¡Estrella de cine! Palabras inventadas para describir a Joan Crawford, para una personalidad que evolucionó entre la Chica Jazz, el Sueño de Modistillas y la Diosa-Arpía, la mujer cuyos ojos devoradores y boca en forma de tajo feroz saltaban sobre el observador desde las portadas de las revistas femeninas. Los peinados y el maquillaje de la señora Crawford cambiaban con rapidez camaleónica, pero su personalidad interior, esa mezcla de fuerza y vulnerabilidad, un poquitín vulgar, un ápice previsible, continuaba inalterable. Brillaba especialmente en el cine basura: absorbía los lugares comunes como papel secante.

Temperamental, enérgica, dominante, tenaz, indestructible y ambiciosa, Joan trabajó «con la diligencia de un sepulturero» (según ella misma reconoció en su autobiografía) para escapar de la mísera e infeliz existencia que le había tocado en suerte. Y gracias a su inquebrantable amor propio y fe en sí misma fue ascendiendo paulatinamente en la escala social hasta dar el gran salto al teatro, donde fue descubierta por un cazatalentos de la Metro.

Por tratarse tal vez de la primera desconocida que lanzaba el entonces recién creado estudio del león, su ascensión fue meteórica, consagrándose ya como gran estrella en los últimos años del cine mudo, para luego elevarse todavía más en la primera década del sonoro. Con su portentoso rostro de espesas y arqueadas cejas, ojos saltones, pómulos salientes y boca grande y fina, Joan Crawford fue durante muchos años la idónea heroína romántica, admirada y venerada por el público tanto por sus excesos pasionales como por su inagotable capacidad de sufrimiento.

Los argumentos “inconfundiblemente Crawford” realzaban sus monolíticas cualidades: chica arrabalera y voluntariosa asciende peldaños en la sociedad sin reparar en métodos, y sacrifica el amor y la felicidad a su voluntad de mantener la posición alcanzada. Desgraciada en el amor, víctima de hombres desaprensivos, sus heroínas ficticias simbolizaron la realidad de su infeliz vida privada, marcada por una ambición obsesiva. Tres matrimonios fracasados, con Douglas Fairbanks Jr., Franchot Tone y Philip Terry; varios abortos naturales y una extraña relación con cuatro hijos adoptivos, relatada con truculenta minuciosidad por Christina Crawford en “Mommie Dearest”.

La fusión de arte y vida llegó con Alma en suplicio, donde la esforzada heroína de Joan sufre por los pecados de una hija malcriada. Esta película, que resumía a la perfección su imagen de resignada y sublime pacedora, clave de su multitudinaria aceptación y popularidad, establecería sus credenciales interpretativas y restauraría su status estelar en Hollywood. «No sólo la salvó, sino que la impulsó a una nueva serie de conquistas», escribió el “New York Times”. Quedaba abierto el camino a una segunda carrera…

Alma en suplicio es el clásico proyecto que se cruza en el camino de una actriz en el momento más oportuno. En 1942, la carrera de Joan Crawford estaba en su punto más bajo; de hecho, su nombre figuraba en la lista de “estrellas venenosas para la taquilla”. Miss Crawford se había resistido a interpretar roles maternales en la Me-tro-Goldwyn-Mayer o a renunciar a sus status como objeto sexual y reina del glamour. Esta imagen se había apagado a comienzos de la década de los cuarenta, y ahora incluso ella estaba dispuesta a admitirlo.[1]

Aunque había pasado su momento de gloria, Joan se resistía a abandonar su status estelar. A pesar de sus grandes interpretaciones en películas como Un rostro de mujer, su estudio ya no la consideraba lo bastante popular para promocionar su carrera con buenos productos. Por ello no dudó en abandonar la Metro y firmar un contrato con Warner Bros. por un tercio de lo que ganaba en MGM. Era una decepción, pero estaba decidida a sobrevivir.

Fue un momento dramático. Había pasado diecisiete años en un mismo estudio, acostumbrada a que cuidasen de ella, a que la promocionasen, a que decidiesen qué películas debía interpretar. Ella misma lo contó:

«Lo cierto es que sufrí muchísimo. Detestaba envejecer… No me gustaba la posibilidad de ir segunda en un reparto ni el hecho de que el público prefiriese ver a Lana Turner o Betty Grable en lugar de a mí… A nadie, absolutamente a nadie le importaba qué había sido de nosotras [las actrices veteranas de la Metro] porque el estudio estaba ganando mucho dinero con las nuevas, y la situación continuó hasta que se demostró su incompetencia y llegó la televisión. Aquel período intermedio fue muy duro. Podían haber cogido a todas las actrices “de cierta edad”, mandarnos a Alaska y pasarnos una pensión…».

La Warner también tuvo problemas para conseguir buenas historias para Crawford. Le ofrecieron co-protagonizar Yankee Doodle Dandy junto a James Cagney, pero Joan lo rechazó, igual que hizo con muchos guiones de segunda categoría que antes habían sido ofrecidos a la reina del estudio, Bette Davis, y a otras actrices de la casa. Estaba decidida a no caer en la misma rutina que la había atrapado en la Metro.

Esta actitud sacaba de quicio a Jack Warner. Cuando el magnate le preguntaba qué quería, ella le respondía furiosa: «¡Buenas películas!». Warner creyó haber encontrado la solución cuando le ofreció un proyecto titulado Never Goodbye, un vehículo, a su juicio, perfecto para la diva. Pero Crawford leyó detenidamente el guión y pensó que llevaba escrita la palabra “fracaso”. No andaba desencaminada: Never Goodbye nunca se convirtió en celuloide.

