Hacer La ley del silencio fue una dura prueba para todos los afectados. Ningún estudio de Hollywood quería financiar el proyecto hasta que Sam Spiegel acudió en auxilio de Elia Kazan. Pero en el pecado iba la penitencia. El productor agotó la paciencia de todo el mundo. Del guionista Budd Schulberg, que un día le dijo a su mujer: «Me voy a Nueva York… a matar a Spiegel». De los técnicos, que se referían a él como «el cabrón judío», del propio Kazan… Pero el productor no fue la única espina de este rodaje envenenado: el frío, las amenazas de los sindicatos portuarios, Frank Sinatra… y, cómo no, Marlon Brando.
Lo cierto es que la génesis de La ley del silencio resulta casi tan fascinante como la propia película. En abril de 1948, un jefe de contratación del puerto de Nueva York fue asesinado; era el segundo homicidio que ocurría en poco tiempo. El diario “New York Sun”, hoy desaparecido, asignó el tema al periodista Malcolm Johnson. Sus primeras pesquisas se convirtieron en una investigación en toda regla del mundo del crimen portuario. Johnson publicó sus conclusiones en una serie de 24 artículos, titulados “Crimen en el Puerto” y publicados en el “Sun” entre el 8 de noviembre y el 10 de diciembre de 1948. Habló de latrocinio, de soborno, de estafa, de coacción y de asesinato, de millones de dólares perdidos en comercio marítimo, por culpa de estas prácticas, por el puerto de Nueva York. Por estos artículos, Johnson ganó el premio Pulitzer.
El proyecto cinematográfico nació en 1949, cuando el novelista Budd Schulberg recibió el encargo de escribir un guión sobre el problema de la corrupción en el puerto de Nueva York, basándose en “Crimen en el Puerto”. Schulberg ya era un autor consagrado, había cobrado un prestigio gracias a su novela sobre el negocio del cine “¿Por qué corre Sammy?”, a una denuncia implacable del mundo del boxeo, “Más dura será la caída”, y al bestseller “Los desencantados”. Budd había tenido veleidades comunistas en los años treinta y había declarado voluntariamente ante la comisión del Congreso en 1951.
En 1951, los derechos del guión de Schulberg estaban en manos de Monticello Films, una productora independiente dirigida por Joe Curtis, el sobrino del presidente de Columbia, Harry Cohn. La dirección de la futura película (titulada por entonces A Stone on the River Hudson) había sido asignada a Robert Siodmak, pero la compañía se quedó sin financiación, al considerar los inversores que el proyecto era demasiado controvertido. Si los sindicatos portuarios estaban realmente controlados por las mafias, rodar en los muelles podría resultar peligroso. Incapaz de desentenderse de la empresa, Schulberg adquirió los derechos de su propio guión y de los artículos en los que se había basado, con la intención de continuar trabajando en ellos.
Por la misma época, Elia Kazan y el dramaturgo Arthur Miller estaban trabajando juntos para la Columbia en The Hook, otra historia sobre la vida en los muelles. Pero Miller acabó abandonando el proyecto. El problema era el mismo que aquejaba al texto de Schulberg: los estudios no se atrevían con la cuestión sindical y, sobre todo, encontraban el guión «triste y deprimente». Además, Miller le había retirado la palabra a Kazan, porque pensaba que el director podía haberle señalado como comunista durante su declaración ante el Comité de Actividades Antiamericanas.[1] The Hook quedó paralizado.
En el invierno de 1952, Budd recibió una carta de Kazan proponiéndole una reunión para hablar de un proyecto. En la finca del escritor en Pennsylvania, los dos colegas conversaron hasta la madrugada. El director explicó lo que había sucedido con The Hook, y Schulberg le habló de su guión, que Elia encontró «potente y auténtico». Para Kazan, la historia del delator portuario era su propia historia. Respondiendo a las acusaciones de los críticos, que a lo largo de los años le reprocharon el hecho de utilizar el filme para sus intereses políticos, el cineasta tuvo el valor de reconocer que La ley del silencio satisfizo sus ansias de venganza. «Cuando los críticos dicen que he vertido mi pensamiento en pantalla para justificar la delación, dicen bien», afirmaba sin rubor.
La posición de Schulberg era menos combativa. Él también había sido testigo “amistoso” en las sesiones del Congreso, pero, como hombre ajeno al teatro, había conseguido permanecer al margen de la refriega. «No saben lo que es ser miembro del Partido Comunista», decía el guionista. «Cada vez que salías de la ciudad tenías que informarles. No eran un grupo de románticos, lo controlaban todo férreamente». El Partido había intentado impedirle escribir su novela “¿Por qué corre Sammy?”, sobre un joven ferozmente ambicioso atrapado en el sistema de Hollywood.
En resumen, Schulberg y Kazan habían delatado a personas afines al comunismo en las sesiones del Comité. Su decisión de colaborar arrojó una sombra en sus vidas; no poder trabajar los hubiera matado profesionalmente a ambos, como efectivamente acabó con las carreras de algunos de los nombres incluidos en la infame “Lista Negra”.
Mientras el director andaba ocupado en otros proyectos, el novelista completó el trabajo de Malcolm Johnson mediante algunas investigaciones propias. En los meses que siguieron, Schulberg se convirtió prácticamente en un residente de los muelles de Hoboken, Nueva Jersey. Frecuentó los bares de los estibadores, se hizo amigo de los descargadores y conquistó la confianza de insurgentes como Anthony Tony Mike de Vincenzo, un antiguo capataz en los muelles. De Vincenzo se había enfrentado a los corruptos dirigentes de los sindicatos, declarando ante la Comisión de Delincuencia del Senado, y había vivido para contarlo.[2] Tony se convertiría en el modelo real para el protagonista de La ley del silencio, Terry Malloy.
En el reverendo John Corridan, el cura de los muelles de Hoboken, el guionista encontró a su perfecto Padre Barry, el personaje que en la película interpretaría Karl Malden. «El efecto que el Padre John ejerció sobre mí consistió en nada menos que revolucionar mi opinión de la Iglesia», diría Budd más tarde. «El padre John, un irlandés alto, hablador, fumador impenitente, cabezota, irreverente a veces, era el antídoto contra el estereotipo del “cura” a lo Barry Fitzgerald y Bing Crosby, ése tan querido por Hollywood».
Schulberg descubrió que el puerto de Nueva York era casi una ciudad: 750 millas de costa, 1.800 muelles que cada año acogían diez mil buques, los cuales transportaban más de treinta y cinco millones de toneladas de cargamento por valor de más de 8.000 millones de dólares. El hampa, compuesta por las mafias irlandesa e italiana, dirigía el puerto como su feudo privado, cobrando impuestos sobre toda carga que entrara y saliera. Para los veinticinco mil estibadores cuya supervivencia pendía de un gancho de descarga, los sobornos eran una forma de vida.
El personaje clave para la aceptación del escritor en el mundo portuario fue —en mayor medida incluso que el padre John— uno de los más leales discípulos de éste, Arthur “Brownie” Brown, un estibador que había sido apaleado en el pasado por los matones del puerto, quienes luego, creyéndole muerto, le arrojaron a las gélidas aguas del río Hudson. Brownie ayudó a Budd a encubrir su identidad diciendo a todo el mundo que se habían conocido en el gimnasio Stillman’s de Manhattan. El guionista vivió varias semanas en el humilde piso del estibador y su esposa, tomando notas en la mesa de su cocina. «Escribía frases que no me podía inventar», señalaba. «Eran los pintorescos frutos de mis observaciones en el barrio». Sus esfuerzos depararon un guión basado en los escándalos portuarios, pero marcado por un mensaje relativo a las virtudes del «hombre lúcido en las democracias vivas». El libreto quedó terminado en mayo de 1953.
Kazan y Schulberg llegaron a un acuerdo verbal con la Twentieth Century-Fox y fueron citados por Darryl F. Zanuck, presidente del estudio. En el tren que les llevaba a Hollywood, Elia insistió en que el proyecto estaba demasiado avanzado para detenerse a discutir otras cuestiones que no fuesen las relativas a producción, reparto y demás. El director comparó el guión que se traían entre manos con Muerte de un viajante y Un tranvía llamado deseo, afirmando que era uno de los mejores con los que había trabajado en su vida.
Cuando el tren se detuvo en Los Ángeles, Budd comprobó que la Fox no había enviado a nadie para esperarles, y su euforia comenzó a disiparse. Kazan intentó tranquilizarle, expresando su confianza en Darryl Zanuck. Se alojaron en el “Beverly Hill Hotel” y, durante una semana, no hicieron otra cosa que esperar la llamada del “gran jefe”. El lunes siguiente, no sin esfuerzo, lograron concertar una cita con el magnate. Zanuck confesó que había leído el guión… y que le había horrorizado. El tema era demasiado sombrío para el Cinemascope, su arma secreta contra la competencia que ofrecía la televisión, y además le disgustaba el pasado político de ambos autores, sentía que había algo falso en el material.
