Quienes asistieron al rodaje de Lawrence de Arabia cuentan que las batallas entre David Lean y Sam Spiegel alcanzaban, en sus mejores momentos, tintes épicos. Testigo directo de esos duelos de titanes fue el guionista Robert Bolt, quien definió la producción como «un choque continuo de monstruos egomaníacos, dedicados a derrochar energía como dinosaurios y a verter en la arena ríos de dinero». A la conflictiva relación de estos dos inmensos egos hay que añadir los problemas que provocó el guión, la composición del reparto —con fugas incluidas de Marlon Brando y Albert Finney— y una filmación infernal en el desierto jordano.
Cuando David Lean aún no estaba considerado como el último coloso del cine de gran espectáculo, su amigo y descubridor Noel Coward le dio un consejo: «Haz lo que te guste; pero si lo que hagas no gusta al público, márchate del mundo del espectáculo». Películas como Lawrence de Arabia demuestran que la sabia advertencia del famoso dramaturgo no cayó en saco roto.
Después de diversas versiones rivales frustradas (incluida una adaptación de la obra de teatro de Terence Rattigan protagonizada por Alec Guinness) vinieron dos años de laboriosa preparación seguidos de catorce polvorientos meses de rodaje en localizaciones, a partir de mayo de 1961, entre Jordania, España y Marruecos. Fue más de lo que tardó el auténtico Lawrence, en su ascenso entre teniente y coronel, en ver a las tribus del desierto unidas bajo el príncipe Feisal y cambiar el signo de la guerra en favor de los Aliados y en contra de los turcos en la I Guerra Mundial.
Según Leo Jaffe, «el rodaje se nos hizo eterno. Fue otra película de hombres». Costó catorce millones de dólares, cinco veces por encima del presupuesto inicial. Una campaña publicitaria concebida a largo plazo (dos años de duración) acercaría la figura de Lawrence, el héroe británico, al pueblo norteamericano. Bill Blowitz y su equipo se ocuparon de ello. Escritores como Alistair Maclean recibieron encargos para escribir libros sobre Lawrence de Arabia. Las fábricas produjeron albornoces blancos con capucha para niños. El rostro de Lawrence apareció grabado en los productos de la marca confitera Bonbon Gilbert. Luego, cuando empezó la filmación, John Woolfenden, que había trabajado en el periódico “Los Angeles Times” y en la Metro-Goldwyn-Mayer, fue enviado al set de rodaje para suministrar material informativo a la prensa.
El esfuerzo aportado por el cineasta británico fue tan gigantesco que, a diferencia de otros éxitos anteriores del tándem Spiegel & Lean, los títulos de crédito acusaron una diferencia crucial: el nombre del director apareció por delante del título, junto al del productor. Spiegel aceptó esta condición por primera vez, pero lo hizo porque no tuvo más remedio. Fue una de las condiciones impuestas por Lean, que aún estaba escocido por la acreditación de El puente sobre el río Kwai, la más insignificante que había tenido en toda su vida, incluidos sus comienzos.
El triunfo de esta mítica superproducción y su permanente capacidad de atracción se deben a que la atormentada vida interior del personaje protagonista y la agitación política y cultural que reinaban en aquel lugar en aquel momento de la historia se encuadran en un marco espectacular, gigantesco e intemporal y en unas secuencias de acción absolutamente trepidantes.
Galardonada por la Academia en su exhibición comercial con siete Oscar, entre ellos Mejor Película y Mejor Director, el filme todavía ejerce una poderosa influencia. De hecho, en su reposición de 1989, provocó muchos más comentarios en la prensa que la película de cualquier otro director, mientras que algunos críticos continuaron vapuleándola como la ratificación de la preferencia de Lean por la idea del espectáculo por encima del compromiso. Pese a estas voces disonantes, las menos por otro lado, lo cierto es que la impresionante historia de T. E. Lawrence se mantiene viva hoy día como ejemplo deslumbrante de la clase de épica cinematográfica que, desgraciadamente, ha desaparecido de las pantallas.
«Querido Harry Cohn: Le escribo para decirle lo ilusionado que estoy con la idea de Lawrence de Arabia y con la posibilidad de trabajar juntos. He terminado la película que estaba haciendo esta semana, y quedaría muy agradecido si pudiera mantener una entrevista conmigo lo antes posible, porque debido a ello no quiero involucrarme en otras propuestas. No se me ocurre un tema mejor para mi primera película en Estados Unidos. Cordialmente: David Lean».
Esta carta manuscrita, dirigida al legendario presidente de la Columbia y escrita en la casa londinense de Lean está fechada el 2 de mayo de 1952, siete años antes de que el cineasta británico se embarcara realmente en su película sobre Lawrence. Parece ser que el cineasta británico, por la razón que fuera, no comentó este primer contacto con Harry Cohn a ninguno de sus colaboradores, y mucho menos a la prensa; prefería atenerse a la vieja historia que empezó a finales de los años cincuenta.
En esa época, David Lean se encontraba en un momento óptimo de su carrera. Le llovían las ofertas. Kirk Douglas estaba empeñado en que dirigiera Espartaco. La MGM quería encargarle un costoso remake de Rebelión a bordo. Lean rechazó ambos proyectos, aunque la historia de la Bounty le intrigaba bastante y veinte años más tarde volvió a interesarse por ella. Había otra oferta de la Metro, esta vez para dirigir la carrera de cuádrigas de Ben-Hur, mientras que Sam Spiegel le proponía adaptar una novela de Pierre Boulle. Ninguno de estos trabajos acabó en manos del director británico.
Pero el destino acabaría uniendo de nuevo a Lean y Spiegel, cuya colaboración en común se había saldado con un estruendoso éxito de crítica y público: El puente sobre el río Kwai. A nadie debía sorprender este triunfo, dado que ambos habían demostrado sobradamente su talento en la industria del cine. Productor y director habían comenzado su carrera cinematográfica tres décadas antes, en 1927, aunque desde mundos totalmente diferentes.
Nacido en Croydon, David Lean fue la consecuencia de una estricta educación cuáquera (su padre desaprobaba el mundo del cine y se negó a asistir al estreno de Lawrence de Arabia), y su entrada en la industria de cine británica se produjo desde los peldaños más bajos —como recadero y claquetista en los estudios Gaumont—, pasando penosamente por cada fase del oficio hasta que llegó a montador. En esta categoría trabajó, entre otros, con Noel Coward, quien le dio su primera oportunidad de dirigir durante el rodaje de In Which We Serve. Su colaboración con Coward culminó con el clásico Breve encuentro.
La trayectoria de la carrera de Spiegel fue mucho más desigual. Al llegar a Hollywood desde Europa Oriental en 1927, ya traía consigo la experiencia de toda una vida, habiendo sobrevivido a la revolución rusa. Sus comienzos en el mundo del cine se saldaron con estruendosos fracasos, y cuando como resultado de un producto invendible, The Invader, extendió cheques sin fondos para terminar la película, acabó siendo deportado.
Spiegel resurgió en Hollywood bajo el seudónimo de S. P. Eagle, se ganó la confianza del jefe de la Columbia, Harry Cohn, y montó una compañía cinematográfica con John Huston, Horizon Pictures, conocida privadamente por él y por Huston como Shit Creek Productions (Estar con la mierda hasta el cuello). Repetidos éxitos como La reina de África y La ley del silencio transformaron radicalmente la reputación de Spiegel: pasó de ser un irremediable oportunista al último heredero del rey Midas de la capital del cine. Cuando su buena estrella continuó con El puente sobre el río Kwai, su prestigio quedó asegurado. Inmediatamente, Lean y él comenzaron a diseñar su siguiente proyecto. Según Norman Spencer, íntimo colaborador del director en los años cuarenta y cincuenta, la Columbia pensó: «Lean y Spiegel, vaya tándem estupendo, ¿qué película vais a hacernos ahora?».
Ambos tenían una vaga idea de lo que buscaban: filmar otra historia de un hombre enfrentado a circunstancias extraordinarias en un escenario exótico. Como explicó el cineasta británico: «Sam y yo pensamos que El puente sobre el río Kwai había establecido un patrón; desarrollaba un tema general examinando detalladamente la situación de un hombre [el excéntrico coronel Nicholson] al que el destino coloca en un interesante lugar foráneo. Estábamos convencidos de que el patrón era importante artísticamente hablando, y que ahora podríamos explorarlo más a fondo. Nuestra primera idea fue hacer una película sobre la vida y la muerte del Mahatma Gandhi. Manejamos el proyecto con mucha cautela, pensando quizá que había algo presuntuoso en la pretensión de rodar las actividades de un hombre a quien su pueblo y otros consideraban un santo». El tema fascinaba a Lean desde hacía años, pero ahora tenía motivos muy concretos para querer abordarlo: se había enamorado de la India e incluso de una mujer hindú, Leila Matkar, que estaba casada y tenía hijos.
El director recomendó a Alec Guinness para el papel de Gandhi, a Cary Grant para el del policía británico de las fuerzas indias, a William Holden para el del médico norteamericano, a Yul Brynner para Nehru, a Laurence Olivier para el de Lord Mountbatten y a John Gielgud para el de John Irwin. «He luchado muchas veces —en mi imaginación— por mantenerte apartado de mi nuevo proyecto», reconoció Lean a Spiegel, «pero la envergadura que está adquiriendo esta película a medida que progresa exige la presencia del mejor productor de la industria, y en mi opinión ese productor eres tú. Hemos alcanzado juntos nuestro cénit creativo, y, como tú dijiste una vez, si no uniéramos de nuevo nuestras fuerzas, tendríamos que ir al psiquiatra».
Para preparar la película, Lean viajó a la India con Spiegel y Emeric Pressburger.[1] También viajó a París para ver al novelista Albert Camus, con el fin de hablar del guión. Pero el proyecto empezó a desmoronarse. Ni Lean ni Pressburger daban con la estructura adecuada para el guión, y en la vida de aquel hombre no había nada que no fuera esencial. Era demasiado material. En esas estaban cuando Spiegel le propuso embarcarse en la historia de Thomas Edward Lawrence, el polémico militar inglés que durante la I Guerra Mundial lideró la revuelta árabe contra la Turquía germanófila, cuya lucha sirvió para liberar Damasco y formar el Consejo Unido Árabe. Era la puntilla para su anhelado Gandhi.[2] Lean lo recordaba así: «Cuando abandonamos el proyecto, lo hicimos con tanto alivio como desilusión. Para dramatizar hay que simplificar. Para simplificar hay que dejar cosas fuera. Y decidir qué aspectos de la vida y la personalidad de Gandhi podíamos eliminar dignamente y cuáles podíamos conservar era una responsabilidad que no estábamos dispuestos a aceptar».
La muerte del proyecto hindú fue una gran decepción para Lean. Pero tenía otras cosas en qué pensar. En julio de 1960 se casó con Leila, y para entonces él y Spiegel ya se habían reunido con el guionista de El puente sobre el río Kwai, Michael Wilson, para empezar a preparar un tratamiento del guión. La idea parecía muy factible, sobre todo porque las andanzas de T. E. en el desierto estaban plasmadas en una autobiografía titulada “Los siete pilares de la sabiduría”. Héroe romántico, poeta visionario, exhibicionista, asceta y mercenario, considerado por unos como un dios, por otros como un gran líder militar y por algunos como un sadomasoquista y un don nadie, su misticismo y la dimensión épica de su vida encajaban como un guante en el estilo del cineasta británico.[3]
Lean se pasó tres meses leyendo todo lo que encontró sobre aquel enigmático soldado, estadista, intelectual y ególatra inglés. Para el cineasta, como para tantos ingleses de su generación, Lawrence era un héroe de la infancia y su historia tenía la grandeza de esa clase de héroe imperfecto, no muy distinto del coronel Nicholson de El puente sobre el río Kwai, que a él le interesaban personalmente. En cierto modo, los problemas eran parecidos a los del proyecto Gandhi: la vida de Lawrence tenía multitud de facetas distintas. Pero si la vida de Gandhi no era fácil de comprimir en una estructura dramática funcional, la de T. E. podía ser condensada en los dos años de la Sublevación Árabe del desierto, el periodo que cubría “Los siete pilares de la sabiduría”. En cuanto a su anterior carrera de arqueólogo y su posterior búsqueda del anonimato, dichos aspectos de su vida podían ser «sugeridos en la película».[4]
Lawrence de Arabia iba a ser un proyecto colosal, y los suaves tentáculos de Spiegel eran indispensables para la empresa. Como reconoció Lean, «si uno quería detener el tráfico en Piccadilly durante diez minutos, a partir de las once de la mañana de un día determinado, y recorrerlo con seis tanques, si había alguien capaz de obtener permiso para eso, ese alguien era Sam». La producción del filme aportó una nueva expresión a la jerga cinematográfica: “spiegelear”, seducir, conquistar, persuadir mediante prestidigitación verbal. También estaba el contraste radical de personalidades, Lean parado bajo el sol del desierto, Spiegel sentado a una mesa del restaurante Connaught de Londres, o jugando al gim rummy en su barco, sin perder ripio de lo que ocurría en el rodaje. Eran diferencias complementarias, materia de una sociedad perfecta. Hubo disputas feroces, pero con semejante proyecto y semejante oposición de caracteres, así era como tenía que ser.
«El mundo de Lean giraba en torno a la película», dijo Freddie Young, director de fotografía de Lawrence de Arabia. «Otros directores tenían otra vida, pero él no tenía nada más. […] Sam tenía muchos intereses, era un hombre de cultura, David no, y creo que eso le producía algún resquemor». Lean tenía siempre una «lista de agravios. Sam los sorteaba limpiamente; era increíblemente elocuente».
Tras obtener la aprobación de la Columbia para su proyecto, Spiegel y Lean negociaron retribuciones personales de 200.000 dólares por cabeza, 100.000 de ellos a cobrar en pago aplazado, con el fin de no gravar los costes del proyecto. Los cien mil restantes les serían abonados cuando la película se estrenase. También compartirían un tercio de los beneficios. La película se rodaría en 70 mm., un formato que ofrece una imagen espectacular.
Cuando su esposa le preguntó si había leído “Los siete pilares de la sabiduría”, la historia de la insurrección árabe narrada por Lawrence, así como la abundante bibliografía al respecto, Sam Spiegel contestó: «Pues claro que no, cariño, ¿quién sería capaz de leerse eso?». «Sam lo hojeó», dijo Betty Spiegel. «No sé si se lo dijo a alguien más». Aquella negligencia no le había impedido adquirir la valiosísima edición de 1926, despojada del capítulo 11 a propuesta de George Bernard Shaw. El productor había dejado a Lean la responsabilidad de la lectura. Para el director, el libro era «aburrido a veces, interesantísimo otras». Aunque estaba de vacaciones en Venecia, anotó profusamente su ejemplar.
Spiegel se pasó más de un año adquiriendo los derechos del mayor número posible de libros sobre Lawrence, bien para documentación, bien para no dejar ranuras por las que un productor rival pudiera introducirse y robarle su proyecto. Sabía que sólo uno de ellos era de importancia crucial, pero lo que de ninguna manera necesitaba, en especial conociendo los parsimoniosos métodos de David Lean, era un producto que apareciera de la noche a la mañana para quitar el apetito a los espectadores.
Barrió el mercado. Sus primeras adquisiciones, en 1959, fueron cuatro libros del poeta y novelista Robert Graves: “Lawrence and the Arabs”, “T. E. Lawrence to His Biographer”, “Lawrence and the Arabian Adventure” y “Adiós a todo eso”. Desembolsó por ellos diez mil dólares; además, Graves actuaría como asesor de Lean y de Peter O’Toole durante una breve temporada. A continuación, Spiegel se lanzó a por la obra de Lowell Thomas, “With Lawrence in Arabia”, necesaria porque Thomas sería uno de los personajes protagonistas y aparecería rodando su documental. Thomas, que entonces tenía sesenta y ocho años, vendió su libro a Spiegel por 25.000 dólares a principios de 1960.
Quedaba el delicado problema de “Los siete pilares de la sabiduría”. Si no conseguían adquirir los derechos, con toda probabilidad no habría película. La idea era conquistar a A. W. Lawrence, y Spiegel se lanzó a ello con su aplomo característico. Tenía que convencerle de que la película sería un homenaje digno de su hermano, realizado por hombres dotados de buen gusto y cultura.
En la mayoría de los casos, la adquisición de los derechos cinematográficos de adaptación de novelas suele ser cosa sencilla, pero “Los siete pilares de la sabiduría” no era un libro normal, y los derechos estaban ahora en manos del hermano menor de T. E., el profesor Arnold Walter Lawrence, a quien la gente conocía por sus iniciales, A. W., que tampoco era un hombre normal. A. W. se oponía rotundamente a la realización de un filme sobre su hermano.
Spiegel puso en marcha la operación necesaria para corregir la situación. Concertó una entrevista con Lean y Robert Graves, el escritor que había hecho amistad con Lawrence en Oxford. Graves envió una carta a A. W. hablando de la productora de Spiegel, Horizon. Luego, a finales de diciembre de 1959, el profesor recibió un tratamiento preliminar del guión, redactado por Michael Wilson e ilustrado con fotografías.[5] Un día después de recibirlo, A. W. autorizó a sus abogados a negociar la venta de los derechos. Toda una hazaña, porque el hombre llevaba veinticinco años dando calabazas a todo aquel que se lo solicitaba.
El 8 de febrero de 1960 se celebró una reunión, seguida de un pase especial de El puente sobre el río Kwai. Tres días después, Horizon Pictures entraba en posesión de los derechos de “Los siete pilares de la sabiduría”. Para Spiegel, la faena fue completa: adquirió el libro «por cuatro perras». Sólo pagó 22.500 libras esterlinas. Fue una lección sobre el arte de la negociación.
A. W. Lawrence no estaba familiarizado con las abusivas tarifas de Hollywood y, por testarudez, no quiso aceptar los consejos de G. Wren Howard, consejero de Jonathan Cape, la editorial de su hermano. Spiegel preguntó al profesor si había pensado en alguna cifra. Cuando éste contestó negativamente, Sam lanzó su oferta, acompañada de su mejor cara de póquer: «¿Qué le parecen 22.500 libras?». «Hecho», respondió A. W. sin parpadear, y se dieron un apretón de manos. El profesor presentía que podía haber sacado mucho más, pero era un hombre ascético e intelectual que encontraba de mal gusto regatear. El contrato se firmó el 11 de febrero de 1960.
Lean dijo más tarde que, de haber tenido una cámara, le hubiera gustado grabar «un primer plano de reacción» de Wren Howard, que había intentado presionar a A. W. para que intentara llegar a las cien mil libras esterlinas. Una de las cláusulas del contrato establecía que durante un mes a contar desde la recepción del guión definitivo, A. W. tendría la posibilidad, a cambio de cinco mil libras, de retirar a la productora el derecho de utilizar el título del libro.[6]
El anuncio público se realizó en una recepción de gala celebrada en el Claridge’s Hotel, el 17 de febrero de 1960. Era una invitación para conocer a Sam Spiegel y a David Lean, productor y director de Seven Pillars of Wisdom, el título que portaba el proyecto en aquel momento. El momento estelar de la noche llegó cuando Spiegel solicitó la atención de la concurrencia, compuesta por miembros de la prensa y de la alta sociedad. Ataviado con chaqueta de smoking de terciopelo escarlata, tamborileó sobre la mesa pidiendo silencio. Su discurso contenía un notición: Marlon Brando encarnaría a Lawrence de Arabia.
En la sala se hizo un silencio incrédulo, hasta que una voz inquirió en voz alta: «Brando, dice usted. ¿Será un papel hablado?». Cuando le preguntaron cómo podría resultar verosímil aquel macho murmurante en la piel del menudo y vergonzoso Lawrence, Spiegel contestó: «En cierto modo son muy parecidos. Los dos tienen ese cualidad mística y atormentada de la persona que duda de su propio destino. En 1917, Lawrence tenía treinta años. Brando tiene la misma edad. Prácticamente no hay ningún actor de renombre internacional que pueda hacer el papel». Aunque el portavoz del astro en Hollywood aseguró que aún no había nada firmado, el productor se mantuvo en sus trece. «Ha accedido en principio. Puedo asegurarles que hará el papel».[7] Al día siguiente, el “Daily Mail” publicó que —palabras textuales de Spiegel— «la película comenzaría a rodarse en enero». Sólo había dos problemas: no había protagonista y no había guión.
El casting de Lawrence de Arabia fue sumamente problemático. Sam Spiegel se entrevistó con ciertos actores famosos a quienes únicamente consideraba una vaga posibilidad con el fin de dar un prestigio inmediato al proyecto. En realidad sólo quería tomar prestado su nombre para estimular el interés de la prensa por su película. Así fue como Cary Grant, Laurence Olivier y Kirk Douglas acabaron siendo relacionados con Lawrence de Arabia. Pero fue el nombre de Marlon Brando el que causó mayor grado de controversia.
Lean tenía en muy alta estima el talento de Brando, y sabía que su participación en el filme elevaría enormemente el potencial taquillero de la película. Pero en aquella época, las ideas del cineasta británico respecto al proyecto estaban en estado de nebulosa, y más respecto al personaje de T. E. El guión de Michael Wilson lo presentaba como un individuo atormentado, un tipo de personaje que Marlon había convertido prácticamente en imagen de marca. Y éste tenía un aura de estrella que también formaba parte de la personalidad de Lawrence.
