Billy Wilder es el autor de una de las películas más sublimes de la historia —El apartamento— y de por lo menos otras cinco obras maestras donde puede introducirse sin riesgo la palabra perfección. Si a ello se añade la pasión que este pequeño y malévolo judío vienés puso en no aburrir a su prójimo en sus restantes filmes, se comprenderá su situación privilegiada en el cine mundial de cualquier época. Entre los más grandes él es un titán; entre los más respetados, él despierta adoración. Se supone que el lector sabe de qué va el asunto y es lo suficientemente instruido como para saber que Con faldas y a lo loco es ya una verdadera joya del cine.

Lo que quizá no sería ocioso recordar es que esta obra es legendaria en Hollywood por los problemas que Marilyn Monroe le causó al cineasta vienés, ese cáustico, cínico y divertido cronista de la condición humana del que deberían aprender todos cuantos se dedican al arte de la comedia. Después del accidentado rodaje, que le hizo enfermar en su momento, pero del que se sentiría tremendamente orgulloso el resto de su vida, Wilder dijo con su habitual sarcasmo: «Tienes que ser ordenado para rodar el desorden; este fue el mejor desorden que tuvimos nunca».

Billy Wilder realizó Con faldas y a lo loco al año siguiente de Testigo de cargo, su perspicaz y atinada adaptación de una novela de Agatha Christie. Años antes había comprado los derechos de un guión de Robert Thoeren y Michael Logan, en torno a dos famélicos músicos en paro que se disfrazan de cualquier raza, nacionalidad o sexo que necesite una orquesta a fin de conseguir trabajo.

Con base a esta historia se había filmado la comedia alemana de 1951 Fanfaren der Liebe, que a su vez era un remake de la película francesa de 1935 Fanfare d’Amour. Ambos filmes presentan a dos hombres travestidos, uno de los cuales se enamora de una chica sexy mientras que el otro conquista a un confundido solterón. Sin embargo, no hay persecuciones de gangsters, ni tampoco momentos de genio disparatado.

Siguiendo el ejemplo de su admirado Ernst Lubitsch, que había creado a partir de oscuras comedias centroeuropeas algunas obras maestras como Un ladrón en la alcoba o Ninotchka, Wilder pensó que este argumento ofrecía todos los requisitos para ser el caldo de cultivo de una buena comedia protagonizada por Bob Hope y Danny Kaye. Pero el proyecto quedó en suspenso hasta que Billy, convencido de que I. A. L. Diamond era el guionista que necesitaba, se decidió en 1958 a rescatar su antiguo y querido proyecto.[1]

Los dos escritores presentaron su idea a la Mirisch Company, la compañía que Walter Mirisch y sus dos hermanos habían fundado recientemente como una alternativa a los grandes estudios. Querían animar a los talentos independientes, y le dieron a Wilder los tres millones de dólares que costaba Con faldas y a lo loco. De su distribución se encargaría United Artists.[2]

El reparto de papeles comenzó tan pronto como Billy y su colaborador Izzy Diamond empezaron a trabajar en el guión. Desechada la opción Hope-Kaye, Wilder y Diamond adaptaron el papel de Daphne específicamente para Jack Lemmon, al que había admirado en Operation Madball el año anterior. Como el actor explicaba, «Yo estaba sentado en un pequeño restaurante y este tipo se me acercó y dijo, “Soy Billy Wilder. Tengo una película para ti. Te llamaré dentro de un año”». Pero el desventurado Lemmon, que se movía en los límites del estrellato y necesitaba urgentemente un éxito, vio como la United Artists vetaba su nombre a causa de su escaso tirón popular. Se pensó entonces en Frank Sinatra.

«También necesitaba un buen actor», dijo Wilder, «y tenía que ser lo bastante atractivo para hacer que la protagonista femenina se enamorase de él. El intérprete más guapo que conocía y que fuese adecuado para el papel era Tony Curtis». No fue fácil. Tony estaba en mitad de un contrato de siete años con la Universal y ganaba 25.000 dólares semanales. Afortunadamente, Mirisch pudo salvar este escollo.

El papel más difícil era el de Sugar Kane. «Era la parte más débil y también la más importante», comentó el director. «Sabía que tenía que conseguir una verdadera estrella para interpretar a Sugar, y ese era un gran problema. Pensé en Mitzi Gaynor, que acababa de hacer South Pacific. Entonces recibí una carta de Marilyn Monroe diciéndome cuánto había disfrutado trabajando en La tentación vive arriba, y cuánto deseaba que pudiésemos trabajar juntos de nuevo. ¡Por supuesto! Ella era la Sugar perfecta. Le envié un resumen de dos páginas de la película». Fue una feliz coincidencia. El símbolo sexual de la década de los cincuenta estaba buscando un buen proyecto cinematográfico después de una ausencia de dos años de la pantalla. Dijo que Billy Wilder era el director más inteligente de Hollywood y que «no hay duda de quién es la estrella si yo estoy en su película». También estaba deseando cantar y trabajar con el atractivo Tony Curtis.

