encontraron enseguida con otro problema: nadie quería dirigir El Padrino. Contactaron con los mejores cineastas del negocio, quizás una primera indicación de que se estaban tomando el proyecto en serio. Pero una y otra vez fueron rechazados.
«Antes de que yo llegara», explicó Ruddy, «la Paramount acudió a algunos grandes directores como Richard Brooks y Fred Zinnemann, que por diversas razones no querían hacerla. Pensaban que era sólo una película comercial sobre gangsters y no le veían ningún otro valor».
Evans le ofreció el trabajo a Sergio Leone, quien declinó el ofrecimiento, alegando que deseaba rodar su propia historia mafiosa.[1] Después lo intentó con Peter Yates, que había tenido un gran éxito un par de años antes con Bullitt, pero el realizador inglés tampoco estuvo interesado. Costa-Gavras, Otto Preminger, Elia Kazan, Arthur Penn, Franklin J. Schaffner, Lewis Gilbert… Ningún director quería hacer El Padrino. Algunos rechazaron la oferta porque no les gustaba el modo en que la novela y el guión glorificaban el crimen organizado; otros mostraban su preocupación por ser asociados con una película potencialmente incendiaria a nivel étnico.
Peter Bart sugirió a un joven cineasta de treinta años llamado Francis Ford Coppola. Evans encontró esta idea totalmente absurda.
—¿Estás chalado, Peter? —exclamó el jefe de producción—. Ese tipo está loco.
—Tiene ideas brillantes —replicó Bart.
—Ésa es tu mierda esotérica. El tío ha hecho cuatro películas, y todas han perdido dinero. Tiene que haber alguien más… Tiene que haberlo.
Pero no lo había.
Después de dirigir Dementia 13 (1963), Ya eres un gran chico (1966), El valle del arco iris (1968) y Llueve sobre mi corazón (1969), Francis Coppola se mudó a San Francisco, donde fundó, en noviembre de 1969, su propia compañía de producción: American Zoetrope. La creciente reputación ganada con sus primeros trabajos le ayudó a conseguir soporte financiero de Warner Brothers, que le hizo un préstamo de 600.000 dólares para el desarrollo de proyectos. Coppola se lo gastó todo en comprar el equipamiento más vanguardista. Pero la euforia creativa en Zoetrope duraría escasamente nueve meses. La producción era errática, los equipos desaparecían y la planificación era inexistente.
El ambicioso cineasta decidió que el primer lanzamiento de su nueva compañía fuese THX-1138, una película de ciencia-ficción dirigida por su amigo y vicepresidente, George Lucas. Con los años, este filme se ha convertido en un título de culto, pero en su día, Warner Bros. lo consideró un desastre creativo y financiero. De hecho, THX-1138 casi hundió a Zoetrope. La Warner canceló su participación en otros proyectos de la empresa, pero cuando exigieron la devolución de su dinero, un atribulado Francis tuvo que confesar que no le quedaba ni un dólar.
Para afrontar sus obligaciones financieras, Zoetrope se dedicó a hacer spots publicitarios y filmes educativos, mientras Coppola intentaba desarrollar material para largometrajes. Todos sus esfuerzos únicamente sirvieron para posponer la confrontación con un problema que sólo podía resolverse cerrando la compañía o consiguiendo una gran transfusión de dinero. En el otoño de 1970, el director estaba endeudado y desesperado. Entonces, le llegó una lucrativa propuesta justo en el momento en que más lo necesitaba. Se trataba de un trabajo que previamente había rechazado: dirigir El Padrino.
A Coppola le habían ofrecido la película por primera vez en la primavera anterior. Peter Bart y Al Ruddy le visitaron en San Francisco y le explicaron que la Paramount poseía los derechos de la novela de Mario Puzo y que quizás a él podría interesarle el proyecto. Francis dijo que aquel mismo día había visto un anuncio del libro en el “New York Times” y que lo había recortado para acordarse de comprarlo; le había parecido un libro esotérico escrito por un intelectual italiano. Mientras hablaban, Marlon Brando llamó por teléfono. Era la primera vez que Coppola hablaba con el actor, a quien había enviado un guión para un proyecto de película. El libreto le había parecido a Brando un poco «escaso», pero le dio las gracias por mandárselo.
Cualquier otro joven y ambicioso director habría considerado la posibilidad de hacer El Padrino como un pasaporte a la fama. Para Coppola, sin embargo, representaba un paso atrás según su particular filosofía, el regreso a una típica producción de Hollywood bajo el férreo control de un estudio. Pero dada su lamentable posición financiera, aceptó considerar el proyecto y comenzó a leer la novela hasta llegar a las escenas ambientadas en Hollywood; en ese punto la dejó, considerándola «barata y sensacionalista». Dijo que no estaba interesado, y se mantuvo en sus trece durante cinco meses, hasta que Bart volvió a telefonearle. En esta ocasión, Coppola se mostró más receptivo. Después de que los problemas monetarios en Zoetrope hubiesen empeorado considerablemente, y con el destino de la compañía colgando literalmente de un hilo, reconsideró su postura y leyó el libro entero.
«Me metí en el verdadero núcleo de la novela», señaló posteriormente el cineasta. «La historia de la familia, este padre y sus hijos, y las cuestiones del poder y la sucesión. Pensé que era una gran historia, si podía cortar todo el resto del material. Decidí que podría ser no sólo una película de éxito, sino también una buena película. Quería concentrarme en el tema central, y eso es lo que intenté hacer».
Coppola pidió consejo a George Lucas. «¿Qué debo hacer?», le preguntó. «¿Debería rodar esta película de gangsters o no?».
Lucas, siempre pragmático para estos temas, respondió: «Acepta, Francis. Necesitamos el dinero. ¿Qué tienes que perder?».
Después de tres días de complejas negociaciones con el estudio, Coppola hizo caso a su amigo y aceptó dirigir El Padrino, siempre que no fuera «una película más sobre mafiosos organizados, sino una crónica familiar. Una metáfora sobre el capitalismo en América». Evans encontró el concepto del osado cineasta ridículo, incluso pretencioso. Pero, confiando en que el montaje final le dejaría a él el control de la cinta, decidió contratarle.
Peter Bart afirmó que, a diferencia de Evans, él supo apreciar el talento del director desde el principio. «Pensé que era perfecto para El Padrino, y luché como un demonio para tenerle», decía el ejecutivo. «¿Objeciones? Pequeños detalles como que nunca había hecho una película comercial, no era disciplinado y no tenía suficiente experiencia».
Evans, Bart y Ruddy se dieron cuenta rápidamente de que, en el caso de Coppola, estaban tratando con una clase muy diferente de cineasta. Cierto, no había tenido ningún éxito, pero al menos estaba disponible. Además, su preparación desarrollando guiones podía ser una valiosa ayuda para Mario Puzo. Y, como descubrieron en su primera reunión con él, tenía una clara visión del proyecto. Aún mejor, como estaba tan endeudado, podía ser contratado por poco dinero.
Quizás lo más importante, Coppola era italo-americano. Evans estaba contento de tener un realizador con el amplio conocimiento de la herencia transalpina que sólo una vida de inmersión cultural puede crear. «Era el único director italiano de Hollywood», explicaba el productor jefe. «Yo quería oler los spaghetti». Además, el nombre italiano de Coppola también podía servir como una póliza de seguros. La Paramount ya había escuchado los primeros rumores de que el proyecto podría verse entorpecido por las organizaciones italo-americanas, que protestaban por el estereotipado retrato que la novela hacía de su comunidad. Tener a un director con ancestros transalpinos en el proyecto podía ayudar a aliviar la tensión.
De este modo, el 27 de septiembre de 1970, la Paramount confirmó públicamente que Francis Ford Coppola sería el director de El Padrino. La película, informaba el estudio, sería su principal estreno para las Navidades de 1971.
Francis firmó por 125.000 dólares y un seis por ciento de los ingresos brutos. Dada la limitada venta de entradas prevista, el porcentaje probablemente no superaría esa cifra… o, al menos, eso pensaban todos los implicados en aquel momento.
En cuanto se corrió la voz de que Evans había contratado a Coppola, varios ejecutivos se colgaron del teléfono lanzando advertencias. «Bob», le avisó el productor Richard Zanuck, «van a echarte de la película. Ese chico está loco». Minutos después era John Calley, presidente de Warner Brothers, quien estaba al teléfono. «No le contrates, Bob. Corporativamente, no debería decirte esto. Su compañía nos debe 600.000 dólares. Todo el dinero que le pagues irá directamente a nosotros».
Dos días más tarde, el 29 de septiembre, Evans organizó una rueda de prensa en las oficinas de la Paramount en Beverly Hills para presentar a la prensa a Al Ruddy, Mario Puzo y Francis Coppola. La convocatoria también brindó los primeros atisbos de cómo sería la producción: el estudio estaba dispuesto a arriesgarse con El Padrino. Olvidada la idea de hacer una barata película de gangsters, el proyecto sería lo que Ruddy y Coppola habían imaginado: una historia profunda sobre las poderosas personalidades en una familia de criminales fotografiada en un marco de época. El presupuesto fue aumentado hasta los cuatro millones de dólares.
La conferencia derivó entonces hacia preguntas sobre el reparto, y en ese momento Evans hizo una declaración que crearía problemas instantáneos a todos los implicados en el proceso de casting: «Preferiríamos contar con desconocidos que con actores de renombre. Queremos que sea auténtico. Los personajes tendrán que parecer italianos, así que hay una buena oportunidad de que utilicemos intérpretes de ese país».
Evans debió lamentar su declaración sobre los “desconocidos” en el mismo momento en que lo dijo. La Paramount empezó a recibir llamadas de —virtualmente— todos los actores de Hollywood, y hubo una inundación de solicitudes como no se había visto en la industria desde la búsqueda de Scarlett O’Hara.
El comienzo del rodaje se anunció para el 2 de enero de 1971. Esto implicaba que Coppola sólo tenía tres meses para ocuparse de todos los aspectos de la pre-producción: audiciones, reparto, reescrituras del guión con Puzo, contratar al equipo técnico y, lo más importante, desarrollar un tono general para la película.
Evans también confirmó a los periodistas que El Padrino se rodaría en localizaciones, como concesión a Coppola. Los escenarios serían Sicilia, Las Vegas, Los Ángeles y Nueva York. Nadie estaba seguro de que una película de presupuesto ajustado pudiese hacerse en la Gran Manzana… excepto su director. Francis estaba convencido de que para capturar la sensación visual de la ciudad tendría que filmar en escenarios naturales. Al Ruddy pensó que este imponderable supondría un incremento del treinta y cinco por ciento del presupuesto. «Es como Vietnam», se quejó Charles Bluhdorn. «Un día, necesitas cien bombarderos; al día siguiente, necesitas mil».
La Paramount no estaba totalmente equivocada en su resistencia a rodar en Nueva York. «Yo quería hacerlo allí por el realismo», explicaba Francis. «Dijeron que costaría demasiado dinero. Tal como resultó, yo tenía razón y estaba equivocado a un tiempo. Fue bueno para la película, pero también devastadoramente caro. El presupuesto se disparó hasta los seis millones. El reparto, director, productor, guionista, libro, todo eso costó sólo un millón. El coste de las operaciones, para el equipo y los gastos, fue de cinco millones. Ésa es una proporción ridícula: cinco a uno. No debería haber sido más de dos o tres a uno».
Coppola también insistió en la ambientación de época. Ruddy le apoyó, argumentando que la película no funcionaría en el presente. «Los mafiosos ya no se disparan unos a otros», le dijo a Evans.[2] Finalmente, éste claudicó a todas las exigencias de su director.
Entonces, como ahora, otras ciudades norteamericanas (Toronto, Montreal, Kansas City o St. Louis) podían hacerse pasar por una “Nueva York” más barata y segura que la propia Gran Manzana. Pero había una razón mucho más importante para que la Paramount considerase otras poblaciones para las localizaciones de la película. Aún con el inicio de la producción a varios meses vista, el estudio ya estaba recibiendo presiones de la comunidad italo-americana. La Liga por los Derechos Civiles de los Italo-Americanos, con base en Nueva York, se unió a la lucha contra El Padrino. Y había rumores de que otras influyentes organizaciones con intereses poco legales también podrían hacer fuerza contra la producción.
«Yo siempre quise hacer la película en Nueva York», confesaba Ruddy, «pero todos sabíamos cuáles eran los problemas. Nunca fue realmente una cuestión de presupuesto. Existía una gran posibilidad de que no pudiésemos rodar en Nueva York. Así que insistí en que considerásemos St. Louis y Kansas City como reemplazo».
La seriedad de la disputa entre los italo-americanos y El Padrino quedó vívida-mente demostrada durante una accidental confrontación entre Mario Puzo y Frank Sinatra. Mucha gente, incluyendo al propio Sinatra, creía que el personaje de Johnny Fontane en la novela —un cantante en decadencia ansioso por obtener un papel en un filme— estaba basado en él. [3] Mientras estaba trabajando en el guión, el escritor asistió a una fiesta en el famoso restaurante Chasen’s de Hollywood. Su anfitrión, un millonario, se ofreció a presentarl e a Sinatra, que estaba comiendo en otra mesa; Puzo declinó amablemente. Sin embargo, cuando se marchaban, el anfitrión y su séquito arrastraron al autor hasta la mesa del cantante e insistió en presentarlos.
—Me gustaría que conocieses a mi buen amigo Mario Puzo —dijo alegremente el millonario.
—No lo creo —replicó secamente Frank.
El pobre hombre no captó el mensaje, y empezó otra vez.
—No quiero conocerle —repitió el actor.
El millonario estaba a punto de echarse a llorar.
—Frank, lo siento, no lo sabía, lo siento…
Sinatra empezó a gritar. Llamó a Puzo “chuloputas” y le dijo que si no fuese porque era mucho más viejo que él, le pegaría una paliza. «Lo que más me dolió», recordaba el escritor, «fue que allí estaba él, un italiano del norte, amenazándome a mí, un italiano del sur, con violencia física. Frank siguió gritando, con la vista fija en su plato. Nunca me miró».
Finalmente, la decisión de rodar en Nueva York se tomó sin haber solucionado las protestas. El problema se mantendría hasta que el equipo estuviese establecido en la Gran Manzana, y la cuestión de los italo-americanos y El Padrino se convirtió en una noticia de alcance nacional. Muchas mañanas, Al Ruddy y su equipo llegaban a las oficinas de la Paramount en Los Ángeles para encontrarse con una multitud de manifestantes esperándoles en la puerta, con pancartas en las que se podía leer: «Italianos para los papeles de italianos».
El conflicto comenzó en California con dos problemas aparentemente contradictorios: primero, muchos de los que protestaban estaban preocupados porque la película perpetuase los estereotipos sobre su comunidad y el submundo criminal; a la vez, otros decían que si iba a haber italianos en El Padrino, deberían ser interpretados por auténticos transalpinos.
Entretanto, también empezaban a aparecer obstáculos en la costa Este. La Liga por los Derechos Civiles de los Italo-Americanos amenazó a la Paramount con muchos problemas —con los sindicatos, con los vecinos en las localizaciones de Little Italy y Manhasset, con los boicots económicos— si seguían adelante con el proyecto. Los ejecutivos del estudio, así como algunos influyentes políticos, se vieron inundados por miles de cartas de protesta firmadas por varias agrupaciones italo-americanas. En julio de 1970, la Liga celebró un mitin en el Madison Square Garden de Nueva York, cuya recaudación casi ascendió a 600.000 dólares para detener la película.
Por supuesto, no todas la protestas que llegaron a la Paramount y a su casa “madre”, Gulf+Western, fueron cartas formales y peticiones educadas. Ruddy recibió inquietantes llamadas telefónicas anónimas, al igual que Robert Evans y su entonces esposa, la actriz Ali MacGraw. Antes de que El Padrino entrase en producción, las oficinas de Gulf+Western fueron evacuadas dos veces debido a otras tantas amenazas de bomba. Aunque ninguno de estos actos pudo adjudicarse a la Liga, dejaron una densa atmósfera de tensión que afectó a todos los tratos del estudio con las organizaciones italo-americanas.
Entonces, en mitad de este caos, Ruddy fue informado por la policía de Los Ángeles de que él y su equipo estaban siendo observados. «El Departamento de Policía me notificó que esos tipos me estaban siguiendo a mí», explicó el productor. «Así que cada noche nos cambiábamos los coches, para que nadie supiese quién iba dónde».
Ruddy le dejó a su secretaria su lujoso deportivo. A la mañana siguiente, la acongojada mujer descubrió que la ventanilla del vehículo había sido destrozada de un balazo.
Irónicamente, la naturaleza de estas acciones —legítimas o de otra clase— no hacían sino dar la impresión de que la Mafia estaba tras estos ataques. La imagen de miles de personas honestas en la Liga se vio mancillada por la conducta de unos cuantos criminales.
Pronto se puso de manifiesto que la pre-producción de El Padrino estaba empezando a resentirse por las presiones. Ruddy tuvo unos problemas terribles para encontrar localizaciones adecuadas: el dueño de un restaurante de Manhattan que les había concedido permiso para rodar en su local, cambió de idea en el último momento; el propietario de un negocio de aceite de oliva quería 100.000 dólares por autorizarles a utilizar su tienda, porque, aseguraba, sería incendiada a continuación.
El productor trató de utilizar casas en Manhasset, Long Island, para simular la propiedad de los Corleone, pero tuvo que enfrentarse con funcionarios locales que ponían un excesivo celo en su trabajo. «Estábamos dispuestos a pagar, alquilar, repintar, reemplazar cualquier cosa en la zona para ellos», explicaba el productor. «Hicimos toda clase de concesiones, pero al final nos dimos cuenta de que simplemente no nos querían. Primero se quejaron de que traeríamos coches a la zona y ocuparíamos el espacio para aparcar, así que prometimos llevar a nuestra gente en autobús a las localizaciones. Entonces dijeron que no querían autobuses en su barrio».
