Audrey Hepburn entró en el mundo del cine como un meteoro provisto de una estela purísima. Hollywood nunca había conocido a nadie como ella. Se deslizaba por la pantalla con la frescura y agilidad de una gacela. Tenía gracia, encanto, sofisticación e indudable personalidad. No parecía de carne y hueso. Tal vez fuera por su cara angelical, de mirada dulce, profunda y sugerente; o por su cuello de cisne, prólogo de una estilizada silueta; o quizá por sus gestos finos y delicados. Lo cierto es que Audrey fue, principalmente durante los años cincuenta, una adorable princesa de cuento de hadas, siempre elegante y distinguida, rodeada de exquisitos perfumes, de lujosos decorados, de vestidos suntuosos. Descubierta en un filme delicioso, Vacaciones en Roma, su consagración llegó con un título recordado por toda una generación, Sabrina, exquisita comedia en la que compartió honores estelares con un maduro Humphrey Bogart y un William Holden en su mejor momento. Su éxito fue espectacular. En una época dominada por las actrices pechugonas de anchas caderas, miss Hepburn lanzó la moda del pelo corto, la extremada delgadez, los pantalones piratas y los zapatos sin tacón. Desde el estreno de la película, todas las chicas empezaron a vestirse y peinarse como ella. Todas querían vivir el cuento de hadas de Sabrina. Al fin y al cabo, Billy Wilder les había presentado a una nueva Cenicienta.

Pero Sabrina no fue una experiencia feliz para nadie. Bogart nunca superó su hostilidad inicial hacia su personaje. No le gustaba llevar un cuello almidonado e interpretar a un magnate de Wall Street. Creía que era un deliberado error de casting, pensaba que el argumento era absurdo y estaba resentido porque Holden y Wilder eran viejos amigos. También estaba resentido con Hepburn. Estaba resentido con el mundo. El resentimiento era su modo de vida. Pinchaba y pinchaba. Wilder, un virtuoso en el tema, respondió. Y la bomba explotó. Ernest Lehman explicó que la película comenzó con desorden y terminó en puro pánico.

El proyecto más importante de la Paramount en 1953 era un éxito teatral de Samuel Taylor[1] titulado en Gran Bretaña “Sabrina Fair”, y acortado a “Sabrina” en Estados Unidos para evitar confusiones con “Vanity Fair” (“La feria de las vanidades”). Se dice que Audrey Hepburn leyó el texto de la obra incluso antes de que se estrenara y pidió a su estudio que la comprase para ella.[2] La Paramount lo hizo, en marzo de 1953, acordando pagar a la actriz 15.000 dólares, poco más de lo que le había pagado por su aclamado debut en Vacaciones en Roma.

En ciertos aspectos, Audrey aún estaba por debajo de las estrellas más populares. «Hubieses ganado más si hubieses esperado hasta después de Vacaciones en Roma para firmar tu contrato», le dijo Hedda Hopper, en el rol de asesora financiera de las estrellas. Hepburn replicó: «Lo importante no es el dinero, sino ser una buena actriz». Hopper se quedó sin respuesta.

Lo que atraía particularmente a Audrey era su historia, un cuento de hadas moderno. “Sabrina” era una actualización de Cenicienta: la hija de un chófer al servicio de una rica familia de Long Island se gana el corazón de los dos herederos. Su padre gasta sus ahorros en enviarla a estudiar a París, donde se convierte en una “princesa”. Todo marcha sobre ruedas hasta que Sabrina regresa, después de dos años en Francia, convertida en una joven hermosa y refinada en lugar de la chiquilla desgarbada que creció en la finca y que intentó suicidarse al no verse correspondida por David en su pasión juvenil. La joven acabará transformando al malhumorado príncipe-rana de la mansión, el estirado y clasista Linus Larrabee, que espera acrecentar la fortuna familiar, ya enorme, gracias a la boda de su hermano menor David, un playboy, con la hija de un magnate de la industria.

Al frente del proyecto se encontraba Billy Wilder, que de esta manera completaría su contrato de cinco películas con la Paramount: una elección astuta, ya que inmediatamente vio en la obra algo similar a las comedias de Ernst Lubitsch, que trataban el amor como el pasatiempo de gente que era frívola y rica, pero no enteramente sin valor. De todas las personas con talento en el Hollywood de la época, nadie mejor considerado que Wilder, que tenía entonces cuarenta y siete años. Su registro era tan amplio como su talento. También se le conocía por la crueldad con que trataba a sus colaboradores, por sus pullas y sus insultos injustificados. Sus colegas lo querían mucho o lo aborrecían.

Sabrina fue una de las últimas películas del cine americano post-bélico en satirizar las manías de los muy ricos y dar una visión tolerante de su inutilidad social. Que retenga su inocencia a este respecto se debe en gran medida a la elección de una chica tan completamente encantadora que sólo podemos desearle que viva feliz para siempre como una heroína de cuento de hadas.

A diferencia de otros productores o directores que escriben primero el argumento y después buscan a las estrellas, Billy Wilder tan sólo empezaba a escribir el guión cuando tenía a las principales estrellas contratadas. Si no hubiera pensado en Jack Lemmon, no hubiese existido El apartamento. La razón principal por la que hizo Uno, dos, tres fue que deseaba trabajar con su admirado James Cagney. Y tan sólo aceptó hacer Sabrina porque podía contar con Audrey Hepburn. Este método de trabajo le permitía cortar los papeles a la medida de sus intérpretes, de manera que se ajustasen a sus talentos particulares. Pero el sistema falló en esta ocasión.

Cuando el director y sus colaboradores empezaron a escribir el guión de Sabrina, Audrey Hepburn, Cary Grant y William Holden habían dado el visto bueno a su participación en el filme. Entonces, de forma inesperada, Grant se retiró del proyecto por razones que nunca explicó y dejó a Billy en la estacada.[3] «Sólo una semana antes de comenzar el rodaje en la Paramount», recordaba el cineasta, «tenía a los actores, el equipo y los decorados, pero no tenía una estrella masculina y estaba realmente en un aprieto».

El papel de Linus Larrabee exigía la talla, la fuerza y el talento que sólo poseían Cary y un reducido grupo de estrellas. No se trataba únicamente de que Linus debiera tener cierta edad y presencia, sino de que tenía que suponer una alternativa convincente al atractivo y atlético Bill Holden. La opinión general era que Joseph Cotten era el candidato ideal al papel de Linus Larrabee. A su favor jugaba el hecho de haber encarnado espléndidamente al personaje en Broadway. En su contra, el no ser una estrella de cine genuina, a la altura de Grant. Estaban James Stewart y Gregory Peck. También habrían servido Tyrone Power o James Mason. Pero Wilder los descartó a todos.

