Para reunir a su galaxia de estrellas (Laurence Olivier, Charles Laughton, John Gavin, Tony Curtis, Peter Ustinov y Jean Simmons), Kirk Douglas envió a cada uno una versión del guión en la que el actor correspondiente tenía el papel más largo e interesante. La consecuencia fue un rodaje caracterizado por explosiones de cólera y amenazas de dimisión. El director, Anthony Mann, fue la primera baja; su sustituto, Stanley Kubrick, permaneció ajeno a la batalla y se limitó a organizar como pudo la parte física del rodaje. Lo hizo muy bien: su Imperio Romano es más convincente que el de cualquier otra superproducción de la época.

La preparación y el rodaje de Espartaco ofrecen material suficiente para una clase magistral sobre la producción de películas épicas en Hollywood. Se cree que el verdadero rebelde fue un desertor del ejército romano que fue vendido a una escuela de gladiadores en Capua pero nunca llegó a pisar la arena del circo. Lideró una revuelta de esclavos en el año 73 a. de C. y devastó el sur de Italia con un ejército de antiguos esclavos y gladiadores. Fue derrotado por Marco Craso en el 71 a. de C., y probablemente murió en el campo de batalla, en vez de sobrevivir (como en el cine) para ser crucificado.

En la pantalla, Craso señala: «Esta campaña no es para matar a Espartaco, es para matar a la leyenda de Espartaco». Pero la leyenda del esclavo tracio ha quedado como símbolo de resistencia a la tiranía. Inspirándose en esta historia verídica sobre el valor de un hombre, el novelista Howard Fast escribió “Espartaco”, mezclando hechos reales y ficción. Pero en aquella época de su vida, el autor era un comunista declarado, circunstancia que automáticamente le dejaba fuera de los círculos culturales norteamericanos. En consecuencia, la mayoría de las grandes editoriales no quisieron saber nada de su obra, a la que calificaban como «propaganda roja», una metáfora sobre los padecimientos de los países comunistas bajo la amenaza occidental.

Ante la imposibilidad de publicar “Espartaco”, Fast se vio obligado a reunir un pequeño capital para financiar su edición. Pero la alargada mano del senador McCarthy, responsable de la tristemente célebre caza de brujas, impidió que el libro pudiera venderse a través de los canales habituales de distribución, teniendo que recurrir su autor a la suscripción popular. Pese a estos avatares, el éxito acompañó desde el primer momento a la novela.

Hacia 1952, las ideas políticas de Fast habían virado hacia la derecha, y su libro fue finalmente adquirido por una editorial, vendiendo millones de ejemplares en todo el mundo. El público americano leía ahora la vida de Espartaco como una alegoría de la lucha del mundo libre por detener la expansión universal del comunismo.

En realidad, el verdadero concepto que había animado a Fast a escribir su novela era la lucha contra cualquier forma de injusticia y opresión. Fue esta idea la que interesó a Kirk Douglas, quien autorizó a Edward Lewis, su hombre de confianza y director general de su productora, Bryna, a comprar los derechos cinematográficos de “Espartaco”. Y, de paso, lo ascendió al cargo de productor para esta magna epopeya. Pero Bryna era una compañía modesta, sin capacidad para acometer un proyecto de semejante envergadura, cuyo presupuesto calculaban en unos doce millones de dólares. Por ello, Douglas y Lewis tuvieron que recurrir a un gran estudio.

Las superproducciones de acción, sobre todo las de época, se habían convertido en un negocio redondo en los últimos tiempos. En los años cincuenta, la Metro-Gold-wyn-Mayer había invertido millones de dólares en dos épicas romanas, Quo Vadis y Ben-Hur, y ambas habían recaudado un dineral. La 20th Century-Fox también se había zambullido en el pasado con La túnica sagrada y Sinuhé, el egipcio. Pero ninguna de las dos majors estaba en situación de financiar Espartaco. La Metro acababa de terminar Ben-Hur, y los millones recaudados serían reinvertidos en un remake de Rebelión a bordo. La Fox, animada por el éxito de Ben-Hur, estaba gastando millones de dólares para hacer de Cleopatra la película más colosal de la historia.

Douglas intentó encontrar apoyo económico en la United Artists, pero la respuesta del director de la compañía, Arthur Krim, fue la siguiente: «Querido Kirk: “Espartaco” contiene el mismo relato que “The Gladiators”. Ya estamos comprometidos para hacerla con Yul Brynner y será dirigida por Martin Ritt, lo que nos imposibilita interesarnos por “Espartaco”. Saludos, Arthur».

El actor del hoyuelo en la barbilla tuvo el buen juicio de recurrir entonces a una major que nunca había estado asociada con las grandes epopeyas, la Universal. Esta casa nunca había apostado por un film “de espada y sandalias” (como se los conocía en la industria), y esgrimiendo el éxito de Ben-Hur, Kirk consiguió convencerles de la conveniencia de respaldar su proyecto. Universal-International, que así se llamaba por entonces el estudio, accedió a aportar la mayor parte del desorbitado presupuesto que exigía Espartaco.

La Universal financiaría, Eddie Lewis sería el productor y Douglas el productor ejecutivo, cargo que más o menos le autorizaba a manejar la película a su antojo. Luego se encontraría en la tesitura de tener que transigir con determinadas cosas, pero Espartaco fue siempre su criatura, porque el timón estuvo en sus manos en todo momento.

Kirk contrató a Howard Fast para que adaptase su propia obra a un formato de guión. Pero el escritor fue demasiado respetuoso con su novela, despreciando por completo las necesidades de la estructura cinematográfica. El trabajo presentado resultó decepcionante, demasiado farragoso y literal respecto al original. En el libro, la historia de Espartaco es relatada en flashback y contiene numerosos personajes, algunos de los cuales intervienen únicamente en los flashbacks, otros sólo aparecen después de la guerra. Fast no supo satisfacer las exigencias de Douglas, y éste se vio obligado a recurrir a un guionista avezado. Y entonces empezaron los problemas.

