Quizá sea éste el melodrama bélico más famoso del Hollywood de los años dorados, aquella época en que los grandes estudios dictaban su ley y en la que los superpoderosos productores imponían sus criterios. En su trasvase al cine, el libro perdió la mayor parte de su carga crítica, pero se convirtió en una memorable película, un espléndido melodrama militar en tiempo de guerra con historias entrecruzadas y pasiones incontenibles, que sobresalía no sólo por la dirección de actores, sino también por un guión prodigioso, un cuidadísimo montaje y un reparto portentoso en el que Burt Lancaster, Deborah Kerr, Frank Sinatra y Donna Reed escoltaban a un Montgomery Clift en estado de gracia expresiva. Escenas como la de Lancaster y Kerr en la playa y el toque de silencio de Clift por el amigo muerto son momentos que han quedado en la memoria del aficionado. De aquí a la eternidad fue el mayor éxito de la Columbia en toda su historia y obtuvo ocho Oscar, entre ellos el de Mejor Película y Mejor Director.

La película tuvo serios problemas en su gestación. El proyecto de llevar a la pantalla la obra de James Jones parecía una empresa condenada al fracaso. Al menos sin quitarle su fuerza y vol untad transgresora. Publicada en 1951, la novela cosechó grandes elogios de la crítica y estuvo en la cima de la lista de best sellers durante meses. Pero, ¿cómo podía convertirse en una película?

Aquel relato era conocido por la crudeza de su vocabulario —el más directo sobre la actividad sexual de toda la literatura norteamericana de la época— y por sus procaces escenas de sexo. El relato se centraba en dos apasionadas relaciones sexuales, una protagonizada por una mujer casada, la otra por una prostituta, un material demasiado comprometido para Hollywood en los días del rígido código Hays.

Aunque la historia podía blanquearse al gusto de la poderosa censura, había otros problemas de peso. El argumento, desarrollado en más de ochocientas páginas, era disperso y poco manejable. Más aún, la novela iba más allá de los conflictos de alcoba para formular una corrosiva crítica contra el estamento militar y su burocracia, lo que significaba que la productora lo tendría difícil, si no imposible, para conseguir apoyo al proyecto en Washington.

A principios de los años cincuenta, los estudios hollywoodienses seguían funcionando bajo el sistema de la Segunda Guerra Mundial: someter los guiones a la aprobación de instancias militares a cambio de permisos para filmar a la tropa, material e instalaciones. De ahí que las películas de guerra no fueran críticas con el Ejército. Con sus alusiones a las lacras de la vida militar —sadismo, favoritismo— antes del ataque a Pearl Harbor, “De aquí a la eternidad” no se acomodaba precisamente a la política propagandística del Pentágono.

Por todas estas razones, dos estudios ya habían renunciado al proyecto antes de que Harry Cohn entrase en escena y comprase los derechos de adaptación del libro por unos cuantiosos 82.000 dólares. Lo llamaban “la locura de Cohn” porque nadie en Hollywood creía que fuese factible realizar una versión cinematográfica de la primera obra de Jones. El chiste era que el tiránico mandamás de la Columbia había comprado los derechos porque era demasiado ordinario para saber lo obscena que era. Después de anunciar el proyecto en marzo de 1951 como un vehículo para los actores de la casa Glenn Ford, Broderick Crawford y John Derek, el estudio lo guardó en un cajón durante meses mientras trataba de decidir qué hacer con él.

El primer problema era convertir el material en un guión filmable. Cohn discurrió un plan sorprendente para los usos de Hollywood: contrató al autor de la novela. Jones se trasladó a Hollywood y no dudó en entregarse en cuerpo y alma a una empresa titánica que acabaría por devorarle. Escribía por las noches, entre las doce y las siete de la mañana, y antes de marcharse dejaba las páginas terminadas en la mesa del “gran jefe”. En su afán por suavizar la dureza del texto original, eliminó las líneas narrativas más atractivas del relato: suprimió el abuso de autoridad de los oficiales, obviando la participación de Holmes en el acoso al que se ve sometido Prewitt para que vuelva al ring, y convirtió a la esposa promiscua en hermana del capitán para no violar el tabú que prohibía el adulterio en Hollywood. Su tratamiento no resultó utilizable, pero él y Cohn establecieron una relación cordial.

El patrón de la Columbia buscó otros guionistas para adaptar aquella larguísima novela. Muchos rechazaron la oferta por considerar demasiado espinosa la materia argumental. Otros fracasaron en el intento. Los ejecutivos del estudio le pidieron que abandonara el proyecto, pero éste se negó a hacerlo. De aquí a la eternidad se había convertido en su causa.

El encargado de desenredar la madeja fue un recién llegado a Hollywood, Daniel Taradash, cuyas propuestas entusiasmaron al productor Buddy Adler. Tan emocionado estaba con las soluciones aportadas que concertó una reunión con Harry Cohn en su dormitorio. Al magnate también le gustaron las ideas de Taradash y le ofreció escribir el guión. El escritor aceptó, con la condición de cobrar el 2,5 por ciento de los beneficios. Cohn accedió.

El libro era un reto por su longitud, su complejidad, su polémico contexto y su amplia nómina de personajes. A juicio del nuevo guionista, el problema consistía en conservar el espíritu de la novela sin dejar de evitar el lápiz de los censores. Durante los primeros meses de 1952, Taradash redactó un tratamiento previo de 135 páginas que entrecruzaba las historias de los personajes, suprimía acciones paralelas y resolvía los problemas de censura, eliminando todo el pasaje de la prisión militar[1] —que ocupaba 150 páginas— e incluso convirtiendo a las jóvenes prostitutas del bur-del New Congress Hotel en “animadoras” de un cordial “Conversation Club”. Pero sobre todo descubrió una forma de ablandar al Ejército: añadió una escena en la que al capitán corrupto le dan la oportunidad de renunciar a su rango, en vez de ser ascendido como en la novela.

Taradash, a imagen y semejanza de Jones, se centró en dos personajes principales: el soldado Robert E. Lee Prewitt, un brillante corneta y campeón de boxeo que colgó los guantes después de dejar ciego accidentalmente a un amigo en el ring, y el Sargento Primero Milt Warden, un estricto suboficial a quien un colega describe como «el mejor soldado que he visto nunca». También había tres importantes personajes secundarios: la novia de Prewitt, Lorene, que pasa de prostituta en la novela a azafata de un club privado de hombres; Karen Holmes, la esposa del oficial superior de Warden y la mujer de la que se enamora el sargento; y el soldado Angelo Maggio, el arrogante amigo de Prewitt.[2]

El tratamiento gustó mucho y Taradash empezó a redactar el guión definitivo. Cohn siguió sus progresos en todo momento y celebró muchas reuniones con el escritor, a las que normalmente se unía Adler. El magnate desmenuzaba todas las escenas. Su acoso obligó a Taradash y Adler a analizar cada línea de diálogo, cada movimiento de la acción.

Aquel método deparó un texto sobrio y bien construido. Cohn, sin embargo, se empeñó en suprimir diez páginas más. Irritado, el guionista sugirió que las quitara él mismo, al azar. «Joder, yo no quiero cortar el guión», contestó el preboste, en tono lastimero. «Pero tenemos que hacerlo».

Cuando el libreto adquirió su forma definitiva, Buddy Adler se dispuso a cumplir su misión más delicada. En la guerra había sido teniente coronel del Signal Corps y tenía contactos importantes en el Pentágono. Se llevó el script a Washington, y al cabo de dos días había obtenido la aprobación del Ejército y su permiso para rodar en el cuartel de Schofield Barracks, la localización hawaiana de la historia.

