Alfred Hitchcock jamás llevó tan lejos su pasión por el riesgo y la experimentación como en Los pájaros. Con sus innovadores efectos especiales y su revolucionaria banda sonora, esta película fue un experimento radical que explotó hasta el límite de lo posible la tecnología disponible en el momento, y que permitió ahondar a su director en sus emociones y sus fantasías más profundas. ¿Fue perfeccionismo o afán punitivo lo que impulsó al orondo Alfred a someter a Tippi Hedren a un suplicio durante el rodaje del sangriento ataque final de las mortíferas aves?
Hay ideas cinematográficas que nacen de una bombilla que se enciende de repente en la imaginación del director y que en ese mismo impulso inspirador generan una película. Otras películas son consecuencia de una serie de coincidencias. Los pájaros pertenece a esta segunda categoría.
Abril de 1960. Un día, hojeando el “Santa Cruz Sentinel”, el cineasta leyó una noticia sobre un incidente ocurrido en La Jolla, una localidad de California del Sur, donde un millar de pájaros habían entrado en una casa a través del hueco de la chimenea, destruyendo todo a su paso e hiriendo a la dueña de la vivienda. La historia le recordó el relato de Du Maurier, cuyos derechos aún conservaba[1], aunque no pensaba que se pudiera convertir en una película con todas las de la ley. De hecho, por mucho que lo leyó y lo releyó, no se le ocurrió cómo llevarlo al cine. Le gustaba la atmósfera de la historia, pero la intriga era inconsistente y los personajes demasiado transparentes.
Hitch prefirió seguir trabajando en dos proyectos que estaban más avanzados: una adaptación de “Piège por un homme seul”, una obra de un autor francés, Robert Thomas, y un guión original sobre un piloto de aviación que tiene que lanzar una bomba atómica. Estas dos ideas, sin embargo, no le convencieron del todo: después del éxito mundial de Psicosis, pensaba que el público esperaba otra cosa.[2] Además, quería demostrar que merecía ese Oscar al Mejor Director que ya se le había escapado en cinco ocasiones. Necesitaba un tema realmente excepcional.
En un momento dado creyó encontrar la respuesta en una idea sugerida por el guionista Ernest Lehman: un pianista ciego de nacimiento recobra la vista gracias a un transplante. A su llegada a Disneylandia, el primer sitio que quiere ver, comprende que le ha sido implantado el ojo de un hombre asesinado y que ese ojo tiene guardado en la retina… ¡el rostro del asesino! Por desgracia, Lehman no logró perfilar un argumento coherente. Walt Disney se encargó de hundir definitivamente el proyecto cuando anunció a la prensa que no iba a permitir que sus hijos vieran Psicosis… y mucho menos que el director de esa cinta dirigiera una película en su parque de atracciones.
Entonces, a los pocos días de su cumpleaños, ocurrió un incidente que excitó la atención del “maestro”. El “Santa Cruz Sentinel” del 18 de agosto de 1961 anunció en grandes titulares una «Invasión de aves marinas en casas de la costa». Las gaviotas, que habían llegado de Nueva Zelanda y Sudamérica en bandadas que se contaban por «millones», se habían precipitado contra automóviles y edificios, reventado farolas, roto cristales y antenas de televisión, herido a transeúntes y penetrado en las casas de algunos vecinos que habían salido a investigar el ruido a las tres de la mañana… y que se habían retirado en cuanto vieron a los pájaros abalanzarse hacia los haces de luz que salían de sus linternas. El detalle que más llamó la atención al cineasta es que los atacantes no eran buitres y aves de presa, si no pájaros ordinarios. La angustia en lo cotidiano…
El “mago del suspense” reaccionó tan rápidamente al incidente, cubierto por los reporteros del vecino San Francisco, que su nombre apareció ya en la primera noticia del suceso ofrecida por el periódico de Santa Cruz, que terminaba así: «El Sentinel recibió una llamada de Alfred Hitchcock, el director de películas de misterio, que solicitaba que se le enviara un ejemplar. Hitchcock tiene una casa en las montañas de Santa Cruz».
Aunque aquellos dos incidentes ocurridos en California habían sido puramente accidentales (los pájaros se habían desorientado y se habían dirigido hacia el calor, en un caso, y hacia las luces de la costa en el otro), se conocían casos de ataques maliciosos. A principios del año siguiente, por ejemplo, otro diario de la ciudad contaba que un halcón de cola roja había atacado a unos niños en Victoria Park y posteriormente había sido derribado por la policía.
Sir Alfred volvió a sumirse en las páginas de Daphne du Maurier, aunque no se hizo ilusiones. Sin embargo, esta vez surgió la inspiración. ¿El relato carece de dimensión novelesca? ¿Su calidad es bastante deficiente? No importa: lo que realmente interesa es la anécdota, pues de elaborar una historia con mayor fuerza dramática ya se encargaría otro. Sólo tenía que contratar a un novelista que le escribiera la adaptación.
Pero encontrar a esa persona no fue tarea fácil. Joseph Stefano, el guionista de Psicosis, se negó —pese a estar bajo contrato con la Paramount— a realizar el trabajo, arguyendo que no se sentía entusiasmado ni con los pájaros ni con la historia; Samuel Taylor y Ernest Lehman estaban cumpliendo otros encargos; y de John Michael Hayes ni quería oír hablar. En septiembre de 1961, un mes después del incidente de Santa Cruz, Hitch se decantó por Evan Hunter[3], cuyo bagaje literario incluía una impresionante lista de breves narraciones de misterio firmadas con el seudónimo de Ed McBain.
Antes de ponerse a trabajar en el guión, Hunter preguntó: «¿Debo tener en cuenta los problemas técnicos que pueden suponer los pájaros?». «Usted no se preocupe por eso», respondió el “mago del suspense”. «Eso es cosa del departamento de decoración y del equipo de efectos especiales». Sir Alfred estableció una sola consigna: «Mi única intención es meter miedo a la gente». Y añadió una sugerencia: evitar las escabrosas fórmulas cultivadas por la ciencia ficción de los años cincuenta.
“Los pájaros” se desarrolla en ese Cornualles rocoso y azotado por el viento que también presta su marco a “La posada de Jamaica”. Aunque no hay mansión señorial de aire gótico, la sombría atmósfera y la furia meteorológica que caracterizan la historia recuerdan a las grandes novelas de las hermanas Bronte, que son los precedentes literarios de “Rebeca”. El protagonista, el arisco proletario Nat Hocken —que en la versión cinematográfica se convierte en un abogado de San Francisco desenvuelto y mundano, Mitchell Brenner—, es un veterano que cobra una pensión de invalidez y que mantiene mal que bien a su familia campesina haciendo «cercas, techos, reparaciones» a tiempo parcial. Es un hombre dolorosamente aislado por su propia consciencia de las cosas. Él es el único que sabe interpretar, al parecer, el lenguaje de signos que emiten esos pájaros que se amontonan: percibe, como los druidas antiguos, las alteraciones de la naturaleza.
El guión transfiere la particular relación de antagonismo que Brenner mantiene con los pájaros a una mujer que no existe en el relato de Du Maurier: Melanie Daniels, «una vividora rica y frívola» (en palabras del cineasta británico) cuyos coqueteos desembocan en una humillación traumática. El script también añade, curiosamente, la figura de una madre viuda, dependiente y manipuladora, un tema basado en esas experiencias personales que impregnaron obsesivamente todo el trabajo del bueno de Alfred. En el sucinto relato original no hay lugar para la intriga sexual ni para los amores familiares con ecos freudianos.
