Estrenada en 1968, El planeta de los simios nació para ser considerada un hito del género, pero el proyecto vivió una larga travesía del desierto en su fase de desarrollo y preproducción. Cinco años antes, el productor Arthur P. Jacobs estaba buscando un nuevo King Kong cuando se tropezó con un mundo lleno de monos de tamaño natural. Se quedó entusiasmado. Tanto, que no sólo buscó los medios para llevar la novela de Pierre Boulle a la gran pantalla, sino que continuó con las cuatro versiones subsiguientes. Convertida en película de culto, el primer Planeta de los simios fue, simplemente, único. Una sátira swiftiana, un moderno cuento moral, una alegoría ingeniosamente disfrazada sobre las costumbres humanas contemporáneas en la era de Vietnam, una mirada moralmente cínica al progreso de la humanidad tan sólo unos meses después del apogeo de lo que llegó a llamarse retrospectivamente “El verano del amor”. Y una oportunidad de ver el trasero de Ben-Hur. El planeta de los simios era todo esto. Y mucho más.
En 1963, una serie de reuniones sobre potenciales proyectos para su naciente compañía llevaron al productor Arthur P. Jacobs a París, donde un agente literario estaba tratando de interesarle en la nueva obra de François Sagan. Jacobs mostró poco interés por el libro, y el agente decidió cambiar de tercio. «Tengo una cosa aquí, pero no creo que puedas hacerlo», le comentó. Jacobs no sabía francés, pero el agente le resumió el argumento de una recién publicada novela de Pierre Boulle titulada “El planeta de los simios”. Cuando finalizó su relato, el productor dijo sin dudar: «Lo compraré».
Boulle, sin embargo, la consideraba una de sus obras menores y no creía que pudiera servir como base para una buena película. La idea de un hombre viajando a un mundo habitado sólo por monos le había venido a la cabeza cuando todavía estaba viviendo de las rentas de El puente sobre el río Kwai. En aquél momento estaba en el zoo. «Observaba a los gorilas», explicó más tarde. «Estaba impresionado por sus expresiones casi humanas. Esto me condujo a imaginar las relaciones entre humanos y simios». La novela resultante, “El planeta de los simios”, fue un éxito de crítica, y aunque se satirizaban aspectos de nuestra sociedad, comparándola con la dominante de los monos, no dejaba de ser un poco aburrida. Pero la idea, eso era lo que en realidad contaba. O, por lo menos, ese era el pensamiento de Jacobs.
El productor se pasó los cuatro años siguientes viendo cómo su proyecto era rechazado por todos y cada uno de los estudios de Hollywood. Arthur estaba trabajando en tándem con J. Lee Thompson, el director de Los cañones de Navarone y El cabo del miedo. El dúo envió las galeradas de la versión inglesa del libro a varios estudios y encargó una serie de bocetos de personajes y escenas que, esperaban, ayudarían a los ejecutivos a visualizar la historia. Jacobs iba a sus presentaciones con los bocetos, pero nadie mostraba interés. Viajó a Inglaterra para hablar con J. Arthur Rank y a España para entrevistarse con Samuel Bronston. Nada.
Necesitaba otra arma en su desesperada batalla. Necesitaba una estrella capaz de despejar todas las dudas. Su primera elección para el papel de Taylor, el astronauta protagonista, no fue Charlton Heston, sino Marlon Brando, quien representaba la antítesis de los personajes cinematográficos de Heston. Jacobs envió a Brando una copia de la novela de Boulle a Tahití, sugiriéndole que uniese fuerzas con él y con Thompson. La película, añadía, podría ser una producción en equipo de Apjac (la compañía de Jacobs), Orchard (la de Thompson) y Pennebaker (la productora de Brando). Como si una coproducción a tres bandas no fuese suficiente, el bueno de Arthur también tenía un acuerdo con Jerome Hellman, quien sería recordado en el futuro por el gran éxito de Cowboy de medianoche.
Jacobs conocía lo suficiente a Brando como para no molestarse en esperar su respuesta antes de tantear a su siguiente opción, Paul Newman, con quien había trabajado en Ella y sus maridos. Para matar dos pájaros de un tiro, Arthur también ofreció el papel de Zira, la psicóloga chimpancé, a la estrella femenina de aquella cinta, Shirley MacLaine.
Jacobs y Thompson redactaron un memorándum para los estudios, explicando los puntos fuertes del proyecto. El documento presentaba la película como una “historia de horror” y la comparaba con King Kong y Los pájaros. En este punto, los tres actores propuestos para el papel central eran Marlon Brando, Paul Newman y Burt Lancaster. Sean Connery fue sugerido en una versión posterior del mismo documento. Su primera elección para el personaje de Nova era Ursula Andress.
Jacobs calculó un presupuesto de 957.000 dólares en base a cincuenta días de rodaje en blanco y negro, con quinientos extras disfrazados de monos. Paramount, en cambio, presupuestó la película en tres millones de dólares, y otro cálculo realizado por ejecutivos de la Fox en las Navidades de 1963, situó la suma en 1.700.000.