Acosado por el tiempo, Billy tuvo la innovadora idea de darle a Bogie un papel romántico muy diferente a sus habituales roles de duro. Creía que Humphrey, un actor de características diametralmente opuestas a Cary, podía interpretar a un hombre maduro, sin asomo de romanticismo, pero que gradualmente va enamorándose.

Phil Gersh se atribuye el mérito de haber conseguido que Bogart considerase aquel papel. Informado de que Audrey Hepburn iba a interpretar a la protagonista y William Holden al hermano menor, Gersh vio un borrador del guión, todavía inacabado, y le gustó lo que leyó. El joven agente, que jugaba de vez en cuando al tenis con Billy Wilder, le llamó para sugerir al protagonista de La reina de África. «Escucha Phil», le dijo el director, «tienes una buena derecha y un saque espléndido, pero no entiendes una palabra sobre repartos. ¡Olvídalo!».

Dos semanas después, Wilder se puso en contacto con él. Había estado meditando la opción de Bogie y quería que hablaran. Se organizó una reunión informal en casa de Bogart, y a ella acudió Billy con sólo la mitad del primer borrador escrito. Tomaron los cócteles de rigor y hablaron relajadamente durante dos horas. Sabrina no llegó a mencionarse. Humphrey, que tenía otra cita esa noche, dijo al final: «Mira, Billy, no me cuentes la historia, me basta con que nos demos la mano y me digas que vas a cuidar de mí. No necesito leer el guión después de un apretón de manos». Wilder prometió cuidar de él y se estrecharon las manos. Todo muy amistoso y cordial, sin el menor indicio de las dificultades venideras.

Bogie aceptó la oferta guiado por los consejos de su amigo Irving “Swifty” Lazar, aunque a él nunca le entusiasmó el papel. Le molestaba que su personaje hubiera sido concebido para otro actor, no soportaba a Billy Wilder, aunque —según parece— sus películas le gustaban mucho, y, además, temía enfrentarse a un galán que ya tenía cierta experiencia en las lides de la comedia. Lazar, sin embargo, pensaba que mejoraría su imagen y realzaría su carrera si demostraba que podía hacer alta comedia.

Sabrina tenía un presupuesto de 2.239.000 dólares. El contrato de Bogart para esta película estipulaba que cobraría 20.000 dólares semanales por diez semanas de trabajo y 3.333 diarios si había que rodar después de esa fecha. Le dieron un billete de avión en primera clase y una suite de hotel en Nueva York.[4]

El inicio de la filmación se programó para finales de septiembre. Los encargados de buscar localizaciones en Nueva York no tuvieron demasiados problemas para acceder a la finca que habían elegido para sugerir la glamourosa, lujosa y hedonista vida de los personajes, y darles «un aspecto de Jay Gatsby»: el lujoso palacete pertenecía al entonces director de la Paramount Barney Balaban.

El rodaje fue una interminable pesadilla, la primera producción verdaderamente desastrosa que dirigía Billy Wilder. Los problemas empezaron con el guión. Wilder y Samuel Taylor empezaron a reescribir la obra teatral con Audrey Hepburn y Cary Grant en mente. A mitad del primer borrador, la pieza se estrenó con éxito, y Taylor se volvió aprensivo con los cambios de Wilder, sobre todo cuando el cineasta de origen austriaco comenzó a eliminar grandes fragmentos. Dado que su obra estaba representándose en Broadway con grandes elogios y saneadas recaudaciones, no entendía la necesidad de eliminar tanto texto.[5]

Los dos autores presentaron un borrador preliminar a principios de julio, pero en ese momento su colaboración ya era muy problemática. Después de varias discusiones, Taylor abandonó abruptamente la adaptación de su obra y Wilder no tardó en encontrarle un sustituto. Ernest Lehman, que por la mañana estaba trabajando en MGM en el futuro guión de Chantaje en Broadway, se encontró por la tarde en la Paramount después de que Wilder enviase un SOS pidiendo su cesión. La película ya estaba en pre-producción, y el rodaje comenzaría a finales de septiembre.

La presencia de Bogart al frente del reparto planteó un serio problema con los diálogos. No eran de su estilo y Wilder tuvo que hacer numerosas modificaciones para adaptarlos a su personalidad. «Tuve que volver a escribir muchas escenas debido al cambio de actor», recordaba el director. «Estaba agotado».

Lehman le habló a Maurice Zolotow, el biógrafo de Wilder, de «un sentimiento de desesperación» mientras iba sacando adelante página tras página. «La escena que más me costó escribir», declaró el guionista, «fue la del ático de la compañía, donde el aburrido hermano mayor y la radiante Sabrina se dan cuenta de que se están enamorando. Billy quería hacerla muy íntima. Me presionaba para que sugiriese que se iban a la cama juntos. “Billy”, le dije, “eso lo arruinará todo. Nadie se acuesta con otro en los cuentos de hadas. El público nos odiará por eso”. No podía dejar que Billy cometiera este error. Casi nos separamos por eso».

La postura de Lehman sacó de quicio a Wilder. El director sugirió, insistió, exigió, que Sabrina mantuviera relaciones sexuales con Linus. Lo tendrían que hacer en secreto, por supuesto, pero Ernest no aprobaba la idea de ningún modo. Billy se puso frenético. En un violento ataque de furia se arrancó contra su amigo con un torrente de insultos, golpeándole —como era su costumbre— en el punto donde creía que más le dolería. Tal como lo describió Lehman, el cineasta vomitó «todo tipo de calificativos: eunuco, marica, que no conocía a las mujeres, que odiaba el sexo, que me daban miedo las mujeres…, todo dicho con ese modo ruín y perverso que tiene cuando te insulta». El guionista no se desmoronó, siguió sin ceder y finalmente Billy abandonó.

Años después, Wilder no recordaba esta discusión sobre la seducción de Audrey como nada más que el habitual «tira y afloja de dos extremos de una cuerda», que es lo que Wilder decía que ocurre en una buena colaboración. «Tal como yo lo recuerdo, nos convencimos mutuamente de que Audrey es una enigmática mezcla de sofisticación e inocencia, y una dama en el mejor sentido de la palabra. No he visto la película en años, pero ahora estoy de acuerdo en que Sabrina no sería seducida mientras hubiese una oportunidad de que fuese a escoger a David».

El rol de “princesa” de Audrey en Sabrina causó más problemas que su papel regio en Vacaciones en Roma. La princesa Ann había sido virtualmente una niña: Sabrina era una Cenicienta transformada en una confiada mujer de mundo por las atenciones de los hombres que conoce en París. La naturaleza exacta de estas relaciones es desconocida; como en una película de Lubitsch, la comedia tiene sus mejores chistes en lo que elude y deja a nuestra intuición. Es la primera insinuación de la otra imagen cinematográfica de Audrey, no la chica inocente sino la “mujer reservada”. Esta naturaleza dual, más claramente expuesta en Desayuno con diamantes, iba a exprimir a los guionistas al máximo para asegurar que su imagen se mantuviese pura aunque sus acciones fuesen cuestionables.

