El set de Los siete magníficos fue el escenario de un duelo sangriento entre una estrella consagrada, Yul Brynner, y un joven actor dispuesto a todo con tal de adquirir ese rango, Steve McQueen. El “Divino Calvo” nunca vio con buenos ojos la habilidad de McQueen para “quedarse” con todas las escenas donde intervenía, empresa a la que se apuntaron los demás miembros del reparto. Cada uno de los actores era un robaescenas y una potencial amenaza para el protagonista. Todos estaban decididos a destacar, a emplear el juego sucio si era preciso, pero ninguno tenía una sabiduría callejera comparable a la de Steve.

Los siete magníficos se estrenó en Nueva York en 1956 para un pequeño pero entendido público de amantes del cine de arte y ensayo. Porque este era, curiosamente, el título americano de Los siete samurais, de Akira Kurosawa, que ya había alcanzado el status de clásico japonés desde su lanzamiento original en 1954. Entre los seguidores de la película se encontraba John Sturges, un director que afirmaba que era posible convertir cualquier historia —incluso My Fair Lady— en un western. Obviamente, Los siete samurais resultaba un material mucho más apropiado para hacer un remake.

En 1960, Alpha Productions, la compañía que Sturges había formado con sus amigos directores Billy Wilder y Robert Wise, llegó a un acuerdo con los Hermanos Mirisch (Walter, Harold y Marvin) para producir sus propias películas. Su primer proyecto conjunto fue Los siete magníficos.

Convencer a Kurosawa no supuso ningún esfuerzo. El cineasta nipón había estado claramente influenciado por los westerns de Hollywood a la hora de rodar su obra maestra y, aunque la historia de los siete guerreros contratados por unos granjeros para librarse de los bandidos que aterrorizan su pueblo estaba ambientada en el Japón del siglo XVI, era fácilmente adaptable al Lejano Oeste del siglo XIX. Además, Akira admitía ser un rendido admirador de las películas de John Ford y John Sturges, así que dio rápidamente su permiso para una nueva versión de su historia.

Los siete samurais era un intento de combinar el filme del Oeste americano y el de esgrima japonés. Por eso, devolver el guión a un contexto de western era cosa relativamente sencilla, siempre y cuando se corrigieran aquellos aspectos del clásico de Kurosawa no apropiados para el espectador medio americano. Su larga duración (más de tres horas) abruma; se dedica un tiempo extremadamente largo al reclutamiento de los samurais, la construcción de defensas y el entrenamiento de los granjeros ante el inminente ataque de los bandidos. Los logros supremos del maestro en esta película son las estimulantes escenas de acción y el sentimiento de espiritual camaradería. El director japonés fue pionero en disponer múltiples cámaras para cada escena, lo que le permitía elegir el mejor ángulo fotografiado. La universalidad de su cine era otra baza a su favor. Son las suyas, en general, películas de estilo épico, cantos encendidos al hombre y a su historia, a sus tierras, poemas casi shakespearianos en los que lo que importa, más que el marco geográfico donde transcurren los hechos, son los hechos mismos, protagonizados por el hombre, con independencia del color de su piel.

Quien primero advirtió los valores potenciales del proyecto fue Lou Morheim, que estaba afiliado a la compañía de producción de Yul Brynner, Alciona. Morheim visionó la cinta de Kurosawa y leyó unas declaraciones del director en las que definía su obra como un western a la japonesa. La idea de rodar una película del Oeste con argumento similar le sedujo al instante y pronto pudo comprar los derechos de la obra en inglés por el módico precio de 250 dólares. El acuerdo con Alpha Productions tampoco presentó dificultades. Sturges produciría y dirigiría, Walter Mirisch sería el productor ejecutivo y Morheim el productor asociado. La distribuidora United Artists les dejó trabajar libremente aparte de estipular la inclusión de una gran estrella como Yul Brynner.

Los primeros esbozos del guión fueron escritos por Walter Bernstein, pero su trabajo fue descartado. La nueva adaptación corrió a cargo de Walter Newman, cuyo texto sí recibió el visto bueno. El argumento era simple pero efectivo: un pequeño pueblo mexicano es el objetivo constante de un grupo de bandidos, que llegan cuando quieren y se llevan lo que desean. Desesperados, los vecinos recurren a un pistolero a sueldo, Chris Adams. Éste escoge a un puñado de mercenarios, los “Siete Magníficos”, que se encargan de los salteadores con su propio tipo de justicia.