Astuto negociador, Adler no quería filmar a espaldas del Ejército, porque «su colaboración en el rodaje era muy importante para conseguir que los figurantes fueran soldados auténticos». Según el productor, la censura militar impuso dos condiciones: «La primera, no mostrar el interior del calabozo donde Maggio estaba prisionero; la segunda, que el capitán que abusa de su autoridad y termina siendo ascendido a Mayor en la novela, fuera expulsado del Ejército en el filme». Se dice que el Pentágono llegó a exigir dieciséis modificaciones en el guión antes de dar su aprobación a la película.

Llegó el momento de seleccionar al director. Fue Taradash quien sugirió el nombre de Fred Zinnemann a Cohn. El realizador austríaco era un hombre muy respetado en la industria del cine, con mucha experiencia y probada habilidad para filmar historias sobre trasfondos de emociones humanas reprimidas en situaciones de tensión.[3] Pero las relaciones de Zinnemann y Cohn nunca fueron buenas. El magnate decía que Fred era un director minoritario y que nunca había hecho una película comercial. Le animaron a ver su último trabajo, Solo ante el peligro, producido por Stanley Kramer. Cohn vio el filme sin emoción especial, aunque en su descargo hay que decir que el montaje no estaba ultimado (la banda sonora, por ejemplo, no había sido incorporada todavía).

Taradash defendió encendidamente a Zinnemann, concluyendo así: «Puede que no haga esta película con él, pero por Dios que algún día haré una». Impresionado ante el fervor del guionista, el despótico patrón de la Columbia aceptó al cineasta vienés, pero insistió en que Aldo Ray o John Derek interpretasen el papel de Prewitt.

Zinnemann, un hombre de voz suave y constitución menuda, demostró tener las ideas claras en materia artística y se reveló un buen adversario de Harry Cohn. Se dice que la personalidad del cineasta era una de sus señas de identidad. Al parecer, nunca alzaba la voz en los platós ni sentía la necesidad de establecer una autoridad férrea sobre sus actores, prefiriendo dirigirse a ellos con un tono suave y pausado que, en ocasiones, era objeto de burla entre sus colegas. En cambio, sus relaciones con los ejecutivos de los estudios, y con sus propietarios, fueron menos idílicas. Bajo su aspecto tímido y contemporizador, su carácter apacible y su voz suave —en las antípodas del tono hiriente y despótico de sus encumbrados paisanos Billy Wilder y Erich von Stroheim— había una persona de convicciones firmes, que aceptaba negociar con los ejecutivos de los estudios cuestiones que consideraba superfluas, pero que no cedía ante ellos un milímetro en los territorios que veía como fondo de su trabajo: las ideas que se movían en la película y la dirección de los actores.

Así, la preparación y el rodaje de De aquí a la eternidad se convirtió en algo aún más delicado que una operación militar. Entre las batallas que el director ganó estaban el derecho a controlar el reparto, acortar la excesiva longitud del relato sin que se perdiera el espíritu original, prever una autorregulación para evitar el lápiz de los censores y emplear el blanco y negro, con vistas a una mayor dureza visual, en lugar del color, exigido por el estudio.

Fue en este punto cuando entró en escena Montgomery Clift. El intérprete asistió a una fiesta crucial organizada por el experto literario Vance Bourjaily. La atmósfera estaba plagada de escritores. La mayoría de ellos, incluyendo a Norman Mailer y James Jones, no conocían a Monty, y, como decía el autor de “De aquí a la eternidad”, «todos en la fiesta quedamos impresionados por él. Parecía un tipo sensible y perceptivo, en lugar de una estrella de cine egocéntrica y arrogante. Un artista, en de finitiva».

—Es una pena que no vayas a interpretar a Prewitt. Creo que estarías perfecto —le dijo Jones a Clift.

Él contestó:

—Me gustaría hacerlo.

—Demonios —exclamó el escritor—, ya han escogido a John Derek. Estará horrible. Deberías escribirles una carta.

—No puedo hacer eso. Si lo hiciera y ellos supiesen que yo quería el papel, no me lo darían simplemente por principios.

Jones, según pasaban los días, estaba más convencido de que sólo Monty podía hacer justicia a su criatura, y así se lo hizo saber a Buddy Adler en una entusiasta misiva. Al productor le encantó la idea. Habló con Zinnemann, que también se mostró entusiasmado: «En el libro hay una frase sobre Prewitt como un hombre engañosamente delgado, y supe inmediatamente que era Monty».[4]

Las objeciones de Cohn sólo hicieron que el director se mostrase más firme. El magnate insistía en John Derek o, en su defecto, en Aldo Ray, que llevaba diez semanas cobrando sin trabajar.

Zinnemann amenazó:

—Gracias, pero sin Clift, yo no sigo.

Y el malencarado Harry vociferó:

—¡Yo soy el presidente de esta empresa! No me vengas con ultimatums.

Con toda la tranquilidad del mundo, Fred explicó:

—No te estoy dando un ultimatum. Quiero hacer una buena película y no me veo capaz de hacerla sin Monty Clift.

Cohn se opuso violentamente; se suponía que Prewitt era un boxeador y Monty parecía demasiado frágil. Finalmente, después de mucho discutir, los dos contendientes llegaron a un compromiso: Zinnemann haría pruebas de pantalla a Derek y Ray, y el magnate acataría su decisión.

Por supuesto, los test demostraron que Clift no tenía competencia para el papel, y Cohn se vio obligado a ceder ante el director y el productor. A partir de ese momento, las cosas se movieron con rapidez. Monty recibió el guión, le impresionó la obstinada energía del personaje, y acabó convirtiéndose en la primera estrella contratada con un sueldo de 150.000 dólares.

Columbia empezó a hacer públicos los planes de preproducción para De aquí a la eternidad a principios de 1953. Se anunció que Joan Crawford interpretaría a la promiscua esposa del capitán Holmes, que Eli Wallach encarnaría a Angelo, que Montgomery Clift haría lo propio con Prewitt y que Gladys George sería la propietaria del North Hotel Street, un prostíbulo de Honolulu. El resto del reparto se completaría con actores en nómina de la compañía o próximos a ella.

Sucedió entonces el milagro en forma de un rechazo de miss Crawford. Ésta abandonó su papel de Karen, la adúltera oficial en lo que sería presumiblemente el melodrama del año, aunque le gustaba el guión. La explicación que dio Joan no puede ser más pintoresca: ¡no le gustaba el vestuario! Efectivamente, la actriz declinó intervenir en el filme cuando la Columbia se negó a sus pretensiones: seleccionar al operador jefe y al maquillador y tener completa libertad para elegir su vestuario. Zinnemann se sintió algo liberado, ya que deseaba un reparto femenino que se apartara de los arquetipos establecidos.

Este ejercicio de divismo abrió la puerta a una de las metamorfosis más bruscas que recuerdan los años cincuenta. La hasta entonces ingenua Deborah Kerr se lanzó a por el papel como una tigresa y luchó desesperadamente por conseguirlo. No le fue fácil. Ninguno de sus trabajos para la Metro-Goldwyn-Mayer hacían presagiar el cambio que se avecinaba.

La compañía del león había visto en esta pelirroja británica de rasgos nobles un glamour discreto que no respetaba en absoluto los parámetros hollywoodienses, pero su vida artística parecía condenada a quedar sumergida en el insípido papel de esposa altruista y abnegada en que quisieron encasillarla durante sus primeros años en la meca del cine. O por lo menos eso cabe deducir de su presencia meramente decorativa en títulos como Las minas del rey Salomón, Quo Vadis? o El prisionero de Zenda, donde se limitó a repartir sonrisas encantadoras para el héroe y poco más, aunque su distinción le permitió salir airosa en todos estos filmes.