Es posible que Du Maurier se inspirara para su novela en los ataques aéreos alemanes que asolaron el sur de Inglaterra durante la II Guerra Mundial y que parecían anunciar el fin de la civilización occidental. Mientras cubre sus ventanas de tablones para proteger su granja del ataque de los pájaros, Hocken recuerda los «ataques aéreos» de Plymouth y los «tablones-apagón» que construyó allí para la casa de su madre. Hitchcock recogió esta analogía bélica: la fuerza que adquiere su heroína ante la adversidad, dijo, era «como la población de Londres durante los ataques aéreos de la guerra». La principal embestida de los pájaros estaba basada, según dijo, en sus recuerdos de los bombardeos sobre Londres, que habían puesto en peligro la vida de su madre: «La impotencia de la gente [que sale en Los pájaros] no es distinta de la que siente la gente en un bombardeo aéreo, cuando no tiene ningún sitio adonde ir. Caen las bombas y hay disparos por todas partes. No sabes dónde ir. (…) ¡Te han cogido! ¡Estás atrapado!».
Pero la naturaleza es más tiránica que el hombre. En el relato de Du Maurier, y en la película también, los pájaros invaden un dormitorio infantil con gran «batir de alas», y un varón valeroso debe acudir al rescate, soportando «pequeños picos trinchantes como tenedores» que ensangrientan sus manos. En la novela, la distante ciudad de Londres, que aparece identificada con la frivolidad y con la impotencia política, acaba asolada por las aves, idea que Hitchcock consideró utilizar y acabó rechazando: «barajó la idea» de terminar la película con un plano del puente Golden Gate de San Francisco «cubierto de pájaros», pero finalmente decidió acabar mostrando a la familia y a su invitada alejándose lentamente de la casa entre hordas de aves posadas en tejados y cables. Los rayos del amanecer parecen sugerir una próxima liberación, idea que brilla por su ausencia en el libro, que acaba con las aves astillando implacablemente las puertas.
Tanto el relato literario como la película nos dejan en la ignorancia sobre la razón que motiva los ataques de los pájaros. Du Maurier va insertando, con morosidad desesperante, diversos boletines de la BBC en los que se declara una «emergencia nacional» y se aventura la teoría de que una corriente del ártico ha podido obligar a las aves a emigrar hacia el Sur. Hocken, que es un hombre de campo, ha comprendido desde el principio que los pájaros han violado esa «ley natural» que les impide formar bandadas de especies mixtas. El guión traslada esta escalofriante información a un punto mucho más avanzado de la trama e introduce la figura de una madura ornitóloga, uno de tantos personajes inventados para dar cuerpo a la historia, que se muestra escéptica con la teoría. A Hocken no le cabe duda de que el comportamiento de los atacantes es malicioso: después de escuchar las retransmisiones de la radio londinense, concluye que los «millones de años de recuerdos» almacenados en los «pequeños cerebros» de las aves han generado este «impulso de destruir a la humanidad». El relato de Du Maurier, al revés que el de Hitch, termina apuntando a una catástrofe masiva.
Como siempre, el orondo Alfred y su equipo prestaron mucha atención a la zona geográfica, las localizaciones, los negocios reales y el sabor para darle a la película un sentimiento auténtico. Como el director explicó a Truffaut: «Sabes, hay muchos detalles en esta película; es totalmente esencial porque todos estos pequeños matices enriquecen el impacto total y fortalecen la película».
Encontrar el escenario de la historia no supuso mayor problema. El “mago del suspense” llevaba tiempo queriendo rodar en un pueblo llamado Bodega Bay, situado en la costa de Sonoma, una colección de dentados acantilados y playas rocosas situados al norte de San Francisco. El cineasta había descubierto este paraje dos décadas antes, durante el rodaje de La sombra de una duda en la vecina Santa Rosa.
Hitchcock explicó su decisión al “San Francisco Chronicle”[4]: «Muchos cineastas olvidan lo importante que es la geografía en una historia. Elegí Bodega Bay porque quería a un grupo aislado de gente que viviese cerca de una comunidad articulada. Este pueblo es un lugar donde el sofisticado de San Francisco se dirige para pasar su fin de semana. El lugar propicia la combinación que queríamos».
También añadió que el equipo de la película necesitaba tierras bajas, y no un montón de montañas o árboles que no les permitieran filmar fácilmente a los pájaros en vuelo en toda su grandiosidad: el cielo debía convertirse en un lienzo monumental. Bodega Bay cumplía estos criterios perfectamente.[5] Pero Hitch modificó un aspecto importante de la geografía local: combinó varias localizaciones que se extendían por la región con metraje de estudio en un solo centro, comprimido, de Bodega Bay que en realidad no existía.
La búsqueda de localizaciones se llevó a cabo en la primavera y el verano de 1962. Explorando la zona, Whitlock y Boyle encontraron edificios que podían utilizarse en la película. La casa de los Brenner era en realidad la choza de una «granja en ruinas», situada en la península de Bodega Head y propiedad de una anciana excéntrica. En torno a esta vivienda se construyó una nueva (que desapareció más tarde en un incendio), y también se levantó otro cobertizo cerca de la casa, se construyó un muelle de madera y sobre el terreno de la finca, recién despejado, se erigió un cenador.
La Potter Schoolhouse, una escuela del siglo XIX, no estaba en Bodega Bay, sino a ocho kilómetros de distancia, en el pueblo de Bodega, donde sigue existiendo en la actualidad. El equipo de Hitchcock rehabilitó el edificio, que estaba abandonado, condenado con tablones y abocado a la demolición, y levantó instalaciones para juegos infantiles en el patio de recreo. Sobre la vecina casa del profesor erigieron una fachada provisional.
Sir Alfred abordó Los pájaros con ese tipo de naturalismo documental que es la antesala necesaria del surrealismo, el estilo en el que se encuadra realmente su obra, ante cuyos precursores llegó a quitarse el sombrero expresamente. Como explicó a François Truffaut: «Mandé fotografiar a todos y cada uno de los habitantes de Bodega Bay para el departamento de vestuario. El restaurante es una copia exacta del que hay allí». El interior de la granja de Dan Fawcett es una «réplica exacta» de una granja cercana a Bodega Bay, y «hasta la vista de la montaña que se ve por la ventana del pasillo es completamente fiel a la realidad». La casa de la maestra es una combinación de la casa de una maestra de San Francisco y otra de Bodega Bay, porque la profesora «trabaja en Bodega Bay pero es de San Francisco».
Es posible que su interés intelectual por el mundo físico se incrementara en aquel periodo. En su relato sobre la filmación de Psicosis, Janet Leigh cuenta que el director mandó fotografiar numerosas oficinas y casas de Phoenix, incluido un armario ropero, una cómoda y unas maletas típicas de mujer trabajadora, para conferir el mayor realismo posible al personaje de Marion. Como dibujante, católico, gourmet y puntilloso hombre de costumbres que era, Hitchcock era un formalista que no se acercaba a la psicología de los personajes empujando a sus actores hacia una caída libre emocional, como propugnaba el “Método” en boga, sino situándoles en un contexto de convenciones sociales, definidas por sus estrictos confines visuales. «En mi plató sólo hay una regla», informó a Leigh. «Mi cámara es absoluta». A Truffaut le dijo: «Yo no leo novelas ni ficción. Mi cerebro es estrictamente visual».