A la actriz le costó casi dos años encontrar lo que deseaba, pero lo logró, y aquel periodo letárgico llegó a su fin con Alma en suplicio. Joan aceptó hacer la película en cuanto terminó de leer el guión. Aquello sí que valía la pena: una historia melodramática, pero bien escrita, protagonizada por una creíble mujer de carácter. Su voluntad y su talento hicieron el milagro.

«El personaje que yo interpretaba en el filme», confesó la estrella, «era una mezcla de los papeles que había hecho antes, y de elementos de mi personalidad y de mi carácter. No exactamente el sufrimiento, porque creo demasiado en Dios para sufrir demasiado. Pero mis universos profesional y personal habían evolucionado tanto… Algunos amigos habían muerto o se habían marchado… El público parecía que ya no sabía lo que quería. Los estudios tenían cada vez más problemas… Mis tiempos dorados, con frecuencia gloriosos, habían terminado, y Alma en suplicio era una especie de celebración amarga de aquel final».

Cuando James M. Cain publicó “Mildred Pierce” en 1941, los grandes estudios de Hollywood recibieron el libro con los brazos abiertos. Veían en él un gran material para una película, pero la historia de la “inmoral Mildred”, que utiliza a los hombres para conseguir los lujos para su mimada hija, Veda, fue considerada demasiado picante para su época. La temida Oficina Breen dejó claro que la mezcla de infidelidad y asesinato de la historia era un material inapropiado para el público familiar, y el interés en la novela se desvaneció.

Quiso la fortuna, sin embargo, que en el camino del libro se cruzara Jerry Wald, un buscavidas que había ascendido en 1934 de columnista radiofónico en Nueva York a guionista en Warner Bros., cuando era apenas un veinteañero. Sus guiones para películas de éxito como The Roaring Twenties acabaron propulsándole al puesto de productor en 1941.

Wald produjo una docena de filmes durante la guerra, y aunque escribía poco, suyas fueron las ideas originales de más de la mitad de ellos, incluyendo Destino Tokio y Objetivo: Birmania. Jerry era un “productor creativo” muy valioso para el estudio, quizás el más importante, y el tono para sus años dorados lo marcaría con Alma en suplicio.

El interés de Wald por el calenturiento melodrama doméstico de James M. Cain se remontaba al año de publicación de la novela. La protagonista era una ambiciosa ama de casa cuya ciega devoción por sus dos hijas ahuyenta a su apocado esposo Bert, obligándola a luchar por ella misma y por sus retoños. Mildred asciende decididamente de camarera a restauradora, pero el éxito tiene su contrapartida. Una hija muere y la otra, la egoísta Veda, coge todo lo que su madre puede darle y siempre quiere más, incluyendo al segundo marido de Mildred, Monte, una sanguijuela manipuladora. El final de la novela es desolador: Mildred descubre que Veda ha seducido a Monte (o viceversa), lo que deja a la sufrida protagonista con el corazón roto. Este The end dejaba a Jerry Wald con una historia que posiblemente no sería aprobada por Joe Breen y la PCA.

Pero el productor tenía una solución. Jerry había concebido la idea de introducir un asesinato al principio y después una narración en flashback que reforzaría el drama y abriría el camino para el elemento de “retribución moral” tan querido por los censores, ya que uno de los amantes acabaría muerto y el otro daría con sus huesos en la cárcel por asesinato.

Wald contactó con James M. Cain en el verano de 1943, y el novelista accedió a escribir un tratamiento. Cain peleó con la historia durante varias semanas, y a finales de septiembre renunció al proyecto. Jack Warner pensaba que su productor debería hacer lo mismo debido a los obvios problemas con el Código, pero Jerry insistió. Unos meses después invitó a Thames Williamson, un analista de historias y aspirante a guionista, a que probase fortuna. Williamson entregó un tratamiento de veinticinco páginas a finales de enero de 1944, que el productor consideró lo bastante bueno como para mostrárselo a su “patrón”.

Warner dio luz verde al proyecto, aunque con muchas reticencias, y Wald abrió las negociaciones con Cain y la PCA. El escritor aceptó quince mil dólares por los derechos, pero el argumento se encontró con la previsible respuesta de la censura. El 2 de febrero, basándose en el trabajo de Williamson, Breen hizo saber al estudio que «con ciertos cambios importantes» era concebible que la historia pudiese obtener la conformidad del Código. Pero aún así la película sería altamente cuestionable.

Wald y Williamson se pusieron a trabajar en otro tratamiento. Tres semanas después se reunieron con la PCA para discutir las modificaciones, y al día siguiente Breen informó a Warner de que varios «acuerdos con Mr. Wald» para posteriores revisiones pondrían la historia en orden con las normas del Código.

En este punto “Mildred Pierce” era oficialmente un proyecto en marcha. El libreto de Williamson mostraba a Mildred asesinando a su hija Veda, después de que ésta fuese descubierta haciendo el amor con el segundo esposo de la protagonista. Jerry tenía otras ideas para la historia y asignó el guión a Catherine Turney, la mayor experta en melodramas lacrimógenos del estudio.

Wald se dio cuenta entonces de que la estructura de flashback generaba dos tipos de argumentos diferentes, un melodrama doméstico y un misterio con asesinato, lo cual requería estilos —y guionistas— distintos. Turney trabajó durante diez semanas, entre la primavera y verano de 1944, dando forma al melodrama pero resistiéndose al ángulo de thriller. Así que el productor recurrió a Albert Maltz, un especialista en películas de acción que había trabajado en This Gun for Hire y Destino Tokio. Jerry apartó a Turney durante tres semanas mientras Maltz escribía una versión de cincuenta y cinco páginas de la historia con una inflexión marcadamente masculina. Después volvió a incorporar a la sufrida Catherine al proyecto, con instrucciones estrictas de seguir la versión de Maltz.