La casa del Padrino iba a estar rodeada de una valla de piedra, construida con Styrofoam. «Un día», recordó Ruddy, «un funcionario local llega y nos dice que no podemos construir en Manhasset un muro de más de noventa centímetros de altura que no sea permanente. También nos exigía que el muro fuera derribado cada noche y reconstruido cada mañana, una proposición extremadamente cara».
Encontrar otra localización aumentó el presupuesto unos 100.000 dólares y retrasó el comienzo del rodaje. «Empecé a ver Manhasset como un pantano de arenas movedizas», se lamentaba el productor, «y antes de ahogarme, decidí empezar a buscar otro lugar y un poco de ayuda».
El incidente de Manhasset fue muy real, pero incluso la posibilidad de sufrir percances mayores se convirtió en una pesadilla constante. Si había tantos problemas con la búsqueda de localizaciones, ¿por qué no podrían suceder cosas aún más serias?, ¿qué ocurriría si los camiones dejaban de circular, si la comida dejaba de llegar, si los miembros de los sindicatos se declaraban en huelga? La legítima preocupación por la caracterización de los italianos en la pantalla podría convertirse fácilmente en retrasos en el calendario de rodaje o en la forzosa cancelación del proyecto.
Mientras Ruddy lidiaba con los italo-americanos en Nueva York, Coppola empezó a reescribir el guión de El Padrino con Puzo. El autor ya había hecho la mayor parte de los cortes necesarios, reduciendo una novela de 446 páginas a un guión de 163, y había acometido el principal trabajo estructural. Pero Francis no estaba, en absoluto, satisfecho con los resultados.
«Cuando leí el guión de Puzo», recordaba el director, «me quedé aturdido. Lo había convertido en una cosa contemporánea con referencias a los hippies. Me dijo que lo hizo siguiendo las directrices de la Paramount. Le contesté que yo quería un guión que se pareciese más al libro».
Era el momento de que los dos artistas empezaran a trabajar juntos; lo que, en este caso, significaba en realidad hacerlo por separado y revisar el uno la labor del otro. Coppola y Puzo nunca llegaron a escribir juntos físicamente, un tipo de relación creativa inusual en Hollywood. El cineasta estaba en San Francisco, el autor en Los Ángeles o Nueva York. Cuando uno de ellos terminaba un borrador, se lo enviaba al otro para que lo retocara.
De algún modo, este sistema de trabajo a distancia funcionó bien, a pesar de la falta de experiencia de Puzo, la tendencia de Coppola a absorber los proyectos, la separación entre ellos y la vasta cantidad de material a revisar. En parte, el proceso fue un éxito porque Francis sentía mucha simpatía por los escritores. «La posición del guionista es absurda, ridícula», decía. «Gana una gran cantidad de dinero pero no tiene nada que decir sobre la película, a menos que sea uno de los guionistas más famosos».
Irónicamente, Puzo sería expulsado de la producción una vez superadas la etapas iniciales. La Paramount ni siquiera le permitió ver el montaje final, y el novelista bromeó sobre llevar a cabo una vendetta siciliana contra Evans. «No puede decirse que me volviese loco de alegría lo que hicieron con mi libro», protestaba. «No estoy interesado en la película. No es mi película».
La principal diferencia conceptual que emergió durante la escritura del guión fue el interés de Puzo en retener y condensar muchos elementos de su novela, mientras que Coppola quería ampliar líneas argumentales específicas, en particular las cuestiones del poder, la cultura y la familia. Más allá de los detalles exhaustivos y el desarrollo de la trama en el libro, el director pensaba que el verdadero corazón de la historia «tenía que ver con la dinastía y el poder. Mi intención era convertir esto en una auténtica película sobre gangsters italianos. Cómo vivían, cómo se comportaban, cómo trataban a sus familias, cómo celebraban sus rituales».
El director tomó la estructura básica del escritor y enriqueció los elementos que eran particularmente importantes para su visión del proyecto. Este proceso continuaría hasta bastante después de empezar el rodaje de El Padrino.
Cuando llegó la fase de lecturas y audiciones, la mayoría de los elementos principales de la película ya estaban en su sitio. Lo que permanecía era un argumento que se centraba casi exclusivamente en el mundo de Vito Corleone y la revelación de su hijo menor Michael como una figura central. Eliminando la mayor parte de las tramas secundarias de la novela, El Padrino se centraría en los incidentes que empujan al vástago del Don dentro del negocio familiar a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, su maduración como líder de los bajos fondos y la eventual transferencia de poder de padre a hijo.
Así, desaparecían completamente otros elementos dominantes en el libro, incluyendo varios personajes y subtramas: Nino Valenti, el autodestructivo amigo de la infancia de Johnny Fontane; todo el crecimiento profesional del propio Johnny como actor y productor; y virtualmente todos los hechos que ocurrían en Las Vegas.
El personaje de Johnny, tan prominente en el libro, quedó reducido a cuatro breves escenas.
Puzo pensaba que Coppola había aligerado demasiado su novela a la hora de escribir el guión, y que los caracteres eran «demasiado amables». Pero el autor era un recién llegado en Hollywood, y le llevó un tiempo comprender la terrible verdad. «El director siempre tiene el control creativo final», admitía, resignado, «y eso es algo que inicialmente no comprendí».
A principios de noviembre de 1970, la fecha de inicio de la fotografía principal había quedado fijada para el 15 de enero de 1971, pero se aplazaría si era necesario, afirmaba Ruddy, para que el casting fuese «absolutamente perfecto». Este proceso se prolongaría durante cuatro agónicos meses.
Obviamente, la prioridad número uno era adjudicar el papel de Vito Corleone, uno de los más codiciados en toda la historia de Hollywood. Coppola y Ruddy sabían que el éxito de la cinta estaría determinado en gran medida por la credibilidad del actor elegido para interpretar al Padrino. El rol exigía una rara mezcla de talentos: tenía que ser alguien que pudiese representar una calmada autoridad con un trasfondo de poder y violencia, que tuviese las dotes de mando de un presidente y la humildad de un campesino, y que proyectase una presencia inolvidable en la pantalla.
Todos los actores de mediana edad del negocio suspiraban por el papel. Las estrellas televisivas David Jansen y Vince Edwards, así como el cantante Rudy Vallee, solicitaron —y casi suplicaron— audiciones. Los nombres de Anthony Quinn, Orson Welles, Edward G. Robinson, George C. Scott y RafVallone fueron considerados en uno u otro momento por la Paramount. Algunos rumores sugerían que Frank Sinatra (extrañamente) quería interpretar al Don. Entre los verdaderos capos de la Mafia, su favorito era Ernest Borgnine.
John Marley —que sería nominado al Oscar por su papel secundario como padre de Ali MacGraw en Love Story— y Richard Conte —un versátil actor de carácter que había interpretado a gangsters y tipos duros en más de cuarenta películas— también presentaron su candidatura al papel protagonista. Ambos fueron juzgados inadecuados, pero luego se les contrató para roles secundarios: Marley encarnaría al productor de cine Jack Woltz y Conte a Emilio Barzini.
Cuando Coppola y Puzo se reunieron para empezar a reescribir el guión de El Padrino, ambos descubrieron que tenían varias cosas en común, entre ellas el deseo de ver a Marlon Brando como Don Vito Corleone, aunque el director tardó más tiempo en llegar a esa conclusión. Inicialmente, sus pensamientos abarcaban desde el extravagante abogado de San Francisco Melvin Belli, hasta el productor italiano Carlo Ponti, marido de Sophia Loren.
«Debí entrevistar a unas dos mil personas», recordaba Francis. «Grabamos en vídeo a todos los viejos actores italianos que existían. Pero se hizo evidente que el papel pedía a alguien de tal magnetismo, tal carisma, que su simple entrada en una habitación tenía que ser un acontecimiento. Llegamos a la conclusión de que si un actor italiano había llegado a los setenta años sin hacerse famoso, no tendría el aire de autoridad que necesitábamos».
La figura del Padrino ocupaba sólo el cuarenta por ciento de la historia, pero la gigantesca sombra que proyectaba sobre la acción obligaba a recurrir a un intérprete de presencia abrumadora. «Lo que teníamos que hacer era contratar al mejor actor del mundo», decidió el cineasta. «Era así de simple. Eso reducía la lista a Laurence Olivier o Marlon Brando». La elección de Sir Larry habría complacido a todos, pero se encontraba en aquellos momentos demasiado enfermo para garantizar su participación en el filme. Así que sólo quedaba Brando.
A finales de los sesenta, Marlon era considerado una estrella anticomercial, y se había ganado una pésima reputación en la industria por sus extravagancias fuera de la pantalla, sus conflictos con los directores y sus follones en los rodajes, que retrasaban las producciones y redundaban en interpretaciones mediocres.
A pesar de todo, mucho antes de que “El Padrino” se convirtiese en un proyecto cinematográfico, Mario Puzo le había escrito una carta expresándole su admiración, y asegurando que no se le ocurría nadie mejor para encarnar a su patriarca mafioso. De hecho, cuando escribía su novela, solía inspirarse en la imagen del actor para construir a Vito Corleone.
Un día de finales de 1970, Puzo leyó en el periódico que el cómico Danny Thomas quería hacer el papel principal en El Padrino. El escritor se quedó totalmente anonadado. La mera idea de que alguien como Thomas acabase interpretando al Don le impulsó a ponerse en acción. De algún modo, consiguió el número de teléfono de Brando (un logro considerable, teniendo en cuenta que los grandes estudios últimamente no lograban seguirle la pista) y habló con él. La estrella advirtió al escritor que, dada su mala fama, la Paramount nunca le contrataría.
«Estoy acabado», confesó Marlon. «No tengo ninguna oportunidad de interpretar a Don Vito. Los estudios nunca me aceptarían». A una de sus amigas, la actriz Pat Quinn, le dijo: «No puedo interpretar a un hombre de sesenta años». Ella le aconsejó que se mirase en el espejo.
Ruddy y Coppola fueron a hablar con Brando, y no salieron muy esperanzados. El actor no había leído “El Padrino”, pero sus amigos le habían dicho que era un folletón a lo Harold Robbins, basado en sucesos reales apenas disfrazados. «No quiero hacer de mafioso italiano», dijo Marlon. Sin embargo, accedió a echar un vistazo al libro antes de tomar una decisión definitiva. Francis y Albert estaban seguros de que no aceptaría.
Para su sorpresa, sólo tres días después, Brando les comunicó que había terminado de leer la novela y que le había encontrado cierto contenido social. El divo opinaba que el crimen organizado prosperaba en Estados Unidos como en ningún otro país. ¿Por qué? Porque era un buen negocio. Un negocio peculiar, quizás, pero en cualquier caso una forma de iniciativa privada y, por ello, admisible para la mayoría del pueblo norteamericano.
Marlon aceptó interpretar a Don Vito Corleone. Ahora “sólo” había que convencer a la Paramount. Ruddy le apostó a Coppola doscientos dólares a que el estudio no contrataría al astro. Y, de hecho, Evans y Frank Yablans se mostraron inflexibles. El excéntrico comportamiento del actor en el plató de Rebelión a bordo había sido pasto de los tabloides durante meses, y sus últimas películas habían fracasado. Los ejecutivos también recordaban el desastre financiero de la primera y única incursión de Brando como director, El rostro impenetrable, un proyecto producido por la Paramount cuyo coste se duplicó en el transcurso del rodaje. «Naturalmente, esto no les gustó», observó la estrella.
Stanley Jaffe dejó clara la postura del estudio cuando le dijo a Coppola: «Mientras yo sea el presidente de la Paramount, Marlon Brando no estará en esta película, y no permitiré que lo sigas discutiendo».
Pero el director se negó a abandonar la opción Brando. Si un sólo gesto de valentía ha salvado alguna vez la carrera de un actor, fue éste. Evans intercedió en su favor ante Jaffe: «Dale a Francis cinco minutos para que explique su punto de vista». Stanley accedió, y Coppola fue convocado al despacho del presidente de la Paramount.
«Me puse en pie, como si fuese a defender a un hombre condenado a muerte», recordaba el cineasta, «y enumeré las razones que hacían irreemplazable a Marlon, siendo una de ellas que tenía un aura en torno a él cuando estaba rodeado por otros actores, similar a la del Don con su gente». Siempre presto a brindar el adecuado toque melodramático cuando era necesario, Francis simuló desmayarse en el suelo al concluir su perorata.
Incluso en el crispado y frío mundo en que se mueven los ejecutivos de Hollywood, un poco de ópera y de pasión pueden salvar el día. Jaffe finalmente accedió a considerar a Brando, pero con tres condiciones que estaba seguro de que el actor nunca aceptaría: primera, cobraría un salario muy inferior a su mínimo habitual; segunda, asumiría personalmente la responsabilidad financiera por cualquier retraso en la producción que él causase; y tercera, consentiría en hacer una prueba de pantalla, una concesión hasta entonces impensable para la estrella.
¿Marlon Brando, el hombre que había marcado el estilo de toda una generación de actores, haciendo una audición? Coppola estaba, según sus propias palabras, «cagado de miedo», y trató de manejar el asunto con cautela. Hizo una amistosa llamada telefónica a Marlon, diciendo que los dos deberían reunirse y explorar el papel juntos. En este punto, el divo hizo una inesperada confesión: no estaba seguro de poder afrontar el papel, así que estaría bien si pudiesen encontrar alguna forma de solucionarlo. «¡Fantástico!», exclamó el director rápidamente. «Grabémoslo en vídeo».
Lo que sucedió después forma parte de la leyenda de los casting, justo al lado del momento en que Vivien Leigh se presentó ante David Selznick mientras Atlanta ardía en Lo que el viento se llevó. Francis llamó al actor y fotógrafo Salvatore Corsitto, que iba a hacer el papel de Bonasera en El Padrino, para que interpretase junto a Marlon la escena en que el director de pompas fúnebres le pide un favor al Don.
A la mañana siguiente, Coppola, Corsitto y tres técnicos armados con una cámara de vídeo y otra de 16 mm, se presentaron en la mansión de Brando en Mulholland Drive. Cuando llegaron, el astro aún dormía. Esperaron pacientemente hasta que Marlon salió a recibirles, vestido con un kimono japonés y el pelo peinado hacia atrás en una coleta. El director pidió a Corsitto que esperase fuera hasta que él le llamase.
Brando y Coppola empezaron a hablar sobre posibles tratamientos del personaje. El cineasta le sugirió dejarse un bigote fino, como el que tenía su tío Louis. El actor cogió betún de zapatos negro y se oscureció el pelo, se pintó un mostacho falso y, por último, se metió pañuelos de papel en los carrillos. «Quiero ser como un bulldog», explicó.
La transformación de Marlon fue asombrosa. Lentamente, el vigoroso intérprete de cuarenta y siete años se convirtió en el envejecido Don. Se encogió ligeramente, entornó los ojos y chupó un pequeño puro italiano que Francis había llevado consigo; todo sin decir ni una palabra, sólo murmurando pausadamente. Después se puso una camisa desgastada, una corbata vieja y una chaqueta raída, dedicando dos o tres minutos a ajustar el cuello de la camisa para que sobresaliera sobre las solapas de la chaqueta. Desaparecieron los hombros, saltó una barriga. El rostro adquirió una palidez cerúlea. El actor respiraba más despacio, con exhalaciones como suspiros profundos. De repente, Coppola tenía ante sus ojos a Vito Corleone.
Sonó el teléfono. Brando descolgó el auricular y se lo llevó a la oreja. Escuchó, asintió despacio y colgó sin decir palabra. Al otro lado, alguien escuchó tan sólo la pesada respiración de un anciano.
El director decidió aprovechar el factor sorpresa. Llamó a Corsitto y lo presentó como Bonasera. Brando pareció desconcertado durante un instante, pero reaccionó como lo haría el personaje, y los dos actores interpretaron juntos la escena en que el enterrador solicita la ayuda del Don.
Marlon estudió la toma en un monitor. «Eso es», murmuró. «La cara de un bulldog. Tiene cara de malo, pero en el fondo es bueno».
Francis tenía todo el metraje que necesitaba. Volvió al galope a la Paramount y le mostró el test a Ruddy. «Era asombroso», recordaba el productor. «Ni siquiera le reconocí. Ese trozo de película sin diálogo es un clásico».
Ruddy y Coppola proyectaron el vídeo para Evans y Jaffe, ocultando el segmento de Brando entre otras pruebas. «Se quedaron alucinados», continuó el productor. «No supieron que era Marlon hasta el final».
Evans se mostró entusiasmado; Jaffe reconoció a regañadientes que le habían convencido. Pero la decisión final dependía de Charles Bluhdorn.
El presidente de Gulf+Western fue invitado a una reunión con los jefes de Paramount en las oficinas del estudio en Nueva York. Sobre la mesa de la sala de juntas habían colocado un reproductor de vídeo. «Queremos que veas una cosa», le dijeron.
«Cuando Brando apareció en pantalla, Charlie preguntó: “¿A quién estamos viendo?, ¿quién es este viejo?”», señaló Ruddy. «Le confesamos que era Brando».
«Bluhdorn dijo: “Es increíble. Increíble”», recordó Coppola. «Estaba tan entusiasmado que el dinero y el trato fueron sólo cuestión de trabajárselo».
Brando tenía el papel, y su precio estaba realmente ajustado. Cuando firmó su contrato, el actor aceptó una cláusula según la cual recibiría sólo 50.000 dólares por adelantado. El balance de su compensación dependería de cómo funcionase El Padrino comercialmente. Si cruzaba la barrera de los cincuenta millones —algo que sólo habían hecho tres o cuatro películas en toda la historia— se pondrían en marcha significativos incentivos, y el porcentaje de Marlon sobre la taquilla se incrementaría.
Pero la estrella necesitaba desesperadamente dinero para pagar sus impuestos, y renunció a esta participación a cambio de 100.000 dólares en efectivo. Evans estimaba que «esos cien grandes acabaron costándole a Brando once millones de dólares».
Una vez que Marlon firmó su contrato, la Paramount puso su mejor sonrisa de cara al público y lo anunció por todo lo alto el 27 de enero de 1971. Coppola ya tenía a su Don Vito Corleone. Ahora tenía que buscar un reparto que no se viese abrumado por la leyenda del astro.