En resumidas cuentas, el protagonista de La ley del silencio era una buena elección (la cuestión del acento podía resolverse con una buena imitación), y Spiegel empezó a mantener conversaciones con el actor en su casa de Los Ángeles. El productor organizó otra reunión en Londres, donde Brando podría ver a Lean y a Bill Graf, directivo de producción de la Columbia en Gran Bretaña.
La decisión de elegir a un actor americano para encarnar a un militar británico fue criticada por muchos, incluido el hermano del biografiado, el profesor A. W. Lawrence, quien comentó lo siguiente: «Debe de ser un error. Creo que la consecuencia inevitable será el fracaso de la película, por lo menos en Inglaterra». Sus temores se disiparon cuando Marlon acabó optando por pasar un año en el Pacífico Sur interpretando el papel de Fletcher Christian en la nueva versión de Rebelión a bordo.
Descartado Brando, Lean y Spiegel volvieron a concentrarse en el mercado norteamericano. El productor declaró en una entrevista: «El caso es que hemos tenido en cuenta a todos los actores británicos posibles, pero necesitamos un gran nombre internacional. Hay que tener en cuenta que la película va a costar el doble que El puente sobre el río Kwai». También comentó que le hubiera propuesto el papel a Alec Guinness, que ya había interpretado al personaje en la escena, «si hubiera tenido quince años menos».
Los dos socios consideraron brevemente el nombre de Anthony Perkins, pero la perspectiva de encontrarse con un Psicópata de Arabia les llevó a desechar esta opción. La misma suerte corrió Montgomery Clift, que suspiraba por encarnar a Lawrence (sin duda, el rol era un imán para actores neuróticos): «Monty me llamaba todas las semanas a Madrid, donde vivía yo», contaba Lean, «suplicándome que le diera el papel». El director también pensó en Richard Burton, considerado entonces el mejor actor joven del teatro inglés, que además se había hecho un público internacional con sus trabajos en el cine. Sin embargo, Lean empezó a reconsiderar su idea de conseguir los servicios de una estrella de renombre internacional, y después de mucho meditarlo acabó decidiendo que el papel de Lawrence requería un actor semidesconocido: el personaje era un enigma, y una gran estrella de cine le despojaría de su aura de misterio. Las estrellas, necesarias en la película, harían los papeles secundarios.
Entrado el otoño, el productor Herbert Wilcox anunció un proyecto rival sobre Lawrence de Arabia, basado en la obra de teatro de Terence Rattigan “Ross” y protagonizado por el actor británico Laurence Harvey. Parecía como si de repente todo el mundo quisiera trasladar a la pantalla la vida del mítico aventurero. Pero el 6 de octubre, Horizon Pictures escribió una carta a Wilcox advirtiéndole que su proyectada versión de Lawrence sería una infracción de copyright. Su abogado contraatacó especificando que la versión de Wilcox estaría basada en tres fuentes: la obra de teatro de Rattigan, el guión inédito de Rattigan y la biografía de Basil Liddell Hart. A lo largo de 1960, Spiegel vivió bajo el peso de aquella amenaza. En octubre se anunció que el rodaje del Lawrence inglés empezaría en marzo de 1961, dos meses antes de que diera comienzo el de Spiegel.
Wilcox estaba infinitamente mejor preparado que el equipo de Horizon. Partía de una obra de teatro protagonizada por Alec Guinness; tenía a su Lawrence, Laurence Harvey; había pagado a Terence Rattigan cien mil libras por su guión; también tenía fecha para empezar a rodar. Pero su carrera estaba en declive y sus asesores le aconsejaban no arriesgarse a una demanda. No le quedaba otra salida que vender sus derechos a Spiegel, cosa que hizo en marzo de 1961.
Mientras tanto, la campaña en busca de Lawrence había arrancado de nuevo. Albert Finney había grabado una lujosa prueba de cámara[8] y Spiegel le había ofrecido al instante un contrato por varias películas. «Lawrence de Arabia llevará al estrellato a un actor», explicó el productor. «Por esa razón, David y yo hemos decidido descartar a las estrellas consagradas y elegir a un actor desconocido, pero muy bueno. Nuestras pruebas indican que Finney tiene esa rara cualidad».
Aunque su nombre ya estaba anunciado oficialmente, el chico de Salford emitió una declaración unilateral de independencia. El 10 de octubre, el “Daily Mail” informó que la estrella más luminosa de la interpretación inglesa había dicho «No, gracias» a un contrato que le hubiera reportado 125.000 libras. Spiegel le había ofrecido un acuerdo por cinco años. Finney quería limitarlo a tres años y guardarse el derecho a aprobar futuros proyectos: «No transigiré», declaró. «Yo quiero ser actor. No un producto comercializable, como un detergente. Acabas convirtiéndote en una inversión. Para mí es más importante conservar mi libertad como artista».
Fue una decisión sorprendente, motivada por una prodigiosa seguridad juvenil y por el presentimiento de que los vientos creativos soplaban en otra dirección, lejos del estrellato en grandes superproducciones. También fue una decisión valerosa, pues el joven intérprete no era tonto: sabía lo que estaba rechazando. «Odio comprometerme, ya sea con una chica, con un productor de cine o con cierta clase de imagen cinematográfica», comentó a la prensa. En aquella época, Finney quería llegar a ser el mejor actor del mundo, si no en el nuevo Olivier, sí el Brando inglés. Y en su opinión, su ambición no pasaba por camisas de seda o anticuados contratos de larga duración.
Sam Spiegel y David Lean se llevaron las manos a la cabeza. Para Lean era un desaire personal y profesional: pensaba que Finney no confiaba en él como director. Para Spiegel era una bofetada. El productor nunca le perdonó. «Cuando me casé con Albert», declaró Anouk Aimée, «Sam aún estaba enfadado con él por no haber hecho Lawrence. ¡Y habían pasado diez años!».
«Cuando Finney rechazó el papel», explicó Lean, «recorrí todos los cines de Londres. Me veía tres películas al día, observando actores. Y un día vi una comedia de época, The Day They Robbed the Bank of England, y ahí estaba Peter. Ahí en la pantalla, vi a un tipo haciendo de inglés tontaina, con impermeable, pescando truchas». La cinta no era muy buena, ni el papel de O’Toole, un teniente de la Guardia Escocesa, sustancioso ni significativo. Pero Lean había percibido en él ciertas indicaciones de una rara cualidad: presencia cinematográfica, comodidad ante la cámara, la capacidad de hechizar a través del objetivo.
Hijo de un impresor irlandés, autodidacta que había obtenido una dispensa para ingresar en la Royal Academy of Dramatic Art pese a carecer de diploma alguno, O’Toole podía presumir de ser la nueva sensación de la escena británica, pero en el mundo del cine era un auténtico desconocido cuya única experiencia se reducía a tres insignificantes papeles. Sin embargo, no era del todo desconocido para Spiegel, pues el productor ya le había sometido a una prueba para su versión de De repente, el último verano, rodada en Inglaterra en los primeros meses de 1959.
Una de las protagonistas de la película era una amiga de Lean, Katharine Hepburn. Kate siempre andaba a la búsqueda de jóvenes promesas de la interpretación, y hacía frecuentes viajes a Nueva York y Londres. Decía a sus amigos que echaran un vistazo a fulanito y menganito y ellos siempre seguían su consejo: Anthony Hopkins y Christopher Reeve se beneficiarían más tarde del discreto mecenazgo de la actriz.
Miss Hepburn había visto a O’Toole en la obra de teatro “The Long and the Short and the Tall”, donde encarnaba a un deslenguado personaje cockney. Según Katharine: «Tenía la nariz muy grande, y estaba fantástico. Sugerí a Sam que le contratara». Y Spiegel, cuando comprobó que Montgomery Clift tenía graves problemas para recitar sus diálogos, maniobró en secreto para reemplazar a su estrella. Organizó una prueba de cámara con O’Toole, pero los resultados no fueron satisfactorios. El productor pidió al candidato que fingiera ser un médico que estuviera operando. El actor miró burlonamente a la cámara e improvisó: «Todo va bien señora Spiegel, su hijo está salvado pero no podrá volver a tocar el violín». A Spiegel no le hizo gracia aquella impertinencia. Indignado, juró que Peter nunca trabajaría para él.
Desde entonces, convertido en joven promesa, condición alimentada por sus éxitos en Stratford-upon-Avon y las comparaciones con Olivier, O’Toole había subido varios peldaños en el escalafón. Acababa de ser contratado por el escenógrafo Peter Hall para formar parte de la Royal Shakespeare Company y aún resonaban los ecos de su triunfo en el papel de Shylock en “El mercader de Venecia”.
Spiegel viajó a Stratford para verle actuar y le encontró interesante, pero en absoluto fascinante. Le inquietaba su fama de “chico malo”. Los escándalos amorosos nunca venían mal para estimular la taquilla, pero las borracheras en que el actor solía incurrir no resultaban tan simpáticas y glamourosas. El productor se informó y supo que Peter no sólo era aficionado a la bebida, sino que también era proclive a manifestar su rebeldía por medios violentos y a hacerse objeto de la peor clase de publicidad no deseada.
Pese a los negros nubarrones que se cernían sobre su figura, y a falta de una opción mejor, el actor irlandés fue requerido para someterse a una prueba. O’Toole sabía, por el productor y el director, que toda la profesión estaba al tanto de la magnitud del proyecto y deseaba ser seleccionado. Y comprendió que estaba a punto de coger uno de esos trenes que sólo pasan una vez en la vida.
Lo que realmente amenazaba su acceso al proyecto era la temible competencia. Creía que Albert Finney era todavía uno de los aspirantes. Habían estado juntos en la RADA y sabía lo bueno que era. Además, tenía experiencia cinematográfica. O’Toole empezó a hacer sus deberes. No había leído “Los siete pilares de la sabiduría”, pero ahora se hizo con un ejemplar. Estudió detenidamente las fotografías de Lawrence cuando era joven. En eso, al menos, tenía ventaja sobre Finney. Si pudiera acentuar el parecido, sus posibilidades aumentarían. Estaba haciendo el papel de Shylock y, para meterse en el personaje, había prescindido de la barba postiza y se había dejado perilla. Como Lawrence no tenía pelo en la cara, O’Toole se afeitó la barba. Y Lawrence era rubio, mientras que el cabello de Peter era color castaño medio. Se tiñó de rubio. Durante un día tenía que ser Lawrence, no Shylock. Regresaría a Stratford con una peluca y una barba postiza.
La prueba de cámara tuvo lugar el 7 de noviembre de 1960. Fue un montaje relativamente modesto y sólo duró un día. No hubo actores secundarios ni decorados. En su “escena árabe” lució túnica árabe con galón dorado, suministrada por un colaborador de Spiegel, quien a su vez la había recibido del rey Saud. Esta prenda ya había sido utilizada en la prueba del anterior candidato.[9]
Mientras O’Toole volvía a Stratford aquella noche, de vuelta a Shylock, la película de su prueba se revelaba en el laboratorio. Y a la mañana siguiente, Lean y Spiegel se acomodaron en su pequeña sala de proyección para observar lo que había visto la cámara. En mitad de la filmación, el director mandó parar las cámaras y dijo: «No vale la pena malgastar ni un minuto más. Este chico es Lawrence». A Lean no le cabía duda de que Peter era el mejor Thomas Edward que podrían encontrar. Es más, intuía que tenía ganas de aprender. Por la experiencia del día anterior había comprendido que su actor haría lo que se le mandase y que entendería sus pretensiones respecto a la película.
Spiegel también estaba satisfecho con los resultados de la prueba, pero seguía dudando. Aún no estaba seguro de si el “Salvaje de Stratford”, como le llamaban, seguiría tomándose el proyecto en serio en caso de que el rodaje se alargara, cosa probable con Lean. O’Toole parecía capaz de romper su contrato y volverse a casa. Pero Sam acabó por dejarse convencer por el entusiasmo de David.
Enterado de que su actor estaba siendo descrito como un irlandés impredecible o, simplemente, como un león barbudo necesitado de un corte de pelo, Spiegel decidió enfrentarse con la fiera. El productor se citó con O’Toole y supo que pese a su condición de juerguista y bebedor confeso, la estrella tenía intención de instalarse en una casa que pensaba comprar con su sueldo (una de las prebendas contractuales que el actor obtuvo de Sam fue el traslado de su mujer, Sian, al desierto una vez al mes, a costa de Horizon). Spiegel se convenció de que el joven actor —con ayuda del rutilante elenco de secundarios— estaba capacitado para llevar el peso del filme.
El 20 de noviembre de 1960 —nueve meses después de los titulares sobre Brando—, Spiegel y Columbia anunciaron que por fin tenían a su protagonista: Peter O’Toole. Cobraría 12.500 libras (una cantidad muy inferior a la que habría recibido Finney, después de todo, era plato de segunda mesa) y no habría contrato a largo plazo. Se le pidió que estuviera disponible a partir del 1 de diciembre de 1960, lo que le daba cuatro meses para prepararse y familiarizarse con el mundo de los camellos antes de que comenzara el rodaje en Jordania, previsto para marzo de 1961.[10]
O’Toole se sumergió de inmediato en las tres docenas de libros que existían sobre T. E. Lawrence, llegando casi a aprenderse de memoria las 661 páginas de “Los siete pilares de la sabiduría”. También habló con muchas personas que habían conocido a Lawrence, entre ellas Sir Anthony Nutting, cuya colaboración resultó providencial. El “Salvaje de Stratford” encontró en el antiguo ministro del Foreign Office una fuente inagotable de información sobre los países árabes y su particular idiosincrasia, así como un modelo de inspiración, porque a su discreta y reservada manera enseñó al actor a actuar y pensar como T. E., a camuflar sus maneras de inglés de buena familia tras los ademanes de un árabe beduino.
Peter tuvo que aceptar ciertas exigencias de Spiegel antes de firmar su contrato con Keep Films. En primer lugar, tenía que hacer dos películas más para Spiegel (el dato nunca fue divulgado oficialmente). También tenía que teñirse el pelo de rubio. Eso era muy fácil. Pero el productor quería una última cosa: una operación de nariz. Tenía que quedarle igual que la de Lawrence, corta, recta y muy inglesa.
El actor irlandés tenía un apéndice hermoso, grande, noble, pero no adecuado a los personajes que como Lawrence requerían suavidad en los rasgos faciales, como era propio de los ídolos de la pantalla. Peter necesitaba convertirse en aquello que él siempre había llamado “un niño mono”: «Se trataba de decidir entre tener la nariz torcida y tenerla recta», explicó el actor. Y el sabía que la cosa se solucionaría con un buen cirujano plástico.
Antes de que diera comienzo la filmación de Lawrence de Arabia transcurrieron meses de delicadas negociaciones. La decisión de centrar gran parte del rodaje en Jordania no se tomó hasta que David Lean regresó de su primera visita al lugar, en abril de 1960. Consideraron gran número de emplazamientos, entre ellos el Norte de África, España, Italia e Israel; todos ellos desechados en cuanto el director vio con sus propios ojos el desierto que había visto Lawrence. Hacerlo posible era cosa del productor.
Spiegel había contratado los servicios de Sir Anthony Nutting como “asesor oriental”, con la misión de facilitar los contactos con las autoridades de los países árabes en los que tenía la intención de trabajar. «Lo consiguió invitándome a cenar y diciéndome: “Está sentado en la misma mesa donde convencí a Alec Guinness para que trabajara en El puente sobre el río Kwai”», declaró Nutting en 1960, en una entrevista al diario “Daily Mail”.
Nutting fue enviado a Los Ángeles para hablar con la plana mayor de la Columbia, encender su entusiasmo por Lawrence de Arabia y aplacar sus temores sobre la presencia de un guionista represaliado en el proyecto. La primera parte del plan funcionó, la segunda no: todos los directivos estaban convencidos de que trabajar con Wilson resultaría catastrófico. «Dijeron: “Esto es un error garrafal y Sam se lamentará cuando sufra las consecuencias”».
Oficialmente, sin embargo, las funciones de Nutting se limitaban a Oriente Medio. Anthony era un arabista convencido y había dimitido de un alto cargo en el Gobierno británico cuando el Ejército inglés invadió Suez junto a Francia en 1956. Conocía personalmente a muchos líderes árabes y entre sus amigos personales se encontraba el rey Hussein de Jordania. Era, en definitiva, el hombre más indicado para tratar el problema árabe. De hecho, en todas las negociaciones, se convirtió en el as en la manga de Spiegel. Empezaban los años sesenta, la expresión «conversaciones de paz» no se había acuñado todavía y la situación de Oriente Medio era tan incierta como ahora.
Cualquier solicitud de entrada en un país árabe debía ir acompañada de un certificado de adscripción religiosa. La más mínima relación con el judaísmo podía suponer la denegación del permiso. Para Sam Spiegel el problema era doble: era de religión judía y su madre vivía en Haifa, Israel. Aun así, el productor prefirió Oriente Medio a el Sahara o Israel.
Entretanto, el ministerio de Asuntos Exteriores británico y el Departamento de Estado estadounidense celebraban reuniones relativas a los problemas de visado de Spiegel. El asunto, altamente confidencial, tenía un nombre en clave: “El marido de Betty”. Pero el productor, perverso, gustaba de presentarse como judío ante la diplomacia de Oriente Medio. Nutting le advertía furioso: «Así no conseguirás entrar en un país árabe».
A finales de 1960, el rey Hussein dio su aprobación para rodar la película en Jordania. Aquel éxito de Nutting inspiró una broma entre sus amigos David Niven y Harry Kurnitz. «¿Qué es eso de que Nutting se ha metido en Hollywood?», preguntó Niven. «Es muy sencillo, es la única persona del mundo capaz de convencer al rey Hussein de que Sam Spiegel no es judío», respondió Kurnitz.
El rey también accedió a ceder efectivos de su ejército, personal indispensable para las escenas bélicas, pero no de balde: pidió un millón de libras. Spiegel no tuvo más remedio que desplazarse a Jordania para negociar. Acompañado por Nutting y John Palmer, su director de producción, aterrizó en Ammán el tiempo de una visita relámpago. Con toda su astucia negociadora, Spiegel no estaba preparado para trabajar en un país tan cerrado. Sin consultar con su asesor, había pedido un préstamo de un millón de libras al banco de Ammán.
«Hasta un niño sabría que cuando uno va a hacer una película en Jordania, el último lugar del mundo donde debe pedir un préstamo de un millón de libras es Jordania», declaró Nutting. «Por la sencilla razón de que así sabrán exactamente el dinero que tienes y pretenderán que te lo gastes en ellos. Pero Sam hacía las cosas así. ¡Me costó creerlo!». Para colmo, el director del banco era tío del rey.
Nutting consiguió resolver la cuestión de la cesión de efectivos militares en negociaciones con Gibran Hawa, intendente general del Ejército jordano. Cerraron el acuerdo en 165.000 libras esterlinas. Más tarde, ambos se rieron juntos de la cifra inicial. Hawa reconoció que habían pretendido invertir aquel dinero en construir un hospital. «Le contesté que lo entendía, pero que no lo iban a hacer a nuestra costa», declaró Nutting. También la participación de las tribus beduinas y sus camellos requirió negociaciones. El bueno de Anthony obró prodigios una vez más. «Durante unas horas me vi ascendido de “niño” a “cariño”». Encantado del resultado, Spiegel decidió tener un gesto con Hawa. «Yo tengo cuenta en Harrods, quiero que escoja un regalo». Nutting: «¿Y qué creen que escogió? Un piano de cola. Sam no salía de su asombro».
A todo esto, la búsqueda del reparto no había concluido. Si fue difícil decidir quién debía interpretar el papel de Lawrence, la búsqueda del Sherif Ali el Karish resultó más ardua todavía. Fue una pesadilla burocrática, un botón de muestra de los obstáculos que se acumulaban contra los cineastas que trabajaban en Gran Bretaña en aquel tiempo.
El personaje del Sherif Ali era una combinación de diversas figuras de la vida real que, en uno u otro momento, se habían cruzado con Lawrence en sus correrías por Oriente Medio. La idea de Michael Wilson —y en menor medida de Robert Bolt— era que Ali representara al árabe moderno, un hombre que nunca podría rechazar las tradiciones de su sangre beduina, pero que comprendía que para dar al mundo árabe una voz independiente y liberarle de la explotación colonial era necesario crear una forma más organizada de gobierno.
La condición esencial para Lean y Spiegel era que la apariencia física de Ali contrastara radicalmente con la del protagonista. Si el Lawrence cinematográfico iba a ser rubio y de ojos azules, como el auténtico T. E., Ali tendría que ser moreno. La idea parecía perfectamente lógica: después de todo, Ali era árabe. Pero los cerebros de Lean y Spiegel no funcionaban así. En aquel momento no tenían la menor intención de dar el papel a un actor árabe; su forma de pensar era totalmente hollywoodiense, es decir, más apoyada en el departamento de maquillaje que en la autenticidad genética. Ambos socios concentraron su búsqueda en el mercado europeo y en actores de tez morena cuyo acento contrastara con el de O’Toole: una estrella alemana o francesa siempre ayudaría a la película en Europa.