Wald sentía ahora que la historia había avanzado lo suficiente como para iniciar el casting, que resultaría igualmente problemático. Locuaz manipulador de la prensa y de todos los canales de publicidad, Jerry tenía el hábito exasperante de anunciar los proyectos antes de que las estrellas que quería fichar le dieran el “sí”. En esta ocasión, sin embargo, no tenía nada que anunciar. «Ninguna actriz quería encarnar a la madre de una chica de dieciséis años», decía Catharine Turney.

En retrospectiva, cualquier otra intérprete que no sea Joan Crawford parece inconcebible como Mildred Pierce, pero el proyecto no fue desarrollado con la antigua diva de MGM en mente. De hecho, otras actrices importantes, incluyendo a Bette Davis, Barbara Stanwyck, Rosalind Russell y Claudette Colbert, fueron consideradas para el papel antes que Crawford. Incluso algunas estrellas de segunda fila de la Warner, como Ida Lupino y Ann Sheridan, tuvieron serias opciones de llevarse el gato al agua.

Según la leyenda, la primera elección fue Bette Davis, pero en la documentación sobre la película en los archivos de la Warner no consta ninguna evidencia de que Wald o alguna otra persona llegaran nunca a considerar su nombre. De hecho, Davis afirmaría repetidamente en años posteriores que ella nunca vio el guión, aunque su contrato con el estudio estipulaba que tenía la primera opción para todos los guiones de clase “A”. Otra actriz que renunció al papel fue Ann Sheridan. «Me ofrecieron uno de los primeros guiones», dijo Sheridan. «No me gustó la historia. Mildred era demasiado dura, y la chica era un absoluto horror». Rosalind Russell también se escabulló.

Fue el propio Jerry Wald quien pensó en Joan Crawford. La había conocido durante el primer día de la intérprete en el estudio, cuando su agente, Lew Wasserman, la llevó a conocer a los productores en plantilla. Jerry estaba comprensiblemente atemorizado ante Joan. Pero se tranquilizó en cuanto percibió el deseo de la diva de hacer una película que la alejase de la imagen glamourosa que había adquirido en MGM. «Me quedé muy impresionado con ella», recordó el productor. «Me dije a mí mismo, “Esta es una estrella”. Y me prometí trabajar con ella algún día».

Con la autorización del jefe del estudio, Wald envió el guión a Miss Crawford y una nota donde le aseguraba que el texto estaba hecho a su medida. Joan llamó al productor aquella misma noche rebosante de júbilo. «Me encanta, me encanta», le dijo la actriz con una sonrisa. «Es exactamente lo que estaba buscando». Durante una hora discutieron sobre casting, vestuario, directores de fotografía y todos los aspectos de la producción.

A la mañana siguiente, Jerry le comunicó la buena nueva a Jack Warner, y éste se mostró encantado de quitarse dos pesos de encima: Joan Crawford y “Mildred Pierce”. «Quiero que la dirija Mike Curtiz», exclamó el jefazo del estudio. El productor se mostró de acuerdo.

En esa época Curtiz no sólo era el director-estrella de la Warner, sino también el más flexible y heterogéneo, como demostraban sus recientes éxitos, Casablanca y Yankee Doodle Dandy. Había dirigido a Bette Davis y a Olivia de Havilland, y parecía ideal para Joan Crawford y “Mildred Pierce”.

Miss Crawford opinaba lo mismo. La actriz había decidido que Alma en suplicio iba a ser su vehículo de retorno. Después de trabajar durante dieciocho años en la Metro-Goldwyn-Mayer, Joan había llegado a la Warner esperando un personaje memorable, una segunda oportunidad. Este personaje era Mildred Pierce, la heroína de la novela de James M. Cain.

Mildred era el tipo de papel que le iba como un guante: una ambiciosa mujer de negocios de origen humilde (ex camarera como ella) que trata de proteger a toda costa a su inútil y rebelde hija. «Estaba deseando aceptar esta oportunidad para interpretar a una madre que tiene que luchar contra la tentación de mimar a su hija», recordó la estrella. «Como yo tenía dos hijas adoptadas, sentía que podía entender a Mildred y hacer justicia al personaje».[2]

Pero Crawford tenía que enfrentarse a la competencia. Otra actriz con un contrato independiente en el estudio aspiraba al papel. Se trataba, ni más ni menos, que de Barbara Stanwyck, una de esas intérpretes capaces de imponerse sobre los más distintos personajes. Ambas bordaban un tipo de mujer, siempre parecido y que se reproducía en numerosos melodramas de la Warner: la dama de personalidad fuerte, dominante y, en ocasiones, incluso cruel.

En el amplio repertorio de Stanwyck entraron también las mujeres fatales, y en esa onda acababa de ofrecer una actuación memorable en la piel de la despiadada asesina de Perdición. El filme, firmado por Billy Wilder, continúa siendo hoy en día una obra maestra, como lo es la novela de James Cain en que se basa. Y Barbara era la “sirena” rubia que induce al crimen a un vulgar agente de seguros.