La película se centraba en su protagonista, y la financiación estaba basada únicamente en la participación de Yul Brynner en el proyecto. De procedencia asiática y de verdadero nombre Taidje Khan, el “Divino Calvo” se afeitó la cabeza para hacer del Rey de Siam en la obra teatral “El rey y yo”, un papel que le condujo al estrellato y que le presentó por primera vez como un actor exótico y erótico. De dar más alimento a esta imagen se encargaron personajes como el Faraón de Los diez mandamientos, el Rey de la versión cinematográfica de El rey y yo y el Jean Lafitte de Los bucaneros, una imagen que contrastaba marcadamente con las de otras estrellas de los cincuenta como John Wayne, Rock Hudson, Jimmy Stewart y Alan Ladd, actores muy masculinos pero típicamente americanos, que, además, muy raras veces vestían rasgos siniestros o aparentemente negativos.

El mismo Brynner fomentó su imagen exótica inventando varias versiones de su infancia para varias publicaciones. A veces era gitano, a veces hijo ilegítimo de una gitana y de un millonario ruso. Muchas veces contaba que había estudiado Filosofía en la Sorbona de París, y alternaba esta historia con otras que decían que había trabajado de cantante en locales parisienses o de trapecista en un circo.

Sturges tuvo que seleccionar cuidadosamente el elenco de actores, para asegurarse que todos ellos complementaban a Brynner, sin llegar a hacerle sombra. El casting de Los siete magníficos incluía a Steve McQueen, James Coburn, Eli Wallach, Robert Vaughn, Charles Bronson, Brad Dexter y Horst Buchholz. Aunque poco conocidos por entonces, al menos cuatro de ellos se convertirían en celebridades durante la siguiente década, y sólo Brad Dexter seguiría siendo un desconocido.

Inicialmente, Sterling Hayden iba a interpretar a Britt, el experto lanzador de cuchillos, pero por razones desconocidas renunció al papel. Entonces, Robert Vaughn recomendó a su viejo compañero de estudios y amigo James Coburn para el puesto. En los años sucesivos, los dos actores se ayudarían mutuamente a conseguirse papeles en sus respectivas películas.

Actor de contundente presencia, alto, delgado, ágil y de facciones marcadas, Coburn era por aquellas fechas un actor secundario de pocas palabras y mucha acción. Su aspecto cínico y frío le destinaría a personajes de aventureros sin escrúpulos, papeles en los que poco a poco desarrollaría un encanto indolente y una maldad tan agradable que la fama le llegó de manera casi inevitable. Charles Bronson también fue durante muchos años un secundario eficaz —y poco considerado— especializado en roles de villano u hombre violento. Intérprete de facciones duras, rostro ingrato y físico esculpido en granito, Bronson alcanzó el estrellato en la década de los setenta encarnando a héroes duros e implacables, hasta convertirse en el justiciero más famoso de la pantalla.

Eli Wallach, el malvado de la historia, era un reputado actor de carácter, formado en el Actors Studio y dotado de todos sus tics, un hombre capaz de destacar tanto en un spaguetti-western como en el más delirante de los melodramas sureños de Tennessee Williams. Sus villanos siempre fueron muy celebrados.

También como villano había empezado a hacerse notar Robert Vaughn, generalmente en la versión oveja negra de familia bien. Caracterizado por su voz metálica y su expresión de superioridad, Vaughn cosecharía una gran popularidad de la mano de un personaje televisivo: el agente Napoleon Solo de la serie The Man from UNCLE. Popularidad que igualmente haría de Horst Buchholz un galán de los años sesenta.

Finalmente, Steve McQueen, el gran descubrimiento de la película, era por entonces un actor bastante famoso gracias a su papel del cazarrecompensas Josh Randall en la serie televisiva Wanted: Dead or Alive (emitida por la cadena CBS entre septiembre de 1958 y septiembre de 1961). Sin embargo, su contrato sólo le permitía la vaga opción de aceptar trabajos externos en «momentos mutuamente convenientes» para Four Stars, productora de la serie, y para CBS. Una cláusula que se le empezó a atragantar después de estar a las órdenes de John Sturges en Cuando hierve la sangre (1959). La relajada atmósfera durante el rodaje de la película y la oportunidad de estar en las Grandes Ligas le hizo querer abandonar la serie más que nunca.