La primera elección fue el galán teutón Horst Buchholz, un esbelto intérprete de veintiocho años que había ganado el premio al Mejor Actor en el Festival de Cannes de 1955, y que en 1960 se había dado a conocer en todo el mundo con Los siete magníficos. En esta película había hecho un eficaz trabajo en un papel de mexicano, y actualmente estaba rodando Fanny, donde hacía de francés. ¿Qué le impedía, pues, hacer de árabe en Lawrence de Arabia?
En diciembre de 1960, Buchholz se reunió con Spiegel y Lean en el Hotel George V de París y de inmediato le ofrecieron el papel de Ali. «No pudieron facilitarme un guión, pero yo confiaba en David Lean y admiraba mucho su trabajo», recordó Buchholz. «Él tenía mucho interés en contratarme para el papel. Y Sam quería lo que quería David». Sin embargo, Horst había firmado un contrato con Billy Wilder y los hermanos Mirisch para participar en la comedia Uno, dos tres, cuyo rodaje debía empezar en junio de 1961. No tuvo más remedio que declinar la oferta.
Descartado Buchholz, Spiegel pensó en Alain Delon, un atractivo actor de veinticinco años que ya se adivinaba como la próxima superestrella del cine francés. Como había sucedido con el anterior candidato, Lean y Spiegel se entrevistaron con Alain en el George V y le ofrecieron el papel. El “bello Delon” aceptó sin vacilar y Lean, sintiéndose aliviado de haber encontrado por fin a su Lawrence y a su Ali, partió inmediatamente hacia Jordania para preparar el rodaje. El actor galo se marchó a Londres para las pruebas de vestuario y luego regresó a Francia para aprender a montar en camello.
Delon se había comprometido a hacer una obra de teatro —una tragedia isabelina de John Ford titulada “This Pity She’s a Whore”— y no iba a poder trasladarse a Jordania en el momento preciso. Impertérrito, Spiegel ordenó al personal de la Columbia en París que recopilara informes de actores apropiados para el papel, y recibió carpetas de Robert Coggio, Jean-Frangois Poron, Maurice Ronet, Alain Saury, Jean Sorel y Jean-Louis Trintignant. Parecía una galería de guaperas morenos que por su aspecto no hubieran llamado demasiado la atención en las calles de Deraa. Fue Maude Spector, directora de casting de la película —no Spiegel ni Lean, como se ha dicho— quien instaló a Maurice Ronet en el papel de Ali. El actor francés tuvo que tomar clases de dicción y seguir un estricto régimen de adelgazamiento.
En esta fase del proyecto el plan consistía en rodar en Jordania durante cien días, y otros cincuenta o sesenta en un estudio inglés. Según la Aliens Order (Orden de Extranjería) de 1953, competencia del Ministerio de Trabajo, aquellas compañías cinematográficas o teatrales que emplearan trabajadores extranjeros debían justificar su elección. O dicho de otro modo, que no era absolutamente esencial que un extranjero hiciera un papel de árabe, sobre todo cuando en la bolsa de trabajo se podían encontrar ingleses de sobra que podían dar perfectamente el tipo.
Cuando Spiegel contrató a Ronet, se vio así obligado a convencer al Gobierno británico de que ningún actor del Reino Unido podía hacerlo igual de bien. Horizon Pictures presentó una lista de intérpretes ingleses considerados para el papel: Tom Bell, Michael Craig, Laurence Harvey, Ronald Lewis y Dirk Bogarde, el actor que iba a interpretar a Lawrence en el frustrado proyecto de la Rank. La razón aducida para no haber seleccionado a dichos artistas era que ninguno de ellos tenía el aspecto árabe que requería el personaje. Por otro lado, es muy posible que el catálogo de actores contactados fuera pura fantasía, destinado únicamente a satisfacer las exigencias de la burocracia británica. Digamos tan sólo que a Dirk Bogarde, ni Horizon ni la Columbia le ofrecieron el papel.
Maurice Ronet firmó el contrato el Londres, el 11 de abril de 1961, después de someterse a las revisiones médicas que requería el seguro. Iba a cobrar 50.000 dólares y el contrato se extendería entre el 15 de abril y el 31 de diciembre de 1961, o una fecha posterior si era necesario. El acuerdo también contenía dos párrafos especiales: Ronet figuraría de esta forma en el genérico: “Introducing Maurice Ronet as Ali”, y Horizon y Columbia se reservaban el derecho de doblar al actor en caso necesario. Ronet partió a Jordania para asumir el papel del Sherif Ali.
Con dos actores desconocidos en los papeles de Lawrence y Ali, se hacía necesario incluir estrellas de renombre en el reparto. Laurence Olivier estuvo cerca de obtener el papel de Allenby, y, en palabras de Spiegel, «se moría de ganas» de encarnar a Feisal o a Auda abu Tayi, pero un compromiso para hacer una obra de teatro se lo impidió. A David Niven le ofrecieron un papel menor, pero lo rechazó.
Según Arthur Canton, «Kirk Douglas quería el papel de Lowell Thomas» (Jackson Bentley). «Y a Cary Grant le interesaba el del general Allenby. […] Pero Sam fue tajante, la estrella era Lawrence y nadie más. ¿Douglas o Grant por debajo del título?». El problema de Grant también fue económico. Según adujo su abogado, razones fiscales le impedían cobrar menos de trescientos mil dólares, más el diez por ciento de los beneficios.
«Me cago en el star system», escribió Lean al conocer las exigencias de la estrella. «Mira, [Jack Hawkins] podría hacer un buen trabajo con el papel de Allenby». El mismo razonamiento derribó a otros candidatos evidentes: Auda Abu Tayi acabó en manos de Anthony Quinn[11], el Bey turco fue para Jose Ferrer, el coronel Brighton para Anthony Quayle, el dudoso diplomático Dryden para Claude Rains, Jackson Bentley para Edmond O’Brien y el general Murray para el veterano actor inglés Donald Wolfit.
Durante su estancia en Jordania, Lean ofreció a un viejo conocido el papel del príncipe Feisal: Alec Guinness. Su relación era tan respetuosa como tempestuosa, marcada por desacuerdos sobre detalles de interpretación. Sir Alec atribuyó más tarde estas diferencias creativas al hecho de que su imaginación era pequeña y la de Lean ambiciosa. Hay otras versiones sobre esta cuestión. Algunos autores han intentado perpetuar la idea de que actor y director andaban siempre a la gresca. Por ejemplo, Andrew Sinclair dice en su biografía de Spiegel que, después de El puente sobre el río Kwai, Lean juró no volver a trabajar con Guinness, y que se enfadó al saber que Alec, por invitación del productor, iba a aterrizar en Jordania en breve para hacer el papel de Feisal. Según Sinclair, Spiegel cayó sobre la arena, en apariencia con un ataque al corazón. David visitó a Sam en el hospital y, al verle enganchado a una cámara de oxígeno, retiró su amenaza de abandonar el proyecto y aceptó contratar a Guinness para el papel de Feisal.
Todos estos actores fueron contratados a lo largo de un periodo de ocho meses, puesto que no hacía falta que todos coincidieran en las localizaciones de Jordania. O’Toole y Ronet tenían que estar disponibles en todo momento, pero Hawkins, Wolfit, Ferrer y Rains no empezarían en España hasta que el equipo se trasladara allí, el 18 de diciembre de 1961. La estancia de Guinness, Quayle y Quinn en Jordania sería reducida.
Antes de que empezara el rodaje, hubo que resolver otro problema importante. No había guión. David Lean y Sam Spiegel eligieron a Michael Wilson por razones emocionales. Tenían motivos para sentirse en deuda con él por su trabajo en El puente sobre el río Kwai, y ambos lamentaban la persecución política de la que estaba siendo objeto y el hecho de no haber incluido su nombre en los títulos de crédito.[12] Según parece, a Lean no le interesaba la política. Su interés por Wilson se basaba únicamente en razones de amistad y de admiración por su talento. Spiegel era igualmente indefinible en cuestión política. Aunque su tren de vida permitía calificarlo de sibarita, hacía películas con directores con fuertes tendencias izquierdistas: John Huston, Joseph Losey y Elia Kazan, por ejemplo.
No era fácil la tarea de Wilson. Como Spiegel aún no había conseguido los derechos de “Los siete pilares de la sabiduría”, el autor tuvo que escribir un guión sobre un personaje histórico sin utilizar la obra autobiográfica donde aquel mismo personaje había relatado sus experiencias. Wilson acometió la tarea con heroísmo, basando su documentación en el libro de Lowell Thomas, que Spiegel sí había conseguido adquirir, y apoyándose igualmente en las biografías de Liddell Hart y otros autores. El libro de Thomas era cuando menos incompleto, y excluía cantidad de hechos significativos referentes a las campañas de T. E.; y la información de dichas biografías, que sí relataban dichos incidentes, estaba extraída de “Los siete pilares de la sabiduría”. Era la pescadilla que se muerde la cola: la Sublevación Árabe era un hecho histórico, pero la intervención de Lawrence en ella pertenecía al dominio de los titulares de los derechos de autor del libro que había escrito el propio personaje.
El problema se resolvió cuando Spiegel consiguió los derechos de “Los siete pilares de la sabiduría”. A partir de ese momento, Wilson pudo trabajar sin subterfugios. Su primer borrador era un drama político. Daba preferencia al tema del colonialismo contra el nacionalismo, con Lawrence atrapado en medio, y no se ocupaba de las inclinaciones sexuales de su protagonista. Lean, sin embargo, buscaba un estudio de caracteres ofrecido sobre un mural espectacular. Con bien ganada fama de ser un negrero con sus escritores, el director fundamentaba su trabajo en la labor de guión y mareaba a los autores con sus constantes correcciones, arreglos y retrocesos en busca de la perfección.
En septiembre de 1960, elaborados dos guiones y en ruta hacia el tercero, Wilson había llegado al límite de sus fuerzas. Llevaba un año trabajando en el proyecto y Lean aún no estaba satisfecho. A juicio del director, el libreto carecía de continuidad y resultaba demasiado americano. «El personaje de Lawrence, que era el que nos fascinaba desde el principio, apenas asoma la nariz», explicó en carta a Spiegel, «y tal como está contada la historia ahora mismo, no creo que pueda asomarla más». Lean pensaba que «el fallo principal» del texto radicaba en la falta de «margen para comentar el personaje principal. Se limita a hacer cosas, el espectador observa y extrae sus propias conclusiones».
Wilson se ofendió y Spiegel decidió viajar a París para limar asperezas. Lean se declaró asombrado ante tanta consideración: «Sam, él ya ha jugado sus cartas en este guión; puede que esté enfadado contigo, o conmigo, o con los dos, pero qué se le va hacer. Sólo lo menciono porque espero que no pretendas darle el 2,5%, porque, aunque soy un blando, me molestaría mucho, dadas las circunstancias».
A mediados de diciembre, el guionista viajó a Jordania para ayudar con la labor de localización y acabó tirando la toalla. Lean lo explicó así ante “Daily Variety”: «Dije, mira, Mike, esto no marcha bien, ¿verdad? Así era. Y se fue. Fue totalmente un acuerdo mutuo».
Wilson, de todas formas, presentó la tercera versión del guión el 31 de enero de 1961, con el fin de cobrar los 30.000 dólares que aún se le adeudaban por el encargo. Lean y Spiegel tenían un ajustado texto de 273 páginas que acabó plasmado en pantalla casi en su integridad. Pero había que encontrar urgentemente a otro escritor.
Y nadie como Robert Bolt, el hombre que había llevado a los escenarios de Londres la relación personal entre Enrique VIII y Tomás Moro en “A Man for All Seasons”, obra teatral marcada por inquietudes espirituales y filosóficas tratadas de forma accesible al gran público, y que revelaban en su autor a un intelectual que escribía como un populista. La pieza, estrenada en el Globe Theatre en julio de 1960, obtuvo un enorme éxito tanto en Londres como en Broadway, donde fue galardonada con varios premios Tony.
Spiegel se fijó en Bolt gracias a la baronesa Moura Budberg, pintoresca aristócrata rusa que había sobrevivido a la Revolución Rusa y se había establecido en Inglaterra, convirtiéndose en confidente de H. G. Wells, Winston Churchill, Graham Greene y Alexander Korda.[13] Spiegel la veía con frecuencia, y cuando le contó los problemas de Lawrence de Arabia, su amiga sugirió el nombre de Robert Bolt.
No es seguro que Spiegel llegara a presenciar el montaje de “A Man for All Seasons”; en todo caso, la reputación de que disfrutaba el dramaturgo entre la crítica de teatro y los círculos intelectuales suponía suficiente recomendación. Tampoco sabemos si Lean vio la obra; parece más probable que se quedara en Jordania y dejara en manos del productor la selección de su nuevo guionista.
Bolt, que se consideraba dramaturgo, no guionista, sólo accedió a entrevistarse con Spiegel a insistencia de su representante, Margaret “Peggy” Ramsay. El productor pudo descubrir que “Bob”, izquierdista o no, tenía un precio y no era enemigo del lujo. ¿Efecto, quizá, de sus años de docencia en Millfield, el internado más caro de Inglaterra, o acaso se había cansado de cobrar una miseria por las obras de teatro que vendía a la cadena radiofónica BBC?
Bolt firmó un contrato de siete semanas para escribir los diálogos que faltaban en el guión de Wilson. Spiegel y Lean tenían ya los derechos del libro de Lawrence, tenían al hombre que transformaría el libro en guión y tenían al actor que encarnaría a Lawrence en pantalla.
Los primeros miembros del equipo de Lawrence de Arabia se alojaron en el hotel “Philadelphia”. En carta a Michael Wilson, Lean describió así el establecimiento: «Es el único lugar donde cualquiera que no esté medio perturbado se quedaría más de dos noches, aunque la comida no se puede digerir».
En marzo de 1961, O’Toole se reunió con Lean y Box en Jordania. Su primera preocupación fue aprender a montar en camello. Si no conseguía superar esta prueba, no le quedaría más remedio que regresar a Londres. El sargento Hamed fue su profesor. Al final de la primera sesión, el pantalón del actor estaba empapado de sangre. «Usted es un buen beduino, una piedra del desierto, pero esto es un culo irlandés, muy frágil», comentó la futura estrella. De cara a las siguientes sesiones, hizo instalar una especie de sábana de goma esponjosa entre su trasero irlandés y la silla, un curioso invento que según parece se extendió desde entonces entre los “camelleros” del ejército jordano.
O’Toole completaba sus jornadas en Jordania con largas sesiones de documentación. O bien se dedicaba a leer las obras completas de T. E. Lawrence y todas las biografías publicadas, o se dejaba iniciar por Anthony Nutting en los usos del desierto. A Beverley Cross, que entonces se ocupaba de la continuidad del guión, le impresionaron los progresos que había hecho el actor antes de la llegada del resto del equipo. «Yo creía haberme documentado a fondo», explicó el escritor, «pero Peter se había leído hasta la última palabra escrita por Lawrence o sobre Lawrence. […] Estuvo allí tres meses antes de que le enfocara una sola cámara. Cualquier otro actor se hubiera derrumbado. Pero Peter olía una batalla y reaccionaba».
Aunque cualquier testigo del rodaje dará fe de que David Lean estaba obsesivamente entregado a su película, lo cierto es que una parte de sus pensamientos se dirigían hacia el mundo femenino. En deferencia a sus anfitriones jordanos, y también por problemas de logística, en las localizaciones jordanas estaba prohibido el acceso a las mujeres. En el equipo fijo sólo había tres representantes del género femenino: Phyllis Dalton, figurinista, Eva Monley, ayudante de John Palmer, y la secretaria de rodaje, Barbara Cole. La figuración femenina procedía de Egipto, y cuando hacía falta una mano enjoyada para un plano detalle, David Tringham, segundo ayudante de dirección, facilitaba su extremidad sin ruborizarse en absoluto.
Durante la fase de preproducción, Lean vivía en el Philadelphia con su cuarta esposa, Leila. Según Bill Graf, «David destrozó a Leila. Ella estaba casada y dejó a su marido, lo que en la India supone la exclusión social. Tenía dos hijos de su primer matrimonio y al hijo le buscamos trabajo en la Columbia. En El puente sobre el río Kwai, David tenía a Leila en el Mount Lavinia Hotel, a otra mujer en el Galle Face Hotel y a otra en Kandy. David jugaba con ellas como en una ronda».
Barbara Cole llegó a Jordania y se instaló en el hotel Philadelphia con su pareja, Ted Sturgis, el ayudante de dirección que trabajó en la prueba de cámara de Albert Finney. Según Barbara: «Mi relación con David empezó cuando terminó el rodaje. Al principio yo no quería que ocurriera, porque estábamos en localizaciones y pensé que no duraría. David me dijo: “Tú no me conoces. Yo soy muy fiel”. A mí me dio la risa, claro. Trabajábamos tres semanas y luego nos tomábamos unos días libres. Yo me fui a Beirut y David me siguió en su avión privado». Cuando Lean y Barbara se hicieron amantes y empezaron a compartir roulotte, Ted Sturgis abandonó el rodaje sin dar explicaciones.
15 de mayo de 1961, sobre las tres de la tarde, cuando la luz empieza a suavizarse y las sombras se alargan. David Lean se erige sobre la cima de una duna de trescientos metros de altura. En torno a él, una interminable extensión de ondulantes dunas color ocre y vermellón, salpicadas de rocas de basalto. Lean y todos los que le acompañan sobre la duna llevan sombrero y anteojos ahumados para protegerse la vista del implacable resplandor del sol y de polvaredas inesperadas. A un kilómetro de distancia, ocultos tras la cresta de otra duna, dos hombres montados en camellos esperan una orden para ponerse en movimiento.
Lean levanta el sombrero blanco y hace una seña a Roy Stevens, primer ayudante de dirección. El director de fotografía, Freddie Young, y el segundo operador, Ernest Day, se preparan para empezar a rodar. Roy manda parar. Sus ojos de lince han descubierto un vaso de papel entrando en el cuadro de la cámara. Acercarse a recogerlo y borrar las huellas de pisadas supondría paralizar el rodaje durante una hora. El viento sigue batiendo y el vaso, uno de los miles que el equipo utiliza a diario, consiente en retirarse. Despejado el panorama, Lean grita serenamente: “¡Acción!”. Los dos jinetes aparecen sobre la cima de la duna. Filmada la primera toma de Lawrence de Arabia.[14]
Cuando Lean ordenó dar la primera vuelta de manivela, Robert Bolt seguía trabajando en el guión. Por eso, el director decidió centrarse en la escena en que Lawrence descubre el desierto por primera vez y la mayor parte de las secuencias de la caminata. Según John Box, el desierto de basalto negro estaba hollado por caminos formados por los cascos de camellos a lo largo de cientos de años, guías que el equipo debía seguir para no perderse.
Con su talento para el diálogo, Bolt dio un nuevo rumbo al proyecto. El guión que empezó a emerger mantenía la estructura concebida por Wilson. El significado cambiaba considerablemente. Donde Wilson veía a Lawrence y la Sublevación Árabe desde un prisma político, Bolt se inclinaba por la penetración psicológica. Había basado su labor de documentación en la lectura de la mayoría de los libros sobre el personaje. Sin embargo, no tardó en descartar aquellas contradictorias versiones en favor del testimonio del propio T. E.: “Los siete pilares de la sabiduría”. «Me basé en su versión de lo ocurrido o de lo que él deseaba apasionadamente que hubiera ocurrido», declaró el guionista.
Bolt viajó a Aqaba para trabajar en el yate de Spiegel, el “Malhane”, un barco de 457 toneladas. Allí estuvo durante dos meses y, completada la primera parte del guión, regresó a Londres para componer la otra mitad, ante el enojo de Lean. «Como te dije en Burgenstock, nunca me han tenido tan apartado de un guión», se quejaba el director en una carta al productor, «y ahora me pasa lo mismo con Bolt».
David estaba solo en Ammán, en compañía de un pequeño equipo de producción, gente como John Palmer, John Box, el diseñador de producción, y Peter O’Toole, que estaba aprendiendo a montar en camello. «Además de sentirme abandonado a la intemperie, veo que el proyecto entero se aleja de mí», añadía. «Es una situación muy peligrosa, porque yo no soy Michael Curtiz, no puedo coger un guión un sábado y empezar a rodar el lunes».
Spiegel contestó asegurando que entendía su angustia en lo que concernía al guión. También decía que no subvaloraba «en modo alguno» su aportación. «Por eso te llevamos encadenado a Bolt. Te aseguro que no permanecerás “abandonado a la intemperie” más allá de esa fecha».
Lean supo entonces que Spiegel había dado instrucciones para empezar a rodar el 28 de febrero. El guión no estaba terminado. «Me has suplicado que “apague el disco” de la fecha de inicio, pero los últimos acontecimientos me obligan a ponértelo otra vez, por escrito esta vez. […] Me gustaría conseguir que hicieras frente a la realidad, en lugar de acusarme de frenar tu entusiasmo y tus indudables dotes para sacar las cosas adelante. Estoy contigo hasta el final, desearía que lo entendieras; me estás perdiendo día a día, como artista y como socio. No estoy enfadado, como lo estarían otros, estoy triste y no consigo entenderte».
