Cuentan quienes estuvieron en ellos, que los rodajes de John Huston eran aventuras no menos apasionantes que las narradas en sus filmes. Y debía ser cierto, porque la simple relación de las anécdotas acontecidas durante la filmación de algunas de sus películas bastaría para llenar un capítulo entero de la historia del cine. Es el caso de Moby Dick. El director norteamericano consagró dos años de su vida a su realización, corriendo él y su equipo graves riesgos físicos y económicos durante la filmación. El plan de rodaje de la película, establecido en seis meses, se alargó finalmente a nueve, y el presupuesto se sobrepasó en más de un millón de dólares, una suma monumental para los años cincuenta.
«Llámeme Ishmael»… Cuando Richard Basehart pronunció estas palabras al principio de la premiere mundial de Moby Dick en New Bedford, Massachusetts, todos los implicados en esta epopeya cinematográfica pudieron respirar tranquilos: estaban asistiendo al final oficial de un suplicio que algunos compararon con la demencial persecución de la monstruosa ballena blanca por parte del capitán Ahab. Pero mereció la pena. No en vano, y según las propias palabras del director, «hay películas que se hacen por dinero y otras se hacen por el simple placer de hacerlas».
El proyecto empezó con las mejores intenciones. Adaptar al cine “Moby Dick”, la excelente novela de Herman Melville, era un proyecto largamente acariciado por el guionista, director y actor John Huston. El libro ya conocía dos versiones cinematográficas producidas ambas por la Warner: una muda, The Sea Beast, de 1926, y otra sonora, homónima de la novela, de 1930. En las dos versiones, John Barrymore encarnaba al capitán Ahab, un marino de Nueva Inglaterra que vive obsesionado con la ballena blanca que le arrancó la pierna. Ninguna de las dos películas era demasiado fiel al libro de origen.
A finales de los años cuarenta, consagrado ya como uno de los directores más importantes de Hollywood, Huston decidió hacer realidad su viejo sueño de rodar una tercera versión en color con su padre, Walter, encarnando al torturado capitán Ahab. Pero los compromisos de John y la inesperada muerte de su progenitor, acaecida en 1950, dejaron el proyecto en el limbo.
Después de trasladarse a Irlanda en 1953, Huston reactivó su interés por la historia de Melville.[1] Moulin Pictures, la compañía fundada por el director y los hermanos Woolf en Londres, asumió entonces el proyecto, financiado en gran parte por Warner Bros. Casualmente, Orson Welles también estaba planeando llevar a la pantalla su visión de la novela al mismo tiempo. Sin embargo, abandonó cuando supo que su amigo John y la Warner tenían los derechos y en su lugar adaptó Moby Dick al teatro, protagonizándola él mismo como Ahab. El drama se estrenó en Londres en 1955; Welles grabó después una representación de la obra para emitirla en la televisión norteamericana, pero el telefilme nunca se estrenó.
Autor de títulos tan ilustres como El halcón maltés, El tesoro de Sierra Madre y La jungla de asfalto, Huston parecía el hombre idóneo para poner en imágenes una de las mejores novelas de la literatura norteamericana. El cineasta aspiraba a la fidelidad. Él lo explicó así, con ocasión del estreno del filme: «Decidimos desde el principio que nuestra película iba a ser tan fiel a la novela original como fuera posible».
Aunque había trabajado en una adaptación del libro de Melville unos años antes, Huston se inclinó por dejar en otras manos la elaboración del guión. El elegido para abordar tan titánico empeño fue James Agee. Ambos sentaron las bases del proyecto mientras rodaban La reina de África. Al director le gustaban las sugerencias del escritor y la idea fue tomando cuerpo en los años siguientes, hasta que, en 1953, le pidió que empezase a trabajar con él en el guión. Pero Agee no estaba libre en aquel momento: le acababan de ofrecer la dirección de una película, el sueño de toda su vida. Huston se enfureció por la deserción del guionista y le apartó del proyecto.