—¡No hablarás en serio! —chilló Kazan—. Es algo único, distinto, refleja perfectamente el espíritu del mundo portuario, como tú reflejaste a la gente de Oklahoma en Las uvas de la ira.
—Pero los de Oklahoma aparecían como pioneros americanos —replicó Zanuck—. ¿A quién le va a importar una panda de estibadores sudorosos? ¡Lo que habéis escrito es justo lo que no quiere ver el pueblo americano!
Mientras Schulberg se dirigía hacia la puerta, Darryl se abalanzó sobre el director.
—La culpa es tuya —siseó—. ¿A quién se le ocurre venirme con este proyecto después del puñetero Zapata?
Kazan abandonó el “despacho presidencial” y dio alcance a su indignado socio.
—No te preocupes, Budd —le dijo—. Que se vaya a la mierda. Yo aún cuento mucho en esta ciudad. Todos los estudios quieren que haga una película para ellos.
Al día siguiente, recogieron calabazas de Paramount Pictures, Warner Brothers y Metro-Goldwyn-Mayer. Incluso la Columbia, su última esperanza, les devolvió el guión. Aunque el proyecto venía respaldado por dos reputados profesionales, ningún estudio de Hollywood quería financiar el proyecto; algunos dijeron que el contenido era deprimente, otros, que rodar en escenarios reales sería peligroso, pero la razón última parecía relacionada con el escaso valor comercial del proyecto. Después de una tarde de alcohol y depresión, los dos socios recuperaron el ánimo y reanudaron el trabajo de reescritura y pulido del guión.
Al otro lado del pasillo se celebraba una reunión muy diferente: una fiesta ruidosa y etílica que se había extendido hasta el corredor. El foco de la algarabía era la suite del productor Sam Spiegel. Envuelto en eau de toilette y elegante chaqueta azul, Spiegel irrumpió en la habitación de la desgracia, interrumpiendo el tableteo de la vieja máquina Underwood. Observó el caos reinante e invitó a los dos hombres a unirse a la diversión. Ofrecía champán y starlettes de pómulos pronunciados.
Para Sam Spiegel, regresar a Los Ángeles después del estreno de Melba en Nueva York suponía cierto riesgo. El legendario filibustero, que por aquellos días operaba con el transparente alias de S. P. Eagle, temía ser detenido por moroso. También tenía un problema con su esposa, Lynne, por falta de un acuerdo económico para firmar el divorcio. La confluencia de ambas circunstancias le había impedido entrar en su propio hogar: temía ser arrestado en él y la mansión estaba inhabitable por los destrozos causados por la señora de la casa. Así que el productor se había instalado en el Beverly Hills Hotel, cerca de su hogar.
«Sam no hacía más que decirnos que fuéramos a su fiesta», relataba Budd. «Nosotros sabíamos que tenía graves problemas con El hechizo de Melba y con United Artists. Pero no estaba dispuesto a que esta circunstancia aguara sus ganas de diversión, y recibía invitados continuamente. Nosotros, en cambio, no nos movíamos de nuestra suite. Íbamos en albornoz, porque estábamos muy desmoralizados», explicaba el guionista.
Una noche, Spiegel apareció en la puerta de sus vecinos y preguntó: «¿Os pasa algo?». De inmediato, Schulberg y Kazan, animados por la cantidad de alcohol que habían ingerido y por una irritación igualmente abundante, lo agarraron de un brazo cada uno y le hablaron de su proyecto, por el que nadie había mostrado interés en Hollywood. Sam, que tenía un olfato infalible para detectar materiales prometedores, citó a Budd en su habitación a primera hora del día siguiente para tener una pequeña charla antes de salir hacia el aeropuerto.
A las siete en punto de la mañana, Schulberg se abrió paso entre los restos de la juerga nocturna hasta el dormitorio de Spiegel. El productor «yacía inerte en la cama, como en una capilla ardiente», recordaba el novelista. «Como no tenía mucho tiempo antes de que saliera el avión, empecé a hablar en tono vacilante. Pero a medida que desgranaba las desventuras portuarias de Terry Malloy, la fuerza de la historia empezó a emocionarme».
Cuando Budd finalizó su relato, no hubo respuesta en largos minutos. «Entonces algo se agitó levemente debajo de la manta. Desde la almohada surgió un murmullo: “La haré. Haremos la película”». Unas horas después, Spiegel partía hacia Nueva York con el guión de La ley del silencio guardado en su maletín.
«La película no habría salido adelante sin Sam, y decir eso es un elogio para cualquier persona», dijo Kazan. «Nada le arredraba. Eso es lo que más me gustaba de él. Era valiente. Tenía un coraje animal para lo que decidía hacer».
Para poner en pie La ley del silencio, Spiegel trasladó las oficinas de su productora, Horizon Pictures, de Los Ángeles al 424 de Madison Avenue, Nueva York. La producción quedó en manos de una filial: Horizon-America. Pero sólo la Columbia se ocupaba de enviar los informes semestrales y de pagar los derechos.
Cuando supo que Spiegel iba a participar en la empresa, el representante de Kazan se echó a reír: «¡Cuidado con él!», advirtió. «Tiene métodos que no habrás visto nunca». Pronto descubriría cuánta verdad había en estas palabras.
Schulberg atribuía a Spiegel una enorme inteligencia narrativa. No en vano, la idea de cambiar el motivo principal de la historia, antes centrada en la denuncia de la corrupción portuaria por parte de un periodista camuflado, había partido del productor. «Sonaba a tópico, Sam tuvo la idea de hacerlo más contenido», explicaba Betty Spiegel, su tercera esposa. «En vez de introducir un personaje externo, hicieron que uno de ellos cambiara de actitud cuando matan a su hermano».
Schulberg entendía la importancia que Spiegel concedía a la estructura del guión, pero a medida que pasaban los meses aumentaba su impaciencia. «Tenía ganas de matar a Sam. Lo pensé seriamente», confesaba el guionista, cuya implicación en el proyecto era tan emocional como económica (había hipotecado su finca de Pennsylvania para sacar adelante la película). Fueron los tejemanejes del productor los que agotaron su paciencia. «No podía hablar a las claras, era incapaz; tenía que ir intrigando por ahí», se quejaba el guionista. «Lo de conspirar y enemistar a las personas era algo consustancial a su personalidad. No sé dónde empezó todo aquello, aquel juego del gato y el ratón».
Cada vez que Budd se ausentaba para ir al cuarto de baño, a su regreso encontraba a “Buda” (apelativo que Kazan había dado a Spiegel) susurrando al oído del director. «A la octava o novena vez, exploté. Le dije: “¿Qué coño murmuráis? ¿Qué secretos tenéis que no pueda saber yo? Esto forma parte de mí, me estoy quitando la comida de la boca por esto, me estoy dejando la piel. No sé qué podéis estar ocultándome”. Estaba sufriendo mucha presión, y acabé diciendo: “No puedo seguir”».
Después de aquel estallido, Kazan intentó apaciguar a su amigo. Gadg (el apodo que adquirió el cineasta en sus tiempos de ayudante de regidor) se disculpó y dijo: «Tienes toda la razón. Cada vez que tú te das la vuelta, Sam se acerca a mí y empieza a susurrarme al oído, y casi siempre son cosas que no puede decir delante de ti». Pero también añadía: «Tienes que tener presente una cosa, en Hollywood nadie quería hacer nuestra película, él nos salvó».
La ira de Schulberg dio lugar a un suceso que ya forma parte de la leyenda. A las tres y media de una madrugada, la esposa del guionista le sorprendió afeitándose.
Cuando le preguntó qué pretendía hacer a aquellas horas tan intempestivas, Budd contestó: «Me voy a Nueva York… a matar a Sam Spiegel».[3]
Desde La reina de África, su primer contacto con el éxito internacional, Spiegel era otra persona. Adquirió seguridad creativa, y esto le llevó a concentrarse en su función de productor. Se había endurecido: aprendió el método de dividir para vencer, separar al director del guionista y al director del actor. Y su forma de tratar al equipo también era distinta; el hombre antes conocido porque respetaba a sus técnicos ya no tenía tiempo para ellos.
En La ley del silencio, esta situación era evidente. Schulberg y Kazan habían sufrido juntos. «Los problemas nos habían unido para siempre», dijo el guionista. Sam era el forastero en el trío, y se vio impelido a cambiar las tornas. Con Elia, un hombre que se definía a sí mismo como “falso”, no le costó gran esfuerzo. Por eso, cuando el productor puso en práctica su máxima de “divide y vencerás”, eligió al director por encima del guionista.
Se peleaban, pero se entendían bien. Se parecían en algunos aspectos y había camaradería entre ellos. Criticón por naturaleza, Kazan hablaba pestes del productor, pero éste recordaba la época en que trabajaron juntos como «una de las más felices de mi vida». Era un elogio sincero; de todos los directores con los que trató, Elia fue siempre su favorito.