A estas alturas, Arthur ya había sido rechazado por varios estudios, incluyendo United Artists, cuyo veredicto no dejaba lugar a dudas: el libro era, esencialmente, infilmable. Sin embargo, creía que los acuerdos con Fox y Newman eran inminentes. Pero en enero de 1964, la compañía rechazó el proyecto. El naufragio parecía inminente. J. Lee Thompson se había embarcado en otras producciones que le mantendrían atado durante al menos dos años, y Jerome Hellman fue el siguiente en abandonar el barco, obligando a Jacobs a batallar en solitario.
En enero de 1964, Arthur escribió a Boulle pidiéndole una opción exclusiva sobre su libro durante un período de cuatro meses. El novelista accedió a cambio de 3.000 dólares. Dos semanas después, Blake Edwards se comprometió a dirigir El planeta de los simios, y a principios de marzo, Jacobs tenía cerrado un acuerdo con Warner Bros. Rod Serling, el lacónico creador de la serie televisiva The Twilight Zone, fue contratado para escribir el guión, y se marcó en el calendario el mes de enero de 1965 como posible fecha de comienzo del rodaje.
Se abría así un tortuoso y frustrante proceso de producción que duraría tres años y medio. En primer lugar estaba el problema del guión. Serling echó un vistazo a la novela de Boulle, tomó la idea central y durante dieciocho meses llegó a redactar hasta treinta borradores diferentes, la mayoría de los cuales presentaban a los simios viviendo en un mundo completamente moderno. Pero Jacobs consideraba que este escenario era potencialmente muy caro.
«La premisa básica que presentaba a los astronautas llegando a un planeta habitado por monos que habían alcanzado una importante evolución se mantenía intacta, pero apenas quedaba nada más del libro», contaba Serling. De su cosecha es también la interesante mezcla de cinismo y optimismo que desprende el astronauta George Taylor.
La siguiente consideración, precisamente, era el coste. Los expertos de Warner prepararon un presupuesto para 128 días de rodaje, en color, con exteriores en Monument Valley, Texas y Hawai. La cifra final podía superar los diez millones de dólares, una cantidad astronómica para la época. El estudio decidió que era demasiado caro y en cuestión de semanas se desentendieron del proyecto. Blake Edwards hizo lo propio para filmar ¿Qué hiciste en la guerra, papi? y casarse con Julie Andrews.
Jacobs no se desanimó por este revés. Warner Bros. le había pagado 60.000 dólares de su sueldo como productor y ahora tenía un guión de Rod Serling. También tenía otro proyecto en desarrollo, una versión musical de Doctor Dolittle, que iba a ser producida por la Fox. Arthur pensaba que si había convencido a Richard Zanuck (hijo del mítico Darryl F. Zanuck, era el vicepresidente a cargo del departamento producción de la 20th Century-Fox.) para que financiase esta película de gran presupuesto, también lograría persuadirle para que respaldase El planeta de los simios, cuyo coste sería mucho menor.
Jacobs y su nuevo socio, el productor televisivo Mort Abrahams, convinieron que lo que necesitaban realmente para levantar la película era una gran estrella. Mort pensaba que el protagonista, como representante de toda la humanidad, debía ser una figura que transmitiese autoridad, y no una figura anti-sistema como Brando o Newman.
«Arthur y yo hablamos sobre John Wayne», recordaba Abrahams, pero se decidió que Duke no era el actor adecuado porque habría convertido la película en uno de sus vehículos estelares. Surgió el nombre de Charlton Heston, quien representaba la noción tradicional del hombre blanco norteamericano. Aunque generalmente asociado con las épicas históricas, Heston también tenía reputación de luchar por los proyectos en los que creía, como el thriller de Orson Welles Sed de mal. Jacobs visitó a Chuck el 5 de junio de 1965 con los bocetos de producción bajo el brazo.
«Era un riesgo enorme», recuerda el actor. «No creo que la novela fuese muy buena, pero la idea era maravillosa. Arthur tenía un portafolios con dibujos representando posibles escenas. Vino a casa y me los enseñó». Dos días después, Heston ya había leído el guión y la novela, y mostró su interés en interpretar al arrogante Taylor. Con él llegó Franklin J. Schaffner, quien acababa de dirigirle en El señor de la guerra. Edward G. Robinson, que había trabajado con el astro en Los diez mandamientos, también leyó el guión y aceptó convertirse en el doctor Zaius, el siniestro orangután y principal rival del protagonista. Pero las arcas de la 20th Century-Fox seguían cerradas a cal y canto.
Convencer a la Fox de que permitiera a Jacobs y a Heston llevar la novela de Pierre Boulle a la pantalla tuvo un fuerte componente milagroso. Todos los miembros de la industria estaban convencidos de que una película sobre un planeta habitado por simios inteligentes no sólo no podía resultar verosímil, sino que ningún espectador la tomaría en serio.
La Fox era de la misma opinión; de hecho, los miembros del consejo de administración pensaban que, por mucho interés que se tomaran el director y los actores, el proyecto estaba condenado al fracaso. Pero Zanuck no era tan reacio a la idea. Estaba genuinamente impresionado con el guión, influido sin duda por el gran éxito comercial de Viaje alucinante el año anterior, y sólo encontraba un grave problema: «¿Para los papeles de mono usarás actores maquillados?», preguntó. «¿Y si la gente se ríe de los disfraces?».