Otro factor era el tema económico. Marilyn y su marido, el dramaturgo Arthur Miller, llevaban algún tiempo inactivos y necesitaban el dinero, en parte para ayudar a pagar los costes legales derivados de la investigación a su marido por parte de la HUAC.[3] La actriz firmó sin tan siquiera leer el guión. Cuando lo hizo, se quedó horrorizada. Era volver a ser una rubia tonta, y una que ni siquiera podía distinguir a dos hombres disfrazados. «He sido tonta, pero nunca tan tonta», protestó.

También se quejó de que, contrariamente a la cláusula en su contrato con la Fox, la película de United Artists iba a ser rodada en blanco y negro, pero Wilder insistió en que el efecto del color en el maquillaje realmente habría hecho insostenible la ilusión del travestismo. El director dijo que si Sugar era capaz de creérselo en la pantalla, el público también lo haría. No era un buen augurio para un rodaje tranquilo, especialmente cuando la actriz empezó a darse atracones de comida que podían hacerla engordar demasiado para encarnar a su personaje con propiedad.

«En esa época yo estaba contra el color», decía Wilder. «También sentía que ya que era un filme de época, debíamos hacerlo en blanco y negro, pero cuando Marilyn vio las pruebas se mostró muy descontenta. Así que tuve que decirle que estaba muy bella, y que el blanco y negro es mucho más interesante y más difícil de utilizar que la película en color. También le dije que si usábamos color, se vería a través del maquillaje por dónde se habían afeitado los dos actores que interpretaban a las chicas. No sé si eso era verdad o no, pero la convenció».

Cuando Marilyn subió a bordo, los inversores decidieron que el proyecto tenía ahora suficiente poder estelar para permitirse el casting de Jack Lemmon. El hecho de que Sinatra no se presentase a un almuerzo de negocios con Wilder hizo la decisión aún más fácil.

La productora elaboró contratos y presupuestos. Monroe recibió 300.000 dólares más el diez por ciento de los beneficios. A Curtis y Lemmon les pagaron 100.000 dólares a cada uno. Y Billy Wilder cobró 200.000 dólares por la dirección y el guión, además de un importante porcentaje de los beneficios. Todos los interesados estamparon su firma en abril de 1958.

El proyecto no carecía de elementos de riesgo. Para Wilder, el riesgo era que su eminente reputación podía ser pisoteada por todos aquellos que veían la película como una imperdonable pantomima. Para Lemmon y Curtis era incluso más duro. «Antes de que el filme se hiciese, todo el mundo pensaba que estábamos absolutamente locos», decía Jack. «Pensaban que Wilder había perdido la razón… Porque, ¿cómo puedes coger a dos hombres como Lemmon y Curtis y vestirlos con ropas de mujer durante el ochenta y cinco por ciento de la película? Quiero decir, eso es un sketch de cinco minutos. Ciertamente no puede ser una película». Pero ambos actores estaban en momentos críticos de sus carreras y asumieron riesgos que parecían valer la pena.

Wilder y Diamond no escribieron una línea del guión mientras no tuvieron cerrado el reparto.[4] Una vez zanjada esta cuestión, los dos guionistas se inventaron una trama completamente original, desoyendo los consejos de los productores (ametralladoras y carcajadas no funcionan nunca en taquilla, le decían) y burlando con astucia la rígida censura de la época.[5] Sustituyeron el motivo original del hambre por el miedo a la muerte y ambientaron la historia en los “locos años veinte”, donde elementos como la Prohibición, los contrabandistas, los asesinatos entre bandas organizadas, los millonarios de Florida y el jazz contribuyeron a dar carácter al guión.

Una drag queen llegó desde Berlín para enseñar a la atemorizada pareja protagonista todos los trucos femeninos. «Era el mejor imitador de mujeres del mundo», recordaba Jack, «pero lo dejó después de un día trabajando con nosotros. Fue a ver a Wilder y le dijo: “Lemmon es imposible. Curtis es muy bueno; Lemmon, jamás. Nunca podré enseñarle nada y de todas formas él no quiere hacer lo que yo le digo.” A aquel pobre tipo le volví loco».