Miss Stanwyck, en consecuencia, estaba deseando encarnar a otra perversa criatura de Cain. Más si cabe cuando se trataba de otra historia de una madre sacrificada en la línea de Stella Dallas, otra de sus especialidades. La actriz leyó el guión y se encaprichó con el personaje. «Quería desesperadamente ese papel», confesó la actriz. «Fui tras él. Sabía que era un gran papel para una mujer, y sabía que podía manejar cada faceta de Mildred. Puse mis cartas sobre la mesa con Jerry Wald. Después de todo, yo había hecho una docena de películas en la Warner, incluyendo So Big y Juan Nadie. Había pagado mi cuota, y sentía a Mildred como una parte de mí».

Barbara también tenía el apoyo de Michael Curtiz, cuya influencia creativa en el proyecto era considerable. Mike, para decirlo suavemente, no quería ver a Joan Crawford ni en pintura. Cuando Wald le sugirió su nombre, el director echó pestes. «Yo dirigir a esa zorra temperamental. Ni lo sueñes», espetó Curtiz. «Ella viene aquí con sus aires de grandeza y sus malditas hombreras. No trabajaré con ella. Está acabada. ¿Por qué debería perder mi tiempo dirigiendo a una vieja gloria?» La elección del irascible húngaro era, sin discusión posible, Barbara Stanwyck.

Al enterarse de la hostilidad que el director mostraba hacia su persona, Joan decidió que su único recurso era mostrarse humilde. Le dijo a Wald que, aunque había actuado en cincuenta y nueve filmes, estaba dispuesta a someterse a una prueba, una gran concesión para una estrella. Su tenaz persecución impresionó al productor y a Warner, tanto que empezaron a pensar que estaba más dotada para el papel de lo que ellos habían creído en un principio. A comienzos de octubre de 1944, con un mínimo de maquillaje y su dinámica personalidad bajo control, Crawford se sometió a una audición para Curtiz. El cineasta recibió a la actriz con muy malos modos, renegando contra ella en su inimitable ingles. Su humor, sin embargo, cambió cuando vio la actuación de la diva. «Después del test, que le dejó tan absorto que se olvidó de gritar “Corten”», proclamaría Joan, «Mike se olvidó por completo de Stanwyck».[3]

«OK, trabajaré con ella», dicen que gritó Curtiz. «Pero mejor que sepa quién es el jefe». Días más tarde, Crawford volvió a sorprender a todo el mundo cuando se presentó voluntariamente para aparecer en las pruebas de pantalla de otros miembros del reparto, un trabajo tedioso que usualmente era realizado por actores en plantilla.

Mientras Ranald MacDougall escribía la continuidad y los diálogos, Wald y Curtiz planificaban el rodaje, cuyo comienzo se fijó para el 7 de diciembre. El proyecto se presupuestó en 1.342.000 dólares y se programó un plan de trabajo de cincuenta y cuatro días. La celeridad en esta decisión fue estimulada por dos factores, según el productor. El guión era de primera clase. Y, por una coincidencia fortuita, dos semanas antes, Paramount acababa de estrenar la mencionada Perdición.[4] La película de Wilder estaba cosechando grandes elogios de la crítica y el público, por no mencionar las iras y las denuncias de cientos de grupos religiosos de todo el país. La coincidencia del rodaje de Alma en suplicio con el estreno de Perdición era perfecta.

A principios de noviembre todos los papeles estaban adjudicados, en su mayor parte a actores en nómina de la Warner: Eve Arden como la compañera de trabajo y confidente de Mildred, Jack Carson como el socio del esposo de Mildred, y el recién llegado Zachary Scott como Monte, el cínico segundo marido de la protagonista. El mayor problema fue el casting del primer marido de Mildred. Wald y Curtiz apostaban por Ralph Bellamy, pero en un movimiento para reducir costes aceptaron a Bruce Bennett entre una lista de candidatos que incluía a Dennis Morgan, Donald Woods y Zachary Scott.

El papel de la despiadada Veda también causó serios quebraderos de cabeza. «Hicieron pruebas a cerca de veinte chicas», recordó Joan Crawford, «pero ninguna de ellas parecía adecuada. Fue un rol difícil de elegir. Exigía una chica joven que pudiese actuar y cantar. Tenía que crecer entre los catorce y los diecinueve años, para ser creíble como adolescente y como adulta. También estaba esa combinación de dulzura y maldad que el personaje poseía. Recuerdo a una chica que vino a vernos de 20th Century Fox. Era muy buena como la Veda más joven, pero en una escena posterior, cuando se suponía que tenía que ser cantante en un cutre club nocturno, era irremediablemente inadecuada».

Una seria candidata para el rol de Veda fue Shirley Temple. «Shirley fue idea de Wald», dijo Crawford. «Muchos se rieron al principio, pero yo no. Tenía quince o dieciséis por entonces, la edad adecuada. Tenía talento musical, y ciertamente podía actuar. Había dejado la Fox y estaba con David Selznick. Creo que ya había hecho Desde que te fuiste, interpretando a la gamberra hija de Claudette Colbert, y David estaba deseando que hiciese más papeles adultos».

Fue Curtiz quien dijo no a Temple. «¡Maravilloso!», gritó. «¿Y a quién contratamos para interpretar al amante de Mildred? ¿A Mickey Rooney?» Virginia Weidler fue probablemente la candidata favorita hasta el 21 de noviembre, cuando el cineasta húngaro hizo un test a la inexperta Ann Blyth, cuyo currículum sólo incluía tres películas de serie B en la Universal.