Lo cierto es que Spiegel causó una honda impresión en sus dos colaboradores. «Gadg y yo estábamos siempre hablando de Sam», admitía el novelista. «Era un catalizador interesante. Conseguía fascinar a las personas más inteligentes y preparadas». Pero Kazan, como era habitual en él, se negaba a reconocer que estuviera “fascinado”. Prefería describirse como un hombre obligado a mantener las distancias. «Con Sam no se podía uno aliar», reflexionaba, «porque te sentías manipulado a todas horas. Acabó siéndome indiferente».
Su modus operandi contenía otro elemento esencial: los propósitos ocultos. «Como todos los buenos negociadores, Sam lo mantenía todo en secreto», escribió Kazan en sus memorias. Tampoco le faltaba poder de persuasión.
Cuando surgió el nombre de Marlon Brando, el director admitió que era un buen candidato. El actor había rechazado en dos ocasiones el papel de Terry Malloy, el estibador poco brillante que, por una extraña mezcla de conciencia y afán de venganza, se alza sobre el grupo para acabar con la tiranía del sindicato corrupto. La primera vez, Schulberg insistió en enviarle de nuevo el guión, intercalando ahora pedacitos de papel entre las páginas, un truco que decía haber aprendido en sus días en la Oficina de Servicios Estratégicos, durante la Segunda Guerra Mundial. Se lo devolvieron con los marcapáginas intactos.
Kazan sugirió que su testimonio ante el Comité Anticomunista podría haberle enemistado con Marlon, opinión que compartía el representante del actor, Jay Kanter. Pero Spiegel desechó estas consideraciones con su energía característica: el nombre de Brando garantizaba una buena taquilla y, quizás también, un acuerdo más interesante que el apalabrado con United Artists, que sólo había comprometido 500.000 dólares en el proyecto. El productor persiguió implacablemente a Marlon, deteniéndose sólo para prometer el mismo papel a Frank Sinatra.
Cuando Brando dio nones al proyecto por segunda vez, Schulberg y Spiegel estaban en casa de Kazan. Corría el mes de agosto de 1953. El trío celebró una breve reunión y en el curso de la misma decidieron llamar a Sinatra. «Frankie se había criado en Hoboken, hablaba la jerga de Hoboken a la perfección, y sería fácil trabajar con él», aseguraba el director. También ayudaría a reforzar el proyecto desde el punto de vista comercial. Sinatra acababa de ganar el Oscar al Mejor Actor Secundario por De aquí a la eternidad y era el actor de moda. Pero tenía otros compromisos. Según su agente, el artista no quedaría liberado hasta el mes de noviembre, antes de incorporarse al rodaje de otra película para la Twentieth Century Fox. «No vale la pena arriesgarse a que nos lo quiten a mitad de rodaje», le dijo Kazan a Spiegel. Dos meses más tarde, cuando Sinatra ya parecía confirmado, el director recordó al productor la existencia de aquellos “genios de producción” que habían intentado meterle prisa y no lo habían conseguido.
También enviaron una copia del guión a Montgomery Clift, pero el director parecía inclinarse por Paul Newman. «Es un candidato magnífico, guapo, duro, sexy y algo turbulento en su interior», afirmaba. «Se parece muchísimo a Marlon Brando».[4] Kazan pidió a Karl Malden que filmara junto a Newman una escena ajena a La ley del silencio, como demostración de su trabajo para Spiegel. El joven actor eligió una secuencia de Lilliom y, para completar el pequeño reparto, a unajoven actriz con la que creía tener buena química: Joanne Woodward. «Paul estaba nervioso», recordó Malden, «sabía que se jugaba mucho, pero a mí me pareció que él y Joanne hicieron un trabajo soberbio». Sam, en cambio, vio la escena y no expresó reacción alguna; el productor aún no había renunciado a Brando.
Según Jay Kanter, representante del actor, «a Marlon no le gustaba trabajar. Siempre estaba pensando en maneras de evitarlo». Entonces, según el recuerdo de Schulberg, el padre del astro llamó a Kanter, mientras Sinatra se hacía pruebas de vestuario. Su hijo tenía que trabajar. Dijo: «¿No tienes nada por ahí que te parezca apropiado para él?». En aquella época, claro, la gente perseguía a Brando para ofrecerle todo género de cosas. Era el cabeza de serie de los jóvenes de su generación. Mencionaron de nuevo el guión de La ley del silencio. El actor lo rechazó, pero preguntó si habían repartido el papel. Kanter llamó a Spiegel para enterarse. «Sam preguntó por qué, aunque lo sabía muy bien», recordaba el representante.
En aquella época, Marlon vivía en un edificio de apartamentos llamado Carnegie Hall, en la Habitación 867, en la calle 57 Oeste. «Nos acercamos al despacho de Spiegel», dijo Schulberg. «Los dejé allí, juntos. Después, Sam arregló una reunión entre Marlon y Kazan».
Según cuenta la leyenda, Brando se encontró un día a Spiegel, a las tres de la madrugada, en el Stage Delicatessen de la Séptima Avenida. Durante aquella reunión, supuestamente, el productor aseguró al actor: «Esto no tiene que ver con cuestiones políticas. Aquí lo que importa es tu talento, tu carrera». Puede que dijera esto último, pero, ¿Sam en un local de bocadillos a las tres de la mañana? El productor era un sibarita, y tampoco era un hombre de sobremesa, salvo cuando jugaba a las cartas. Si Marlon le hubiera citado en aquel local, Spiegel habría acudido, pero su presencia en el establecimiento no podía ser casual a aquellas horas de la madrugada.
Veinte minutos después, el productor se levantó y llamó por teléfono a Kazan, pidiéndole que acudiera al local para hacer las paces. Cuando el cineasta llegó, habló, mientras Brando callaba, de cómo había luchado para conseguirle el papel de Stanley Kowalski en Un tranvía llamado Deseo, contra los deseos de David Selznick, que quería a John Garfield. Elia señaló que La ley del silencio era una película importante, que el guión de Schulberg era el vehículo perfecto para él. Sin cambiar la expresión, el actor accedió a considerar la propuesta.
«No pude evitar preguntarme», reflexionó Karl Malden, «si tanto hablar de dar a Paul Newman o a Frank Sinatra un papel que en el fondo sabía que le pertenecía a él fue lo único que hizo falta para que Marlon olvidara sus ideas políticas y siguiera sus impulsos de intérprete. En realidad era muy sencillo. ¿Cómo dejar escapar un personaje como aquél?». En cualquier caso, Brando aceptó protagonizar La ley del silencio a cambio de un salario de 150.000 dólares. Como aquella cifra representaba una buena parte de los gastos de la producción, el abogado de Spiegel le ofreció una suma inferior más un porcentaje de los beneficios de taquilla; Kazan se llevaría el veinticinco por ciento, Schulberg el diez, y si la cosa funcionaba, las condiciones porcentuales que el actor podría obtener serían considerablemente más interesantes que un sueldo único. Era una producción de bajo presupuesto, ¿por qué no arriesgarse?
«Pero Jay Kanter no quiso aceptar menos», recordó. «Era como todos esos representantes de la MCA, que van vestidos de negro, imitando a Lew Wasserman [presidente de la agencia]. Dejó muy claro que no querían beneficios. Se equivocaron, estoy seguro de que Brando se arrepintió más tarde».
No acabaron ahí las exigencias del astro. Mientras se redactaba el contrato, puso otra condición: puesto que el rodaje tendría lugar en los muelles de Hoboken, quería las tardes libres a partir de las cuatro. Cuando el plan de rodaje incluyera tomas nocturnas, volvería al plató por la noche; pero en caso contrario, sus sesiones de psicoanálisis eran intocables. Era una condición sorprendente incluso para los usos de Hollywood, pero Spiegel y Kazan la aceptaron.
A sus exigencias, Marlon añadió un favor que le fue concedido. Su amigo Carlo Fiore, con la ayuda financiera y moral del actor, acababa de someterse a una cura de desintoxicación de la heroína y buscaba un trabajo seguro. Brando pidió que le contrataran como su doble y entrenador de diálogos. Fue un convenio hecho a la medida de Fiore que le mantuvo a flote durante varios años.
Sam tenía una expresión —«es actor»— que utilizaba con intención peyorativa. Respetaba poco a los intérpretes, salvo algunas excepciones. Entre los de la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial, Brando era su favor ito. Era un artista impredecible, marcado por un magnetismo de animal enjaulado; el divo perseguido por un público cada vez más numeroso, con el que mantenía una compleja relación de amor-odio. El productor comprendía estas peculiaridades y mimaba a los grandes talentos. «Sam le tenía mucho cariño a Marlon», afirmaba Betty Spiegel. «Siempre pensó que era mucho más inteligente de lo que creía la gente».
El problema ahora era Sinatra, cuya elección ya había sido anunciada a bombo y platillo. Frankie, al enterarse del cambio de situación, montó comprensiblemente en cólera y amenazó con demandar al productor y al estudio por una cantidad desorbitada. Sus representantes consiguieron calmarle hasta cierto punto, pero el cantante volvió a la carga con una exigencia: «Si no puedo hacer el protagonista, quiero el papel del cura».