«Nos pasamos horas con el maquillaje», dijo Jack. «Lo más difícil era caminar con tacones. Y los vestidos. Éramos muy cooperadores, pero tuvimos que rebelarnos para que nos diesen mejores vestidos. Querían que seleccionásemos algo de ese material anticuado del departamento de vestuario, trajes que habían pertenecido a Loretta Young y a Debbie Reynolds y María Montez. Nos tomaron las medidas y ninguno de ellos nos sentaba bien. Nos quedaban estrechos y hacían arrugas. Dijimos que queríamos vestidos de Orry-Kelly [encargado del vestuario de Monroe]».

Curtis recuerda una divertida anécdota: «Orry entró en el camerino de Marilyn y ella llevaba puestas unas bragas blancas y una blusa. Él le puso la cinta métrica alrededor de las piernas, miró hacia arriba y dijo: “¿sabe? Tony Curtis tiene un culo mejor que el suyo”. Ella se desabrochó la blusa y contestó: “Pero no tiene unas tetas como éstas”».

Lemmon no podía disimular su preocupación por el aspecto que Tony y él tendrían con sus maquillajes de mujer. «¿Sería creíble?, ¿podríamos engañar a alguien? Nos pasamos una semana haciendo test de maquillaje con distintos pintalabios y pelucas. Nos estábamos volviendo locos. Cuando conseguimos el que creíamos que era el aspecto correcto, Billy dijo: “Bien, ahora tenéis que ir al lavabo de señoras. Tenemos que ver si esto funciona o no”».

Dispuestos a superar la prueba final, los dos actores se presentaron en un lavabo femenino disfrazados. Jack recuerda que «todas las mujeres que entraban y salían nos aceptaron. Nadie nos miró dos veces. Pensaban que éramos extras haciendo un filme de época. Volvimos corriendo a donde estaba Billy y le dijimos que ninguna mujer nos había prestado atención. Él dijo: “Eso es. No cambiéis nada. Ese es exactamente el aspecto que tenéis que tener”».

Si Con faldas y a lo loco reafirmó el status de Billy Wilder como un gran director, sus actividades fuera de las cámaras en este proyecto también le valieron galardones como niñera y psicólogo. Aunque ya había sufrido el impredecible comportamiento de Marilyn durante la filmación de La tentación vive arriba, nada podía haberle preparado para los problemas a los que tendría que enfrentarse ahora, en forma de una estrella problemática cuya deteriorada condición mental se veía agravada por su continuo consumo de drogas y alcohol.[6] Más tarde comentó: «Sabía que estábamos a mitad de vuelo y que había una chiflada en el avión».

El primer día de rodaje en los Estudios Goldwyn, en agosto de 1958, marcó el tono de toda la producción. Monroe se presentó a tiempo en el estudio, pero llegó tarde al plató. Venía acompañada por Arthur Miller, Paula Strasberg (esposa de Lee Strasberg, fundador del Actor’s Studio) y su maquillador y su peluquera particulares.

El anecdotario de la película es riquísimo: por él sabemos que la filmación fue un auténtico infierno. En primer lugar, la estrella se negó a adelgazar los diez kilos que el director le pedía, lo que la hizo aparecer exuberante, rolliza y desbordante embutida en los vestidos exclusivamente diseñados para ella por Orry-Kelly. Luego, se indignó por el hecho de que las cámaras le prestasen menos atención a ella que a sus dos coprotagonistas. «No volveré a esa jodida película hasta que Wilder vuelva a rodar mi primera escena», amenazó después de ver las primeras pruebas. «Cuando yo entro en una habitación nadie va a fijarse en Tony Curtis interpretando a Joan Crawford. Todos van a mirar a Marilyn Monroe».

Sus quejas dieron resultado. Wilder y Diamond ampliaron la secuencia en la que los músicos toman el tren a Florida insertando una escena en la que Monroe entra contoneándose en el andén y entonces un chorro de vapor la golpea en el trasero. Han pasado casi veinticinco minutos antes de que la estrella haga una entrada que recuerda a la de la brisa del metro subiéndole la falda en La tentación vive arriba. Pero lo peor estaba por llegar.

Con faldas y a lo loco engrosó la leyenda de las manías de Marilyn y Hollywood comentó durante mucho tiempo los quebraderos de cabeza que sus retrasos y desplantes causaron al cineasta vienés. La actriz se mostró difícil, informal y extrañamente maleducada durante la producción. Es cierto que ella estaba fabulosa, pero costó un gran esfuerzo conseguirlo. Siempre llegaba tarde al set, estaba de mal humor y olvidaba con frecuencia sus diálogos, todo ello acompañado de grandes crisis emocionales que estallaban en cualquier momento. En una ocasión, mientras leía un libro en su camerino, respondió a la llamada de un ayudante de dirección mandándole «a tomar por culo». Otra vez, se negó a besar a Tony Curtis mientras ensayaban la escena en la que Sugar y Junior se besuquean a bordo de un yate.