Entonces llegó una llamada de Sturges, ofreciéndole el papel de Vin en Los siete magníficos; Steve ocuparía la tercera posición en los títulos de crédito, por detrás de Yul Brynner y Eli Wallach. Había un único problema: su personaje tenía sólo siete líneas de diálogo. Hilly Elkins, representante del actor, estaba negociando con Four Star para incluir a Steve en la película. ¿Cómo iba a sacarle de su contrato para un papel con tan pocas frases? Elkins decidió telefonear a Sturges.

—John, sólo hay siete líneas de diálogo aquí.

—Lo sé, Hilly, pero te prometo que le daré la cámara.

«John Sturges era uno de los pocos hombres en esta ciudad cuya palabra era tan buena como el oro», comentaba Elkins. McQueen aceptó la oferta, pero Four Star se opuso a la cesión. El rodaje de Los siete magníficos coincidiría con el comienzo de la nueva temporada de Wanted, y temían que si le liberaban de su contrato, le perderían para siempre, y la serie desaparecería con él.

Elkins fue a ver a Dick Powell, presidente de Four Star. «¿Recuerdas que le dijiste a Steve que cuando necesitase hacer una película, le dejarías ir?», preguntó. «Ahora tengo una gran oportunidad de convertirle en una estrella». Powell levantó la mano y le interrumpió. «No me hables de esto, porque la compañía ha crecido y yo ya no trato esos temas», respondió, remitiéndole a hablar con Tom McDermott, manager general de Four Star.

«Steve tiene un compromiso con la serie», dijo McDermott con dureza. Elkins trató de apelar a su lado empresarial: «Tiene una gran oportunidad que te proporcionará buenas dosis de publicidad para la serie. Dale un par de semanas libres».

McDermott dio un puñetazo en la mesa, miró con expresión de odio al representante y exclamó: «¡Qué te jodan! Nosotros estamos pagando a McQueen. Hará la serie».

Mientras Elkins contenía el aliento, el magnate se aceleraba. «¡Nosotros somos los dueños de McQueen!», gritó. «Le creamos y podemos destruirle».

Sintiendo que tenía que jugar duro, el agente comentó: «Tom, es mejor que pienses en ello. Odio escucharte decir eso, porque Steve está emocionalmente centrado en la película; no querrás a un actor descontento».

Percibiendo esto como una amenaza, McDermott explotó: «¿Qué cojones significa eso?», aulló. «No emplees esas jodidas tácticas de la Mafia conmigo. Voy a cogeros a ti y a tu cliente y os voy a dar una patada en el culo. ¿Entendido? ¡Ahora, lárgate de aquí!».

Elkins volvió a su oficina y llamó por teléfono a Steve, que en esos momentos estaba en Boston con su esposa Neile. Cuando contactó con él, su agente le dijo tranquilamente: «Ten un accidente».

McQueen se apresuró a estrellar su coche alquilado contra la fachada del banco más importante de Boston, y estuvo a punto de llevarse a un policía por delante; el siniestro apareció en todos los periódicos. Aunque salió completamente ileso de la colisión, el actor volvió a Los Ángeles luciendo un aparatoso collarín, y eludió sus compromisos televisivos alegando un traumatismo cervical que le incapacitaba para trabajar.

El truco del collarín surtió el efecto deseado, y pronto llegó la inevitable llamada de McDermott. «Sé que esto es una farsa, hijo de puta», le dijo a Elkins, «pero tenéis vuestra maldita película».

El agente sabía que hacer esa llamada ya era lo bastante duro para McDermott, pero para demostrar quien mandaba, replicó: «Error. Le doblarás el sueldo y su porcentaje en Four Star».

«¡Eres un hijo de puta!», chilló el magnate al otro lado de la línea. A continuación, Elkins llamó a los hermanos Mirisch y elevó la tarifa de su cliente hasta los 65.000 dólares por intervenir en su producción. «Les dije: “Este chico va a ser grande y os permitiré tener una opción de dieciocho meses sobre él”», recordaba el agente. «Aceptaron. Steve hizo la película y el resto es historia».