«Cuando me enteré», contó Malden, «pensé que ya podía despedirme del Padre John. Por suerte para mí, Kazan cumplió su promesa y, después de mucho gritar y mucho discutir, incluso Sam Spiegel se plegó a los deseos de Elia. Me dijeron, aunque no sé si es verdad, que para aplacar a Sinatra, Sam le regaló un cuadro magnífico, de calidad museística, por supuesto».
Con Brando en el bote, el productor se desembarazó de United Artists y firmó un acuerdo con Columbia, que ya había rechazado la película en dos ocasiones. El presupuesto pasó de 500.000 a 880.000 dólares, y Spiegel obtuvo el cincuenta por ciento de los beneficios y el control de todos los derechos suplementarios. Según Leo Jaffe, directivo del estudio, Sam «peleó como un tigre por cada centavo que se le debía».
Harry Cohn, presidente de Columbia, no participó en el trato. «El estudio no tenía nada que ver con las producciones de Nueva York», explicaba Paul N. Lazarus, director de publicidad de la major. «Era una unidad de contraproducción que a Cohn no le gustaba ni aprobaba especialmente».
Toda la producción de La ley del silencio en general, y el equipo artístico en particular, desprendía un aroma decididamente neoyorquino. Kazan había recurrido a su cantera particular, el Actors Studio: Karl Malden, Rod Steiger, Lee J. Cobb, Rudy Bond, Martin Balsam, Leif Erickson, Anne Hegira y, en el último momento, Eva Marie Saint. Los técnicos también procedían de la Costa Este: Boris Kaufman, director de fotografía; Charlie Maguire, ayudante de dirección; Anna Hill Johnstone, figurinista; y George Justin, director de producción. Leonard Bernstein fue contratado más tarde para componer la partitura musical.
La búsqueda de la actriz que había de interpretar a Edie Doyle fue especialmente laboriosa. Se trataba de encontrar un personaje que resultase ajeno a los que componían el duro vecindario del filme; Edie había vivido siempre en internados católicos, alejada del ambiente portuario. Malden conocía los requisitos que buscaba el director y recordó a una colega con la que había interpretado una escena en el Actors Studio. «Su nombre», decía, «era perfecto: Eva Marie Saint». El actor le habló de ella a Kazan, pero éste no la conocía.
Previamente, Spiegel había sacado el papel al mercado. Decidido a añadir otro nombre conocido al reparto, había ofrecido el personaje de Edie a Jennifer Jones y a Grace Kelly, pero ambas rechazaron la oferta.
Al cabo de una semana, el director pidió a Malden que dedicara unos días a ensayar con dos jóvenes actrices, Eva Marie Saint y Elizabeth Montgomery, una por la mañana y otra por la tarde. Karl realizó aquel trabajo durante tres o cuatro días, hasta que Kazan le dijo que podía dejarlo; había tomado una decisión. La ley del silencio se convirtió en la primera película de Eva Marie Saint.
Para Malden, Saint era la opción ideal: «Si el cincuenta por ciento de un personaje es la primera impresión, yo entendía y suscribía la decisión de Elia. Eva tenía pinta de chica educada por monjas, de haber sido protegida de las cosas más crudas de la vida. Liz Montgomery, que también era una buena actriz, parecía exactamente lo que era: una chica de Beverly Hills, con toda la seguridad en sí misma que le había dado una educación privada».
Lee J. Cobb, el actor que interpretaba al sindicalista corrupto Johnny Friendly (un personaje basado en el mafioso Albert Anastasia), no fue elegido, quizás, únicamente por su talento; sino también por haber sucumbido a la amenaza de la “Lista Negra” y revelado nombres de simpatizantes comunistas, como habían hecho Kazan y Schulberg. Brando se veía así acompañado no de uno, sino de tres “colaboracionistas”. Sin embargo, Marlon no emitió queja alguna cuando todos los actores se reunieron para ensayar en el Actors Studio, a principios de noviembre de 1953. En apariencia, estaba todo arreglado. «Elia había puesto las cartas sobre la mesa», explicó Malden. «La semana anterior, Marlon había estado en su despacho. Cerraron la puerta para que no les oyeran, pero sé que hablaron».
Sam Shaw, un fotógrafo amigo de Brando, recordaba de manera diferente la situación. Por las noches, «Marlon no quería hablar de Gadg; le dolía demasiado. Elia seguía siendo su “padre” y él se debatía con ello. Creo que lo que pasaba en realidad era que simplemente quería hacer la cinta».
El plan de rodaje era de treinta y cinco días. Kazan sabía que, pese al incremento presupuestario, éste era un calendario sumamente apretado. Y para colmo, Spiegel insistía en reescribir el guión. Día tras día aparecía en su suite del St. Regis Hotel, donde tenía encerrados a Kazan y Schulberg, para pedir que revisaran el texto una vez más. El productor seguía exigiendo un esfuerzo suplementario; el guión necesitaba más tensión, más movimiento, mayor concisión. Cuando llegaran a las localizaciones, recordaba, no habría tiempo para reescrituras.
En coherencia con el carácter documental del material original, el rodaje de La ley del silencio se llevó a cabo en las calles y muelles de Hoboken, New Jersey, donde transcurre la acción. Además de denunciar las prácticas corruptas de los sindicatos portuarios, la película debía reflejar fielmente la lucha cotidiana de los estibadores por el trabajo y la dignidad.
La filmación arrancó el 17 de noviembre de 1953, bajo unas condiciones meteorológicas de frío polar. Kazan reunió a su equipo y se dispuso a trabajar, pero Spiegel se pavoneaba por el plató como un príncipe por sus dominios. Flanqueado por el alcalde y el comisario de policía de Hoboken, decidido a salir en los periódicos, el productor conmemoró el comienzo del rodaje a beneficio de fotógrafos y reporteros.
Cada cierto tiempo, Sam se dejaba caer por las localizaciones para comprobar cómo progresaba su película. Se presentaba en el set a bordo de su limusina, enfundado en un grueso abrigo de piel y guantes de cuero, y dando delicados rodeos para evitar los charcos, con objeto de que no sufrieran ningún daño sus finísimos zapatos de piel de cocodrilo. Kazan intentaba explicarle que aquella ostentación de riqueza resultaba ofensiva para todos los estibadores de Hoboken que trabajaban como extras, combatiendo el frío con chaquetas endebles. «Le llamaban “el cabrón judío”», decía el director. «Creo que si no hubiese sido por mí, allí hubiera habido violencia».
Pero Spiegel no parecía entenderlo. Un día, Kazan decidió paralizar el trabajo y anunció: «No pienso rodar un fotograma más hasta que abandones este plató». El productor sí comprendió aquellas palabras: significaban dinero. Volvió a su acogedora limusina y las cámaras comenzaron a filmar de nuevo.
Aunque Spiegel se entrometía continuamente, causando toda clase de trastornos y disensiones, mantenía la distancia física. «Comprendía perfectamente que estar en el set era responsabilidad de Gadg, cosa que no le gustaba», decía Schulberg. Lo veían divirtiéndose en el 21 Club o en el Stork Club, para luego, ocasionalmente, hacer su entrada triunfal en el plató, rubia en ristre.
Una noche, tras una larga jornada, los técnicos iniciaron un conato de motín. «Charlie McGuire llamó a Sam, que estaba en el 21 Club», continuaba el guionista. «Fue una escena maravillosa, digna de una película; llegó en su limusina, con su abrigo de piel de camello y sus zapatos de piel de cocodrilo. Los hombres estaban helados, agotados y enfadados. Empezó a soltar un discurso. “Os tenía por profesionales, no puedo permitir que pase nada en el plató. Tenéis que cumplir con vuestra obligación. ¿Me he expresado con claridad?”. Con ese acento suyo maravilloso, pero en ese tono apasionado».
Kazan no digería bien estas injerencias, aunque las soportaba con resignación. Resignación que desapareció el día que se enteró de que Sam estaba enfadado porque el rodaje se demoraba. «Gadg se puso como una furia», explicaba Schulberg. «Dijo: “¡Qué hijo de puta! Voy a prohibirle la entrada al plató”. Yo le contesté: “Ten presente una cosa, Sam fue el único que…”. Gadg contestó: “Joder, vale, vale”».
Al comprobar que Elia se negaba a hablar con él, Spiegel empezó a telefonear a Schulberg a altas horas de la madrugada. «Sam me llamaba y decía: “Budd, te lo digo en serio, tenemos poco presupuesto, nos vamos a quedar sin dinero. Tienes que meterle prisa a Gadg”». Sam Spiegel insinuaba que si no apretaba el paso, Elia Kazan podía ser apartado de La ley del silencio. En la década de los sesenta, en el transcurso de una conversación mantenida con Warren Beatty, iniciada con superlativos elogiosos, el cineasta acabó con un: «Spiegel es un mentiroso; si repites lo que he dicho, lo negaré».