El hombre elegido para reconducir el guión se llamaba Dalton Trumbo, también inmerso en la “Caza de brujas”, una campaña de represión contra la amenaza roja a la que Douglas se había opuesto expresamente. Trumbo había sido uno de los famosos “Diez de Hollywood” que se negaron en 1947 a revelar sus convicciones políticas y a facilitar nombres de presuntos izquierdistas al Comité de Actividades Antiamericanas. Fue condenado a un año de prisión e incluido su nombre en la “Lista Negra”.

Durante su encarcelamiento en la prisión federal de Ashland, Trumbo había conseguido escribir una serie de guiones bajo seudónimos varios, sacarlos al exterior y venderlos a los estudios bajo cuerda. Increíblemente, su script para El bravo, firmado con el nombre de Robert Rich, ganó el Oscar en 1956. El bochorno para la industria del cine fue mayúsculo cuando se supo que el misterioso Robert Rich no era otro que el proscrito Dalton Trumbo.

Como muchas otras productoras, Bryna tenía a varios guionistas vetados trabajando por poco dinero. Douglas encargó a Trumbo que ayudase a Fast en la adaptación de su novela. Incluso se atrevió a anunciar en la prensa especializada que el “apestado” Dalton Trumbo iba a escribir el guión de Espartaco. La Legión Americana para la Decencia y la Alianza Cinematográfica para la Preservación de los Ideales Americanos puso el grito en el cielo, tildando el proyecto de confabulación comunista.[1] El hecho de tener a dos guionistas y a un actor (Peter Brocco, que interpretaría el papel secundario de Ramón) acusados de comulgar con la causa roja atrajeron hacia Kirk el odio furibundo de todos los sectores anticomunistas.

La Universal, que ya no formaba parte de la Motion Picture Association of America (el Sindicato de Productores de Cine), apoyó a Douglas en su decisión. Pero tampoco estaba dispuesta a darle gusto en todos los aspectos del proyecto. Le dijeron que el director elegido para Espartaco era Anthony Mann, un cineasta de total confianza y mucha experiencia, autor de una serie de estupendos westerns de la casa. El estudio había barajado también la posibilidad de contratar a David Lean, pero el cineasta británico rechazó la oferta aduciendo que no encajaba en su estilo.

Douglas puso reparos a esta designación. En su opinión, Mann tenía instinto para filmar aventuras en campo abierto, como había demostrado en Winchester 73, El hombre de Laramie y otros westerns protagonizados por James Stewart. Pero Espartaco no iba a ser una película de indios y vaqueros en la antigua Roma. La estrella del hoyuelo en la barbilla sugirió el nombre de Joseph L. Mankiewicz. La decisión, sin embargo, estaba tomada. A Kirk sólo le quedaba aceptarla con la mejor de sus sonrisas impostadas.

Douglas fue ambicioso en la elección del reparto. Quería los mejores actores que pudiera comprar el dinero de la Universal. El papel titular no planteó problemas, pues se había reservado para sí mismo el muy goloso personaje de Espartaco. En comparación, el resto eran caracteres poco heróicos, pero aún así, el guión ofrecía algunos secundarios interesantes. Su idea era dar los personajes romanos a actores ingleses y los esclavos a intérpretes americanos.

Douglas envió el guión a Laurence Olivier, Peter Ustinov y Charles Laughton, tomando antes la precaución de encargar a Dalton Trumbo versiones retocadas en favor de los personajes respectivos de cada uno de los tres actores. De este modo consiguió atraparlos; el trío de estrellas británicas no descubriría el engaño hasta su llegada a Hollywood.

Como garantía de taquilla, Douglas adjudicó un pequeño papel a Tony Curtis y otro, también breve pero crucial, a John Gavin, actor entonces muy popular en Estados Unidos. El rol de Varinia, esposa de Espartaco, fue ofrecido a Ingrid Bergman, Jeanne Moreau, Elsa Martinelli y Jean Simmons, pero todas lo rechazaron. Finalmente, los productores contrataron a la actriz alemana Sabina Bethman.

Al principio, Laurence Olivier pidió hacer el papel de Espartaco. Cuando Kirk se negó, quiso dirigir la película. Después, aceptó el papel de Coriolano en la temporada teatral de 1959 de Stratford-Upon-Avon, y retiró por escrito su candidatura como director. «Si aún así ves el modo de mejorar el personaje de Craso con respecto al resto del reparto», le dijo a Douglas, «estaré encantado de pensármelo otra vez, porque ésta es una empresa noble y estaría orgulloso de participar en ella. ¿Serías tan amable de enviarme lo que tengas a la mayor brevedad posible?».

La opinión de Charles Laughton le llegó a Kirk de palabra y sin rodeos: «Le he echado un vistazo al guión. Es una mierda». Sólo el salario ofrecido, 41.000 dólares por trece días de trabajo, le decidió a aceptar. En cuanto a Peter Ustinov, «nos enteramos de que tenía muchos comentarios y sugerencias sobre su personaje, pero que se avenía a hacer la película», comentó el productor. Una curiosidad: el guionista Dalton Trumbo quería que la Universal contratase a Orson Welles para el papel del pirata Tigranes Levantus. El rol fue a parar a manos de Herbert Lom.

Cuando los actores se reunieron en Hollywood para repasar el texto por primera vez, el guión había sufrido diversas revisiones. Aquel ensayo fue una escena digna de ser filmada: Douglas iba vestido de Espartaco; Olivier y Ustinov llevaban ropa de calle; Laughton, un albornoz de felpa y rulos en la cabeza, para preparar su caracterización como el senador Graco; y John Gavin, el joven Julio César, lucía uniforme romano completo, casco incluido.