Al día siguiente, Lean recibió una carta de Spiegel que provocó un cambio en el tono de sus misivas. «No sabes qué efecto me ha causado tu carta —la más larga hasta la fecha—. Me sentía muy desgraciado, porque tenemos muchas cosas que hacer y porque se están haciendo muchas cosas sin que yo pueda intervenir en ningún sentido, y ahora me siento involucrado de nuevo. Siento que estés tan cansado y agobiado de problemas, y espero poder empezar enseguida a aligerar tu carga». También se declaraba «anonadado» por las notas de Bolt, que encontraba irreprochables. «Por fin una persona que horada la superficie. Gracias a Dios. No sabes qué alivio siento. Me gustaría hablar con él antes de que se encarrile demasiado, pero no puedo, o sea que tendré que arriesgarme y verter en esta carta aquello que intento esclarecer».
En la sombra, como a él le gustaba maniobrar, el productor estaba llevando a la práctica su táctica de dividir para vencer. Spiegel conocía la naturaleza de la relación que unía a los directores con los guionistas. Bolt no se encontraría con Lean hasta el mes de marzo, y nunca escaparía a la supervisión del productor.
Según Phyllis Dalton, diseñadora de vestuario de la película, «todas las disputas pasaban por el filtro de Box y Palmer». Pero las cartas y las llamadas por radio no las filtraba nadie. Y en ellas, a menudo, saltaban chispas. Por ejemplo, cuando Lean criticó el tren de vida de Spiegel, éste contestó así: «Evidentemente, es un malentendido desafortunado y una demostración más de la importancia de reflexionar antes de enviar mensajes de semejante índole. En estas circunstancias no estoy de humor ni me siento capaz de dictar una carta adecuada».
El director presentó sus disculpas, aduciendo que la relación entre ambos se había hecho «demasiado personal, y en consecuencia tú te sientes dolido y yo me siento mala persona». Ello no le impedía reprocharle la dureza con que trataba a sus técnicos. «Les ofendes en su orgullo, dudas de la honradez de sus intenciones y les privas de autoestima cuando se juzgan indignos de ti. Eso crea resentimientos que tú no pareces percibir».
«Respecto a mi relación con el equipo», contestó Spiegel, «deduzco que sin pretenderlo te he convertido en abogado de los débiles, cuando yo pretendo instalarlos en un ritmo que tu consideras excesivamente rápido. Obviamente, cuando actúas así, lo considero una actitud desleal haca mí y no puedo por menos que entenderla. Es uno de esos conflictos inevitables en los que, como director que eres —forjado a base de años de resentimientos contra el productor— debes caer. Tendrá que pasar algún tiempo para que, como socio de productor, empieces a comprender cómo se sitúa la balanza de las lealtades».
Rodar en Jordania había sido idea de Lean. «Desde el principio abogué por encontrar una localización mucho más cómoda, donde tú y el equipo pudierais gozar de un clima menos inclemente y mejores condiciones de vida», recordó Spiegel. «Por ello espero que ni en tus peores momentos de agravio se te ocurra reprocharme mi yate acondicionado, que, por cierto, te ofrecí tan de buena gana como me lo ofrezco a mí mismo». Pero las quejas de David no habían terminado. Sam era su socio, pero bajo sus condiciones, no las del director.
Mientras tanto, Lean había edificado su reino en el desierto jordano. Impecablemente ataviado, con su camisa de algodón blanco y su pantalón azul oscuro, ofrecía una estampa llamativamente elegante, completamente integrada en el entorno. «Estás aquí como un general», observó Anthony Quayle. «Tienes un ejército multitudinario a tus órdenes. Estoy impresionadísimo». El director también contaba con la lealtad incondicional de su equipo. «No era tan majo como Carol [Reed], que era adorable, pero yo le quería mucho», declaró Phyllis Dalton. «Fue una experiencia extraordinaria para todos. David era implacable, pero creo que era un genio y se lo podía permitir».
El reino de Spiegel estaba emplazado en la bahía de Aqaba. Lean, vía telex, describió así el lugar: «Puerto viejo perfecto. Mar azul jamaicano. Palmeras tapan edificio nuevo. Fondeadero para caballeros navegantes». Este último punto era de vital importancia para el productor. Durante marzo y abril, Sam vivió a lo grande a bordo del “Malhane”.
A Spiegel le aterraba filmar en tierra árabe. Según Nutting, durante la primera mitad del rodaje, Sam «creía que lo iban a envenenar intencionadamente», y en la segunda, «pensaba que lo iban a envenenar por accidente». Genio y figura, Spiegel hizo de la necesidad virtud. Solicitó incluir los gastos de un barco en los costes de producción, aduciendo que el yate le evitaría dormir en suelo árabe. Como motivo oficial, describió el barco como el entorno perfecto «para celebrar reuniones de guión, además de proporcionar diversión». A Lean le molestaba la tendencia al despilfarro que veía a su alrededor.
Columbia envió el barco a Jordania y pagó los gastos derivados, que resultaron faraónicos (en el mundillo marinero corrió el chiste de que Spiegel había cargado al estudio no los gastos de flete, sino el precio de compra del “Malhane”). Los rumores, sin embargo, no respondían a la realidad: Sam era el dueño del barco. Lo adquirió en el otoño de 1960.
El productor siguió de cerca las reuniones de guión, celebradas a bordo del “Malhane”. Según Lean, «lo peor era librarse» de Spiegel. «Ahora en serio, y no lo digo por hacerme el gracioso ni por ser malo, su trabajo en el guión fue espantoso», afirmó. «No sabía nada, hacía sugerencias espantosas, cuando soltaba una, Robert [Bolt] y yo nos mirábamos, y aquello significaba que durante el resto del día tendríamos que ocuparnos de disuadirle de su idea».
A modo de ilustración, relataremos una de las muchas disputas entre estos dos titanes. El escenario es el yate del productor, el “Malhane”, que está atracado en la costa de Aqaba. «Sam», explicó un testigo, «que para empezar no estaba a gusto en Arabia, ni le gustaba gastar todo el dinero que requería el perfeccionismo de Lean, le dijo al director: “Olvídalo. No hay guión, no hay película”.
»Era lo único que David necesitaba oír. Se puso rojo como un tomate. Miró a Spiegel y dijo: “Mira, Sam. En El puente sobre el río Kwai fuimos al cincuenta por ciento. Yo me llevé un millón de dólares y tú te llevaste tres. Y cuando terminemos ésta, yo me llevaré tres millones y tú nueve. Así que vamos a dejar de fastidiar y pongámonos a hacer la película”».
El rodaje de Lawrence de Arabia fue casi una operación militar, con David Lean como comandante en jefe. Peter O’Toole recuerda claramente que, en la primera sesión de rodaje, el cineasta británico le dijo: «Peter, éste podría ser el comienzo de una gran aventura». En 1989 el director confirmaba su corazonada: «Lo fue».
Lean había elegido empezar en la más remota de todas las localizaciones, Jebel Tubeiq, una cordillera de montañas y enormes dunas de arena. El montaje logístico que requirió el traslado del material y de los miembros del personal entre Londres y el puerto de Aqaba, donde se instaló el equipo, y de ahí a localizaciones, situadas a veces a trescientas millas de distancia, creó numerosos problemas. Pero además de trasladar al desierto a todos los técnicos, actores, los cientos de figurantes beduinos y los animales, hubo que albergar al personal de avituallamiento encargado de darles de comer y de beber, así como tiendas para dormir, camiones de material, cuidadores de caballos y camellos, más las ingentes cantidades de comida y agua que necesitaban los cuadrúpedos allí reunidos.
Al principio, en Tubeiq sólo había tres actores: O’Toole, Zia Moyheddin, que encarnaba al guía de T. E., Tafas, y Maurice Ronet, que daba vida al Sherif Ali. El director estuvo cerca de un mes filmando las escenas de Lawrence y Tafas en su expedición a través del desierto. «Pasé tres meses y medio en Jordania, y de ellos dediqué siete semanas a aprender a montar en camello», explicó Moyheddin. «No había nadie a nuestro alrededor, sólo el especialista, David Lean, Peter y yo. David vivía en un cobertizo y Peter y yo en tiendas. Peter estaba en fase de autoinmolación».
Moyheddin había interpretado al doctor Aziz en una versión teatral de “Pasaje a la India” en Londres, y empezaba a labrarse un prestigio. Lawrence de Arabia era su primera película. Por las noches, O’Toole y Moyheddin repasaban el guión con Ronet. «Al principio David venía con nosotros», contó Moyheddin, «pero no tardamos en comprender que estaba desilusionado con Maurice y se olvidó de él». El responsable de contratar a Ronet había sido Spiegel, y en cuanto el actor francés aterrizó en Jordania, Lean supo que seguramente tendría que reemplazarle. «Cuando le vestí de árabe, me pareció un hombre travestido», declaró el director.
Había dos problemas: aunque Ronet se había dejado barba y bigote, se negaba a usar las lentes de contacto que debían ocultar el azul de sus ojos, porque le hacían daño a causa del viento y la arena. Este problema tenía solución, pero nada podía disfrazar su marcado acento francés, y a Lean no le gustaba la idea de doblar a uno de los personajes más importantes de la película.
Sam Spiegel contrató entonces a un actor de origen hispano-árabe, Christian Marquand.[15] «Hablaba con acento francés y tenía los ojos azules, y creo que Sam tenía alguna clase de contrato a largo plazo con él», explicó Lean. El director le dijo a Spiegel que Marquand no era el hombre adecuado para el personaje y pidió ver fotografías de posibles candidatos. El productor le envió una serie de postales de estrellas del cine egipcio, y, al verlas, se le iluminó la cara: la segunda foto era de un intérprete que parecía perfecto para el papel. En el reverso del retrato estaba escrito el nombre de Omar Sharif; además, el texto decía que hablaba inglés. Lean pidió a Spiegel que localizara a Sharif lo antes posible.
«Un día me llamaron y me preguntaron si podía entrevistarme con Spiegel en un hotel de El Cairo», recordaba Omar. «Allá me fui y me habló de la película. Yo conocía el trabajo de Lean y lo admiraba. Spiegel dijo que estaban pensado en darme un papel pequeño que aún no estaba escrito y que si podía viajar a Jordania para hacer una prueba. Pensé: un papel pequeño, que aún no está escrito, ¿y tengo que hacer una prueba? Qué gente más concienzuda. Por eso en Egipto no hacemos buenas películas. A mí no me parecía que la cosa valiera la pena, yo en Egipto ya era una estrella. Pero fui para conocer a David Lean».[16]
Sharif voló a Ammán y luego a Tubeiq. «Me proporcionó un vuelo hasta el desierto de Jordania, en Ammán, en medio de la nada, como quien dice, en un avión pequeño», recordó el actor. «Cuando miré hacia abajo no había pista de aterrizaje ni nada, sólo una figura solitaria en medio del desierto. Puede imaginarse cómo impresiona algo así visto desde el aire».
La figura solitaria era David Lean. «El avión rodó y aterrizó, y fue la primera vez que lo vi. Me dio la mano y la sacudió, mientras decía: “Hola, Omar, me alegro de que hayas podido venir”, y yo notaba que con esos ojos tan penetrantes estaba observando detenidamente mi rostro y mi perfil, y que me estaba juzgando. Luego me tomó de la mano, me llevó a la tienda de vestuario y echó a todo el mundo, diciendo que podía ocuparse solo, y empezó a repasar la ropa que había. Dijo: “¿Te gusta el negro, Omar?”. Luego me llevó a maquillaje, y empezó a caracterizarme él mismo. Primero me puso una barba, y como no me quedaba bien lo intentó con un bigote. En aquella época yo iba afeitado».
Después de conocer al director, le presentaron a Peter O’Toole. Así recordaba el actor egipcio el momento: «Peter me estrechó la mano, se me quedó mirando pensativamente y dijo: “Omar Sharif. Nadie en el mundo se llama Omar Sharif”. “Tú te tienes que llamar Fred”». A partir de entonces, Michael Shalhoub, alias Omar Shereif, alias Omar Sharif, fue conocido como “Cairo Fred”.
Irónicamente, Ronet era la única persona del equipo a la que Sharif conocía de antes. Habían entablado cierta amistad en el Festival de Cannes, donde una de las películas más sonadas de Omar, Goha, había participado en la sección a concurso. Maurice recibió al joven actor egipcio con los brazos abiertos, y pensó que éste podría ayudarle con su acento. Pero al pobre Ronet le esperaba una mala pasada. Le dijeron que el recién llegado iba a hacer un papel que aún no estaba escrito y le pidieron que le diera la réplica en su prueba de cámara, con Sharif en el papel de Auda, el personaje de Anthony Quinn.
La prueba fue un éxito: Omar Sharif aparecía gallardo en albornoz, hablaba sin acento excesivo y poseía un par de enormes ojos castaños, rodeados de pestañas largas y espesas. David Lean, sin embargo, no estaba convencido: «Creo que podría interpretar a Ali, pero no tendrá ese aura que creó Bolt, de halcón del desierto aristocrático y burlón».
Spiegel y Bolt no se mostraron de acuerdo. «Los dos pensamos que es un candidato magnífico y que tiene un aire de arrogancia nativa que a buen seguro tú también detectarás gradualmente en él», contestó el productor. «Bolt lo ha definido como “una opinión muy elevada de sí mismo”, cosa que personalmente me parece estupenda, porque creo que le ayudará en su interpretación».
Sharif regresó a El Cairo y luego viajó a Londres para hablar con los directivos de la Columbia. «Yo no tenía ni idea de para qué papel me querían», recordaba el actor, «y los directivos se aprovecharon mucho de mí porque no tenía representante. En El Cairo lo hablábamos todo por teléfono. “¿Cuánto quieres?”. “Más que la última vez”. Nadie tenía abogado. Era 1961, la televisión era una novedad».
En el despacho de Mike Frankovich firmó un contrato para hacer siete películas a lo largo de otros tantos años. El contrato también estipulaba que Columbia y Horizon Pictures utilizarían sus servicios «en igualdad de condiciones». Le dijeron que eran las condiciones habituales para los actores debutantes.
«Aquello imponía», explicó Omar Sharif. «“Chico”, me dijeron, “vas a hacer el papel de Ali. Firma aquí”. Me hicieron firmar una especie de contrato de esclavitud. Me pagaron 8.000 libras, y cuando David se enteró, se puso furioso. Además, yo tenía un lunar; algo que en Egipto se considera atractivo, pero Sam pensó que parecía que una mosca se hubiera posado en mi cara. Me lo extirpé en Londres y antes de empezar a trabajar en el filme me enteré de que Peter se había operado de la nariz. Luego me facturaron al desierto».
Sharif se presentó en el rodaje el 3 de junio de 1961. Su primera escena se rodaría una semana después, y en el intervalo tenía que aprender a montar en camello. Omar congenió de inmediato con Peter O’Toole. «Los dos eran jóvenes y un poco salvajes», declaró Phyllis Dalton. Los dos actores siguen siendo muy amigos.
A Maurice Ronet, mientras tanto, lo tenían engañado. Según explica Bill Graf: «Le enviaron a París con la excusa de que no le necesitarían durante un tiempo. Le dije a Sam que no podía hacer eso, porque [Maurice] iría por ahí diciéndole a todo el mundo que estaba haciendo aquella película tan importante. En Oriente Medio adquirió unas alfombras y se las enviaron a París. Aquello le hizo sospechar».
Maurice Ronet acabó cobrando sus honorarios completos, 50.000 dólares, a modo de indemnización, aunque la Columbia le facturó 15 libras por los gastos de transporte de las alfombras a Francia. El regateo a cuenta de aquello duró hasta el mes de octubre.
La filmación en Jordania duró varios meses, amenizados para el equipo de rodaje con el bochorno abrasador que reinaba durante el día y el frío helador de las noches, amén de tormentas de arena varias, plagas de insectos y periodos de varias semanas seguidas aislados de toda civilización. Había que traer el agua en cisternas y la comida llegaba por avión desde Inglaterra. Durante el día, el calor rondaba los 55 grados, lo que obligaba a rodar al amanecer o al atardecer, y el resto del tiempo se hacía necesario envolver las cámaras en toallas húmedas y enfriar los termómetros para que no estallasen en el intento de registrar el progreso de la canícula.
Nadie se atrevió a decir en voz alta cuán irrazonables eran aquellas condiciones de vida hasta que llegaron Alec Guinness y Anthony Quinn. Les ofrecieron las mismas comodidades que tenían los demás actores —austeros cobertizos Nissen sin aire acondicionado— y al instante pusieron el grito en el cielo, amenazando con abandonar el rodaje si no se remediaba la situación. Su actitud les sirvió para obtener caravanas de lujo. Las condiciones de O’Toole también mejoraron un poco: en vez de una silla de lona a la intemperie, se le ofreció un pequeño cobertizo, que él aceptó con presteza y utilizó hasta que su nuevo refugio salió volando en la primera tormenta de arena.
En estas circunstancias, hay que reconocer que el director de producción, John Palmer, y el encargado del catering, Phil Hobbs, obraron casi un milagro. Phil, junto con el capataz Peter Dukelow y su ayudante, Fred Bennett, tuvo que organizar la manutención y alojamiento de setenta y tres hombres occidentales, la mayoría técnicos ingleses, y ciento veinte jordanos. Lo primero que hizo fue alquilar camiones cisterna que antes servían para albergar queroseno y reciclarlos para el transporte de agua desde el oasis de El Hasa, situado a casi doscientos kilómetros. Entre El Hasa y Jebel Tubeiq no hay carreteras. Los camiones cisterna abrían sus propios caminos.
A una altura de entre 700 y 900 metros, aproximadamente, Freddie Young y sus ayudantes estaban continuamente expuestos a la aparición repentina de tormentas de arena o cualquiera de esos accidentes atmosféricos que pueden volver loco a un hombre. El plan de trabajo incluía periodos de descanso en Aqaba, donde, aunque al bochorno se unía un mayor nivel de humedad, había posibilidad de salir a nadar y comer alimentos limpios de arena.
Los sets de rodaje estaban a kilómetros de distancia del campamento base de Tubeiq. De esta forma, David Lean mantenía su paisaje limpio de huellas de neumáticos o pisadas y de vasos de plástico. «Todos los días», contaba David Tringham, ayudante de dirección, «Roy Rossoti [ayudante del director de arte] buscaba y marcaba la mejor ruta hasta el rodaje del día siguiente. A la mañana siguiente, todos los camiones se alineaban uno al lado del otro y —a una señal— salían disparados hasta la primera marca. De ahí en adelante teníamos que avanzar en fila india. El premio para el ganador era no tener que ir todo el camino tragando polvo rojo. El vehículo de David salía cinco minutos antes de que empezara la carrera, claro».
Inevitablemente, tales condiciones de vida acarrearon algunos problemas. Había un bar que se llamaba Star Tavern, sesión de cine todos los sábados y menús diarios a base de especialidades inglesas: abadejo ahumado, huevos con bacon, roast beef. Sin embargo, al cabo de tres días, Palmer empezó a recibir quejas de los trabajadores británicos: consideraban que las penurias a las que se hallaban sometidos les daban derecho a un suplemento salarial, dos guineas diarias. El 23 de mayo comunicaron sus quejas a los Sindicatos de Técnicos Cinematográficos, haciendo referencia a la incomodidad de sus alojamientos, las altas temperaturas soportadas, los víveres contaminados de «moscas y arena» y el estado de los servicios. Las negociaciones se prolongaron durante meses y, sin el apoyo de Palmer, los técnicos conquistaron su suplemento.
Anthony Quinn llegó a Uadi Rumm a finales de agosto de 1961. «No conocí a David Lean hasta que llegué a Jordania. Llegué por la tarde y quisieron que le saludara enseguida. Yo dije que no quería que David me viera sin maquillaje. El maquillador era Charlie Parker, yo ya había hecho algunas películas con él. Me pintó y le pregunté que qué pasaba con la nariz. Me dijo que ahora no me podía poner la nariz. ¡Pero yo dije que la quería en ese instante! Me improvisó una nariz y Phyllis Dalton me puso la túnica negra y azul».
Quinn recuerda su llegada a Uadi Rumm. «Había unos quinientos árabes sentados bajo los acantilados, a la sombra. Se levantaron y dijeron: “¡Auda, Auda!”. Todos me siguieron. Caminamos por la arena y entonces vi a David ensayando la escena con Peter y la daga. Yo no me moví, pero los árabes de atrás no dejaban de gritar “¡Auda! ¡Auda! ¡Auda Abu Tayi!”. David miró a su alrededor y dijo: “¡¿Pero quién es ése?! Anulad lo de Quinn y que ese hombre haga de Auda”».
No había duda: Anthony Quinn guardaba un notable parecido con los retratos y fotografías del auténtico Auda, y su forma de actuar se correspondía con la imagen que de él había ofrecido Lawrence en “Los siete pilares de la sabiduría”. Sin embargo, a Omar Sharif no le convenció del todo el tratamiento dado a tan importante personaje: «Creo que fue un error meter a Quinn en la película. Él era americano. Esa nariz falsa… se notaba, sobre todo cuando uno es un actor tan famoso como Anthony. Y el acento. Estaba un poco fuera de lugar. Lo mismo cabría decir de Rod Steiger en Doctor Zhivago. No se puede poner a un norteamericano. Tienen un estilo diferente de interpretar. Anthony era muy obvio, no era sutil».