Jacobs asintió, consciente de la guasa que podía provocar entre el público ver al hombre que había encarnado a Ben-Hur y Moisés hablándole a un mono, y se apresuró a buscar una solución. Lo cierto es que no había mucho que pensar. Sólo un hombre podía sacarle del atolladero: el mago del maquillaje John Chambers.
Después de haber trabajado en la creación de miembros artificiales para los veteranos heridos de la Segunda Guerra Mundial, Chambers era el mayor experto que se podía encontrar en el campo de las prótesis hacia 1967. «Yo estaba en Madrid convirtiendo a Robert Culp en mandarín para la serie Yo, espía», recordaba el maquillador, «cuando la Fox me llamó pidiéndome que fuese a Londres a supervisar un sistema para crear prótesis de mono que permitieran la manipulación facial».
Para hacer creíble la película, los simios tenían que ser capaces de expresar emociones físicamente. Las máscaras estaban descartadas, así que Chambers inventó una compleja serie de dispositivos de maquillaje, pegados cuidadosamente con cola y alcohol, lo que permitía al maquillaje moverse al unísono con la cara del actor. Llevaba entre tres y seis horas su aplicación. Pero el resultado merecía la pena: «Cuando le pedías a cualquiera de ellos que pusiera cara burlona eso era exactamente lo que veías», declaró un testigo de las pruebas definitivas.
«Teníamos varios problemas que afrontar», explicó sobre el largo proceso de desarrollo de los efectos de maquillaje. «Los labios de los actores tenían que sincronizarse con los postizos para que cuando una determinada palabra fuera pronunciada, de los labios del simio saliera el sonido adecuadamente. Teníamos que inventar un tipo de maquillaje que permitiera que el diálogo sonara natural, y no como si saliera de una caverna en lo más profundo del cuerpo del simio». Siguieron semanas de frenético trabajo mientras Chambers y su equipo se apresuraban para crear convincentes monos parlantes.
Hacía mucho tiempo que Edward G. Robinson y Charlton Heston habían dejado atrás esa etapa de su carrera en la que tenían que hacer pruebas de pantalla. Sin embargo, ambos aceptaron realizar un test para demostrar a la Fox que los actores maquillados de simios podían ser tomados en serio por los espectadores. Zanuck dio su visto bueno a la prueba en diciembre de 1965, pero no se llevaría a cabo hasta el 8 de marzo de 1966.
Rodado bajo estricto secreto en el Fox Ranch, el test fue dirigido por Franklin J. Schaffner con un enorme coste de 50.000 dólares. Ben Nye, jefe del Departamento de Maquillaje de la Fox, se encargó de convertir a Robinson en el doctor Zaius, el simio erudito. Los papeles de Cornelius y Zira fueron interpretados por James Brolin y Linda Harrison, respectivamente, cuyas máscaras eran mucho menos efectivas. Los diálogos eran de Rod Serling.
El 15 de marzo, Zanuck se sentó nervioso en una sala de proyección de Nueva York junto a los miembros de la cúpula directiva de la Fox. Iba a mostrarles el test de maquillaje. Había asumido un gran riesgo al gastar ese dinero, y si a los jefazos no les gustaba lo que veían, sería imposible dar luz verde al proyecto. Antes de partir hacia Nueva York, había advertido a Jacobs: «Si se ríen, estamos muertos».
Todos sus temores se disiparon en cuanto se encendieron las luces de la sala de proyección. Nadie se rio. Los directivos se habían quedado impresionados con el maquillaje e intrigados por la premisa central. Abrahams, Jacobs y Zanuck comentaron, a propósito de las posibilidades del proyecto, el éxito de Viaje alucinante como una prueba de que el género de ciencia ficción podía resultar taquillero. Luego, «Dick Zanuck dijo lo siguiente: “Vale, ésta es mi propuesta: si podéis hacerme la película por cinco millones, conseguiré que el consejo apruebe el proyecto”», explicó Abrahams. «Dick se fue a Nueva York, se “mojó” y les convenció. Volvió y nos dijo que podíamos empezar». El planeta de los simios tenía luz verde.
En la primavera de 1967, el guión ya había sido pulido, se habían desarrollado nuevos procesos de maquillaje para mejorar el aspecto de los monos y Roddy McDowall, en el papel de Cornelius, se había incorporado al reparto. Pero en abril, sólo un mes antes de comenzar el rodaje, Chuck anotaba en su diario: «Eddie Robinson siente claustrofobia con el maquillaje de simio». Finalmente, Robinson abandonó el proyecto a causa de su delicada salud, pues había sufrido un ataque al corazón en 1962 y no se veía capaz de soportar la tiranía cotidiana impuesta por el largo proceso de caracterización. Fue reemplazado por el intérprete shakesperiano Maurice Evans, quien había trabajado con Heston y Schaffner en El señor de la guerra.