La ansiosa energía de Hitch en supervisarlo todo afectó al proceso de escritura del guión. Mientras Evan Hunter aporreaba sin parar su máquina de escribir, el director no hacía más que poner pegas. Le preocupaba mucho el desarrollo de los personajes, y empezó a improvisar y a reescribir el libreto. Hacía mucho tiempo que no practicaba esta costumbre, pero descubrió que era un proceso muy estimulante, y que el resultado valía la pena. «Los espectadores», explicaba el cineasta, «van al cine, se sientan y dicen: “¡A ver!”. Luego, lo que quieren es anticiparse a los acontecimientos: “Adivino lo que va a ocurrir”. Mi deber es aceptar el reto: “¿Ah, sí?”. ¡Pues bien, vamos a ver! En Los pájaros, he maniobrado de tal suerte que los espectadores no puedan prever jamás cuál va a ser la siguiente escena».
Ahora el problema era encontrar a la actriz principal. Una mañana de octubre, unas semanas después, mientras veía la televisión con su mujer y asesora creativa, la menuda Alma Reville, el orondo Alfred se fijó en una rubia vivaz que se paseaba anunciando una bebida light. La atractiva y elegante joven cruzaba la pantalla y sonreía volviéndose amistosamente en respuesta al silbido de un muchacho. Irónicamente, el anuncio era de “Sego”, una bebida para adelgazar. Pero no era el producto lo que le interesaba, sino la rubia. Aquella misma mañana, dijo a sus agentes que averiguaran quién era, y aquella misma tarde se concertó una cita con ella… no de parte del cineasta británico, cuyo nombre no debía ser mencionado, sino de un ejecutivo de la MCA.
La modelo, llamada Tippi Hedren, pensó que se trataría de una oferta para hacer un anuncio de televisión. De porte aristocrático, bella, fría y sofisticada, Tippi era una elegante divorciada de Minnesota que acababa de trasladarse de Nueva York a Los Ángeles, en parte para proporcionar a su hija de cuatro años, Melanie Griffith, un ambiente más natural donde criarse.
La tarde siguiente —el viernes 13 de octubre de 1961— tuvo lugar la primera entrevista, en la que se le pidió que dejara su álbum de fotografías y cintas de apariciones comerciales. Durante aquel fin de semana, sin que ella supiera nada al respecto, Alfred y Alma revisaron el material. La decisión del director fue inmediata e irreversible: allí estaba la sustituta de su adorada Grace Kelly, la actriz que había cometido la indelicadeza de abandonarle para precipitarse en brazos de un príncipe europeo.
El lunes, creyendo todavía que lo que le esperaba era una oferta para hacer más publicidad, Hedren acudió de nuevo a la MCA, donde fue presentada a un elevado número de agentes y ejecutivos. Su curiosidad fue en aumento paralelamente al número de oficinas en las que era presentada. Finalmente, el martes, Herman Citron le preguntó si aceptaría ciertas condiciones para un contrato en exclusiva de siete años con el director Alfred Hitchcock. Era la primera vez que se mencionaba este nombre. Se sintió desconcertada, pero también halagada… y con las incertidumbres propias de la carrera de modelo, sin mencionar las responsabilidades inherentes a su situación de madre divorciada de una niña de cuatro años, lo más indicado para ella era algún tipo de ingresos garantizados.
Los términos del contrato eran ciertamente modestos según los estándares de Hollywood. Iba a recibir quinientos dólares semanales durante el primer año, con un ligero incremento anual a partir de entonces. Lo aceptó, sin embargo, en la creencia de que unos ingresos semanales fijos, garantizados por un período de siete años, eran una opción más juiciosa que el impredecible dinero que podía ganar como modelo, el cual podía verse drásticamente reducido en cualquier momento.
Aceptados los términos del contrato, Tippi Hedren fue llevada en presencia de Alfred Hitchcock. «Ahora pienso que todos estos preliminares fueron manejados muy concienzuda y discretamente», comentó la actriz con posterioridad. En aquel primer encuentro, el “mago del suspense” habló con ella de todo excepto de anuncios, de televisión, de películas y del mundo del espectáculo. «Supongo que no me daba cuenta de que estaba siendo probada o examinada por él debido a que nunca pensé que fuera a trabajar para él. Había oído que estaba colaborando con Evan Hunter en un guión, pero nunca se me ocurrió que yo pudiera llegar a tener algo que ver con él. Imaginé que buscaba a gente como yo [modelos sin experiencia interpretativa] para su programa de televisión».
Poco después quedó claro que los planes para la recién llegada no eran tan modestos. Antes siquiera de hacer su prueba, Tippi fue enviada a la oscarizada figurinista Edith Head, a quien Hitch pidió que creara una imagen privada característica para su nueva protegida, tal como hacían entonces los grandes magnates de la industria, que acostumbraban a dirigir la vida profesional y personal de sus actores de plantilla. «Esa parte me sorprendió mucho», contó Hedren a Donald Spoto. «Se gastó tanto dinero en mi guardarropa personal, en algo que era pura y simplemente un regalo, como en mi sueldo de un año».
El cineasta británico colaboró activamente en vestir a su actriz para Los pájaros: por ejemplo, las costosas joyas de oro que luce la protagonista en la película las eligió él personalmente. «A Alfred le gustaban las cosas sencillas y elegantes, como los pañuelos y los abrigos de armiño», contaba Edith Head, «y por eso en el vestuario de Tippi entraron también este tipo de cosas».
Dado que Alfred Hitchcock percibía en Hedren lo que Kyle B. Counts describió como «cierta reticencia, cierta frialdad casta», mandó diseñar un traje de color «verde claro» para que la intérprete lo llevara en la película. Head habló del «tratamiento psicológico» que el director daba «al vestuario» de sus películas, y de sus indicaciones para el guardarropa de Grace Kelly en Crimen perfecto comentó lo siguiente: «Cada color, cada estilo tenía su porqué». El “mago del suspense” contó a Hedda Hopper que en Con la muerte en los talones también diseñó escrupulosamente la imagen de Eva Marie Saint: «La acompañé a Bergdorf Goodman y me senté con ella mientras las maniquíes pasaban modelos… Supervisé la selección de su vestuario con todo detalle, igual que James Stewart hacía con Kim Novak en Vértigo».
Tippi Hedren firmó un contrato de siete años con la Universal y se sometió a tres de las pruebas más caras de la historia de Hollywood. Sir Alfred trajo a Martin Balsam para darle la réplica y se prepararon decorados completos y vestuario apropiado para que la modelo representara escenas clave de Rebeca y Encadenados… todo lo cual tuvo que ser destruido inmediatamente, ya que el director no poseía los derechos de reproducción. Y luego, para su prueba en color, la dirigió en la escena del picnic de Atrapa a un ladrón. «Estuvo maravillosa todo el tiempo», recordaría Balsam. «Era evidente que estaba muy nerviosa e insegura de sí misma, pero se había estudiado cada frase y cada movimiento, e intentó con mucho esfuerzo hacerlo todo lo mejor posible, todo lo que Hitch le había pedido que hiciera». Las lujosas pruebas en color salieron por una suma sin precedentes por aquel entonces, veinticinco mil dólares.
Tippi supo que el papel era suyo tres meses después, cuando los Hitchcock la invitaron a cenar con ellos y con Lew Wasserman, el presidente de Universal Pictures, en Chasen’s, un restaurante de Los Ángeles. En el sitio que le correspondía en la mesa, Hedren encontró un regalo, una caja de Gump’s —una elegante tienda de San Francisco situada a dos manzanas de distancia de donde empieza la acción del filme que contenía un broche de oro con engarces de aljófar en forma de tres pájaros con las alas abiertas—. Después de este ritual, el orondo Alfred invitó oficialmente a Tippi a protagonizar la película… provocando así las lágrimas de la propia actriz, de su mujer y hasta del propio Wasserman.