El director descartó a varios escritores hasta decidirse por Ray Bradbury. Una elección curiosa, porque Bradbury era conocido como el más emblemático de los autores de ciencia ficción. Pero según Lawrence Grobel, John «veía en su trabajo cierta dimensión esquiva, como en Melville».
El autor de “Crónicas Marcianas” aceptó encantado la oferta y durante seis meses (del otoño de 1953 a la primavera de 1954) trabajó sin descanso en la casa de Huston en Irlanda. De la magnitud del encargo dan fe unos datos: Ray leyó nueve veces la novela y escribió 1.500 folios para hacer los 150 del texto definitivo, que se redujeron tras un detenido proceso de supervisión a 134, rehizo algunos pasajes 30 veces, eliminó personajes, convirtió las descripciones y soliloquios que predominan en la obra en diálogos… y sufrió una crisis nerviosa.
Bradbury no guardó buenos recuerdos de su estancia en Irlanda, tal como quedó reflejado en su novela autobiográfica “Sombras verdes, ballena blanca”, publicada en 1992. El libro, que destila fina venganza pero también amistad por los cuatro costados, ofrece mucha información sobre la personalidad de Huston. Así describió Ray su primer encuentro con el cineasta: «Sus ojos se abrieron como platos cuando me vio. Su boca de chimpancé se abrió unos cuantos centímetros y el aire salió de sus pulmones en una bocanada impregnada de alcohol».
El escritor, un hombre puritano, idealista, fantasioso e ingenuamente reaccionario, difícilmente podía encajar en el mundo violento, mujeriego y viril del cineasta, un viejo zorro que edificaba sus películas con grandes dosis de aventura y tragos de whisky. John secuestraba a menudo a Ray para introducirlo en su vida mundana, tan ajena al novelista: «De día despellejaba a la ballena, y leía a Marco Aurelio y admiraba su suicidio, y salía en taxi cada noche para discutir mis ocho páginas diarias de guión con un hombre que se apartaba de las mujeres para cabalgar en las cacerías».
Apremiado por el tiempo y agotado por la desbordante personalidad del director, Bradbury se entregó en cuerpo y alma a la última fase de redacción del script, con el arpón y la máquina de escribir: escribe durante siete horas diarias el último tercio del guión y rehace otras partes. «No había cansancio», recordó el novelista, «sólo el fiero, continuo, gozoso y triunfante martilleo de la máquina, con las páginas cubriendo el suelo y Ahab gritando destrucción por encima de mi hombro derecho… Captura la gran metáfora primero, el resto te seguirá. No te preocupes de las sardinas cuando asoma el Leviatán».
Nada más terminar su trabajo, Ray se fue a ver a John y arrojó el libreto sobre su regazo. El director lo leyó y no pudo más que exclamar: «Jesús. Está terminado. ¿Te habló el viejo Herman al oído? ¿Cuándo empezamos a rodar?». Lo que el autor no podía esperarse es que Huston reescribiera y añadiera escenas al guión. Tampoco que pidiera ayuda a dos escritores más, Roald Dahl y John Godey.
El guión estuvo terminado a principios de 1954. Huston y Bradbury fueron acreditados como co-guionistas, pero el novelista acusó al cineasta de usurpar la autoría del script y no volvió a dirigirle la palabra hasta poco antes de su muerte. La asociación de guionistas de Estados Unidos respaldó a Huston, considerando que la forma de trabajar del director producía cambios sustanciales en cualquier guión.
Antes de aceptar financiar el multimillonario proyecto, la Warner insistió en que se necesitaba una gran estrella para el papel clave del Capitán Ahab, un rol soñado por cualquier actor. Orson Welles y Fredric March fueron los primeros candidatos. Bradbury prefería a un tercer intérprete, Laurence Olivier. E incluso se dijo que el propio Huston se reservaba el personaje para él. La Warner Bros., sin embargo, quería a Gregory Peck, una elección que sorprendió y hasta enojó a más de uno.