Cada actor reaccionó de un modo diferente a la idea de ser convertido en simio. Julie Harris, que había coprotagonizado Al este del edén con James Dean e iba a interpretar a Zira, echó un vistazo al maquillaje, dijo que no podría actuar con eso en la cara y se marchó. Su sustituta fue Kim Hunter, ganadora de un Oscar por Un tranvía llamado Deseo, aunque ella también tuvo problemas con las prótesis. Hunter estaba entusiasmada con la película, pero encontró el proceso de maquillaje tan difícil que tuvo que recurrir al Valium para poder soportar todo el rodaje.
Cuando empezó a sopesar la idea de hacer El planeta de los simios, Jacobs pensó en Ursula Andress para el papel de Nova, pero con el principio del rodaje a unas semanas vista, el puesto seguía estando vacante. Así que Zanuck hizo lo que todos los jefes de los estudios —incluido su padre— llevaban haciendo desde los albores del cine: darle el papel a su novia, y futura mujer, Linda Harrison, una antigua Miss Maryland reconvertida en actriz.
Las preocupaciones sobre los costes y el guión iban de la mano. Cuando el director artístico William Creber se unió a la producción, la historia estaba ambientada en una civilización tecnológicamente avanzada. «Mi idea inicial era ir a Brasilia», explicaba. La ultramoderna capital brasileña había sido inaugurada unos pocos años antes y Creber pensaba que podría adaptarla a las descripciones del guión de Serling y la novela de Boulle, pero la idea encarecía excesivamente el presupuesto.
A finales de septiembre de 1966, Zanuck fijó el 15 de mayo de 1967 como fecha de inicio de rodaje, lo que dejaba a Jacobs sólo siete meses para pulir el guión, mientras John Chambers trabajaba en los maquillajes y Bill Creber diseñaba la civilización simia. El reloj corría y Arthur no podía permitirse más errores con jóvenes guionistas sin experiencia. Michael Wilson, ganador de un Oscar en 1951 por Un lugar en el sol, era su hombre. Wilson ya había demostrado que podía empatizar con la sensibilidad de Pierre Boulle al adaptar la novela “El puente sobre el río Kwai”, aunque tuvo que trabajar en secreto, pues su nombre figuraba en la ignominiosa “lista negra” de Hollywood.
Jacobs contrató a Wilson para revisar el texto de Serling, con el encargo específico de resituar la acción en una sociedad más primitiva y así poder ahorrar costes de producción. El libreto fue modificado de arriba a abajo. Poco quedó de su respeto a los diálogos y a la idea original. En el libro, Jinn y Phyliss, una pareja del siglo XXVI, descubren una botella flotando cerca de su nave espacial. El envase contiene el relato manuscrito de un periodista que asegura haber estado en un planeta gobernado por monos. El final del relato contiene un doble giro: primero, que Jinn y Phyliss resultan ser simios y tachan la historia de absurda; segundo, y más sorprendente aún, que cuando el viajero escapa y regresa a la Tierra, es recibido por monos.
Todas estas líneas argumentales fueron rechazadas en favor del famoso final con la Estatua de la Libertad, una idea que casi todo el mundo implicado en el proyecto se apropió como suya, a excepción del propio Boulle.[1] «A los críticos pareció gustarle», comentó el escritor. «Personalmente yo prefiero el mío, pero ellos hicieron la película y escogieron ese final». Pero incluso esta secuencia no se rodaría tal y como había sido escrita. «En el libro», recordaba Schaffner, «los protagonistas se escapan. Llegan a un aeropuerto, se ve “B.E.A.”, “Air France”, “Lufthansa”, y se percatan de que están de vuelta en la Tierra. Escribirlo más dramáticamente es una cosa; en el cine, es necesario acortar, encontrar la imagen impactante. No sé quién encontró la idea de la Estatua. Mucha gente se apropió de ella: Michael Wilson, Rod Serling, Arthur Jacobs, Blake Edwards… Seré honesto con ustedes. Les diré que la idea no era mía».
Dos nombres comparten créditos por el guión, Serling y Wilson, pero otros escritores, incluyendo al propio Boulle, también metieron las manos en el texto. De hecho, cuando Wilson terminó su trabajo el 28 de marzo de 1967, el texto fue revisado en varias ocasiones después de esa fecha. Y en abril, Abrahams contrató a un tercer guionista, John T. Kelley —a quien admiraba por su trabajo en la serie televisiva Bonanza—, para que lo reescribiera todo.
El estreno de la película abriría un largo debate sobre la autoría del script, con agrias disputas entre los fans sobre quién es responsable de qué y, sobre todo, quién debe recibir el mérito por el escalofriante giro final de la historia. Una cosa es cierta: el texto estuvo cambiando constantemente, desarrollándose y evolucionando.
El planeta de los simios se rodó en el más absoluto secreto: la Fox no quería que nadie les robara la idea. En un principio, se llegó a barajar la posibilidad de filmar en Inglaterra, presumiblemente en estudio, pero la idea fue desechada a las primeras de cambio. El director artístico William J. Creber jugó un papel muy importante en la elección de los paisajes de Arizona y Utah, que tan bien conocía, como escenario de la historia. Estos paisajes y su belleza salvaje son el primer éxito del filme.