A excepción de Brando, ningún otro protagonista de El Padrino estaba aún decidido. Después de dos meses haciendo pruebas de pantalla en Los Ángeles, las entrevistas con los actores continuaron en Nueva York cuando la producción se trasladó al Este. Incluso cuando la fecha de arranque del rodaje fue postergada de nuevo —esta vez hasta principios de marzo—, las audiciones continuaron durante enero y febrero en la Gran Manzana.
Coppola ya sabía a quién quería para dos de los más importantes papeles. Para el rol de Sonny Corleone, el volátil hijo mayor de Don Vito, pensó en Carmine Caridi, un actor de carácter que se parecía físicamente al corpulento y amenazador Sonny descrito en la novela.
En cuanto al personaje de Tom Hagen, el cerebral abogado y consejero del Don, se probó a Martin Sheen, Peter Donat y al cantante Rudy Vallee. Pero lo cierto es que Robert Duvall nunca tuvo una verdadera competencia. Este versátil y reconocido intérprete llevaba en el cine desde 1962, y sus créditos incluían M.A.S.H., Valor de ley y Matar a un ruiseñor. También había trabajado con Coppola en Llueve sobre mi corazón y protagonizado la infausta THX-1138.
Pero el director aún tenía que convencer a la Paramount de cualquier elección para los papeles centrales. Debería luchar por los nombres que quería y pasar por el trámite de probar a docenas de actores para justificar sus decisiones ante el estudio.
El proceso de casting alcanzó su punto culminante el 11 de febrero, en un maratoniano día de pruebas. En los test para el papel de Michael, sentada frente a muchos de los candidatos, estaba una actriz de veinticinco años llamada Diane Keaton, la principal contendiente para el rol de Kay Adams, la prometida del menor de los hermanos Corleone. Jill Clayburg, Susan Blakely, Anne Archer, Trish Van Devere, Jennifer O’Neill, Genevieve Bujold, Jennifer Salt, Veronica Hamel, Karen Black, Cybill Shepherd e incluso Ali MacGraw fueron consideradas en distintos momentos. Keaton sólo había hecho comedias y no se la tenía por una actriz dramática, pero Coppola la vio en Lovers and Other Strangers y la animó a presentarse al casting de El Padrino para ver si podía inyectar algo de su innata rareza a Kay. «Pensé que quizás Diane podría darle un poco de excentricidad», explicaba el director.
Además de Carmine Caridi, varios prometedores intérpretes aspiraban al papel de Sonny Corleone. El preferido de la Paramount, que quería nombres conocidos en el reparto, era James Caan. A sus treinta y un años, Caan ya había trabajado con directores del calibre de Billy Wilder (Irma, la dulce), Howard Hawks (El Dorado) y Robert Altman (Countdown), y además, había sido el protagonista de Llueve sobre mi corazón.
Otro serio candidato era un joven que estaba luchando por hacerse un hueco en las producciones importantes. Callado y tímido fuera de las cámaras, Robert De Niro se transformaba delante de ellas en un asesino explosivo y psicótico. Con el pelo peinado hacia atrás y sombrero, interpretó una escena entre Sonny y Michael, improvisando los diálogos. Coppola recordaba su test como «electrizante, pero era Sonny como un asesino. Nada que pudiese vender». De Niro también hizo lecturas para los papeles de Michael y de Carlo Rizzi, el esposo de Connie Corleone. Finalmente, el director le contrató para el pequeño rol de Paulie Gatto, el guardaespaldas de Don Vito.
En la segunda semana de febrero, el reparto de El Padrino estaba decidido en la mayoría de los puestos clave. Diane Keaton y Robert Duvall firmaron el 15 de febrero. Una semana después fueron adjudicados varios caracteres secundarios: Richard Castellano (que antes había sido considerado para el rol de Luca Brasi) como Peter Clemenza, el lugarteniente del Don; John Marley como Jack Woltz, el productor de cine que despierta con la cabeza de caballo en su cama; Abe Vigoda como Sal Tessio, otro subordinado de Don Vito; y Alex Rocco sería Moe Greene, el propietario de un hotel de Las Vegas.
El papel del Don Emilio Barzini, la némesis más peligrosa de los Corleone, fue para Richard Conte; Barzini aparecería sólo en cuatro escenas —tres de ellas sin frase— aunque demostraría ser un valioso adversario para el Don. Al Lettieri fue contratado como el traicionero traficante de droga Virgil Sollozzo. Y el veterano Sterling Hayden, que en los años setenta dedicaba más tiempo a escribir y a navegar que al cine, firmó para encarnar al corrupto Capitán de policía McCluskey.
Coppola quería que una verdadera estrella interpretase al cantante Johnny Fontane, para que no pareciese falso. Mencionó a Eddie Fisher, Frankie Avalon, Bobby Vinton y Buddy Greco. Un fuerte candidato fue Frank Sinatra Jr., pero se echó atrás súbitamente, y se sospechó que su famoso padre se lo había prohibido.
El director se decidió por Vic Damone, pero el cantante abandonó la producción al poco tiempo, alegando que la película «no defendía los intereses de los italo-americanos. Como americano con antepasados italianos, no podría en conciencia continuar en el papel». Después admitiría las verdaderas razones de su renuncia: el papel era mucho más pequeño que en el libro y no le ofrecían suficiente dinero. Finalmente, el elegido, a sugerencia de Evans y Ruddy, fue el cantante Al Martino.
Para el rol de Fredo, el débil hermano mediano de los Corleone, Coppola escogió a John Cazale, un actor de gran talento que había ganado dos premios Obie teatrales. El Padrino fue el debut cinematográfico de Cazale. Antes de su prematura muerte en 1978, volvería a trabajar con el cineasta en El Padrino II y La conversación.
Brenda Vaccaro, Penny Marshall, Julie Gregg (que luego daría vida a Sandra, la mujer de Sonny), Maria Tucci y Kathleen Widdoes fueron candidatas al rol de Connie Corleone. Sin embargo, Evans se decantó por Talia Shire, la hermana del propio Coppola (el apellido le venía de su matrimonio con el compositor David Shire).
Esta decisión molestó enormemente al director, que acusó a Evans de haber contratado a su hermana sólo para hacerle sentir incómodo. «Tallie es demasiado guapa para el papel. Voy a despedirla», amenazó. «Un tipo que va a casarse en una familia de la Mafia tiene que tener una chica italiana gorda, bajita y fea».
«Francis estaba realmente enfadado porque acepté sin consultarle primero», comentaba Shire. «Pero sólo porque seas un genio no significa que estés completamente desarrollado emocionalmente». A pesar de este enfrentamiento fraterno, lo cierto es que a Coppola le gustaba utilizar a miembros de su propia familia en sus películas. «La gente no lo entiende», declaró en una ocasión. «Cuando estás haciendo películas y necesitas algo rápido, esto puede ser terriblemente conveniente».
De hecho, además de su hermana, en la producción El Padrino intervinieron otros miembros del “clan Coppola”: su madre, Italia, era la telefonista de la Compañía Aceitera Genco; su padre, Carmine, aparecía como el mafioso que toca el piano durante las escenas que siguen a los asesinatos de Sollozzo y McCluskey (también escribió música incidental y dirigió la orquesta para la escena de la boda en una romántica canción titulada “Sofia” que se utilizó como música de fondo); su esposa Eleanor y sus hijos Gian-Carlo y Roman hicieron de extras en la escena del bautizo; y la recién nacida Sofia “interpretó” a Michael Francis Rizzi, el niño del bautizo (la futura directora tendría más tarde un discutido papel protagonista en El Padrino. Parte III). Por si esto fuera poco, su hermano August fue contratado como consultor de guión.
La presencia de tantos familiares en el plató de El Padrino no contribuyó precisamente a que Francis se ganase las simpatías de su equipo. Una vez iniciada la filmación, la percepción de nepotismo espolearía algunas quejas que después contribuirían a las constantes fricciones que atormentarían al cineasta durante la producción.
Otros pequeños pero memorables papeles tendrían que esperar hasta después del comienzo del rodaje. El de Luca Brasi, el leal matón de los Corleone, no fue adjudicado hasta que Ruddy vio al gigantesco Lenny Montana durante la filmación de una escena en Little Italy.
«Lenny era el guardaespaldas de uno de los mafiosos que visitaban el set», explicaba el productor. «Le dije a Francis: “Tengo aquí a alguien a quien tienes que conocer”. A Francis se le salían los ojos de las órbitas; se enamoró de él».
De todos los roles menores, el casting más singular con diferencia fue el de Carlo Rizzi, el traidor esposo de Connie. El actor contratado inicialmente, John Ryan, había abandonado el rodaje y su sustituto fue un completo desconocido sin experiencia artística pero toneladas de confianza. Gianni Russo, que trabajaba como maestro de ceremonias en un nightclub de Las Vegas, había leído las declaraciones de Evans sobre fichar a desconocidos y se gastó dos mil dólares en una prueba de vídeo que envió a Ruddy. Después de semanas de insistir al productor, de no aceptar un “no” por respuesta, consiguió el papel. Russo tuvo que perder treinta y cinco kilos para la película, una tarea que acometió a base de una sola comida al día más todo el vino blanco que pudiese beber. Se le recuerda tambaleándose por el plató, siempre agarrado a una garrafa de vino de cuatro litros.
Coppola quería rellenar cada rol de italiano con un transalpino auténtico. Lógicamente, muchos actores mintieron y juraron que eran italianos. Abe Vigoda nunca dijo que lo fuese, pero el director así lo creyó y le dio el papel de Tessio; Vigoda resultó ser judío. El caso de Alex Rocco era el opuesto, un italiano que encarnó a un judío.
A mediados de febrero, el director se fue a Londres para realizar una serie de consultas a Marlon Brando —que estaba rodando allí Los últimos juegos prohibidos—, y después viajó a Italia para hacer el casting de las escenas de Sicilia. En Nueva York, dejaba atrás la decisión de seleccionar al actor que debía interpretar el vital papel de Michael Corleone.
Ruddy quería a Robert Redford, aunque todo el mundo estaba en contra de esta idea. Para atraer al galán, el productor le dijo a Mario Puzo que empezase su guión con un momento romántico entre Michael y Kay. Obligado por contrato, el autor escribió diligentemente la escena. Redford recibió el guión revisado, pero rechazó la oferta. Warren Beatty, Jack Nicholson y Rod Steiger también fueron considerados, aunque los tres parecían demasiado viejos para encarnar al pequeño de los Corleone. Se rumoreó que Dustin Hoffman estaba interesado, pero esta opción nunca se materializó en una audición.
Evans, por su parte, estaba entusiasmado con el astro galo Alain Delon. «Él era el tipo», decía el jefe de producción, «pero no sabía hablar inglés muy bien». La Paramount abogaba por Ryan O’Neal, que había saltado al estrellato con su aparición en Love Story. Los ejecutivos razonaban que una joven estrella rubia podía interpretar a Michael como un italiano del norte, aunque la familia Corleone era de Sicilia. Otra posibilidad era James Caan, que ya había probado para el papel de Sonny. Caan hizo una lectura, pero estaba muy nervioso y se equivocó constantemente en sus frases.
Todas las sugerencias del estudio cayeron en saco roto. Coppola sabía exactamente a quién quería para el rol de Michael, y estaba preparado para luchar por él, tan incansablemente como lo había hecho antes por Marlon Brando.
De todos los actores que aparecieron en El Padrino, Al Pacino era el que había cosechado menos éxito en el cine y el que más tenía que perder. A la edad de treinta años, este alumno del famoso Actors Studio de Lee Strasberg se había convertido en una personalidad en los escenarios neoyorquinos tras ganar el premio Obie en 1968 por su aparición en la obra “The Indian Wants the Bronx”, y un Tony al año siguiente por su papel de asesino psicótico en la producción de Broadway “Does a Tiger Wear a Necktie?”.
Los triunfos de Pacino sobre las tablas le llevaron a Hollywood en 1971, donde tuvo su primer protagonista encarnando a un yonqui en Pánico en Needle Park. Esta película le otorgó cierta notoriedad, pero cuando empezó el proceso de selección para El Padrino, el joven actor aún buscaba el papel que le lanzase a la fama.
En opinión de Coppola, Pacino era un intérprete profundo y melancólico, capaz de transmitir una intensidad en pantalla que cautivaría a los espectadores, incluso en sus escenas con Brando. En la Paramount, sin embargo, pensaban que era demasiado bajo y “demasiado italiano” para encarnar a Michael, el “americano” de la familia Corleone. Incluso tras su aparición en Pánico en Needle Park, ningún estudio de Hollywood reconocía su potencial cualidad estelar, esa oscura y magnética personalidad escénica que marcaría tantas de sus interpretaciones. Pero Francis estaba poseído por la imagen del actor como Michael. «Cuando leí “El Padrino”», recordaba el cineasta, «siempre que aparecía el personaje de Michael, veía la cara de Al [a quien acababa de ver en la obra “Does a Tiger Wear a Necktie?”]».
No obstante, a diferencia de Brando, que convenció a todo el mundo con la fuerza de su test de pantalla, Pacino estaba completamente abrumado en su prueba. Sabiendo que sólo el director le respaldaba y que el estudio se oponía firmemente a su contratación, el actor no podía mostrar mucho entusiasmo por hacer la audición. Leyó con Diane Keaton la escena de la boda de Michael y Kay y, según Mario Puzo, «estuvo fatal». Nervioso, incapaz de recordar sus frases, improvisó un patético diálogo.
Coppola entendía la frustración de Pacino, pero para alguien que pensaba que podía ganar cualquier discusión, su actitud era desconcertante. Al finalizar la prueba le llamó «bastardo autodestructivo. Ni siquiera se sabe sus frases».
«Francis sabía que yo podía hacer el papel, y yo también lo sabía, pero él seguía pidiéndome que hiciese pruebas una y otra vez», se defendía Pacino. «Yo no tenía intención de ir… No voy donde no me quieren. Si alguien no me quiere para un papel, está bien. No me enfado. Sólo dímelo y no volveré. Pero cuando no me quieren y siguen diciéndome que vuelva, bajo esas circunstancias, no voy a aprenderme los diálogos. Si eso es ser autodestructivo, entonces okey, llámame autodestructivo».
Cuando se proyectaron los test en las oficinas de la Paramount, nadie quedó muy impresionado con Pacino. El que menos, Stanley Jaffe, cuya frustración le llevó a levantarse y a decir: «Creo que tenéis al peor atajo de inútiles que he visto nunca». La única alternativa a Pacino era James Caan, quien, en opinión de Puzo, era mucho mejor intérprete. Caan fue llamado para hacer una segunda prueba. Se quejó de que el uniforme de Marine que tuvo que vestir en su primera lectura le hizo sentir incómodo, y esta vez llevó su propia ropa. Pero el cambio de vestuario no le sirvió para hacerlo mejor.
A sólo siete semanas de empezar la producción, el estudio ordenó a Coppola que probase a treinta nuevos actores, entre ellos a Martin Sheen, Dean Stockwell, Tony Lo Bianco y Frank Langella. El cineasta grabó hasta diez test diarios, pero no encontraba lo que quería. Los jefazos empezaron a preguntarse si no se habrían equivocado al confiarle la dirección de la película. Después de ver una serie de pruebas de distintos candidatos, Charles Bluhdorn dijo que «todas las interpretaciones son malas, y sólo hay un director. Eso debe de significar que los malos no son los actores, sino el director».
Sin embargo, Francis sabía que Al era perfecto para el papel. Trató de convencer a Evans haciéndole una prueba tras otra, mezclando su material con el de otros intérpretes. Pero el jefe de producción, que se refería a Pacino como «ese enano», le respondió: «Francis, debo decirte que estás solo en esto». Incluso se habló de posponer el arranque del rodaje en marzo, hasta encontrar a otro protagonista.
Pero Coppola no estaba solo. Marlon Brando comentó que la prueba de Pacino mostraba «una cualidad intensa, melancólica». Llamó por teléfono a Evans y le dijo: «Escúchame, Bob. Al es un hombre taciturno. Y si es mi hijo, eso es lo que necesitas, porque yo también soy taciturno».
Marcia Lucas, esposa de George Lucas, montó todos los test y le dijo a Coppola que Pacino tendría que ser Michael «porque te desnuda con los ojos». Cuando el director le preguntó a Diane Keaton quién pensaba que debería interpretar a su marido, la respuesta fue la misma: Pacino.
Evans afirma que «fue la perspicacia de Brando la que me hizo comprender por qué Al funcionaría». El jefe de producción se reunió con Coppola y le dijo:
—Tienes a Pacino con una condición, Francis. Que James Caan interprete a Sonny.
—Carmine Carridi ya está contratado —replicó el cineasta—. Es perfecto para el papel. Además, Caan es judío, no italiano.
—Sí, pero Carridi no mide 1’95, sino 1’55. Pacino mide 1’50, y eso con tacones.
—No voy a usar a Caan.
—Entonces no contrataré a Pacino.
Coppola salió del despacho de Evans dando un portazo. Diez minutos después, volvió y dijo:
—Tú ganas.
De este modo, James Caan fue transferido al papel de Sonny Corleone, y el director emergió victorioso una vez más. El 4 de marzo de 1971, la Paramount anunció que Al Pacino interpretaría definitivamente a Michael Corleone. Pero el culebrón aún no había finalizado.
Unos días antes, el agente de Pacino le había comprometido para un papel secundario en una película de gangsters de MGM: The Gang that Couldn’t Shoot Straight.
El 10 de marzo, la Metro prohibió legalmente a la Paramount utilizar al actor en cualquier fecha posterior al 15 de abril, lo que hacía imposible su intervención en El Padrino. A la mañana siguiente, Evans llamó a Jim Aubrey, jefe de producción de MGM y personaje de trato difícil, que se negó a cederle a Pacino. Recurriendo a las medidas desesperadas, Evans telefoneó a continuación a su amigo Sidney Korshak, un reputado abogado de la Mafia.