Huston se encontró a Peck en una fiesta en Londres y le pidió que se uniese al proyecto. Greg se sorprendió de que el director le quisiese para el papel del capitán Ahab; él, personalmente, sentía que era más apropiado para el rol de Starbuck, que había interpretado años antes en el teatro. Pero el viejo zorro podía ser muy convincente cuando quería: «John desplegó su encanto, y me convenció de que triunfaría en el papel de Ahab».
Huston decidió rellenar los papeles secundarios, como era su costumbre, con rostros no familiares, actores de carácter desconocidos, e incluso aficionados. El británico Leo Genn, que había aparecido junto a Olivia de Havilland en Nido de víboras, fue elegido como el fornido Starbuck, primer oficial del “Pequod”.
Harry Andrews, otro experimentado intérprete de carácter inglés, fue seleccionado para el papel de Stubb, el bondadoso tercer oficial, mientras el crítico dramático de Dublín Seamus Kelly, un no-profesional, fue contratado como el segundo oficial Flask.
Para el papel del arponero tatuado Queequeg, un antiguo caníbal de los mares de Sur, Huston eligió a otro amateur, su íntimo amigo el Conde Friedrich Ledebur, un aristócrata deportista y playboy austríaco. El cineasta dijo que un dibujo de Rockwell Kent publicado en una edición limitada de la novela le recordaba a su amigo.
Lord Kilbracken, otro íntimo amigo del director y novato en la pantalla, fue inicialmente seleccionado para interpretar a Ishmael, el único superviviente del “Pequod”, pero Huston se decidió finalmente por el más experimentado Richard Basehart. Sólo la valiosa aportación de Orson Welles en una colaboración especial aportaba un nombre de prestigio al elenco de secundarios.
El personaje más difícil de encontrar fue, por supuesto, el que da nombre a la novela. Con la ayuda del experto británico en ballenas Robert Clarke, los técnicos de efectos especiales diseñaron y construyeron una bestia de 90 pies de largo y varias toneladas de peso. Los Associated British Studios y una fábrica de goma fueron los responsables del ingenio, que consistía en un armazón de hierro cubierto de una sustancia de goma y plástico.
Los controles electrónicos le permitían sumergirse, emerger, lanzar un chorro de agua, embestir a un velero y destrozar un bote de un coletazo. Sin embargo, la criatura era tan grande y pesada, que constantemente rompía los cables usados para remolcarla hasta mar abierto. Se construyeron tres de esos monstruos por si uno de ellos se perdía en el mar durante una de las muchas tormentas que el director y su equipo tenían que rodar. El coste de cada ejemplar era de treinta mil dólares.
Para las tomas que debían filmarse en el estudio, en un tanque de agua, se fabricaron otras veinte mini-Mobys electrónicas que podían destrozar los barcos así como sangrar cuando eran arponeadas. Además, se construyeron varias secciones individuales de la ballena gigante para primeros planos específicos como la secuencia final cuando Ahab queda atado a un costado de la bestia y se ahoga.
Mientras estudiaban el problema de la ballena, Huston buscó por medio mundo un barco similar al navío capitaneado por Ahab, el “Pequod”. En Scarborough, una población de la costa de Yorkshire (Inglaterra), encontró lo que buscaba: el “Rylands”, un navío de 340 metros, casco de madera y tres mástiles. Curiosamente se trataba de la goleta utilizada en la versión Disney de La Isla de Tesoro, la célebre “Hispanola”.
La Warner compró la nave, que entonces servía de acuario y atracción turística, y la reformó al estilo de un barco ballenero de mediados del siglo XIX. El modelo para la transformación fue el “Charles W. Morgan”, un barco ballenero que se exhibía en el Mystic Seaport, el Museo de Historia de Connecticut. Para alimentar las luces, cámaras y otros materiales de rodaje, el barco también alojó motores y generadores.
Antes de que empezara el rodaje, hubo que resolver otro problema técnico. Como en Moulin Rouge, Huston quería impregnar a la película de un look especial. Su idea era darle la textura de una litografía decimonónica. «Quería que la copia final tuviera la fuerza de los grabados de acero de los barcos», comentó el cineasta.