En febrero de 1962, el “mago del suspense” se trasladó a su nueva casa, la Universal. Los preparativos técnicos de Los pájaros ya estaban en marcha, pero el reparto aún no estaba del todo configurado. ¿Qué actores importantes se someterían a los duros meses de rodaje que les esperaban por delante, el increíble trabajo de tratar con centenares de pájaros… y los posibles peligros que algunos de los miembros del equipo sospechaban pero nadie se atrevía a prever?
«Evan», dijo el cineasta una mañana a principios de febrero, «no va a haber ninguna estrella en esta película. Yo soy la estrella, los pájaros son la estrella… y tú eres la estrella». Y así iba a ser. El elenco, a excepción de Jessica Tandy, se nutrió de nombres poco conocidos. Para el papel de la maestra, en vez de Anne Bancroft (la idea de Hunter), fue contratada la debutante Suzanne Pleshette, procedente de la cantera de la televisión. Y para el protagonista masculino se confió en Rod Taylor, que se enfrentaba al primer reto de su carrera.
Antes de partir para la filmación en exteriores, el orondo Alfred empezó a dar muestras de su obsesión por Tippi. Según Donald Spoto, «llamó a dos miembros de su equipo y les encargó que mantuvieran cuidadosamente vigiladas las actividades de la señorita Hedren cuando abandonara el plató… dónde iba, a quién visitaba, cómo pasaba su tiempo libre. A ellos les pareció que ese tipo de protección parecía necesaria únicamente cuando ella estuviera trabajando, rodeada por los pájaros, pero parecía haber implicados otros motivos. Los detectives aficionados mantuvieron su vigilancia tan sólo unos cuantos días, tras los cuales decidieron que seguir a una mujer en sus compras o al teléfono o a un puesto de refrescos, con algunos de los técnicos y unos cuantos niños del lugar, no parecía lo suficientemente interesante o importante como para desviar su tiempo de sus otras responsabilidades».
«Utilicé veintiocho mil pájaros», contó Alfred Hitchcock, «de los cuales 3.500 estaban adiestrados profesionalmente. “¿Cómo consiguió que actuaran tan bien?”, me preguntó un periodista. “Es que estaban muy bien pagados”». Bromas aparte, rodar Los pájaros con la tecnología de 1962 era casi un reto.
Desde un principio, el director supo que los problemas iban a ser numerosos. La primera persona a quien el “mago del suspense” había llamado después del incidente de Santa Cruz era Robert Boyle (director artístico de Sabotaje, La sombra de una duda y Con la muerte en los talones), a quien pidió que estudiara los posibles problemas que podía provocar la combinación de actores reales con erráticas imágenes de aves en movimiento.
En un principio, Hitch pensó que utilizando animales mecánicos evitaría las molestas sombras que a veces se producen cuando se utilizan transparencias y las máscaras están ligeramente desplazadas. En la Universal sometieron a un vuelo de prueba a una remesa de costosos pájaros de motor, pero el examen no dio buenos resultados y los artilugios fueron desechados. El experto en efectos especiales, Bud Hoffman, y el operador Robert Burks, que ya había colaborado con el “mago del suspense” en diez rodajes anteriores, mezclaron fotos de pájaros auténticos con efectos ópticos en una película de prueba que convenció al orondo cineasta que esta técnica mixta era la que necesitaba.
Boyle le había propuesto utilizar una técnica de vapor de sodio más antigua, perfeccionada por el célebre pionero de la animación Ub Iwerks en la casa Disney. Sir Alfred invitó a Iwerks, que acababa de supervisar la maravillosa transformación de Hayley Mills en las gemelas de Tú a Londres y yo a California, para que supervisara los efectos visuales de Los pájaros, con rango de asesor especial de fotografía. Su primer cometido fue supervisar la escena, inspirada en el incidente de La Jolla, en la que el cuarto de estar de los Brenner es invadido por unos gorriones (en realidad golondrinas, pinzones y tomaguines) que surgen de la chimenea. En el plató, la habitación quedó forrada de plástico de polietileno, que permitía el paso de la luz pero dejaba atrapadas a las histéricas avecillas, a las que unas mangueras de aire se encargaba de propulsar de un lado a otro. Estos planos se combinaron luego, mediante superimposiciones cuádruples, con imágenes de pájaros que Iwerks había filmado volando en una cabina de cristal. Los pobres animales se vengaron finalmente propagando una epidemia de piojos entre todos los miembros del equipo.
Lawrence Hampton (acreditado como jefe de efectos especiales) fabricó unos cuantos pájaros de papel maché, que aparecen en la película, por ejemplo, en el coche de Melanie y en una fiesta infantil. En el episodio de la chimenea, las aves que giran en torno a la madre de Mitch, Lydia, también son mecánicas y permanecen pegadas a la actriz mediante cables a los que están adheridas. Un fotograma de esta escena, donde Lydia palmotea frenéticamente a los pájaros enredados en su pelo, causó tan buena impresión que fue utilizado como cartel de la película, protagonizado así por una mujer histérica que todo el mundo identifica erróneamente como Melanie Daniels. El grito congelado hace parecer tan joven a Jessica Tandy que la madre gélida y su rival femenina parecen haberse fusionado físicamente, en la línea de la última secuencia de Psicosis, donde madre e hijo también aparecen como uno solo.
La escena de la barca también tiene truco. Melanie embarca en un bote en la bahía y Mitch sale en su persecución en un automóvil. En el momento en que la joven inclina la cabeza y hace un mohín coqueto, una gaviota entra en el cuadro y la golpea en la cabeza. Melanie emite un grito ahogado y se lleva la mano a la frente. Se examina la palma con una expresión de horror y vemos un primer plano de su enguantada mano, que ahora tiene una mancha carmesí en el dedo índice. Aunque la secuencia se rodó en parte en las aguas de Bodega Bay, los primeros planos de Melanie se rodaron en estudio. Las heridas se diseñaron de forma muy ingeniosa. Hedren lo contó así en una entrevista:
«En las vigas instalaron un cable en rampa y, encima, una gaviota de juguete. Colocaron un tubo entre una especie de bomba de bicicleta y mi vestido. La peluquera me peinó y me fijó el cabello con abundante laca, salvo un trozo de delante, que es donde iba el extremo del tubo. Esto lo sincronizaron con imágenes de una gaviota, de forma que cuando soltaban la gaviota de mentira para que descendiera sobre mí, apretaban el tubo, que me agitaba el pelo y parecía que la gaviota me había golpeado de verdad. Al mismo tiempo provocaban un goteo de sangre para dar la impresión de que me había provocado una herida. Me pareció muy ingenioso».
¿Por qué es castigada Melanie? ¿El ataque del pájaro es fortuito o un acto de justicia? Hitchcock dijo que Melanie representa «la autocomplacencia», «la autocomplacencia y el engreimiento». A Peter Bogdanovich le dijo que «esta chica, que es un ave nocturna, una juerguista ociosa, se da de bruces con la realidad por primera vez».