—Sidney, necesito tu ayuda —dijo el productor—. Hay un actor al que quiero para El Padrino. Llamé a Aubrey y le pedí que cambiase sus fechas, pero me mandó a tomar por culo. ¿Puedes hacer algo?
—¿Cuál es el nombre del actor? —preguntó Korshak.
—Pacino… Al Pacino.
—¿Quién coño es?
—No te importa, Sidney. Es el que quiere el hijo de puta de Coppola.
—Está bien. Espera ahí.
Veinte minutos después, Evans recibió la llamada de un furibundo Jim Aubrey.
—¡Tú, hijo de puta, chupapollas! —rugió el ejecutivo—. ¡Te mataré por esto!
—¿De qué estás hablando? —inquirió el sorprendido Evans.
—Sabes jodidamente bien de qué estoy hablando. El enano es tuyo.
Inmediatamente, Evans telefoneó a Korshak.
—Aubrey acaba de llamar —informó—. Tengo a Pacino. ¿Qué ha pasado?
—Llamé a Kerkorian —replicó tranquilamente el abogado.
El millonario Kirk Kerkorian era el propietario de la Metro, pero nunca se inmiscuía en el día a día del estudio. Estaba totalmente volcado en la construcción de su imperio en Las Vegas. En 1971, el hotel/casino MGM Grand estaba casi terminado, pero Kerkorian estaba atravesando problemas financieros porque los costes de construcción se habían pasado del presupuesto.
—Le dije que necesitabas a un actor para El Padrino, y que ese imbécil de Aubrey no quería dártelo —explicó Korshak—. Me dijo: “Mi trato con Aubrey es que él tiene el control total. Yo no tengo nada que decir”. Así que le pregunté si quería terminar de construir su hotel.
Finalmente, los dos estudios llegaron a un acuerdo extrajudicial. La Paramount aceptó pagar una cantidad indeterminada a MGM, y Pacino se comprometió a protagonizar otra película para ellos y a hacerse cargo de los costes del juicio. El actor sólo iba a cobrar 35.000 dólares por El Padrino, así que la demanda de la Metro le dejó en la ruina. «Pagué a los abogados, pagué por todo», recordó. «Estaba sin blanca después de aquello, incluso debía dinero. Pero no me importaba. Ya había estado sin un centavo antes, pero desde el principio sabía que tendría más dinero del que nunca necesitaría».
La intuición de Pacino era correcta. El Padrino le convirtió en una estrella de la noche a la mañana, y aunque le molestó ser nominado al Oscar como Mejor Actor Secundario en una película que dominaba tan obviamente, fue lo bastante astuto para darse cuenta de que «la gente pudo haber venido a ver a Brando, pero te garantizo que era a mí a quien recordaron».
Coppola también se comprometió a dejar libre a Robert De Niro, a quien había dado el pequeño papel de Paulie Gatto, para que reemplazase a Al en The Gang that Couldn’t Shoot Straight, su primera producción para un gran estudio. Fue una suerte para él. Si hubiese interpretado a Paulie, De Niro nunca podría haber sido el joven Vito Corleone en El Padrino. Parte II, la película que le lanzaría a la fama en 1974, además de proporcionarle un Oscar.
El tormento del casting no se repitió a la hora de reunir al equipo artístico, un verdadero dream team cinematográfico: el director de fotografía Gordon Willis, el diseñador de producción Dean Tavoularis, la diseñadora de vestuario Anna Hill Johnstone, el mago del maquillaje Dick Smith y el supervisor de efectos especiales A. D. Flowers.
Gordon Willis llevaba trabajando en el cine como director de fotografía sólo dos años cuando fue contratado para El Padrino, pero ya había empezado a crearse una reputación entre sus colegas como el mejor del negocio en su campo. También tenía fama de ser obstinado y enérgico, impaciente con los jóvenes directores e intolerante con los actores. Aunque esta imagen puede no estar totalmente justificada, Willis era conocido en la industria como un profesional que hacía que las cosas sucediesen a su modo.
El opuesto al estilo de Willis era Dean Tavoularis, responsable de crear la cualidad visual del proyecto: el diseño de los decorados, localizaciones, vestuario y atrezzo. Tímido y calmado, había debutado en Bonnie y Clyde. Después de trabajar en Candy, Zabriskie Pointy Pequeño gran hombre, llegó a El Padrino gracias a su relación con el productor asociado de la película, Gray Frederickson, que había sido uno de los responsables de Candy.[4]
Para encargarse de los maquillajes de los actores, Ruddy y Coppola contrataron a Dick Smith, que se había hecho un nombre como innovador en el maquillaje cinematográfico por su trabajo en Pequeño gran hombre, donde transformó a Dustin Hoffman en un irreconocible anciano de 121 años. El director también eligió a la diseñadora de vestuario Anna Hill Johnstone, una neoyorquina que había trabajado en varias ocasiones con Elia Kazan, por ejemplo, creando la vestimenta de Brando en La ley del silencio.
En una película repleta de sangre y violencia, hacía falta un experimentado coordinador de efectos especiales, y A. D. Flowers era el mejor en su campo. El año antes de empezar a trabajar en El Padrino, ganó un Oscar por la superproducción bélica Tora! Tora! Tora!, y en 1972 consiguió otro por La aventura del Poseidón.
Una vez ensamblado el equipo creativo, Coppola mantuvo exhaustivas reuniones con sus dos principales colaboradores, Gordon Willis y Dean Tavoularis, para revisar el guión de principio a fin, discutir los elementos visuales y empezar a desarrollar una imagen para el filme y el modo en que debería rodarse. El director incluyó extractos de esas conversaciones en un cuaderno de notas, el cual se convertiría en su más fiel compañero, tanto durante la pre-producción como en el plató de rodaje.
A mediados de febrero, después de semanas hospedados en el edificio de Gulf+Western, el equipo de El Padrino se trasladó a sus oficinas permanentes en los estudios Filmways, en la neoyorkina Calle 127. Por entonces, el inicio de la fotografía principal tenía una nueva fecha de comienzo que, esta vez sí, se mantuvo definitivamente: el 29 de marzo de 1971.
La pre-producción avanzó a la carrera para crear los grandes decorados y manejar los miles de detalles que implicaba un proyecto de esta envergadura. Después del fracaso en las localizaciones de Manhasset, el objetivo era encontrar una nueva ubicación para la propiedad familiar de los Corleone, lo que requeriría que varias casas fuesen rodeadas por un muro de piedra, con decorados interiores construidos en los platós de Filmways y docenas de localizaciones exteriores en Nueva York, New Jersey, Brooklyn y el Bronx.
Tavoularis, el director artístico Warren Clymer y el decorador Philip Smith, tenían que recrear no sólo un período, sino toda una década. El filme se abre en 1945 y se cierra en 1955, lo que exigiría coches antiguos de diferentes años, sutiles cambios en las ropas y apuntes de nueva tecnología.
Afortunadamente, el vestuario podía ser recreado a partir de patrones de la época, y bajo la dirección de Anna Hill Johnstone, cientos de trajes, vestidos y uniformes fueron fabricados o comprados a vendedores de Nueva York. Los artículos que no podían ser reproducidos, como automóviles, camiones y otros productos demasiado caros para ser construidos, tendrían que llegar por otras vías. Así, miles de productos con veinticinco años de antigüedad fueron comprados, alquilados o tomados prestados: una flota de más de ochenta vehículos (incluyendo utilitarios, camiones, taxis y coches de policía), libros, armas, muebles, utensilios de cocina, teléfonos, revistas…
Más allá de los artículos individuales, la logística que implicaba transformar ciertas zonas de la Gran Manzana para darles un aspecto de mediados de siglo fue muy compleja.[5] Hubo que “limpiar” cada localización, eliminando cualquier rastro de 1971 (anuncios, antenas de televisión, etcétera) e incluyendo elementos visuales que sugiriesen los años cuarenta y cincuenta. Naturalmente, fue un esfuerzo muy costoso en tiempo y dinero.
Además de la fidelidad en la ambientación, Coppola también quería que la violencia fuese realista; las escenas de crímenes y asesinatos tenían que ser totalmente convincentes y gráficas. Con este fin, pidió a Dick Smith, a A.D. Flowers y al técnico de efectos especiales Joe Lombardi que combinasen maquillaje y trucajes visuales para crear la descarnada brutalidad que la película exigía: heridas de bala que atravesaran ropas, carne y decorados, incluyendo dos extraordinarios efectos: el balazo que McCluskey recibe en la frente, y el asesinato de Sonny Corleone, que incluiría una lluvia de impactos simulados.
La sangre fluyó en grandes cantidades durante la producción de El Padrino. La fórmula original de Dick Smith para elaborar hemoglobina falsa, que se había convertido en un standard de la industria, era una simple combinación de ingredientes: jarabe Karo y colorante rojo de comida, con un toque de amarillo para compensar el brillo azulado que el colorante mostraría en la película.
La semana que Coppola pasó en Londres con Brando en el mes de febrero le fue de gran ayuda. Durante el día, el director reescribía el guión de El padrino mientras el actor trabajaba en Los últimos juegos prohibidos. Por la noche, hablaban de Don Corleone y de cómo interpretarlo. Francis sabía que a Marlon le gustaba recibir información que le ayudara a encontrar la esencia de sus personajes. Para ello había recopilado material sobre diversos capos mafiosos; por ejemplo, unas grabaciones del jefe de la Mafia Frank Costello testificando ante el Comité Kefauver en 1951. Afectado desde temprana edad con problemas de garganta (resultado de una chapucera operación para extirparle las amígdalas cuando era niño), Costello nunca hablaba por encima de un áspero susurro, y esa voz parecía añadir autoridad e importancia a cualquier cosa que dijese.
Brando quedó particularmente impresionado por ese tranquilo y distintivo tono, y lo utilizó como modelo para Don Vito. «Creo que al Padrino se le podría interpretar como un hombrecillo entrañable», propuso. «Tendría que hablar siempre en voz baja y dulce; a la gente que tiene poder no le hace falta gritar». Coppola le dio la razón.
A principios de marzo, Marlon llegó a Nueva York para comenzar con los ensayos y las pruebas de maquillaje. El día 10, el actor llevó por primera vez el maquillaje creado por Dick Smith, junto con el resto de accesorios que completarían su transformación: un estómago falso (había perdido casi diez kilos y hubo que ponerle un relleno para restaurar su volumen), hombreras para redondear sus hombros y acortar su cuello, y pesos de casi cinco kilos en los zapatos para hacer más lenta su forma de caminar. La combinación de maquillaje e inmersión en el personaje era asombrosa, y los esfuerzos de Smith consiguieron el efecto pretendido por el director.
La apariencia de Brando se convirtió en la comidilla de la ciudad durante la producción. Ruddy y el departamento de publicidad de la Paramount decidieron mantener el maquillaje bajo estricto secreto, ocultando a la estrella caracterizada de los fotógrafos. Las especulaciones sobre la imagen de Marlon sólo intensificaron el interés en El Padrino mientras el equipo estuvo en Nueva York.
En el primer ensayo con los actores, las sillas fueron dispuestas tal como aparecen en la escena de la primera reunión en el despacho de Vito Corleone. Robert Duvall, James Caan, Al Pacino y Salvattore Corsitto (el actor que interpreta al personaje que suplica al Don que vengue a su hija) estaban «hablando y bromeando», recordó el productor. «Pero cuando llegó Marlon, todos se quedaron callados». Para ellos, Brando era, según Puzo, «como un dios. Era el hombre con el que todos querían trabajar». La mayoría tenían entre veinticinco y treinta y cinco años, y en su adolescencia habían visto en el Marlon de Un tranvía llamado Deseo y La ley del silencio al mayor exponente de la interpretación cinematográfica. Compartir reparto con él era una responsabilidad abrumadora.
Brando también tenía sus propias preocupaciones: no sabía en qué momento sacar a la superficie el lado oscuro del personaje, su maldad. El director quería empezar a sugerirlo desde la primera escena; el actor, por su parte, opinaba que revelaciones como aquélla debían quedar para más adelante. James Caan empezó a bromear en tono nervioso; Pacino callaba, adusto. Robert Duvall ya había trabajado con el divo en La jauría humana, y no estaba tan intimidado como los otros por su presencia. A espaldas de Marlon, empezó a hacer muecas y a imitar sus gestos. Sus compañeros contenían la risa; lo último que deseaban era que la leyenda les sorprendiera riendo. Mientras, Brando y Coppola continuaban su intensa conversación de análisis de la escena.
«Sigue hablando, Marlon», dijo Duvall finalmente. «Nosotros tampoco queremos trabajar». La broma relajó la tensión. En ese momento empezó a establecerse una relación de camaradería masculina entre los actores de El Padrino.
A principios de marzo, sólo unas semanas antes del comienzo del rodaje, Robert Evans delegó en Ruddy la responsabilidad de ocuparse del interminable problema de las amenazas de la Liga por los Derechos Civiles de los Italo-americanos hacia su producción.
«Tienes que ver a Joe Colombo», le conminó Evans. «Está metiendo presión al estudio con El Padrino. Le dije que tú eras el productor, así que tú te reunirás con él».
Ruddy concertó un encuentro con Colombo en la sede de la Liga para explicarle su posición sobre el proyecto. «Joe, esto no es un intento de Hollywood por difamar a los italo-americanos», señaló el productor. «Es algo mucho mejor que eso. ¿Por qué no vienes a mi oficina y te enseño el guión?». Al día siguiente, Colombo se presentó en el despacho del productor acompañado de dos fornidos guardaespaldas. Ruddy le entregó un guión y, después de una breve conversación sobre la película, llegaron a un cierto entendimiento.
El productor cerró los detalles del acuerdo en un restaurante con Nat Marcone, presidente de la Liga, y Anthony Colombo, hijo de Joe y vicepresidente de la organización. Unos días después, Ruddy comparecía ante seiscientos miembros de la Liga en el Hotel Sheraton. «Les comuniqué que no era mi intención, y creía que tampoco la del libro, difamar a ningún grupo étnico», recordaba. «Ellos reaccionaron favorablemente».
Aunque muchos integrantes de la Liga fueron posteriormente contratados como extras o como asistentes de producción para ayudar a controlar a la gente en los barrios italoamericanos, no hubo ningún acuerdo laboral aquella noche, aseguraba el productor. Tan sólo discusiones sobre el tono de la película, el empleo de las palabras “Mafia” y “Cosa Nostra”, la oferta de que la recaudación de la premiere se destinase a la construcción de un hospital para la Liga y la aseveración de que El Padrino no daría una mala imagen de su comunidad.
Al sellar su trato con la Liga, Ruddy estaba actuando por cuenta propia. Aunque Evans le pidió que se reuniese con Colombo, no le había autorizado a prometer cambios en el guión o a regalar los beneficios del preestreno. Pero al productor se le acababa el tiempo. El rodaje iba a arrancar en unos pocos días, y debía asegurarse de que el trabajo pudiera comenzar, si no con la cooperación de la Liga, al menos sin su interferencia. Pero la noticia del pacto con la Liga colocó al estudio en una situación muy embarazosa.
«Cuando Ruddy le dijo a Bluhdorn que había fijado una premiere benéfica para una tapadera de la Mafia [el hospital], Bluhdorn gritó tanto que pensé que las ventanas iban a estallar», recordó Peter Bart. El infortunado productor estaba entre la espada y la pared. «Si sigo adelante, Charlie me matará; si no lo hago, me matará ya-sabes-quién», se lamentaba. Los rumores en los pasillos de la Paramount eran que Bluhdorn y Stanley Jaffe iban a despedirle.
El 19 de marzo, flanqueado por Anthony Colombo y Nat Marcone, Ruddy anunció el acuerdo en una conferencia de prensa. A cambio de la cooperación de la Liga en El Padrino, el productor aseguraba que las palabras “Mafia” y “Cosa Nostra” no serían pronunciadas en la película. Además, los ingresos de la premiere mundial se donarían al hospital de la Liga.
En realidad, la concesión era mínima. Unicamente los primeros borradores del guión contenían la palabra “Mafia”, y tan sólo dos veces. El término “Cosa Nostra” aparecía en una escena entre Michael y Don Vito que fue enteramente reescrita durante la producción. En su lugar, se insertó el término “las Cinco Familias”.
Coppola afirmó que estos cambios no alterarían la naturaleza fundamental de la historia. «Cuando se hizo pública la noticia, sonaba como si fuésemos a hacer El Padrino sin aclarar que eran italianos, o la Mafia», explicaba. «No importa mucho si utilizamos esa palabra. Del modo en que quiero hacer la película, es innecesario decir “Mafia”. Ellos son la Mafia. Y cuando los miembros de la Mafia están hablando, no se refieren a sí mismos como mafiosos». James Caan abundaba en la opinión de su director: «Nadie va a pensar que es una película sobre el IRA, eso seguro».
Los problemas de Ruddy con la Liga Italo-Americana parecían haber terminado. Sus calamidades con el estudio, sin embargo, no habían hecho más que empezar.
Al principio, Evans apoyó públicamente el acuerdo de su productor con la Liga. Proporcionaba algo de publicidad gratuita y positiva a la película. Pero aunque la capitulación de la Paramount trajo algo de paz espiritual al estudio, por otro lado provocó un sorprendente problema de relaciones públicas. Tres días después de que Ruddy anunciase la supresión de los términos “Mafia” y “Cosa Nostra” del guión, el senador por el Estado de Nueva York, John Marchi, definía estas concesiones a los grupos de presión como «un monstruoso insulto a millones de leales norteamericanos de extracción italiana, que deben lamentar profundamente este asalto contra la libertad de expresión a su costa». Argumentando que la Paramount haría un favor mucho mayor a los italo-americanos si condenaba el crimen organizado, Marchi concluía diciendo: «Sí, Mr. Ruddy, debe existir una Mafia».
A juzgar por la reacción de los medios de comunicación, cualquiera hubiese dicho que Ruddy había firmado un pacto con la mismísima Mafia. De hecho, la línea que separaba a la Liga de la Cosa Nostra estaba siendo borrada por la prensa. Así, en los días siguientes, aparecieron decenas de historias ofreciendo detalles que señalaban a Joe Colombo como «un conocido líder del crimen organizado en Brooklyn».