Tras un largo proceso de eliminación, el director de fotografía Oswald Morris decidió invertir el proceso que había llevado a cabo en Moulin Rouge, intentando desaturar en vez de enriquecer los colores de la cinta, con el fin de que las tonalidades sombrías proporcionasen al filme una atmósfera turbia y opresiva, y así poder captar mejor el cromatismo de las estampas del siglo XVIII.
«Era una película de época y los colores modernos le daban un barniz, un brillo, que era completamente falso», explicaba Morris. «No podías creerte que estos balleneros estuviesen sufriendo realmente en esos barcos porque los colores eran demasiado suntuosos y brillantes. Así que desarrollamos un sistema de desaturación… pero descubrimos que desaturaba los tonos negros y quedaba anémica y poco viril —y era un filme muy masculino—, así que para reforzar el negro añadimos una imagen gris en los colores desaturados y eso devolvió el contraste».
El efecto de esta nueva técnica en la pantalla fue sorprendente. Complementada por el score de metales y vientos de Philip Sainton, la película adquirió el look áspero que el director había buscado. Sin embargo, la historia se repetiría a la hora de los Oscar, cuando las nominaciones ignoraron una vez más a Huston y Morris por su ingenio.
En abril de 1954, en la costa de Madeira, y bajo la supervisión del director, un equipo de segunda unidad, dirigido por Freddie Francis, empezó a rodar imágenes de ballenas y balleneros. Era el lugar perfecto para dar a la película excitación y autenticidad, porque, en palabras de Huston, «los balleneros portugueses siguen cazando ballenas en frágiles barcos con arpones lanzados a mano, como hace generaciones». Después se filmaron varias escenas de interiores en los estudios Shepperton, cerca de Londres, entre ellas la primera noche de Ismael en la posada y el sermón del padre Mapple.
Mientras tanto, Gregory Peck se preparaba para la intimidante tarea de encarnar al obsesivo capitán Ahab. El actor actuó como tenía por costumbre: llenó su guión de notas sobre la actitud y el comportamiento de su personaje, derramando adjetivos como «severo» y «poseído». En un momento dado se recordó a sí mismo que «no hace falta que cada escena sea una diatriba. Para Ahab, Moby no es nunca un pez. Es algo entre Dios y Ahab».
En colaboración con el departamento de maquillaje de la Warner, Peck diseñó la imagen del personaje. Se dejó crecer el pelo y una barba lincolniana —ambos sembrados de canas—, y se dejó cruzar la mejilla con una cicatriz. También aprendió a caminar con una pierna de madera. Durante las semanas previas al rodaje, practicó en casa con la prótesis de hueso de ballena, atándose su propia pierna contra el muslo. Al cabo de un tiempo consiguió sostener esta incómoda postura durante media hora sin sufrir calambres.
El rodaje de la primera unidad empezó en julio, en Youghal (Irlanda), la ciudad donde habían localizado el puerto de New Bedford, Massachusetts, pueblo natal del capitán Ahab. Youghal era un pintoresco pueblo de mar, pero la mayor parte de las casas y tiendas estaban construidas en piedra, cuando casi todos los edificios de New Bedford eran de madera. Por cincuenta mil dólares, las casas situadas frente a los muelles de Youghal tuvieron que ser revestidas de tablas de madera.
Huston acusó a la Warner de escatimar el dinero allá donde no debía, por no profundizar en el dragado del puerto de Youghal hasta conseguir que el “Rylands” fondeara adecuadamente sin necesidad de marea alta. Por culpa de esta imprevisión, el equipo sólo pudo utilizar el barco para filmar las escenas portuarias durante una hora al día.
La escena de Orson Welles fue una de las primeras que se rodaron. Welles rodó su discurso, que duraba prácticamente un rollo entero, en una sola toma y sin ensayo previo. Ayudado, eso sí, por la ingestión de una botella entera de coñac francés.
Al cabo de cuatro semanas, el equipo se trasladó a Fishguard, en la costa de Gales, para rodar los episodios marítimos. Allí empezaron los verdaderos problemas. Para empezar, los generadores instalados en el “Rylands” hacían tanto ruido que interferían con la banda sonora. Tuvieron que comprar un segundo barco, donde instalaron generadores y cables que colgaban entre la cubierta y los focos, cámaras y demás material utilizado por los técnicos.