Así debía verla Harry Cohn cuando el representante de Deborah, Bert Allenberg, se presentó en su despacho para proponer tímidamente a su cliente para el papel. «Anda, imbécil», gritó el magnate, «fuera de mi vista». Ese mismo día, el irascible Harry comentó, entre risas, el ofrecimiento a Adler, Zinnemann y Taradash:

—¿Sabéis lo que me ha propuesto ese chiflado de Allenberg? Dar a Deborah Kerr el papel de Karen.

Gracias a un golpe de inspiración poco común, los tres visitantes se miraron y dijeron casi a la vez: «¡Sí!». Todos entendían el acierto que suponía repartir el papel a una actriz cuya incursión en la promiscuidad constituiría un elemento sorpresa.

Era una extraña elección. Deborah no sólo era escocesa, sino que invariablemente interpretaba a gentiles damas, y Karen Holmes, la mujer que se ha acostado con más militares de los que puede contar, era cualquier cosa menos eso. «Estaba asombrada de conseguir el papel», recordaba Kerr. El propio director manifestó: «Siempre encarnaba a personajes distantes, un poco fríos, y yo le di el rol de una adúltera, mejor dicho, casi una ninfómana».

Donde sí hubo unanimidad fue en considerar que el papel del sargento Milt Warden era para Burt Lancaster. Pero el actor se había asociado con Harold Hecht para producir sus propias películas y no estaba disponible. La única vía de acceso a sus servicios era comprar un contrato antiguo que el productor Hal Wallis tenía con Lancaster. Pero Wallis se resistía a vender pese a las fuertes presiones, así que cuando faltaban seis semanas para el comienzo del rodaje, la Columbia adjudicó provisionalmente a Edmond O’Brien el rol de Warden. También se barajaron los nombres de Glenn Ford y Robert Mitchum.

El ayudante de Cohn, Milton Pickman, discurrió entonces una fórmula para hacerse con Burt. La Columbia pagaría 150.000 dólares a Wallis a cambio del astro. Además, el estudio abonaría cuarenta mil dólares por un rutinario guión del productor, Bad for Each Other, más los servicios de Lizabeth Scott y Charlton Heston como protagonistas de este proyecto. La venta de este paquete le reportó a Wallis 180.000 dólares adicionales. Lancaster tampoco se fue de vacío. «Yo sabía que Hal estaba consiguiendo el equivalente a 330.000 dólares por mí», recordaba, «así que le pedí un bonus, y conseguí mi salario de 48.000 dólares más un extra de 25.000».

Quedaba otro espinoso problema por resolver: el rol de Lorene, la prostituta. Donna Reed fue la primera actriz que se sometió a prueba para el papel. Había pasado ocho años en la Metro y ahora pertenecía a la Columbia. En su eterno afán de dejar en evidencia a Louis B. Mayer, Cohn quería darle a Donna un papel que la llevara al estrellato. Pero Zinnemann no estaba interesado. Quería contratar a Julie Harris, a quien ya había dirigido en The Member of the Wedding. Al magnate le daban sudores fríos solamente con pensar en Julie, a quien llamaba despectivamente «el terror de los niños».

Cohn pidió a Reed que interpretara una escena con Aldo Ray, a quien el preboste seguía apoyando para el papel de Prewitt. El cineasta vienés filmó toda la escena enfocando la cara de Aldo; Donna sólo aparecía de perfil o de escorzo. Tres meses después, Cohn llamó a la actriz para hacerle otra prueba, esta vez de morena. Al cabo de unas semanas, quiso proseguir la selección con la misma escena.

—¿Pero por qué? —contestó ella—. Ya he hecho esa escena dos veces.

—No preguntes —ordenó el magnate—. Hazlo.

Reed obedeció. Esta vez trabajó con Monty Clift. La escena era aquella en que la prostituta habla de volver a su pueblo para llevar una vida respetable. Zinnemann reconoció en la intérprete un aire burgués que enriquecía el personaje. El truco de Cohn había funcionado. Después de ceder en el reparto de otros papeles a intérpretes externos, necesitaba dar uno de ellos a un actor de la casa.

El toque más pintoresco y misterioso del elenco fue la elección de Frank Sinatra. En aquella época, la de su tumultuoso matrimonio con Ava Gardner, Frankie atravesaba uno de los peores momentos de su carrera. Una serie de desgracias personales le habían deparado cierta publicidad negativa, su programa televisivo de variedades era un fracaso, escaseaban las ofertas de cine y hasta los contratos para actuar en directo eran modestos. En medio de tan negativos eventos, la reputación de la estrella iba languideciendo, a lo cual contribuyó que la tensión nerviosa había debilitado su voz hasta convertirla en una sombra de lo que había sido en sus tiempos de gloria. La última gota fue cuando MCA, la mayor agencia del negocio, canceló su contrato. Frankie debía 100.000 dólares en impuestos, y no tenía el dinero. Nadie le quería, y el que menos Harry Cohn.

Fue entonces cuando puso los ojos en el novelón de James Jones. Más que leerlo, lo devoró, obsesionándose con el personaje de Maggio. Ambos estaban poseídos por un espíritu indomable; se negaban a rendirse, sin importarles los obstáculos. Maggio no era sólo un personaje. Sinatra era Maggio.

“La Voz” puso en marcha una ruidosa campaña para conseguir el papel en contra de los deseos del jefazo del estudio, pero el tiro le salió por la culata. Es sabido que Cohn sólo accedió a hacerle una prueba cuando Ava Gardner se lo pidió personalmente. Frankie, que se encontraba en Kenia acompañando a su mujer en el rodaje de Mogambo, se pagó el viaje de Nairobi a Hollywood, donde el magnate lo hizo esperar dos horas antes de recibirlo en su despacho.

—Si me das el papel, te pagaré —dijo el actor sin más preámbulos.

Cuando Buddy Adler le entregó el guión de las escenas que debía interpretar, Sinatra se lo devolvió, diciéndole que no lo necesitaba. Había memorizado todos los diálogos de tanto leerlos; estaba más que preparado. En la secuencia del bar, en la que Maggio agita los dados y los lanza sobre la mesa de billar, el actor echó mano de la improvisación y utilizó un puñado de aceitunas a modo de dados. «Sólo aquella escena, aquel ingenuo despliegue de frescura, le hizo acreedor del papel por lo que a mí se refería», declararía Zinnemann en 1997.

Después de la audición, Frankie regresó inmediatamente a África para consolar a Ava, que había sufrido un aborto en su ausencia, y allí, junto a su mujer, se dispuso a esperar noticias de su agente.[5] Había luchado con uñas y dientes por el papel, pero la Columbia tenía otros dos candidatos: un joven actor de Nueva York llamado Eli Wallach, sin experiencia en el cine, y un popular cómico que respondía al nombre de Harvey Lembach. A nadie le gustó la prueba de Lembach, y rápidamente quedó fuera de la competición. La atención se centró en Sinatra y Wallach.

Oriundo de Brooklyn, Eli había debutado en Broadway en 1945. Desde entonces se había convertido en uno de los más respetados actores teatrales de Nueva York, un exponente del Método. Era un soberbio actor y todo el mundo quedó impresionado por su prueba, de manera que empezaron a correr rumores de que la Columbia ya le tenía prácticamente contratado. «Hizo el mejor test de los tres, sin duda alguna», dijo Daniel Taradash. «Sinatra no tenía nada del consumado talento interpretativo de Wallach».