La situación resultaba explosiva para todos. Según Ustinov, «el más afectado era Laughton, que siempre estaba esperando una ofensa». La lectura empezó con una escena entre Douglas y Olivier, una nueva secuencia que nadie había visto hasta entonces. Kirk empezó a recitar en voz baja: «Oh, Dios, dame fuerzas para…». Los otros actores se miraron unos a otros. Sir Laurence se puso unas gafas y dijo, también en un tono muy bajo: «Oh, Roma, cuán grande eres, no dudaré…». Cuando llegó su turno, Ustinov declamó, con voz igualmente queda: «Ja, ja, oh, hombres, no sabéis lo que…».

El único que no tenía sentido de la oportunidad ni sensibilidad alguna era John Gavin, que gritó en un tono estentóreo: «Oh, Craso poderoso, aunque mis naves navegarán a mayor gloria de tu persona…».

La sesión continuó lánguidamente, hasta que Laughton se interrumpió con brusquedad y dijo: «No entiendo esta escena nueva. ¿Alguien me puede ayudar?».

Douglas y Olivier cruzaron una mirada, y éste último aclaró: «Ha sido idea mía. En esta secuencia yo represento el futuro, John Gavin el presente, y tú, el pasado».

«¿Y yo por qué represento el futuro?», preguntó Charles, confuso. «No, muchacho», le rectificó Larry. «Tú representas el pasado, yo represento el futuro y John Gavin representa el presente».

Varias réplicas más tarde, Olivier empezó a perder la paciencia. Se quitó las gafas y le dijo a Laughton: «A ver, muchacho. ¿Te serviría de algo que te leyese la escena?». El orondo actor reaccionó como si lo hubieran abofeteado. Luego se paró a pensar y dijo muy despacio: «Síííí». La intensidad de su atención era tan tangible que Sir Laurence no acertó a terminar su parlamento. Acabó apostillando: «… Más o menos así».

Laughton permaneció callado un largo rato y finalmente dijo: «Síííí, pensé que en un momento dado entendería lo que dices, pero ahora me temo que me he perdido del todo». Ni que decir tiene que aquella primera sesión de lectura quedó aplazada antes de terminar.

Discusiones de guión aparte, Espartaco empezaba a levantar el vuelo, para entusiasmo de Douglas. El productor/estrella participaba en todo lo que se cocía. Apenas aparecía por el chalet de cinco habitaciones donde Bryna había instalado su cuartel general. En su interior trabajaba Eddie Lewis, pero Kirk hacía del plató su oficina. Invertía sus inagotables energías en supervisar todos los departamentos involucrados en la producción de “su” película: pasaba largas horas con el diseñador de producción, Alexander Golitzen, discurriendo maneras de plantar nogales y cítricos en el Valle de San Fernando, a imagen de la Italia precristiana; de construir un suburbio romano en los decorados de la Universal; de transformar las calles europeas donde perseguían a Charles Laughton en Esmeralda, la zíngara en el Foro romano. Golitzen no tomaba decisión alguna sin consultar previamente con el “general”. Lo mismo cabía decir del director artístico, del diseñador de docorados, del director de producción, de todo el mundo. Kirk Douglas estaba capitaneando un equipo de diez mil personas.

El rodaje de Espartaco comenzó el 27 de enero de 1959, bajo la dirección de Anthony Mann. Prácticamente toda la película se filmaría en los estudios de la Universal en California, con algunos exteriores en el Valle de la Muerte, Hollywood Beach y Thousand Oaks.

Para sorpresa de Kirk, la primera semana de trabajo en el Valle de la Muerte, donde se filmó la escena de la mina de sal, discurrió satisfactoriamente. «Pero cuando llegamos a la escuela de gladiadores, la cosa empezó a torcerse», afirmó la estrella. «Era evidente que Tony Mann no dominaba la situación. Aceptó todas las sugerencias que le hacía Peter Ustinov, hasta que éste acabó dirigiendo sus propias escenas. Las sugerencias eran buenas… para Peter, pero no necesariamente para la película».

Efectivamente, Mann, todo un experto en sacar a la luz las emociones más intensas de los personajes complejos, acogía con gusto las opiniones de Ustinov, Olivier y Laughton. Pero se empeñaba en obtener una interpretación más sutil del astro americano, cuyo estilo era más físico e instintivo. Douglas temía perder el control de la producción a manos del triunvirato de actores ingleses, y tomó una decisión radical: echar al director.

El estudio asumió tardíamente la postura de Kirk sobre Anthony, que fue despedido cuando sólo habían transcurrido dieciocho días desde el inicio del rodaje. «Me pareció que Tony no era el hombre adecuado para la película», explicó Kirk, en su doble faceta de actor y productor. «La Universal estaba empeñada en utilizarle. Pero al cabo de una semana dijeron: “Kirk, tenías razón. Tienes que librarte de él”. Fui yo quien tuvo que decirle a Tony que era un buen hombre, pero que teníamos que contratar a otra persona».

Según parece, el veterano cineasta recibió el cese con cierto alivio, previo pago, eso sí, de 75.000 dólares. «Douglas», declaró Mann, «era el productor de Espartaco. Él quería hacer hincapié en el apartado “mensaje”. Yo pensaba que el mensaje calaría con más facilidad si mostrábamos físicamente la esclavitud en todo su horror. Las películas tienen que ser visuales, un exceso de diálogos puede ser mortal. ¡Miren si no La caída del imperio romano! A partir de ahí, no conseguimos ponernos de acuerdo: me fui. Trabajé casi tres semanas en la dirección propiamente dicha y todo el arranque es mío: los esclavos en la montaña, Ustinov examinando los dientes de Douglas, la llegada a la escuela de gladiadores y el antagonismo con Charles Mc-Graw. […] Por lo demás, hasta el momento de la fuga, la cinta es muy fiel a mi guión».