En un intento de moderar el presupuesto de una película que pisaba un terreno entonces inexplorado, la Fox había reducido el calendario de rodaje en diez días, apretando las tuercas al equipo de mala manera. La filmación comenzó en mayo de 1967 en los desérticos parajes de Arizona, cerca del Gran Cañón, aunque las primeras tomas se hicieron esperar más de lo previsto: las barbas postizas de los astronautas no habían llegado a tiempo. Quizá se trataba de un presagio de lo que quedaba por llegar: una película que se apoyaba en los más avanzados efectos de maquillaje jamás concebidos paralizada por unos postizos.
Las características físicas del planeta de los simios en la película homónima fueron diseñadas hasta el último detalle, con su arquitectura, su vestuario y sus útiles simiescos. El departamento de atrezzo diseñó incluso un rifle a la medida de las manazas de los simios. Los actores, que representaban a tres especies distintas de simios —gorilas, chimpancés y orangutanes—, se identificaban de tal manera con sus personajes que cuando no estaban rodando se autosegregaban por grupos. Kim Hunter y Maurice Evans eran buenos amigos, pero no se frecuentaban porque eran de “especies” distintas.
El rodaje fue un infierno desde el primer día. El sol castigaba sin piedad, y las temperaturas superaban los 50oC. El primer día de rodaje, cinco personas, entre ellas el actor Jeff Burton, que interpretaba a uno de los cosmonautas, sufrieron insolaciones. Durante esos abrasadores días en el desierto, los actores y el equipo aprovechaban cualquier pausa en la filmación para refugiarse en sus trailers o bajo cualquier sombra disponible… Todos excepto Charlton Heston, quien demostraba su hombría haciendo footing bajo el tórrido sol de mediodía.
En las escenas de simios —había más de doscientos— trabajaron hast a ochenta maquilladores, peluqueros y personal de sastrería. Tal dedicación causó retrasos en otros rodajes que por entonces tenían lugar en Hollywood: no había suficientes profesionales cualificados en este campo.
Las sesiones de caracterización empezaban a las cinco de la madrugada y se prolongaban durante seis horas, aunque acabaron reducidas a tres. Los actores se alojaban en roulottes refrigeradas de veinticinco metros de largo para que no se estropeara el trabajo. Luego, las altísimas temperaturas provocaban que los actores se desmayaran por el calor y que las prótesis resbalaran sobre sus rostros empapados en sudor. Comer con las aplicaciones de maquillaje era toda una odisea: se necesitaban espejos, la comida cortada en cubitos era obligatoria y se proporcionaron largas boquillas de cigarrillos para los intérpretes que fumaban.
Actuar a través de las prótesis también era un gran desafío. A los extras bastaba con ponerles máscaras, pero todos los intérpretes que se acercaran a la cámara o que tuvieran diálogo tenían que llevar piezas moldeadas y articuladas, aplicadas por separado cada una de ellas, para que el movimiento de sus músculos faciales se transmitiera a la superficie del maquillaje. Los tres simios protagonistas se convirtieron en especialistas en este arte.
Las condiciones climatológicas, con ser duras, no eran el principal problema de los ejecutivos del estudio. El presupuesto de la película se había disparado hasta los cinco millones de dólares, con un millón destinado exclusivamente para el maquillaje, la mayor cantidad destinada a este apartado en toda la historia de Hollywood. En el último momento, la Fox trató de reducir gastos recortando el calendario de rodaje de cincuenta y cinco días a cuarenta y cinco. Pero Schaffner nunca pensó que pudiese hacer la película en ese tiempo y decidió seguir adelante pese a todo. Al finalizar la primera semana, la producción ya llevaba dos días de retraso sobre el programa previsto. Zanuck estaba preocupado por el lento progreso de El planeta de los simios, y empezaba a pensar que había cometido un gran error respaldando el proyecto.
El 7 de junio, el equipo volvió a Los Ángeles para trabajar en los estudios de la Fox. Aunque así se solucionó el problema del calor, el cambio de temperatura provocó que Heston cogiera un resfriado tan fuerte que al hablar sólo le salía un graznido rasposo. Al día siguiente tenía que decir una frase: «¡Quítame tus sucias pezuñas de encima, mono asqueroso!». Son las palabras más famosas de la película, lo primero que dice Taylor después de recuperarse de una herida en la garganta. El actor la pronunció con la voz más adecuada. Desde luego, no es Shakespeare, pero a la escena le va de perlas.
A punto de entrar en la última semana de rodaje, los cineastas aún no habían decidido cómo acabaría El planeta de los simios. Definitivamente, la Estatua de la Libertad estaría en la última escena, pero más allá de esa certeza, todo estaba abierto. ¿Qué diría Taylor al ver la estatua?, ¿estaría Nova embarazada?, ¿debían darle a Taylor la posibilidad de recrear la humanidad a su propia imagen? De hecho, se filmó una escena en la que se revelaba que Nova estaba esperando un hijo de Taylor.[2] Pero esa escena desapareció en la fase de postproducción, y fue sustituida por la imagen frontal de la Estatua de la Libertad, filmada en Point Dume (California), entre Malibú y Oxnard.