El rodaje en el mar estuvo salpicado de todo tipo de dificultades, la mayoría relacionadas con la climatología adversa. En Fishguard, el tiempo fue pésimo: llovió setenta días consecutivos, todo un récord. Los miembros del equipo se refugiaban en su hotelito y jugaban a las cartas, bebían y ensayaban. Cuando podían echarse a la mar, el viento y las olas les impedían filmar. Muchos técnicos sufrieron mareos. Dos vendavales desarbolaron sucesivamente al venerable “Rylands”, causando nuevas interrupciones en el rodaje para llevar a cabo las reparaciones necesarias.
El fuerte oleaje convirtió el rodaje en una azarosa aventura que llegó a extremos de inusitada dureza. A consecuencia del mal tiempo y del mucho peso de la ballena de goma, se partió un grueso cable que estaba enchufado a la criatura mecánica. En ese instante, algunos actores y técnicos tuvieron que pedir ayuda para volver al barco. Huston se vio obligado a elegir entre salvar a sus compañeros o al personaje del título, y la ballena perdió. Se tuvo que recurrir entonces al segundo de los artilugios.
Peck simpatizó con Huston, pero la precariedad de las condiciones de trabajo dificultaron su relación. Peter Viertel, un amigo del director, dijo que el actor estaba «tenso y desilusionado con Huston, quien, en opinión de Greg, se tomaba aquella lluvia incesante con demasiada filosofía».
A estos resquemores se añadían los problemas que estaba teniendo con un papel que el actor había aceptado porque John le había convencido. El director no le servía de ayuda. «Huston no era muy bueno como director de actores», declaró más tarde Peck. «Cuando estaban muy bien elegidos para su papel, como Bogart o Lorre, era fantástico con ellos. Pero no sabía ayudar a los actores a encontrar su interpretación». John, como siempre, solía limitar su labor de orientación a consejos tan poco útiles para un actor de método como «más grande, chico» o «más fuego».
Todo lo que a Huston le faltaba en capacidad de comunicación, lo compensaba con bravuconería. Hombre duro y bebedor, tenía fama de aficionado a poner en peligro la seguridad de sus actores. Peck no fue una excepción. En vez de utilizar a un doble para la secuencia en la que Ahab se aferra a Moby, John quiso que el actor hiciera la escena en persona. Así podría rodar primeros planos del rostro de Ahab. Peck aceptó. Le ataron al costado del enorme monstruo y le lanzaron al mar. Sin embargo, ninguno de ellos esperaba que la ballena de goma se soltara de su cable, con Greg atado a su lomo.
«De repente», recuerda Peck, «descargó una repentina tormenta y con ella llegó un banco de niebla, justo cuando perdí de vista a la lancha motora que estaba remolcando a la ballena con un cable sumergido. El cable se rompió y me quedé en mitad de una tormenta, con olas de quince pies de alto, abandonado en la niebla. Y pensé, “¡Ay, Dios, voy a morir atado a la espalda de este artilugio, en medio del mar de Irlanda!” Pero grité y, después de diez minutos eternos, pudieron encontrarme entre la niebla». La ballena de goma se alejó en el mar y navegó a la deriva hasta llegar a las costas de Holanda.
Las desgracias se sucedían una detrás de otra. Peck, que contribuyó con todo su esfuerzo al realismo de las escenas más peligrosas, se vio arrastrado por unas olas gigantescas cuando se disponía a arponear a su presa; Leo Genn se hizo daño en la espalda al caerse desde una altura de seis metros a una lancha y el desprendimiento de los tres mástiles del barco estuvo a punto de provocar una desgracia.
Al cabo de once semanas y sólo diez días de clemencia meteorológica, Huston tiró la toalla y el equipo volvió a Londres. Según Oswald Morris, rodar allí resultó problemático para Peck y Huston, porque sus visados sólo les permitían trabajar en Inglaterra durante breves temporadas. Todos los viernes por la noche tenían que viajar a París y volver el lunes por la mañana.