Hay que dar a Wilder y Lehman el mérito de tener el tacto necesario para este equilibrio moral. Aunque el estatus de Sabrina en la mansión de los jefes de su padre es ambiguo, el modo inocente en que se gana el afecto de los herederos es incuestionable. Este comportamiento ayudó a Audrey a hacer de Sabrina la clase de chica que puede ignorar los motivos financieros mientras acepta sus beneficios.

Jack Lemmon dijo en cierta ocasión que de los rodajes de Billy Wilder se sale loco, tullido o ambas cosas, aunque siempre con ganas de empezar otro. A Bogie no le sucedió lo mismo. Él nunca se esforzó en ocultar que Wilder le desagradaba y que el proyecto le parecía despreciable.

Después del primer día de filmación, Humphrey telefoneó a Gersh desde el estudio, pidiéndole que se presentara de inmediato. «Billy le estaba filmando el cogote y los primeros planos eran todos para Holden y Hepburn», se lamentó Bogart. «Ni siquiera necesito el peluquín porque el tipo ese me saca de espaldas».[6] Wilder intentó calmarle. Aunque el último tercio del guión aún no había sido escrito, él se llevaría a la chica. Pero el astro siguió con el ceño fruncido.

También se creó otro problema a causa de la diferencia de estatura con su pareja. Audrey rondaba el metro setenta sin tacones y Bogart, a pesar de su reputación de hombre duro, apenas alcanzaba su altura. La situación se resolvió, finalmente, eliminando los tacones de los zapatos de ella e introduciendo plantillas en los de él. El actor no quedó muy conforme con la solución, pero el director cortó por lo sano sus protestas: «Si podemos hacer eso con Alan Ladd, podemos hacerlo con cualquiera».

Los recuerdos de Wilder eran de una estrella imposible, cuyos berrinches en el plató le ponían al borde de la paranoia. Billy se quejó de que la estrella, que tenía derecho de aprobación sobre el guión, le hizo la vida imposible. Bogart decidió que Lazar le había dado «información falsa» y obligó al director a realizar muchas reescrituras. Varios compañeros pensaban que Humphrey era «inestable, crispado, paranoico, y bebía más de lo que sería bueno para él». Visto lo cual, a nadie puede extrañar lo que sucedió después.

Bogart y Bacall se alojaron en el St. Regis mientras se rodaban las localizaciones en Wall Street y los muelles de French Line, como también lo hicieron Wilder, Lehman, los Holden y Hepburn. El equipo volvió pronto a Los Ángeles, y el 6 de octubre se reinició la producción de Sabrina. Había una tremenda tensión, porque Billy filmaba escenas cada día y escribía nuevas con Lehman cada noche. A menudo se veían redactando con frenesí. El agente de Humphrey advirtió al director que su cliente estaba «muy disgustado» y que «iba a marcharse».

Según Zolotow, Bogie empezó la película con el pie torcido. Por un lado, un “duro” de convicción como él llevaba mal mirarse cada mañana en el espejo y verse convertido en un pulido ejecutivo maduro y lleno de buenas maneras, cosa que sabía que no le iba. Por otro, no acababa de digerir verse relegado a apoyatura de lujo de la estrella del momento, aunque cobraba el doble que ella. Además, si Hepburn y Holden eran dos firmes estrellas de la Paramount, él no atravesaba su mejor momento.

«Bogart estaba en un territorio completamente desconocido», dijo Wilder, «y muy incómodo». No le faltaba razón. Cuando comenzó el rodaje de la espumosa Sabrina, Bogie acababa de protagonizar El motín del Caine y parecía cargar con la paranoia del Capitán Queeg Queeg.[7] Sus delirios de persecución lo abarcaban todo. Pensaba que Holden estaba fumando deliberadamente para hacerle toser durante sus frases. Se quejó a Billy: «Ese jodido Holden, agitando sus cigarrillos, arrugando papeles, echándome humo en la cara. Quiero que este sabotaje termine, Mr. Wilder».

Un amigo común opinaba del enfrentamiento que se trataba de algo lógico, pues no era sino el choque entre los egos de dos auténticos titanes: «Bogart era un hombre caprichoso y eso no le hacía ninguna gracia a Wilder. Humphrey creía que cualquier director tenía que humillarse ante él. Sin embargo, es sabido que en una película de Billy no hay más estrella que Billy Wilder».

A esta antipatía mutua se sumó la situación personal del mítico actor. En aquella época, Bogie tenía serios problemas con el alcohol. Durante el día se esforzaba por estar sobrio, pero a las seis de la tarde se bebía su primer whisky. Eso significaba que se negaba a mover un dedo desde esa hora, tal y como aparecía reflejado en su contrato. Esa era su regla estricta.

Wilder no podía saber lo duro que era para Humphrey pasar largas horas sin tomar una copa. Tenía un ritual invariable a última hora de la tarde. Su secretaria, Verita Petersen, le llevaba a las seis menos cuarto un vaso de whisky con soda, tapado con un pañuelo. El actor no se lo bebía hasta las seis, y a partir de entonces se volvía todavía más mezquino y hosco.

Wilder no podía evitar pensar que Bogie estaba mofándose de él con estos trucos. Incluso si se había tardado tres horas en iluminar la toma y todo estaba dispuesto, el actor enfurecía deliberadamente al director al marcharse en vez de quedarse diez minutos más para terminarla. «Todo estaba preparado para filmar la siguiente toma y son exactamente las seis en punto», recordaba Billy. «Pero él no se va a quedar ni diez minutos más para acabar la toma, pase lo que pase él se larga y te deja plantado».

Bogart le dio problemas a cada paso del camino. Dijo que no se sentía auténtico llevando un sombrero de fieltro y pantalones de rayas y cuellos almidonados: desde luego, era un cambio radical después de todos aquellos años de gabardinas y pistolas. Ridiculizaba cada aspecto del guión y de su vestuario. En definitiva, hacía sufrir al director, y éste le maldecía, le mandaba al infierno; un año más tarde llegó a echarle de menos: conoció a Marilyn Monroe. Pero esa es otra historia.

Mucho más satisfactoria fue la relación entre Wilder, Holden y Hepburn. Los tres formaban un grupo muy animado, y al acabar la jornada se reunían en el camerino de Holden —allí se les unía Lehman— para contar chistes y beber un cocktail, reuniones a las que nunca estuvo invitado Bogart. Le hicieron sentirse como un marginado, incluso como un paria. Para cuando se dieron cuenta de que le habían ofendido, ya era demasiado tarde para invitarle.[8]

Cada tarde, al pasar ante el camerino de Bill Holden, Bogie escuchaba el tintineo de cubitos de hielo y la risa de Audrey y las carcajadas de Bill mientras escuchaban las historias de Wilder. «Esos bastardos de la Paramount no me han invitado», murmuraba mientras conducía hasta su casa en Holmby Hills. «Bien, que les jodan».