La primera escena que interpretó Quinn también era su primera aparición en el filme, aquella en que él y su hijo (Kamal Rashid) se encuentran con Lawrence cuando éste se prueba sus vestimentas árabes. Era una secuencia clave, pero en el guión, T. E. se limitaba a desmontar del camello, sacar la daga, envainarla de nuevo y girarse de repente, lanzando la túnica al viento. La escena necesitaba un ingrediente extra. Lean le dijo a O’Toole: «Aquí falta algo. ¿Qué crees que un hombre joven haría solo en el desierto, si le dieran esas vestiduras? Ahí tienes tu teatro. Haz lo que quieras». El actor irlandés pensó que Lawrence querría verse a sí mismo. «En el desierto no hay agua ni espejos, así que tuve la idea de sacar el cuchillo y mirarme en la hoja. Aún oigo a David detrás de la cámara diciendo: “¡Chico listo!’». La revista “Mad” parodió esta escena con una viñeta de O’Toole, túnica al viento, cantando “I Feel Pretty”, la canción que interpreta Natalie Wood en “West Side Story”.
Después de tres semanas de rodaje en las ardientes marismas de El Jafr, se decretó un periodo de tres días de descanso y los figurantes beduinos recibieron permiso para marchar de visita a Ma’an, la ciudad más próxima. Todo el campamento de Jebel Tubeiq se trasladó a Uadi Rumm y a El Quweira, la población que alberga el mayor mercado de camellos del desierto.
Uadi Rumm, a unos treinta kilómetros al norte de la punta del golfo de Aqaba, está compuesta por «imponentes acantilados rojos que se elevan a dos o tres mil pies por encima del arenoso suelo rosado del desierto», explica Box. Dicho paraje prestó fondo a las secuencias del campamento de Feisal y del pozo donde Ali entrega a T. E. las túnicas blancas típicas de la vestimenta árabe. En las escenas de Quweira y Rumm intervinieron un total de tres mil beduinos y más de 1.400 camellos de raza y caballos árabes, elegidos entre lo mejor de Jordania. Entre los animales, y las necesidades de la población beduina, el volumen de agua consumido se elevaba aproximadamente a los 160.000 litros diarios. Todo un problema.[17]
La vida en el desierto jordano no tardó en producir su propia rutina. La mayoría de los actores y técnicos cenaban y a continuación tomaban unas cuantas copas, o en el caso de O’Toole y Sharif, bastantes. «Era como estar en el Ejército», contó el actor egipcio. «Nos sentábamos en el bar y nos emborrachábamos todas las noches. No había otra cosa que hacer».
El equipo trabajaba veintiún días seguidos y descansaba tres. «Algunos se iban a Ammán, otros a Jerusalén», recordaba Omar. «Peter y yo íbamos a Beirut porque era un lugar de perdición. Viajábamos en avión privado y tomábamos pastillas de dexedrina para mantenernos despiertos. No queríamos perder tiempo. Nos divertimos, aunque estábamos todo el tiempo borrachos. Bebíamos, jugábamos, entrábamos en los cabarets, íbamos con mujeres. Una vez perdimos el avión de vuelta».
En aquella época, la capital de Líbano era una ciudad vibrante y cosmopolita, a la que llamaban “la ciudad del pecado de Oriente”. Allí, O’Toole seguía al pie de la letra un consejo de Nutting: «En Beirut y fuera de aquí podéis hacer lo que queráis, pero en Jordania, si no os mantenéis serenos, tendréis que salir por piernas». El actor irlandés, obediente, apuraba sus días de ingesta etílica.
Freddie Young presenció una de aquellas descomunales borracheras. «Tuvimos una cena especial en Beirut, organizada por Sam, estaba todo el mundo, menos Peter». El anfitrión preguntó por el actor y Young lo encontró bebiendo en la barra. «Conseguí traérmelo, pero de primer plato había sopa de cebolla francesa. Como estaba borracho, tomó una cucharada de aquella sopa hirviente y se le pegó al paladar un trozo de queso. Soltó una obscenidad y salió corriendo».
David Lean, en cambio, no era aficionado a la vida social. «En el set no había mujeres, sólo Barbara Cole y la mujer de Eddie Fowlie, que tenían un campamento para ellas solas. David no se relacionaba, la verdad. Él estaba con Barbara». En realidad, el cineasta británico fue el único miembro del equipo que se adaptó perfectamente al desierto, quizás a causa de su temperamento ascético. Sólo él actuaba como si no hiciera calor. «Trabajábamos dos o tres semanas seguidas», explica Box, «y luego nos tomábamos dos días libres y nos íbamos a Beirut, que en aquellos tiempos era una ciudad maravillosa. Una vez, David me dijo: “¿Sabes, John?, vivimos como príncipes”. Y no lo decía por alardear».
Peter Newbrook, operador de la segunda unidad, recuerda que Peter O’Toole era aficionado a las bromas pesadas, y que una noche derribó las tiendas de los técnicos cuando éstos dormían. «Después de pasarte un día entero trabajando duramente, bajo un sol abrasador, aquello no tenía gracia».
En cuanto a los demás actores, había de todo. Anthony Quayle era una estupenda compañía, aunque detestaba su papel. «Pensaba que estaba interpretando a un idiota», explicó Lean. Alec Guinness nadaba en el golfo de Aqaba y hablaba de Shakespeare. Sharif dijo de él: «Sólo abandonaba su reserva para hablar de su profesión. Sólo se abría con el estímulo de la interpretación».
Los actores iban y venían, todos salvo O’Toole y Sharif. Lean llegó a encariñarse considerablemente con ambos, y alentó la amistad entre ellos, porque en la película también eran amigos. David percibía que Omar era dado a los nervios y procuró que se sintiera cómodo. Con Peter, en cambio, se mostró muy duro, aunque el actor irlandés jamás rechistó. Estaba decidido a desmentir la fama de estrellita caprichosa que se había traído de Inglaterra. Lean se aprovechó de su determinación y le presionó hasta el límite de su resistencia física para conseguir el máximo realismo, sometiéndole a una serie de pruebas que hubieran acabado con el masoquismo del verdadero Lawrence.
Un ejemplo perfecto es la escena donde T. E., acompañado por los dos muchachos, atraviesa el desierto del Sinaí en dirección al Canal de Suez, en plena tormenta de arena. Una máquina de viento se encargaba de arrojar arena a la cara de O’Toole, y Lean quería mostrar que la naturaleza masoquista de Lawrence le permitía mantener los ojos abiertos. Lo repitieron veinte veces, por deseo del director, hasta que O’Toole logró terminar una toma sin pestañear. Incluso David quedó impresionado. «Yo intentaba enseñarle disciplina», explicó el exigente cineasta británico, «y le dije que en tres meses sería capaz de soportar cualquier cosa con los ojos abiertos. Peter lo hizo en tres semanas, sólo para demostrarme que lo podía hacer». El actor tenía unos ojos extremadamente sensibles y el médico le había recomendado no exponerlos mucho al sol…
A principios de 1961, antes de que hubiera empezado la filmación, Horizon y Columbia emitieron una nota de prensa conjunta que decía: «Lawrence de Arabia es la primera producción cinematográfica que empieza a rodarse sin presupuesto. Columbia, que se encargará de la distribución internacional, ha acordado que gastará lo que sea necesario hasta que se cumplan todos los objetivos de la producción».
Esto no era del todo cierto, y a medida que progresaba el rodaje en Jordania, lo fue cada vez menos. Aunque los directivos de la Columbia confiaban plenamente en Spiegel, y también en Lean, no tardaron en comprender que el asunto iba a salir bastante más caro de lo que habían calculado. El 6 de junio, cuando aún no hacía un mes del comienzo del rodaje, Leo Jaffe, máximo responsable de la Columbia en Nueva York, envió personalmente un télex a Mike Frankovich en Hollywood. Bill Graf le había advertido que los gastos de Lawrence de Arabia podían elevarse hasta los diez millones de dólares.
Jaffe decía en su nota: «Información sorprendente según recientes conversaciones con Spiegel que dio como cifra máxima tres millones». Jaffe pensaba que Sam los estaba toreando y recomendaba intentar terminar la película por un coste máximo de ocho millones de dólares, y cerrar el rodaje en Jordania antes del 11 de septiembre. Spiegel reaccionó enviando un telegrama a Lean, instándole a apresurar el ritmo de trabajo, si no querían padecer las consecuencias.
Las amenazas subieron de tono cuando Robert Bolt regresó a Inglaterra. Nada más aterrizar en las islas, el guionista tuvo la feliz idea de conceder una entrevista a Atticus, columnista del “Sunday Times” de Londres, donde describía Lawrence de Arabia como la empresa más gigantesca desde la construcción de las pirámides. En palabras de Bolt: «La vida en el set de rodaje era un choque continuo de monstruos egomaníacos que desperdiciaban más energía que los dinosaurios y que vertían ríos de dinero sobre la arena».
En cuanto leyó el artículo, «Sam envió un cablegrama diciendo que si no acelerábamos, tendría que venir con una escoba muy grande a barrerlo todo», recordó Lean sonriendo. «Así pues, pedí a los de atrezzo que me consiguieran una escoba muy grande y me filmé a mí mismo en el desierto en 35 mm, barriendo la arena y luego dirigiéndome a la cámara, apuntando hacia ella con un dedo y diciendo: “Ven aquí, mamón”, o algo semejante, “e intenta hacer mi trabajo. No durarías ni una hora”». La anécdota suena muy inocente, pero el director remataba su relato con cierto deje de regodeo complacido: «Me imagino que al viejo Spiegel, sentado en una sala de proyección de Londres, no le gustó oír aquello».
«A David no se le metía prisa», explicó Barbara Cole. «Yo le he visto mirar por el visor durante cuarenta y cinco minutos, hasta que yo le daba una palmadita en el hombro y le decía que la gente estaba esperando. Y entonces decía: “Dios, ¿he estado con esto todo este tiempo?”. Estaba como en trance». Eso sí, según Freddie Young, pese a su fama de perfeccionista obsesivo, Lean era un director extremadamente frugal: «David sólo rueda lo que quiere. No deja nada para que lo corten o preparen una escena opcional. Dirigía y fotografiaba las escenas para que sólo se pudieran montar de una manera. Y como las preparaba tan bien, muchas veces no tenía que repetirlas más de dos o tres veces».
Quienes asistieron al rodaje cuentan que las batallas entre director y productor alcanzaban, en sus mejores momentos, tintes épicos. Aparte de su ambición, su perfeccionismo y su afición a las faldas, Lean y Spiegel eran dos personalidades radicalmente opuestas: Lean inglés, cuáquero, apuesto, nervudo, esbelto y tímido; Spiegel centroeuropeo, judío, sociable y rechoncho. El uno preocupado por la calidad artística, el otro por la rentabilidad económica. Y los dos radicalmente independientes. ¿A alguien le extraña realmente que del choque entre estos dos hombres saltaran chispas?
Según Omar Sharif, «Sam pensaba que la gente trabaja mejor cuando se siente presionada. Recuerdo que envió a David un famoso telegrama que decía: “Nunca tan poco se rodó en tanto tiempo y tan mal”. En ocasiones venía a Aqaba en su yate, y David a veces pasaba el fin de semana con él. Pero Spiegel casi nunca venía al set. En los últimos tiempos de Jordania, fui a Aqaba a ver a Sam. Me preguntó por qué mantenía la cabeza erguida como un jefe de camareros. Era su forma de presionarme».
Corrían los primeros días del mes de agosto. Lean mantenía su habitual lista de agravios contra Spiegel, pero su ira se desviaba gradualmente hacia Bolt. Cada vez que asistía a una proyección, el guionista escribía una carta «desmenuzando cada declamación de cada frase. No ha terminado su primera película», se quejaba el director, «y ya se ha catapultado a una posición que le permite no sólo hablarme con condescendencia, sino orientar la dirección de esta película». También acusaba al productor de convertir a Bolt en su tutor. «Ahora escribe directamente a los actores, con copia para mí; te ruego corrijas esta situación. Me puede escribir cuanto quiera, pero te ruego me permitas transmitir a los actores lo que considere oportuno».
«Bolt estuvo en la proyección conmigo», le explicó Spiegel a Lean. «Te lo digo de verdad: salió francamente impresionado. En aquellas circunstancias me pareció preferible no darle indicación alguna de tu acritud pasada; debes recordar que él no es consciente de sombra alguna en su relación contigo. Recuerda que sigue enviándote notas porque no sabe de tu enfado». La aclaración surtió efecto. Bolt y Lean empezaron a colaborar. Y Spiegel se abstuvo de atizar el fuego de la discordia. Décadas más tarde, curiosamente, David no guardaba recuerdo alguno de su enfado contra el escritor. Sólo recordaba sus problemas con Sam; su última visita a Jordania, por ejemplo, cuando el productor posó ante la cámara «acariciando los camellos, mirándome, acariciándome a mí y paseando con los actores».
En aquellos días, Lean estaba enfadado con Spiegel porque éste quería obligarle a abandonar Jordania. Pero en opinión de Phyllis Dalton, David necesitaba a Sam: «Sin él se hubiera muerto en el desierto». Lean se había enamorado de Wadi Rumm, igual que el resto del equipo. Era un lugar más romántico y espectacular que otras localizaciones jordanas, puntos como Jebel Tubeiq y El Jafr. John Box habló de sus «imponentes acantilados encarnados, elevándose dos y tres mil pies sobre la arena rosácea del desierto». Para Kevin Brownlow, el cineasta británico utilizó el lugar «como John Ford Monument Valley, al que se parece vagamente». Resultaba difícil no emocionarse ante el Gran Cañón de Oriente Medio. «La enormidad de las rocas en comparación con el tamaño de la gente te obligaba a dar una nueva perspectiva a las cosas», declaró Dalton.
Cuando Nutting llegó a Wadi Rumm, los miembros del equipo acababan de sufrir una tormenta de arena. Lean fue la primera persona a la que vio, cubierto de polvo de pies a cabeza. «Era como si acabara de estar con un maquillador que se hubiera entusiasmado», describió el diplomático. «Le pregunté: “Bueno, ¿qué piensas ahora de mi desierto?” Temí una explosión tremenda». Pero el director contestó: «Anthony, te quedaste corto en todo». Para Nutting, Lean era «otro inglés que se había vuelto loco en el desierto».
Con opiniones como ésta, Spiegel tenía motivos para preocuparse. Para Roy Stevens, «creo que era una de esas situaciones en las que había que decir: “Venga, niño, la acción tiene que continuar”. Sam pensaba que si no decía hasta aquí hemos llegado, [Lean] seguiría allí todavía, filmando paisajes bonitos».
Spiegel, que pasaba el rodaje a bordo de su yate sobre el Mediterráneo, consiguió arrancar a Lean de las arenas del desierto al cabo de cinco meses de trabajo. El rodaje jordano se suspendió el 28 de septiembre de 1961. Era el día 117 de filmación. Corren distintas versiones sobre lo que ocurrió exactamente, pero parece que las causas de la suspensión fueron varias. Para empezar, Bolt tenía que terminar la segunda parte del guión y Lean se estaba quedando sin escenas que filmar. Por otro lado, la recomendación de Jaffe se había seguido casi al pie de la letra: la Columbia comprendía el interés de cerrar la localización jordana y terminar la película en España.
Otra razón aducida es que Spiegel acabó sucumbiendo a los nervios que le producía el hecho de rodar en un país árabe. Según John Box, cuando se tomó la decisión, «David se puso a gritar y hubo que sacarle a rastras de su roulotte». Anthony Quinn ofreció una versión completamente opuesta de los hechos: «Yo estaba allí cuando David le dijo a Spiegel que iba a suspender el rodaje e iba a volver a Londres para trabajar en el guión con Bolt. Sam se quedó de piedra, literalmente. Pero él no podía controlar a David, nadie podía. Sam tuvo que aguantarse. David dijo que iba a suspender el rodaje, costara lo que costara». «David se puso furioso, por supuesto», recuerda Barbara Cole, «porque aún le quedaban escenas que rodar en Petra. Pero no podía hacer nada, porque no quedaba dinero y el guión estaba incompleto. Y Robert Bolt estaba en la cárcel». La primera parte de la aventura tocaba a su fin.
El encarcelamiento de Robert Bolt tampoco alivió la situación. El dramaturgo era un pacifista convencido y uno de los dirigentes del CND, el comité para el desarme nuclear, en Gran Bretaña. En los reivindicativos tiempos de la guerra fría, el dramaturgo era uno de los artistas, intelectuales y políticos que acostumbraban a concentrarse en Trafalgar Square y celebraban “sentadas” delante de la policía. El 17 de septiembre de 1961, Bolt fue detenido junto a Bertrand Russell, John Osborne, Arnold Wesker, Vanessa Redgrave y otros miembros del Comité de los Cien en una manifestación antinuclear que se celebró en Trafalgar Square y estuvo a punto de paralizar la ciudad de Londres. Ese día, la policía detuvo a 1.314 personas, el mayor arresto masivo de la historia en Inglaterra. El motivo: la manifestación se había realizado sin respetar los procedimientos administrativos de demanda de autorización.
La justicia inglesa se hizo cargo del asunto y llamó a treinta y dos organizadores para hacerles la siguiente propuesta: o reconocían que habían incumplido la ley o iban a prisión. Bolt y sus compañeros, considerando que el proceso formaba parte de una campaña contra el CND, rechazaron el arrepentimiento y fueron declarados culpables de desobediencia civil y condenados a un mes de cárcel en Drake Hall, Staffordshire.[18]
Spiegel no aceptó de buen grado la “broma”. Es más, cuando se enteró de que su guionista estaba en la cárcel, se puso hecho una furia e inundó al escritor de telegramas. El compañero de celda de Bolt, el escritor Christopher Logue, lo recordaba así: «Todos los días llegaban coches llenos de abogados y empezaban a discutir con Robert. Luego, un día llegó un Rolls-Royce azul enorme —Spiegel en persona— y Robert desapareció».
El productor sabía de qué pie cojeaban los directivos de la Columbia, y la vinculación de su guionista con una causa izquierdista podía perjudicarle. No quería que pensaran que Horizon Pictures se había arrimado al Michael Wilson de la escritura inglesa. El productor reaccionó como solía: implacable, pero eficaz, interpretando una de esas escenas que le habían hecho famoso en Hollywood, cuando se decía de él que era capaz de hacer cualquier cosa salvo una película. Dicen que amonestó así a Robert Bolt: «O sea que estás dispuesto a permitir que esta gente pierda su trabajo y miles de dólares para que tú puedas ir al cielo cuando te mueras».
El truco funcionó. Quince días después, Bolt accedió a firmar una declaración en la que se retractaba de su actitud y se comprometía a no participar en futuras manifestaciones. El dramaturgo fue puesto en libertad tras cumplir catorce días de condena, y, nada más salir, Spiegel le invitó a una carísima comida en el Berkeley Hotel de Knightsbridge, para celebrar su puesta en libertad. Para el bueno de Bob, «fue el momento más ignominioso de mi vida. Accedí a salir, pero sé que fue un error».[19] Durante seis meses apenas consiguió mirarse al espejo. Entregó el dinero que había ganado al Center 42 de Arnold Wesker, una organización que «acercaba el teatro a la gente real actuando en fábricas y asociaciones de trabajadores». Mientras tanto, el dramaturgo viajó a Madrid para terminar el guión junto al director.
Los crecientes gastos del rodaje en Jordania habían vaciado hasta tal punto las arcas de Spiegel que se decidió buscar una localización más económica. El país elegido fue España, que al parecer también albergaba una buena partida de los fondos congelados del producto; además, había zonas que podían pasar por desierto, y monumentos árabes que ayudarían a recrear las ciudades de Oriente Medio.[20]
Eddie Fowlie recuerda que uno de los últimos planos rodados en Jordania consistía en camellos recortados contra la espectacular inmensidad del desierto. Lean exclamó: «¡A ver en qué parte del mundo hay algo así!». En realidad, al cineasta británico no le apetecía abandonar el desierto y se quedó un tiempo en Wadi Rumm tras la partida de sus compañeros. «Cuando llegó el momento de marcharse», explicó Spiegel, «estaba casi al borde de las lágrimas. Como si hubiera heredado parte del misticismo de Lawrence, de su amor por el desierto».
Fowlie era el encargado de coordinar el transporte de todo el material a España. Spiegel fletó un vapor y cargó casi todos los enseres a bordo, incluidos roulottes, generadores y los camellos y corceles “protagonistas”. La parte más pintoresca y olorosa de la carga consistía en un centenar de camellos disecados. Fowlie había comprado las pieles en un matadero y las había rellenado con paja, para disponer de ellos “por si acaso”. El director los necesitaba para los planos posteriores a las batallas.
Lean sintió mucho abandonar Jordania, un nuevo motivo de agravio contra su socio. Poco importaba el hecho de que John Box aconsejara el traslado. «Allí nunca hubiéramos podido construir El Cairo ni Damasco», declaró el diseñador de producción. El equipo estaba agotado y estaban perdiendo elementos.
David nunca dejó de pensar que el traslado a España había sido un error. Intuía que la decisión tenía algo que ver con el hecho de que se trataba de dinero judío que estaba cayendo en manos del enemigo. «Le podían haber acusado de traidor [a Sam]», insistió el director. «Siempre he pensado que lo coaccionaron muy diplomáticamente, y ya no volvimos a Jordania». No le faltaba razón: por dar tanto dinero a un estado árabe, Spiegel estaba dando que hablar. Pero había una razón más importante: el presupuesto se había disparado y la expresión “gran espectáculo” se había convertido en malsonante en algunos estudios de Hollywood. Catástrofes como Rebelión a bordo o Cleopatra estaban minando la reputación del género épico.