Las escenas del puerto ballenero de New Bedford se rodaron en Youghal, una aislada aldea situada en la costa sur de Irlanda, mientras que la secuencia del enfrentamiento final entre el capitán Ahab y el temible cetáceo se filmó en un enorme tanque de agua en los estudios Elstree, en las afueras de Londres. De su realización se encargó el director de segunda unidad Freddie Francis. Normalmente esa escena habría requerido un doble, pero Peck la hizo él mismo, algo que realmente no esperaba: «Pensé que sería una toma trucada en miniatura, pero esta fue una pequeña sorpresa que Huston me había guardado».
Según el director, «Greg se pasó media película en el agua… Hizo cosas que la mayoría de los especialistas no harían. Por ejemplo, la escena final donde Ahab muere… cada vez que la ballena se daba la vuelta las sogas se apretaban más y él se sumergía de nuevo. Peck estaba medio ahogado pero cuando la escena estuvo terminada, quiso hacerla de nuevo por si nos habíamos perdido algo».
En diciembre, el equipo decidió volver al mar. En plena temporada invernal, se imponían aguas cálidas. Huston eligió las islas Canarias. Estuvieron a punto de perder la tercera ballena mecánica, pero obtuvieron el material necesario. ¡Había acabado la pesadilla!
«Mo by Dick fue la película más difícil que he hecho en mi vida. Perdí tantas batallas mientras la hacía que llegué a pensar que mi ayudante de dirección estaba conspirando contra mí», escribió el director en su autobiografía.
John Huston y el montador Russell Lloyd tardaron aproximadamente quince meses en dejar ciento veinte mil metros de película positivada en tres mil quinientos metros y 116 minutos. Pero el director desautorizó el montaje definitivo, que le fue arrebatado de las manos, y protestó por el hecho de que el tratamiento experimental que Oswald Morris había dado a la fotografía no fuese respetado al pasar la película por el laboratorio.
El estreno mundial se celebró en New Bedford, Massachusetts, el 27 de junio de 1956. La Warner no reparó en gastos para convertirla en una ocasión digna de recordar. Un avión especial, “Moby Dick”, trasladó a las celebridades y a la prensa desde Nueva York, y miles de ciudadanos fueron a recibirles al aeropuerto. Más de cien mil personas asistieron a un desfile el día de la premiere. Aquella noche, la película se proyectó en tres cines de la ciudad. «Yo he estado en estrenos de Hollywood y Nueva York», declaró Gregory Peck, «pero como esto no he visto nada».
El estreno de Nueva York —en los cines Sutton y Criterion— se celebró el cuatro de julio. La Asociación de Críticos de NYC y la National Board of Review votaron a Huston como mejor director del año, pero en los Oscar de 1956 la película no consiguió ni una sola nominación. Ese año la gloria se la llevó otra superproducción, La vuelta al mundo en 80 días, premiada con cinco estatuillas.
La taquilla fue mucho más generosa. Moby Dick alcanzó el noveno puesto en el box-office de 1956, con una recaudación de 5.200.000 dólares. Si el presupuesto inicial (tres millones de dólares) hubiera sido respetado, aquella cifra hubiera resultado aceptable. Pero los cuatro millones y medio de dólares finalmente invertidos, más gastos de emisión de copias y publicidad, no le permitieron alcanzar el umbral de rentabilidad.
Peck se sintió defraudado: tenía un diez por ciento de los beneficios. Tampoco le gustaba el resultado artístico de la película. Decía que Bradbury y Huston habían intentado dar un mensaje «cósmico», pero les salió una cosa «petulante y estática». Para la crítica, sin embargo, el director había alcanzado en esta obra la excelencia.
En el “New York Times”, Bosley Crowther dijo que era «uno de los mejores filmes de nuestro tiempo», añadiendo: «No disponemos de espacio para enumerar todas las aportaciones brillantes que tiene esta cinta, en su realización o en su desarrollo, desde la extraña y apagada paleta de colores, hasta la fidelidad a los detalles en la descripción de la pesca de ballenas». En el “New York Herald-Tribune”, William K. Zinsser fue más lejos todavía: señaló que «Moby Dick es, quizá, la mejor película que se ha hecho en este país».