Parece que McQueen empezó a tramar algo contra Yul Brynner en cuanto subió al avión que le llevaría a México D.F. Quizás estaba celoso; se decía que codiciaba la parafernalia regia del “Divino Calvo” (coches, guardaespaldas y sirvientes), jurando que él tendría lo mismo algún día. En cualquier caso, el rodaje de Los siete magníficos se convirtió en un grave caso de rivalidad entre una estrella consagrada y un ambicioso recién llegado.

Steve se preparaba para lo que sabía que sería su salto al olimpo cinematográfico, presionando constantemente a Sturges para sacar más jugo a su personaje. Vin, se quejaba, estaba escrito como «una especie de lameculos de Yul». Pero McQueen fue lo bastante hábil para jugar con la vanidad del director, y los dos hombres pronto se convirtieron en compañeros de borracheras, compartiendo entre otras cosas su amor por los coches y las motos.

El rodaje de Los siete magníficos comenzó a principios de la primavera de 1960 en Cuernavaca, un pueblecito situado a setenta y cinco kilómetros de México D.F. Los problemas no se hicieron esperar. Los censores locales exigían que se hiciesen cambios en el modo en que los mexicanos eran representados en la historia. El guionista Walter Newman fue reclamado para que viajase a las localizaciones e hiciese las revisiones pertinentes, pero se negó. Las modificaciones en el guión fueron efectuadas por William Roberts, y se consideraron lo suficientemente significativas para concederle un crédito como co-guionista. Sin embargo, Newman no quería compartir su acreditación, e hizo que su nombre fuese eliminado de los créditos.

En esa fase de la producción, gran parte de la trama aún estaba forjándose en la mente de Sturges. La reputación del cineasta era suficiente para asegurar la participación de los actores sin tener una idea exacta de sus papeles. De hecho, parece que el personaje interpretado por Vaughn, Lee, nunca llegó a estar escrito en el guión; simplemente, lo improvisaron mientras la producción avanzaba.[1]

La primera escena prevista era una toma de los “Siete Magníficos” cruzando un riachuelo. A lo largo del metraje, Yul Brynner siempre tenía que ir el primero; los otros meramente llenarían el paisaje. Pero el resto de los actores tenían sus propios planes. De hecho, todos estaban tratando de eclipsar a sus compañeros. Daba la impresión de que cada uno de ellos pensó, cuando aceptó hacer la película, que él sería la principal estrella de la función.

Tan pronto como la secuencia empezó a rodarse, la cámara se centró en Brynner, con los demás simplemente cabalgando tras él. McQueen, haciendo el primer movimiento, recogió un poco de agua con su sombrero; Charles Bronson empezó a desabotonarse la camisa, y el resto les imitaron, tratando de llamar la atención. Cada uno de los actores era un robaescenas en potencia, una seria amenaza para el protagonista. Todos estaban dispuestos a bajar a Yul de su pedestal, pero ninguno tenía un pasado forjado a base de peleas callejeras semejante al de Steve.

McQueen era la fiera más competitiva de un reparto sobrado de adrenalina; constantemente estaba «cazando moscas» (en palabras de Sturges) y agitando su sombrero blanco por detrás de la cabeza de Brynner. Sus compañeros le apodaron “Supie” (diminutivo de “superestrella”) y “Dick el Tramposo”, debido a su solapado modo de conseguir lo que quería. Steve estaba decidido a robarle la película a Yul frente a sus narices. A fin de cuentas, él había crecido en una granja del Medio Oeste con armas y caballos, mientras que Yul era de Vladivostock y se sentía más a gusto en un club nocturno que cabalgando.

«El principal objetivo de McQueen era promocionarse a sí mismo», recordaba James Coburn. «Steve estaba preparado en todos sus papeles. Tenía una gran reputación por su rapidez en desenfundar la pistola. Recuerdo a Yul Brynner diciendo: “No sé qué hacer con mi pistola”; y Steve le enseñó un movimiento muy simple para desenfundar y enfundar. Se ha hecho mil veces, pero Yul lo utilizó de todos modos. Así que Steve estaba muy orgulloso porque había engañado al astro con ese movimiento tan sencillo, mientras él hacía esa cosa tan elaborada con su pistola».