El rodaje llegó a su conclusión el 10 de agosto de 1967, pero no sin que estallase una disputa sobre la consabida escena final. Aunque Michael Wilson había reescrito el guión para que concluyese con Taylor descubriendo la Estatua de la Libertad, los problemas surgieron a propósito del diálogo, que Heston afirma haber escrito personalmente. Zanuck temía que la frase «¡Dios les maldiga! ¡Dios les maldiga a todos!» no sería del agrado del aún vigente Código de Producción, y ordenó que se rodaran tres versiones.
«No estoy blasfemando», explicó Heston, «estoy literalmente pidiendo a Dios que maldiga a la gente que destruyó la civilización». Al final se salió con la suya, y el desenlace se quedó tal como estaba, para disfrute de quienes lo consideran el más sobrecogedor de la historia del cine de ciencia-ficción.
Cuando Zanuck vio la película terminada, seguía sin poder decidir si tenía un éxito o un fiasco entre las manos. Nadie sabía cómo reaccionaría el público ante un drama de aventuras sobre monos parlantes. Lo único seguro era que El planeta de los simios había finalizado catorce días más tarde de lo previsto y un millón de dólares por encima del presupuesto.
«Mi mayor preocupación era que no fuésemos demasiado intelectuales o tuviésemos escenas demasiado largas que violentasen al público», explicaba Zanuck en un memorándum. El único cambio reseñable durante el proceso de edición fue la supresión de cualquier referencia al embarazo de Nova por orden del mandamás del estudio, quien encontraba de mal gusto la idea del sexo entre un hombre del siglo XX y una humana primitiva.
El estudio había invertido millones de dólares sólo en caracterizaciones y necesitaba imperiosamente un éxito. Tras el fracaso de Hello Dolly y de Tora! Tora! Tora!, los accionistas reclamaban un gran taquillazo. Los productores montaron una gran campaña promocional para luchar contra la apuesta de ciencia ficción de la Metro-Goldwyn-Mayer, 2001: una odisea del espacio, e iniciaron los consabidos pases de prueba. El eslogan era: «¡En alguna parte del Universo debe de haber algo mejor que el Hombre!».
La respuesta no pudo ser más positiva. En uno de estos tests, celebrado en Phoenix en enero de 1968, más de la mitad del público calificó la película como “excelente”, pero Zanuck y Jacobs aún desconocían las dimensiones del éxito que habían creado. El planeta de los simios se estrenó pocas semanas antes que la obra maestra de Stanley Kubrick. Ambos filmes reventaron las taquillas.
Después de rodar la última escena, Chuck Heston le dijo a Schaffner: «Esto olía a éxito desde el principio, pero creo que además hemos hecho una muy buena película». Tenía razón. El planeta de los simios empezó su andadura comercial entre críticas exultantes. Los jóvenes respondían al maquillaje de mono y a la acción, mientras el público adulto veía en la película el comentario social que había sido la columna vertebral del libro original.
Los críticos también repararon en los significados más profundos y en los ecos alegóricos de la historia. “Variety” definió el filme como «una alegoría político-sociológica, encajada en el molde de la ciencia-ficción futurista». Joseph Morgenstern, en “Newsweek”, fue aún más lejos al detectar influencias de Darwin, Star Trek, King Kong e incluso Galileo y Juana de Arco.
Pero también sonaron voces en su contra. «Hay demasiados diálogos y poca acción», se quejaba “The Observer”. «No se puede decir que sea buena, pero a ratos resulta entretenida», se pudo leer en el “New York Times”. «El planeta de los simios está llena de escenas superfluas. Pero lo que no funciona en la película es la fórmula clásica de la ciencia-ficción que hace que creamos lo increíble», comentó el crítico de “The Spectator”. En la misma línea se movía “The Guardian”: «Una idea prometedora pero malograda al final: es una metáfora acartonada y en su mayor parte no se aparta de los más manidos tópicos».
El planeta de los simios recibió dos nominaciones al Oscar, para el vestuario de Morton Haack y la música de Jerry Goldsmith. Además, John Chambers ganó un Premio Especial por sus innovadores maquillajes. También fue la película más taquillera y rentable de la Fox en 1968, con una recaudación aproximada de 30 millones de dólares en Estados Unidos. Puede que las secuelas disminuyeran su impacto, pero junto a 2001: una odisea en el espacio, rescató al genero de la ciencia-ficción de la rutina de las películas de monstruos de la serie B.
La importancia del éxito de El planeta de los simios radica en dos razones. En primer lugar, demostró que a los espectadores sí que les interesaban las películas de efectos especiales que contuvieran algo más que invasiones extraterrestres y monstruos salvajes. En segundo lugar, el filme contribuyó a abrir una nueva ruta de expresión para el género de ciencia-ficción, una vertiente que daba más cancha a asuntos de gran alcance como la amenaza constante de la guerra atómica, la naturaleza del hombre y el destino de la especie humana.