Una de las escenas más truculentas de la cinta es la aparición del cadáver de Dan Fawcett. Lydia, la madre de Mitch, lo descubre en la granja de su infortunado vecino. Primero ve dos pies desnudos y ensangrentados y las piernas rasgadas de un pijama. Conforme va avanzando, una serie de planos cada vez más cortos nos descubren el cuerpo del campesino apoyado en la esquina de una habitación: la cámara nos empuja literalmente hacia su rostro, desfigurado por la casquería carmesí que surge de las cuencas de sus ojos. El director contó que «la idea de los ojos descuartizados del muerto» la tomó de una historia real que le había contado un granjero de Bodega sobre unos cuervos que mataron a sus corderos.
La mayoría de los pájaros que aparecen en el filme son auténticos. Sir Alfred insistió en que fueran aves domésticas, no buitres ni aves rapaces. Estas imágenes fueron obtenidas de forma harto ingeniosa. A lo largo de cinco días, un equipo de operadores filmó alrededor de seis mil metros de película en el vertedero de San Francisco, donde formaron una pila de desperdicios para atraer a las gaviotas y hacer que se posaran y buscaran alimento.[6]
Para plasmar el incendio de Bodega Bay desde la espectacular “vista de pájaro” de las gaviotas, un cámara subió a un acantilado de treinta metros de altura, en la isla de Santa Cruz (Santa Barbara), mientras otros miembros del equipo arrojaban peces a las gaviotas del cielo. En un artículo de 1968, el director explicó que en esta toma se utilizó la técnica del rotoscopio, que permitía invertir y multiplicar la imagen de una única gaviota.[7] Una vez filmado el plano, dos mujeres se encargaron de pintar las aves fotograma a fotograma: tres meses de trabajo para quince segundos de metraje.
El ataque de los cuervos a la escuela contenía sesenta cortes y llevó casi seis semanas de trabajo. Iwerks encargó a L. B. Abbott, experto de la Twentieth Century Fox, la organización de este material. Filmaron unos cuantos pájaros en un túnel de viento, los multiplicaron por medios ópticos y los sobreimpresionaron con los planos de los niños corriendo por una carretera de la zona de Bodega Bay y también sobre una rueda de andar del estudio con aves artificiales girando sobre sus cabezas. En la coordinación de las imágenes era fundamental la sincronización, y la utilización del zoom ayudaba a darles perspectiva. A algunos pájaros amaestrados se les enseñó a posarse sobre los cuellos de los niños, pero en la cinta lo que les muerde es una marioneta.
A lo largo de más de veinte semanas, de las cuales ocho transcurrieron en el norte de California y el resto en los estudios de la Universal, todos los miembros del equipo trabajaron incansablemente entre arañazos y picotazos. Si el rodaje fue una dura prueba para todos los actores, Tippi Hedren se llevó la palma.
Para el clímax del ático, en el que Melanie acaba cayendo en estado de shock bajo una horda de aves asesinas, se utilizaron gaviotas y cuervos… para sorpresa de Tippi, que hasta que llegó al plató ese mismo día no se enteró de que habían desechado las aves mecánicas por resultar poco realistas. Esta escalofriante escena, que en pantalla ocupa dos minutos y diez segundos, requirió siete sesiones de rodaje. Hedren dijo que había sido «la peor semana» de su vida.
Todo el plató era una gran jaula. Allí se introdujeron varios atrecistas protegidos con guantes de cuero largos y enguatados, sujetando grandes cartones. Nada más verlos, la actriz, intuyendo lo que le esperaba, empezó a temblar. Entonces, mientras Tippi agitaba los brazos para alejarlos, fueron arrojados contra ella decenas de pájaros vivos desde una distancia de entre dos metros y medio y tres metros.
«Día tras día», según Jessica Tandy, «durante toda una semana, la pobre mujer siguió soportando ese suplicio. Estaba sola en aquella enjaulada habitación, actuando, con los pájaros abalanzándose contra ella… ni siquiera podía ir a la cafetería a comer algo. Vivió aquello hora tras hora, y sencillamente no sé cómo lo soportó». La filmación se detenía de vez en cuando para que el maquillador Howard Smit pudiera aplicar tiras de látex y sangre falsa a modo de cortes y arañazos en la cara y brazos de la protagonista. Tippi tenía el pelo revuelto y su traje verde se iba haciendo jirones. La gaviota a la que el personaje golpea con una linterna es un muñeco, y la auténtica que le muerde la mano llevaba una funda de goma cubriéndole el pico.
Pero el pánico de Melanie también era pánico de Tippi, que recordó así los agotadores preparativos para los últimos segundos de la película: «Me tumbaron en el suelo con los pájaros adheridos a mi persona a través de los agujeros de los picotazos. Y uno de los pájaros me clavó una garra en el ojo. Fue la gota que colmó el vaso: me senté y me puse a llorar. Fue un auténtico suplicio físico». La lesión consistió en un corte en el párpado inferior izquierdo.
¿Esta displicencia por parte de Hitchcock puede interpretarse como sadismo? De lo que no cabe duda es de que puso en peligro la salud y la seguridad de la atribulada Hedren, que acabó en estado de desquiciamiento emocional. Su médico le prohibió que volviera a trabajar y el rodaje tuvo que ser suspendido durante una semana, la primera urgencia médica que complicaba una película del cineasta británico en veinte años.
Este incidente trajo aparejado un cambio en el trabajo del orondo Alfred con su estrella. Empezó a dedicar un cuidado especial a los ensayos y la preparación de cada toma… dirigiéndola «hasta el mínimo movimiento de sus ojos y cada giro de su cabeza». Y también empezó a llevarla a un lado para sostener con ella largas conversaciones sobre el filme, que la hicieron sentir cada vez más incómoda. Dentro y fuera del plató, no dejaba de mirarla, como recordarían vívidamente ella y muchos otros. Svengali Hitch cabalgaba de nuevo.
Con el paso de los días, las cosas adquirieron un matiz diferente. «Empezó a decirme lo que debía llevar en mi tiempo libre», comentó Tippi, «lo que tenía que comer y los amigos a los que debía frecuentar. Sugirió que tal y tal persona no eran lo bastante buenas para hacerme compañía, o que alguien con quien había quedado citada socialmente no era la persona adecuada. Y empezó a ponerse furioso y dolido si yo no le pedía permiso para visitar a algún amigo por la noche o un fin de semana».
La actriz se vio obligada a soportar todo esto durante las semanas de rodaje que faltaban. A sus amigos les confió que el “mago del suspense” estaba haciendo que las cosas quedaran muy claras: creía que la había sacado de la oscuridad y estaba haciendo de ella una estrella importante de Hollywood, y por lo tanto debía estarle eternamente agradecida. La había elegido, estaba enseñándola y cambiándola, y no debía haber discusiones al respecto. Había miles de mujeres ahí fuera que se sentirían felices reemplazándola. Y a medida que pasaban las semanas, ella empezó a desear que alguna lo hiciera.[8]
«¡Torturemos a las mujeres!», bromeó el orondo Alfred en una ocasión, citando a Sardou. Tippi, por supuesto, rechazó las teorías que acusaban al director de malicia misógina. De la escena del ático decía lo siguiente: «Él se sentía fatal. De hecho, no se atrevía a salir de su despacho hasta que las cámaras empezaban a filmar». En cuanto a su aquiescencia como actriz, Hedren comentaba: «Era mi primera película y no sabía nada. Sabía que con la escena de la ducha de Janet Leigh habían tardado una semana. Así que pensé que las cosas se hacían así».
Tippi tenía mucha razón: Hitch se mostró incómodo durante el rodaje de Los pájaros, cosa extraña en él. Jon Finch, su protagonista en Frenesí, lo explicó así: «Me dijo que los pájaros le daban pavor. En esta película tuvo muy poco contacto con aves reales. Se mantuvo a distancia en todo momento».