El rodaje de De aquí a la eternidad estaba programado para empezar en marzo de 1952. Sólo el personaje de Maggio seguía pendiente de adjudicación, y los ejecutivos del estudio estaban empezando a desesperarse. Zinnemann, Taradash y Adler se reunieron en casa de Cohn para tomar una decisión definitiva. Se sentaron en la sala de proyección del magnate y visionaron las pruebas de Wallach y Sinatra. Pero seguían sin poder decidirse. Finalmente, el imprevisible Harry subió las escaleras, llamó a su mujer y le hizo ver los dos test. Cuando las luces se encendieron, ella dijo al grupo: «Eli Wallach es un actor brillante, no hay duda de eso. Pero su imagen es demasiado buena. No es delgado, no es patético y no es italiano. Frank es Maggio para mí».

Y eso lo decidió todo. Unas pocas palabras de la esposa del patrón de la Columbia salvaron la carrera de Sinatra. La leyenda complicaría la historia con el paso de los años, particularmente cuando las conexiones mafiosas del astro se hicieron bien conocidas.

En realidad, existen otras tres versiones sobre el modo en que Frankie se salió con la suya. La primera sostiene que el agente de Wallach comenzó a hacer exigencias económicas que enfurecieron a Cohn. La segunda, que el mismo Wallach se mostraba ambivalente ante Maggio. Había aceptado protagonizar en los escenarios de Broadway la nueva obra de Tennessee Williams, “Camino Real”, que iba a ser dirigida por Elia Kazan. Williams era el dramaturgo más importante de América, Kazan el director más respetado, y ningún actor de teatro de Nueva York en su sano juicio hubiese rechazado la oportunidad de trabajar con estos dos colosos. Las películas eran sólo películas. Podían esperar a otro día.

Pero queda la tercera versión, que es también la más popular, según la cual la Mafia ayudó a Sinatra a conseguir el papel. Pese a que no hay documentos que lo atestigüen, tan extendida estaba esta creencia que los rumores alcanzaron un status mítico gracias a la novela de Mario Puzo “The Godfather”. La mayoría de la gente identificó a “La Voz” con el protegido de Don Vito Corleone, el cantante en declive Johnny Fontane, a quien el hampa consigue un suculento contrato en el cine gracias a la sanguinolenta cabeza de un caballo.[6]

«Aquí no hubo cabezas de caballo», comentó Zinnemann años después. «Frank no hacía más que enviar telegramas al jefe de la Columbia, al productor y a mí, firmados con el nombre del personaje: Maggio. Su prueba fue buena y no vi ninguna razón por la que no debiera hacer la película. Pero no hubo presiones. Si yo no le hubiese querido, no le habríamos contratado».

Cohn ofreció a Sinatra mil dólares por ocho semanas de trabajo, un sueldo muy inferior a sus honorarios habituales en el cine. “La Voz” y sus representantes aceptaron las condiciones en el acto, contentos al saber que la Columbia no exigía compromisos para futuros proyectos. Solicitaron garantía de que el nombre de su cliente figuraría junto al resto de las estrellas. Cohn era reacio a aceptar esta condición, porque no quería dar la impresión de que De aquí a la eternidad era un musical. Pero acabó acreditando a los cinco protagonistas por delante del título de la película.

La nómina de secundarios se completó con actores noveles como Ernest Borgnine, en uno de esos papeles de villano duro tan habituales en la primera etapa de su carrera, o característicos como Barbara Morrison, quien encajaba a la perfección en la descripción que hacía James Jones de la propietaria del burdel, personaje que en un principio estaba destinado a Gladys George.

Encajadas todas las piezas del rompecabezas, Cohn desvió de nuevo su atención hacia el guión. Aún quedaban muchas aristas por pulir, y así se lo hizo saber a Taradash, Zinnemann y Adler. Para llegar a tiempo al rodaje, les encerró en las oficinas del estudio y les obligó a trabajar por las noches.

Clift supo desde el principio que De aquí a la eternidad era especial. Prewitt era casi su doble psicológico. Pasó semanas profundizando en el guión, buscando motivaciones, trabajando en el gimnasio para poner su cuerpo en forma. No satisfecho con esto, Monty tomó lecciones del trompetista de jazz Manny Klein para tocar la corneta. Aunque él no emitía ningún sonido en el filme, consideraba esencial que su boca y su garganta se moviesen de modo correcto, como así fue.[7] En la película todo su cuerpo parece proyectarse con las notas que brotan del instrumento. El propio Klein le dobló en la banda sonora.

Semanas antes de comenzar el rodaje, Monty voló a Tucson, Arizona, para hablar con el autor de la novela sobre su personaje. Durante esos cuatro días de intensas discusiones, Jones sintió que Clift le estudiaba con detenimiento, especialmente sus gestos. Estaba en lo cierto. El escritor tenía su psique parcialmente moldeada por el ejército, y estaba lleno de gestos militares, detalles que el actor absorbió con especial fruición.

En Hollywood, el marathon preparatorio de Monty continuó. El guión decía que Prewitt era un destacado boxeador y, naturalmente, él quería tomar lecciones de boxeo para parecer convincente. Las clases las acompañó de una contundente ración de ejercicios físicos. Después de despertar a todo el mundo con su toque de corneta a las seis de la mañana, el actor practicaba marcha como un soldado y después hacía footing. «Trabajó tan duro», decía la esposa del director, Renée Zinnemann, «que estaba casi agotado cuando empezaron a rodar».

Cohn fijó el techo de gastos de De aquí a la eternidad en dos millones de dólares. Lancaster se presentó en Columbia el 19 de marzo de 1953, sólo cuarenta y ocho horas después de terminar su trabajo en Huracán de emociones. Que el sargento Warden destacase entre tanto talento no era tarea fácil. En realidad, Burt nunca había encarnado a un personaje tan ambicioso en medio de un equipo de tal calibre. Tampoco podía dominar al cineasta vienés como había hecho con Robert Siodmak. Por primera vez, además, tenía verdadera competencia masculina.

Lancaster no era la clase de hombre o de actor que gustaba a Clift. La primera vez que se vieron, Burt no le miró a los ojos. En lugar de eso, recorrió con la mirada su esbelto cuerpo, con ardiente interés. Monty se dio cuenta inmediatamente de que Lancaster estaba midiendo la competencia. Durante la filmación, las dos estrellas fueron educadas, pero no encontraron terreno común para la amistad.

En realidad, Monty Clift ni siquiera lo intentó. En privado confió a sus amigos que le consideraba un actor «horrible» y «una gran bolsa de aire». No podía superar el hecho de que encabezase los créditos. Prewitt era el personaje más complejo, pero Warden, como reconocería el director, era «el catalizador, el comentarista de toda la situación».

Burt, sin embargo, sentía un gran respeto por Monty. «Abordaba el guión como un científico», observaba. «Nunca he visto a nadie tan meticuloso». Lancaster escondía su admiración detrás de una pose defensiva, sabiendo que estaba observando la clase de interpretación emocionalmente audaz que él era incapaz de abordar. «La única vez que he sentido verdadero miedo como actor», dijo una vez, «fue en mi primera escena con Clift. Era mi escena: yo era el sargento, yo daba las órdenes, él era sólo un soldado bajo mi mando. Bien, cuando empezamos, mis rodillas no dejaban de temblar. Pensé que tendrían que parar el rodaje porque se me notaría el temblor… Tenía miedo de que él me barriese de la pantalla».