Ahora Kirk tenía las manos libres para contratar a un realizador que estuviera capacitado para aportar cierta clase a su película. Eligió a Stanley Kubrick, que ya le había dirigido en Senderos de gloria. A sus treinta y un años, Kubrick se vio convertido en responsable de un presupuesto descomunal, de un guión elaborado sin su intervención y de un reparto cerrado. La Universal no le veía con buenos ojos, pero tuvieron que aceptarle por el bien del proyecto. Para Stanley, Espartaco fue una tabla de salvación. Acababa de salir con los pies por delante de un encargo interminable, El rostro impenetrable, un western psicológico protagonizado y producido por Marlon Brando.[2] El divo le había despedido para sentarse él mismo en la silla de director, con los lamentables resultados conocidos por todos.

El viernes 13 de febrero de 1959, cuando recibió la llamada de Douglas, Stanley acababa de comprar los derechos cinematográficos del best seller de Vladimir Nabokov “Lolita”, con la intención de llevarlo a la pantalla, y había empezado a trabajar en el guión. Pero Kirk le dijo que le necesitaba para empezar a rodar Espartaco el lunes siguiente. La negociación se prolongó, vía telefónica, a lo largo del fin de semana, y finalmente el director dio el “sí” a cambio de un salario de 150.000 dólares.

Una de las primeras iniciativas de Kubrick fue despedir a Sabina Bethman y ofrecer de nuevo a Jean Simmons el papel de Varinia. Esta vez la actriz aceptó, y se incorporó al reparto acompañada de su modisto particular, Bill Thomas. El cineasta no puso más objeciones al reparto, pero solicitó efectuar una serie de cambios en el guión. De esta manera, el texto se transformó en una bomba de relojería que estuvo a punto de dinamitar el rodaje. Trumbo veía a Espartaco como un símbolo de la pasión del hombre por la libertad, un hombre que se identificaba con «el grito de libertad de la humanidad». Stanley, por su parte, suavizó la tendencia izquierdista del guionista y se mostró partidario de una concepción más visual del personaje.

Como ya le había sucedido en sus anteriores películas, a Kubrick le resultó difícil colaborar en Espartaco con actores y técnicos veteranos de Hollywood, los cuales tenían un método de trabajo muy definido. Tampoco faltaron las tensiones en su relación laboral con Douglas. La estrella le había contratado pensando que quizás le estaría agradecido y sería, hasta cierto punto, dócil. Pero descubrió que Stanley era, muy probablemente, aún más testarudo que Anthony Mann.

Hay una famosa anécdota del rodaje de Espartaco que ilustra perfectamente la tensa convivencia de Kubrick con su equipo: el director de fotografía, Russell Metty, había iluminado una escena y Stanley opinaba que no había suficiente luz. Russell se enojó y, de una patada, envió un foco al decorado. Sin inmutarse, el realizador dijo: «Ahora hay demasiada».

Metty amenazó incluso con abandonar la producción, quejándose de que no se le permitía hacer su trabajo. Cuando regresó al plató, el director le dijo que se quedase a un lado y mantuviese la boca cerrada. Stanley tomó el relevo e hizo él mismo casi toda la fotografía de la película. Metty protestó e incluso exigió que su nombre fuese eliminado de los títulos de crédito. Irónicamente, Russell acabaría ganando el Oscar por la Fotografía de la película… que había sido obra de Kubrick.

Para Douglas, la producción de Espartaco fue un trabajo mastodóntico. Pero el divo era una fuerza de la naturaleza, un ciclón que se enfrentaba a los problemas sin retroceder jamás. Sólo un virus le tumbó, literalmente, obligándole a estar de baja durante diez días, la primera vez en su vida que faltaba al trabajo por enfermedad. Tony Curtis también se ausentó durante cuatro semanas, a causa de un esguince sufrido mientras jugaba al tenis en la pista privada de Kirk.

Los imprevistos causaban alteraciones continuas en el plan de rodaje. El contratiempo más problemático fue una enfermedad de Jean Simmons, que la obligó a pasar por el quirófano. Los médicos advirtieron que la baja duraría un mes, y la actriz aún tenía que rodar sus escenas con Laurence Olivier, quien, a su vez, debía volver a Stratford-Upon-Avon a tiempo para comenzar la temporada shakespeariana. Douglas y Eddie Lewis llamaron repetidas veces a Inglaterra, suplicando a la organización teatral que concedieran una prórroga al actor, pero los empresarios sólo le dieron una semana más de plazo. A la desesperada, Kirk obligó a los doctores a dar el alta a Simmons para que ésta pudiera hacer sus secuencias con Olivier bajo supervisión médica. De este modo, Sir Laurence pudo rematar su participación en la película en el plazo acordado por Stratford.

Por si esto fuera poco, Dalton Trumbo seguía modificando el guión cada día. Estas alteraciones en el texto obligaron a Kubrick a adoptar un nuevo método de trabajo: improvisar con los actores e ir creando las interpretaciones sobre la marcha, en lugar de apoyarse totalmente en el script. Si la escena no tenía diálogos, el realizador ponía música de fondo para potenciar las emociones, como en el cine mudo. El resultado fue excelente, sobre todo en la escena en que Espartaco y Draba esperan para salir a la arena; Kubrick escogió un concierto de Prokofiev para ilustrar un sobrecogedor primer plano de Woody Strode.

Con todo, los cambios en el calendario de rodaje no fueron el mayor de los contratiempos sufridos por la producción. Lo peor fue que Douglas también discutió con dos de sus aliados en la película: Charles Laughton y el propio Stanley Kubrick.

Kirk no sabía que Laughton estaba a punto de rebelarse y abandonar Espartaco por su “culpa”. El orondo actor, quien desde el primer día asumió un aire enfurruñado y suspicaz, le acusó de estar compinchado con Laurence Olivier para reducir su personaje de Graco casi a la nada.

En honor a la verdad hay que decir que Olivier, siempre un maestro de las intrigas de trastienda, había ido mejorando su personaje mediante sugerencias soltadas “de pasada” a la atención de Douglas y Kubrick. Larry había llegado una semana antes que los demás, y eso le permitió ejercer mayor presión para que su papel estuviese mucho mejor delineado que el de sus compañeros.