Cuando vieron a Charlton Heston caer de rodillas ante las ruinas de la Estatua de la Libertad al comprender que aquel extraño planeta de los simios era la misma Tierra, los espectadores se quedaron completamente helados. Aquél era el mensaje definitivo, ya no había nada más que decir. Normal, pues, que nadie pensara en serio en rodar una secuela hasta que la película se estrenó. ¿Nadie?
Mientras El planeta de los simios batía récords de taquilla en todo el territorio estadounidense, Zanuck, Abrahams y Jacobs se citaban en el despacho del primero para “una reunión de recapitulación”. «El filme había triunfado», recuerda Abrahams, «así que nos pusimos a darnos palmaditas en la espalda y a dorar la píldora a Dick por haber defendido nuestra idea. Arthur, Stan Hough [director ejecutivo de producción de la Fox] y yo salimos del despacho de Dick y bajamos las escaleras. Mientras caminábamos por las calles del estudio, Stan dijo: “¿Por qué no hacéis una secuela?” “¡Qué dices! ¿Cómo?”, dije yo. “Pensadlo”. Más tarde tuve una inspiración y fui a hablar con Arthur. “Oye, se me ha ocurrido una idea absurda para una secuela…”».
Parece que no hizo falta más. Como una caja de Pandora que alguien hubiera abierto, la sugerencia de Hough provocó un verdadero alud de propuestas, con ideas provenientes, entre otros, de Rod Serling y Pierre Boulle. Parecía que todo el mundo quería participar en el proyecto. Y, sin embargo, la elaboración de un guión para la que iba a ser la primera de las cuatro secuelas de El planeta de los simios acabó convirtiéndose en la tarea más ímproba de toda la serie. Pero esa es otra historia.
«Este será mi último informe antes de que lleguemos a nuestro destino. Hemos colocado los dispositivos automáticos y estamos a merced de los computadores. Mis compañeros duermen profundamente dentro de las cámaras, y yo me acostaré enseguida. Dentro de una hora hará seis meses que partimos de Cabo Kennedy. Seis meses en el profundo espacio, es decir, según el Sistema Solar. Según la teoría del doctor Hasslein sobre el tiempo en un vehículo que viaja casi a la velocidad de la luz, la tierra ha envejecido cerca de 700 años, en tanto que nosotros apenas hemos envejecido. Puede que así sea. Lo más probable es que los hombres que nos ordenaron hacer este viaje hayan muerto y desaparecido. Ustedes, los que me escuchan ahora, son de otra generación, y espero que mejor que la nuestra. No siento tener que dejar atrás el siglo XX, pero hay algo más aún: no se trata de nada científico, es totalmente personal. Visto desde mi asiento todo aparece muy distinto. El tiempo pasa y el espacio no tiene límites. No existe en las personas el yo. Me siento solo, totalmente solo. Decidme: ¿Acaso los hombres, esa maravilla del Universo, esa gloriosa paradoja que me ha mandado a las estrellas, siguen combatiendo contra sus hermanos, dejando morir de hambre a los hijos de sus vecinos?».
Con este largo soliloquio de Heston comienza El planeta de los simios. La nave de Taylor y sus tres compañeros se estrella en lo que creen que es un lejano planeta, aunque el oxígeno, la vegetación y hasta la vida animal se parecen bastante a los de la Tierra. Los miembros del equipo van muriendo uno a uno hasta que sólo queda Taylor, quien se topa con una tribu de seres humanos que viven en estado primitivo. No le importa quedarse con ellos en el bosque y sobrevivir a base de frutos silvestres mientras intenta contactar con sus semejantes. Pero de repente aparecen unos jinetes que, provistos de redes y armas de fuego, les rodean, les capturan y les llevan inermes a una gran ciudad. Y lo que más sorprende a Taylor es que sus captores son simios: en este planeta se ha invertido la línea evolutiva.
Los autores se sirvieron de esta premisa argumental para expresar varias ideas. En primer lugar, los seres humanos con los que Taylor se encuentra son asombrosamente parecidos a los chicos de las flores en el pelo, los abogados del amor y de la paz que a finales de los años sesenta exhibían su supuesta ingenuidad como título de superioridad moral. La película demuestra la vulnerabilidad de este grupo frente a la raza más militarista de los simios, que atacan brutalmente a la comunidad de hippies en una escena que recuerda inevitablemente a los altercados que en la época se organizaban entre los manifestantes contra la guerra y la Guardia Nacional en los campus universitarios.
En la divertida descripción del sistema político de los simios, con un Presidente de la Asamblea acorralado y un senador, el Dr. Honorious, que habla sin pelos en la lengua en nombre de la clase dirigente, hay una crítica implícita al Congreso norteamericano. Los simios más militaristas representan a los halcones, partidarios de que Estados Unidos haga uso de la fuerza para mantener la paz en el mundo, y en el extremo opuesto están los simios “liberales” —una pareja joven, Cornelius y Zira, y el anciano doctor Zaius—, que expresan pacíficamente su desacuerdo con la política del Gobierno.