«Curtiz tampoco me quería a mí», decía Crawford. «Y podría haber funcionado con Shirley. Ella nunca llegó a hacer una prueba, porque al mismo tiempo la Universal envió a Ann Blyth. Era tan adorable que mi primera reacción fue: “Es demasiado dulce; nunca será capaz de hacer las escenas maliciosas”. Pero leímos juntas su texto y era maravillosa. Después hicimos la prueba juntas. Ann era perfecta. Tenía la edad adecuada, el tipo adecuado y era una soberbia actriz y cantante. Le mostraron el material a Jack Warner. Estuvo de acuerdo y empezamos la producción dos semanas después».

Wald y Curtiz también trabajaron juntos en la elección del personal técnico, y su búsqueda de un director de fotografía adecuado revela su común preocupación por el estilo visual de la película. La preocupación era doble: querían una película impregnada del estilo film noir, pero también les preocupaba tener que iluminar a Joan Crawford, cuyo rostro no era el más sencillo de fotografiar. Después de hacer varias pruebas a la protagonista, ambos se inclinaron por el veterano Ernie Haller.

A medida que la fecha de inicio se aproximaba, Wald estaba cada vez más nervioso a causa del guión, que aún parecía estar hecho de retales debido a los dos tipos de historias y estilos que presentaba, tan distintos el uno del otro. Pero aún así consiguió mantener el proyecto en marcha y eludir a Jack Warner, que quería paralizar la producción hasta que él aprobase un guión de rodaje.

Entre el 6 de noviembre y el 13 de diciembre, Jerry ordenó reescribir el libreto en tres ocasiones a otros tantos guionistas de la plantilla, incluidos William Faulkner y Louise Randall Pierson. Ni así fue posible tener un guión en condiciones cuando la producción comenzó a rodar. El productor, sin embargo, confiaba en resolver los problemas sin tener que retrasar el rodaje, ya que las dificultades concernían al “final” de la historia, en donde Mildred confiesa el asesinato de Monte, es detenida por la policía, y finalmente es puesta en libertad cuando se descubre a la verdadera asesina, su hija Veda. Wald y Curtiz decidieron filmar el guión cronológicamente, guardando el asesinato de Monte —que en realidad abre la película— y el material de la comisaría para más tarde, una vez finalizasen las reescrituras del texto.

Las dos primeras semanas fueron catastróficas. El problema residía en la glamourosa interpretación que Joan hacía de su papel. En su exitosa prueba para el director, su habitual imagen de gran brillo había sido reemplazada por una de austeridad. Pero la diva no tenía intención de aparecer gris o trasnochada en la pantalla. «Mike y yo queríamos quitarle glamour a Joan», explicó Jerry Wald. «Queríamos hacer que pareciese como si viviera en un suburbio y se comprase los vestidos más baratos».

El primer día de rodaje, Crawford se puso uno de sus vestidos para una secuencia de cocina. Curtiz, educadamente, le pidió que se deshiciese de las hombreras. «Estos son mis hombros», exclamó Joan, mintiendo a medias. A su juicio, una estrella de su rango podía permitirse el lujo de no hacer todos los sacrificios sugeridos por el guión. Tenía ciertas prerrogativas. Sin duda vestir como una vulgar ama de casa no figuraba en su contrato.

El segundo día, en una escena donde estaba esperando en un restaurante, Joan vestía un uniforme y zapatos planos de la Cruz Roja, pero iba maquillada y peinada como si fuese de fiesta. La respuesta del director ya no fue tan educada: se dirigió a la actriz a gritos e intentó borrar el pintalabios de su boca con el puño. Crawford, sollozando, se fue corriendo a su camerino.

El tercer día, cuando la estrella se presentó en el set enfundada en uno de los trajes que el responsable de vestuario le había diseñado para la película, Mike le gritó: «No, hijo de puta, te dije que sin hombreras». Joan reapareció inmediatamente con otro traje, pero el cineasta explotó de nuevo: «Tú y tus malditas hombreras. ¡Esto apesta!». Y acto seguido empezó a desgarrar el vestido. «Mr. Curtiz, fui a Sears y compré ropa de confección. No hay hombreras», replicó la actriz con lágrimas en los ojos, olvidando añadir que sus vestidos eran posteriormente ajustados en la cintura y se les añadían pequeñas hombreras para crear los famosos “hombros de Crawford”.

Joan se sentía herida y confusa. Había trabajado con realizadores que parecían insensibles a su necesidad de confianza —Lewis Milestone, Sam Wood—, y ella siempre les trató con el respeto que concedía a las figuras paternas de autoridad. Pero Curtiz era abusivo e inaccesible. La asustaba.

Wald fue requerido en el plató. Allí le esperaba el director con un ultimátum: o pagaba el finiquito a Crawford y la reemplazaba por Barbara Stanwyck o él abandonaba el barco. Joan, a su vez, pidió que el cineasta fuese despedido y «reemplazado por un ser humano».

Curtiz era conocido por su falta de tacto en su trato con las estrellas. Después de ganar el Oscar al Mejor Director el año anterior por Casablanca, Mike explicó su fórmula para hacer buenas películas: «La historia primero, el director lo segundo, los actores lo último». Durante la primera semana de Alma en suplicio, se refería a Crawford como «la farsante Joanie» en la misma cara de la actriz; y «la jodida puta», a sus espaldas.

«Yo tuve que ser el árbitro», recordó el productor. «Tuvimos largas reuniones, llenas de sangre, sudor y lágrimas. Después todo empezó a calmarse. Mike se autolimitó a blasfemar sólo en húngaro y Joan dejó de tensar las cuerdas sobre su figura».

Durante las primeras semanas de diciembre, el guión siguió sufriendo modificaciones. En una nueva revisión, Louise Randall Pierson agregó un barniz feminista al contenido, mientras William Faulkner le daba su perspectiva del hombre sureño. Faulkner sugirió cambiar el título a House in the Sand, y añadió una escena en la que la criada negra, Lottie, sujeta a Mildred en sus brazos en un momento de tensión y canta el espiritual “Steal Away”.