Iwerks pidió a Linwood Dunn, profesional de Film Effects of Hollywood, que le ayudara a montar los planos del ático. Bob Hoag, de la Metro, asesoró al equipo acerca de los espeluznantes efectos de la escena de la cabina telefónica del restaurante. Aun así, los efectos más complicados fueron los del prolongado plano final, en el que el coche se aleja de la granja bajo la mirada de miles de pájaros. Hitchcock afirmó que había sido «el plano más complicado de mi vida». Se trata de un compuesto de treinta y dos imágenes superpuestas con una viñeta del cobertizo, el paisaje y el cielo del amanecer, dibujada por el diseñador Albert Whitlock. El cobertizo y el coche en movimiento son fragmentos independientes, igual que las aves que aparecen en primer término, que está compuesto de tres partes con fotos multiplicadas de las mismas gaviotas. Aunque un tercio de las gaviotas son falsas, hay pollos reales y quinientos patos del lugar pintados de gris. Los pájaros murmurantes que se agitan pero no vuelan cuando Mitch abandona el porche sigilosamente estaban sedados, y las gaviotas estaban pegadas a los tejados con tiras elásticas.
El adiestrador Ray Berwick, que acababa de trabajar en El hombre de Alcatraz, estuvo a cargo de la fauna hitchcockiana. Lo más difícil fue hacerse con las aves salvajes. No lo consiguieron ni con un llamamiento a todos los tramperos profesionales del país, pese a una recompensa de diez dólares por cabeza. Berwick relató una noche dedicada a acechar a una bandada de veinte mil cuervos de Arizona, hacia los que él y su ayudante, vestidos y pintados de negro, se acercaron sigilosamente a cuatro patas a través de un prado, para arrojar unas redes sobre ellos. Berwick invirtió ocho meses en preparar y adiestrar a sus pájaros, que vivían en cuarenta corrales del estudio y consumían cerca de cincuenta kilos diarios de alpiste y noventa de gambas, anchoas y carne.
En el último ataque a la casa de los Brenner, vemos un primer plano de una mano que no es la de Rod Taylor, sino la de Berwick recibiendo un picotazo de una gaviota que produce sangre de verdad. El pájaro del porche que muerde la mano de Taylor —que había sido embadurnada de carne— es en realidad el cuervo favorito del adiestrador, Nosey. Berwick, que admiraba a los cuervos pero despreciaba a las gaviotas, justificaba su aversión de la siguiente manera: «Las gaviotas se lanzaban a los ojos deliberadamente». No le faltaba razón.
En un solo día de rodaje, una docena de técnicos tuvieron que ser atendidos en el hospital por heridas superficiales causadas por los picos y las garras de los animales, y finalmente se ordenó que todo el mundo se pusiera la inyección del tétano. Un inspector de la American Humane Association —la asociación de defensa de los animales que se ocupa de estos menesteres— estuvo presente durante todo el rodaje para comprobar que los pájaros fueran tratados convenientemente, supervisando su generosa alimentación y exigiendo que su jornada de trabajo fuera corta a fin de no agotarlos.[9] Como dato anecdótico, reseñar que la nómina de pájaros vivos incluía 2.000 pinzones, 300 gorriones, 50 patos, 125 cuervos, gaviotas y otras variedades de aves.
«La Sociedad Protectora de Animales estaba allí todo el tiempo, pero yo me preguntaba dónde estaba la sociedad que me protegía a mí», se lamentó Hedren. Terminada la filmación, la mayoría de los animales fueron puestos de nuevo en libertad, y a los de Arizona se los devolvió a su hábitat natural. Sin embargo, cincuenta cuervos se negaron a abandonar el estudio y se posaron al lado del bungalow de Hitchcock. Mancharon el coche del director hasta que alguien taló el árbol sobre el que se habían posado.
Si Berwick fue el artista de la naturaleza, el selecto equipo de diseñadores fueron los árbitros de la cultura. «La ambientación global que ideé para la película», recordó el director artístico, Robert Boyle, «estaba inspirada en el cuadro de Edward Munch “El grito”, que expresa un sentimiento interior de desaliento intenso y de locura en un lugar salvaje y solitario. Justo lo que quería Hitch. Él buscaba un estilo subjetivo, que permitiera al público participar de las emociones y de los sentimientos de los personajes, y también de sus miedos y sus peligros físicos».
Albert Whitlock pintó las doce complicadas mattes (pinturas sobre fondo azul para facilitar la sobreimpresión de escenas en movimiento) de Los pájaros a lo largo de un año. Él y Boyle recorrieron las localizaciones de Bodega para hacer bocetos. En las mattes incluyeron la bahía auténtica, pero con edificios añadidos, para crear un casco urbano donde no lo había, y encapotaron el despejado cielo marino, «para dar atmósfera», según explicó Whitlock. Las máscaras más espectaculares se crearon para la vista aérea de Bodega Bay, que Whitlock llenó de barcos de pesca, muelles, almacenes y casas cubiertas de tejas. En el espacio en blanco en medio de la imagen sobreimpresionaron fotogramas reales de un incendio provocado con gasolina y «escenificado», según expresión de Hitchcock, en un aparcamiento de la Universal, donde una cámara instalada en lo alto de una colina que daba al estudio tomó el «reguero de gasolina en llamas». El resultado es uno de los planos más sorprendentes e inolvidables de la historia del cine.
Sir Alfred dijo que estos efectos especiales de última tecnología hicieron de Los pájaros «el trabajo más prodigioso de la historia», aunque lo cierto es que la avanzada tecnología infográfica utilizada en la actualidad reduce las numerosas transparencias que adornan la película al encanto de lo rudimentario. El cineasta británico quería un final abierto en el sentido más literal, es decir, carente de las palabras “THE END” dibujadas en pantalla, como si el director quisiera dejar en ascuas a los espectadores. Pero la Universal decidió que la ausencia de rúbrica final había confundido a los espectadores de los pases previos y ordenó añadir las palabras tradicionales. A nadie puede sorprenderle que el público se pregunte qué pasa a continuación, puesto que el guión original contenía diez páginas más que nunca llegaron a plasmarse en la pantalla. El guionista, un dolido Evan Hunter, definió despreciativamente el final de Los pájaros: «ese mosaico de casi 3.407 trozos de película».
Hedren explicó cómo describió el director este desenlace a los actores reunidos en el Santa Rosa Motel, establecimiento situado a una hora de distancia de Bodega Bay donde se alojó todo el equipo y donde los peluqueros y maquilladores preparaban a la actriz: «Me acuerdo muy bien de la tarde en que nos reunió a todos y habló de otro final. ¡Y resultó que nunca se acababa! Y todo el mundo decía: “¡Dios mío, esto no se termina nunca!”. Nos contó lo que veíamos durante nuestro viaje».