En los primeros días, el rodaje contó con la presencia de algunos vecinos del lugar, “gorilas” mirones rápidamente transmutados en mitómanos encandilados; aquí y allá aparecían estribadores jugando con sus ganchos de descarga. Todo el mundo sabía que los jefes de los sindicatos habían enviado a sus secuaces a vigilar el asunto. Se había corrido la voz de que la película no iba a favorecer la imagen de la mafia portuaria, y ésta podía anular permisos en cuestión de minutos. El director y sus hombres se pasaban un día trabajando en un parque; pero al volver al mismo lugar a la mañana siguiente, se encontraban con que tenían que trasladarse porque les habían revocado el permiso de filmación. En consecuencia, Kazan tenía que lanzarse a la búsqueda de otra localización similar.
También las propiedades privadas presentaban dificultades. Para llegar a la azotea donde Terry Malloy tiene sus palomas, el equipo tuvo que subir cinco pisos de escaleras con el material a cuestas. Cuando descubrieron que un edificio contiguo contaba con ascensor, pagaron por utilizarlo. Luego, para llegar al lugar de rodaje, debían cruzar el tejado de un edificio intermedio. En el segundo día de filmación en este set en las alturas, el dueño del segundo inmueble apareció enfurecido: «¡No pueden cruzar mi azotea!», aulló. Sólo una compensación económica por el privilegio de atravesar su propiedad aplacó la ira del sujeto.
Lo peor, sin embargo, era la ausencia de seguridad. A Kazan le habían puesto un guardaespaldas (el hermano del comisario de policía), temiendo que su integridad física peligrase. «Algunos matones —tres o cuatro tíos— agarraron a Gadg en la pausa de la comida», relataba Schulberg, «y dieron orden de lanzarlo contra la tapia del muelle». El cineasta tuvo que ser rescatado por su ángel de la guarda. Durante la mayor parte del rodaje, de hecho, el equipo de La ley del silencio necesitó protección policial.
El otro gran enemigo de la producción era el frío.[5] Con desechos de madera recogidos en los muelles, los técnicos hacían fogatas en cubas metálicas que enrojecían con el calor. Entre tomas, los actores podían refugiarse en el Grand Hotel, pero con frecuencia los ensayos les obligaban a exponerse al viento durante media hora o más. En algunas escenas soltaban vaho al hablar y los ojos les lloraban. Brando decía que hacía «demasiado frío para sobreactuar», y más tarde aseguró que, en cuestión de esfuerzo físico, había sido el peor rodaje de su vida. Pese al grueso y largo abrigo que había hecho suyo, en ocasiones había que sacarle a rastras al exterior. Con la cabeza descubierta y su alzacuellos sacerdotal, Karl Malden resistía estoicamente la adversidad meteorológica, pero Eva Marie Saint llevaba prendas térmicas bajo su vestido.
«La filmación de La ley del silencio fue brutal», recordó Karl. «Creo que nunca he hecho una película donde el frío fuera tan crudo, tan insoportable. No sólo un día o dos, sino durante todo el tiempo. Cuando llegaba el momento de hacer una toma, nos costaba muchísimo alejarnos de las estufas de leña que estaban esparcidas por todo el plató».
Fue, efectivamente, un rodaje muy duro. Y los horarios de Marlon tampoco ayudaban a avanzar, pues su contrato le daba derecho a marcharse pronto por las tardes para ir al psiquiatra. Kazan, por el contrario, no pensaba en condiciones contractuales; tenía conciencia de equipo y nunca abandonaba a sus hombres. El director sufrió como uno más en los muelles de Hoboken, bajo el frío polar y el viento cruel.
A la hora de preparar su papel, Malden no ahorró esfuerzos. El actor pasó once días en compañía del Padre John Corridan, el cura jesuita de los muelles de Nueva York. Llegaba cada mañana a su iglesia, situada en las proximidades de la “Cocina del Infierno”, en la orilla del río Hudson, y comía con él en un bar. Observó que al párroco le gustaba regar los almuerzos con cerveza en abundancia, y supo que no podía mostrar al personaje como un beato moralista. El mismo Corridan se lo pidió: «Karl, no me presentes como un cura. Preséntame como un hombre».
El Padre John era un personaje fascinante. Un consejo suyo a un estibador —que se presentara a trabajar pese a carecer de una identificación exigida ilegalmente— le había costado una paliza al obrero. A la mañana siguiente, el sacerdote se dirigió a los muelles, se subió a una caja y pronunció el sermón que se convirtió en la inspiración de La ley del silencio (en la película, el estibador moría de la paliza propinada por los matones de la mafia portuaria).
«Yo sabía que este discurso podía convertirse en uno de los epicentros de la historia», explicó Karl. La noche anterior al rodaje de la secuencia, Kazan pidió al actor que ensayara la escena para él, en privado. Malden repitió el discurso tres veces, hasta que el director quedó satisfecho, aceptando su decisión de acelerar el ritmo del parlamento. Por la mañana, Karl supo que la noche anterior había salvado su escena: Sam Spiegel pretendía reducirla a la mitad, para evitar que el público se aburriera. Cuando se aseguró de que la dramática alocución no resultaría pesada, Elia pudo dirigirse al productor blandiendo los argumentos de su defensa.
Para aligerar la secuencia, el cineasta decidió aderezarla con planos de reacción y con un recurso narrativo: pidió a los estibadores que trabajaban como extras que, en lo más acalorado del discurso, arrojaran objetos contra Malden. Después de probar con un bote de cerveza de goma que no daba el pego, Kazan le tendió al ayudante de dirección Charlie Maguire una lata de verdad llena de agua hasta la mitad. «No voy a tirarle eso», dijo el confuso Maguire.
Al comprobar que nadie se prestaba voluntario, el propio Elia tomó la lata y se encaramó a una escalera de mano desde la que Karl ofrecía un buen blanco. Unos segundos después, el actor lucía un gran corte en la frente. «Pero», dijo Malden, filosóficamente, «¿qué es un poco de sangre para un cura del puerto que fuma y bebe? La considero una de mis más honrosas heridas de guerra».
Brando también fue muy concienzudo en la preparación de su papel de boxeador. Aunque durante el rodaje de Un tranvía llamado deseo se hizo amigo del mítico Rocky Graziano, hasta ahora sólo había interpretado a un púgil en una producción televisiva que nunca llegó a emitirse. Los productores habían contratado a profesionales como Tony “Dos Toneladas” Galento para dar credibilidad a la cinta.
Roger Donoghue, un peso semipesado recién retirado, se incorporó al rodaje como profesor particular de Marlon. A diferencia de otros boxeadores, Donoghue era capaz de expresarse con fluidez. En el gimnasio Stillman’s, en el Actors Studio, en las azoteas de Hoboken, él y Brando practicaron ganchos, golpes y jabs casi por diversión. Al entrenador le llamó la atención la capacidad de concentración de su alumno, su atención a los detalles más insignificantes. «A veces decía: “Roger, antes no lo has hecho así”. Cuando cambiaba el juego de piernas, se daba cuenta enseguida», recordaba Donoghue. «Le gustaba hacer combinaciones, y yo le enseñaba a mover el tobillo izquierdo antes de arrastrar el derecho, para conservar el equilibrio. Era buenísimo… siempre me estaba estudiando».
Otra fuente de inspiración en el proceso de construcción del personaje de Terry Malloy fue el gigantesco Al Lettieri, un golfillo del Village que acabó convirtiéndose en actor secundario y llegó a interpretar el papel de Sollozzo en El padrino. Este curioso personaje moriría alcoholizado a los cuarenta y ocho años, pero por el momento ¡sólo! le daba a la heroína.
Lettieri solía llegar al plató acompañado de un guardaespaldas de la Mafia. Marlon era enemigo acérrimo de las drogas, pero le fascinaba la “autenticidad” del delincuente. Gracias a él compuso gran parte de la escena del «Yo podría haber llegado a algo», basándose en el cuñado de Lettieri, un mafioso que una vez le puso a Al una pistola en la cabeza y le dijo: «Tienes que dejar el “caballo”. Cuando estás colocado hablas demasiado, y vamos a tener que matarte». Para Brando, aquella historia era como literatura callejera, algo que tenía que absorber.
Una vez más, Marlon iba estampando su sello en un personaje que daría la medida de su inmenso talento.[6] En la escena en que Terry camina por el parque con Edie Doyle, el actor hizo uso de su inteligencia instintiva. Eva Marie Saint no conseguía justificar el hecho de que su personaje se detuviera a hablar con Terry Malloy; no lo encontraba natural en ella. Mientras comentaba el problema con Kazan, Brando le dijo: «Quítate los guantes y mientras andamos, tira uno». En la siguiente toma, la actriz dejó caer un guante y su compañero lo recogió sin pensarlo, sin dejar de hablar. Este sencillo gesto expresaba mejor que el diálogo más elocuente la magnitud del afecto que el boxeador empieza a sentir por la chica.