James M. Cain aceptó todos los cambios, pero Catherine Turney se negó a ser acreditada como autora del guión, porque desaprobaba la idea de la narración retrospectiva. Ranald MacDougall figuró así en solitario en el genérico.

Comprendiendo que el talento de Curtiz como cineasta requería la máxima libertad, Wald se concentró en mantener a raya a Jack Warner, que se quejaba continuamente de haber empezado la filmación sin un argumento cerrado. El productor le aseguró que «Mike y yo no queremos pasar por los dolores de cabeza de tener que rodar una película con la cámara un párrafo por delante del guión». Pero esa fue exactamente la situación durante las ocho primeras semanas de rodaje.

Los problemas eran tan graves que Jack Warner amenazó con cancelar la producción el 29 de diciembre, cuando las reescrituras prometidas no llegaron a sus manos. Pero como la filmación iba bien encaminada por entonces, Wald dedicó de nuevo la mayor parte de su tiempo a sortear los habituales lamentos de su “patrón” sobre el aumento del coste y el alarmante descenso de eficiencia en el estudio. También pudo coordinar la segunda unidad y el montaje, además de encargar a Max Steiner el score musical. «Mike va con una semana de retraso», se quejaba Warner al productor. «No debería retrasarse porque tiene actores competentes y todo está organizado». Ésta era una queja muy frecuente del magnate, particularmente en lo concerniente a Curtiz. Consciente de ser tan rápido y prolífico como cualquiera en el estudio, el cineasta húngaro dedicaba cada vez más tiempo a la iluminación y al trabajo de cámara. Pero cuando la presión por parte del “gran jefe” se incrementó hacia el final del rodaje, Mike demostró que podía acelerar el ritmo.

Miss Crawford, mientras tanto, había aprovechado las sucesivas reescrituras del guión para añadir unos cuantos “toques” a su papel. «Había muchos más primeros planos de Joan de los que aparecían en el guión original», decía el director de fotografía Ernest Haller. La estrella también pidió que se cambiase la edad de su personaje. «Me casé con Bert a los diecisiete», decía Mildred, por lo que al principio de la película tenía treinta y dos años (la actriz estaba cerca de los cuarenta). La protagonista también pasó a ser «menos intrigante… menos quejica… con sus orígenes de clase baja minimizados», y sus secuencias de borrachera y llanto se redujeron a la mínima expresión.

Una escena que causaba considerable angustia a Crawford era la de su pelea con Ann Blyth. En el guión original, cuando Veda trata de chantajear a su novio y es detenida por Mildred, se vuelve hacia su madre y la llama «camarera» y «vulgar espantajo». Joan en represalia tenía que golpear brutalmente a su hija, y después arrojar su ropa por la ventana. «No podía pegarla», decía la diva. «Miraba la dulce cara de Ann y no podía reunir fuerzas para pegarla». La secuencia fue revisada, reducida a una tibia pelea entre ellas, y tres bofetadas, una propinada por Blyth, seguida de una doble de Crawford, que grita a su hija: «Márchate de aquí, Veda, antes de que te mate».

La confrontación, aunque suavizada, traumatizó a Miss Crawford. «Me aterrorizaba hacerle daño. Tuve el estómago revuelto durante el resto del día. Quizás me recordaba los abusos físicos que sufrí siendo niña».

La dulce Ann Blyth, que recibiría una nominación al Oscar, recordaba a Joan como «el más amable, atento ser humano con quien nunca he trabajado. Seguimos siendo amigas durante muchos años. Nunca conocí a esa otra Joan Crawford sobre la que la gente escribía».

Esa imagen de bondad la compartían todos los miembros del reparto y el equipo. No sólo les hablaba en su propio lenguaje, sino que memorizó los nombres de las cincuenta y seis personas que trabajaban en la película; también hizo que su secretaria consiguiese una lista de sus cumpleaños y cuando era posible, mandaba traer una tarta y un pequeño regalo al set. «Tiene un verdadero interés en hacer feliz a la gente», escribía “Silver Screen”, «un interés, por cierto, que refleja cómo ha madurado».

De repente todo empezó a funcionar. Curtiz se dio cuenta de que Crawford no estaba intentando proclamar su status estelar; ella sólo quería una buena película, algo que necesitaba desesperadamente. Wald sentía que algo extraordinario estaba sucediendo y telefoneó a Henry Rogers, el agente de prensa de Joan.

—¿Por qué no empiezas una campaña para que Joan gane el Oscar? —sugirió Wald.

—Pero, Jerry, la película no está terminada —replicó Rogers—. ¿Cómo voy a hacerlo?

—Es muy sencillo. Llama a Hedda Hopper y dile: “Joan Crawford está haciendo una interpretación tan poderosa en Alma en suplicio que sus compañeros ya están prediciendo que ganará el Oscar”. Puede funcionar.

Durante su conversación diaria con la columnista, Rogers le dio la “información”. Dos días después, miss Hopper escribía en “Los Angeles Times”: «Fuentes internas dicen que Joan Crawford está ofreciendo una interpretación tan maravillosa en Alma en suplicio que ganará el premio de la Academia». Sin consultar a su cliente, el publicista continuó su campaña. Media docena de periodistas tacharon a Joan de favorita para conseguir el Oscar. La suerte estaba echada.