Los jordanos creían que ningún hombre blanco sería capaz de aguantar un verano en el desierto. El equipo de Lawrence de Arabia había demostrado que se equivocaban. Pese a la deshidratación causada por el calor, la disentería, pese a la media de siete kilos perdidos por cada miembro del equipo, la compañía emprendió el regreso exhausta pero triunfante, y disfrutó de un periodo de descanso de seis semanas. El éxodo de suelo jordano tuvo lugar el 1 de octubre de 1961.
Guinness y Quinn aprovecharon el receso para hacer otras películas. Spiegel obligó a Sharif a acompañarlo a Inglaterra para evitar su retención en Egipto. Bolt se aprestó a terminar la segunda parte del guión. Y O’Toole ingresó directamente en el hospital, decidido a reponer fuerzas. «Cuando salí del hospital me volví loco. Normal, después de seis meses en el desierto. Acabé en la cárcel, en Bristol. Bristol, precisamente; pensé que allí estaría bien. Era mi segunda condena de cárcel y a la gente del equipo le molestó. Con una película así no se hacen esas gracias». El actor irlandés había sido detenido por conducir bajo la influencia del alcohol. Le impusieron 75 libras de multa y le retiraron el permiso de conducir durante un año.
La unidad se reunió de nuevo en Sevilla el 18 de diciembre de 1961. Allí se presentó Jack Hawkins, dispuesto a encarnar a Sir Edmund Allenby; el actor se había afeitado la parte de arriba de la cabeza, dejándose unos pocos cabellos ralos, para parecerse a las fotos del mariscal inglés. Sir Donald Wolfit dio vida al general Murray, el inepto predecesor de Allenby. Sir Alec Guinness regresó del rodaje de The Mutineers, igual que Anthony Quayle. Claude Rains llegó procedente de Roma para asumir el papel de Dryden, el astuto y erudito responsable civil del Arab Bureau, la división de Información del Gobierno inglés en El Cairo, el hombre que lanza a Lawrence a su aventura árabe. Y Anthony Quinn se reincorporó al estelar reparto una vez cumplida su labor en Réquiem por un campeón, filmada en Nueva York.
El equipo se alojó en hoteles con todos los servicios, como el lujoso Alfonso XIII. Este establecimiento de estilo mudéjar, construido a finales de los años veinte con suntuoso patio interior, también iba a representar el Club de Oficiales de El Cairo. La Capitanía de la Plaza de España, la inmensa explanada de edificios construida en estilo mudéjar para la Exposición Iberoamericana de 1929, se convirtió en el cuartel general del general Allenby en El Cairo. Box transformó un antiguo casino en el Ayuntamiento de Damasco, y en los edificios de la Plaza de las Américas localizaron edificios municipales de Jerusalén.[21]
Atrás quedaban las tiendas y roulottes del desierto jordano. Ahora disponían de hoteles, pisos y restaurantes modernos. Ya no hacía falta luchar con las moscas para llegar a los víveres. Había agua potable al alcance de todos. Al contingente de sesenta y cinco técnicos británicos, más dieciocho actores con diálogos, se unió un número equivalente de trabajadores españoles. En escenas como la entrada de Allenby en Damasco participaron hasta dos mil figurantes autóctonos.
Edmond O’Brien llegó a España en enero de 1962 para hacerse cargo del papel del periodista norteamericano, Jackson Bentley. El rol estaba basado en Lowell Thomas, pero cuando Robert Bolt reemplazó a Michael Wilson en el guión, el personaje cambió de nombre y perdió importancia. Edmond debía rodar en Sevilla, Almería y Marruecos.
Después de rodar unas cuantas escenas, O’Brien aprovechó una pausa en su plan de trabajo para regresar a Los Ángeles, donde sufrió un ataque al corazón. No había forma de prorrogar su calendario de sesiones hasta que estuviera en condiciones de regresar al trabajo, y de todas formas ninguna compañía aseguradora estaría dispuesta a darle cobertura.
Había que encontrar un sustituto enseguida, y Lean pidió consejo a Quinn. «Propuse a Arthur Kennedy, que a mí me parecía el mejor intérprete de Estados Unidos», explicó el actor de origen mexicano. Kennedy, que acababa de encarnar a Poncio Pilatos en Barrabás, junto a Anthony, estaba disponible, y a finales de febrero se trasladó a España para interpretar al oportunista corresponsal norteamericano.
Por esas mismas fechas, Jose Ferrer vino de la India para encarnar a uno de los villanos más malévolos de la historia del cine, el Bey turco, gobernador de Deraa, el hombre que hace azotar a Lawrence. También se incorporaron al reparto Howard Marion Crawford en el papel del oficial inglés que abofetea a T. E. en el Hospital Turco de Damasco, y el español Fernando Sancho en el papel del brutal sargento del Bey. El reparto de Lawrence de Arabia había alcanzado proporciones épicas.
En Sevilla las cosas empezaron a mejorar. Ahora tenían cuartos de baño, agua corriente y otras comodidades inexistentes en el desierto, pero entre los miembros del equipo siguió dominando un clima de intensidad y concentración. La causa:
David Lean. Ni siquiera en aquel entorno más benigno rompió el director su severo régimen de trabajo. Su perfeccionismo seguía intacto, con detalles como pasarse un día entero esperando a que unas moscas quisieran posarse sobre un mapa.[22]
Para que los espectadores se impregnaran del ambiente sofocante de una oficina del Estado Mayor Británico en El Cairo, la toma se repitió varias veces mientras los técnicos intentaban atraer a un pequeño grupo de desobedientes moscas hacia el mapa y, a ser posible, hacia el pincel que blandía Peter O’Toole. Continuaron repitiendo pacientemente hasta que cuatro moscas atravesaron audazmente el mapa del desierto. El equipo estalló en vítores. Peter se había visto eclipsado por la interpretación de un grupo de moscas.
A Lean no le agradaba que en sus rodajes reinara un ambiente festivo. En especial no le gustaba que los actores hicieran chistes o hicieran el tonto entre tomas, porque prefería conservar el clima de la escena. Una vez, Hawkins, después de hacer una interpretación maravillosa, ejecutó una pequeña danza, girando el albornoz de O’Toole sobre su cabeza. El director no encontró simpática aquella muestra de frivolidad.
Y nunca fue el ambiente más grave que cuando Lean llegó al set para rodar la escena en que los turcos interrogan y azotan a Lawrence en Deraa. John Box había construido un decorado extremadamente austero. Era el 12 de marzo de 1962, y Jose Ferrer acababa de llegar para interpretar al Bey turco. Según Ferrer, el panorama era «como estar en la iglesia. Era un ambiente de mucho silencio, mucha concentración e intensidad. Apenas hablábamos entre nosotros. Era como formar parte de un terceto de cuerda».
El lunes, Ferrer se presentó en los departamentos de maquillaje y vestuario. «Aquellas botas eran mías. Me las ponía mucho para montar y me las hicieron a medida en Maxwell, en Savile Row. Estaban tan lustrosas que me servían de espejo para afeitarme. El martes hice la escena corta en la calle. El miércoles y el jueves rodamos la escena de la violación. El viernes esperamos el informe del laboratorio y el sábado volví a Londres».
El actor recordaba que se le pidieron cosas un tanto curiosas: «David me pidió que tosiera, y también quería un primer plano de las botas, conmigo de puntillas. Luego quiso hacerme un primer plano de la boca, que tenía que tener aspecto lascivo, pero yo no podía parar de reír, y eso le molestaba».
Cuando Ferrer abandonó el rodaje, Lean rodó la escena en que Omar Sharif espera a la puerta del edificio turco, y luego la escena donde se lleva a O’Toole. Más tarde, el director expresó su insatisfacción con esta parte de la película. A Bolt le escribió: «El final de la escena del Bey —donde teníamos que haber aguantado un momento más para explicar que el Bey le había forzado— se les escapó al noventa por ciento de los espectadores. Nuestro fracaso dentro de un filme en particular se debe, creo, a no preocuparnos lo suficiente y acomodarnos en una actitud de decir, bueno, si no lo entienden, que no lo entiendan… y que les den».
¡Problemas, problemas, problemas! España era mejor que Jordania, pero si se habían trasladado hasta allí era por su parecido con el desierto árabe, por su aridez, casi tan insoportable como su referente. De ahí la sorpresa cuando, nada más reiniciarse el rodaje, se encontraron con una serie de inundaciones, las peores que vivía Sevilla en cien años. Y después de Jordania, la visión de un camello chorreante de agua de lluvia era motivo de risa histérica.[23]
Los extras eran otro tema. En Sevilla, Lean contrató a Pedro Vidal para que colaborara en las escenas multitudinarias, pues trabajar en las calles y edificios de Sevilla no era cosa sencilla. Según Vidal, «el gobernador militar era un hombre arrogante que nos complicaba mucho la vida. Necesitábamos su oficina como decorado, y los pollos de Sevilla no dejaban de cacarear, así que hicimos que un equipo de personas les retorciera el pescuezo».
Tampoco era fácil organizar y motivar a la multitud. Cuando Vidal tuvo que pedirles que vitorearan y agitaran los brazos con entusiasmo al entrar Allenby en la ciudad, se mostraron muy apagados. Había que darles una razón auténtica para vitorear. No sabían simularlo. «No podíamos decirles que era Lawrence de Arabia», explicó Vidal. «David me dijo que les dijera que era Charles Dickens. Pero ellos no sabían quién era Dickens, ni siquiera quién era Cervantes. De forma que les dijimos que era Antonio Ordóñez, un torero famoso, y entonces gritaron como locos».
En España, todo el equipo intentó integrarse en la vida nocturna. Peter O’Toole, en compañía de April Ashley, su amigo transexual, y Omar Sharif, se entregaba a borracheras de tres o cuatro días… o noches. Después de hacer su ronda de bares, acababan en un nightclub, donde pasaban la noche bailando y bebiendo. A veces, Sharif se quedaba con O’Toole hasta que el actor inglés perdía el conocimiento de tanto beber, sin apartarse de su lado por si acaso ocurría algo grave.
¿Pero quién era esa tal April, a quien O’Toole había tomado tanto apego? Después de una dolorosa operación en Casablanca, George Jamieson había reaparecido en la movida londinense con el nombre de April Ashley y se ganaba decentemente la vida como modelo. Había conocido al actor irlandés en Chelsea y volvió a verle en Villa Verde, una casa alquilada por la heredera Bobo Sigrist en las afueras de Marbella, perteneciente a la hija del general Franco, Carmen, Marquesa de Villaverde. O’Toole le presentó a Omar Sharif y los tres acabaron volviendo en el coche de Peter a Villa Antoinette, donde se alojaba Ashley. Los tres se hicieron amigos rápidamente, y cuando los dos actores volvieron a Sevilla tras el periodo de descanso, Ashley los siguió. Sin embargo, su amistad con O’Toole era perfectamente casta.
El fin del periplo sevillano marcó también la disolución de parte del reparto. Claude Rains y Jose Ferrer dieron por finalizado su cometido en la película, y Jack Hawkins prácticamente igual, salvo por una escena del comienzo que se filmaría más tarde en Inglaterra.
El 19 de marzo de 1962, después de tres meses de rodaje en Sevilla, la unidad emprendió otro aparatoso traslado hacia Almería. En cuestión de una noche, un tren especial transportó a todo el personal entre la ciudad hispalense y la nueva localización, mientras un convoy de cuarenta y ocho camiones se ocupaba de trasladar accesorios de atrezzo, trajes y material técnico. Un segundo tren de carga se encargó del traslado de las roulottes empleadas en el desierto de Jordania, junto a tres Rolls Royce de 1916 y motocicletas de la misma época.
En Jordania, los directores de la segunda unidad eran André Smagghe y Noël Howard. En España se unió a ellos Andre de Toth, un húngaro de sesenta y dos años que había estado casado con Veronica Lake. Su rasgo distintivo era el parche negro que le cubría un ojo, y si alguien osaba preguntarle cómo había perdido el ojo, el cineasta contestaba: «A veces visito la tumba del hombre que lo sabe». André era un aventurero; a veces, para diversión del equipo, se desnudaba íntegramente, salvo por el parche, y recorría a nado la playa de Almería.
En aquellos tiempos, la ciudad era poco más que un pueblo de pescadores. El paisaje era casi yermo. Hacia el interior había montañas y vastas extensiones de dunas de arena. Lean decía que las playas tenían color de piel de asno, y Fowlie tuvo que ingeniárselas para mejorar su aspecto con arena amarilla importada. También importaron 129 camellos del norte de Africa. Después del rodaje, cinco de ellos fueron a parar al Zoo de Barcelona, doce murieron, treinta los vendieron a una fábrica de enlatados y el resto a agricultores vecinos. El 20 de marzo, el equipo tomó posesión de un punto de la carretera de Níjar a 20 kilómetros de Almería. Al día siguiente se reanudó el rodaje. Filmaron las secuencias de la tienda de Feisal y la de Auda. Para la primera, reclamaron al actor inglés Henry Oscar como recitador del Corán.
En un puerto de montaña cercano a Tabernas, una inundación repentina, causada por unas lluvias intempestivas en las montañas del norte, estuvo a punto de arrasar por completo el set de rodaje. Un muro de agua descendió por las paredes del cañón, obligando a actores, figurantes, camellos y caballos a precipitarse colinas arriba, e inundando la roulotte de David Lean antes de que pudieran remolcarla a un lugar seguro.
En otro puerto de montaña, tres kilómetros al norte de Carboneras, en el punto en que el cauce seco del río Alias forma un abanico aluvial, el jefe de constructores, Peter Dukelow, convirtió en realidad la ciudad Aqaba diseñada por John Box. El decorado no era más que una ilusión maravillosa: una serie de fachadas falsas estratégicamente diseñadas, con los cañones gigantes, que sólo podían tomarse desde un ángulo.
Como material emplearon principalmente piedras encontradas en un cauce seco que discurría hacia el mar a través de una garganta. Además de resultar económico, el lugar ofrecía un terreno despejado para los caballos y camellos que se lanzaban sobre Aqaba. Sobre casi trescientas estructuras independientes, incluido un campamento militar a las afueras de la ciudad, pendían dos cañones de gran tamaño que miraban hacia el mar.
La atronadora carga árabe, con 150 camellos y 450 caballos atravesando el campamento turco, atrajo a multitudes de curiosos, aldeanos que recorrieron hasta cien kilómetros a lomos de asnos, mulos, caballos, bicicletas y carros para presenciar el mayor espectáculo gratuito de sus vidas. Como había sucedido en Sevilla, los gitanos de la zona, descendientes en su mayoría de moros y por tanto de rasgos árabes, ejercieron de figurantes.
Durante la filmación del ataque, Anthony Quinn venció su miedo a los caballos y cabalgó a lo largo de media milla, cámara en pos. Mientras que Peter O’Toole, montado a lomos de un camello, estuvo a punto de resultar gravemente herido por culpa de una pistola que disparó perdigones a pocos centímetros de su cara.
El descarrilamiento del tren era una cuestión aparte, y de él se ocupó un equipo de segunda unidad. Lean quería rodar la secuencia en Jordania, pero tuvo que conformarse con el Cabo de Gata. Fowlie recuerda que antes de empezar a rodar tuvieron que construir la vía, traer los trenes en camiones, alejar del lugar a docenas de gitanos y arrancar miles de arbustos. Los atrecistas «robaron una locomotora una noche, la hicieron rodar por la vía y estuvieron a punto de estrellarla. Por la mañana la encontramos al otro extremo de la vía». El encargado del sonido, Win Ryder, ávido de perfección, viajó a Almería sólo para registrar los traqueteos y silbidos de una auténtica locomotora de vapor.
En las dunas de arena cercanas al Cabo de Gata se instalaron varios kilómetros de vías férreas para las secuencias que muestran los ataques de Lawrence a los trenes turcos. La Renfe suministró dos máquinas locomotoras de época, una alemana y otra belga, ocho vagones de pasajeros, catorce furgones para caballos, dos para equipaje y uno para guardias. Retiraron todos los vehículos de la línea de Almería, Alhama y Santa Fe y los cargaron en camiones para trasportarlos al lugar de rodaje, donde hubo que construir una carretera de acceso de un kilómetro y medio de largo. También trazaron complicados planes para hacer saltar por los aires las máquinas y descarrillar los vagones en las escenas cumbre. Era una de las operaciones de “sabotaje” más delicadas de la película, y no había lugar para una segunda toma.
El capataz Peter Dukelow y el experto en efectos especiales Cliff Richardson, que ya había volado El puente sobre el río Kwai, prepararon la escena con todo cuidado.
El 20 de junio de 1962, el maquinista Emilio Noriega puso el mecanismo a toda potencia y luego saltó del tren hacia el lado contrario de donde caían los vagones.
En comparación con Jordania, las condiciones del rodaje en Almería eran casi benignas. Pero seguía siendo el desierto, la arena, los camellos… y David Lean. Como era su costumbre, el cineasta británico hacía gala a todas horas de su proverbial afán perfeccionista y de su avaricia a la hora de regalar los oídos a sus intérpretes. Tanto es así que Alec Guinness tuvo que tranquilizar a Peter O’Toole, consumido por las dudas, explicándole que, por parte de Lean, la ausencia de insultos equivalía a todos los elogios del mundo.
Según se aproximaba el final del rodaje, Spiegel empezó a preocuparse por O’Toole, temiendo que no aguantara la presión. La filmación había sido extenuante, y no todo el mundo tenía la capacidad de resistencia ante la adversidad que demostraba David Lean. «Ahora que se acerca el final de la película, cada vez se preocupan más por mí», aseguró Peter en el set. «Claro, si me pasara algo sería una catástrofe. Salgo en todas las escenas. No me dejan volar, por ejemplo. La verdad es que Sam Spiegel me trata como si fuera Rintintín, en vez de un actor profesional».
La inquietud del productor estaba plenamente justificada, pues a estas alturas del rodaje, la lista de heridas del actor parecía el índice de un manual de traumatología: conmociones, esguinces, fracturas, roturas de ligamentos, tirones musculares, mordeduras de camello, quemaduras de tercer grado, magulladuras en todo el cuerpo…
Una tarde, O’Toole estaba sentado en un camello, esperando a rodar la escena donde los beduinos toman la ciudad de Aqaba. Cerca de él había una pistola de efectos, cargada de perdigones que debían hacer saltar racimos de arena para figurar los impactos de las metralletas que disparaban desde la plaza fuerte. La pistola se cayó de su sitio y los perdigones se precipitaron sobre el ojo derecho del actor. Peter sufrió una ceguera transitoria y su camello saltó en frente de los quinientos beduinos que se abalanzaban hacia la ciudad a través del campamento enemigo.
O’Toole, que tenía la mano ocupada con el ojo, no pudo controlar a su montura y fue arrojado ante la tromba equina. El camello, el ser que Peter maldecía todos los días cada vez que desmontaba de su grupa, con la retaguardia dolorida, hizo lo que se le había enseñado y permaneció de pie sobre el actor, protegiéndole del huracán de cuadrúpedos que pasaban a derecha e izquierda. Peter yació inconsciente durante cinco minutos, hasta que los técnicos y el médico del rodaje pudieron llegar hasta él. Por fortuna, se recuperó con presteza sorprendente.
Cuando llegó el primer aniversario del rodaje, David Lean ofreció a su equipo una cena formal, con manjares ingleses. Por suerte no hubo discursos, pero al final de la velada se ofreció un espectáculo de fuegos artificiales. Cuando se anunció que, después de España, la comitiva Lean pondría rumbo a Marruecos, el equipo estaba demasiado atontado para protestar. Cuando un visitante en el set dijo: «¡Animaos! Esto no puede durar para siempre», le contestaron con cara de pocos amigos: «¿Por qué no?».
El 6 de mayo de 1962, Norman Spencer y Robert Bolt se trasladaron de Londres a Málaga, donde se embarcaron en el yate de Spiegel y zarparon hacia Almería. Bolt debía mantener reuniones con Lean, y Spencer se iba a ocupar del último traslado.
Norman tuvo que trasladar a todo el equipo entre España y Marruecos, donde Lean había decidido rodar la masacre y otras secuencias, incluida la concentración del Ejército árabe y la última escena del filme. Llegó a Casablanca el 10 de mayo y de inmediato habilitó una oficina de producción. En cuanto el pueblo marroquí supo lo que estaba ocurriendo, Norman se vio inundado de solicitudes para trabajar en la película. Su oficina recibió cientos de cartas.
La misión de Spencer fue similar a la de Palmer y Nutting en Jordania. El 16 de mayo, Norman se reunió con el rey Hassan y su hermano, el príncipe heredero, en Rabat. El monarca dio su aprobación y delegó los detalles en dignatarios menores. Spencer presentó su lista de la compra: 600 soldados de caballería, 500 miembros del Cuerpo de Camellos, 800 soldados de infantería y 180 mulas, además de cocinas, cañones y mil rifles de la Primera Guerra Mundial. De este grupo, 400 soldados de infantería, 400 de caballería, 300 del cuerpo de camellos, 200 cañoneros y el personal de cocina representaban a las fuerzas turcas. Entre las tropas árabes había un centenar de Hombres Azules, los célebres nómadas del desierto. El Ejército marroquí también proporcionó apoyo logístico en forma de teléfonos, medios de transporte y un helicóptero.