«Cuando Marlon recogió el guante y se lo puso en la mano, aquello se convirtió en el catalizador para que yo me quedara en la escena», explicó Eva Marie. «Antes me sentía incómoda, deshonesta, me preguntaba por qué estaba hablando con él, pensaba que tenía que irme. Ahora que él tenía el guante, yo quería recuperarlo, y eso me daba una razón para quedarme».
Inteligente y universitaria, Saint había trabajado en montajes teatrales y producciones televisivas. Sin embargo, al final de la primera semana de rodaje, se sentía enormemente intimidada. «Toda esa gente mirándome: los técnicos, los que están detrás de la cámara», recordaba más tarde. «Me daba cuenta de que esto era una película. En mi primera escena, estaba con Marlon en la azotea y nos teníamos que besar. Kazan hablaba conmigo como siempre hablaba con los actores, muy bajito, diciendo: “Estás aterrorizada, Eva. Eres una chica católica, no estás acostumbrada a ver a un hombre de noche”. Y yo pensaba: “Gadg, no me hables de estar asustada. Estoy tan muerta de miedo que voy a salir corriendo de un momento a otro”».
El ritmo de trabajo era brutal. «Nunca podías leer, ni escribir cartas ni llamar a tu representante», comentaba la actriz. «Si íbamos a hacer una escena en una hora, y Gadg estaba trabajando con Karl o con Rod Steiger, no nos sentábamos a hablar de la vida, nos poníamos a repasar los textos. Paraban de rodar y empezaban a preparar los primeros planos, y Kazan se acercaba a nosotros y se quedaba escuchándonos, veía lo que habíamos hecho, hacía sugerencias, y luego se iba a terminar la escena. Rod y Karl terminaban y empezábamos nosotros».
Brando se dio cuenta de que a Saint le aterraba el hecho de verse integrada en un grupo de actores veteranos, en una película que se estaba rodando en el puerto de Nueva York, en unas condiciones de frío polar. Marlon colmó de atenciones a su compañera, comió con ella todos los días, le dio ánimos, y se hicieron inseparables. Aunque su experiencia era muy superior, se comportaba menos como un profesor que como un compañero de viaje. Todas las mañanas, los dos se desplazaban hasta Hoboken en metro.
«Marlon era un hombre enormemente sensible hacia todo lo que había a su alrededor», declaró Eva. «Era como una herida no cicatrizada. Su personalidad no se filtraba nunca en el personaje que estuviera interpretando, sino que el personaje se convertía en parte de él. Cuando otros actores se meten en el papel, les pasa algo en los ojos; se les ponen grises y vidriosos, como una serpiente antes de mudar la piel. Hay un momento en que los actores empiezan a actuar. Marlon no. Él era Terry Malloy».
Según Kazan, Brando «se había involucrado con la película, lo que no es lo mismo que estar comprometido». La intensidad de su inmersión en aquel personaje entre duro y femenino hacía pensar al director que Marlon «estaba trabajando con algo que, hicieras lo que hicieras —te apartaras, dejaras de mirarlo, lo trataras con cuidado— seguía estando allí, fuerte y emotivo».
La realidad de esta afirmación se hizo irrefutable durante el rodaje de la célebre escena del taxi, cuando Terry se lamenta ante su hermano Charley de su fracaso profesional. Aquella mañana, la situación era caótica. Habían pensado rodar en un taxi de verdad, con tráfico real, pero Spiegel vetó el plan por cuestiones económicas (Sam tenía fama, absolutamente merecida, de ser un gran tacaño). El productor prometió conseguir el armazón de un vehículo y material de retroproyección, pero sólo cumplió en lo respectivo al coche. Kazan y su ayudante, Charlie Maguire, tuvieron que improvisar.[7]
«Como Spiegel nos había jodido bien, dije que tendríamos que utilizar un procedimiento de pobres», explicaba Maguire. «O sea, proyectar un fondo, poner la maqueta del taxi delante y refotografiar las dos cosas como si estuvieran circulando en el coche de verdad. Pero gracias a Sam, tampoco teníamos las imágenes de fondo. Por eso pensamos: estamos rodando en estudio, vamos a poner una persiana en el cristal trasero, como esos DeSotos antiguos que tenían las ventanillas muy estrechas. Están en las calles oscuras de Hoboken. No habría mucho que ver; o sea, que podríamos simularlo».
Un grupo de técnicos sacudieron el coche y pusieron varas y cepillos delante de los faros. Un electricista hacía girar estos artilugios para simular las luces delanteras de un automóvil que se dirigiera hacia el de los protagonistas, proyectando sombras sobre las caras de los actores.
Combinando estas argucias con planos frontales, el resultado fue mejor de lo esperado. Pero había otro problema: el rígido horario de trabajo de Brando. A media tarde la escena estaba casi terminada, pero faltaban los primeros planos de Rod Steiger, que habían quedado para el final. La poca simpatía que se tenían Marlon y Rod y los “arrebatos” de ira de éste no ayudaron a solucionar el problema.
Usualmente, cuando llega el momento de rodar primeros planos, los actores suelen quedarse en el plató para dar la réplica fuera de campo al compañero que está trabajando ante las cámaras. Pero cuando Steiger se dispuso a hacer su escena, Brando había desaparecido. Por tanto, el actor se vería obligado a recitar sus últimas frases delante de un auxiliar que leía el texto de Marlon. Rod nunca le perdonó aquella violación del protocolo profesional.
«Steiger le gritaba a Gadg: “Estoy harto de que le lamas el culo a Brando, de que le des gusto en todo”», explicaba Schulberg. «Era como si Marlon se lo hubiera quedado todo, como si Rod estuviera perdido». Kazan pensaba que no tenía por qué disculparse, pero hizo una concesión: se encargó personalmente de darle la réplica a Steiger fuera de cuadro. Para Brando, sin embargo, el problema iba mucho más allá de su cita con el psiquiatra o de su relación con Rod.
La presión crecía desde hacía semanas. Elia había tenido la delicadeza de dejarle a su aire, de no perseguirle. Sin embargo, Marlon acabó hablando con la actriz Barbara Baxley, una amiga de su hermana Jocelyn que trabajaba por entonces en una obra de Broadway, sobre su creciente incomodidad en el rodaje. Brando criticó a Kazan por resguardarse del frío entre tomas, mientras los actores se congelaban en la calle. También habló de sí mismo, de sus dudas sobre su capacidad como intérprete; había entrado en crisis y creía estar tocando fondo. En el rodaje apenas abría la boca.
Su relación con Schulberg también se tensaba con el paso de los días. Marlon hacía lo que quería con el guión, inyectando «detalles minúsculos». Según el guionista, «cambiaba el orden de las palabras, sobre todo el final, y eso afectaba a lo que venía después. Por ejemplo, en la escena que tenía con Martin Balsam y Leif Erickson, los investigadores de los sindicatos portuarios, Marlon dijo: “¿Por qué no os perdéis, chicas?”, donde yo había escrito “muchachos”. En aquella escena le interrogaban y, en lugar de girarse hacia ellos con la mayor economía posible, hacía un parsimonioso giro en sentido contrario, la forma más lenta que había encontrado de demostrar su desprecio».
En aquel su primer rodaje cinematográfico, Balsam no entendía nada de lo que ocurría. Su asombro llegó al colmo cuando Brando empezó a improvisar. Se trataba de una escena en la que tenía que dirigirse a Erickson, un actor que medía casi dos metros. El divo soltó: «Y llévate a tu novia».
Karl Malden, un hombre curtido en sobresaltos, tuvo una experiencia similar en la escena del bar, que había sido ensayada en dos ocasiones. Al entrar en el local pistola en mano, ante Karl que intenta detenerle, Marlon empezó a rascarse la cabeza. «Me estaba robando la escena, como había hecho en Un tranvía llamado deseo», recordaba Malden. «En condiciones normales, la cámara hubiera seguido a Vivien Leigh, pero aquí le siguió a él… El chico sabe cuándo rascar. Eso es lo que me gusta de él. Otros le odian por esas cosas, porque para ellos es acaparar el protagonismo».
El rodaje continuó. El invierno de Hoboken se volvió cada vez más brutal. El cámara, Boris Kaufmann, tuvo que filmar sobre nieve de verdad, un desafío en aquella época. La tensión llegó incluso a provocar una fricción entre Brando y Saint. En una escena, a Marlon no le gustó su actuación, cuando ella no le respondió con la brusquedad y enfado que él consideraba necesarios para la situación. En un descanso entre tomas, deliberadamente y con un humor sádico, la torturó verbalmente hasta que al fin, cuando Kazan ordenó a las cámaras que se movieran, gritó, arañó y pegó a su compañero. Era lo que el actor quería, y al final, ella, Brando y todos los demás soltaron una carcajada.
Tras treinta y cinco días de trabajo agotador, el rodaje de La ley del silencio llegó a su fin a comienzos de enero de 1954. Gracias a las presiones del productor, Kazan había conseguido respetar el presupuesto, pero cuando empezó con la labor de montaje, el director no sospechaba que la película estaba destinada a convertirse en un clásico. En la Columbia, Harry Cohn sólo quería saber cuánto había costado. La leyenda dice que se quedó dormido durante la primera proyección privada.