La Paramount, cogida a contrapié por la avalancha de publicidad nacional dada a la “confabulación” de Ruddy con la Liga, escogió al productor como chivo expiatorio. En un comunicado de prensa emitido el 21 de marzo, el estudio afirmaba que la reunión y subsiguiente acuerdo entre Ruddy y la Liga fue «completamente desautorizado». Ignorando el hecho de que la Liga había contactado primero con Evans, quien envió a su subordinado a negociar en su lugar, el comunicado añadía que la Paramount renegaba de dar los ingresos de la premiere a la Liga, pero que planeaba «seguir adelante con la eliminación de “Mafia” y “Cosa Nostra” del guión», no para apoyar a su productor (al que se definía como un empleado que se excedió en su autoridad), sino porque el Fiscal General del Estado, John Mitchell, también había ordenado al Departamento de Justicia que dejase de utilizar esos términos.
«Lo que más me molestó fue que la prensa montara un escándalo por la supresión de “Mafia” y “Cosa Nostra” de la película», protestaba Ruddy. «Pero el Fiscal General John Mitchell ya había anunciado que su departamento no volvería a emplear esas palabras. Y la ABC también había aceptado no usarlas en sus series policíacas. Pero esos acuerdos apenas aparecieron en la prensa».
Ni el estudio ni Gulf+Western debieron sentirse muy felices cuando Ruddy, tres días después de que se anunciase el acuerdo, asistió a una cena organizada por la Liga para honrar a Joe Colombo como “Hombre del Año” por sus “servicios humanitarios”. El productor habló durante el banquete, y Colombo le sugirió escoger extras y pequeños papeles de entre las filas de la organización. Algunas de estas elecciones fueron fortuitas en extremo. Lenny Montana, memorable como Luca Brasi, era una de ellas; el actor que interpretaba al obispo en la secuencia del bautismo era otra. Se dijo que Gianni Russo también era un asociado de la Liga y amigo de Anthony Colombo, pero el aludido lo negó rotundamente.
Albert S. Ruddy también aceptó considerar una zona de Staten Island conocida como Todt Hill para la localización de la propiedad de los Corleone. Todt Hill era célebre por sus casas solariegas, incluyendo la del presidente de la Liga, Nat Marcone.
Al día siguiente, cuando el productor fue convocado a la oficina de Charles Bluhdorn, el presidente de Gulf+Western estaba que echaba humo.
«Charlie tenía en las manos el “New York Times” del día anterior», recordó el productor. «Estaba gritándome sobre el precio de las acciones de la compañía. Le dije: “Charlie, ¿qué puedo decir? Yo no soy accionista de Gulf+Western. Mi trabajo es conseguir que esta película se haga. Pienso que hice un buen trato para poder rodar en Nueva York y obtener un poco de cooperación”. Pero él seguía gritando sobre despedirme. Yo respondí: “Sin rencores. Tengo mi contrato y mi dinero. Es tu compañía. Ya nos veremos”. Juro por Dios que Charlie quería matarme».
Ruddy volvió a su hotel para hacer las maletas. Nada más llegar, recibió una llamada de Evans.
—¿Qué has hecho? —le preguntó su jefe—. Charlie dice que no te has disculpado.
—¿Por qué tengo que disculparme? —respondió el productor—. Le dije la verdad a Charlie. Llegué a un trato para que la película se hiciese.
Bluhdorn paralizó la producción de El Padrino para considerar cómo manejar el problema que tenía entre manos. Finalmente, fue Coppola quien acudió al rescate de su productor. Llamó al “gran jefe” y le dijo: «Estás cometiendo un gran error. Al es el único que puede mantener esto en funcionamiento en Nueva York». El magnate reconoció que probablemente era cierto y cambió de opinión a regañadientes. Telefoneó a Ruddy y le gruñó: «Si vuelves a hablar con la prensa, yo mismo te mataré».
La escaramuza, sin embargo, dejó un cadáver inesperado, el de Stanley Jaffe. Los rumores apuntaron que el presidente de la Paramount renunció a su cargo porque la junta directiva le había ignorado cuando quiso despedir al productor por la forma en que había manejado el asunto de la Liga. Frank Yablans le reemplazó al frente del estudio.
Una vez sellado el trato con la Liga, los problemas de la producción se evaporaron.[6] Las previsiones de enfrentamientos con los sindicatos no se cumplieron; las amenazas de piquetes desaparecieron; los miembros de la organización actuaron como aliados no oficiales para el trabajo en localizaciones, asegurándose de que cualquiera que no cooperase recibiría una oferta que no podría rechazar (este eufemismo para la coacción se pondría de moda tras su utilización en la película). Colombo fue particularmente útil a la hora de conseguir la localización de Staten Island para la propiedad de los Corleone tras el fiasco de Manhasset.
El ambiente no podía ser más distendido, tanto que empezó a desarrollarse una afable camaradería entre el equipo, los actores y los chicos de la Liga. Albert Ruddy, Gray Frederickson y —especialmente— James Caan se unían a ellos frecuentemente para comer o tomar copas. El actor comentaba que estas reuniones le eran muy útiles para su caracterización de Sonny Corleone. «Tienen movimientos increíbles», explicaba. «Les veía moverse entre ellos y con sus esposas y novias. Es increíble lo afectuosos que son entre ellos… Cuando iban a un bar o algún otro sitio, siempre les conocían. No iban donde no les conocieran. Además, siempre compraban una botella. Nunca adquirían sus bebidas por vasos. Siempre una botella».
A medida que el rodaje evolucionaba, la relación entre la producción de El Padrino y la Mafia se convirtió en una intrigante sociedad de admiración mutua. Los actores y el equipo disfrutaban del superficial romance con los gangsters, y a éstos les gustaba la película porque deseaban que sus vidas fuesen realmente como las de los personajes ficticios creados por Mario Puzo. Algunos mafiosos se interesaron por el show business, mientras otros, impresionados por las ventas de “El Padrino”, pensaron en publicar sus propias historias. El muy temido pistolero “Crazy Joe” Gallo anunció a la prensa en marzo de 1972 que tenía un acuerdo para escribir sus memorias. Una ambición cortada de cuajo sólo dos semanas después, cuando fue acribillado a balazos en Little Italy.
Aunque el primer día de rodaje de El Padrino fue oficialmente el 29 de marzo de 1971, el trabajo comenzó oficiosamente el día 23, porque el parte meteorológico anunciaba nieve y Coppola quería aprovechar la circunstancia para filmar la escena de Nochebuena en los grandes almacenes Best & Company de la Quinta Avenida. El establecimiento había cerrado sus puertas el año anterior, pero fue reabierto para la ocasión. El director, una vez ganada la batalla por hacer una película de época, estaba decidido a sacarla adelante meticulosamente. Los escaparates mostraban los precios de la Navidad de 1945; incluso los pintalabios y los carteles de las paredes habían sido cuidadosamente escrutados para evitar anacronismos.
Fue un agotador maratón de dieciocho horas de filmaciones y traslados por el centro de Nueva York y el Bajo Manhattan, sobre todo cuando quedó claro que no iba a caer ni un sólo copo. Las máquinas de nieve funcionaron temprano ese día, creando una pequeña capa blanca sobre la acera y parte de la calzada.
Este pistoletazo de salida de la producción fue un indicativo de la atmósfera de presión que los actores y el equipo tendrían que afrontar durante los siguientes tres meses y medio. Aunque pocos días fueron tan intensos como el 23 de marzo, muchas otras jornadas implicarían rápidos movimientos entre dos o más localizaciones, con el fin de mantener el frenético ritmo que se necesitaba para hacer una película de tres horas en 82 días de rodaje y en 120 localizaciones de Manhattan, New Jersey, Long Island, Sicilia, Las Vegas y Los Ángeles.
En Staten Island, una calle lateral y varias casas estaban siendo rápidamente transformadas en una fortaleza vallada para simular la propiedad de los Corleone. Mientras tanto, en un plató de los estudios Filmways se construía el decorado principal de la planta baja de la residencia de la familia, al igual que otros más pequeños que se usarían para el resto de habitaciones (a causa de las apreturas de la producción, los interiores de la casa no estuvieron terminados hasta abril).
Nada más empezar a filmar, Coppola se metió de lleno en arenas movedizas. Había desafiado una y otra vez la autoridad del estudio, e impuesto su criterio en casi todas las cuestiones importantes. Tenía el reparto que quería, pero si algún actor le fallaba —sobre todo Brando, con su fama de problemático—, él sería el único responsable. También había escrito personalmente el guión definitivo, lo que le obligaba a rendir cuentas del éxito de la cinta. Con treinta y un años y una trayectoria poco reseñable hasta la fecha, Francis afrontaba con preocupación el rodaje de El Padrino. Como director, necesitaba imponerse en el plató, capitanear un equipo técnico numeroso y desconocido para él, un reparto heterogéneo y una producción muy complicada. Todo ello, reservándose una mano para defender el concepto original de la película y a sí mismo ante sus superiores.
El cineasta confesaba que sentía temblores cuando se levantaba para ir a trabajar cada mañana. «Era extraño, porque yo había entrado en el proyecto con tanta fuerza que la Paramount tenía miedo de mí», decía. «Hice una película de época, a pesar de su oposición. Doblé el presupuesto. Contraté a Marlon. Y entonces, cuando finalmente dijeron: “Empezamos a rodar en dos semanas”, me derrumbé».
Brando se incorporó al set de El Padrino el 13 de abril, con un día de retraso. A la mañana siguiente, filmó la escena de su encuentro con Sollozzo. Las tomas no estaban saliendo bien, y el actor pidió más tiempo para ensayar. Coppola se opuso; la acumulación de retrasos empezaba a ponerle en aprietos ante el estudio (calculaban que estaba perdiendo dos días por semana), y se sentía obligado a filmar. Al cabo de unos días, sin embargo, supo con horror que el copión de la escena de Don Vito y Sollozzo no había gustado a los ejecutivos; la encontraban plana y aburrida. Francis solicitó permiso para repetirla, pero esto sólo reafirmó a la Paramount en su creencia de que el director era demasiado joven e inexperto para llevar a buen puerto una producción tan importante.
A estas alturas, Evans y Coppola ya se habían convertido en enemigos acérrimos, y esta disputa ha persistido hasta el día de hoy. El ejecutivo y el director estaban siempre lanzándose el uno al cuello del otro. Sin embargo, el principal adversario del realizador era Jack Ballard, el jefe de producción de la Paramount en California, que durante gran parte del rodaje fue los ojos y oídos de Evans en Nueva York. En varias ocasiones, Ballard ordenó al cineasta que siguiera trabajando a última hora de la tarde o con un clima inadecuado, simplemente para mantener el calendario previsto.
«Jack tenía metido en la cabeza que Francis no sabía lo que hacía», recordaba Gray Frederickson. «Francis era poco ortodoxo en su forma de rodar, no seguía el manual al que Ballard estaba acostumbrado. Nosotros teníamos el guión y teníamos el libro… en la cabeza del director. Así que ellos decían: “¿Qué es esta escena? ¿Dónde está esto?” Francis respondía: “Bueno, está en el libro, página 22”. O: “No está en ninguna parte, pero sé lo que hago”. Eso les volvía locos. “¿Qué está haciendo este chiflado?”, se preguntaban. “No está filmando el guión”».
Al igual que Coppola, Al Pacino estaba preocupado por su permanencia en el proyecto. En los comienzos del rodaje, su crecimiento creativo se vio entorpecido por los comentarios negativos sobre su interpretación, que le convencieron de que estaba peligrosamente cerca de ser despedido. La semana que transcurrió entre el 23 y el 29 de marzo tampoco ayudó mucho. Le dio al estudio la oportunidad de estudiar su trabajo, y al actor demasiado tiempo para pensar. «Mientras rodábamos, me llegaban indicios de que no me querían», dijo el actor. «En realidad, eran más que indicios: la gente murmuraba cuando yo estaba ante la cámara».
El set era un hervidero de rumores. Francis Coppola estaba convencido de que Jack Ballard estaba criticándole ante la Paramount, y de que Aram Avakian, uno de los cuatro montadores que él mismo había contratado, quería su puesto. Sus sospechas no eran injustificadas. Después de que Francis acabase de rodar la escena de los asesinatos en el restaurante, Avakian llamó a Evans a Los Ángeles para expresar su descontento:
—El cabrón de Coppola no sabe lo que significa la continuidad —se quejó—. Toma por toma es genial, pero el montaje es como un puzzle. Nada encaja.
—Quiero el material en el estudio mañana, ¿está claro? —exigió Evans.
—Cuanto antes mejor. Cada día que el cabrón rueda, es quemar el dinero.
Al día siguiente, Evans recibió doce rollos de película. Para comprobar las acusaciones de Avakian, llamó a un segundo montador, Peter Zinner, quien opinó que la escena era magnífica. No había dudas: Avakian aspiraba al puesto de Coppola y estaba dispuesto a todo con tal de lograr su propósito. Inmediatamente, el jefe de producción cogió un avión y se presentó en Nueva York. Nada más aterrizar empezaron a rodar cabezas. Primero la del montador, luego la de su ayudante de producción, y más tarde la de Ruddy, aunque esta última decisión no llegó a ser efectiva. «Si no fuera porque me caía bien, también le hubiera despedido», recordaba Evans. «En realidad, no fue culpa de Al. Avakian quería a toda costa hacer descarrilar a Coppola, sabiendo que con Francis fuera, tendría una buena oportunidad de ocupar su puesto. Casi lo consiguió».
El ritmo de rodaje era tan desenfrenado que no había tiempo para nada. Ni siquiera para recoger un premio. El 15 de abril de 1971, Coppola ganó el Oscar al Mejor Guión Original por su trabajo en Patton —compartido con Edmund North—. Temeroso de retrasarse aún más en el plan de trabajo, el cineasta envió a su secretaria a recoger la preciada estatuilla. El Oscar supuso un bienvenido alivio para Francis, una especie de póliza de seguros que, pensaba, animaría al estudio a mantenerle en la producción.
El 19 de abril estaba programado el rodaje de la escena del atentado contra Don Vito en Mott Street, un bastión mafioso en Little Italy que mantenía un aspecto inalterado por el tiempo. Capos auténticos salieron a la calle para observar al equipo, y uno de ellos compartió con Ruddy la opinión que le merecía el vestuario de Brando. «¿Por qué le vestís con harapos?», preguntó, molesto. «¡Ponedle elegante!».
Por primera vez, la tan secreta caracterización del divo quedaría expuesta a los ojos del público. Sin embargo, aunque Marlon estaría claramente visible para todos los presentes, Ruddy y los relaciones públicas de la Paramount informaron de que no estaba disponible para los fotógrafos. El estudio también llegó a un acuerdo con la revista “Life”, concediéndoles en exclusiva los derechos de las imágenes del intérprete para su portada. Para proteger la escena de los paparazzi, se levanto una virtual muralla humana alrededor de la localización, formada por policías, asistentes de producción y miembros de la Liga. Fue un magistral golpe publicitario.
En la fatídica escena del acribillamiento, Coppola quería que fluyese mucha sangre cuando el actor cayera sobre el pavimento. Informó a Dick Smith de que «necesitaremos un montón de sangre, probablemente ocho o nueve litros». «Yo pregunté: “Francis, ¿por qué no me lo dijiste ayer?”», recordaba el maquillador. «Enviamos ayudantes a buscar jarabe Karo por todas partes, y lo conseguimos en el acto».
A la hora de representar dramáticamente muertes y sufrimiento, Brando no tenía igual. En el pasado ya lo había demostrado con creces: la escena de su ejecución en ¡Viva Zapata! —fusilado por un escuadrón de soldados mientras yace encogido en el suelo— y su apaleamiento en La jauría humana —con su insoportablemente lenta caída de una mesa— son inolvidables momentos cinematográficos. Y ahora volvería a dejarlo patente: el casi fatal ataque contra el Don —derrumbándose sobre el capó de un coche y desplomándose finalmente en la calzada— supondría la más memorable interpretación del dolor en toda su carrera.
Aunque el rodaje estaba planeado para última hora de la tarde, se filmó por la mañana para que el director de fotografía Gordon Willis pudiese aprovechar una luz más suave. Una gigantesca lona que cruzaba todo Mott Street fue desplegada para tapar el sol en la calle. Coppola, Brando y Cazale revisaron cuidadosamente la coreografía de la escena antes de intentar la primera toma. Marlon estaba en su elemento. Atravesó la calle, cogió una naranja y recibió una lluvia de balas. Después se puso en pie, mientras la multitud de mirones rugía de aprobación.
«Cuando cayó al suelo, hubo gritos ahogados de la gente y un horrorizado silencio», recordaba Ruddy. «Coppola gritó “¡Corten!” y la muchedumbre aplaudió. Brando se levantó e hizo una lenta reverencia. Adoraba a la gente de Mott Street, y ellos le amaban a él».
Este entusiasmo popular causó muchos retrasos, pues los curiosos eran incapaces de contener el impulso de aplaudir a los actores antes de que una toma estuviese finalizada. Pero al divo no le importaba. Se decía que ésta era su producción favorita en veinte años.
A pesar de sus dotes de showman, Marlon conservaba la disciplina de un verdadero profesional. Gran parte de esa mañana se empleó en rodar otras escenas relativas al ataque, como algunas tomas de Fredo sufriendo una crisis histérica mientras su padre yace sobre el pavimento. Para mantener la continuidad, Brando tenía que quedarse en el suelo sin moverse de la posición en la que había caído durante cuarenta y cinco minutos, mientras el trabajo continuaba a su alrededor. Y así todas las veces.
«Después de una de estas tomas, yo tenía que retocar el maquillaje de Marlon», explicó divertido Dick Smith. «Uno de los ayudantes de dirección se acercó a mí y susurró: “Ten cuidado, está dormido”. Era increíble, pero con todo el movimiento que tenía lugar en torno suyo, él podía desconectar y dormirse».