La fotografía principal concluyó a finales de febrero, con trece días de retraso, y a esas alturas Crawford y Curtiz ya se hablaban con palabras cariñosas. En la fiesta de fin de rodaje, la actriz tuvo el simpático detalle de regalarle un gigantesco juego de hombreras. El director se dirigió a todo el equipo: «Cuando acepté dirigir a Miss Crawford, pensé que iba a ser terca como una mula y me preparé para ser muy duro con ella. Ahora que he sabido lo dulce y profesional que es, me arrepiento de haber pensado esas cosas sobre ella».

La actriz también se mostró agradecida. «Me despojó de mis hombreras guateadas de Adrian y me dio un personaje de base sólida», declaró a la prensa refiriéndose al temido, y durante muchos meses odiado por ella, cineasta húngaro. Emergía una nueva Joan Crawford.

Fotografiada en blanco y negro, el look y la atmósfera de Alma en suplicio serían saludados después como precursores del período film noir de la Warner. Aunque no fue la primera en recibir la influencia europea de la discreta iluminación y los inusuales ángulos de cámara, patente en títulos como El halcón maltés, El último refugio y La carta, sí fue la que cosechó los mayores elogios de la crítica. La importancia del momento, sin embargo, pasó desapercibida a la estrella. «La primera vez que oí las palabras film noir fue en Nueva York», explicó Joan. «Me estaba entrevistando un crítico, que no hacía más que hablar de este estilo, y yo no sabía de qué demonios me estaba hablando. Cuando lo escuché otra vez un tiempo después, llamé a Jerry Wald y le dije: “Querido, ¿qué es este estilo film noir del que todos hablan?” Me lo explicó, lo que me hizo apreciar la cinta aún más. Yo ya sabía que teníamos un gran equipo de chicos en la película. No sólo eran artistas, eran genios».

Ernie Haller, que había fotografiado a Bette Davis en Jezabel y a Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó, fue el único responsable del aspecto visual de Alma en suplicio, según Crawford. «Ernie estuvo en los ensayos. Y también Anton de Grot, que hizo los decorados. Recuerdo ver la copia del guión de Ernie y estaba lleno de anotaciones y diagramas. Le pregunté si eran para luces especiales y me dijo: “No, son para sombras especiales”. Eso me desconcertó. Yo estaba habituada al look de la Metro, donde todo, incluso las pelícu las bélicas, se filmaba con cegadoras luces blancas. Pero cuando vi las pruebas de Alma en suplicio, comprendí lo que Ernie estaba haciendo. Las sombras y medias luces, el modo en que los decorados estaban iluminados, junto con los inusuales ángulos de cámara, se sumaban considerablemente a la psicología de mi personaje y a la atmósfera de la cinta. Y eso es el film noir».

Nada más concluir la filmación, Curtiz empezó a trabajar en el montaje. Para entonces la expectación sobre la producción había atrapado incluso a James Cain, quien escribió a Wald diciendo que estaba deseando ver un primer montaje porque «los rumores son muy entusiastas». Pero el productor no quería que nadie ajeno al estudio viese la cinta hasta que estuviese lista. Así que hizo esperar a Cain durante la primavera y el verano. El tiempo se empleó no sólo en ajustar el montaje y el sonido, sino en esperar el momento adecuado para estrenarla. Wald y Warner estaban convencidos de que funcionaría mejor en un mercado pos-bélico, así que la retrasaron hasta septiembre, unas semanas después del Día de la Victoria.

Su intuición se reveló providencial. Apoyada en una contundente campaña publicitaria («Por favor, no cuente lo que hizo Mildred Pierce»), la película del retorno de Joan Crawford se estrenó en septiembre de 1945, unas semanas después de la rendición de Japón, con elogios casi unánimes para la actriz. «Sincera y conmovedora», sentenció “The New York Times”. «Una interpretación maravillosa», escribía “Life”. «Joan Crawford ofrece la mejor interpretación de su carrera», se leía en “The Nation”. El “Herald Tribune” estaba de acuerdo con todos: «Intensa y contenida… actúa con una estudiada falta de énfasis».

A la corriente de halagos se sumó James M. Cain. El escritor le envió a Joan una copia de la novela “Mildred Pierce” forrada en cuero con la inscripción: «A Joan Crawford, que dio vida a Mildred como yo siempre había esperado y que tiene mi eterna gratitud».

Alma en suplicio fue un gran éxito, ingresó varios millones en la taquilla y acaparó seis candidaturas a los premios de la Academia. Miss Crawford fue nominada al Oscar a la Mejor Actriz junto a cuatro estrellas más jóvenes: Ingrid Bergman por Las campanas de Santa María, Greer Garson por El valle del destino, Jennifer Jones por Cartas a mi amada y Gene Tierney por Que el cielo la juzgue. La competencia parecía formidable.

En las vísperas del gran día, Joan se vio asaltada por el peor de sus demonios, su miedo al rechazo. Presa de un ataque de pánico, telefoneó a Henry Rogers, su relaciones públicas.

—Henry, no puedo hacerlo —dijo desesperada—. No puedo ir a la ceremonia.

—Pero debes ir. Será la mejor noche de tu vida.

—Henry, estoy tan asustada. Sé que voy a perder. No votarán por mí. No puedo competir con una monja [Ingrid Bergman].

—Eso es una tontería. A ellos les encantan las historias de retornos, y la tuya es la mejor de las historias. Vas a ganar, Joan. Lo presiento.