«Siempre era divertido verle trabajar entre bastidores, en el proceso de conseguir su propósito», recordaba Ustinov. «Cuando le descubrías, te hacía un guiño pícaro».

Si había un intérprete al que Kirk admiraba, ése era el protagonista de Rebeca y Cumbres borrascosas; por eso le permitía reescribir su texto. Cuando Laughton advirtió lo que estaba ocurriendo, concluyó que Olivier y Douglas habían decidido mejorar el papel de Craso con el exclusivo propósito de empequeñecer el suyo. Por una simple paranoia, Charles abandonó la película enrabietado. Nada de lo que el productor o el director pudieron decir consiguió tranquilizar a la irascible estrella.

Desesperado, Kirk pidió ayuda a Peter Ustinov, que se había hecho muy amigo de Laughton y era la única persona en quien éste confiaba. Peter pidió que les dejaran a ambos reescribir todas sus escenas. Douglas aceptó. ¡Ni en la peor de sus pesadillas habría imaginado que los actores acabarían negociando los diálogos entre sí!

A partir de entonces, Ustinov y Laughton trabajaron todos los días hasta altas horas de la madrugada, rehaciendo y ensayando las secuencias que compartían, inventando los diálogos más ingeniosos de la cinta. Después, Kubrick filmó esas escenas casi inalteradas, porque los dos actores llegaban al rodaje con sus papeles perfectamente preparados.

A este respecto, el jovial Ustinov solía divertirse comentando que el rodaje de Espartaco se alargó tanto que su hija menor, Andrea, nacida el 30 de marzo de 1959 —dos meses después del comienzo de la producción—, creció lo suficiente para aprender a responder con una sola palabra a la pregunta de un amiguito sobre lo que hacía su padre para ganarse la vida: «Espartaco».[3]

La naturalidad que irradian en pantalla Laughton y Ustinov cautiva a los entendidos en interpretación cinematográfica. Charles amaba su profesión y solía decir: «¡Actuar es prostituirse!». Pero también era consciente de su propio talento, virtud a la que se unía una vulnerabilidad que asombraba a su buen amigo Peter. El actor de más edad asignó al más joven el apodo de Príncipe Heredero, apelativo que permitía deducir sin género de dudas la identidad del monarca reinante.

Laughton disfrutó mucho trabajando con Ustinov. El senador liberal Graco era un personaje al que podía entregarse sin reservas. Sus discursos en el Senado le permitían demostrar toda la vitalidad de su talento retórico; la escena de la comida con Léntulo es una lección de hedonismo vergonzoso e irónico. Su cálida y carnosa integridad se contrapone exactamente con la personalidad de su oponente y rival, Craso, el papel de Olivier.

Seguramente, Charles no tuvo que esforzarse demasiado para recrear la relación de antagonismo que enfrentaba a los dos personajes. Durante el rodaje, el trato entre los dos actores fue tan correcto como frío. «Nos llevamos a las mil maravillas», afirmaba Larry, «aunque a mí me molestaba un poco lo que yo consideraba su falta de cortesía en el set, y así se lo dije». Su relación estaba marcada por la cautela mutua. Laughton envidiaba a Olivier su acceso a personajes que, debido a sus limitaciones físicas, él nunca podría interpretar; Sir Laurence, por su parte, envidiaba la individualidad mental y física de su orondo compañero.

Para Ustinov, la diferencia entre trabajar con Laughton y hacerlo con Olivier era que el último podía sorprenderlo en los ensayos, pero nunca ante la cámara. Algunos actores prefieren esta actitud, pero no Peter. El actor ofreció una crítica reveladora sobre su técnica: «Este comentario es extemporáneo, pero convencido: la razón por la que un actor como Larry parece antiguo en la actualidad es porque sólo hacía lo que ensayaba. Creo que los actores deberían sorprenderse a sí mismos en cierta medida, e ir un paso más allá de lo que han ensayado, y aunque hayan ensayado deben dar la impresión de que lo que hacen, lo hacen por primera vez. Cuando se improvisa, eso es inevitable». También es verdad que no todos los intérpretes podían estar a la altura, como Laughton lo estaba, de la capacidad de improvisación de Ustinov.

Peter se encontraba atrapado en el fuego cruzado entre Olivier y Laughton. Era amigo de los dos e intentaba mantener la paz. Pero el grado de desconfianza se hizo excesivo, aunque las formas permanecieran intactas. Cuando Laurence se enteró de que Charles también se incorporaba a la Shakespeare Memorial Company en 1959, le dijo:

«—Charles, muchacho, sé que vas a hacer “El rey Lear” en Stratford. He hecho un pequeño esquema de las zonas del escenario donde no se le oye a uno.

—Qué amable por tu parte, muchas gracias, Larry, no lo olvidaré.

En cuanto Olivier abandonó la habitación, Laughton se volvió hacia Ustinov y susurró:

—¡Seguro que son las zonas donde sí que se nos oye!».

Godzilla nunca llegó a encontrar a King Kong: en serio o no, Charles le pidió a Larry que le dirigiera en el papel del rey Lear. Olivier rechazó la oferta: «Porque no creía que él y yo pudiéramos entendernos, igual que yo nunca entendía las cosas que él me decía: eso significaba que yo no estaba a su altura intelectual. Nunca me sentí al mismo nivel que él. Para qué demonios iba a dirigirle pensando así». Sí le ofreció un consejo: «Si quería interpretar a Lear, tenía que ir a la cima de la colina de su finca todas las mañanas, cuando saliera el sol, y respirar y gritar su texto hasta agotarse. Se rio de la idea».