Brynner sabía que los trucos de McQueen con la pistola atraerían la atención del público y trató de convencerle para que utilizase un rifle en su lugar, pero el joven actor no mordió el anzuelo. «Yul quería que yo usara un rifle en la cinta para que no le eclipsara, pero no quise hacerlo», explicaba orgullosamente. «Estábamos rodando las primeras escenas de tiroteos. Yo había disparado tres veces antes que él ni siquiera hubiese sacado su pistola de la cartuchera».

La inalterable preocupación de Steve por sí mismo adoptó diversas formas en el plató. Mientras otros actores improvisaban alegremente, él veía el set como un laboratorio para calibrar con precisión cada escena. Se pasaba horas corrigiendo y editando sus propios diálogos con un laberinto de notas, flechas y revisiones infinitesimales. Le gustaba que cada toma fuese una rutina completamente preparada, donde cada paso y matiz estaban perfectamente estudiados hasta el último detalle. Eli Wallach, que encarnaba a Calvera, recuerda haber apuntado con su pistola a McQueen durante un ensayo.

—Sujétala exactamente en ese ángulo en la toma, ni una pulgada a la derecha o a la izquierda —le dijo Steve.

—Pero es una secuencia de acción —replicó Eli.

—¡Hazlo! —gruñó Steve.

Detrás de las cámaras, McQueen tendía a ser distante y a encerrarse en sí mismo. «La mayoría de los “Siete”, incluido Yul, al menos jugaban a las cartas juntos», señalaba el ayudante de dirección Robert Relyea. «Steve, por el contrario, parecía típicamente autosuficiente». La futura estrella nunca encontró impropia la rivalidad, o un cierto grado de aislamiento. «No es mi parte favorita de una película», murmuró una vez, cuando los demás actores se reunieron para cenar en el restaurante Jacaranda.

El rodaje de Los siete magníficos, sostenía McQueen, fue un estado de guerra constante. Para él, las hostilidades eran soportables por el dinero, una bella esposa que le visitaba los fines de semana y un montón de marihuana mexicana. Aún así, se veía a sí mismo como el miembro más débil del reparto.

Más sociable que Steve, Eli Wallach encontró un muy especial círculo de amigos. En su búsqueda de cómplices realistas para el jefe de los bandidos, Sturges tuvo la feliz idea de reclutar a verdaderos delincuentes en las colinas de Cuernavaca. Estos tipos duros adoptaron a Wallach como uno de los suyos, enseñándole a disparar, montar y gruñir, y proporcionándole una sombra protectora durante su estancia en las localizaciones.

Mientras los auténticos bandidos parecían ser un grupo amigable, los vecinos locales no lo fueron tanto cuando llegó la hora de rodar el paso del río. El cauce era demasiado pequeño para producir el gran chapoteo de agua que el director buscaba, así que todo el mundo se puso a construir una especie de dique, con la mala fortuna de que acabaron secando un lavadero cercano en la orilla del río. Los tipos que rápidamente aparecieron con un machete como argumento suponían un radical contrapunto a la docilidad de los pacientes pueblerinos retratados en la película.

En la mayor parte de sus escenas juntos, McQueen hizo todo lo que pudo por eclipsar a la estrella del modo más sutil. En una secuencia, Brynner daba una arenga al grupo, de espaldas a Steve, quien empezó a tirar una moneda al aire. Una vez más estaba robándole el plano. Yul fue informado de las artimañas de su compañero y, en la siguiente toma, se quitó su sombrero de cowboy. Con su gran cabeza calva brillando en la pantalla, nada ni nadie podía lograr que los ojos del público se apartasen de Brynner.

Hilly Elkins estaba presente en la filmación de otra secuencia entre los dos actores, y vio por qué “Dick el Tramposo” se ganó su apelativo. «Steve y Yul no eran muy altos», recordó Elkins. «En una de sus escenas, Brynner se hizo un pequeño montículo de arena para elevar su altura. Steve tenía que dar vueltas a su alrededor mientras decía sus frases. Cada vez que pasaba al lado de Yul, le daba “accidentalmente” una patada al montón de arena, así que Yul iba haciéndose cada vez más pequeño. Al final de la toma, estaba desapareciendo en un agujero».