Al cabo de varias semanas de trabajo casi ininterrumpido en la sala de montaje junto a Gene Milford, Elia hizo acopio de ánimo y gritó ante Spiegel: «¡Sam, por fin has hecho una buena película!». El director organizó un pase para los intérpretes principales. Cuando acabó el filme, Brando, horrorizado por su actuación, se levantó de su butaca y abandonó la sala sin decir una palabra. «Pensé que había fracasado estrepitosamente», decía el actor. Kazan se sintió herido: «Ni una palabra, ni despedirse siquiera». Cuando escuchó al productor hablar en tono de disculpa con el compositor Leonard Bernstein, que también asistió al pase, el director gritó: «¡Esta película es muy buena!».
Pero la Columbia tenía otras preocupaciones. Por contrato no podían impedir que Spiegel emplease a Bernstein, aunque les preocupaba verse tan relacionados con elementos izquierdistas. Por otro lado, a Kazan no acababa de gustarle la partitura del maestro. «Me están llegando reacciones muy negativas», comentó. Pese a las reticencias del director, el compositor sería nominado al Oscar por la primera (y última) Banda Sonora que escribió en su carrera para una película no musical.
Cuando La ley del silencio se estrenó en el Astor Theater de Nueva York, el 28 de julio de 1954 (la premiere en Los Ángeles se celebró el 6 de agosto), empezaron a formarse colas desde primera hora de la mañana. Al final de la primera semana, la crítica hablaba de obra maestra, de fenómeno y, por encima de todo, del trabajo de Brando. El actor obtuvo las mejores críticas de su carrera, y la repercusión consiguiente triplicó su cotización en la industria.
El “New Yorker” dijo: «Es como esas películas electrizantes que veíamos cuando la Warner vigilaba a Al Capone». El trabajo de Brando fue saludado por “Life” con el siguiente comentario: «La ley del silencio es la película más brutal del año, pero también contiene las escenas más tiernas del año. El responsable de ambas cosas es Brando». En la misma línea, Bosley Crowther afirmaba en el “New York Times”: «La ley del silencio tiene los ingredientes del más elevado arte del cine. La interpretación de Brando lo convierte en una brillante y conmovedora incursión en el alma de un estibador pobre y esclavizado. El triunfo de un hombre sobre una bestia, y sobre la oscuridad de su corazón».
Nada más debutar la película en la Gran Manzana, Kazan se marchó a Los Ángeles y empezó a preparar Al este del edén para Warner Brothers. El motín del Caine, un éxito simultáneo de la Columbia, protagonizado por Humphrey Bogart, despertó los instintos competitivos del director. Encantado, informó a Spiegel de que aquellos que habían visto los dos filmes, eligieron el suyo en una proporción de diez a uno. «Voy a poder tomarle el pelo al pobre Harry Cohn hasta volverle loco», decía en su carta a Sam. El magnate había rechazado inicialmente La ley del silencio porque «no era una película de acción».
El productor respondió que haría todo lo posible «por proteger nuestros intereses. Y por hacernos millonarios los dos… He conseguido persuadir a la Legión de la Decencia para que renuncie a los cortes». Spiegel había llegado al terreno que mejor dominaba, la promoción.
En aquellos días, Paul Lazarus, director del departamento de publicidad de la Columbia, recibió una llamada de Abe Schneider, tesorero de la delegación neoyorquina del estudio, diciendo: «Sam está sin blanca, me gustaría que le pagaras un sueldo por promocionar el estreno de la película. Negocia las condiciones». Lazarus ofreció a Spiegel quinientos dólares semanales. Pero el productor se sintió insultado. «Gasto más en propinas», respondió.
En plena fiebre triunfal, Schulberg se conmovió al comprobar que Sam había organizado un pase de la película para su padre, el ex-magnate B. P. Schulberg. Pero la luna de miel no duró mucho, como ocurría siempre con Spiegel. Esta vez, el problema estaba en su incapacidad para reconocer las cualidades ajenas. «Era mérito suyo, pero no todo», dijo el guionista.
La conducta del productor en el Festival de Venecia ilustró su actitud general. Cuando La ley del silencio fue seleccionada a concurso, Sam consideró la idea de llevarse con él a Kazan. Después, comenzó a hacer preparativos para hacerse acompañar por Marlene Dietrich. «Gadg y yo nos dijimos: “¿Cómo ha podido pasar esto?”», recordaba Schulberg. «Sam estaba navegando en un yate gigantesco, convencido de que tenía en el bote el León de Oro. No quería compartir los aplausos». Pero Venecia no fue un paseo triunfal. El festival coronó a la producción local Romeo y Julieta, de Renato Castellani. Spiegel se quedó anonadado; en privado, comentó: «¿Cómo ha podido derrotar a la mía una película como ésa?». Más tarde, aseguró que el palmarés estaba pactado.
En septiembre, cuando el productor volvió a Nueva York, se enteró de que Kazan y Schulberg se habían negado a promocionar La ley del silencio en Chicago, en protesta por los títulos de crédito. Según el guionista, el nombre de Sam Spiegel lucía al doble del tamaño natural, mientras que los suyos (los verdaderos impulsores del proyecto) quedaban completamente eliminados o reducidos casi a la mínima expresión. Budd reconocía que su nombre no atraería a los espectadores tanto como el de Brando, «pero tampoco creo que aumentar el de Spiegel llene las salas», añadió.
Adelaide Schulberg intercedió por su hijo. La madre del guionista había pagado la fianza que permitió salir de la cárcel a Sam a mediados de los años treinta, en su primera detención por deudas, en Inglaterra. Sin embargo, el productor no se paraba en tales menudencias, y no dio su brazo a torcer.
Pero nadie se enfadó tanto como Frank Sinatra. El artista tenía fama de rencoroso, y nunca perdonó a Spiegel por haberle dado “su” papel a Brando. Kazan describió así el encuentro entre Spiegel y el legendario Abe Lastfogel, representante de Frankie y suyo propio: «Nunca he oído tanto griterío entre dos gordos bajitos». El diminuto representante de la agencia William Morris consiguió «encender las mejillas de Sam, hacerle farfullar y transpirar. Creí que le daba un infarto».
Sinatra exigió cien mil dólares por la humillación, pero acabó aceptando dieciocho mil. «De los beneficios de La ley del silencio salió una sala de proyección para la casa de Frank», decía Spiegel. En 1955, el productor ya le había enviado una caja de botellas de whisky. «Esto no es una ofrenda de paz, sino una autoinvitación para compartir algunas de estas botellas en tu casa, en mi próxima visita», escribió en la nota adjunta. Pero no bastó. Frankie era un hombre implacable.
Años después, el restaurante Romanoff’s presenció un feo incidente entre Spiegel y Sinatra. El cantante estaba de un humor especialmente malo, porque había roto con Betty Bacall, con quien había decidido no casarse. El productor y su esposa Betty llegaron al local en compañía de Billy Wilder y su mujer, y de Rita Hayworth y su marido, James Hill. «Frank estaba sentado en un reservado, con dos hombres; cuando pasamos delante de ellos, Sam saludó con un “Qué pasa”», explicó Betty. El productor y su grupo pasaron al reservado contiguo, tomaron asiento y pidieron unos martinis. Sinatra asomó la cabeza varias veces y felicitó a Sam por el éxito de El puente sobre el río Kwai. Spiegel le dio las gracias, y siguió hablando con sus invitados. Frank se puso de pie y golpeó al productor en el hombro. «Oye, cuando hables conmigo, yo no soy “Qué pasa”», le espetó.
En la mesa del productor se hizo el silencio. Sinatra golpeó a Spiegel en el hombro por segunda vez. El magnate alzó la vista y dijo: «Tienes suerte de que me digne hablar contigo». Los amigos de Sam se estremecieron; el productor no era un hombre dado a la disputa directa, y menos tratándose de semejante personalidad. Los Wilder comenzaron a abuchear por lo bajini; Rita Hayworth apretó los puños y exclamó: «¡Déjamelo a mí, déjamelo a mí!» (la actriz acababa de rodar Pal Joey con Frankie y, según Betty Spiegel, no podía soportarlo). Sinatra regresó a su asiento y gritó: «¡Eh, gordo!». Spiegel se aferró al borde de la mesa hasta que le palidecieron los nudillos. Luego volvió la cabeza y dijo: «Frank, si quieres que nos veamos fuera, sin tus matones, por mi será un placer». Pero Sinatra no recogió el guante.
Cuando llegó la hora de las nominaciones a los Oscar, La ley del silencio había recaudado 9.600.000 dólares, y ganado los principales premios de la asociación de críticos de Nueva York, cuatro Globos de Oro y el León de Plata en el Festival de Venecia. La Academia distinguió a la película con doce candidaturas.