Los problemas del sufrido Kirk no acabaron con las rencillas entre sus estrellas. Stanley también empezó a acusarle de socavar su autoridad, de negarle la autonomía artística que necesitaba. El productor/estrella estaba decidido a hacer la película a su manera, pero accedió a transigir en ciertas cuestiones. Se celebraron reuniones a cuatro bandas entre Douglas, Kubrick, Lewis y Trumbo. Para el pobre guionista, la vida tampoco estaba siendo fácil en Espartaco. Despedido Howard Fast, la responsabilidad de escribir aquel interminable guión recaía enteramente sobre sus hombros. Trumbo ya había redactado siete revisiones del texto, cuya suma arrojaba un total de 1.534 páginas y más de 250.000 palabras mecanografiadas.

Douglas estaba satisfecho con la última versión del libreto y no quería cambiarla. Había aceptado las aportaciones de Olivier, Ustinov y Laughton, pero no tenía intención de autorizar más alteraciones a aquellas alturas. Kubrick, sin embargo, pensaba que el guión estaba lleno de «estúpida moralina». Por todas estas razones y muchas más, el cineasta siempre consideró Espartaco su obra menos personal. Afirmaba que, a causa de la inflexibilidad de Kirk, no se podía decir que fuera obra suya: «Si alguna vez he necesitado pruebas de la capacidad de persuasión que puede desplegar el director en una película producida por otro y en la que no es más que el miembro del equipo con mejor sueldo, Espartaco me convenció para siempre», protestaba.

Defendiendo su postura como productor y protagonista, Douglas explicaba que «le enseñé a Stanley el guión. Dijo: “Me encantaría hacerlo”, y a la semana siguiente me lo traje, le presenté a los actores y empezó a trabajar. Tuvimos muchas conversaciones con Trumbo sobre el texto, y Stanley participó en todo. Pero cuando él llegó, el reparto ya estaba elegido y el guión eterminado, y la verdad es que hizo muchos cambios. En la escena de amor del principio, por ejemplo, la idea era hacerla dialogada. Pero él quitó todos los diálogos y lo hizo visualmente. Fue idea suya. Creo que Stanley hizo un trabajo magnífico en Espartaco, y soy el primero en decirlo».

Jean Simmons adoptó una posición neutral en la controversia, mostrándose agradecida a Kubrick y a Douglas por igual. «Para Stanley fue duro, porque llegó en el último momento y no pudo prepararse el guión», recordaba la bella actriz. «Rodaba a partir de las páginas que iban llegando día a día. Nunca sabíamos lo que iba a pasar a continuación. Pero cuando Stanley llegó, dijo que quería que me contrataran, y a Kirk le pareció muy bien».

Todos los actores reconocían la difícil posición del director, pero la opinión general es que Kubrick dejó su huella en la película. «A Stanley le tenían muy controlado Kirk, Eddie Lewis y la Universal», opinó Tony Curtis. «Pero Stanley sabía decir, con ese inimitable estilo suyo: “No, eso no me gusta. Yo quiero hacer esto”. Y lo hacía. Pero no lo tenía fácil, porque enfrente estaba Kirk, que dirigía la compañía y estaba decidido a asegurarse de que la película se hacía a su manera, porque se jugaba mucho. Pero yo creo que Stanley le dio a la película un estilo que no hubiera tenido si la hubiera dirigido otra persona».

No todo el mundo consideraba a Douglas un hombre flexible. Su comportamiento fue decididamente autocomplaciente en algunos momentos. Yakima Canutt, legendario especialista y director de segunda unidad en Espartaco, descubrió esta realidad cuando acudió a grabar unas escenas especialmente violentas en Thousand Oaks, California. «Mientras yo filmaba la batalla, Kubrick envió a Tony Curtis a nuestra localización, para que dirigiese sus secuencias en el combate», escribía Canutt en su autobiografía, “Stunt Man”. «Tony era un buen actor y colaboraba en todo, y rodamos buenas escenas. También trabajé con John Ireland, otro que cooperaba mucho».

«Un día, Kirk Douglas vino a rodar unos planos cortos bélicos», continuaba Yakima. «Yo había preparado una coreografía que me parecía adecuada para él, y pedí a su especialista personal que interpretase la escena. Cuando terminó el ensayo, Kirk meneó la cabeza en señal de desaprobación y dijo: “No, no. Mira lo que vamos a hacer”. Empezó a enseñarle otra coreografía. Yo sabía que Kirk tenía mucho dinero metido en la película, y por eso me limité a gritar: “Acción” y “Corten”. Cuando terminó y se fue, empecé con otra secuencia».

«Al día siguiente, después del trabajo, vimos el copión en la sala de proyección del estudio», concluyó el especialista. «Cuando terminó, Kirk me dijo: “Esas escenas mías no han quedado bien. Tendrían que ser como las que rodaste con Curtis y Ireland. Esas eran muy buenas”. Yo contesté, con toda la intención: “Curtis y Ireland siguieron las instrucciones”. Así acabó la conversación. Puedo añadir que no volví a trabajar con Kirk. Pero tengo que reconocer que es un actor muy bueno».

Pese a sus frecuentes arranques de narcisismo, lo cierto es que Douglas nunca exigía a nadie tanto como a sí mismo, como demostró cuando llegó el momento de rodar su emocionante duelo con el gladiador Draba. La escena culmina en el instante en que éste derriba a Espartaco, clavando el tridente en torno a su garganta.