¡Qué lejos estaba Burt de imaginar los fantasmas que asolaban la mente de Monty! Reservado, individualista, turbulento y atormentado hasta la neurosis, Clift lo tuvo todo y, sin embargo, su vida fue un cúmulo de amarguras y fracasos emocionales. El alcohol hizo el resto. Donna Reed recuerda que, aparentemente, el actor ya tenía problemas en 1953. Estaba extremadamente nervioso… «Podía sentir la enorme lucha que tenía que superar para actuar… parecía angustiado todo el tiempo».

En el primer día de rodaje, Donna pudo comprobar el tremendo esfuerzo de Monty. Tenían que encontrarse en el New Congress Club, la eufemística traducción en la película de lo que en el libro de Jones era un burdel. Clift y Sinatra tenían que llegar borrachos y sin aliento. «Estábamos listos para filmar y de repente no podían encontrar a Monty. Buscaron por todo el set, pero no había ni rastro. Fueron quince minutos de tensión… hubo llamadas por todas partes. Entonces Monty llegó corriendo, sin aliento. Había salido del edificio para correr y prepararse».

Lo cierto es que, por primera vez en su carrera, el alcoholismo de Clift estaba empezando a afectar a su trabajo. Monty estaba borracho. Al principio parecía que sólo quería bromear, pero cuando empezó a perder el control y a correr por el plató, Zinnemann se dio cuenta de que no iba a haber ninguna escena. Sinatra también se dio cuenta y se llevó a su compañero al camerino. Frankie, a estas alturas, ejercía un poder increíble sobre él.

Jones le preguntó al director qué sucedía con Clift. Se habían emborrachado juntos por las tardes, pero nunca de una manera tan delirante. «Sí, Monty está borracho», respondió Zinnemann, «pero creo que el problema es más emocional. También es cansancio. Se encuentra completamente agotado por la forma en que se ha estado preparando».

Después de tres cuartos de hora, los dos actores regresaron, preparados para rodar la escena. Los presentes achacaron el cambio a la devoción que Clift profesaba por “La Voz”. Él nunca había estado cerca de alguien como Sinatra. Producto de una familia italiana de clase baja de New Jersey, Frankie era un adorable temerario; vulnerable por dentro, pero un bebedor, presuntuoso, ruidoso soldado de fortuna por fuera. Salvo en el aspecto físico, los dos amigos no podían ser más diferentes. Sinatra había aprendido a ser un luchador callejero en todos los sentidos. Monty —en su interior aún el pequeño príncipe que había crecido en una prisión de riqueza y refinamiento— estaba fascinado por él. Incluso sus circunstancias en la película indicaban la gran diferencia que había entre ellos. Clift, en la cima de su carrera, había conseguido el codiciado papel de Prewitt como un regalo de cumpleaños. Sinatra tuvo que suplicar para conseguir el de Maggio.

Después de dos semanas en Hollywood, todo el equipo viajó a Hawai en un vuelo especial que llegó a su destino a las cinco de la mañana. A mediodía empezó el rodaje. Clift y Sinatra prosiguieron su comunicación emocional a través del común denominador del alcohol. Bebieron como cosacos durante sus tres semanas en Honolulu, y todos los implicados en la producción parecían, por etapas, divertidos, sorprendidos y asustados por la seguridad de la película debido a las continuas juergas de los dos actores.

Existía lo que parecía ser un ritual nocturno. A las diez de la noche, los dos empezaban a beber en la habitación de Sinatra; después salían del hotel y se adentraban en la salvaje noche hawaiana para pasar un buen rato. Bebían casi compitiendo, cada uno tratando de superar al otro en consumo de alcohol hasta que, noche tras noche, caían desplomados. Frankie conseguía recuperarse para el rodaje del día siguiente, pero Monty no siempre tenía tanta suerte, y en ocasiones tuvieron que obligarle a beber café para que pudiera interpretar una escena.

Según parece, Lancaster estaba tan acostumbrado a cargar con sus dos compañeros, inconscientes, hasta sus habitaciones, desvestirles y meterles en la cama, que durante los años siguientes se dedicó a mandar un telegrama a Frankie por su aniversario con el mensaje: «Feliz cumpleaños, de mamá».

La atmósfera en las localizaciones de Hawai era quebradiza y llena de problemas de personalidad. La dificultad estribaba en los distintos temperamentos de las principales estrellas de la producción. Frankie, por ejemplo, era conocido como “Sinatra Toma Única”. Cuando llegaban a la tercera, se aburría y no se molestaba en disimularlo. Monty era todo lo contrario. Ensayaba antes de cada escena y alentaba la repetición de las tomas, porque descubría nuevos matices en cada una de ellas. Zinnemann y Clift tenían una relación especial. Cuando trabajaban juntos, ambos colaboraban, formaban equipo.

Lancaster era un caso aparte. Se preocupaba por todo: su físico, los ángulos de cámara, el texto. Durante las pausas en el rodaje se iba a ejercitar los músculos. No estaba contento con sus diálogos, y seguía exigiendo cambios en un guión que todo el mundo había decidido que era perfecto. Su insistencia desquició al habitualmente mesurado Zinnemann, y ambos se enzarzaron en discusiones a gritos dentro y fuera del set. Nadie pudo olvidar el día que el director mandó a la vanidosa estrella «a tomar por…».

«No creo que se llevasen demasiado bien», reconoció Deborah Kerr. «Burt era muy inflexible y Fred también, pero de un modo completamente diferente». No le faltaba razón. Zinnemann, un hombre extraordinariamente templado, descrito en cierta ocasión como un tipo «pequeño, tímido, sin pretensiones… que da la impresión de poner del revés su alma cada vez que habla», explicaba sus argumentos con calmada convicción. Lancaster, en cambio, era proclive a discutir a gritos, vehementemente.

Sinatra también causó problemas. Era un hombre propenso a los cambios de humor. «Era maravilloso trabajar con él», decía el director, «el noventa por ciento del tiempo. El otro diez por ciento podía ser gritón y grosero… Se entregaba totalmente, mostraba gran vehemencia, pero estaba alterado. Tenía un lado oscuro, eso era evidente. Bebía demasiado. Sin duda debía ser un alcohólico. Aunque debo reconocer que nunca fue un borracho acabado. Sencillamente se ponía muy desagradable cuando bebía y pensaba en sus problemas, pero yo tenía la impresión de que, cualesquiera que fueran, de alguna forma dieron mayor dimensión y profundidad a su interpretación. Empapó al personaje de su experiencia vital, lo cual era evidente para cualquiera que lo contemplara. Fue un placer trabajar con él y observarlo mientras actuaba».

Lancaster practicaba su propia forma de controlar el estrés aprendiéndose los diálogos de todos los demás, entrenando y manteniendo un romance, que después confesó a unos cuantos amigos íntimos, con Deborah Kerr. Juntos, la improbable pareja ensayaba sus frases y perfeccionaba su gran escena de amor. «Había una gran química entre nosotros», decía la actriz, tal vez explicando cómo la mujer conocida por sus papeles de dama al estilo británico desarrolló unas aptitudes para la pasión en pantalla que asombraron a todo el mundo.

El momento cumbre entre las dos estrellas, el de sus alardes amorosos al borde del mar, se rodó en la playa de Blowhole, en el extremo Este de Oahu. Allí se besan apasionadamente, tumbados en la arena con sus trajes de baño, mientras las olas del océano rompen a su alrededor. Por difícil que resulte de imaginar en retrospectiva, ese celebrado abrazo casi se queda sin grabar. Según el ayudante de dirección Earl Bellamy, Zinnemann escenificó el beso con Burt y Deborah de pie. Cuando Adler lo presenció en el ensayo, torció el gesto y le dijo a Bellamy: «Chico, tenemos que cambiar esto». Viendo el descontento del productor, Lancaster le preguntó si podían enseñarle otra versión, una que habían experimentado por la mañana. Quienes estuvieron presentes recuerdan el impacto erótico que provocó su escenificación, de manera que quedaron despejadas todas las dudas.