En otras palabras, la camaradería del comienzo del rodaje se enfrió. Lemmon y Curtis, partenaires de Monroe en casi todas las escenas, empezaron a sentirse cansados y molestos después de diez y quince tomas de la misma secuencia, pues la actriz las interrumpía furiosa porque había dicho mal una palabra, o más frecuentemente porque estaba convencida de que podía hacerlo mucho mejor. «A veces, a causa de esto, algo que habríamos podido terminar en una hora se prolongaba durante tres días», añadió Billy, «porque después de cada toma interrumpida, ella empezaba a llorar y había que volver a aplicarle maquillaje».

Lemmon no recordaba haber visto nunca a Wilder realmente desconcertado, excepto por Marilyn. En una escena, la actriz tenía que llamar a una puerta y decir: «Soy yo, Sugar», y necesitó cuarenta y siete tomas para hacerla bien. Sin embargo, el récord llegó con la secuencia en la que la protagonista entra en la habitación de Josephine y Daphne, revuelve unos cajones y pregunta: «¿Dónde está el bourbon?». Cuatro palabras.

Después de unas cuarenta tomas de Monroe diciendo cosas como «¿Dónde está el… whisky?» o «¿Dónde está la botella?», Wilder escribió la frase en uno de los cajones. Luego la escribió en todos los cajones porque ella no se acordaba de dónde estaba escrito. Por fin, en la toma número sesenta y tres, la llevó a un aparte y le dijo: «No te preocupes, Marilyn. Lo conseguiremos». Ella le miró como si no supiera de qué estaba hablando y le contestó: «¿Preocuparme?, ¿por qué?». Billy se quedó helado; aquello acabó con él. Entre toma y toma, la actriz reponía fuerzas bebiendo de un termo que un ayudante siempre tenía lleno. A veces contenía café, otras vermú o una mezcla de los dos. Fueron necesarias ochenta y tres tomas para conseguir esas cuatro palabras, pasando a ser la tercera secuencia que más repeticiones ha requerido en la historia del cine.

Lemmon admitía que se sentía afectado por las «emanaciones de infelicidad de Monroe. Era tan infeliz que podías sentirlo. Su infelicidad era tan tangible que resultaba contagiosa… Esperarla en el set me ponía furioso a veces, pero nunca lo mostré. Estaba en su trailer y no aparecía hasta que se sentía preparada. Simplemente no podía salir de su camerino, completamente vestida y maquillada, hasta que no estaba lista psicológicamente para afrontar las cámaras. Hasta entonces podías llamar a su puerta y ella decía: “Qué os j…”. Ni podía ni quería salir. Pienso que mientras estaba allí se metía un poco de vino y de cosas y eso no ayudaba, pero estoy seguro de que no afectaba a su forma de actuar, porque era maravillosa. Yo me decía a mí mismo que ella tenía peores problemas que los míos».[7]

Poco antes de comenzar el rodaje, la actriz se había quedado embarazada. Era el niño que ella y Miller tanto ansiaban. Marilyn Monroe había sufrido un aborto no mucho antes y estaba decidida a que nada pusiese en peligro la salud del bebé. Esto incluía la falta de sueño, así que cuando encontraba difícil quedarse dormida —lo que sucedía a menudo— se quedaba acostada hasta estar completamente descansada, aunque eso significase llegar al set con varias horas de retraso.

A principios de septiembre, el equipo se trasladó a filmar los exteriores en un victoriano centro de veraneo de finales del siglo XVIII llamado Hotel del Coronado, a dos horas de viaje de Los Angeles. Después de un mes de tensas relaciones con sus colegas y de la infundada convicción de que estaba haciendo una pobre interpretación, Marilyn había vuelto a depender de alarmantes cantidades de barbitúricos para dormir. Además, en ocasiones también tomaba pastillas durante la tarde, quizá para anestesiar sus sentimientos de ineptitud.[8]

La estrella estuvo ausente por enfermedad durante casi dos semanas del rodaje, y se perdió otra semana a causa de sus crónicos retrasos en el set. Mientras tanto, Curtis y Lemmon sudaban bajo las luces del estudio con sus pesadas ropas y el maquillaje. Dadas las circunstancias, el menor de los problemas que tenían ambos actores era tener que afeitarse regularmente. Tres veces al día, los dos protagonistas tenían que sacar sus navajas de afeitar y eliminar la más mínima presencia de barba en su rostro.