Hunter, que siempre recordó esta película con resentimiento, contó que en su huida final los protagonistas veían el pueblo «sumido en el caos», sembrado de víctimas tendidas «en las puertas abiertas de las tiendas»; «un autobús escolar volcado»; un policía muerto tendido sobre una barrera en la carretera; y el cadáver de un hombre cubierto de pájaros en la playa. El coche, atacado por las aves, se interna a toda velocidad en las sinuosas carreteras que trajeron a Melanie. Como el automóvil avanza «a ritmo de cuervo», los pájaros les dan alcance y agujerean la capota, mientras el espectador ve a las mujeres desde arriba, «abrazadas y llorando». Cuando la carretera deja atrás las curvas, el deportivo puede acelerar y dejar atrás a las mortíferas aves. El final de esta versión es optimista, pues los pasajeros divisan al fondo el cielo despejado del amanecer.[10]
El estreno del filme, previsto inicialmente para el día de Acción de Gracias (noviembre) de 1962, tuvo que ser aplazado hasta marzo de 1963, debido a la complejidad de los 412 planos de efectos ópticos, algunos compuestos de siete capas de imagen. Aunque Hitchcock acostumbraba a montar sus películas mentalmente por adelantado, como demuestran los numerosos storyboards disponibles, en el caso de Los pájaros sobró gran cantidad de material. El director de fotografía, Robert Burks, y el montador, George Tomasini, tuvieron que ordenar casi mil quinientos planos, una cifra que, según Donald Spoto, «es casi el doble de lo normal, y casi tres veces más de los que el director producía de ordinario».
Durante los meses que duró la posproducción, Burks encomendó a diversos laboratorios la tarea de positivar una y otra vez el material, hasta que el resultado se ajustó a su exigente criterio de calidad. Sir Alfred también retocó meticulosamente la luz solar de California para adecuarla a su idea estética. «Quería que resultara sombría», explicó el “mago del suspense”. «Hubo que atenuar el color de muchas escenas en el laboratorio para obtener el efecto más adecuado».
Antes del estreno nacional, fijado para el 29 de marzo, Hitchcock, Hedren y algunos ejecutivos del estudio emprendieron una gira de promoción. Los críticos que piensan que Los pájaros no tiene ningún significado implícito deberían escuchar al propio director, que veía en la película una parábola sobre la naturaleza. En sus conversaciones con François Truffaut, el orondo Alfred aventuró que los incidentes protagonizados por pájaros en la vida real fueron causados por «una especie de rabia». En una entrevista filmada habló así: «En Los pájaros el tema, algo vago, es que todo el mundo confía siempre en la naturaleza. Todo el mundo confiaba en los pájaros hasta que los pájaros se volvieron contra ellos. El hombre los mataba, se los comía, los encerraba en jaulas. Los hombres les habían hecho de todo, y había llegado el momento de hacérselo pagar».
Hitch insertó estas ironías en la campaña publicitaria de la película, ideada por él mismo. En un anuncio radiofónico advirtió así: «Si alguna vez se ha comido una brocheta de pavo, si ha metido un canario en una jaula o ha cazado patos, Los pájaros le dará algo que pensar». También escribió un eslogan cómicamente amenazador: «¡Llegan Los pájaros!». En la publicidad insertada en la prensa escrita, el cineasta apostó por la intención sexual: «Bajo el horror y el suspense de Los pájaros subyace una amenaza aterradora. Cuando la descubran, su placer se multiplicará por dos».
Para el estreno de la película en Londres, el orondo Alfred planeó una aún más elaborada campaña de publicidad. Dos cuervos presentados como Alfie y Tippi fueron colocados en el vestíbulo del Leicester Square Odeon, y a su lado se escuchaba el eslogan («¡Llegan Los pájaros!») grabado. Al mismo tiempo, comunicó a un periodista londinense su satisfacción por la interpretación de la estrella: «Sus reacciones en el filme eran sutiles y eso es lo que más me complació de ella. Ya sabe, no había actuado antes… No tenía ningún vicio del que desprenderse… Controlé cada movimiento de su rostro. Fue una actuación puramente cinematográfica hasta en los matices más insignificantes. No le permití hacer nada más allá de lo que yo le ordenaba. Estuvo enteramente bajo mi control».[11]
En los anecdotarios hitchcockianos se ha colado una extraña historia según la cual el director aterrorizó a Melanie Griffith, regalándole un ataúd en miniatura que contenía una muñeca en forma de su madre. Hedren contó años más tarde que el incidente ocurrió en un restaurante, en el transcurso de una comida, y que su hija «se llevó un susto de muerte». Sin embargo, la muñeca no estaba dentro de un ataúd, sino en una caja de pino «muy bonita». La reacción de Melanie se debió simplemente a que «parecía de verdad».
La muñeca era una «réplica exacta» de la madre de la niña, con los ojos abiertos y el traje verde de Los pájaros. En la sala de maquillaje del estudio habían estado tomando moldes de cera de su cara sin que la actriz supiera por qué. Tippi aseguró que el exquisito presente no era una de las bromas pesadas del cineasta, sino un gesto sincero que no produjo los resultados esperados: «No fue una experiencia muy afortunada», cuenta la actriz, y Alfred «se disgustó mucho».
Melanie Griffith, sin embargo, tenía una versión muy distinta de los hechos: «A Hitch no le gustaban los niños», confesó años después. «No quería que yo me acercara por el plató. Yo pensaba que me había robado a mi madre. Estaba obsesionado con ella y acabó con su carrera porque ella no estaba dispuesta a dejarse manejar. Cuando cumplí seis años me envió una caja en forma de ataúd, con una muñequita que representaba a mi madre tal como aparecía en Los pájaros. Estaba enfermo».
Lo cierto es que el “mago del suspense” nunca ocultó sus dificultades para entenderse con los niños: «No me gusta trabajar con niños, pero en Los pájaros no tuve más remedio. Convoqué a un cierto número de críos y entre ellos había uno a quien descarté inmediatamente: era simplemente odioso. Imagine mi sorpresa cuando a la mañana siguiente me lo encuentro en el plató: había conseguido colarse. A partir de aquel momento, le vi aparecer todas las mañanas; se acercaba a mí, me daba una cordial palmadita en las costillas y soltaba: “¡Buenos días, Alfred!”. Un especimen aterrador, y tengo la impresión que aquélla que decía ser su madre, en realidad era su mujer».
Los pájaros es una anomalía en la filmografía hitchcockiana, por muchas razones. Para empezar, de todas sus películas es la que más se aproxima al concepto tradicional de cine de terror. También es, quizá, el más enigmático de todos sus trabajos, pues la trama suscita más de un interrogante. ¿Qué pasaría si un día, los pájaros, sin distinción de razas ni tamaños, se unieran contra el hombre? ¿Sería el fin del mundo, como anuncia el borracho del bar?
La película es un ejercicio lento, parsimonioso y técnicamente hábil sobre el miedo cerval, donde una pequeña comunidad y una heroína engreída se convierten en víctimas de una misteriosa acumulación de ataques de aves. Generalmente, las cintas de miedo sobre ataques de bichos están pobladas de animales que son peligrosos de por sí (tiburones, serpientes…), o que se han agigantado y pervertido por culpa de la radiación, de la contaminación, de la ingeniería genética, de la brujería o de alguna mutación (hormigas mutantes asesinas gigantes, conejitos mutantes asesinos gigantes, tomates mutantes asesinos gigantes, etcétera). Normalmente no faltan las explicaciones pseudocientíficas. El concepto que idearon Hitchcock y el guionista Evan Hunter era deliciosamente diferente: una comedia screwball y una historia de amor montadas sobre un inexplicable relato de terror.
Mitch Brenner, un elegante abogado, y Melanie Daniels, una engreída hija de papá, se conocen en una tienda de animales de San Francisco —tras el habitual cameo de Hitch, saliendo rápidamente de la tienda llevando a dos perros con sendas correas— donde Mitch pide dos tórtolos para regalárselos a su hermana en su cumpleaños. («¿Cómo sabe mi nombre?», dice ella. «Me lo ha dicho un pajarito». Impulsivamente, ella le sigue a su refugio de los fines de semana, la casa de su familia en Bodega Bay, con el fin de entregarse a un pícaro coqueteo (el director ofrece una muestra de su afición a las incongruencias visuales mostrando a Melanie subiendo a un esquife con una jaula en los brazos y envuelta en un abrigo de visón).