Para sus compañeros de reparto, la capacidad de inmersión que demostraba Brando era motivo de asombro. Todas las mañanas llegaba al plató un actor cuarentón, vital, musculoso y jovial. Desaparecía en su camerino y se sentaba ante el espejo con su maquillador. Al cabo de una hora, reaparecía convertido en un hombre de sesenta y cinco años, barrigudo, mal vestido, de andares premiosos y reacciones lentas. Se arrastraba hacia el plató, y los demás intérpretes le abrían paso en señal de respeto a la edad.
El divo estableció una relación de afecto con sus compañeros de reparto, entre los que ocupaba una posición no muy distinta a la del Padrino en la película. Era su líder espiritual, pero su campechanía y sus constantes bromas apeaban al “monstruo” de su pedestal. En una escena en la que Don Vito, herido, es trasladado al primer piso de su casa en una camilla, los extras que hacían de enfermeros no conseguían levantar a Marlon. Dos fornidos técnicos se ofrecieron a ayudar; empezaron a subir la escalera, cargando al actor en su camilla, pero al poco se vieron obligados a dejarle de nuevo en el suelo, agotados por el esfuerzo. Acabaron descubriendo el motivo: la gamberra estrella había escondido pesas bajo la sábana de la camilla.
Si Coppola tuvo algún problema con Brando durante el rodaje fue intentar que memorizase sus diálogos. En todas sus películas, Marlon se negaba sistemáticamente a aprenderse sus frases, y trató de explicar su razonamiento al director. «Mira», le dijo. «Tú has dicho que en La ley del silencio te gusté, ¿no? Bueno, pues ahora estoy haciendo exactamente lo mismo. En la vida real, la gente no sabe lo que va a decir. Sus palabras les pillan por sorpresa. En las películas también tendría que ser así».
El cineasta sugirió que probasen a poner grandes carteles detrás de la cámara, como se hace en televisión. Ruddy estaba preocupado. «¿Cómo vamos a decirle: “Perdóname, Marlon, puede que seas el mejor actor vivo del mundo, pero ahora vamos a ponerte letreros?”», se preguntaba.
«No le consultamos, sólo lo hicimos», explicó Coppola. El equipo distribuyó “chuletas” por todo el plató, y Brando nunca mencionó el tema. De hecho, él mismo ponía fragmentos de sus diálogos en cajones, vasos, incluso pegados en los cuerpos de otros actores. El director recordaba a la estrella manejando un melón de un modo extraño. Cuando lo examinó, encontró frases de diálogo escritas en él.
«Escribía sus textos por todas partes», recordaba Gordon Willis. «A veces incluso en las manos o en las mangas de la camisa. Creo que de ahí venía el célebre estilo Brando: las pausas solemnes, eso de mirar alrededor antes de hablar. Me parecía divertidísimo que lo hiciera sólo para poder leer las frases que llevaba escritas en la mano».
Con el tiempo, Francis fue descubriendo otras peculiaridades profesionales de Marlon, y aprendió a reaccionar. El actor solía ser puntual en el trabajo. Sin embargo, tenía problemas para llegar a tiempo los lunes, porque los fines de semana volvía a Los Ángeles para ver a sus hijos. Cuando llegaba tarde, su costumbre era tratar de poner al director a la defensiva quejándose del guión. Coppola recordaba que «si Brando llegaba media hora tarde, decía: “Esta frase me da problemas”. Si era una hora: “No entiendo esta escena”. Si se retrasaba medio día, comentaba: “No me gusta esta escena en absoluto”».
Un día, el cineasta decidió mencionarle lo que había observado: «Cada vez que llegas tarde», le dijo, «me obligas a ponerme a la defensiva. Espero que si pierdes un día, no dejes la película». A Marlon le divirtió el comentario… y siguió llegando tarde los lunes.
Al cabo de tres semanas de rodaje, Coppola comprendió que todavía no había superado el periodo de prueba. La Paramount seguía teniendo dudas sobre su visión del proyecto, y sobre todas las concesiones que le habían hecho. Los rumores de que podían despedirle empezaron a ser tomados en serio. «Las primeras semanas en El Padrino fueron desastrosas», afirmó Peter Bart.
Incluso antes de que arrancase la producción, en el estudio se decía que Francis sería reemplazado por Elia Kazan, el director favorito de Brando y, supuestamente, el único que podía manejar al actor. En febrero, se comentó que una copia del guión de El Padrino había sido enviada al legendario cineasta. Coppola recuerda la ansiedad que sentía en aquella época: «… Soñaba que Elia llegaba al set y me decía: “Eh, Francis… me han pedido que…”».
Aunque sólo fueran rumores infundados y Kazan no estuviera siendo considerado como un posible reemplazo, otros miembros de la producción creían que el director podía estar en peligro. Duvall, por ejemplo, pensaba que debería haber un segundo realizador a bordo, en previsión de males mayores. «En caso de que Francis fuese despedido», decía el actor, «su sustituto seguiría con el trabajo».
Según todas las informaciones, las primeras proyecciones fueron desastrosas. Era lógico: debido a todas las pruebas ordenadas por Evans, Coppola no pudo preparar adecuadamente el rodaje. «El tiempo de pre-producción fue violado», explicó Peter Bart, «así que Francis apenas tuvo tiempo para pensar en las localizaciones o los decorados».
La presión estaba destrozando los nervios del director. Reconocía que padecía insomnio (el médico del estudio le había recetado somníferos), pero intentaba compensar la falta de sueño imprimiendo un ritmo infernal al rodaje. Las cosas se pusieron muy feas cuando se enteró de que el laboratorio había echado a perder la última remesa de material filmado y, por consiguiente, otro día de trabajo.
Justo cuando Coppola pasaba por sus momentos más oscuros, Brando acudió en su ayuda con el apoyo emocional que el cineasta necesitaba. «Si te despiden, yo me voy», afirmó la estrella.
«Marlon me salvó el cuello», confirmó Francis más tarde. Pero si la Paramount decidió finalmente mantenerle en su puesto no se debió a las amenazas de Brando. Fue una decisión exclusivamente económica. Despedirle y contratar a otro director podía suponer un gran retraso en el rodaje. La fecha de estreno ya estaba fijada, y aplazarla saldría más caro que conservar al realizador original.
El propio Charles Bluhdorn se convirtió en el “padrino” de Coppola, yendo al plató cada día para mostrarle el respaldo que tanto ansiaba. A partir de este momento, el director asumió el mando. Despidió a aquellos que habían puesto en duda su valía y obligó al resto a acatar su voluntad. Al cabo de tres semanas, Francis había conseguido imponer su autoridad sobre la producción.
El 21 de mayo, el equipo se trasladó a Long Island para rodar, entre otras, la escena más notoria y horripilante de la película: el momento en que el ejecutivo cinematográfico Jack Woltz descubre en su cama la cabeza de su caballo “Karthoum”. Los rastreadores de localizaciones habían conseguido el permiso para usar una de las residencias más glamourosas del país, la finca familiar Guggenheim en Long Island Sound, que había sido donada al Estado de Nueva York.
Coppola pretendía filmar esa secuencia en una verdadera mansión de Hollywood, pero el trabajo en localizaciones programado para Las Vegas y Los Ángeles fue cancelado por falta de fondos. De este modo, las secuencias de Las Vegas se rodaron en Nueva York, con un montaje de metraje de archivo de la capital del juego realizado a mediados de los años cincuenta. En cualquier caso, como el exterior de la mansión Guggenheim no se parecía en nada a la residencia de un magnate cinematográfico, Francis filmó el exterior de un auténtico palacete hollywoodiense nada más concluir la fotografía principal.
Al día siguiente, todo estaba dispuesto para rodar la polémica escena. La Paramount había insistido al director para que utilizase una cabeza de caballo falsa, pero la que le proporcionaron no era apropiada. «El estudio nos envió una gran cosa peluda con ojos desorbitados», explicó Ruddy. «Tenía una enorme grieta en el medio. En la pantalla, ningún espectador se creería que pertenecía a un caballo auténtico».
Los ayudantes de producción encontraron una verdadera cabeza de equino en un matadero de New Jersey. La enviaron al set en un contenedor de metal lleno de hielo seco, y fue cuidadosamente colocada sobre la cama de Jack Woltz, mientras Dick Smith empapaba de sangre falsa la inmaculada colcha blanca.
«Pusimos sangre fabricada con jarabe Karo en la cama, siguiendo las instrucciones de Coppola», comentó el artista del maquillaje. «Antes de cada nueva toma añadíamos más sangre. El nivel empezó a ascender por la cama hacia John Marley como la marea, primero hasta sus rodillas, luego hasta su entrepierna. Pronto las sábanas estaban empapadas y John cubierto de sangre».
Coppola trató a Marley con paciente respeto. Aparecer con tan horripilante pieza de atrezzo y empapado de sangre —aunque fuese falsa— era una situación incómoda incluso para un intérprete tan veterano como él. El director le instruyó cuidadosamente para esta breve pero indispensable secuencia; todos los implicados sabían que sería uno de los momentos más ansiosamente esperados por los lectores del libro. Francis filmó a Marley desde diversos ángulos antes de establecer la toma definitiva, en la cual Woltz echa hacia atrás las sábanas y lanza un grito de terror al descubrir la cabeza de su querido caballo. Finalmente, cuando el realizador quedó satisfecho, la cabeza fue empaquetada de nuevo en hielo seco y entregada a la Sociedad Protectora de Animales para su eliminación.
El cineasta se defendió de las numerosas protestas que suscitó esta grandguignolesca escena arguyendo que «la gente se enoja más por la muerte de animales que por la muerte de seres humanos. Treinta personas son asesinadas en la película, pero ellos sólo hablaban sobre la “crueldad con los animales”».
El 24 de mayo, la producción regresó a Staten Island para rodar los exteriores de la boda de Connie en la propiedad de los Corleone. Pero esa semana llovió a mares en Nueva York, inundando la finca. Este imponderable obligó a posponer la filmación de la boda, lo que, a su vez, generó un efecto dominó de retrasos en las escenas de Brando, incluyendo la boda, sus reuniones con Michael y su muerte en el jardín.
A estas alturas, ya era evidente que Marlon terminaría por sobrepasar el plazo de seis semanas para el que había sido contratado, entrando en vigor su cláusula de indemnización, a razón de 40.000 dólares semanales. Ruddy sólo tenía dos opciones: asumir el coste de la penalización u ofrecer al actor una alternativa.
«Así que me reuní con Marlon en su hotel», recordó el productor. «Le dije: “Mira, para ser honestos, no tenemos dinero para seguir pagándote. Si estás dispuesto, te compraré un billete de vuelta a Los Ángeles y otro para que regreses aquí cuando la climatología haya mejorado”. Él se mostró de acuerdo y no nos cobró los días extra».
El 26 de mayo, el tiempo parecía estar aclarando, y Coppola decidió proceder con el rodaje de la boda, una escena que requería una compleja coreografía: catering para suministrar la comida de la fiesta, músicos, 350 extras y muchos ayudantes de producción para controlar a la multitud.
Pero por la tarde, el cielo empezó a amenazar tormenta de nuevo. Gordon Willis sabía que los nubarrones estropearían la iluminación de los exteriores. Cuando terminaron de cambiar la luz, el sol se había ocultado y el rodaje quedó suspendido durante el puente del Memorial Day, el día de los caídos de la II Guerra Mundial.
De vuelta al trabajo, viendo que el tiempo no mejoraba, Francis empezó a pensar que tendría que repetir la secuencia del enlace en su integridad, debido a la falta de continuidad entre planos. La solución aportada por Willis propició un estilo de iluminación que despertaría la admiración de la crítica.
«Acabamos haciendo la fiesta de la boda en exteriores, en una especie de Kodachrome muy vivo, en plan años cuarenta», explicó el director de fotografía. «Yo introduje el rojo amarillento en esas escenas, que les da un toque anaranjado como de otra época. Hice esa secuencia mucho más brillante, para luego pasar al interior oscuro del estudio, donde está Brando repartiendo favores; y luego, ¡zas!, otra vez los exteriores de la boda, con el color anaranjado».
Cuando los directivos del estudio vieron el copión, opinaron que la luz era demasiado tenue. «Dijeron que en los autocines no se vería nada. Yo les contesté que a mí los autocines me importaban un pito», aseveró enérgicamente Willis. «La verdad es que yo cambié la forma de iluminar en el cine americano… Lo hicimos todo con luz cenital, había que hacerlo así por el maquillaje de Marlon. Eso en sí no era una novedad, pero la forma en que lo hicimos daba un tono de realidad a la película, algo que no se había visto hasta entonces».
El rodaje de la boda también deparó otra de las características confrontaciones entre Coppola y Jack Ballard. Era el final del día, el sol se estaba poniendo, y se tomó la decisión de dar por concluída la jornada.
—¿Por qué no habéis terminado? —le preguntó Ballard a Gray Frederickson.
—Porque el sol se ha puesto. Nos hemos quedado sin sol —respondió el productor asociado.
—Usad luces. Eso es lo que hacemos en Hollywood —espetó Ballard—. En otras palabras, hacedlo como los chicos grandes.
Francis se puso hecho una furia.
—No les importa una mierda nada más que su maldito calendario y su dinero —rugió.
Gordon Willis empezó a rodar, aunque era evidente que estaba demasiado oscuro. El equipo continuó sus preparativos mientras seguía anocheciendo. Finalmente, tuvieron que desistir y dar por terminada la jornada.
El humor jugó un papel fundamental para aliviar las tensiones de la producción. Robert Duvall y James Caan, soberbios profesionales frente a la cámara, eran a menudo instigadores de las mejores bromas en el plató. Incluso el metraje de los primeros ensayos muestra a la pareja haciendo el payaso, pegándose el uno al otro y torturando a Al Pacino al hacerle partirse de risa durante sus escenas.
Caan involucró incluso a Lenny Montana en una de sus travesuras. Durante el rodaje de la secuencia en que Luca Brasi presenta sus respetos al Don, Montana recitó su texto ante Brando y después sacó la lengua, donde se había pegado un trozo de esparadrapo con las palabras: «Vete a tomar por culo, Marlon». El divo se partió de risa. Cuando llegó el momento de rodar el primer plano en que el Padrino le da las gracias, Brando dijo en tono solemne: «Luca, mi estimado amigo», y también sacó la lengua, apareciendo otro esparadrapo que decía: «Vete a tomar por culo tú también».
Sin embargo, la broma más popular entre los miembros del equipo era enseñar el trasero, cuanto más en público, mejor. Aparentemente fue Caan quien inició la fiebre exhibicionista que se adueñó del rodaje. «¡Jesús! Al principio todo el mundo estaba tan tenso», recordaba el actor. «Coppola tenía los nervios destrozados, y Pacino parecía como si se fuera a morir. Pero yo quería divertirme, así que Bobby [Duvall] y yo empezamos a hacerlo». Todo empezó el día que James Caan mostró su trasero desnudo a Francis Coppola y a Marlon Brando mientras estaban ensayando una escena con Salvatore Corsitto. Ninguno de ellos pensó que fuese particularmente divertido. Pero de algún modo se puso de moda, y Brando, Duvall, e incluso Pacino, se unieron a la fiesta.
Un día, terminado el trabajo, Duvall, su mujer e hijos y Caan circulaban por la Segunda Avenida de Manhattan, en una limusina del estudio. Robert miró hacia un lado y vio otro coche que llevaba al hotel a Brando y a su secretaria.
—¡Enséñale el culo! —gritó Duvall, dirigiéndose a Caan.
—Pero los niños… —protestó su compañero.
Robert ordenó a sus hijos que pasaran al asiento delantero y, cuando llegaron al primer semáforo, Marlon y su secretaria miraron hacia la limusina contigua y descubrieron las nalgas desnudas de James asomando por la ventanilla. Presa de un ataque de risa, Brando se cayó al suelo del coche, mientras su secretaria le miraba desconcertada. Unos días después, ésta le dijo a Duvall: «No sé qué le habéis enseñado a Marlon, pero la otra noche llamaron a la puerta de mi habitación del Waldorf. Marlon estaba en el pasillo, en cueros e inclinado, dándome la espalda. Se echó a reír y volvió corriendo a su habitación».
En el primer día de rodaje de la boda, mientras se estaba preparando una toma para la foto de familia, Brando y Duvall se bajaron tranquilamente los pantalones, se inclinaron y enseñaron sus traseros a más de cuatrocientos actores y miembros del equipo. «Las ancianas damas italianas que había detrás decían: “No he visto lo que he visto, ¿verdad?”», recordó el actor Richard Bright. Caan, que lo había empezado todo, actuaba como si no les conociese.[7]
Como solía pasar en todos los rodajes de Brando, sus compañeros de reparto se quedaban a observarle cuando no tenían que trabajar. Encontraban asombrosa la imaginación que había demostrado en la composición de su personaje. En las primeras escenas en la casa de los Corleone, filmadas en los estudios Filmways, Marlon se encariñó con un viejo y maltrecho gato gris que vivía en el edificio. Decidió que en las secuencias en que el Padrino despliega su poder maléfico, llevaría al animal en el regazo; una idea inspirada, la yuxtaposición de la ternura y el terror. El único inconveniente fue que el gato estaba tan embelesado con las caricias del actor, que sus ronroneos dominaban la banda de sonido, obligando a doblar los diálogos del actor.
El astro también exhibió las dotes improvisatorias que le habían hecho célebre en la escena en que Al Martino, en el papel del cantante Johnny Fontane, acude al Don para hablarle de su declive profesional y pedirle ayuda. Coppola había reescrito varias veces esa secuencia; en su opinión, el problema estaba en la interpretación más que en el diálogo, sobre todo al cabo de varias tomas que no habían servido para nada. Martino no era un actor profesional, y sus esfuerzos por interpretar parecían inútiles. Brando se encargó de salvar la escena. El guión original mostraba al Padrino riñendo al cantante y revolviéndole el cabello afectuosamente, una idea que fue desechada. En su lugar, Don Vito iba a darle un gentil cachete en la cara.