Para rodarla, sin embargo, hicieron falta tres días y más de cien personas. «El desafío era sincronizar la escena con las olas», recordaba Zinnemann, «para que rompieran sobre la pareja en el momento adecuado». La revista “Look” sostenía que la secuencia marcó «un récord en tiempo, personal y equipo para una sola escena de amor». Pero el resultado mereció la pena.

Mientras, la filmación proseguía en medio de una gran tensión. Cohn había enviado al equipo a Hawai con un plazo fijado y un presupuesto estricto, y cuando estallaron agrias disputas entre los miembros del equipo, él mismo se presentó en la isla. Quería asegurarse —ayudado por un grupo de informadores— de que todo marchaba según lo previsto. Su desconfianza era tal que se implicaba en cada detalle de la filmación. «Una toma de las olas es suficiente», insistía en una típica nota de producción. «Hacer tres tomas es ridículo».

El magnate fijó un programa de trabajo agotador: el equipo se levantaba a las cinco de la mañana y rodaba hasta las diez de la noche. Eso sólo acrecentó las tensiones. A medida que los días pasaban, el metraje era visionado y montado en el acto. La gente del estudio y de la prensa tomó la localización al asalto. «Millones de personas parecían zumbar a nuestro alrededor», decía Zinnemann.

Doce horas fueron necesarias para llevar a cabo la escena de la pelea a cuchillo entre Clift y Borgnine, que dura solamente tres minutos y medio en la película. Los actores terminaron reemplazando a los dobles porque éstos luchaban de forma tan diestra que parecía artificial. «Comenzamos a filmar un sábado a las cinco de la tarde», comentó Borgnine, «y acabamos la escena a las cuatro cuarenta de la madrugada del domingo. Fueron las horas más penosas que he pasado en mi vida. Sentía como si me estuvieran pasando por una trituradora».

Una tarde apacible, poco antes de terminar el rodaje en Hawai, se grabó la escena donde Clift y Sinatra aparecen borrachos delante del barracón de oficiales, en Fort De Russy. Cohn había decidido que los actores actuaran de pie. Sin embargo, cuando ensayaron los diálogos, Frankie decidió que la situación fluiría mejor con los personajes sentados. A Zinnemann no le gustó la idea, pero Sinatra insistió —de forma grosera—. Monty, que estaba sobrio por una vez, decidió atenerse al guión, y se quedó de pie. Frankie, fuera de sí, le abofeteó. El director aplacó a Sinatra accediendo a la posición de sentados. La noticia del altercado llegó inmediatamente —vía Adler— a oídos de Cohn, que estaba cenando en el Royal Hawaiian Hotel con el General O’Daniel —a cargo de toda la Fuerza Aérea del Pacífico—. No tardaron un segundo en levantarse de la mesa.

Mientras Sinatra y Clift interpretaban la escena, se escuchó una sirena. Una limusina del Ejército del Aire apareció de pronto y se acercó a la cámara situada delante del barracón. Del vehículo descendió Cohn, fruncido el ceño en la carota bronceada. El general, igualmente imponente en porte y tamaño, apareció detrás de él. Ambos llevaban smoking blanco, el del general perlado de condecoraciones.

Cohn cerró de un portazo la puerta de la limusina y fue dando zancadas hacia Zinnemann, exigiendo a gritos una explicación. ¿Cómo se atrevían los actores a decirle al director lo que había que hacer?, ¿por qué el director no estaba siguiendo el guión? Después amenazó con cancelar la producción si las cosas no se hacían a su modo.

El cineasta vienés se quedó mirando la figura desafiante del patrón del estudio, luego a los grupos de oficiales y otros miembros del Ejército que observaban la escena. Avergonzado, aceptó filmar la escena tal y como estaba escrita. Unos minutos más tarde, las dos engalanadas personalidades montaron en su limusina, dejando a todo el mundo boquiabierto.

Ajeno al mundanal ruido, Monty trabajó desesperadamente por hacer perfecto a Prewitt. Todos los miembros del reparto estaban impresionados por su total compromiso. Su tensión durante el rodaje era casi palpable. Entre las tomas, una mirada de temor aparecía en sus ojos, y podía sentirse su miedo a que todo se hundiese ante las cámaras. Parecía menos confiado a medida que la película avanzaba.

El drama personal se hizo particularmente visible en la secuencia de su muerte. Clift rechazó utilizar un doble. Zinnemann le dio algunas instrucciones, pero nadie sabía cómo saldría la escena, hasta que las cámaras empezaron a rodar y el actor corrió a través del campo. En la primera toma se indicó un disparo y Monty se lanzó de cabeza a una zanja; se escuchó un extraño ruido sordo. «Fue tan real que me recorrió un escalofrío», recordó Renée Zinnemann. «Por lo que yo sabía, Monty podía haber estado tirado ahí destrozado por la caída». Deborah Kerr recordaba: «Después de que se cayera, no me hubiese sorprendido si alguien hubiese dicho, “Monty está muerto”».

Sutil intérprete como siempre, Clift se defendió con la sensibilidad de costumbre, y fue capaz de conseguir la perfección mientras seguía emborrachándose con Sinatra. Sin embargo, la tremenda presión física y la tensión sobre su sistema nervioso empezaban a pesar demasiado al final de las tres semanas de localizaciones. Ver su evolución resultó una experiencia incómoda para sus compañeros. Dan Taradash estaba enormemente orgulloso de la escena de muerte que había escrito para Maggio, y con motivo. Cada frase había sido pulida hasta el mínimo, cada palabra calculada para crear una de las secuencias más emotivas de la película. Maggio tenía que morir en los brazos de Prewitt y sin palabras expresar que había querido a su amigo más que a nada en el mundo.

La escena iba a rodarse la noche anterior a que la producción abandonase Honolulu. Monty y Frankie aparecieron borrachos, tanto que el primero se desmayó. Zinnemann estaba aterrorizado; no había modo de posponer la escena. Sinatra agarró a Clift y le abofeteó. Pasó una hora antes de que empezase a volver en sí. El director estaba frenético, respirando hondo. No podía entender por qué su actor favorito estaba defraudándole de ese modo.

Finalmente, Frankie consiguió que Monty recuperase parte de sobriedad y empezaron la escena. Primero, Sinatra tropieza en la carretera, ensangrentado después de haber recibido una paliza de Ernest Borgnine, y muere en los brazos de Clift. Después, éste les ve colocar el cuerpo de Maggio, boca arriba, en la parte trasera de un camión, y dice: «Vigilad que no se de golpes en la cabeza». Monty no podía concentrarse para decirlo correctamente. Zinnemann le hizo repetir la frase, una y otra vez, pero a las dos de la madrugada decidió darlo por zanjado.

El cineasta vienés nunca había visto a Clift en ese estado. Sinatra cargó con las culpas, pero la realidad era que la oveja ya había abandonado el rebaño. Por primera vez, Monty estaba bebiendo abiertamente a la vista de todos. La escena de la muerte de Maggio es crucial en su vida; marca un punto de inflexión en una ascendente carrera que no había dejado de crecer. Los demonios empezaban ya a destrozarle, a convertir al apuesto galán romántico del pasado en un individuo patético, hundido en la depresión y la soledad.