Durante casi una hora, el espectador acompaña a Mitch y a Melanie en su desenfadado flirteo, y ve cómo ella se va implicando en la extrañísima situación del hombre, en la que participan una hermana mucho más joven, una madre posesiva y la maestra del pueblo, que sigue bebiendo los vientos por él. El espectador está atento a los detalles raros porque sabe que el título de la cinta es Los pájaros (como la larga conversación que mantiene Lydia sobre el alpiste), detalles que se van haciendo cada vez más preocupantes, hasta el primer ataque masivo en la fiesta de cumpleaños de la pequeña Cathy. Entonces la comedia inicial adquiere los tintes de una agónica tragedia, subrayada por los sonidos de las aves a modo de curiosa partitura.
La historia se convierte en una asfixiante pesadilla, cuyo discurrir sitúa al espectador al borde del colapso. El aire de normalidad hace que el horror resulte más real y efectivo. Llegados a este punto, lo de menos es la veracidad de la trama, y eso lo sabía muy bien el director de Psicosis. Lo difícil es conducir al auditorio a ese estado, un don que sólo está al alcance de unos cuantos privilegiados. Sir Alfred era uno de ellos.
La secuencia más famosa sigue siendo una de las más siniestras de la historia del cine. Melanie está sentada a la puerta del colegio, fumando, mientras dentro, los niños cantan una repetitiva tonada infantil. Detrás de ella un cuervo se posa, en lento y silencioso vuelo, sobre las barras de juego. Ella fuma, distraída. Ya hay cuatro pájaros… Un quinto… Un sexto y un séptimo. Ella fuma un rato, descubre un pájaro sobre su cabeza, se da la vuelta… y descubre a cientos de aves posadas sobre la estructura metálica, sobre los tejados, por todo el patio. Esperando en silencio. Cuando Melanie y Annie obligan a los niños a alejarse silenciosamente, lo que atrae nuestra mirada son los pájaros inmóviles. Oímos lo que ellos oyen, el sonido inesperado de los pies de los niños, corriendo. De repente, un chillido. Un pájaro levanta el vuelo. Los demás lo siguen y comienza el ataque feroz. El aire se llena de graznidos y gritos.
Otro momento cumbre es la escena de trece minutos del restaurante The Tides, que parece una obra de teatro de un acto, con un grupo de personajes que incluye a una ornitóloga, un borracho que cita a la Biblia, un pescador y una madre nerviosa, personajes destinados a formular teorías de forma explícita y servir de testigos a la escena más espectacular, un ataque en el que un hombre es inmolado, se desata el pánico, unas gaviotas descienden sobre el pueblo desde lo alto (un plano de diez segundos sobre el que unos dibujantes pasaron diez meses pintando pájaros), y Melanie queda atrapada —como un pájaro enjaulado— en una cabina telefónica.
Tippi Hedren, que debutaba en el cine con esta película, en calidad de última rubia fría hitchcockiana, estuvo a punto de perder un ojo en otra magnífica escena: el clímax del asedio en la buhardilla, durante el cual la actriz soportó una lluvia de pájaros lanzados sobre su persona para la filmación de un violento collage que recuerda notablemente a la escena de la ducha de Psicosis. Lo cierto es que el orondo Alfred estuvo a punto de llevar a Tippi a una crisis nerviosa. La ética profesional del director, cada vez más sádica —un desplazamiento de sus instintos agresivos, quizá, tras retirarse del cine su actriz favorita, Grace Kelly— resultaba demasiado intensa para su nueva protagonista.
Los pájaros se presta a numerosas interpretaciones, pero Hitch nunca descubrió su mano. Si algún significado especial pretendía deslizar, prefirió dejarnos con la miel en los labios, ofreciendo pocas pistas que iluminaran el terror. Lo que ocurre en la pantalla nunca es explicado ni resuelto. Se apuntan teorías, ya sean ornitológicas, bíblicas o psicológicas. Pero al final nos quedamos con los pájaros, viendo cómo los protagonistas dejan la casa a su merced. Sale el sol y se deshace una última expectativa: las palabras “The End” —en la versión restaurada— no aparecen al final.
En realidad, Los pájaros es un filme que opera como un test Rorschach, una obra donde cada crítico ve una cosa distinta y de la que se puede decir casi de todo. Se ha hablado de ella como un filme de terror, inaugurador de todo un ciclo de cine apocalíptico; como una cinta de efectos especiales y transparencias de última tecnología, representativas del ingenio de Hollywood; como la expresión más elevada del talento de Hitchcock para manipular a los espectadores y penetrar en sus miedos; como una obra profunda y personal sobre la fragilidad del ser humano y la importancia del compromiso en las relaciones humanas; y como un tratado filosófico, influido por Kafka y Poe, sobre la condición humana.
Los que ven la película por primera vez se asombrarán quizá con la visceralidad de su propia reacción, pero a los espectadores reincidentes les sorprende descubrir que la historia no tiene tanto que ver con una rebelión aviaria como con la cuestión de las relaciones interpersonales.
La cinta contiene algunas de las imágenes más perturbadoras y casi surrealística-mente bellas pergeñadas por el “hombre que sabía demasiado”: la fiesta de los niños, interrumpida por un ataque animal; Hedren convertida en fetiche por el ojo de la cámara; la sorprendente vista aérea de Bodega Bay, mostrada desde el punto de vista de los pájaros; los tres planos casi fijos —cada uno de ellos captura un discreto momento en el tiempo— de Tippi, mirando con expresión impotente a través del escaparate de un bar; y, en especial, la última escena exterior, sustentada sobre las poéticas y ambiguas transparencias de Al Whitlock, donde los protagonistas se alejan hacia un sobrenatural paisaje aviario y un futuro incierto.
A lo largo de dos horas, Hitchcock juega con el vértigo del miedo, con el horror, con la transgresión de las reglas naturales. Las escenas magistrales se suceden. Y en un alarde de ritmo, las coloca, las alterna, las pone y las quita magistralmente con el fin de que el corazón no estalle. No merece la pena extenderse en la capacidad de este cineasta para que cada una de sus imágenes ofrezca mucho más de lo que el ojo puede percibir.
¿Y los actores? Bien, gracias. Todos actúan con suma corrección, salvo Jessica Tandy, cuyo talento la convierte en la única nota discordante de un reparto concebido para no hacer sombra a las verdaderas estrellas del filme: los pájaros. Tal como afirmó la revista “Time”, «son terroríficamente creíbles en su papel de sanguinarios asesinos de la humanidad».
Peter Bogdanovich ha escrito a propósito de esta cinta: «Si [Alfred Hitchcock] no hubiera hecho otra película en su vida, Los pájaros bastaría para situarlo confortablemente entre los gigantes del cine». No le falta razón. Las múltiples interpretaciones de que ha sido objeto, el hecho de que su recuerdo permanezca tan vivo en la mente de tantos cineastas y críticos, y la emoción e interés que sigue suscitando entre las nuevas generaciones de espectadores son la mejor prueba de que nos encontramos ante un filme grandioso e inmortal. Dos horas del cine más inteligente y mejor hecho que en una pantalla puede verse. Hitch manifestó en cierta ocasión que se sentía capaz de rodar una película dentro de una cabina telefónica. Después de ver Los Pájaros, ya no nos cabe ninguna duda.