«En ese momento», explicó Gordon Willis, «Marlon tuvo la idea de que el Don diera una bofetada al cantante para devolverle la lucidez». La inesperada fuerza del sopapo provocó una maravillosa expresión de sorpresa en Martino, que fue el punto culminante de su intervención.
Pero ni siquiera durante estos felices y productivos momentos en el set desaparecían los conflictos con el estudio. Los directivos de la Paramount en Nueva York y Los Ángeles estaban en constante comunicación con Coppola, para asegurarse de que se mantenía dentro del calendario y el presupuesto.
«Nos dejaron hacer la película, incluso con las preocupaciones que tenían antes de empezar el rodaje, porque les dijimos que nos atendríamos al presupuesto. Pero estaban detrás de nosotros todo el tiempo», protestaba Ruddy.
Complicaciones aparte, el propio Francis fue a menudo su peor enemigo durante la producción de El Padrino. Dado su perfil emocional, su perfeccionismo y sus interminables peleas con el estudio, el director se veía constantemente atacado por tremendas dudas interiores, y acabó enfrentado a parte de su equipo.
Coppola incluso chocó con Gordon Willis, el hombre en quien más confiaba. Con el tiempo, ambos llegarían a respetarse mucho y a establecer una sólida relación profesional. Pero en su primer proyecto juntos, sus problemas eran de dominio público. El realizador se quejaba de que su director de fotografía «odiaba y malutilizaba a los actores. Quería que siguiesen marcas. Yo dije que no. No son robots, son artistas. Yo era su protector».
Willis aseguró luego que el problema no estaba en la supuesta antipatía que a él le inspiraban los intérpretes, sino en la falta de conocimientos técnicos de Coppola. «En aquel momento de su carrera, Francis no comprendía que sin oficio, no hay arte», argumentaba. «Ahora ya lo sabe, pero entonces no. No se puede planificar una escena de forma arbitraria y olvidar que estás haciendo una película. La secuencia tiene que resultarle cómoda a los actores, tiene que convenirle al director y, por último, tiene que adecuarse a las necesidades de la cámara. Si la escena no encaja en el agujerito por el que miramos nosotros, lo demás no importa. Si un director no sabe proyectar sus ideas en una estructura visual, la cosa no tiene sentido».
Dick Smith compartía la opinión de Willis sobre las exigencias y vacilaciones de Coppola. «Francis volvía loco a Gordon», explicó. «Decía: “Vamos a hacer la toma aquí, y de este modo”. Gordon lo preparaba todo, y entonces Francis decía: “No, mejor lo haremos desde el otro lado”. Gordon se tiraba de los pelos».
Los conflictos estallaron en diversas ocasiones, durante las cuales «Francis se encerraba en su oficina, y Gordon no salía de su trailer», recordaba Ruddy. «Al final sacaron lo mejor el uno del otro, pero hubo muchos conflictos».
La confrontación entre los dos hombres llegó a su punto álgido durante la preparación de una escena interior en casa de los Corleone, mientras el Don se recupera de sus heridas. Willis declaró que Coppola, en lugar de establecer el escenario, se puso a discutir si Brando debía llevar los tirantes puestos o caídos. El actor probó a ponérselos, los dejó colgar y luego se los pasó de nuevo por los hombros. Francis llamó a Gordon y le dijo: «Filma».
«¿Que filme qué?», preguntó Willis.
Sin responder, el director gritó «¡Acción!» por segunda vez. Gordon se negó a obedecer; sin un esquema de los movimientos de los actores, la iluminación no podía ser correcta. Ambos se enzarzaron en una discusión a grito pelado, que terminó con Willis abandonando el plató y diciéndole a Francis: «No sabes hacer nada bien».
Coppola ordenó al equipo de cámara que siguiesen rodando. Pero los operadores, cuya lealtad estaba con Willis, se negaron a trabajar. Francis explotó. «¡Que jodan a esta película!», rugió. «He dirigido cinco jodidos filmes sin que nadie me diga cómo hacerlo. Quiero hacer la jodida toma ahora y la haremos, incluso si el puto director de fotografía tiene que ser despedido».
Hecho una fiera, el cineasta volvió a su oficina. Entonces, el equipo se alarmó al escuchar lo que parecía un disparo. «Quizá se ha pegado un tiro», exclamó alguien. Al poco rato apareció un ayudante de dirección solicitando dos carpinteros. «Por favor», les dijo, «subid y poned una puerta nueva en la oficina de Mr. Coppola».
Brando, que había tenido su propia cuota de conflictos en otras producciones, se mantuvo calmado y al margen durante las peleas en el plató de El Padrino. Después de la confrontación entre Coppola y Willis, se volvió hacia un miembro del equipo y preguntó: «¿Por qué se están excitando tanto? Sólo es un filme de gangsters».
El compromiso de Marlon con la película estaba a punto de concluir. En ese punto, reforzar el guión para la escena clave que le quedaba por rodar seguía siendo un obstáculo. A pesar de las constantes modificaciones que el libreto sufrió durante la producción, la parte más importante —el traspaso de liderazgo entre el Don y su hijo Michael— no estaba escrita de modo satisfactorio. El diálogo, que se basaba casi literalmente en las frases del libro, no evocaba el amor y respeto que padre e hijo sienten el uno por el otro.
Brando puso reparos a las correcciones que Coppola proyectaba hacer en ese fragmento. Por fin, el director consiguió convencerle para que acudiera a rodar, e hizo una concesión: les filmaría a él y a Pacino en un plano general, paseando por el parque, mientras ambos improvisaban un diálogo. Más tarde, sonorizarían la escena con la nueva versión del texto.
Marlon encontró aceptable la solución. Se dejó colocar los micrófonos y echó a andar junto a Pacino por el jardín, con las cámaras filmando a cierta distancia. Sólo los técnicos de sonido que escuchaban a través de los auriculares supieron en ese momento que el divo, lejos de improvisar un diálogo pertinente para la escena, estaba susurrando obscenidades y chistes verdes al oído de su compañero.
El hecho de que Pacino consiguiera mantener la seriedad durante aquel paseo roza lo milagroso. Más tarde, cuando le preguntaron por esa escena compartida con la leyenda, se limitó a contestar: «¿Tiene idea de lo que fue hacer una toma con él?». Cuando le preguntaron qué había aprendido de Brando, respondió: «De Brando aprendí a llegar tarde».
Era evidente que Francis Coppola necesitaba ayuda exterior. Pero tenía que ser alguien de su entera confianza, así que recurrió a un colega de sus días con Roger Corman: Robert Towne, un escritor conocido como el mejor “reparador” de guiones de Hollywood, un rápido y efectivo artesano que solucionaba cualquier deficiencia, grande o pequeña.[8] Towne llegó al set de El Padrino el 2 de junio, y ese mismo día escribió pequeños ajustes para, entre otras escenas, la declaración de Michael de que mataría a Sollozzo y McCluskey. El guionista describió la mayor parte de su trabajo como «nada importante, sólo un poco de cirugía». Su principal tarea era reescribir el momento de la transición de poder entre el Don y su hijo, que necesitaba una transformación completa y urgente: el rodaje de esta secuencia estaba programado para el día siguiente; la jornada posterior se reservaba para filmar la muerte del Padrino. Después, Brando dejaría la producción, asumiendo que todo saliese según el plan previsto.
La mayor parte del trabajo previo de Towne como revisor de guiones había supuesto reescribir o reestructurar libretos enteros, y no una única escena, lo que suponía un encargo lleno de riesgos. «Yo no estaba reescribiendo el script de principio a fin, que es lo que he hecho más a menudo», explicó el guionista. «En vez de eso, estaba añadiendo material externo y tenía que encajarlo en lo que ya existía, hacerlo consistente. Eso significaba conocer todo lo que se había rodado y todo lo que el director tenía en mente. Un problema interesante. Usualmente, reescribes junto al director y sabes hacia dónde vas».
«Lo que necesitamos», le explicó Coppola, «es algo que permita que padre e hijo se acerquen el uno al otro, que indique que los dos se quieren, aunque no acierten a decírselo. En el libro no hay una escena así, pero en la película la necesitamos».
El escritor cogió sus notas y el guión original, y redactó una escena corta. Pero Brando la rechazó, alegando que el padre quedaba como un manipulador de su hijo.
Esa noche, Marlon, Francis, Robert y Al se reunieron en el camerino del primero. Todos ofrecieron ideas para la secuencia que debían rodar al día siguiente, pero fue el divo quien dio la clave. «Por una vez», dijo, «me gustaría ver a un hombre que no es incapaz de expresarse. Me gustaría que se expresara bien».
Towne volvió a su hotel y trabajó hasta las cuatro de la mañana. Coppola le recogió a las siete, y ambos fueron en coche hasta la localización de Staten Island, sin decir ni una palabra. El director preguntó por fin: «¿Ha habido suerte?». El guionista contestó lacónicamente, «Sí», y le entregó las páginas. Francis dijo que le gustaba la escena y pidió al escritor que le leyese el diálogo a Brando. El actor quedó satisfecho.
«Escribí una escena sobre la sucesión de poder, y a través de eso era obvio que los dos hombres sentían un gran afecto el uno por el otro», recordaba Towne. «A través de la ansiedad de Don Vito sobre lo que podría ocurrirle a su hijo, y su ansiedad respecto a ceder su poder —sus ambivalentes sentimientos sobre forzar a su hijo a asumir su papel—, esa era la clave de la escena».
En pantalla, la secuencia dura menos de cuatro minutos. Pero a pesar de su brevedad, Towne había creado una obra maestra de la escritura cinematográfica, que permanece como uno de los momentos más memorables en la historia del Séptimo Arte. El guionista sería recordado por su contribución no acreditada a El Padrino. Cuando Coppola recibió su Oscar al Mejor Guión Adaptado, dijo: «Quiero dar las gracias a Bob Towne, quien escribió la bella escena entre Marlon y Al Pacino en el jardín. Ésa era su escena».
El 4 de junio, Brando rodó su última escena: la pacífica muerte del Don en su jardín. Solventadas muchas de las secuencias más complejas de la película, la producción siguió avanzando rápidamente: el 7 de junio, el director filmó los exteriores del bautizo del hijo de Connie y Carlo; el día 8, la ejecución del propio Carlo a manos de Clemenza.
Las expresiones de confianza de los directivos de Paramount elevaron los ánimos del equipo. Ya nadie ponía en duda la capacidad profesional de Coppola. En las primeras escenas positivadas, brillaba el dominio narrativo del cineasta y la brumosa y romántica envoltura de la fotografía.
El 22 de junio, Francis concentró sus esfuerzos en uno de los momentos más complejos de la cinta: el asesinato de Sonny Corleone en la cabina de peaje de la autopista. Aunque el estudio había abortado los planes para rodar en Las Vegas y Los Ángeles, Al Ruddy logró convencerles para que gastasen algo de dinero extra en esta importante secuencia.
Originalmente, Coppola había planeado filmar en cabinas de peaje auténticas, pero la logística del tráfico lo hacía imposible. En su lugar, Dean Tavoularis construyó una réplica muy real en una pista de aterrizaje en Floyd Bennett Field, un aeródromo abandonado en Long Island. Era un tranquilo y pacífico escenario para una ejecución, muy similar al que el diseñador había concebido para la espectacular escena del tiroteo en Bonnie and Clyde. La secuencia del asesinato de Sonny, que llevó tres días y requirió muchos extras, técnicos y explosivos, costó 110.000 dólares (frente a los 25.000 presupuestados inicialmente).
El 28 de junio, en el 66o día de rodaje de El Padrino, llegaron noticias alarmantes desde la celebración anual del Día de la Unidad Italiana en Columbus Circle, Nueva York: habían disparado a Joe Colombo. A unos pocos metros de las oficinas de Gulf +Western, frente a miles de atónitos espectadores y a pesar de un fuerte cordón policial, el fundador de la Liga Italo-Americana recibió dos balazos en la cabeza a quemarropa. El homicida —que jamás fue identificado— también resultó abatido; murió en el acto.
Colombo fue llevado al Hospital Roosevelt, que fue acordonado por Motivos de seguridad, dado que la policía temía otro atentado contra su vida. Aunque no murió en el acto, sus heridas acabarían resultando fatales. Sufrió graves daños cerebrales y quedó casi totalmente paralizado. Falleció en mayo de 1978 de un ataque al corazón, derivado de los disparos que había sufrido siete años antes. De repente, la Mafia ya no era tan glamourosa. «Estaba alucinado», acertó a decir Ruddy. «Era una pesadilla».
«¿Puedes creerlo?», se preguntaba un desconcertado Coppola. «Antes de empezar a trabajar en la película, decíamos: “Estos chicos ya no van por ahí disparándose unos a otros”»..
La policía especuló con que el atentado formaba parte de una escalada de violencia mafiosa, impulsada por disensiones internas en la familia Colombo. Ese conflicto provocaría más derramamiento de sangre, y se prolongaría durante meses, incluyendo los días inmediatamente posteriores al estreno de la película.
La noche del 2 de julio, el equipo de El Padrino concluyó la fotografía principal en Nueva York. Coppola pidió un descanso de dos semanas antes de trasladarse a Italia para rodar las escenas del exilio de Michael en Sicilia. La pausa sirvió al director y a sus montadores para trabajar en un copión en bruto de unas tres horas de duración. El proceso de montaje continuaría mientras Coppola estaba en Europa, y durante los siguientes cinco meses. El cineasta se marchó a Italia durante diez días, pero sólo llevó consigo un equipo reducido. El productor asociado Gray Frederickson asumió la responsabilidad de primer ayudante de dirección. Aunque Gordon Willis se encargó de la fotografía y Dean Tavoularis del diseño, la Paramount se negó a cubrir los costes de enviar también a Dick Smith para que se ocupase del maquillaje. El trabajo se adjudicó a un maquillador local.
Para el bueno de Francis, viajar a las campiñas sicilianas, a nueve mil kilómetros de distancia del estudio, fue un estupendo contraste frente a la olla a presión de Nueva York. Como el pueblo de Corleone estaba demasiado desarrollado en 1971, la mayoría de las escenas se rodaron en los alrededores de Taormina, una villa turística al este de la isla, cerca del Etna. «Para Coppola, aquello fue el paraíso», dijo Ruddy. «Llegamos, no hicimos ningún ruido y no hubo fanfarrias. Nadie se enteró realmente de que estábamos allí. Todo funcionó como un reloj. Hicimos nuestro trabajo y nos fuimos».
La pausa de dos semanas en la filmación, más el relativamente pacífico rodaje en Sicilia, tuvieron una influencia tranquilizadora sobre el proyecto. En el mes de agosto, cuando comenzó la fase de pos-producción, el entusiasmo entre todos los implicados en El Padrino era palpable. Sin embargo, pronto surgiría una nueva controversia sobre el aspecto más importante de la película: su duración.
Desde el mes de mayo, un equipo de seis montadores (aunque, finalmente, sólo William Reynolds y Peter Zinner aparecerían acreditados en la versión definitiva) había estado trabajando en el ensamblaje de la ingente cantidad de material que llegaba diariamente del plató. Francis Coppola rodó en total más de 150.000 metros de película potencialmente utilizable, unas 90 horas de metraje. Para acelerar el proceso de montaje, Ruddy y la Paramount permitieron al director trabajar en el primer copión en San Francisco. Los montajes finales y otros elementos de la pos-producción se completarían en las oficinas de la Paramount en Los Ángeles.
Para encargarse de la banda sonora, Robert Evans y Peter Bart hicieron un trato cada uno con un compositor diferente, sin decírselo al otro. «Ninguno de nosotros era un genio de la administración», admitieron ambos. Evans contrató a Henry Mancini, mientras su ayudante se comprometía con Nino Rota. Coppola no quería a Mancini, sino a Rota; pero Evans no conocía al músico milanés, lo que provocó una nueva pelea entre el director y el ejecutivo. Al final, como casi siempre, ganó el cineasta, y Rota escribió la banda sonora que le convertiría en un nombre popular en Norteamérica.[9]
Utilizando material original, así como extractos de la música que había escrito para la película de Fellini Fortunella (1958), Rota compuso un poderoso score, sobresaliente en su conjunto, memorable en algunos temas concretos. Desde el inicial “Godfather Waltz” al arreglo orquestal que acompaña los créditos, la banda sonora está llena de intrincadas melodías, pasajes de aires italianos y temas evocadoramente trágicos. Para complementar la tensión de varias escenas, el maestro creó piezas de música de piano.
Aunque Rota escribió la mayor parte de la partitura, la música incidental[10] de El Padrino también incluye ocho populares canciones italianas y americanas, como “Manhattan Serenade”, de Louis Alter; “I Have But One Heart”, de Johnny Farrow y Marty Symes, y “All of My Life” de Irving Berlin; además de fragmentos de composiciones clásicas de Johann Sebastian Bach y Wolfgang Amadeus Mozart.
Mientras se iban encajando los elementos de la pos-producción, la película evolucionaba, lenta pero segura, hacia la visión que Coppola tenía de ella. En septiembre, sin embargo, el director y sus montadores aún no habían llegado al punto en que sólo necesitaran aplicar un corte aquí o allá. Más bien todo lo contrario: necesitaban un machete con el que podar los kilómetros de celuloide sobrante. Para llevar el filme hasta un metraje manejable hubo que eliminar escenas enteras. También desapareció la estructura original en flashback, presente en el libro y el guión. En su lugar, la historia se montó de un modo más lineal.
Después, cuando la Paramount se involucró más a fondo en la producción, exigieron que se eliminase la secuencia final. Inicialmente, El Padrino iba a terminar con una imagen de Kay mientras enciende velas en la iglesia y reza por el alma de Michael. Pero Evans insistió en cambiarla, y el director no pensó que mereciese la pena luchar por esa escena. En su lugar, la película acaba con una escalofriante secuencia que apunta brillantemente hacia la secuela: Kay pregunta a Michael si lo que ha oído —que él ha organizado el asesinato del marido de su hermana— es cierto. Él la trata de un modo condescendiente, como si fuese una niña. Después de una pausa, en una toma especialmente cercana, le miente: «No». Ella sale de la habitación y ve a los otros mafiosos entrar para rendir tributo a su nuevo Padrino. Sentimos que Kay ha quedado excluida para siempre de todo lo que es importante en la vida de su marido. El final preferido por Coppola nos devolvía al tema de la combinación de familia y religión, y la traición de Michael a ambos en su toma del poder. La conclusión impuesta por Evans representa sólo el poder del joven Corleone y la creciente irrele-vancia de su esposa en su nueva vida.