«Cuando trabajas en una escena con Brynner», comentaba McQueen al respecto, «se supone que tienes que mantenerte a tres metros de él. Yo no trabajo de esa forma. Así que me protegí a mí mismo». No es de extrañar que el “Divino Calvo” pidiese a uno de sus guardaespaldas que vigilase si Steve sobreactuaba en segundo plano. Incluso Sturges tuvo que decirle al impulsivo actor que se lo tomase con más calma.

Como última humillación, McQueen se guardó su mejor treta para la gran escena de acción de Brynner. Sabía que Yul estaba fuera de su elemento cuando se trataba de manejar caballos, y también sabía que el “Divino Calvo” estaba observando todos sus movimientos. De ese modo, cuando Steve azuzó suavemente su montura para hacer que se moviera, Yul hizo lo mismo, pero con más fuerza. El caballo se encabritó y le derribó. McQueen se partía de risa, mientras Brynner no podía imaginar qué había hecho mal.

La tensión entre los dos intérpretes acabó por estallar. «El enfrentamiento era inevitable», señaló Wallach. «Steve probablemente respetaba a Yul como actor. Pero Yul, no lo olvidemos, también era en gran medida el “Rey Brynner”. Tenía a toda su corte, con alguien cogiendo su abrigo y alguien más encendiéndole un cigarrillo con un chasquido de dedos. Tratamiento de gran estrella de cine. Steve pensaba: “No voy a tragarme esa mierda”… Y no lo hizo».

John Alonzo, entonces actor (y después director de fotografía en Tom Horn), reparó en la envidia de McQueen por la posición estelar de Brynner. «Era divertido ver a ambos, porque Steve era el intérprete de moda en televisión, así que esperaba ser tratado como una estrella; pero en México no sabían quién era. Yul era una celebridad internacional y los mexicanos le trataron mucho mejor. Pusieron un trailer para Brynner en mitad del plató, y McQueen tenía que marcharse del set para llegar a su caravana».

Sturges, por su parte, era un director de la vieja escuela. No tenía miedo de enfrentarse en solitario a los Mirisch o al reparto. Lo que odiaba era tener que alinearse abiertamente con una estrella frente a la otra, especialmente en el caso de Steve y Yul, rivales que se molestaban fácilmente por desaires reales o imaginarios. «Era una total paranoia mutua», sentenció Wallach.

Para añadir más leña al fuego, la United Artists ideó una estrategia para mantener la película en los titulares. Apareció en la prensa un artículo sobre supuestas «diferencias creativas», afirmando que Brynner y McQueen estaban peleándose a diario en el plató. Cuando Yul leyó la historia, se subió por las paredes. Agarró a McQueen por el hombro y le dijo: «Hay un artículo en el periódico diciendo que nosotros tenemos una disputa. Yo soy una estrella reconocida y no tengo peleas con actores secundarios. Quiero que llames al periódico y les digas que la historia es completamente falsa». La respuesta de Steve, susurrada a una pulgada del rostro de su compañero, fue: «¡Quítame tus asquerosas manos de encima, o acabarás en el suelo! Te diré lo que puedes hacer con tus órdenes. Métetelas por donde te quepan».

«No me gusta que la gente me manosee», diría después McQueen sobre ese enfrentamiento. «¿Qué podía perder? Tengo la nariz destrozada y me faltan dientes y tengo cicatrices en los labios y estoy sordo del oído derecho. ¿Qué podía perder por una pequeña pelea? Yul era un tipo nervioso. Creo que yo representaba una amenaza para él. No monta a caballo muy bien, y no sabe nada sobre desenfundar y todo eso. Yo sé de caballos. Sé de armas. Yo estaba en mi elemento y él no».

McQueen mostró el camino, y pronto los demás actores empezaron a seguir su ejemplo. En una escena, los Siete iban a bordo de una diligencia; mientras el vehículo avanzaba a toda velocidad, Steve empezó a imitar a un cerdo, gruñendo como un ventrílocuo. Brynner miraba a todas partes para ver de dónde venía el ruido. Robert Vaughn, pensando que Yul parecía un cerdo con su cabeza calva y sus orejas puntiagudas, siguió donde McQueen lo había dejado y, durante la película, todos gruñían cada vez que Brynner no estaba mirando.