Con la nominación de Brando, Kazan no quiso correr riesgos. Schulberg y Roger Donoghue, su entrenador de boxeo, fueron enviados a Hollywood para impedir desmanes. Marlon era un experto en encrespar ánimos, y la competencia era dura; el actor se enfrentaba a dos de los hijos favoritos de Hollywood, Bing Crosby por La angustia de vivir y Humphrey Bogart por El motín del Caine. Después de sus tres infructuosas candidaturas consecutivas por Un tranvía llamado deseo, Viva Zapata y Julio César, Elia quería que su estrella tocara el cielo esta vez.
Pero las precauciones del director eran innecesarias. El habitualmente insufrible Brando se portó bien; él también quería el premio. Sólo se negó a una cosa: llamar por teléfono a Louella Parsons y Hedda Hopper, las cotillas oficiales de Hollywood. Se dice que luego dio un beso a Louella, a la que antes llamaba «la gorda», para diferenciarla de aquella otra vieja representante de cuanto, justificadamente, aborrecía de Hollywood, Hedda Hopper, que era «la del sombrero».
En la noche del 30 de marzo de 1955, Humphrey Bogart inauguró el paseo triunfal de La ley del silencio entregando el premio a la Mejor Fotografía en Blanco y Negro a Boris Kaufmann. Marlon Brando subió al escenario para anunciar el nombre del Mejor Director, Elia Kazan, quien pronunció su discurso desde el NBC Century Theatre de Nueva York. Karl Malden presentó a Budd Schulberg como ganador del Oscar al Mejor Guión Original.
Irónicamente, Frank Sinatra leyó el premio a la Mejor Actriz de Reparto; desde Nueva York, Eva Marie Saint, embarazada de ocho meses, estuvo a punto de morirse de risa, hasta que exclamó: «A ver si tengo el niño aquí». Tocaba el turno del Mejor Actor de Reparto: Rod Steiger, Lee J. Cobb y Karl Malden competían entre sí, pero las tres candidaturas dividieron el voto; ganó Edmond O’Brien por La condesa descalza. Richard Day y Gene Milford no dejaron escapar la pieza: ambos fueron premiados por su trabajo como Director Artístico y Montador, respectivamente. Seis tantos para La ley del silencio.
Cuando callaron los aplausos, sobre el escenario apareció Bette Davis[8] para entregar el Oscar al Mejor Actor. Nada más decir «Marlon Brando por La ley del silencio», el divo se sacó el chicle de la boca y corrió hacia el escenario, sonriendo de oreja a oreja. Su discurso de aceptación fue todo lo que un habitante del Medio Oeste hubiera podido esperar de él, breve, deshilvanado y difuso: «Este es un momento maravilloso, y muy extraño… De todas formas, les estoy muy agradecido». Luego se integró amablemente en los ritos posteriores, posando con la ganadora femenina, Grace Kelly (por La angustia de vivir). «¡Bésale!», gritaron los fotógrafos. La actriz contestó, melindrosa: «Creo que tendría que besarme él». Brando así lo hizo.[9]
El anuncio del premio a la Mejor Película no fue una sorpresa para el público. El productor Buddy Adler entregó el Oscar a Sam Spiegel. A diferencia de Brando, que había dicho «pesa mucho más de lo que pensaba» al recoger su estatuilla, el productor hizo una pausa antes de hablar. Era evidente que el showman iba preparado. «Les estoy muy agradecido a todos», comenzó. «Y en este año de grandes logros en la industria del cine, todos los que hemos trabajado en La ley del silencio agradecemos profundamente este honor, este cumplido, esta distinción». El Oscar a la Mejor Película coronó la noche de gloria de La ley del silencio: ocho premios que igualaban el récord de Lo que el viento se llevó y De aquí a la eternidad.
Puestos a elegir la mejor interpretación másculina de la historia del cine, algunos mencionarán el trabajo de Marlon Brando en este inolvidable, imprescindible, desgarrador clásico del cine americano. Ganador, con justicia, del Oscar al Mejor Actor (el más joven hasta el momento), Brando da vida a un estibador triste, inadaptado y obtuso, atrapado en un mundo de corrupción desatada, la del puerto de Nueva York. Su actuación es insuperable. No se recrea en gestos, pausas o entonaciones artificiales y, sin embargo, toda su composición está repleta de pequeños toques de ingenio.
Al principio de la cinta, Terry casi no sabe hablar, no se entiende a sí mismo ni su situación. Está atrapado en una jungla urbana de avaricia, doblez y traición. Se lo dice a Edie en el bar: «¿Quieres que te explique mi filosofía de la vida?». Bajo esta capa de dureza, Terry tiene virtudes que parecen contradecirse con su filosofía: el cariño que siente por las palomas, la ternura con que lleva el guante de Edie, su sentimiento de rechazo al verse privado de la protección y confianza de su hermano.
En manos de Brando, Terry adquiere un toque de tristeza. Es un hombre que una vez tuvo ocasión de ascender en la vida, gracias a sus dotes pugilísticas. Aunque su condición de aspirante al título podría haber sido el medio hacia la autoestima, otros se lo arrebataron (entre ellos, su propio hermano). Está amargado, pero no se compadece, y ante su hermano y en el asiento trasero de un coche, demuestra conocerse a sí mismo. La semilla de cosas mejores anida en su interior. El amor de Edie cultiva esta semilla.
Reducida a su esencia, La ley del silencio es una fábula moral sobre un hombre valiente y honesto que se yergue sobre el resto para atajar a los corruptos, la afirmación de que contra la corrupción se puede y se debe luchar. Aunque la acción progresa de forma lineal, sin narraciones retrospectivas ni tramas paralelas, toda la fuerza del filme se anuncia en la primera escena, cuando, bajo un contundente acompañamiento de percusión orquestal, Terry recibe la orden de enredar a Joey Doyle en su trampa mortal.
Además de dominar los Oscar de 1954, La ley del silencio conoció otros honores. Dio credibilidad a la técnica del Método, predicada por el Actors Studio. Confirmó las credenciales interpretativas de una serie de actores formados en el teatro. Instaló a Brando en el estrellato y el prestigio, y hasta puso de moda, de forma fugaz, una forma de hablar: entre dientes.
Aunque nadie pone en duda su condición de hito del cine, hay quien piensa que el desenlace de la historia ensombrece su reputación de clásico. El protagonista declara ante una comisión del congreso contra los hombres que lo explotaron a él y al resto de los estibadores.
En el contexto de la trama, el personaje queda elevado a condición de héroe (no todos, sin embargo, entienden la esencia de su heroísmo) por un comportamiento que la película y la tradición social consideran reprobable. Por delatar a sus compañeros en público, Terry se convierte en réprobo a ojos de todo el mundo, desde los policías que deben protegerlo hasta los amigos que le retiran la palabra. Pero cuando se enfrenta a Friendly, se convierte en el hombre fuerte, digno del apoyo de sus compañeros. La situación se invierte y el acto de delatar queda no ya justificado, sino hecho inocuo y admirable.
Algunos espectadores encuentran irritante el hecho de que, de forma quizá demasiado conveniente, la delación convierta a este personaje, hasta entonces un individuo complejo, en paradigma de virtud y sufrimiento. Parte de la crítica mantiene que ese final tan optimista supone una negación de la premisa argumental del filme. Otros autores han encontrado paralelismos con la situación de Kazan y Schulberg y han definido el desenlace como un débil intento de defender su condición de delatores ante la Comisión del Congreso.[10] Ninguna de estas críticas, sin embargo, resta fuerza dramática a la película.
La ley del silencio es un drama áspero y sin concesiones sobre los corruptos muelles de Nueva York y sobre la lucha de los estibadores por sobrevivir bajo la opresión de los sindicatos corruptos. Los diálogos, realistas, resultan poéticos en su simplicidad, y el mundo de los edificios desolados y los muelles asfixiantes está espléndidamente capturado. Elia Kazan impregna cada escena de amenaza y suspense, evocando un mundo implacable que cifra su supervivencia en la pura esperanza.
Tour de force para Kazan, Brando y especialmente, quizás, para Lee J. Cobb, un villano magnífico que ejerce el poder con sonrisa irónica y voz cavernosa. Hasta sus secuaces son personajes realmente aterradores, muchos de ellos auténticos ex boxeadores, con sus rostros machacados por años de práctica pugilística.
Polémica en su momento por su violencia, la crudeza de su vocabulario (en un momento dado, Terry le dice al cura que se vaya «al infierno») y el atrevimiento que suponía ofrecer una imagen negativa del mundo de los sindicatos, La ley del silencio es una experiencia agotadora de principio a fin, implacable en su descripción de la crueldad humana. El sorprendente estilo neodocumental, gris acerado, de la fotografía, incrementa la sensación de acidez y desolación. A esto añadimos una banda musical firmada por Leonard Bernstein (candidata al Oscar), diálogos memorables de Budd Schulberg y dos trabajos fantásticos de Eva Marie Saint y Rod Steiger, debutantes ambos en la pantalla grande. Si alguna película ha merecido alguna vez ocho Oscar, esa película es La ley del silencio.