Aunque Humphrey no quería unirse a su pequeño grupo, le molestaba verse excluido y le disgustaba la —a su juicio— conspiración contra él. Acostumbrado a trabajar en la Warner o en Santana, donde era tratado como una gran estrella, se sentía fuera de lugar en la Paramount, donde todo el equipo simpatizaba más con Wilder.

«Humphrey estuvo desagradable porque creía que éramos una camarilla de tres contra él», explicó el director. «Estaba a la vez en lo cierto y equivocado. Podría decirse que Bill, Audrey y yo nos divertíamos juntos. Y él estaba fuera. Bueno, hacer una película no significa que tengas que casarte. Bogart y yo no congeniamos. ¿Y qué? Cuando cada uno se toma en serio su trabajo en la película, y el intérprete aporta algo a su papel, hay que dejar de lado las enemistades y ofensas. Cuando el actor tiene talento, le beso gustoso los pies, independientemente de lo que piense de él en privado. Además, el rodaje de una película no dura toda la vida. Se sabe que un día, no muy lejano, llegará el indulto».

Sintiéndose marginado y ofendido, Bogart se volvió incluso más irritable. Atacaba en todas las direcciones, y durante aquellos estallidos, empezó a airear algunas de sus francas opiniones ante la prensa. Dijo que Hepburn no podía hacer una escena en menos de doce tomas; que Holden era un «estúpido gilipollas»; y que «ese prusiano con un látigo, ese nazi hijo de perra, era el líder de la pandilla».[9] «¿Quieres que lo mate ahora o más adelante?», le preguntó Holden a Wilder en un determinado momento.

Miss Hepburn descubrió lo que significaban las “peleas de Hollywood” cuando se convirtió en inocente diana de la animosidad y los insultos del resentido Bogart. La joven estrella, que esperaba encontrarse con un hombre tan duro y tierno como el Rick de Casablanca, una de sus películas favoritas, se topó con un matón amargado, un hombre irritable, que bebía sin mesura y que sentía una viva antipatía por ella al no haber sido su mujer, Lauren Bacall, la elegida para el papel de Sabrina. Humphrey tenía una vena autodestructiva en su carácter que rebotaba en cualquiera que le disgustase, al que se sintiese inferior o pensara que estaba obteniendo un trato preferente. Esto incluía a la inocente Audrey.

Cuando Hepburn contestó a sus pullas con indiferencia, el resentimiento de Bogart se transformó en abierta hostilidad. Era imposible para ella memorizar su papel porque las nuevas páginas del guión no se entregaban hasta que los actores llegaban al set por la mañana. Humphrey, un viejo profesional, se aprendía rápidamente sus frases y se enfadaba cuando ella se equivocaba en las suyas. Le dijo que se quedase en casa y estudiase su papel en vez de salir con Holden cada noche. En otras ocasiones, le daba por imitar su voz. Wilder intervino, por lo que Humphrey volvió su ira hacia él, imitando su cerrado acento alemán.

Lo cierto es que Humphrey sabía cómo poner el dedo en la llaga. La mayoría de la gente encontraba encantador el acento vienés de Billy. El cineasta, sin embargo, se avergonzaba de él. Bogie, que tenía un sexto sentido para adivinar las debilidades de un oponente, se enteró de esto. Desde entonces no paró de reírse del acento de Wilder, reservándole su vitriolo más amargo.

A veces, cuando el director estaba tenso, su acento empeoraba. Un día, le dio a Bogart una indicación: «Ven aquí, por favor, un poco más rápido». «Hey, Vilhem», dijo el astro en un tono desagradable, «¿te importaría traducir eso al inglés? No hablo muy bien alemán, jawohl». A diferencia de Audrey, Billy sí replicó. «Un chiste más como ese, mein Herr», escupió, «y traeré aquí a Dick Brooks para que te dirija».

Wilder raramente perdía una oportunidad de criticar a Brooks y a Nicholas Ray, otro joven director, en la cara de Bogie. Ambos habían hecho dos películas cada uno con el astro. Billy afirmaba que daban coba a Humphrey y aceptaban sumisamente sus insultos. «Se rodea de cabezas de turco», decía, «jóvenes cineasta como Nick Ray y Dick Brooks… Les pone en ridículo y ellos tienen que aceptarlo porque es parte del negocio. Pero Huston, Mankiewicz y yo no aceptamos eso de él».

Wilder no apreciaba el particular sentido del humor de Bogart, que en una ocasión trató de hacerle picar, diciéndole: «Huston me ha contado quiénes son, según él, los diez mejores directores y tú no estás en la lista. ¿No te parece que Huston está loco?». Billy no picó. «Bogie tiene un peculiar sentido del humor», comentó más adelante. «Es al mismo tiempo travieso y sádico».

Travieso y sádico, dos palabras que otros habían utilizado con frecuencia para describirle a él. Acertadamente. En materia de fastidiar al prójimo, Wilder lo había aprendido todo del maestro incontestable, Erich von Stroheim, tirano por excelencia del plató. «Yo había aprendido del maestro, de Stroheim», le explicó al periodista Ezra Goodman, «y lo de Bogart no era más que un juego de niños. Yo estaba acostumbrado a otro nivel. Bogart era inofensivo. Hay que ser mucho más ingenioso para ser malo de verdad».

Billy pasó una velada en casa de Humphrey tratando de aplacarlo, pero en el plató la batalla entre los dos prosiguió cada vez con mayor encarnizamiento. Bogie podía ser la estrella, pero Wilder era el director y sin duda la horma del zapato del actor cuando se trataba de ejercer poder y control.

A veces, cuando no se le ocurría ninguna réplica, Bogart exclamaba: «Aún eres un nazi hijo de puta en tu corazón», el peor entre sus posibles insultos, o le llamaba «bastardo kraut». El cineasta, judío criado en Viena, y cuya madre, algo que Bogart ignoraba, había muerto en Auschwitz, se ofendía muchísimo.

En una de estas ocasiones, Billy le miró detenidamente y después ladró: «Examino tu cara, Bogie, veo los valles, las grietas y los hoyos de esa cara tuya tan fea, y sé que en algún sitio, debajo de esa nauseabunda cara de mierda, hay una mierda de verdad». Este tipo de duelo verbal podría haber sido considerado, en otras películas de Humphrey, como bromas entre hombres muy viriles, pero en aquel caso eran verdaderos insultos.