En cuanto acabaron la fotografía principal en Hawai, a mediados de abril, actores y técnicos fueron embarcados en un vuelo a Hollywood para completar la película en los platós de Columbia. James Jones pudo asistir a gran parte del rodaje en Burbank gracias a Lancaster, que le había contratado para adaptar a la pantalla la novela de Max Catto, “The Killing Frost”.

La riqueza del proyecto sugería un extenso periodo de producción, pero De aquí a la eternidad se rodó en unos 41 días-relámpago. El 2 de mayo se dio el último golpe de claqueta. Empezaba la batalla del montaje.

Zinnemann, Adler y el montador William Lyon trabajaron incansablemente para dejar la cinta lista para su lanzamiento. Pero Cohn promulgó un nuevo decreto: la cinta no podía durar más de dos horas. La orden no obedecía sólo a la razón habitual, su aprecio por los filmes concisos y bien montados. También respondía a la animadversión de los exhibidores hacia las películas demasiado largas, que siempre reducían el número de entradas vendidas.

Aquella imposición complicó la vida al director. Tuvo que renunciar a dos escenas de altura: una en que Clift cree que el ataque a Pearl Harbor es cosa de los alemanes; otra en la que media docena de soldados improvisan un blues.

Cohn se mantuvo firme y Zinnemann redujo el metraje a los 118 minutos definitivos. Se acogió al derecho que le daba el reglamento de la Directors Guild para dirigir personalmente el montaje. Cuando supo que el magnate había montado en secreto una escena antes de que él pudiera revisarla, estalló un conflicto de competencias. Esta vez cedió el mandamás del estudio, devolviendo la escena a su estado original.

En plena guerra de Corea, el hecho de que una cinta norteamericana ofreciera una visión tan poco complaciente del Ejército, mostrando abusos de autoridad, corrupción y racismo, no dejaba de escandalizar a los sectores más puritanos. Pero la presencia de elementos eróticos en la historia hizo algo más que conmover a un público ingenuo: indignó a los sacrosantos burócratas de la censura.

«Plano medio de Karen y Warden», decía el guión, «en la orilla de la playa, uno al lado del otro. El agua corre sobre sus caras mientras se besan». Después de sugerir inicialmente que «Karen o Warden se pusieran un albornoz o alguna otra ropa antes de abrazarse», la oficina del código de producción tuvo a bien recomendar la eliminación de algún plano y no por la existencia de desnudos, sino porque consideraba que la escena ya era lo suficientemente sensual y apasionada como para que tuviera más duración. Para la publicidad de la película se prohibió utilizar fotogramas de esta secuencia, por lo que muchas revistas ofrecieron las fotografías como noticia y así se consiguió una buena publicidad gratis.

Aunque reducida en su extensión, la escena de la playa ha quedado como una piedra angular del erotismo en el cine. Warden mira más allá del promiscuo pasado de Karen y le hace el amor ardientemente. «La pasión de Lancaster por Kerr en De aquí a la eternidad», escribió Joan Mellen más de un cuarto de siglo después, «nunca ha vuelto a reaparecer en el cine norteamericano». El director reflexionaba sobre esa escena: «Es una curiosa contribución que hemos hecho a la cultura popular».

Ya sólo era cuestión de tiempo que el público y la crítica determinaran si la película era o no un éxito. Convencido de que tenía un gran éxito entre las manos, Cohn había decidido que la película se estrenaría en agosto, sólo tres meses después del final del rodaje. «Nadie había hablado nunca sobre estrenar un filme importante en mitad del verano», recordaba Zinnemann, porque los cines no tenían aire acondicionado en aquella época. El patrón de la Col umbia estaba tan seguro de la buena recepción de la cinta que hizo algo inaudito. Por primera vez en la historia, permitió que su nombre apareciera en un anuncio de una producción de su estudio. Un mensaje al público rubricado por su firma expresaba el orgullo con que presentaba De aquí a la eternidad.

La película se estrenó el 5 de agosto de 1953 en el Capitol Theatre de Broadway, en Nueva York. Cohn no había dispuesto ninguna celebración especial para el evento, por lo que prescindió de estrellas cinematográficas y limusinas, y tampoco se concedieron entrevistas.

Poco después de la medianoche, Marlene Dietrich llamó a Fred Zinnemann a Los Ángeles desde Nueva York. Le explicó que había una cola que daba la vuelta a la manzana en el Capitol Theater para un pase extra de su película a la una de la madrugada. Incrédulo, el director protestó por la ausencia de promoción. Marlene replicó: «Lo huelen». Poco después, la demanda del público obligó al local a mantener sus puertas abiertas casi veinticuatro horas al día; sólo las cerraban durante un breve lapso de tiempo a primera hora de la mañana para que se pudiera limpiar el local. De aquí a la eternidad recaudó 171.674 dólares en la primera semana de exhibición, un récord para cualquier sala.

Todos los periódicos de la ciudad se volvieron locos con la película. Burt Lancaster y Frank Sinatra recibieron muchos elogios, pero fue el terrorífico impacto de Monty en la pantalla lo que más destacó la crítica. «Montgomery Clift añade otro sensible retrato a una ya impresionante galería con su interpretación de Prewitt», decía el “Times”.

Fue una de esas raras ocasiones en la historia del cine en que los críticos y el público parecen estar unánimemente de acuerdo. Las masas que abarrotaban los cines de todo el país sabían que la película era un resumen del carácter nacional, un recordatorio de que el “Americanismo” no era una sola cosa. El guión de Daniel Taradash mitigaba el sexo, el vocabulario, el sadismo y la amarga visión del ejército presentes en la novela, pero los personajes estallan francos y frescos en la pantalla, frustrados en su búsqueda del amor y la integridad en vísperas de la guerra. La crueldad de Ernest Borgnine como Fatso y la obstinada resistencia de Montgomery Clift como el soldado Prewitt se entrelazan con la inocencia del Maggio de Frank Sinatra y la cordura del Sargento Warden de Burt Lancaster. No hay final feliz: Deborah Kerr y Donna Reed parten hacia un futuro seguro como mujeres que beberán y fumarán demasiado.

A principios de 1954 ya no quedaban dudas acerca del futuro: De aquí a la eternidad sería uno de los grandes éxitos de la década. Los gastos se elevaron a 2.406.000 dólares, copias y publicidad incluidas. En su primera exhibición, el filme hizo ganar diecinueve millones de dólares a la Columbia, convirtiéndose en el título más taquillero de la historia del estudio.

La película se hizo tan famosa que durante muchos años los guías turísticos llevaron a sus clientes a visitar el lugar de la playa hawaiana donde Burt Lancaster y Deborah Kerr rodaron su famosa escena de amor.

El fervor de la crítica rivalizó con el del público. “Variety” aseguraba que era «en muchos aspectos mucho mejor que el libro», mientras “Newsweek” proclamaba que «es uno de los filmes más absorbentes y honestos que han cruzado una pantalla en años». La Academia no fue ajena a este clamor y decidió tomar partido contra la mojigatería, apostando en su edición número veintiséis por una película dura, realista y conflictiva que había tenido serios enfrentamientos con los censores y el Pentágono. La joya de la Columbia se alzó con trece nominaciones.

La ceremonia de entrega de los Oscar se celebró el 25 de marzo de 1954 en dos escenarios paralelos, el Pentages Theatre de Hollywood y el Century Theatre de Nueva York, con cámaras emplazadas en ambas localizaciones. Esa noche, De aquí a la eternidad se consagró como la gran triunfadora del año, acaparando las estatuillas correspondientes a la Mejor Película, Director, Actor Secundario (Frank Sinatra), Actriz Secundaria (Donna Reed), Guión Adaptado (Daniel Taradash), Fotografía en Blanco y Negro (Burnett Guffey), Sonido y Montaje. Ocho Oscar en total; nadie volvió a llamarla «la locura de Cohn».