En el guión, la secuencia estaba descrita en ocho líneas, escuetas y concretas. Kirk ordenó alargarla a ocho páginas, detallando los movimientos de los personajes, que los dobles de acción, ocho especialistas veteranos, esperaban interpretar. Pero la estrella insistió en hacer la pelea coreografiada personalmente, con Strode, y sin ayuda de dobles. Durante las dos semanas siguientes, los dos actores se dedicaron a ensayar la peligrosa coreografía, mientras los especialistas les observaban cruzados de brazos. Tardaron doce días en rodar la escena, que en la película dura sólo siete minutos. Los dobles opinaron que era la pelea más peligrosa que habían visto en su vida.[4]

Cuando Kubrick presentó el primer montaje del filme, Trumbo escribió un informe de ochenta páginas defendiendo la inclusión de una batalla grandiosa al final de la historia, con el consiguiente incremento de metraje. Los responsables del filme descubrieron con pavor que el largo viaje de Espartaco, en contra de lo que ellos creían, aún no había llegado a su final. Quedaba un cabo suelto por atar. En ese momento hubo cierta tensión, y algunos temieron que la situación llegara a un punto crítico. Pero todos cayeron en la cuenta de la necesidad de conceder mayor protagonismo a este pasaje, incluido el director.

De los 167 días que le llevó hacer Espartaco, Stanley pasó seis semanas en España dirigiendo la elaborada secuencia de la batalla final entre el ejército de esclavos y las legiones romanas, posicionadas sobre el terreno como si fuesen las piezas de un gigantesco tablero de ajedrez. Nuestro país se había puesto de moda como localización de grandes producciones, gracias en parte a los figurantes suministrados por el Ejército español, que habían demostrado un arrojo extraordinario en las escenas bélicas. Ocho mil quinientos voluntarios del Ejército de Tierra, representando a los soldados romanos y a los rebeldes, lucharon a muerte en los montes de Alcalá de Henares, Colmenar Viejo y Navacerrada (Madrid), así como en las llanuras de Iriépal y Taracena (Guadalajara). Algunos momentos de esta espectacular y cruenta batalla despertaron las iras de la censura y fueron consiguientemente descartados en el montaje definitivo; entre ellos se incluían varias imágenes de hombres desmembrados, en realidad, actores enanos con torsos falsos y un extra manco con un brazo postizo para dar más autenticidad a la escena.[5]

El rodaje de Espartaco concluyó definitivamente el 12 de julio de 1959. A continuación, Kubrick dedicó meses a montar la película y a suprimir varias secuencias, debido a las protestas de la Legión de la Decencia y de la Administración del Código de Producción. La versión original incluía la famosa escena del baño, en la que Craso intentaba seducir a su esclavo Antonino. Geoffrey Shurlock, representante de los censores, sugirió que podrían dejarla pasar si la referencia a las ostras y los caracoles se cambiaba por trufas y alcachofas. Finalmente, se decidió eliminar la escena entera, aunque volvió a añadirse para la versión restaurada que se estrenó en todo el mundo en abril de 1991.[6] En el tiempo transcurrido, la banda de sonido de ese fragmento de metraje se había perdido y los diálogos tuvieron que ser doblados de nuevo. Como Laurence Olivier había fallecido recientemente, Anthony Hopkins se encargó de leer sus frases en los planos reinsertados.

Laboriosa fue también la labor de Alex North, autor de una memorable partitura musical que combina acertadamente el intimismo con la espectacularidad. El compositor dedicó trece meses a la preparación de la banda sonora de su primera superproducción (después vendrían Cleopatra y El tormento y el éxtasis), pudo ver la película completa dieciocho veces y utilizó una orquesta sinfónica de ochenta y siete instrumentos. El resultado no defraudó a nadie, sobre todo en lo que respecta al magistral tema de amor, una hermosa melodía que sirve de acompañamiento obsesivo a los primeros encuentros entre Espartaco y Varinia.

Espartaco se estrenó el 7 de octubre de 1960 en el RKO Pantages Theatre de Hollywood. Fue un éxito desde el primer día. Los críticos la definieron como una de las epopeyas más inteligentes y emotivas de la historia del cine, y los piquetes organizados por la Legión de la Decencia y la Administración del Código de Producción ante las salas donde se proyectaba la película no sirvieron de nada.

Espartaco recaudó treinta millones de dólares en Estados Unidos y otros sesenta en el resto del mundo. Además, como guinda del pastel, ganó cuatro Oscar en la 33a edición de los premios, celebrada el 17 de abril de 1961 en el Santa Mónica Civic Auditorium: Mejor Actor de Reparto (Peter Ustinov), Fotografía en Color (Russell Metty), Dirección Artística (Alexander Golitzen, Eric Orbom, Russell A. Gausman y Julia Heron) y Diseño de Vestuario (Valles y Bill Thomas). «Gracias por secundarme tan bien», decía el telegrama de felicitación de Olivier a Ustinov. Aquella gracia se convirtió en un chiste privado entre ellos.[7]

En cuanto al guión, finalmente llevó la firma de Dalton Trumbo (por primera vez desde 1945). Kirk Douglas se apuntó así el tanto de haber terminado con las aciagas “listas negras”, no en vano era el productor ejecutivo y la decisión había sido suya. Lo que el actor omitió (su egocentrismo es bien conocido) fue que previamente había solicitado el apoyo de Laurence Olivier, Charles Laughton y Peter Ustinov, quienes exigieron a la Universal que el nombre del guionista apareciera en la pantalla.

Después de Espartaco, Stanley Kubrick siguió su camino hacia la gloria, donde le esperaban títulos hoy convertidos en clásicos como 2001: una odisea del espacio y La naranja mecánica. Sin embargo, el director criticaría años después su obra, al no considerarla como propia y opinar que no representaba los temas e inquietudes que le interesaban como cineasta. Aunque le sirvió para demostrar que podía afrontar proyectos de gran presupuesto y obtener éxito en taquilla, Kubrick no quería repetir la experiencia de formar parte de la maquinaria de Hollywood, de estar en medio de todo tipo de conflictos e intereses y no tener control sobre el aspecto creativo. «Intenté, con éxito relativo, que Espartaco fuese lo más realista posible», reflexionaba, «pero el guión era bastante insípido y rara vez fiel a la información que tenemos sobre el personaje».