Pero Rogers no logró convencerla. Ahora se enfrentaba con otro grave problema: ¿Cómo no ir a los premios sin molestar a Jerry Wald, a quien debía el revival de su carrera? Era asombrosamente simple. Se fingió enferma, y su médico declaró que no podría salir de casa durante varios días.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos vivía un clima de euforia generalizada. La ventaja de no haber sido escenario bélico se traducía en una creciente prosperidad económica, a la que no era ajena la industria cinematográfica, que incrementaba día a día su producción de películas. Como era de esperar, ese clima de euforia y bienestar que evidenciaban los estudios se reflejó en la celebración de la decimoctava entrega de los Oscar, que tuvo lugar el 7 de marzo de 1946, en el Teatro Chino Grauben. Después de años de penuria, la fiesta, el espectáculo y el fervor del público, que guardaba colas de varias horas para ver desfilar a sus estrellas por la alfombra roja, volvían a Hollywood.

Alma en suplicio acudió a la cita como una de las grandes favoritas, amparada en sus seis nominaciones, incluyendo Mejor Película y Mejor Actriz. Pero la noche sólo resultó especial para Joan Crawford.

La estrella, como estaba previsto, no asistió a la ceremonia. Esa mañana, Joan había llamado a Henry Rogers para confirmarle su negativa a acudir al acto. Con la firme creencia de que su cliente ganaría, Rogers invitó a los fotógrafos a la casa de la actriz. Desde allí, Miss Crawford escuchó la gala por la radio, tumbada en la cama y acompañada por una botella de Jack Daniel’s. Cuando Charles Boyer pronunció su nombre como ganadora del Oscar, hubo una gran ovación en el teatro y, en casa de la diva, «una explosión de gritos y aplausos», según precisó después el “Daily Variety”. «Es el mejor momento de mi vida», exclamó la ganadora con total convicción.

Curtiz recibió en nombre de Joan el premio y a modo de disculpa explicó que «la señorita Crawford está muy, muy enferma». Cuando abandonó el escenario, Ingrid Bergman, a pesar de no haber ganado por segundo año consecutivo, se le acercó para decirle: «¡Oh, estoy contentísima!».

Ann Blyth fue la primera en abandonar el Grauman’s Chinese Theater para dirigirse a casa de la vencedora. Las dos actrices se abrazaron entre lágrimas. Curtiz entró en la habitación con la estatuilla y el lugar se llenó de flashes. Crawford y él se saludaron como viejos amigos, no como los feroces antagonistas que habían sido durante el rodaje. «La celebración duró toda la noche», recordaba la estrella. «El teléfono no paraba de sonar. Después, a las ocho de la mañana, empezaron a llegar las flores y los telegramas».

Henry Hart, de “Films in Review”, no fue el único en sugerir que había muchos elementos de Crawford en Mildred. «Joan le dio al personaje una realidad de la que de otro modo hubiese carecido», decía Hart, «porque en cierto modo era su propia vida, una mujer fuerte luchando contra la desgracia y los hombres equivocados».

Alma en suplicio devolvió a Crawford a la cima y la conduj o a una sucesión de importantes proyectos en la Warner, incluyendo Humoresque, Amor que mata y Flamingo Road, todas ellas producidas por Jerry Wald, otro que vio cómo su carrera se elevaba a las alturas.[5]

Aunque siempre será conocida como la película que relanzó la languideciente carrera de Joan Crawford, hay muchas más virtudes en este clásico “filme de mujeres” que una interpretación premiada con el Oscar. Todo en Alma en suplicio es de primera clase, desde los estelares valores de producción al maravilloso ritmo de la dirección de Michael Curtiz, que se niega a dejar que el sentimentalismo se adueñe de la historia.

El guión, adaptado de la tersa novela de Cain, y objeto de sucesivas reformas, tampoco tiene precio. Es adulto y culto, con una maravillosa dosis de afilados diálogos. Narrado en flashback desde el momento del asesinato de Scott, el argumento es una escalofriante demostración de un hecho muy común en las sociedades patriarcales de la época: cuando una mujer ponía un pie fuera del hogar, el resultado solía ser desastroso. Curtiz dio a esta historia de culebrón un tratamiento reluciente. Las primeras escenas del asesinato de Monte por un asaltante desconocido, los esfuerzos de Mildred por culpar a Fay atrayéndole a la casa de la playa y después dejándole encerrado con el cadáver, y los interrogatorios en la comisaría antes de que la historia principal se disuelva en flashbacks, son eléctricos.

En este escenario, superando con bravura las olas del desastre, emergió el inmenso talento de una madura Joan Crawford, cargando con la tormenta ella sola y desafiando a la industria que la consideraba acabada. Fue el suyo un verdadero tour de force. Puede decirse que el papel de Mildred era la culminación de un personaje ensayado durante años de poderío. Pero al aceptarlo, Joan había dado el paso, peligroso en Hollywood, de interpretar a una madre.

El elenco de actores secundarios está, sin excepción, expertamente manejado. Jack Carson había nacido para interpretar al desaliñado Wally, Eve Arden está tan mordaz y divertida como siempre, Zachary Scott es un reptil excepcionalmente atractivo, Bruce Bennett es todo solidez y Ann Blyth chisporrotea con juvenil sensualidad y casi sublime maldad en su perfecta interpretación de Veda.

Impecable, sombría, Alma en suplicio simboliza, como Casablanca, la perfección estilística de la Warner. La atmosférica fotografía de Ernest Haller juega con los encuadres, los impresionantes decorados de Anton Grot representan el cambiante status social de Mildred con estilo crepuscular y el evocador score de Max Steiner alterna los temas referenciales. Sufrir en la pantalla nunca fue tan sofisticado. Dos escenas cumbre para los fans de Joan Crawford: Veda abofetea a Mildred; Mildred llama a la policía. Inolvidable.