Quienes se quedaron con la miel en los labios fueron Burt Lancaster y Montgomery Clift. Lo que había ocurrido era un simple problema de matemáticas. La producción de la Columbia consiguió más votos para el Mejor Actor que ninguna otra película, pero como hubo tantos miembros que votaron a Lancaster como a Clift, se anularon entre sí, dejando a William Holden (Traidor en el infierno) como ganador. Monty, desolado, cayó en una nueva depresión. Como consolación por la pérdida del Oscar, Renée Zinnemann le envió la estatuilla de una trompeta, que el actor conservó toda su vida.

De aquí a la eternidad se convirtió en un talismán para las carreras de todos sus responsables, sobre todo para Frank Sinatra, cuyo Oscar simbolizó su conquista personal de la adversidad.[8] Pero nadie se alegró tanto del éxito del filme como Harry Cohn. En un momento en que todos los estudios se dedicaban a experimentar con la pantalla panorámica y las tres dimensiones, el patrón de la Columbia había asombrado a la industria con una cinta filmada en blanco y negro —se filmó calculadamente así, con los viejos colores primordiales del cine, en medio de la invasión de colorines que por entonces capitaneaba la MGM— y en formato tradicional.

En 1979, el clásico de Zinnemann dio origen a una miniserie televisiva de seis horas, dirigida por Buzz Kulik e interpretada por William Devane en el papel de Milt Warden, Natalie Wood en el de Karen Holmes, Steve Railsback como Prewitt, Joe Pantolino como Maggio, Kim Basinger como Alma y Peter Boyle como Fatso Judson. Pese a algunas sorpresas de reparto, este producto televisivo carecía de la calidad de su homónimo cinematográfico, especialmente en lo que respecta a los papeles de Prew y Maggio. No había ninguna necesidad de volver a hacer lo que los mejores talentos de Hollywood ya habían hecho tiempo atrás.

Película de ásperos conflictos personales, jalonada por calambres de alta tensión dramática, De aquí a la eternidad narra la vida de diversos personajes adscritos a las instalaciones cuarteleras de Schofield, Hawai, días antes del sorprendente ataque japonés a la base militar de Pearl Harbor. Las feroces frustraciones sexuales y la mediocre existencia de un grupo de oficiales —hombres entregados a la bebida y el boxeo— y sus esposas, la brutalidad de algunos mandos y la amoralidad de quienes se han apropiado jerárquicamente del poder están presentes tras el argumento de la película, aunque en algunos momentos la crítica al Ejército se diluye en elementos melodramáticos, como el adulterio entre la mujer de un capitán y un sargento de la base, que dio lugar a la tórrida escena en la playa, y la amistad de un soldado melancólico con un emigrante italiano. El torbellino de pasiones en colisión fue en parte la causa de la enorme popularidad de esta obra esculpida por Fred Zinnemann con indiscutible fuerza y precisión.

El cineasta austriaco eliminó el lenguaje obsceno —aunque real— de la novela porque el ejército se lo exigió como condición para recibir permiso para rodarla en las Schofield Barraks. La censura de la época se encargó del resto: rebajó el tono de las relaciones entre las parejas protagonistas, convirtió a la prostituta Alma en una modosa chica de alterne y borró la homosexualidad latente entre el sargento Warren y el soldado Prewitt.

En el éxito de la cinta también jugó una baza decisiva su portentoso reparto. El director opinaría más tarde que la aparente inadecuación de los actores a sus papeles se reveló como baza fundamental en sus soberbias interpretaciones: «Si empleas a alguien como Deborah Kerr, que es una verdadera dama y parece muy fría y distante, entonces todo se vuelve más interesante, porque no se puede creer que esta señora tan distinguida se acueste con todos los soldados. Otro aspecto accidental fue el de Donna Reed, que hacía de prostituta. Ella no parece una prostituta. Es muy burguesa y muy señora. En el filme las otras prostitutas la llaman “princesa” y ella parecía un poco una princesa. Montgomery Clift encarna a un boxeador, pero tampoco lo parece físicamente».

Lo cierto es que Zinnemann extrajo prodigios del rostro de Deborah Kerr y encarriló a Burt Lancaster hacia la etapa cumbre de su carrera. La gélida actriz —prototipo de la inglesa remilgada y reprimida— se convirtió en manos del realizador austriaco en una tenaz devoradora de hombres, y sus alardes amorosos en la playa, todo fuego, hicieron correr verdaderos ríos de tinta. Igualmente aplaudida fue la interpretación del atlético Lancaster, que encarnaba al obligatorio pedazo de carne, el duro pero carismático sargento Warden, «cuyas facultades son obvias y cuyo código de conducta es rígido y extraño, pero nunca cuestionable», precisaba “Time”. Burt Lancaster ofreció una actuación de notable sobriedad, por la que obtuvo el premio de la Crítica de Nueva York y la confirmación del status de actor dramático digno de toda consideración.

Para Montgomery Clift, De aquí a la eternidad fue la confirmación de su llegada a la cima. El papel del tozudo e individualista soldado Prewitt, que se enfrentaba a quienes querían hacerle volver al boxeo cuando lo único que le importaba era tocar la trompeta, resultaba ideal para él. Monty estudió ambas materias para encarnar al personaje, pero aplicó su propia sensibilidad para la filosofía de Prewitt: «Un hombre debe ser lo que es y no lo que le exigen que sea». Fue todo un desafío, del que salió triunfante a base de una interpretación matizada y muy concentrada, resuelta con un talento inmenso.

La película también encumbró a Frank Sinatra y Donna Reed. Los dos bordaron filigranas en sus composiciones, pero la actuación de Sinatra, en concreto, fue magistral en todos los sentidos. Sobre el papel, Maggio era un tipo oscuro e intenso, y Frankie —un actor desesperado y un hombre más desesperado todavía— lo encarnó a la perfección. Estuvo creíble, humano y conmovedor dando vida a aquel soldado tierno, juguetón y desafiante que le permitía demostrar su capacidad para abordar personajes dramáticos. La escena de su muerte fue reconocida como una de las interpretaciones más sensacionales de la década.

Del elenco de actores secundarios también cabe destacar a Ernest Borgnine, perfecto en la piel del temible sargento “Fatso”, y a Barbara Morrison, la mejor madame del “club de amigos” posible. Si se fijan también encontrarán en pantalla al Superman George Reeves, que se hizo con un pequeño papel en la película durante un paréntesis de su serie de televisión: era el ex-amante de Karen Holmes. Por último, les sonarán nombres como Jack Warden, Tim Ryan, Claude Akins, Robert Wilke, Philip Ober, Don Dubbins… Todos ellos, sin excepción, ofrecieron estupendas interpretaciones.

No hace falta decir que desde la butaca, De aquí a la eternidad se devora, pues en ella descubrimos el magnético talento de un excepcional cineasta, cada vez más clásico, más eterno. Alejado de cualquier convencionalismo, apoyado en el excelente guión de Daniel Taradash y sacando el máximo partido de unos intérpretes excepcionales, Fred Zinnemann emociona, angustia, sacude al espectador y le conduce durante casi dos horas a través de un torbellino de pasiones en colisión.

El resultado es una de las cimas del cine en blanco y negro, y posiblemente la película más honda, atrevida y vigorosa del cineasta vienés, que se vació aquí en una obra que uno se atreve a calificar, amparado en la elegancia de su construcción y en su magnífico acabado, como perfecta.