En noviembre de 1971, tras meses de interminables cortes y reajustes, Coppola completó una versión casi definitiva de El Padrino que satisfizo al equipo de producción. El pre-montaje del director estaba listo para ser mostrado a Evans en las oficinas de la Paramount en Los Ángeles. Cuando las luces de la sala de proyección se encendieron, el ejecutivo convocó a Coppola a su despacho.
—La película apesta. ¿Lo captas? —bramó Evans—. Rodaste una gran película. ¿Dónde coño está?, ¿en la cocina, con tus spaghetti? Seguro que no está en la pantalla. ¿Dónde está la familia, el corazón, el sentimiento? ¿También se quedaron en la cocina?
—Todo el equipo piensa que es mi mejor trabajo —se defendió el cineasta.
—¿Qué carajo me importa lo que piensen ellos? ¡Apesta! Te has traicionado a ti mismo. ¿Qué jefe de producción le dice a un director que haga una película más larga? Sólo un loco como yo. Rodaste una saga y la has convertido en un trailer. Ahora dame una película.
Han pasado más de tres décadas y aún sigue habiendo desacuerdos sobre los hechos que llevaron a la creación de la versión final de El Padrino. En particular, en qué medida participó Evans en ese montaje. Las historias varían ampliamente, dependiendo de quién las cuente. Coppola recordaba haber entregado un copión al estudio que duraba 2 horas y 55 minutos, cerca de la extensión de la película que todos conocemos.
«A Evans le encantaba la película con 2:55», aseguró Ruddy. «Llamó a Frank Yablans, y Frank se volvió loco. Gritaba: “No arriesgaré con ninguna película que dure tres horas. Cortadla a 2:20”. Francis volvió a la sala de montaje y la volvió a cortar. Se la mostramos a Evans otra vez, y dijo: “Esta película se me hace más larga con 2:20 que con 2:55”. Y le explicó ese punto de vista a Yablans. Así que se quedó exactamente del modo que Francis quería».
En una entrevista publicada en 1984, Evans contaba su versión de la historia. Según el jefe de producción, el montaje que hizo Coppola «duraba dos horas y 20 minutos, y parecía sacado de la serie de televisión Los intocables. Francis le había quitado toda la textura. Pensábamos estrenar la película en Navidad. Hablé con los jerarcas del estudio y les dije que no podíamos estrenarla para entonces. Casi me cuesta el puesto. Pero aplazaron el estreno y añadieron cincuenta minutos».
Coppola había actuado hasta el momento mediatizado por su contrato, que le exigía un montaje final cuya duración fuese inferior a dos horas y treinta minutos. Si se excedía de ese margen, la Paramount le hubiese arrebatado el control de la película y habrían hecho el montaje ellos mismos; una perspectiva terrorífica para un talento creativo como Coppola.[11]
«Me dijeron que si la película duraba más de dos horas y media, me la quitarían», aseguraba el director. «Así que la hice de 2:20; estaba por debajo del límite de tiempo para no darle a nadie una excusa para despedirme».
Evans afirmaba que animó a Coppola a recuperar material. «Francis me dijo que le daba miedo entregar una película de tres horas», explicaba. «Cada jefe de estudio al que había conocido siempre le ordenaba: “¡Corta, corta!”. Así que le dije que la hiciera tan larga como quisiera y recuperase la textura, el calor familiar».
La verdadera historia queda aún más oscurecida por las declaraciones de Evans sobre su intensiva participación en el montaje de El Padrino. El jefe de producción recordaba una casi constante colaboración con el director, lo que, aseguraba, contribuyó al fracaso de su matrimonio con Ali MacGraw.
«Hacia el final eran siete días a la semana, dieciocho horas al día», comentaba. «Un columnista dijo que la película se interpuso entre Ali y yo, y en cierto modo es verdad. No estuve mucho en casa durante esos seis meses».
Años después, estos comentarios enfurecieron terriblemente a Coppola, que respondió con un airado telegrama a Evans. «Querido Bob Evans, he sido un verdadero caballero al respecto de tus afirmaciones de implicación en El Padrino», escribía el cineasta en 1983. «Nunca he hablado sobre tu eliminación de la música de Nino Rota, tu oposición al casting de Pacino y Brando, etc. Pero tus estúpidos comentarios sobre el montaje de El Padrino vuelven continuamente, y me ofenden por su ridícula pomposidad».
La última palabra sobre el tema la tenía Al Ruddy. «Bob estaba pasando por algunos problemas, y se juntaba mucho con nosotros por las noches», aseguró. «Era un buen tipo; nadie tenía ningún problema con que él estuviese allí, y siempre era muy gentil. No quiero quitarle ningún mérito a Bob, que nos respaldó, siempre trató de ayudar y nunca fue un obstáculo. Pero el montaje final fue de Francis, toma tras jodida toma».
De lo que no hay duda es del papel de Evans como defensor de la versión larga de El Padrino. Todos los asociados en la producción coinciden en que él la aprobó y se apresuró a defenderla ante sus jefes en la Paramount y Gulf+Western. «Considero que fue ésta la gran contribución de Bob a la película», concluyó Ruddy. «Estaba a nuestro lado cuando llegamos con una película que duraba casi tres horas. Cuando Frank Yablans se enteró, casi perdió la cabeza, pero Evans nos respaldó».
Brando pidió ver un premontaje de El Padrino, cosa rara en un actor que pocas veces veía sus propios filmes. Buscaba una carga social, algo que le garantizase que aquélla no era sólo una cinta más de gangsters. «Me parece uno de los comentarios más impactantes que se han hecho sobre América», declaró tras la proyección.
Los ejecutivos de la Paramount pensaban que los diálogos de Marlon resultaban ininteligibles. Este defecto era especialmente evidente en las últimas secuencias, cuando la voz del Don se agudiza para indicar que en el atentado que sufrió le dispararon en la garganta (Coppola reconoció más tarde que se había equivocado al no aclarar este hecho). El actor accedió a doblar sus escenas; lo hizo en dos jornadas y acabó el día de Nochebuena. Al recibir un cheque de doce mil dólares por su labor, se presentó ante Evans y le dijo: «Esto son cuatro mil de más. El primer día no trabajé. ¿Dónde puedo enviar la diferencia?».
Pero lo cierto es que el estudio podía haberse ahorrado el dinero, y Brando, el esfuerzo. Los espectadores de los pases de prueba confirmaron que las frases de la estrella se entendían sin dificultad. Y los directivos de la Paramount reconocieron que la textura del sonido directo era mejor que la de los diálogos doblados en un estudio de sonido; en consecuencia, éstos nunca llegaron a utilizarse.
El estreno de El Padrino estaba programado originalmente para las Navidades de 1971. Pero debido a los múltiples problemas con el montaje, la Paramount aplazó la premiere hasta el 15 de marzo de 1972, y su estreno nacional hasta el 24 del mismo mes. El lanzamiento estaría respaldado por una avalancha publicitaria, el lanzamiento simultáneo del álbum con la banda sonora y una edición especial en rústica de 1.300.000 ejemplares de la novela original, con un inserto de treinta y dos páginas con fotografías de la película.
A comienzos de 1972, el staff de la Paramount y los exhibidores asistieron a una proyección privada de El Padrino. Aunque los propietarios de las salas y los periodistas disfrutaron de pases especiales, el estudio trabajó duro para que los comentarios sobre el filme no se hiciesen públicos hasta los días previos a la fecha del estreno. Mientras tanto, Coppola navegaba en un mar de dudas. Estaba al mismo tiempo entusiasmado e inseguro sobre el éxito de su criatura. En una entrevista, confesaba: «Temo que la gente piense que yo he cogido este excitante best seller y lo he transformado en una cinta monótona, pesada y aburrida con un montón de actores de los que se sabe que eran mis amigos personales».
La Paramount tomó entonces una decisión extraordinaria: estrenar El Padrino el 15 de marzo en una gran premiere simultánea en cinco salas de la cadena Loew’s en Nueva York. Para los standards del marketing cinematográfico en los setenta, esta jugada constituía un movimiento arriesgado que nunca antes se había intentado. El triunfo fue absoluto: las localidades se agotaron hasta en aforos de 4.700 butacas.
Los críticos se mostraron entusiasmados. «El Padrino es la primera película americana realmente satisfactoria y comercial del año», decía el “New York Times”. «Una de las más brutales y conmovedoras crónicas de la vida en América nunca diseñadas dentro de los límites del entretenimiento popular».
«El Padrino es un filme que parece tenerlo todo: calidez, violencia, nostalgia, el carisma de Brando en una de sus mejores actuaciones, y el recorrido dinástico de un Lo que el viento se llevó italo-americano», se podía leer en “Time”.
La revista “Life” definía la película como «un trabajo superior de entretenimiento popular. Nos recuerda a los perdidos placeres de las viejas películas de gangsters. ¿Qué más podríamos pedirle a un filme?».
Sin embargo, no todo fueron comentarios positivos. El cronista del “New York Post” señalaba ácidamente que «lejos de sobrevivir como el Lo que el viento se llevó de las películas de gangsters, mi deseo es que El Padrino sea tan rápidamente olvidada como merece».
En términos algo más moderados se expresaba “Vogue”: «En las reverentes manos de Francis Ford Coppola, la historia se ha convertido en una abrumadora, pretenciosa, lenta y finalmente tediosa cuasi-épica de tres horas».
La crítica alabó a todo el elenco de actores, pero destacó especialmente la “resurrección” artística de Marlon Brando y el “repentino éxito” de Al Pacino.[12]
«Brando ha conectado finalmente con un personaje y una película que no necesitan avergonzar al más complejo e idiosincrático actor de América, ni a aquellos críticos que se habían preguntado qué había sido de él», escribía Vincent Canby en el “New York Times”.
Por su parte, James Bacon describía a Pacino como «Dustin Hoffman con sex appeal». El columnista opinaba que «el cine tiene una nueva superestrella en Pacino, que roba la película incluso a la mejor interpretación de Brando desde La ley del silencio».
Más rotundo aún se mostraba el crítico de “The Sun”, quien afirmaba que «la mejor interpretación es la del recién llegado Al Pacino. Yo le califico como uno de los mayores hallazgos de la pantalla desde… bueno, desde el joven Marlon Brando».
El estreno de El Padrino en 316 salas de todo el país, el 24 de marzo, pulverizó inmediatamente records de taquilla. En sus veintiséis primeros días de exhibición amasó 26 millones de dólares; una media de un millón diario. «Ningún filme había hecho tanto dinero en tan poco tiempo», anunciaron los orgullosos directivos de Paramount, mientras veían dispararse la cotización de las acciones de Gulf+Western.
Hasta ese momento, el récord de recaudación lo tenía Lo que el viento se llevó, con 72.900.000 dólares (incluyendo seis re-estrenos). El film de Coppola superó esa cifra en menos de seis meses, embolsándose 81.500.000 en su primer año. Antes de finalizar el año 1972, El Padrino se había convertido en la cinta más taquillera de todos los tiempos, con unos ingresos mundiales estimados de 245 millones de dólares. La película hizo tanto dinero que no sólo cubrió de oro a la Paramount, sino que también revitalizó toda la industria de Hollywood, que había estado estancada financieramente durante varios años.[13]
En el verano de 1972, El Padrino empezó a exhibirse fuera de Norteamérica, batiendo récords de taquilla en varios países. En septiembre llegó a Italia, el hogar natal de los Corleone, donde fue toda una sensación. La cinta llegó a estrenarse en el mismísimo corazón de la Mafia siciliana, Palermo, doblada al dialecto local (una versión en la cual el lenguaje era «más contundente y los matices menos sutiles»). Según informaba la prensa, la mayor parte de los Padrinos de la Mafia local fueron a verla, y se sintieron ligeramente envidiosos de la vida del Don Corleone. «Desearían ser tan atractivos y educados como Marlon Brando», comentaba el editor de un periódico de Palermo.[14]
Las grandes películas generalmente no están planeadas como tales; se generan a través de una inusual confluencia de talentos y cualidades. Y El Padrino no es una excepción. Francis Coppola buscaba simplemente redimir una carrera titubeante cuando empezó a rodar la adaptación de la popular novela de Mario Puzo. Su talento le trajo suerte. Primero reunió a un extraordinario plantel de grandes actores que hicieron interesante el cine norteamericano durante los años setenta y ochenta: Marlon Brando, James Caan, Al Pacino, Diane Keaton y Robert Duvall. Después aliñó la mezcla con algunos competentes característicos: John Marley, Al Lettieri, Sterling Hayden y su propia hermana, Talia Shire. Coppola también tuvo el eminente buen sentido —o buena fortuna— de conseguir a Nino Rota para que escribiese su última gran partitura. Recibió un magnífico guión de Puzo, y después trabajó obsesivamente para llevar a todos los implicados hasta el límite de sus habilidades, y a veces más allá.
La novela de Puzo —que también resucitó una trayectoria vacilante— proporcionó no uno, sino varios elementos míticos que el director fue lo bastante inteligente para reforzar en la película. El Padrino es una saga generacional; también es un filme de acción, pero por encima de todo, atrapa la imaginación del público porque sugiere que la carrera de un gángster no es tan diferente de la de un hombre de negocios o un político. Esta interpretación tuvo una importante resonancia para la generación de los primeros años setenta.
La cinta es oscura (Gordon Willis atenuó deliberadamente la iluminación de cada escena); el ambiente es oscuro; y el clímax, en el cual Michael Corleone se permite una orgía de sangrienta venganza, podría resultar simplemente horrible, de no ser por las irónicas melodías del score de Rota, que nos mantienen a una apropiada distancia. Y éste es el mayor logro de Coppola en El Padrino: nos presenta simultáneamente dos visiones de la familia Corleone. Los observamos desde dentro, simpatizando con los motivos y dilemas de estos individuos muy reales, atractivos y carismáticos; y los vemos desde fuera, en un estado de suspendida indignación ante un código moral que sólo conoce la codicia y la sangre.
Dediquemos unas líneas a la historia. Desde la primera secuencia, la patriarcal figura de Don Vito Corleone domina toda la pantalla. Vestido de etiqueta, con ademanes tranquilos, acariciando su gato y dando a besar su mano, otorga favores y ordena muertes con la tranquilidad de quien se encuentra en la cima de su poder. Coppola utilizó la iluminación para presentar al espectador las dos caras de la familia: en el jardín, bajo una luz radiante, entre risas y bailes, se celebra la boda de Connie Corleone, el ambiente rezuma paz y tranquilidad; en el interior, envuelto en las sombras de su despacho, un primer plano de Don Vito muestra la cara oscura de la familia, el aspecto sombrío de un poderoso clan teñido por la sangre y la violencia.
En la fiesta se encuentra el otro gran protagonista del filme: Michael Corleone, el hijo pequeño, un héroe de guerra apartado de los negocios familiares por voluntad propia y destinado a ocupar un cargo relevante en la sociedad. Pero la huella es demasiado profunda y ante la fuerza de la sangre (derramada por su padre) emerge el “Corleone” que hay en su interior. Descubre el siciliano que creía enterrado y, consciente de su suerte, asume el papel que la vida le ha deparado: convertirse en el nuevo Don. La película se cierra con una nueva celebración familiar —un bautismo— en la que el heredero recibe impasible los saludos de los invitados, mientras un montaje paralelo muestra cómo todos los jefes rivales que participaron en el asesinato de su hermano Sonny son eliminados en una matanza de tonos operísticos. Las cuentas están saldadas y un “nuevo Padrino” ha nacido a imagen y semejanza de don Vito. Nada ha cambiado, aunque las caras son diferentes, el personaje es el mismo. Creen manejarlo todo pero en realidad son marionetas en manos del destino.
Como en Coppola ha llegado a ser habitual, el trabajo de los actores a sus órdenes suele ser una de las bazas más sólidas de sus películas. Y en esta ocasión es difícil decir quién supera a quién. Aun así, resulta imposible no destacar el trabajo de Marlon Brando. Envejecido, afeado, lejos de la fornida silueta apolínea que luciera en los cincuenta y con esa voz cavernosa tantas veces imitada, el rebelde por antonomasia del cine resurgió de sus cenizas como el gran actor que siempre fue y la rutilante luminaria que arrastraba a las masas a las taquillas. A Al Pacino, por su parte, le tocó en suerte al personaje más controvertido del filme. El joven intérprete bordó un perfecto Michael Corleone, imperturbable, frío e implacable. Y la perfección de ambos se contagió, en cierto modo, a todos los demás: James Caan dio vida a un cautivador Sonny Corleone, violento, irascible y lascivo; Robert Duvall acometió la primera de una serie de excepcionales caracterizaciones en el papel del hijo adoptivo del Don, Tom Hagen, el implacable abogado de la familia; Diane Keaton, Talia Shire, Richard Conte, John Cazale, Sterling Hayden…, todos en estado de gracia.
Francis Coppola logró en El Padrino que no se le fuera de las manos un difícil ejercicio de realización, mezclando, con justeza y talento, los ingredientes exactos para poner en pie una obra primorosa. Los escenarios están exquisitamente cuidados, el montaje es sobrio y vigoroso, la tensión se mantiene desde la primera secuencia a la última y la hermosa partitura de Nino Rota impregna el filme de un encanto muy especial. Una película insuperable.
Coppola será recordado por varias películas memorables, pero sobre todo como el autor de una de las páginas más brillantes y emotivas de la historia del cine: la “trilogía de los Corleone”. Su nombre permanecerá por siempre ligado a este hermoso fresco cinematográfico edificado sobre los cimientos de El Padrino, título clave y emblemático de los setenta, una obra por la que no pasa el tiempo como no sea para embellecerla y modernizarla.