Ese día, las tensiones fueron en aumento a medida que transcurría la jornada. Hepburn notó que Bogie ordenaba que le llevasen un vaso de whisky al set a las cinco en punto. Mientras lo bebía entre las tomas, se volvía aún más hosco. En un par de ocasiones, Audrey, evidentemente molesta, se atropelló con sus frases. Humphrey no pudo disimular su felicidad: se trataba de una pequeña aficionada inglesa con una reputación inflada.

Al final del día, Wilder invitó a Audrey, Holden y Lehman a tomar una copa en su oficina. Bogart, como era habitual, no estaba incluido. Sintiéndose marginado, y sin haber conseguido que Hepburn perdiese la paciencia, volvió su sarcasmo hacia Holden —el “Sonriente Jim”, como le llamaba— ridiculizando su buena imagen, implicando que era más un ídolo juvenil que un hombre y poniendo en duda su talento. Se cuenta que Holden se abalanzó sobre él y Billy tuvo que contenerlo.

La dulce Audrey intentó esquivar las minas dirigidas contra su persona y mantenerse al margen del conflicto, pero se dio cuenta de que Bogart parecía nervioso en sus escenas de amor. Sus inusuales escenas con Hepburn funcionaron en Sabrina, sin embargo, como no lo habían hecho en Battle Circus. Audrey nunca habló negativamente sobre él. Lo más cerca que estuvo fue cuando declaró: «Humphrey me tenía aterrorizada —y él lo sabía—. Pero si yo no le gustaba, nunca me lo demostró». Después habló de «lo razonable que fue con ella, un poco más brusco con otra gente, pero una brusquedad jovial». El propio Bogie, meses más tarde, le hizo un raro cumplido: «Coges a Monroe y a Terry Moore, y sabes lo que vas a conseguir cada vez. Con Audrey es impredecible. Es como una buena jugadora de tenis, cambia sus golpes».

La última autoridad sobre el tema es Wilder, quien en una entrevista comentó que «Bogie no odiaba a Hepburn. Nadie podía odiarla. Tampoco odiaba a Holden. Me odiaba a mí, porque sabía que yo quería a Cary Grant pero no pude conseguirlo. Bogart me hizo un favor al aceptar el papel. Había hecho películas con Holden antes, y Holden se enamoró de Hepburn, así que fue un arreglo de lo más cómodo. Pero Bogie llegó en el último momento, y yo no sabía qué hacer con él».

Las inseguridades de Humphrey se vieron agravadas por un comentario jocoso de Wilder a la prensa. Cuando un reportero le dijo al director que su estrella le acusaba de negarse a entregarle el guión, en especial el final de la historia, Billy replicó con su socarronería habitual: «Es evidente que es Bogart quien se lleva a la chica; ¡ha cobrado trescientos mil dólares y Holden ciento veinticinco mil!». Aquélla fue la estocada más eficaz del cineasta de origen vienés. De manera deliberada, mantuvo a Humphrey sobre ascuas, torturándole, hasta los últimos días del rodaje.

Bogie, terriblemente susceptible en cuestiones de edad, empezó a insinuar que Wilder estaba reescribiendo el guión para que Audrey no acabase con él. Los rumores —probablemente iniciados por Billy— no tardaron en circular por el set. Lehman y Wilder iban a escribirlo para que Hepburn cayese en brazos de Holden. Bogart se paseaba murmurando: «Me van a joder… No me voy a llevar a la chica… Billy va a dársela a su amiguete Holden».

Con poco más de treinta años, Holden era todavía un niño mimado del cine. Aún disfrutaba de su éxito en El crepúsculo de los dioses y estaba a punto de ganar un Oscar por su interpretación en Traidor en el infierno, y aunque su brillante apariencia externa ocultaba el alcoholismo que acabaría matándolo, tanto en la película como en el plató era el símbolo de todo lo que Bogart no tenía. «Bogie tenía la idea de que yo prefería a Bill Holden», declaró el cineasta de origen austriaco. «Bueno, sí, era cierto. Bill Holden era una de mis personas favoritas en el mundo».[10]

Humphrey, por el contrario, cada vez sentía menos simpatía por su hermano en la ficción. Se burlaba de su imagen de rubio teñido en Sabrina y volcaba en él buena parte de su resentimiento. Holden había aparecido con Bogie en Invisible Stripes (1939) y los dos hombres nunca se habían llevado bien. En una entrevista de 1956, Holden se refirió a su colega como un «actor de consumado talento, con un ego igual de grande», y confesó abiertamente: «Yo odiaba a ese bastardo. Siempre estaba removiendo las cosas de un modo que no tenía que hacerlo». En cualquier caso, lejos de las cámaras, la realidad era muy diferente, y la mente de Bill estaba en otras cuestiones aparte de un co-protagonista paranoico.

Ernie Lehman se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo cuando se dejó caer por el camerino de Holden un día. Encontró a Bill y Audrey de pie, a treinta centímetros de distancia, mirándose a los ojos. Lehman se despidió de la pareja y se marchó, comprendiendo que algo profundo estaba sucediendo entre los dos actores.

«Hepburn y Holden empezaron un romance durante el rodaje de Sabrina», explicó Lehman. «Muy tranquilo, muy sotto voce, pero muy firme. Nos sorprendió. Todos pensaban que conocían a Audrey». Bill estaba casado por entonces con la actriz Brenda Marshall, pero la monogamia no satisfacía a un hombre notoriamente promiscuo. Educado, encantador, elegante y sumamente atractivo, Holden fue uno de los grandes amantes de la época. Tenía cierta inclinación por las damas jóvenes y refinadas, como lo prueba el hecho de que en su amplia lista de conquistas se encontrara el nombre de Grace Kelly. Audrey, por supuesto, también cayó en sus redes. La actriz se sentía culpable, pero continuó con el romance.

En aquellos días, Bill y Audrey fueron vistos a menudo en lujosos restaurantes, tras lo cual se iban al apartamento de ella. Sin embargo, los amigos más íntimos de Hepburn dudan que la relación llegara a mayores. Pero no hay duda de que Holden la adoraba con pasión: «Ella fue el amor de mi vida», declaró tiempo después. Audrey contaría que se negó a casarse con su amante porque no quería ser acusada de “rompehogares” y, en especial, porque él se había hecho practicar la vasectomía.

Bogart había tenido romances con Mayo Methot durante La mujer marcada y con Lauren Bacall en Tener y no tener. Observó con tolerancia las aventuras de Bette Davis y George Brent en Amarga victoria y de Mary Astor y John Huston mientras rodaban El halcón maltés. Pero le indignaba el affaire del casado Holden con la joven Audrey Hepburn, lo que hacía más irónico que ella rechazase a Bill en la película para irse con Humphrey. No sólo no le gustaban los dos actores, sino que pensaba que su vida amorosa estaba interfiriendo en el trabajo de Audrey. Pero no hay mal que por bien no venga: posiblemente, la irritación de Bogie aportó credibilidad a su interpretación en el papel de Linus Larrabee.