Espartaco nació como una película conflictiva y polémica. Basada en una novela de un autor tachado de comunista, escrita por una de las principales víctimas de la “Caza de brujas y dirigida por un joven cineasta que había tenido graves problemas de censura con su alegato antimilitarista Senderos de Gloria, la polémica estaba servida desde el comienzo. Pero a pesar de los numerosos conflictos surgidos antes, durante y después del rodaje, lo cierto es que los resultados fueron aún más brillantes de lo que cabía esperar.

El “cine de romanos”, tan de moda en los años cincuenta y principios de los sesenta, encontró en Espartaco una variante distinta. La obra magna de Kirk Douglas se adelantó a su tiempo y, como Cleopatra tres años más tarde, demostró que se podía hacer cine de gran espectáculo sin renunciar al cine de autor. Pese a sus dimensiones épicas y fastos espectaculares, esta superproducción articula un discurso sincero y valiente que la sitúa más allá del típico y tópico cine colosal. Planteada como una reflexión sobre el poder y como una exaltación del héroe individual, la odisea del esclavo tracio que se sublevó contra el poder de Roma se presenta como una película, cuanto menos, insólita en relación a otros filmes similares de la época.

El filme abarca satisfactoriamente los registros más diversos, desde el intimismo de las escenas de amor hasta la fuerza de las secuencias de masas. Así, brillan con luz propia la extraordinaria descripción de la vida en la escuela de los gladiadores de Capua;[8] las agudas pinceladas sobre el paganismo romano; la ejemplar reconstrucción de la batalla de Silaro que acabó con la rebelión, a la que se ha comparado con la famosa secuencia de Alexander Nevski; el momento en que todos los esclavos, apaleados y prisioneros, dicen ser Espartaco y, sobre todo, la descripción de dos formas de gobierno antagónicas que luchan por imponerse en Roma.

Craso, el personaje más logrado de la cinta, representa la arrogancia de una clase corrompida. Está convencido de la incuestionable superioridad de los patricios y de ahí su odio hacia Graco, símbolo de la democracia y defensor de los derechos de la plebe. Sabe que debe su ascensión política a Espartaco y eso le asusta, porque su rebelión representa una incógnita para el futuro, un acontecimiento imprevisible y fuera de toda lógica. Orgulloso y conservador a ultranza, abofetea al líder de la sublevación y le condena a batirse a muerte cuando éste se niega a dirigirle la palabra —actitud incomprensible en un esclavo—: «Es preciso responder, esclavo, cuando el primer cónsul de Roma te habla». Sólo encuentra una forma de vencerle, poseyendo a Varinia, pero no quiere forzarla, desea que su entrega sea voluntaria para conseguir una victoria total.

En realidad, Craso es un político ambicioso y un señor de la guerra tirando a bárbaro. La escena, cortada y restaurada después, en la que el personaje manifiesta una evidente atracción homosexual por su esclavo Antonino, es especialmente reveladora. Al final, Craso enfrentará, para su disfrute personal, al hombre que le ha rechazado y abandonado, Antonino, contra aquél a cuya compañera ha sido incapaz de seducir con las armas del encanto y de la coacción, Espartaco. Como si Craso fuera el doble negativo de Espartaco. Graco, por su parte, pretende evitar futuras rebeliones, construyendo un orden social más justo. Los dos senadores representan dos actitudes diferentes ante la vida: Craso utiliza la violencia para cauterizar las heridas, Graco la comprensión y el diálogo.

Kirk Douglas siempre estaba enorme en películas que requerían sufrimiento, y a menudo interpretaba papeles que implicaban extrema mortificación o incluso mutilación. Aquí da lo mejor de sí mismo cuando es azotado o atado en la cruz, casi disfrutando de su propia agonía y ardiendo de justa furia. La ironía es que incluso como hombre libre, Espartaco es un esclavo. Sirve a los intereses de Craso al llevar a la gente de Roma hasta el punto en que se ven forzados a recurrir a su genio militar, convirtiéndole en un virtual dictador que les salva de un enemigo que sólo quiere volver a casa. La alegre banda de Espartaco atraviesa el país para encontrarse con un ejército romano que, visto desde la distancia, recuerda a un grupo de hormigas moviéndose en perfecta formación o a las piezas de un ajedrez viviente marchando en orden, una invencible máquina militar. Es un momento impresionante que nos hace pensar que Kubrick tenía que dar órdenes a sus extras tan rígidamente como Craso gobierna Roma.

A partir de ahí entran en juego las excelentes actuaciones de Charles Laughton, Laurence Olivier y Peter Ustinov, cuando los intereses personales desatan una lucha por el poder. Las geniales composiciones sobreactuadas de Laughton y, en menor medida, de Ustinov, la sobria y matizada caracterización de Olivier, constituyen un recital interpretativo de primera magnitud. No podía contar Kubrick con mejores colaboradores. Los tres actores se introducen en sus papeles con apabullante capacidad de identificación y sin otro maquillaje que el del talento, bordando unos trabajos sencillamente perfectos, inmarchitables, repletos de técnica pero también de corazón.

La grandísima admiración por este magistral trío de intérpretes no debe impedir una reverencia a Jean Simmons. No es ésta una estrella en la que se repare con mucha frecuencia, pero en esta película, como en tantas otras, su trabajo además de admirable es de los que calan hondo. Miss Simmons obtuvo buenos papeles en Hollywood porque era distinguida, solvente y profesional, porque gustaba a los críticos y porque caía bien. Pero nunca fue una actriz de culto. Era muy buena, incluso magnífica en ocasiones. Quizá el problema consistiera en que siempre estaba ahí, facilitando el olvido. Que no dio a paladear lo suficiente el sabor triste de su ausencia.

Clásica y moderna al mismo tiempo, Espartaco es una soberana lección de cine, una obra maestra por la que no pasa el tiempo, como no sea para embellecerla. Su grandeza, su hermosura plástica, la densidad de la historia y la majestuosa labor de los actores la convierten en un monumento de celuloide, un filme que pese a su larga duración más que verse se devora. Su recuerdo es hoy imborrable.