«Antes la llamabas a las 9 A.M. y aparecía a mediodía», observaba Wilder. «Ahora, la llamas en mayo y se presenta en octubre… Había unos cientos de personas esperando, entre ellos sus coprotagonistas y yo, y finalmente llegaba y decía: “Me he perdido de camino al estudio. Lo siento”. Siete años viniendo al estudio y se perdía por el camino. Al principio no me creía que estuviese diciendo la verdad. Luego fue peor. Sabía que me estaba diciendo la verdad».

Marilyn culpaba parcialmente del síndrome de las múltiples tomas al cineasta vienés, al que empezó a llamar “pequeño Hitler” al poco de comenzar la filmación. El humor de Billy se había oscurecido por los dolores de una bursitis y de una lesión de espalda que le obligaba a dormir en una silla. Él insistía en seguir el guión al pie de la letra. A Marilyn le gustaba cambiar cosas aquí y allí para mejorar su interpretación. Esto provocó una lucha de egos y una desmoralizante repetición de tomas.

Tampoco ayudaba su nervioso hábito —inducido por el Método— de agitar las manos de lado a lado antes de cada toma, su incapacidad para recordar los diálogos, y su insistencia en volver a rodar una y otra vez. Curtis y Lemmon estaban invariablemente más frescos en las primeras tomas, mientras Marilyn a menudo necesitaba mucho tiempo para encontrar la inspiración o simplemente para recitar sus frases. En esos casos, la toma perfecta venía definida por la mejor interpretación de la actriz, no por la de sus compañeros, y esto provocó que los dos hombres, especialmente Tony, se sintieran justificadamente defraudados.

En cierta ocasión, cuando rodaban la escena en que Sugar hace su entrada en la estación de tren, el director trató de aleccionar a su estrella. Ella le escuchó durante un rato y cuando se aburrió, le interrumpió: «Sr. Wilder, desearía que no me explicase la secuencia. Interfiere con mi concepción de la misma». Monroe miró a otra persona, su profesora de interpretación Paula Strasberg, que asintió aprobadoramente. La actriz parecía muy complacida consigo misma. Ella tenía el poder y lo sabía.

Billy, de quien se decía que tenía cuchillas de afeitar en vez de ideas dentro de la cabeza, odiaba que le interrumpiesen cuando hablaba, pero no parecía enfadado. Cuando le preguntaron por qué aguantaba esa clase de comportamiento por parte de Marilyn, sonrió y dijo: «Porque Miss Monroe tiene un cerebro de queso de gruyere, senos de acero, es muy buena en su papel y a mí van a pagarme un cuarto de millón de dólares». Lo que no podía soportar Wilder era la constante presencia de Paula Strasberg en el set, pero la actriz había insistido. «Los Strasberg no le hicieron ningún bien a Marilyn», comentó, «pero ella les veneraba como si fuesen una religión. Ponía su total confianza en ellos. Yo hablaba con Marilyn y ella instintivamente miraba en otra dirección para ver la expresión de Paula».

Un día, harto de ver cómo su estrella prestaba más atención a su profesora que a él, Billy miró a Paula y le soltó a grito pelado: «¿Qué te ha parecido, Paula?». Miss Strasberg desapareció, si es posible que desaparezca una mujer de un metro cincuenta y cien kilos de peso, vestida toda de negro y sentada en una silla. Aquel fue el último problema que el director tuvo con ella.

Ese otoño, durante el rodaje de exteriores en Coronado, el ambiente se volvió tan tenso que se podía cortar con un cuchillo. «Arthur Miller me comentó que a Marilyn sólo le permitiría trabajar por las mañanas», recordó el cineasta vienés. «Dijo que estaba demasiado agotada para someterse al trabajo al aire libre bajo el sol de la tarde. “¿Por la mañana? ¡Si nunca aparece hasta después de las doce! ¡Arthur, traémela a las nueve y podrás llevártela a las once y media!” Trabajábamos con una bomba de relojería, llevábamos veinte días de retraso según el programa previsto, y sabe Dios cuánto nos habíamos excedido del presupuesto… Pero trabajábamos con la Monroe, y ella era una rubia platino…, y no sólo era el pelo, ni su éxito de taquilla. Lo que veías en la pantalla no tenía precio».