«No hubiese existido tal rivalidad si Steve no la hubiese forzado», señalaba James Coburn. «Steve no era lo que podríamos llamar un tipo generoso. Tenía mucho poder y presencia. Le encantaba jugar. Estaba en su naturaleza. Un niño abandonado siempre lo desafía todo. Y él estaba poniendo a prueba a Yul». En palabras de Hilly Elkins, «Brynner era preciso y exigente; McQueen era un fenómeno americano. Steve no iba a tolerar ninguna tontería del tipo calvo. Y el tipo calvo no iba a tolerar estupideces de Steve».

Y fue McQueen, no Brynner, quien emergió como la estrella de Los siete magníficos. Su interpretación fue especialmente resaltada por la crítica y el público, lo que no le ganó las simpatías de sus co-protagonistas. Años después, Coburn le confesó a McQueen que él, Charles Bronson, y Robert Vaughn le odiaban por entonces. «Estábamos tan ocupados odiándote que tú robaste la película», le dijo. «Tú fuiste el tipo listo. Nosotros fuimos estúpidos». Los tres actores se daban cuenta de cómo Steve se acercaba tranquilamente a Sturges y comentaba: «¿Puedo cambiar esta frase? ¿Puedo hacer esto con mi personaje?». Ellos sólo podían murmurar: «Mirad ese lameculos».

«Esa cinta convirtió a McQueen en una estrella porque besaba el culo a Sturges, hablaba con él, hacía las cosas a su modo», reflexionó Phil Parslow, publicista de United Artists. «Y Steve se hizo más grande que todos ellos. Más grande incluso que Yul Brynner, porque Yul sólo podía hacer una cosa. Steve podía hacer de todo y salir airoso. Estaba en el camino de convertirse en una megaestrella».

Efectivamente, los espectadores que vieron Los siete magníficos pudieron asistir in situ al nacimiento de un nuevo astro. Ingenioso, lascivo y violento, McQueen jugaba con los estereotipos, se ganaba los elogios de la crítica y ponía al público de su parte. En términos de resonancia y dinero, había conseguido su primer éxito. Steve protagonizaría la siguiente película del director, La gran evasión, donde también repetían Charles Bronson y James Coburn, convirtiéndose en la figura más importante del negocio hasta su prematura muerte en 1980.

Los siete magníficos se estrenó, en medio de una gran campaña publicitaria, el 23 de octubre de 1960. La United Artists instauró una técnica pionera de distribución para la película, que después se convertiría en práctica habitual de la industria: la saturación con múltiples copias, es decir, estrenarla en muchos cines a la vez. La táctica fue un éxito completo, y la cinta recaudó once millones de dólares.

Los críticos, sin embargo, no quedaron demasiado impresionados, comparándola desfavorablemente con su famosa precursora oriental. El consenso general fue que Sturges había creado una lúcida aunque ostentosa historia de moralidad, en la que la acción eclipsaba a los personajes, y ambos se combinaban para sacar el máximo jugo a un rígido guión.

«Si se cortaran quince minutos hacia la mitad, éste sería uno de los westerns más tensos en mucho tiempo», decía el “Daily Express”. Más entusiasmado se mostró el “Sunday Times”: «De acuerdo, no es una obra maestra como Los siete samurais. Pero conmueve, emociona». Pero quizás el testimonio definitivo de la excelencia de Los siete magníficos sea la katana ceremonial que el propio Akira Kurosawa regaló a John Sturges como muestra de aprecio después de ver su película.

Pocas películas aparecen con tanta frecuencia en televisión como las millonarias, multiestelares, supermasculinas producciones de acción y aventuras dirigidas por John Sturges en los años sesenta: Los siete magníficos y La gran evasión. El motivo que lleva a los programadores a echar mano una y otra vez de estos concentrados de acción es evidente. Son películas largas y espectaculares, pero adecuadas para la pequeña pantalla. Son historias convencionales, contadas a la manera folletinesca, a base de tramas paralelas, cuyos arquetípicos personajes aparecen en escena armados de una colección de tormentos íntimos por superar o de un conjunto de rasgos de personalidad por demostrar. Con la memorable banda musical de Elmer Bernstein, la que todo el mundo silba desde el sofá, estos filmes recorren al galope el prolongado metraje y ofrecen finales más satisfactorios que una simple victoria sin más: los personajes virtuosos quedan reivindicados y buena parte de los buenos acaban criando malvas.