Los varapalos, que también los hubo, se los llevó en exclusiva Gregory Peck, casi universalmente considerado como una pobre elección para el complejo y exigente rol de Ahab. Su interpretación fue despachada, en ocasiones, con comentarios tan irónicos como el vertido por el crítico norteamericano Andrew Sarris: «Tal vez Huston debió haber hecho el papel de Ahab y dejar la dirección a Orson Welles». Pero en líneas generales, la mayoría de los críticos se mostraron de acuerdo con Wanda Hale, del “New York Daily News”, que vio al protagonista «envarado y teatral». De la misma opinión era Ray Bradbury, para quien «Peck nunca será un asesino paranoico ni un maniático devorador de ballenas».
Hay que reconocer, en su descargo, que Greg partía con una serie de desventajas. Su vestuario y su maquillaje hacían pensar automáticamente en la figura de Abraham Lincoln, un hecho destacado por casi todos los críticos. En segundo lugar, el guión convertía al capitán Ahab en un individuo unidimensional. Peck no pudo identificarse con el personaje. Años después declaró: «Huston era más Ahab de lo que podía ser ningún actor. Siempre pensé que él debería haber interpretado ese papel. Su intenso deseo de hacer la película es comparable a la incansable persecución de Ahab para matar a la ballena».
Huston no estaba de acuerdo, y siempre insistió en que el estoicismo y sutileza de Peck revelaban sentimientos de conflicto interior y locura. El director citaba frecuentemente el discurso del «templado, templado día» cerca de la conclusión de la película como un ejemplo de la habilidad de su estrella. «No puedo imaginar ese discurso mejor recitado por ningún otro actor», decía el cineasta.
Cuando terminó el rodaje, Huston y Peck siguieron siendo amigos durante un tiempo. Tenían intereses comunes (el arte primitivo, las carreras de caballos) y querían volver a trabajar juntos. De repente, sin embargo, el actor se distanció. John no entendía lo que había ocurrido. «Si hubiera sido casi cualquier otra persona», escribió el cineasta, «hubiera dicho: “Paso”, pero con Greg no. Valoraba demasiado nuestra amistad. Rebusqué en mi memoria, intentando encontrar una explicación a su comportamiento». Tras ser rechazado por Peck en otros encuentros posteriores, Huston se rindió.
El director nunca supo que, años después del rodaje de Moby Dick, Greg descubrió la verdad: John quería darle a Orson Welles el papel de Ahab, y convenció a Peck para que lo aceptara porque era la única forma de que la Warner financiara la película. Éste no podía soportar la sensación de traición. Aquel «engaño», le dijo a un colaborador, le recordó a los momentos de su juventud en que se sintió «abandonado o… por lo menos privado de estabilidad».
Aunque fue un éxito de taquilla, Moby Dick es una de las películas menos valoradas de Huston. El cineasta, sin embargo, siempre la consideró uno de sus mejores trabajos, aunque confesaba ciertas reservas. «Adaptar un trabajo de esta talla a un guión fue una propuesta asombrosa», escribía en su autobiografía. «Mirando hacia atrás, me pregunto si es posible hacer justicia a Moby Dick en una película». Las afirmaciones del director, aunque honestas, también son humildes, porque es dudoso que nadie pudiese estar más cerca de conseguir ese objetivo de lo que él lo estuvo.
«Llamadme Ishmael. Cada vez que me sorprendo con la tristeza en la boca; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me detengo sin querer ante las tiendas de ataúdes; cada vez que la hipocondria me domina de tal forma que necesito un recio principio moral para impedirme salir a la calle a derribar el sombrero de los transeúntes, entiendo que ha llegado el momento de hacerme a la mar. Es mi sustituto de la pistola y la bala». Así comienza “Moby Dick”, la inmortal novela de Herman Melville, el atormentado escritor norteamericano cuyo reconocimiento no le llegó hasta que llevaba treinta años pudriéndose en una tumba del Bronx neoyorquino.