Tony Curtis resumió muy bien el sentimiento general del equipo: «Marilyn estaba como una regadera. Tenía el cuerpo de una mujer y el cerebro de un niño de cuatro años. Si no hubiese tenido esa imagen sexy y esas tetas, la habrían encerrado». A pesar de todos sus comentarios sobre la salud mental de Monroe, Curtis tampoco era un dechado de equilibrio psicológico. Había estado asistiendo a análisis cuatro veces por semana durante algún tiempo y desde mediados de los años cincuenta había gastado miles de dólares en psiquiatras. Parte del problema era su carrera. Llevaba un tiempo intentando desesperadamente alejarse de los papeles de galán con acento del Bronx en películas de capa y espada. Ahora, al fin, parecía estar en el camino de lograrlo. En Sweet Smell of Success había mostrado cierto talento dramático y Con faldas y a lo loco le abría la puerta de los papeles cómicos. Al mismo tiempo tenía problemas domésticos. Su matrimonio con Janet Leigh comenzaba a deslizarse hacia el divorcio que acabaría produciéndose pocos años después.

La confusión estaba a la orden del día. Nadie, y menos aún el acosado director, sabían con qué clase de Marilyn iban a tener que tratar de un día para otro, y cuando el proyecto se completó el 6 de noviembre de 1958, con tres semanas de retraso sobre el calendario de la producción y un incremento de 50.000 dólares del presupuesto, un aliviado Wilder confesó: «Estoy comiendo mejor y por fin puedo mirar a mi esposa sin tener deseos de pegarla por el mero hecho de ser mujer».

En ese momento, Billy y Marilyn apenas se hablaban. Cuando “The New York Herald Tribune” envió al columnista Joe Hyams a Hollywood para que entrevistara al director, éste se quejó de la impuntualidad de la estrella y de su incapacidad para recordar los diálogos. Cuando Hyams le preguntó si participaría en algún otro proyecto con ella, el cineasta respondió: «He hablado de esa posibilidad con mi médico y mi psiquiatra, y ellos me dicen que soy demasiado viejo y demasiado rico para pasar otra vez por esto».

Comentarios como este enfurecieron a la estrella, y el resultado fue un intercambio de airados telegramas entre Arthur Miller y Wilder. La polémica concluyó con la aseveración del primero de que su mujer era «la sal de la tierra», a lo cual el segundo replicó que «la sal de la tierra le dijo a un asistente de dirección que se fuese a tomar por culo».

Sentimientos parecidos a los del director albergaban sus dos partenaires masculinos, aunque Lemmon, como decía Billy, «era incapaz de comentar nada desagradable sobre alguien». Lo más cerca que estuvieron de discutir fue cuando Marilyn se quedó con uno de sus vestidos. Orry-Kelly, que durante años había sido el diseñador de vestuario número uno de la Warner, se puso rojo de ira cuando se enteró. «¡Se ha llevado tu vestido! ¡La zorra ha robado tu vestido!». No había nada que hacer. Monroe en esa época era una estrella más grande que Lemmon, y si ella insistía en llevar un vestido que había sido diseñado para él, Kelly no podía hacer otra cosa que diseñar un nuevo traje para Jack. Pero la actriz sabía probablemente lo que estaba haciendo.

«Marilyn tenía un barómetro interno», dijo Jack. «Me costó dos semanas acostumbrarme a ella. Marilyn, a diferencia de cualquier otra actriz con la que haya trabajado, sabía lo que era adecuado para ella. Y paraba, tanto si era una línea o cinco páginas, y no esperaba a que el director dijera “Corten”. Ella sólo decía, “Lo siento, no está bien”, y tú podías jurar que estaba haciendo exactamente la misma cosa toma tras toma tras toma. Entonces la repetía, haciendo la misma maldita cosa, y decía, “¡Eso es!”, y tú pensabas, “No sé de qué demonios habla”. Pero fuera lo que fuese, funcionaba para ella».

Las historias de que director y actriz se llevaban como el perro y el gato se exageraron mucho. Lemmon recuerda al director comentando: «Con esta chica, puedes hacer muchas más tomas de las necesarias, pero cuando finalmente consigue hacer una escena, vale la pena». Era cierto. Wilder nunca se arrepintió de haber trabajado con la idolatrada estrella, sobre todo cuando descubrió, ya en la pantalla, lo que aquella “impuntual” y “mezquina” mujer era capaz de ofrecer.

«Yo no tenía problemas con Marilyn», declaró Billy antes del estreno de la película. «Ella tenía problemas consigo misma. Tenía grandes dificultades para concentrarse. Pero cuando todo estaba hecho y mi estómago volvía a la normalidad, la agonía de trabajar con ella había valido la pena. Cualquiera puede recordar un diálogo, ¡pero es necesario ser un verdadero artista para salir al plató sin saber el diálogo y, sin embargo, hacer la interpretación que ella hizo! Incluso pensaba en repetir. Si quisiera a alguien que llegase a su hora y se supiese sus frases perfectamente, tengo una vieja tía en Viena, también actriz, que estará ahí a las cinco de la mañana y nunca se equivocará en una sola palabra. Pero, ¿quién quiere verla a ella? Su valor en taquilla es catorce centavos».