Wilder dijo que él no se enteró del romance entre Hepburn y Holden: «La gente del set me dijo más tarde que Bill y Audrey estaban liados, y que todo el mundo lo sabía. Bueno, no todo el mundo. Yo no lo sabía. Los dos eran amigos míos. No me dijeron nada. Ambos eran personas maravillosas. Si estuvieron juntos, espero que encontraran algo de felicidad. Los dos habían tenido su ración de infelicidad. Tenían grandes carreras, pero no eran felices en su vida personal».

Lo cierto es que Hepburn encontró todo el apoyo del mundo en Wilder. El director lo recordaba así: «Vi la prueba que Wyler le había hecho para Vacaciones en Roma y me quedé fascinado, estaba totalmente loco por ella […] El primer día, llegó al set preparada. Se sabía sus frases. Era tan grácil y elegante que todo el mundo se enamoró de ella a los cinco minutos, incluido yo, y me planteó un problema gravísimo porque no sólo me había enamorado de ella, sino que además decía su nombre en sueños. Afortunadamente —¡menuda suerte la mía!— el nombre de pila de mi mujer también es Audrey, así que no me castigó ni nada parecido […] No podría haber una Cenicienta más perfecta que Audrey. Era adorable. Lo hacía todo con facilidad y elegancia. No tenías que dirigirla, sólo conducirla un poco».

La revista “Life” la llamó «la alegría del director» y citaba un comentario de Wilder: «Ella da la distinguida impresión de que sabe deletrear “esquizofrenia”». Hepburn era tan diligente que —con la aprobación del director— insistió en interpretar sus propias canciones. El guión decía que tenía que cantar unas cuantas estrofas de “Yes, We Have No Bananas” en inglés y “La Vie en Rose” en francés. A menudo Audrey pasaba dos horas al día con un preparador vocal.

La relación de Hepburn con Wilder fue duradera, y también lo fue su relación con los dos grandes diseñadores que trabajaron con ella en Sabrina. Los vestidos de Edith Head para Vacaciones en Roma pronto ganarían un Oscar. Naturalmente, había sido contratada de nuevo para Sabrina. El problema se llamaba Hubert de Givenchy.

A sus veintiséis años, Givenchy era un aspirante al trono de la moda francesa. Su acaudalada familia había financiado recientemente la inauguración de su salón, y ahí fue donde Audrey y él se conocieron en el verano de 1953. Ese día, se hicieron amigos de por vida.

La actriz volvió a Hollywood con una carpeta de bocetos del modisto parisino para que Edith Head diseñase su vestuario. Según cuenta la leyenda, Head se puso hecha una furia. Pero Wilder lo negó siempre: «Eso no es verdad. Ella era una de las grandes damas de todos los tiempos… Puede que estuviese un poco dolida, pero…».

Todo el mundo se volvió loco con los diseños de Givenchy, y Audrey se volvió loca por él. Le consideraba el epítome de la cultura y la educación. Wilder hizo entonces un movimiento arriesgado: los vestidos de alta costura de Sabrina serían diseñados por Givenchy. El trabajo de Edith Head se limitaría a las “ropas de Cenicienta” antes de la transformación, o lo que es lo mismo, a lo que la cronista de “Vanity Fair” Amy Fine Collins llamó «un vestido de golfilla pre-París y un par de insignificantes conjuntos deportivos». Con sus disculpas a Edith, Audrey voló a París. Head se lo tomó como un desaire personal.

Pero nada de esto habría sucedido si los acontecimientos se hubiesen desarrollado según los designios del estudio, que había puesto sus ojos en Cristóbal Balenciaga. Para ser más concretos, los había puesto Gladys de Segonzac, esposa del jefe de la Paramount en París. Balenciaga tenía más nombre, y siendo quien era su principal valedora, tenía muchas posibilidades de salirse con la suya. Afortunadamente, el legendario modisto estaba en medio del período de pre-colección, y nadie se atrevió a molestarle. Otra de las versiones cuenta que Balenciaga, sencillamente, no sabía quién era Audrey. El maestro se sintió encantado cuando su personal le avisó de que la señorita Hepburn solicitaba sus servicios, pero, al darse cuenta de que no se trataba de Katharine sino de alguna otra Hepburn —mucho menos importante por entonces—, la rechazó categóricamente. Rechazada por el rey, Audrey se decidió por el príncipe heredero: el joven y menos establecido Givenchy. Ya fuera cierto o inventado el rechazo de Balenciaga, el caso es que la relación funcionó y Audrey y Hubert desarrollaron juntos un inimitable y distinguido look para Sabrina, un look que utilizaría la propia actriz con espléndidos resultados durante el resto de su vida.

Aunque después de terminada se guardase de reconocerlo, Wilder no estaba entusiasmado con lo que estaba haciendo mientras rodaba Sabrina. El guión inicial le parecía una reducción a comedia rosácea del cuento, bastante menos infantil de lo que parece, de “La Cenicienta”. Quiso ponerle al caramelito algunas gotas agrias de su estilo y sólo a medias lo logró, pues el estudio estaba muy encima del rodaje y vigilaba que el resultado final estuviera acorde con la imagen un tanto dulzona y conservadora que, por decisión de la compañía, rodeaba entonces a Audrey.

La desgana con la que el director creaba el guión hizo que durante la filmación de Sabrina ocurriese algo parecido a lo que unos años antes sucedió en Casablanca: muchos diálogos eran reescritos durante la noche y por la mañana los actores se encontraban con nuevos diálogos que aprender a toda velocidad y redactados a mano, pues no había dado tiempo a pasarlos a máquina.

«Billy dirigía de día, escribía de noche, y se mantenía a base de café y cigarrillos mientras trataba de llevar el guión veinticuatro horas por delante del rodaje», recordaba Lehman. «Era un trabajo agónico, desesperado y en ocasiones nuestra salud se resintió por el esfuerzo. A veces, Wilder llegaba al set sin tener nada que rodar, y decía: “Repetiremos tomas”. Otras veces retrasaba el trabajo haciendo que el director de fotografía realizara algunos ajustes innecesarios mientras la escena siguiente salía de su máquina de escribir».

Hacia el final de la producción, Lehman se derrumbó. El estrés le llevó a llorar de manera incontrolada y al agotamiento nervioso. «Empecé a llorar», recordaba, «y Billy vino, me rodeó con el brazo y me dijo: “Nunca había visto a nadie trabajar como tú. Quiero que llames a un taxi ahora mismo, que te vayas a casa y que te metas en la cama.” El médico vino a casa, me puso una inyección y me hizo dormir trece horas seguidas». La filmación se detuvo durante dos días.