En la segunda parte del rodaje de Lawrence de Arabia, la relación entre Lean y Spiegel sufrió un deterioro brutal. David se lamentaba especialmente de la falta de reacción de Sam ante el material presentado. «No me has dicho nada de la impresión que algo de mi trabajo debe de causar sin duda en pantalla», escribió el cineasta. Spiegel había visto hasta el último fotograma de la película, pero según Blowitz, prefería abstenerse de hacer comentarios porque en aquella fase de la película había perdido el poder sobre ella. Blowitz informó así a Lean: «El mayor poder consiste en retener cosas, y eso es lo que te está haciendo ahora». El diseñador de producción ofreció otra posibilidad: «Sam no pensaba decirle que lo que había visto era maravilloso. David lo hubiera utilizado en su favor».
Entre los dos adversarios había una diferencia fundamental. Lean tenía problemas de conciencia, Spiegel no. «Era un genio para hacer que los demás se sintieran culpables por algo que habían hecho», afirmó el director. Uno de sus métodos más delirantes consistía en fingir infartos. «Si no le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación, sufría un ataque al corazón».
La pasión que alcanzaba la ira de Lean confería a la relación los tintes de un enfrentamiento entre la esposa despechada contra el marido infiel que ya no escucha y continúa divirtiéndose. Los reproches del director caían en oídos sordos. A Spiegel ya no le afectaban. Sólo quería terminar la película.
A finales de mayo estalló la guerra entre Spiegel y Lean. El productor, considerando que el director se demoraba demasiado, había fijado las fechas de estreno de Nueva York y Los Ángeles, así como una gala real en Londres para finales de año. Para O’Toole, aquella decisión fue una jugada maestra. «David y yo empezábamos a olvidar que estábamos haciendo una película», reconoció el actor. «Al cabo de dos años, aquello se había convertido en una forma de vida». Pero Lean montó en cólera y acusó al productor de «sacrificar la calidad del filme».
¿Por qué las prisas? ¿Había decidido Spiegel seguir el consejo de Geoffrey Shurlock, miembro de la Motion Picture Association of America, que le había dicho que «si sigues amando el negocio del cine, más te vale poner tu película en circulación cuanto antes»? ¿Era por los Oscar? Estrenar más tarde significaba perder la inscripción en los premios de la temporada. ¿Acaso creía sinceramente Spiegel que su socio había perdido el toque y se había vuelto “pedante”?
El día 21 de mayo, los dos socios mantuvieron una reunión en Almería. Al principio, Spiegel intentó seguir la línea «Chico, tú estás muy cansado». Luego dijo que no había remitido informes sobre los cuatro últimos envíos de material porque había «una supuesta merma de calidad y nivel de interpretación». Sus palabras convergían hacia la idea de que Lean debía confiar «las grandes escenas de acción» a las segundas unidades, para ahorrar tiempo y dinero. Pero al director no le gustaban las segundas unidades y se opuso violentamente a la idea de que Noël Howard, André Smagghe y André de Toth organizaran «las grandes escenas de acción mientras yo me quedo en el hotel».
La discusión continuó hasta que Sam comprendió que no estaban llegando a ninguna conclusión. Empezó a gritar, diciendo que él, Spiegel, era un hombre implacable y que, para terminar Lawrence de Arabia y terminarla a su manera, también sería implacable con Lean. En el clímax de la explosión se inclinó sobre David y aulló, congestionado: «¡Pérfida Albión!». Luego, ambos llamaron a John Box, quien, según creía el director, «debía de estar rondando por ahí para llamar al médico» y cenaron con él. A la mañana siguiente, Lean informó a los directores de segunda unidad que «por problemas de tiempo y dinero» retiraba todo lo que había dicho hasta entonces y dejaba en sus manos «parte de la película».
En aquellos días, Nina Blowitz cenó con ambos socios en el barco del productor. Se sentó entre ellos. «Empezamos con caviar […]. Sam decía: “Pregúntale a David si el vino está bueno”. Y David contestaba: “Dile que sí”. ¡Estuvieron así toda la noche! Eran como niños».
La situación empeoró con la partida de Spiegel, aunque el productor envió una carta al director diciendo que quería que la primera unidad acabase en Almería el fin de semana del 22 de junio.
Para Lean fue la gota que colmó el vaso. «He trabajado como un negro en esta película, Sam, y cuanto más he trabajado y más he transigido, más me has acosado», escribió. En otro párrafo de la carta acusaba a Spiegel de no hacer «un buen trabajo», aparte de «obtener los derechos de “Los siete pilares” y de contratar a Robert como guionista». Le acusaba de actuar a matacaballo. «Dices que trabajas quince horas diarias y que llevas semanas así. Pero nunca llegas al despacho antes de las doce, y eso con suerte. Hasta cierto punto es asunto tuyo, pero no puedes imaginarte lo mortificante que es que me persigas para que vaya más rápido mientras tú te dedicas a navegar en tu yate, a irte de fin de semana a París o a mostrar el fruto de mi duro trabajo en un montaje que yo ni siquiera he visto».
¿Fue ésta la carta que John Box entregó en mano en el barco de Spiegel? Según el diseñador de producción, la misiva era «vitriólica» y «aterradora». «Así que me voy a Montecarlo, busco a Sam, le digo que tiene carta de David, que es muy importante, muy urgente». Pero el productor no tenía prisa. «Siéntate, Johnnie, relájate, trabajas demasiado… Esta noche duermes en el barco, mañana te daré la respuesta, antes de que te vuelvas».
A la mañana siguiente, cuando se despertó, Box se encontró en alta mar, en pleno Mediterráneo. «Sam estaba arriba, con un montón de chicas que nadaban alrededor del barco. La carta de Lean estaba en su mesa, sin abrir. Dos días después seguía sin leerla». En la mañana del tercer día, en el desayuno, Box observó que la carta había desaparecido. «Bajó Sam y le dije: “La carta ha desaparecido. Ya la habrás leído”». El productor le preguntó si él también la había leído. «Le dije: “No, eso es entre tú y David, pero alguna respuesta hay que darle”». Spiegel le miró y dijo que era fácil. «Dile que se vaya a tomar por el culo».
Aunque Lean le acusara de lo contrario, Spiegel siempre se mantuvo informado de lo que sucedía en el set de Lawrence de Arabia. Lo demostró durante una conversación con Pedro Vidal. «Un día había tanto viento [en Almería] que no podíamos rodar, porque no había manera de oír las voces», contó Vidal. «Al final del día, llamé a Spiegel al yate y le dije: “No hemos podido hacer nada, Sam, porque ha hecho mucho viento y un sol de justicia”. Preguntó: “¿Y el inserto de la pistola?”. Sam Spiegel tenía el guión delante de sus narices. Porque el viento no podía afectar [a ese plano, el inserto de la pistola]».
En julio de 1962 finalizó el rodaje en Almería. El equipo de producción se puso en marcha de nuevo, esta vez hacia Marruecos, donde debía filmarse la masacre de los turcos, en cuyo escenario profirió Lawrence el grito inmortal «¡Sin prisioneros! ¡Sin prisioneros!».
El lugar elegido para última gran localización era una apartada y mísera población situada en la ladera sur de las montañas Atlas, cerca del pueblo de Uar-Zazate, a una distancia de nueve horas de Casablanca, a través del desierto. Su nombre: Quarzazate. El terreno era árido y gris, del todo carente de la primitiva belleza y grandiosidad que caracterizaban a Jebel Tubeiq y Uadi Rumm. El contraste era intencionado, porque las escenas de Marruecos debían resultar tristes y sórdidas, para mostrar el proceso de degeneración de un hombre idealista que acaba convertido en un asesino sanguinario. En ese sentido, el lugar era perfecto; aquí no iban a divertirse.
El traslado del equipo de España a Marruecos requirió un monumental despliegue logístico. El material viajó a Casablanca en barco de vapor. Una caravana motorizada trasladó al personal hasta Uarzazate en una expedición de nueve horas. «El rey era un hombre formal, como la reina Isabel», explicó Norman Spencer, «pero su hermano era como la princesa Margarita: un auténtico playboy».
Spiegel también había contratado a Paul Senouf, un americano con contactos en Marruecos, como representante para la cuestión de los camellos y los soldados. Celebraron infinidad de festejos y reuniones —Spiegel organizó incluso una fiesta en honor del príncipe, para el que se prepararon treinta y dos suflés en el “Malhane”—, pero los figurantes militares no llegaron a cobrar sueldo alguno. En opinión de Lean, los talones fueron ingresados en una cuenta bancaria de París. Los soldados se cansaron de la situación y empezaron a disparar sus armas sobre las cabezas de los demás. «Nunca había oído el silbido de una bala», confesó el director.
Las condiciones de vida tampoco ayudaron. Para Spencer, Uarzazate era «el culo del mundo. Las temperaturas eran atroces, todo el mundo se volvió un poco loco». El director había aflojado el ritmo: su producción diaria había bajado a una media de veinticuatro segundos de película (la media era de tres minutos diarios para un largometraje normal). Los técnicos estaban exhaustos.
«Un lugar espantoso», dijo Barbara Cole. «Nos alojamos en un hotel que estaba invadido de cucarachas». Entre el equipo cundieron las enfermedades: un dentista llegó desde Londres para tratar la dentadura de Lean; John Box contrajo una afección alérgica; a Roy Rossotti se le infectó una uña del pie y hubo que extraérsela en Marrakech; el jefe de peluquería, A. G. Scott, padeció enteritis; Ted Brown, eléctrico, y George Sanders, técnico de sonido, sufrieron malaria. Sólo Anthony Quinn, alojado en lujosas dependencias gubernamentales, y Eddie Fowlie, que acampó en el desierto, parecían divertirse.
Spencer recuerda que el rodaje de la masacre empezó con mal pie: «En el primer ataque, algunos camellos se derrumbaron y murieron. No estaban en buena forma. Luego supimos que algunos marroquíes estaban haciéndoles daño deliberadamente para pedirnos una indemnización por daños. Pasaban cosas espantosas. Hubo un oficial del Ejército marroquí que se volvió loco y empezó a disparar balas de verdad en plena noche».
La gente empezaba a pensar que aquello no acabaría nunca, y los ánimos estaban crispados. La situación podría haber continuado así, pero Spiegel viajó hasta Uar Zazate para dar una charla enardecedora. «Citaron a todo el equipo, para que Sam pudiera hablar con todos en el patio del hotel», recordó Nicolas Roeg. «Se sentó en una silla de la cocina y dijo que estábamos haciendo la mejor película de la historia. Fue una interpretación extraordinaria». Había memorizado los nombres de todos, como Napoleón. Después de estrechar algunas manos, aseguró que no viviría para ver un centavo de aquella película. «Sólo quiero que sepáis que habéis hecho un trabajo magnífico y que estoy orgulloso de vosotros. ¡Pero chicos, tenéis que trabajar más rápido!». Lean brilló por su ausencia en la alocución. «El problema era que David quería volver a España para rodar más cosas», añadió Roeg. «Evidentemente, Sam le convenció de que no era buena idea».
Al día siguiente, el avión del productor apareció en el desierto. Roeg recordaba la imagen del aparato trazando círculos y zumbando sobre los técnicos. «David lo miró y dijo: “¡Cabrón! ¡Cabrón! Anoche me dijo que había tenido un infarto y me hizo prometer que no íbamos a volver a España. Me lo hizo prometer. ¡Cabrón! Sé que ahora se vuelve con no sé qué amiga al sur de Francia. ¡Un infarto! ¡Es mejor actor de los que tengo yo en este rodaje!”». Spiegel, efectivamente, regresó a los brazos de la modelo Marie-Hélene Arnaud y al lujo de la Costa Azul.
Lean y la primera unidad salieron rumbo a Inglaterra el 18 de agosto de 1962, mientras que la segunda unidad permaneció en Marruecos dos semanas más. Sólo quedaban un par de escenas por rodar. El 8 de septiembre, Lean dirigió los planos del funeral de Lawrence a la puerta de la catedral de San Pablo. Ahora sólo quedaba la secuencia del fatídico accidente de tráfico que abre la película.
El 14 de septiembre, el equipo llegó a Chobham, Surrey, para filmar la consabida escena y llevarse el último susto del rodaje. Lawrence murió en un accidente de tráfico, conduciendo su motocicleta por una carretera rural. En los rodajes cinematográficos, a los motociclistas se los suele colocar sobre un remolque enganchado al camión que transporta las cámaras y a los técnicos. En este caso, la barra que unía el remolque con el camión había sido sometida a más de una prueba. Camión y remolque alcanzaron las cincuenta millas por hora, la barra se partió, el remolque viró bruscamente y O’Toole se salvó de salir despedido gracias a la soga que lo sujetaba. Peter bajó a tientas de la motocicleta, por la parte de atrás, subió al camión y la unidad regresó a su centro de operaciones.
«Después de aquello, todos subimos a la parte de atrás del camión con Lean», recuerda Peter. «Nadie dijo una palabra. Nos quedamos sentados en silencio, fumando, mirando al suelo… Pero creo que fue cosa de Lawrence, que estaba allí arriba, riéndose». Bromas aparte, nunca estuvo el actor irlandés tan cerca de la muerte.
O’Toole terminó la película a base de tesón y amor propio, aunque inmediatamente después tuvo que recluirse en un hospital de Londres para reponer fuerzas. Quedó tan traumatizado que, según confesó recientemente, no vio el filme entero hasta veinte años más tarde.
El rodaje finalizó el 21 de septiembre de 1962, en Surrey, llegando a la increíble cifra de 313 días de filmación. Ya sólo faltaba montar kilómetros y kilómetros de celuloide.
¿Existe una banda sonora orquestada más bonita, más evocadora que la de Lawrence de Arabia? Esta partitura inauguró la sucesión de Oscar obtenidos por Maurice Jarre y su memorable relación profesional con el director inglés David Lean. Hoy, este hito del cine ocupa su lugar entre la mejor “música clásica” de la historia de Hollywood. No cabe concebir el filme de Lean, quizá la mejor de las epopeyas desmedidas de finales de los años cincuenta y primeros sesenta, sin su música, especialmente en su primera mitad, y especialmente en los arrolladores planos generales del desierto. Veamos cómo surgió esta obra maestra.
Mientras Lean, Coates y los ayudantes de ésta trabajaban de sol a sol, siete días a la semana, Spiegel dirigió su atención hacia Maurice Jarre. «Sam me informó de que Lawrence de Arabia iba a ser la producción más importante de la historia y que quería tres compositores para hacer la música». Khachaturian para la partitura árabe, Benjamin Britten para la inglesa y Jarre para la orquestación dramática. Spiegel no cumplió su promesa de llevar a Jarre a conocer a Lean: «Yo era un descubrimiento suyo, no quería que conociera a David hasta el último momento. Era enormemente posesivo».
Spiegel citó a Jarre en su oficina, y le dijo: «Tengo malas noticias. En primer lugar, Khachaturian no puede salir de Rusia, y evidentemente allí no podemos grabar. Y tengo otra mala noticia. Benjamin Britten tiene la agenda completa hasta dentro de un año». «Yo sonreía para mí», reconoce Jarre, aunque ante el productor fingió lamentarlo. Sam concluyó: «Bien, Maurice, ahora tienes que trabajar como supermán, porque tenemos que presentar la película en diciembre…». Y ya estaban a principios de octubre.
¡Jarre sólo tenía cinco semanas para componer la partitura y grabarla! Trabajaba en un despachito de Berkeley Street, casi instalado allí. Componía todo el día y toda la noche y se echaba una cabezada en el sofá cada hora o cada dos horas, durante unos diez minutos. Como la segunda parte de Lawrence de Arabia se montó antes que la primera, Maurice tuvo que componer la segunda parte en primer lugar. «Fue doble trabajo», insistió, «porque lo de antes tenías que imaginártelo».
Jarre tuvo entonces ocasión de ver un premontaje de la cinta en una sala privada de South Audley Street. «Me pareció magnífica, muy emocionante», dijo el compositor. El hermano de Lawrence, en cambio, salió espantado de la proyección. Le pareció una película sensacionalista y frívola. No estaba familiarizado con el mundo del cine y la copia estaba inacabada, faltaba incorporar la música y todos los efectos. Nada más terminar el pase, se levantó de su asiento e increpó a Sam, lamentándose de haber confiado en él. «Hubo una bronca espantosa y [Lawrence] salió bufando de aquella salita, seguido de su mujer, que intentaba aplacarlo», recordó Lean. La suerte estaba echada: el profesor retiró el título “Los siete pilares de la sabiduría”. Spiegel recuperó sus cinco mil libras y registró Lawrence de Arabia, un título que Nutting consideraba, acertadamente, «mejor» que el anterior.
Al desconcierto permanente del compositor se añadió, unas semanas más tarde, otra llamada de Spiegel desde Nueva York: «Tengo una buena noticia. Ya tengo el noventa por ciento de la música. Usted compondrá el diez por ciento y hará los arreglos». De repente, Jarre empezó a ver aquel asunto «como una película de Hitchcock». Ya no estaba seguro de que David Lean existiera siquiera. «¿Voy a ir a Nueva York?», preguntó. «No», dijo Spiegel. Su compositor americano no veía la necesidad de ver el filme. «Qué raro», pensó Jarre. ¿Podía preguntar a Spiegel quién era aquel compositor americano? «Por supuesto», contestó Spiegel. «Richard Rodgers».
Pasaron más semanas. Sam volvió a llamar. Dijo: “Vamos a ver cómo va la cosa”. Estábamos a mediados de octubre. Spiegel reservó una pequeña sala de proyección en Berkeley Square, hizo instalar un piano y contrató a un pianista. Jarre entró en la sala y se encontró con Spiegel y con Lean. «Primero el pianista tocó el tema árabe de Richard Rodgers», contó Jarre. «Una cosa atroz. Luego vino el “Tema de Amor” de Lawrence de Arabia».
A medida que desgranaba los temas el piano, David parecía calentarse. «Sam, ¿qué es esta porquería?», dijo al final. «Tengo que ocuparme del montaje, ¿para qué me haces perder el tiempo con esta bobada?». Spiegel preguntó a Jarre si había compuesto algo. El músico contestó afirmativamente. Cuando terminó de tocar su “Lawrence”, el tema que había de marcar la cinta entera, Lean se acercó a él, le puso una mano en el hombro y dijo: «Eso es, justo lo que tiene que ser». Cuando Maurice explicó cómo pensaba continuar, «David empezó a saltar y Sam también». El francés fue reincorporado a sus funciones. «Fue un trabajo de chinos, hubo que hacerlo en tres semanas». El trabajo debía estar acabado para el estreno real del 10 de diciembre.
Spiegel participó en todas las reuniones en las que se decidía dónde introducir la música. Fueron momentos extremadamente difíciles: los socios no paraban de discutir. Para empezar, a Lean, siempre tan puntual, le molestaban los retrasos del productor. También hubo discrepancias creativas. En una ocasión, el director pidió una partitura sutil sobre la que establecer un crescendo, pero Spiegel ordenó lo contrario. «Sam llamó a las diez de la noche: “Oye, niño, sólo quiero decirte que no hagas ni caso de lo que te diga David, tú escribe algo dramático”», recordó Jarre. «Intenté llamar a Lean, pero estaba montando, y al final escribí dos cortes completamente distintos para la misma secuencia».
Sir Adrian Boult, responsable de la Filarmónica de Londres, fue contratado como director de orquesta. «Sam sabía que a mí me gustaba dirigir mi propia música, pero eso suponía incumplir la cuota», explicó Maurice. El plan Eady del Gobierno inglés obligaba a emplear en la película a un porcentaje determinado de trabajadores británicos. En el primer ensayo, el director se vio incapaz de sincronizar o ajustar la música a cada escena y devolvió el trabajo a Jarre. Según éste, «Boult no hizo una sola nota de aquella película, pero salió en los títulos de crédito».
En la cuestión salarial, Spiegel se aprovechó de Jarre como se había aprovechado de Sharif. «Yo no sabía ni lo que era un representante», reconoció el compositor. «Firmé un contrato por dos mil dólares». Y para colmo, Maurice no cobró su primer talón sobre los derechos del disco editado hasta diez años después. «Fueron 2,53 dólares. Pensé en enmarcarlo». A pesar de todo, Jarre reconoció que Lawrence de Arabia había cambiado el rumbo de su carrera.
En los últimos días de montaje, Spiegel y Lean tuvieron una bronca monumental a cuenta del final de la película. Según Leo Jaffe, directivo de la Columbia, «nuestros contratos estipulaban que, en caso de desacuerdo, la última palabra la tenía yo. La película se estrenaba en once días y éstos no se ponían de acuerdo. […] Cuando llegué, me llevaron a una sala de proyección. Eran las once y media de la noche, hora de Londres. […] Les dije: “Si queréis que os diga cómo terminar la película, yo no soy quién, creo que tenéis que decidirlo vosotros”». El directivo abandonó la sala y ambos socios tomaron asiento. «Luego me llamaron para decirme: “Lo hemos resuelto”. Al día siguiente volví a Nueva York y ellos pusieron el final que quería Sam».