Para John Huston, «Moby Dick representa, sencillamente, la más importante declaración de principios que he hecho nunca. Ahab es el hombre que odia y que ve en la ballena blanca el rostro pérfido del Creador. Considera a éste como un asesino, y se ve a sí mismo con la misión de matarle. En todas las ilustraciones del libro, Ahab aparece como un iluminado. Yo, por el contrario, pienso que se trata de un capitán cualquiera, de un hombre lleno de dignidad y de fuerza, que se rebela con toda su razón contra Dios. No lo hace con rabia, ni por una especie de locura… Siempre pensé que “Moby Dick” era una gran blasfemia. He ahí un hombre que amenaza a Dios con el puño».
Huston, ese torrente desatado, mujeriego, bebedor contumaz y pendenciero, afrontó con pasión el reto de trasladar una de las obras cumbres de la literatura a las veinticuatro imágenes por segundo de un filme y lo hizo con la seguridad de un luchador que no sabe a dónde le lleva el combate, pero que no está dispuesto a dejarlo. Y en el difícil trasvase del papel al celuloide la novela no perdió nada de su sustancia, de su nervio.
El director abordó el texto de Melville con un respeto inusual a su letra y a su espíritu, reflejando en la pantalla un trasfondo moral que encaja perfectamente en el universo particular de un hombre enamorado de la aventura y fascinado por la idea de la fatalidad que pesa sobre los seres humanos. Y es que bajo su aspecto externo de película de aventuras, Moby Dick encierra una serena reflexión sobre la poética del fracaso. Su discurso lúcido y pesimista, su impecable y rigurosa construcción dramática, y el tratamiento absolutamente creíble de unos personajes que escapan al esquematismo que muchas veces el propio género impone, definen el estilo del gran cineasta norteamericano, no siempre bien apreciado por la crítica.
Huston vivió al límite, hizo películas que en muchos casos resisten mal el paso del tiempo, pero en otros, cuando realmente tocan temas que le interesaron, como la amistad, la derrota, el alcohol, el mundo viril, la crítica mordaz a ciertas instituciones americanas, tuvo hallazgos magistrales. Es el caso del arranque de Moby Dick, con Richard Basehart bajando de las montañas camino del mar; del largo, bíblico e impresionante sermón del Padre Mapple antes de que zarpe el “Pequod” y la breve aunque inolvidable actuación del majestuoso Orson Welles; de los obsesionantes paseos nocturnos por la cubierta del barco del amargado y vengativo capitán Ahab; del último combate de Ahab a lomos de la ballena blanca…
Pero la riqueza de Moby Dick no se agota en la labor del director, por importante que ésta sea. La simbiosis entre los protagonistas y sus caracteres es una de las claves de la vitalidad de la cinta, el eje que sustenta su estilo y personalidad. Gregory Peck realizó un esfuerzo notable al encarnar al torturado capitán Ahab con más fuerza y mayor acierto de lo que en 1956 se reconoció. Es la suya una labor de finura expresiva, de matización bien dosificada.
El resto de los actores responden a la imagen descrita por Melville en la novela, empezando por Richard Basehart y terminando por el aristócrata austriaco Friedrich Ledebur. Y como broche de oro de un reparto sin fisuras destaca, pese a la brevedad de su papel —apenas cinco minutos en pantalla—, la impagable actuación de Orson Welles en el impresionante sermón inicial en la iglesia de Nantucket.
Escrita con tinta roja por Ray Bradbury, fotografiada con genio por Oswald Morris e interpretada con maestría por cuantos componen el reparto, Moby Dick es un filme de singular belleza plástica. Cine trepidante, emocionante, cautivador y, al mismo tiempo, de una gravedad suma. No es el mejor trabajo de su director, ni la muestra más distinguida del género. Pero luce cada vez mejor con los años, y se hace más difícil no reconocer en sus hermosas imágenes una fascinante obra maestra.