Por primera vez en su vida (aunque no sería la última), Wilder conseguía provocarle una crisis nerviosa a uno de sus colaboradores. Para Lehman, Billy era una persona que creaba aposta una atmósfera frenética debido a «alguna necesidad inconsciente de vivir en crisis», y en ocasiones se refería al rodaje de Sabrina como «la experiencia más terrorífica que he tenido en toda mi vida».

Los nervios también hicieron mella en Wilder y se manifestaron en forma de fuertes dolores de espalda. «Solía acompañar a Billy al médico y le oía gritar de dolor dentro de la consulta», declaró Lehman en una entrevista años después. Luego añadió con una sonrisa de culpabilidad: «Y yo me quedaba en el pasillo tratando de aguantarme las ganas de reír».

Además de vérselas con un programa de trabajo agotador, Billy tenía que seguir soportando los gruñidos y las quejas de una estrella insatisfecha, Humphrey Bogart, cuyos juramentos contra «las memeces» que le hacían decir en aquel «maldito guión de mierda» pusieron en peligro de muerte la película.

Una mañana, Bogie le entregó a Wilder un fajo de folios con diálogos nuevos y preguntó: «¿Tiene usted hijos, Billy?». «Una niña de dos años», respondió el cineasta. Y el actor se despachó mostrando la tinta fresca: «¿Ha escrito ella esto?». También sugirió que la película era trivial, banal, incluso estúpida. Del cineasta de origen vienés se decía que tenía cuchillas de afeitar en vez de ideas dentro de la cabeza, por lo que es presumible que las groserías de la estrella no quedaran sin respuesta.

Así eran las cosas día tras día. A veces Bogart arremetía contra Holden o Hepburn. A veces apuntaba contra Lehman. Una vez, el guionista llegó al plató con dos copias de una escena que acababa de revisar. Le entregó una copia a Wilder y otra a Holden, pero olvidó darle una a Bogie. «¿Dónde está la mía?», gruñó Humphrey. «Ya no tengo más copias», respondió el bueno de Ernest.

Bogie se volvió loco, recordaba el escritor. Gritó a todo pulmón. Puso los ojos en blanco. Le salía espuma de la boca. «Quitad de mi vista a este holgazán del City College», despotricó. «Enviadle de vuelta a la Monogram, de donde nunca debería haber salido».

Wilder se cruzó de brazos. Ordenó un descanso. «No se seguirá rodando esta película hasta que Mr. Bogart se haya disculpado con Mr. Lehman», anunció con solemnidad ante ciento cincuenta testigos. El guionista, avergonzado, se apartó. Después de un largo silencio durante el cual nadie en el set se movió, Humphrey finalmente se acercó a Lehman y susurró: «Ven a mi camerino, chico». Tomaron una copa. El director reanudó la filmación.

De noche, cuando Bogart oyó que Holden, Hepburn y Wilder celebraban una fiesta con el jefazo y él no había sido invitado, soltó un «Well, fuck’em» y se desentendió de la película hasta que sonó la última claqueta, dio media vuelta y se marchó sin despedirse de nadie.

Se suponía que Sabrina iba a ser una comedia romántica, pero hubo más momentos dramáticos que románticos en el set, y ningún romance entre Bogie y sus compañeros. Nunca se sabrá quién ganó las batallas, pero los resultados fueron satisfactorios. Aunque a Wilder le disgustaban los métodos poco convencionales de Humphrey, tuvo que admitir que era un consumado profesional: «Bogart es una extraña mezcla del más perezoso y el más concienzudo de los actores. Es un hijo de puta extremadamente competente. Llega al set a su hora, aunque completamente falto de preparación. Pero cuando las luces están colocadas y, habiendo echado un vistazo durante unos minutos a la escena que se va a rodar, se sabe sus frases. Nunca se equivoca… Él no estudia un guión en casa. Puede tener una vaga noción sobre de qué trata, pero eso es todo…».

El rodaje terminó el 5 de diciembre de 1953. Ese día, Billy levantó la mirada hacia el cielo y lanzó, como un alarido: «¡Que te den por el culo!»: El coste final de la producción ascendió a 2.238.813, 19 dólares.

La premiere de Sabrina se celebró el 9 de septiembre de 1954 en Londres y el estreno el 22 de septiembre en Nueva York, coincidiendo —probablemente por designio de la Paramount— con la boda de Audrey y Mel Ferrer. La impaciencia del público por ver la película era evidente por las colas que se formaron en los cines desde el primer día.

El “New York Times” definió Sabrina como «la más deliciosa comedia romántica en años. Una frívola historia de Cenicienta realizada en el mejor estilo». “Newsweek” dio las gracias al director por haber conseguido que «fuese mucho más divertida que la versión teatral» y Sidney Skolsky, el prestigioso columnista de Hollywood, señaló que era especialmente digno de mención el hecho de que el filme presentase a Bogart, por primera vez, con pantalones a rayas, sombrero elegante y paraguas.

Bogie, el de los berrinches durante el rodaje, cosechó algunas de las mejores críticas de su carrera en el papel de Linus. Era, por supuesto, un filme Hepburn, confeccionado pensando en sus excepcionales cualidades, «pero también es con toda justicia una película Bogart», escribió el “New York Times”, «porque su habilidad es extraordinaria… La maestría con que este veterano y recio actor combina chistes y zorrerías con una manera muy masculina de enternecerse es una de las inapreciables satisfacciones de este espectáculo».

En general, los críticos fueron menos efusivos con esta nueva película de Audrey. “Time” dijo que «el atractivo de Hepburn, está más claro con cada película, se deja a la imaginación; cuanto menos actúa, más la imagina la gente haciéndolo, e inteligentemente hace muy poco en Sabrina».

En la revista británica “Films and Filming” se pudo leer: «Sabrina es la gilipollas que revienta la burbuja que fue Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma. Seguramente la moda de la asexualidad no puede ir más lejos que este extraño híbrido con el pelo masacrado. Por supuesto, nada de esto importaría realmente si el encanto y la gracia fueran sinceros, pero me temo que está dejando que sus cálculos se vean».

Pero la única opinión que importaba era la del público, donde el mandato de los fans fue claro: Sabrina fue el tercer filme más taquillero de 1954 (recaudó cuatro millones de dólares). Además, el estilo de la protagonista, conocido como la “mujer gacela” en razón de su extrema esbeltez, causó furor entre las jóvenes de la época.

Todas querían parecerse a Sabrina. Y Audrey se convirtió, a sus veinticinco años, en la actriz a copiar por todas las mujeres. «Es ligera y delgada, pero al mirarla se siente su presencia. Con la posible excepción de Ingrid Bergman, no ha habido nadie igual desde Greta Garbo», dijo Wilder tratando de explicar el secreto de la nueva estrella.