La película emparejó la sátira subversiva con la fantasía espacial, creando una singular visión de un mundo ajeno que pone en evidencia al nuestro propio haciendo caricatura de él. Nos queda el portentoso final. Pero antes una precisión. Cuando a finales de los años sesenta se empezó a oír hablar de una nueva “conciencia”, el cine también comenzó a experimentar transformaciones radicales, tanto ideológicas como de estilo. Aunque los productores cinematográficos aún no se atrevían a criticar abiertamente la política oficial del Gobierno, sí que empezaron a expresar sus ideas disfrazándolas dentro de otras etapas históricas. Eso hizo Sergio Leone con sus spaguetti westerns, cuya acción transcurría en el pasado, y eso hicieron otros directores con el futuro, caso de Schaffner.
El planeta de los simios fue realizada en un momento en que Vietnam se encontraba en su punto culminante, y el Verano del Amor había dado paso a la amenaza de un invierno nuclear.[3] Era, en pocas palabras, el mundo del que Taylor trataba de escapar. Al encontrar un nuevo universo, llega a darse cuenta de que quizá el hombre no fuera una bestia tan mala después de todo. Luego descubre en una playa desierta los restos post-nucleares de uno de los símbolos más famosos de la esperanza: la Estatua de la Libertad. Cayendo de rodillas, golpea sus puños contra la arena gritando: «He vuelto. Estoy en mi casa otra vez. Durante todo este tiempo no me he dado cuenta de que estaba en ella. ¡Por fin lo conseguí! ¡Maniáticos! ¡La habéis destruido! ¡Yo os maldigo a todos! ¡Maldigo las guerras! ¡Os maldigo!»
En una imagen cuya fuerza dice más que todos los diálogos del mundo, Taylor comprende que no ha estado viajando por el espacio, sino por el tiempo. Este momento no es sólo una de las grandes escenas del cine de ciencia-ficción, sino que es, además, uno de los finales más devastadores de toda la Historia del Cine.
Pese a todo lo dicho, el mérito de esta obra reside principalmente en su condición de producto de entretenimiento. En vez de llevar caretas de simio, el brillante reparto se sometió a sesiones de maquillaje de varias horas antes del comienzo del rodaje diario. Y así, en vez de lucir rostros bidimensionales, los actores pudieron seguir utilizando todos sus registros gestuales y su personalidad propia e intransferible. Por ejemplo, a Roddy McDowall se le reconoce al instante; es como si le hubieran convertido en un mono con la personalidad facial característica de Roddy.
La grandísima admiración por la calidad plástica del filme no debe impedir una reverencia a Charlton Heston. No es éste un intérprete al que se le reconozaca su talento con mucha frecuencia, pero en esta película, como en tantas otras, su trabajo es ad mirable.
Alto, musculoso, de voz profunda, mirada intensa y rasgos esculpidos en granito, la imagen de Chuck estaba hecha a medida de los papeles que exceden los límites de la naturaleza, pero detrás de esta impresionante fachada se ocultaba un hombre lleno de preocupación y sensibilidad, un perfeccionista del arte de la interpretación cinematográfica que supo imbuir a sus personajes de grandeza y estatura míticas. Si como héroe colosal no le igualó nadie, como actor alcanzó un nivel excelente.
Para Heston, El planeta de los simios supuso una buena oportunidad de interpretar a un antihéroe, un cínico que se ve obligado a defender a una raza de la que intenta escapar. En una de las primeras escenas del filme, uno de sus compañeros le define así: «Tú no buscas. Tú eres negativo. A ti no te gusta la gente. ¡Tú estás huyendo!». Taylor sólo puede aducir: «Tiene que haber algo mejor que el hombre».
Pero ahí no acaban las bondades del reparto. Bajo las caracterizaciones de simio creadas por el maravilloso maquillaje de John Chambers —quien recibió un Oscar especial de la Academia por su trabajo— se esconden Maurice Evans en el papel de Zaius, Kim Hunter en el de Zira y Roddy McDowall en el de Cornelius. Están todos fantásticos. Hoy podemos afirmar que John Chambers cambió para siempre los cánones del maquillaje cinematográfico.
El planeta de los simios es un éxito en muchos niveles, con un inteligente guión de Rod Serling y una grandiosa banda sonora, muy poco propia de su autor, Jerry Goldsmith. El score, nominado al Oscar, introdujo el atonalismo moderno en la música de películas, continuando su influencia hasta el día de hoy.
Schaffner, por su parte, consiguió llevar a cabo con éxito lo que muchos directores intentan pero no consiguen: trasladarnos a otro planeta. Cierto que contó con unos exteriores maravillosamente extraños, pero también que hizo un soberbio uso de ellos. Especialmente memorable es la toma lejana que establece escalofriantemente la soledad de los astronautas accidentados, cuando aparecen los primeros —y alarmantes— indicios de vida (las pieles ensartadas en estacas como espantapájaros crucificados) y cuando al descubrimiento de una tribu de aterrorizados humanos le sigue una irrupción de simios a caballo.
El planeta de los simios constituye un feliz ejemplo de inventiva cinematográfica, sabiduría narrativa y originalidad temática. Es una película llena de sugerencias, con momentos inspiradísimos, plásticamente logrados, con una realización a veces fascinante y una atmósfera subyugante. Por lo demás, una obra perfecta y modélica, un clásico. Y, por lo tanto, un modelo imitado hasta la saciedad.