Tony Curtis, sin embargo, fue menos caritativo con ella.[9] Tanto llegó a odiarla que al acabar la última toma, ¡la veintisiete!, de la escena en la que se tiene que dejar seducir por los arrumacos y los estremecedores besos de la despampanante actriz, declaró fríamente: «Jamás me había aburrido tanto. Me ha hecho el mismo efecto que si hubiera besado a Hitler». Monroe respondió: «Sólo dijo eso porque yo llevaba vestidos más bonitos que los suyos».

Parece que ni Curtis ni Wilder sabían que Marilyn estaba embarazada. Finalmente las precauciones de la estrella no sirvieron de nada: sufrió otro aborto poco después del rodaje. Este triste suceso marcó el principio del fin de su matrimonio con Arthur Miller. Ella le culpó por obligarla a seguir adelante con la película porque necesitaban el dinero. Se divorciaron dos años después.

Cuando las cámaras dejaron de rodar por última vez, todo el mundo tuvo el presentimiento de que habían conseguido algo grande. Pero los ejecutivos del estudio no estaban tan seguros. Tras la primera proyección de la película, la odiaron. Pensaron que estaba demasiado cerca del límite. Los productores Walter y Harold Mirisch le dijeron a Wilder que una farsa de dos horas era demasiado larga y que había que cortar al menos quince minutos. El director, sin embargo, se mantuvo firme y sólo se comprometió a quitar treinta segundos. Una semana después, la película fue proyectada de nuevo, y esta vez fue imposible saber si las frases ofensivas habían sido eliminadas o no; durante varios minutos seguidos, los diálogos eran ahogados por las carcajadas del público.

Con faldas y a lo loco se estrenó en el teatro Lowe’s Capitol de Nueva York el 29 de marzo de 1959. El público de todo el mundo inundó los cines para ver la película, convirtiéndola en la comedia de más éxito hasta la fecha. Recaudó 8.000.000 de dólares en Estados Unidos y el doble en el resto del planeta, compensando con creces los 2.800.000 dólares invertidos en su realización.

Las críticas fueron excelentes. En “Variety” pudo leerse: «Dirigida con magistral estilo por Billy Wilder, es probablemente la película más divertida de los últimos tiempos. Es una comedia loca, inteligente, irónica, que empieza como un fuego artificial y despide chispas llenas de vida hasta el final. Para decirlo brevemente: Marilyn nunca ha estado tan bien. Su interpretación de Sugar, la rubia a la que le gustan los hombres que tocan el saxo y llevan gafas, ostenta un aire deliciosamente inocente. Es una actriz que tiene esa combinación de sex appeal y dominio que difícilmente puede superarse».

En la misma línea se situó “The New York Times”: «El señor Wilder, ayudado por profesionales como Marilyn Monroe, Jack Lemmon y Tony Curtis, ha transformado un argumento inverosímil en una gran farsa en la que la acción cómica rivaliza con el diálogo, elegante y sofisticado…

»Como la intérprete de ukelele de la orquesta, la señorita Monroe, a la que no podemos pasar por alto, aporta más elementos de los que resultarían obvios en este atolondrado juego. En su papel de chica con debilidad por la ginebra y los efectos tónicos de los saxofonistas, demuestra ser la más perfecta personificación de la rubia ingenua, así como una cómica con talento».

Y más lejos aún en sus alabanzas hacia la protagonista femenina llegó “New York Post”: «Monroe puede estar orgullosa de sí misma, ya que su interpretación ofrece tanta calidad intrínseca, que uno empieza a pensar que se ha limitado a ser ella misma y que se adapta como un guante a la época lejana que se refleja en la película».

Pese a los malos augurios de Marilyn, que se veía muy limitada en el papel («Tengo la sensación de que este barco nunca llegará a puerto. Esto se está convirtiendo en un calvario», le escribió a una amiga a mitad de rodaje), su interpretación fue premiada con un Globo de Oro.[10]

Con faldas y a lo loco es una comedia tan hilarante como malvada, que parodia las relaciones sexuales con un raro sentido del deporte. Nada ni nadie es lo que parece, empezando por las lindas saxofonistas de una orquesta de señoritas, allá por los locos años veinte, en realidad dos músicos en paro (Curtis y Lemmon) y testigos involuntarios de la matanza del día de San Valentín, que han de vestirse de mujer para salvar la piel. Y terminando por su no tan oscuro objeto del deseo, una guapa vocalista (Monroe) con cuerpo de vampiresa y alma de niña, que teje continuos sueños eróticos, pero es más virtuosa que Penélope.