Spiegel y Lean habían logrado entenderse, pero, a esas alturas, apenas se dirigían la palabra. Para Spencer, «era como un matrimonio que hubiera llegado al final del camino». «Cuando Sam hacía algo bien, David no conseguía verlo en ese momento, y las espadas seguían en alto». Como gesto de buena voluntad, Spiegel invitó a Lean a cenar en el Berkeley, uno de los restaurantes favoritos del director. David ingirió un par de copas y se lanzó sobre el productor: que si aquélla podía haber sido «una película muy agradable», que no lo fue por culpa de tanto cablegrama, tanto mensaje, tanto atropello por parte del productor. «Has estado insoportable», acabó. «¿Por qué te has portado tan mal conmigo?». Spiegel tomó «un buen trago» y contestó: «Chico, los artistas trabajan mejor bajo presión».
Incalificable, exasperante, puro Spiegel. Y sin embargo, en sus mejores momentos, Lean era capaz de declarar: «Formábamos un equipo estupendo Sam y yo, sentí muchísimo no seguir trabajando con él».
Lawrence de Arabia llegó a su fin tan sólo dos días antes del estreno real. El coste final ascendió a la entonces exorbitante cifra de trece millones de dólares. Pero en el balance final, ni el ahorrativo Spiegel pudo negar que el esfuerzo había valido hasta el último centavo invertido. Además, se había llegado a tiempo para competir en los Oscar.
En las semanas que precedieron al esperado estreno, Peter O’Toole fue perseguido por la prensa de Londres. «Aparte de buscarle por cada bar y cada taberna de la ciudad, sólo nos queda esperar a que aparezca», se lamentaban los reporteros. También predecían que «este irlandés va a explotar en las pantallas del mundo convertido en una estrella de proporciones rutilantes». La prensa se preguntaba cómo afectaría la fama a aquella estrella a quien llamaban «el salvaje», aquel que había osado sugerir al rey Hussein, como idea para mejorar la economía de su país, «embotellar el río Jordán» y venderlo a los turistas cristianos. O’Toole, a quien los medios ya habían proclamado «el mejor nuevo actor de nuestra época», había sido «domado por el desierto», decían.
Sin embargo, un O’Toole más bien indómito pasó los dos días anteriores al estreno en casa de un amigo, el redactor de cine del periódico “Daily Mirror”, Donald Zec. «Peter», comentó Zec, «con los cabellos despeinados, la corbata floja, y los pies levantados, hablaba tan largamente como bebe. […] Junto a la cerveza, el whisky, el coñac, la leche y un chorrito de bitters vertió grandes cantidades de revelaciones personales y observaciones malsonantes y subidas de tono. Es una sonriente y estentórea pero muy elocuente mezcla de ira afable y bondad feroz».
La gala de estreno se celebró el lunes 10 de diciembre de 1962,a las ocho de la tarde, en el cine Odeon Leicester Square de Londres, en pleno circuito de salas de espectáculo de la ciudad de Londres, el West End. Durante una semana, el sur de Inglaterra había sufrido una ola de frío que se había cobrado 340 vidas y había afectado considerablemente al transporte público. Sin embargo, en la Gala Real de estreno de Lawrence de Arabia se reunieron casi dos mil personas. Cuando la Reina y el duque de Edimburgo llegaron al teatro, la Guardia Real los recibió con una fanfarria y, dentro del auditorio, la Guardia Galesa tocó el himno nacional. Finalizada la función, Spiegel y Lean presidieron una fiesta de quinientos invitados en el Grosvernor House Hotel de Park Lane.
A la salida de la proyección, Noel Coward se acercó a O’Toole y le dijo una frase que ha pasado a la historia: «Si Lawrence se hubiera parecido a usted, habría habido más de una docena de turcos haciendo cola en la escena de la violación».
Aunque David Lean y Barbara Cole habían decidido vivir juntos, la secretaria de dirección no acudió al estreno. Lean pensaba que el protocolo le exigía acudir a los actos sociales acompañado de su mujer, Leila. Omar Sharif sí acudió, pero lo hizo en contra de los deseos de Spiegel. «Sam no quería que yo fuera a ningún estreno», explicó Sharif. «Había decidido, quizás con razón, concentrar toda la publicidad en O’Toole, para así no correr el riesgo de dividir la atención entre dos actores desconocidos y acabar perdiéndola toda. Pero Peter y yo llevábamos dos años soñando con lo que haríamos cuando se estrenara el filme. Y de repente me lo negaban. Al final me pagué el viaje a Londres para la Gala Real y luego me pagué el viaje a EE.UU».
Sharif cruzó el Atlántico, y fue una suerte que lo hiciera, porque su aportación resultó enormemente beneficiosa para la campaña. El actor egipcio conquistó a todos los periodistas que conoció, mientras O’Toole hacía sucesivos alardes de mala educación. Spiegel no pareció sorprenderse: «Fabricar una estrella es fabricar un monstruo». El rubio actor llegaba borracho a las entrevistas y exigía sumas astronómicas por salir en televisión.[24]
Finalizada la premiere, la fiesta tuvo lugar en la azotea ajardinada del St. Regis Hotel. La revista de moda “Women’s Wear Daily” tituló: «Magnífica película, magníficos modelos». Entre los asistentes, Alec Guinness, Margaret Leighton, Jean Simmons y Susan Strasberg. También se realizó un pre-estreno en Washington. «Invitamos a todos los diputados, y también al presidente, pero éste no pudo acudir», explicó Arthur Canton. «Empieza la película, suena la música de Jarre, aparece la moto, sale el título y se rompe la copia». De un pasillo surgió Lean, Spiegel del otro, los dos preguntándose qué había ocurrido. Canton subió a la sala del proyeccionista y la avería quedó solucionada rápidamente.
Había mucho que celebrar. Aquellos catorce meses de rodaje en inhóspitos parajes y la carrera final por terminar la película a tiempo se desvanecían en la memoria bajo la lluvia de elogios de críticos y espectadores. «La dirección de David Lean es magistral», declaró el crítico de “The Sunday Express”. El experto de la edición diaria del periódico también estaba encandilado: «Ha hecho que me sienta orgulloso del cine como medio de diversión». “The Financial Times” opinaba lo mismo: «Un hito en la historia del cine». El “Evening Standard” no salía de su entusiasmo: «Una epopeya que se apoya en la inteligencia, un inolvidable despliegue de acción escenificada con arte. Una historia trascendental contada con fuerza moral». Y en el “Times” se pudo leer que «la pantalla grande en ocasiones se había hecho demasiado grande; pero aquí, daba la impresión de que faltase espacio».
Días más tarde, el profesor Lawrence se sumó a la fiesta, y de él partió una oleada de publicidad gratuita. A. W. estaba decidido a dar a conocer al público su oposición a la cinta, pero la controversia, lejos de apagar el interés, atrajo la atención de la prensa y animó las taquillas. «Entiendo muy bien lo que puede significar esta película para una persona que lleva cincuenta años viviendo a la sombra de la leyenda de su hermano mayor», declaró Spiegel al “New York Times”. «El profesor Lawrence no quería airear los secretos de la familia. Quería mantener la leyenda de Lawrence de Arabia en estado de pureza victoriana». El productor explicó que dramatizar la vida del héroe británico había obligado a revelar su bastardía, su homosexualidad y el placer que sentía al matar. «Era un hombre al que los conflictos llevaron a toda clase de experiencias masoquistas». El showman había conseguido destapar los elementos más escabrosos sin perder el marchamo de seriedad. «No intentamos resolver la leyenda de Lawrence de Arabia. Intentamos perpetuarla». Palabras mágicas de un productor entregado a la promoción de una superproducción que duraba tres horas y media. Y que aspiraba a diez Oscar.
La ceremonia de los Oscar, celebrada en el Santa Monica Civic Auditorium, comenzó a las siete de la tarde del día 8 de abril de 1963. Bob Hope, sempiterno maestro de ceremonias, había sido reemplazado por Frank Sinatra. El procedimiento tradicional había sido objeto de una revisión radical. Como informó el “New York World Telegram and Sun”, «los encargados de entregar los premios no eran ni temblorosas aspirantes a estrellas, ni novias de productores, ni “lindos” recién casados de risa floja. Eran ganadores de años anteriores, estrellas de larga fama cuya presencia devolvería cierta aura de respetabilidad a la ceremonia».
Unas horas antes del acto, Omar Sharif visitó a Spiegel en su suite del hotel Beverly Hills. «Aquel año, lo único seguro era que yo iba a ganar el Oscar», recordó. «David me dijo: “A ver, Omar, cuando digan tu nombre, quiero que recorras despacio el pasillo, como haces en la película. No te apresures, no corras”. […] Sam me recalcó: “Niño, camina despacio”». Preparado y seguro, Sharif se levantó de su asiento cuando Rita Moreno empezó a leer los nombres de los candidatos. «Eché a andar despacio, como me había dicho David. Entonces dijo el nombre de Ed Begley».
Lean ganó, Spiegel ganó. Olivia de Havilland entregó el Oscar al productor. La revista “Time” lo relató así: «Andar parsimonioso, estómago imponente como el de un emperador romano, cabeza enorme como la de un percherón. El productor Sam Spiegel, a los acordes del tema de Lawrence de Arabia, recorrió el pasillo para recoger el Oscar a la Mejor Película del Año». Nada más subir al estrado, Sam besó a su vieja amiga en ambas mejillas y, sobrio por una vez, aceptó su estatuilla con elegancia: «No hay una fórmula mágica para crear buenas películas. Se hacen con el trabajo diligente y concertado de guionistas, directores, actores y miles de empleados. En nombre de todos aquellos que sudaron durante meses en el desierto, les doy las gracias sincera, orgullosa y humildemente».
Aquella noche, los fotógrafos retrataron al productor ávidamente inclinado sobre la bandeja que sostenía el botín de Lawrence de Arabia, siete estatuillas doradas. Según Jarre: «Sam quería quedárselas todas». El compositor había sido nominado, y había estado tentado de asistir a la ceremonia. Pero Spiegel le hizo cambiar de idea: «No, niño, esto es para americanos, es una tontería que vengas». Jarre siguió el consejo. En defensa del productor, diremos que los Premios de la Academia no eran el acontecimiento internacional que conocemos en nuestros días. Luego, Maurice sudó lo suyo para tomar posesión de su Oscar. Para que Spiegel le enviara la estatuilla, tuvo que señalar varias veces: «Sam, ese Oscar es mío».
Lawrence de Arabia se había hecho con siete Oscar, segunda película de la historia que ganaba ese número exacto de galardones: la primera fue otra epopeya de Spiegel y Lean, El puente sobre el río Kwai. Hasta 1963, sólo seis títulos habían ganado en más categorías: Ben-Hur, once; Lo que el viento se llevó y West Side Story, diez; Gigi, nueve; De aquí a la eternidad y La ley del silencio (también de Spiegel), ocho.
Un mes después se repartieron los premios de la Academia de Cine Británico. Lawrence de Arabia fue nominada —y ganó— en tres categorías: Mejor Película de Cualquier Procedencia, Mejor Guión Británico (Robert Bolt) y Mejor Actor Británico (Peter O’Toole).
La película fue un éxito, recaudó setenta millones de dólares. Según el productor Charles Schneer, «Sam era el príncipe sin corona de la Columbia». Y el príncipe cambió. Para su esposa Betty, «después de Lawrence se puso intratable, in-tra-ta-ble, con todas las letras. Creo que pensaba que no había nadie a quien no pudiera llegar, nada que no pudiera hacer». El director Mike Nichols estaba de acuerdo: «Después de hacer la que quizá se convierta en una de las mejores películas de todos los tiempos, cambió. Todo cambió».
Desde su estreno gozó Lawrence de Arabia de enorme popularidad, refrendada por una retahila de elogios absolutamente abrumadores. Pero también había sombras. Si T. E. Lawrence era una figura controvertida, la película también generó sus propias controversias. Una de ellas fue la supresión de veinte minutos de metraje cinco semanas después del estreno mundial. Esta edición abreviada se exhibió en Estados Unidos en cuanto estuvo preparada, pero la versión de 222 minutos siguió proyectándose en el cine Odeon Leicester Square hasta el 6 de febrero de 1963.
La revista “Variety” recogió las siguientes declaraciones de Spiegel: «Cuando la prensa se enteró de que estábamos cortando la película, el “Evening News” [un periódico londinense] nos acusó de vendernos al interés comercial y recibimos un aluvión de cartas que decían que sería un sacrilegio cortarla. No queremos tener más problemas en Gran Bretaña».[25]
La polémica no se circunscribió al metraje. Cuando leyó la versión definitiva de Lawrence de Arabia, Michael Wilson se sintió autorizado a exigir acreditación, porque su trabajo había sido utilizado como guía para el texto final. «Y si no, ¿por qué el guión atribuido a Mr. Bolt se parece tanto al mío, hasta el extremo de coincidir con el mío en cuestión de continuidad?», preguntó en carta a Spiegel. El productor contestó en tono profesional, pero añadiendo una posdata manuscrita: «Disculpa la brevedad de esta nota, exigida por las prisas del momento».
Spiegel apreciaba a Wilson, pero había dictado las condiciones que exigía para acreditarlo como guionista. Si firmaba una declaración negando estar relacionado con el Partido Comunista, lo acreditaría. Wilson se negó a hacerlo y Spiegel le negó la acreditación. Dos años atrás, Otto Preminger y Kirk Douglas habían luchado por elevar a la pantalla el nombre de Dalton Trumbo, pero Sam no tenía intención de meterse en semejantes batallas.
El productor confió el asunto a sus abogados. Unos días después, éstos informaron al escritor de que no «tenía derecho a acreditación alguna». Desesperado, Wilson acudió a Robert Bolt. Éste había demostrado ser un hombre de principios. Pero el dramaturgo británico reconoció que la carta de Wilson le había caído como una bomba. «No tenía ni idea de que fuera cuestión de compartir la acreditación con nadie», contestó. «Yo pensaba que el guión que se había llevado a la pantalla era obra exclusivamente mía».
La Unión de Escritores Británicos le sacó de su error. El 18 de diciembre de 1963, Michael Wilson recibió un premio al Mejor Guión de 1962 (exactamente un año después de que Bolt recibiera el suyo). Por otro lado, el guionista represaliado fue excluido de la ceremonia de los Oscar de 1963.
Así acabó la historia de las maquinaciones entre bastidores de Spiegel y Lean para poner en marcha Lawrence de Arabia. La crónica de su rodaje y de los hombres que lo hicieron posible. Una historia tan épica y genial como el propio filme. Con razón se decía que en el interior de cada película de Lean había una gran película gritando por salir.
Lawrence de Arabia es al tiempo una epopeya de dimensiones épicas y un sensible retrato de una de las grandes figuras románticas del siglo XX, «el poeta, erudito, aventurero y exhibicionista». Thomas Edward Lawrence, defensor de los derechos de los árabes y figura decisiva en la revuelta contra los turcos en 1916. Aunque la película empieza con la muerte del personaje, se centra en el papel desempeñado por el joven T. E. en la revuelta árabe de 1916-1918, según la versión del propio interesado en su libro “Los siete pilares de la sabiduría”, y adaptada por Robert Bolt y —sin acreditación— por Michael Wilson.
En el filme de David Lean, la acción no se reduce a batallas, vías férreas saltando por los aires y árabes aullantes abalanzándose sobre dunas de arena. En las escenas más notables no hay ruido ni figurantes. Porque pese a sus fastos espectaculares, Lawrence de Arabia nunca deja de ser una inteligente, reflexiva y lúcida divagación sobre los orígenes de un mito, algo infrecuente en las superproducciones de la época.
Con todo, lo mejor del filme es la trepidante aventura del protagonista, con escenas de extraordinaria fuerza visual, como la presentación más hipnótica e impasiblemente audaz que le ha sido concedida a personaje alguno en la historia del cine: Freddie Young redefinió el término “plano largo” con el milagroso espejismo de una temblorosa mota oscura en el horizonte blanco, que lenta, muy lentamente, va adquiriendo la forma de un camello y su jinete, hasta revelarse en el letalmente orgulloso Ali (Omar Sharif); rodaron nueve minutos aproximadamente, pero Lean dijo que «no se atrevió» y acabó dejándolo en menos de tres.
Otra perla: un hombre, Gasim, se ha caído de su camello y es abandonado a su suerte. «Está escrito». Lawrence da media vuelta, para irritación de sus hombres, que creen que lo que hace es un gesto suicida e inútil. Lean muestra alternativamente el sufrimiento de Gasim, el sol, que pasa de un naranja ardiente a un blanco cruel y abrasador, a Lawrence, avanzando sobre su camello, y al muchacho que le adora, Daud, esperando. El horizonte vacío significa expectación. Lawrence aparece con Gasim, y es recibido con asombro. Viéndose aclamado como un rey (“El Aurens”), musita «Nada está escrito» y se desmaya. Son ocho minutos de magia. Por el contrario, la espectacular toma de la ciudad turca de Aqaba es ilustrada de forma asombrosamente expeditiva, la mayor parte en una sola toma panorámica, estandartes al aire, caballos y camellos levantando nubes de arena, espantados turcos reducidos en un instante, jinetes atravesando la ciudad blanca hasta el mar de zafiro, con el cañón mudo, dirigido inútilmente hacia el mar, agazapado sobre sus cabezas.
En Lawrence de Arabia, la lucha ilustra el concepto de la acción intelectual. El imperioso Feisal representa el coraje, la ambición y la desesperación sobre un camello: cuando su campamento es bombardeado desde el aire, se niega a reconocer que sus guerreros, con todo su fabuloso pasado, no pueden nada contra los arsenales modernos; sólo blande su espada y ordena: «A luchar». El baño de sangre “sin prisioneros”, donde los turcos que se baten en retirada son descuartizados hasta la muerte, resulta casi discreto para los criterios actuales, pero no ha perdido su capacidad de impresionar, porque es obvio que el tembloroso y ensangrentado Lawrence ha perdido la cabeza y la acción que nos presentan es caótica y desagradable. No hacen falta palabras para explicar cómo y por qué su aventura adolescente ha acabado convirtiéndose en una locura indigna y masoquista de la que, asqueado de sí mismo, acaba huyendo en busca de la razón y la soledad, aunque no del anonimato.
David Lean acertó en esta mágica epopeya a trasladar a la difícil escala de una superproducción la intensidad dramática, el dibujo de caracteres y la tensión de situaciones que sólo parecían posibles en el marco de filmes menos colosales. Durante cerca de cuatro horas, el espectador asiste maravillado a una sucesión de acontecimientos que desbordan la pantalla, secuencias que adquieren en la pantalla de 70 mm dimensiones inesperadas.
Los momentos de belleza excepcional se cuentan por decenas a lo largo de la proyección: el ya comentado de la llegada de Sherif Ali al pozo desde la lejanía, las cabalgadas del desierto, el asalto al tren turco, la conquista del puerto de Aqaba —con el inolvidable travelling de los jinetes entrando en la ciudad con los cañones silenciosos en primer término—, el último aliento de vida de T. E. o esa elipsis deslumbrante en la que se pasa de un primer plano del protagonista soplando una cerilla a un cielo rojizo sobre el desierto (Lawrence, que se convierte en un susurro sobre el sol naciente del Sahara, la imagen detenida en la más pura inmovilidad antes de sucumbir al abrumador tema musical de Maurice Jarre). Escenas espectaculares que no impiden que la película sea, ante todo, un estudio intimista de un personaje ambiguo y enigmático. Así como una historia donde el pasado importa menos que la búsqueda romántica de la imaginación. Ya lo dijo Sam Spiegel: «No hemos querido explicar la leyenda de Lawrence, sino perpetuarla».
Lean no necesitó narrar un episodio amoroso para llegar al corazón de los espectadores. Le bastó con el rostro de Peter O’Toole —uno de esos actores que saben comunicar al público un inmenso caudal de sentimientos— para transmitir sensaciones tan difíciles de expresar como el descubrimiento de la belleza del desierto o el descenso a los infiernos del hombre que un día rozó el cielo. El actor británico se reveló con esta creación complejísima y eminente como un extraordinario potencial cinematográfico, un intérprete versátil cuya capacidad camaleónica le permitía pasar de la alegría a la desesperación, de la melancolía a la violencia, mientras sus transparentes ojos azules hacían palpitar el corazón de muchas espectadoras. Pocos intérpretes han logrado decir tantas cosas con sólo una mirada. Y la suya forma ya parte de la leyenda del cine.
En cuanto a todos los grandes intérpretes que aparecen en la pantalla, habría tanto que decir de su talento, de cómo su presencia confiere a la película una entidad suplementarias que destacar a alguno sobre los demás sería cometer una injusticia. Como tampoco sería justo no mencionar la soberbia composición de Alec Guinness, un monstruo sagrado capaz de robar con su sola presencia la película a los protagonistas. O destacar la impactante aparición de Omar Sharif en la pantalla, cuando entra en campo cabalgando desde el horizonte y mata a Tafas, el amigo de Lawrence. Inolvidable.
Sobre Lawrence de Arabia puede hablarse largo y tendido. Los años no le han quitado ni un minuto de interés, sobre todo a esas dos primeras horas realmente insuperables, y la perfección del filme aún hoy deslumbra a quienes buscan en una pantalla la antesala de los sueños.