Los bandidos que caen sobre la aldea remota son aquí figuras cortadas por el patrón de Pancho Villa, sombrero incluido. El cabecilla es Eli Wallach, quien aprovecha para ensayar el acento que luego adoptaría en El bueno, el feo y el malo. Los campesinos maltratados acuden no a samurais de espada rápida, sino a pistoleros veloces. Cuando el aldeano ingenuo propone hablar con un hombre de aspecto siniestro y rostro marcado, el compañero sensato contesta que mejor buscan al hombre «que le hizo esas cicatrices». Como en la película de Kurosawa, los héroes son una extraña colección de cuasipsicópatas, bufones estrafalarios y arquetipos míticos.

Los siete magníficos tuvo tanto éxito que hemos aprendido a aceptar sus extravagancias, pero en su momento, Yul Brynner, calvo y ruso, no parecía la opción más evidente para encarnar a Chris, el pistolero que no renuncia a la integridad y viste de negro de los pies a la cabeza. Yul recuperó su personaje en la primera secuela de la serie (El regreso de los siete magníficos) y aludió al mismo a través del papel de robot asesino de Almas de metal, pero uno se pregunta cómo fue a parar al Oeste americano un hombre con semejante cara y semejante acento, por no hablar de cómo se convirtió en referencia del género.[2]

No contento con forjar una nueva imagen icónica para Brynner como el pistolero vestido de negro, Sturges también creó un papel clave para lanzar al estrellato a Steve McQueen. Vin es uno de los mejores personajes que ha dado el cine del Oeste, un héroe hemingwayiano representante de la profesionalidad juvenil, corto en experiencia pero largo en saber hacer. Aquí fue donde comenzó a fraguarse la personalidad del individualista reprimido, la del hombre de los ojos azules y la voz inalterable que nos decía todo lo que nos hacía falta saber sobre la vida en la carretera, en las trincheras, en la cárcel, en los polvorientos caminos del Oeste, al que no importaba caer mal porque el espectador sabía que estaba por encima de los demás y se identificaba con su soledad muda.

El resto de los siete magníficos eran jóvenes desconocidos fogueados en televisión. James Coburn asume el papel fetén, el lanzador de cuchillos infalible, la figura más cercana a un samurai del Oeste. Nadie ha actuado tanto en una sola película como Horst Buchholz aquí, en un vano intento de emular a Toshiro Mifune, mientras Charles Bronson parece tallado en piedra (le toca en suerte la trama de hacerse amigo de los niños). Robert Vaughn es un manierista del Método, su respuesta es la neurosis cuando el resto aprieta los dientes, y Brad Dexter parece encantado sólo de estar en el reparto. ¿El resto? Eli Wallach es un adecuadamente viscoso villano y Rosenda Monteros luce palmito y blusa de campesina, pero Los siete magníficos es una película de hombres.

Los paisajes en Panavisión son gloriosos de contemplar, y las secuencias de acción resultan tremendamente excitantes. Soberbio es también su vigoroso score, cortesía del gran Elmer Bernstein. La partitura evoca los caballos al galope, los puños agitándose y las balas volando, incluso antes de que la verdadera acción comience. La aventura sinfónica es salpicada con atisbos de cantinas mexicanas en las maracas de “Quest”, el piano y la guitarra española en “Vin’s Luck”, y las distintivas caracterizaciones del villano Calvera y cada uno de los siete héroes. Cuando la batalla comienza, el score sigue creciendo, alternando entre suspense, comedia y rápidas punzadas de acción.

En el fondo sabemos que Los siete magníficos no es tan buena como Los siete samurais, pero pocas películas lo son. También sabemos que la próxima vez que la pongan por televisión, ahí estaremos nosotros, atrapados por la imagen de Brynner ascendiendo indolente la Colina de las Botas, y clavados a nuestros sillones hasta que los cadáveres sean enterrados y los supervivientes se alejen hacia el horizonte.