A partir de ahí los gags se encadenan en un guión perfecto, delirante, cínico, de ritmo endiablado. Un entramado perfecto en el que, además, no se aprecia ni la más mínima roncha de pretenciosidad, y sí, en cambio, esa capa de cinismo necesario para meter en el mismo saco la belleza, la moral, la inteligencia, la riqueza, la honestidad y el amor, y después de agitarlo mucho, sacar una comedia loca, inteligente, irónica, que empieza como un fuego de artificio y continúa despidiendo chispas llenas de vida hasta el mismísimo final.

Discípulo egregio de Lubitsch, Wilder juega aquí con todas las barajas: las cómicas de Mack Sennett, el cine de gangsters —con la presencia de unos veteranos George Raft y Pat O’Brien, homenaje irónico a la edad de oro de la Warner—, la comedia picaresca y el musical. Aúna sabiamente los viejos recursos del slapstick (la loca persecución inicial del furgón funerario, los policías ridículos, las descomunales tartas con sorpresa y las disparatadas carreras de los protagonistas) con los diálogos más equívocos del vodevil y con la inteligencia y las complicaciones de la screwball comedy de los años treinta. Y su sentido del equilibrio le permite navegar con elegancia por las aguas más escabrosas del travestismo y la confusión de los sexos, temas hoy de consumo corriente, pero más bien arriesgados en la época.

El humor se basa en que los protagonistas se hacen pasar por mujeres, pero en ningún momento dejan de pensar como hombres. Uno sólo piensa en seducir a la guapa cantante del grupo —inolvidable Curtis imitando a Cary Grant—. El otro se promete con un viejo millonario, no porque sea homosexual, sino porque le encanta el dinero y la idea de que le mantengan. La ya mítica frase final («nadie es perfecto») viene a resumir la ambigüedad en que se mueven todos los personajes del filme, una constante en algunas obras de su director.

Wilder había dicho en una ocasión que el ochenta por ciento de una película es guión y el otro veinte por ciento consiste en saber poner la cámara y procurar tener buenos actores. Ambas cosas las tuvo en Con faldas y a lo loco: un guión redondo que se iba haciendo a medida que rodaban, escribiéndolo mano a mano con el que sería su colaborador durante más de veinte años, I. A. L. Diamond, y unos actores excelentes.

La actuación de los tres protagonistas es inolvidable. Es difícil decir quién supera a quién. Hay quien dice que Tony Curtis alcanza cotas interpretativas difícilmente superables; memorable su parodia del playboy a lo Cary Grant. Otros, que el inmenso y adecuadamente histriónico Jack Lemmon, tal vez el más beneficiado del descomunal éxito del filme, es el rey de la función, ya que su patética y divertidísima parodia de una mujer en continuo coqueteo con el ridículo presenta más complicaciones. Ambas apreciaciones son probablemente ciertas: no se estorban. Como igualmente cierto es que la interpretación Marilyn Monroe, encantadora como siempre, aunque con mayores y más variados matices de los habituales, agiganta la de sus compañeros de reparto.

Pocas veces brillaron tan alto el candor, la dulzura y la capacidad de fascinar de Marilyn como en esta ocasión, donde reveló nuevas facetas de su talento cómico, cantó con matices deliciosos y aportó nuevas experiencias al erotismo contemporáneo. Con este trío de intérpretes el éxito está asegurado, sobre todo si les acompañan secundarios de la talla de George Raft o Joe E. Brown.

Nadie es perfecto. Eso es cierto. Pero hay un puñado de películas que sí lo son. Y ésta es una de ellas. Indiscutiblemente. Una comedia magistral a la que los años y las revisiones no han hecho más que aumentar su valoración, confirmar su condición de obra maestra. Qué más se puede decir sobre un despliegue tan excepcional de inteligencia, gracia y narrativa, como el evidenciado en esta película admirable, que es parte de la eternidad del cine. Basta recordar que está ahí porque es una de las mejor realizadas por Billy Wilder, una de las mejor escritas por I. A. L. Diamond y el propio cineasta vienés, y una de las mejor interpretadas por Marilyn Monroe, Jack Lemmon y Tony Curtis.

Con faldas y a lo loco, que abrió para el viejo zorro vienés una etapa de excepcional fecundidad creadora, permanece increíblemente moderna cuando ya han pasado más de cuatro décadas de su estreno. A su lado cualquiera de los filmes actuales parece un cuarto de siglo más viejo.