En febrero de 1955, Hepburn recibió su segunda nominación al Oscar. Perdió ante Grace Kelly por La angustia de Vivir. Wilder también salió con las manos vacías de la ceremonia, derrotado por Elia Kazan. La encargada de salvar el honor fue, paradójicamente, Edith Head, premiada por el diseño de vestuario. El auténtico crédito pertenecía a Givenchy, quien fue demasiado educado para protestar. Audrey le telefoneó a París para disculparse, pero el modisto le dijo que no se preocupase porque «Sabrina me ha traído más clientes nuevos de los que puedo atender».

Pasados los meses, la relación de Wilder y Bogart mejoró notablemente. Ambos eran lo bastante profesionales como para saber que nadie iba a salir beneficiado de una hostilidad enconada en una comunidad de lazos tan estrechos como la de Hollywood. «Nos separamos como enemigos», dijo el director al año siguiente, «pero acabamos por reconciliarnos».[11]

La película empieza con un comentario en off, a la manera de un cuento de hadas, como si Sabrina no fuera más que otra variante sobre el tema clásico de la Cenicienta, el del príncipe enamorado de la criada. Pero las intenciones de Billy Wilder son menos transparentes.

En el año 1954, en el momento del estreno del filme, Humphrey Bogart, William Holden y Audrey Hepburn tenían cincuenta y cinco, treinta y seis y veinticinco años, respectivamente. En la piel de Bogie, por tanto, Linus tiene edad suficiente para ser el padre de Sabrina. También es mayor que John Williams (cincuenta y un años), que interpreta el papel de Thomas Fairchild, padre de la protagonista. La diferencia de edad entre Bogart y Hepburn hace improbable, al principio, una relación amorosa entre Linus y Sabrina.

Desde el principio, además, la película aborda la cuestión de la separación de las clases sociales, representadas en la familia Larrabee, símbolo del triunfo del sueño industrial americano, y la familia Fairchild, cuyo patriarca, Thomas, fue importado de Inglaterra junto al Rolls de los señores. Sabrina observa a David, el hombre al que ama, desde lejos, mientras éste baila con Gretchen Van Horn, la hija del director de un banco.

Pero éste es un cuento de hadas y ella es Audrey Hepburn. Sí, han adivinado lo que sucede. Holden tontea con ella, ella intenta suicidarse y es enviada a un curso de cocina en Francia. En París, a los sones de “La vie en rose” y delante del Sacré Coeur, que aparece a lo lejos, Sabrina rompe por fin el cascarón y escribe a su padre: «He aprendido muchas cosas; he aprendido a vivir en el mundo y con el mundo». Finalmente, la joven regresa para derretir el corazón de Bogart, un magnate de corazón helado cuya única compañía en la vida es “The Wall Street Journal”, y Holden se queda para dirigir la empresa. Este característico cambio de roles del cineasta de origen vienés es romántico, divertido y austero, todo al mismo tiempo.

Bogart es el hombre de plástico y Wilder le satiriza despiadadamente a él y sus ideales. La edad de Bogie aquí es crucial: parece un enterrador que ha esquivado la juventud que Hepburn le dará. Holden es el otro extremo e igualmente ridículo, conduciendo sus vistosos coches, forzado a un matrimonio entre empresas, y forzado a sentarse sobre unas copas de champán, permitiendo a Humphrey solucionar el problema de Audrey. Es una historia de Cenicienta que se vuelve contra su cabeza, una sátira sobre derribar las barreras de clases y emocionales, y una confrontación entre la insensibilidad del Nuevo Mundo y la humanidad del Viejo Mundo.

Dentro de una tradición de comedia romántica en la que Wilder siempre ha destacado, Sabrina supone casi la perfección y el equilibrio. Modélica en su hechura, ritmo y construcción, la cinta presenta, como es norma en el cine de este maestro del género, memorables diálogos y situaciones a lo largo de un guión lleno de sabiduría, malicia y sentido del humor.

Wilder, más heredero de Lubitsch que nunca, conjuga la contención expositiva con una fina capa de barniz corrosivo, demoledor, transformando un relato aparentemente “rosa” en una ácida reflexión sobre la sociedad americana. Y así, su retrato de los personajes es todo lo ácido que se puede esperar de él. Valga como botón de muestra su resumen del happy end de la película: Bogart consigue a la chica. Holden consigue un bonito coche deportivo.

Ni que decir tiene que los actores están soberbios. Audrey Hepburn se despojó en esta película de sus aires principescos y demostró su calidad interpretativa, al tiempo que daba vida a un nuevo tipo de mujer, esbelta, elegante y sofisticada. Su encanto, candor y frescura llenó la pantalla y cautivó el corazón de los espectadores. Sólo hay que ver con qué mimo encuadra su figura Billy Wilder,[12] acercándose a ella mientras escribe la carta que marca la metamorfosis del personaje, y admirar la expresión de la joven Sabrina cuando, de regreso a Long Island, aparece en la fiesta y observa a todos los hombres que la admiran y, sin duda, la desean…

Humphrey Bogart, por su parte, llevó a cabo una interpretación tan memorable como poco usual en él. Es preciso reconocer que, al menos en principio, el escenario y los decorados de Sabrina parecían más idóneos para Cary Grant que para Bogie: mansiones de lujo, fiestas de alta sociedad, coches descapotables, esmoquin blanco, brillantes diálogos de comedia… Pero hoy resulta difícil imaginarse a Grant en el papel de Linus Larrabee. Con él estaríamos hablando de una película completamente distinta, más convencional en el aspecto romántico y mucho menos compleja. Puede que Linus hubiese sido el mismo ser reprimido y reservado, pero Cary lo habría convertido en un chalado bastante más excéntrico, del estilo de su tímido personaje en La fiera de mi niña, carente del regusto de amargura que le confiere Bogart, cuya interpretación resta frivolidad y comicidad al filme pero, en contrapartida, le da un toque de distinción que lo enriquece y lo complementa.

William Holden, el tercer vértice de este triángulo mágico, también supo estar a la altura de las circunstancias, mostrando auténtica madera de estrella. Lo mismo puede decirse de los actores secundarios, en los que el director delegó esas impagables gotas ácidas que el tronco de la película le negaba. Todo el elenco, con mención especial a Walter Hampdem y John Williams, en los personajes de los respectivos padres de los dos galanes y de la chica, brindó interpretaciones dignas del mejor Billy Wilder.

Ignoren a los críticos que dicen que Sabrina es una de las obras menores de su director. Es una gran película, una de las más deliciosas comedias románticas de la historia del cine. Una obra maestra inmarchitable, eterna, cuyo gozo se renueva con cada nueva revisión.