«Mi pequeño Camelot». Así denominaba el productor Arthur Freed al feudo que mantenía en los dominios de un reino superior, la Metro-Goldwyn-Mayer. Y efectivamente, la Unidad Freed era un grupo especial de profesionales creativos que formaban un excelente equipo y a quienes, precisamente por ello, el estudio permitía trabajar a su aire dentro de la casa. La mayoría de sus miembros procedían de Broadway, por una razón lógica: Freed había empezado en el teatro. «Yo le podía contar a Arthur una idea», declaró Gene Kelly años después, «y cualquier otro productor hubiera dicho: “No sabes de qué estás hablando”. Pero Arthur sí lo sabía. Como persona del teatro, como compositor, él entendía las cosas».
Como ex artista de vaudeville, autor de guiones especiales para espectáculos de cabaret y de Broadway, como gerente del Orange Grove Theater de Broadway, Arthur Freed era el hombre destinado a entrar en la Metro cuando el cine sonoro llegó a Hollywood. Durante diez años, él y Nacio Herb Brown reinaron en la casa como equipo oficial de compositores de canciones. Para Freed, aquella experiencia como letrista era sólo un peldaño hacia cumbres más altas. Según Alan J. Lerner, «Arthur era un hombre extraño y conmovedor; lleno de contradicciones, idiosincrasias y sorpresas. Era original desde cualquier punto de vista».
Freed escribía sobre temas actuales y quería dar un aire moderno a sus musicales contemporáneos. El calificativo “contemporáneos” era importante. De reciclar operetas, nada. Eso quedaba para la Unidad Pasternak, que los hacía muy bonitos y con entusiasmo. Para lograr sus objetivos reunió un equipo de eficaz gente del teatro. El primero, el compositor, arreglista y director musical Roger Edens, con el tiempo convertido en su colaborador más duradero. «Roger suplía las carencias que pudiera tener Freed en materia de criterio», declaró Saul Chaplin, arreglista vocal. Juntos inventaron el llamado barnyard musical, “el musical de corral”, una fórmula cinematográfica inspirada en una idea de Mickey Rooney: transformar un edificio en ruinas en un teatro pistonudo, para que él, Judy Garland y el resto de los muchachos pudieran montar funciones (véase Los hijos de la farándula, Armonías de juventud y Babes on Broadway).
A todo esto, los trenes de Nueva York a Pasadena habían empezado a depositar efectivos en la Unidad Freed. Entre otros: Vincente Minnelli; la figurinista Irene Sharaff; los guionistas Fred Finklehoffe, Jack McGown y Guy Bolton; y los directores musicales Adolph Deutsch y Lennie Hayton. En 1942, la limusina del estudio se desplazó a Pasadena para recoger a Gene Kelly, que llegó provisto de una agenda repleta de amigos brillantes; entre ellos, su mentor, el gran Robert Alton; Betty Comden y Adolph Green; Hugh Martin y Ralph Blane. Freed los contrató a todos.
A mediados de 1942, la Unidad Freed estaba organizada y preparada para hacer su gran clásico: Cita en St. Louis, el musical que Gene Kelly distinguió siempre como su favorito. Como El mago de Oz, la idea central se resume en una frase breve: «En casa como en ningún sitio». La película celebraba la idea de familia. Había lágrimas y había sustos. Había lujo, pero también un homenaje a tiempos más felices.[1]
En vez de otro show de Broadway transplantado a la pantalla, Cita en St. Louis era un musical cinematográfico original que integraba los números musicales en la historia, equilibrando de este modo la fantasía y el realismo narrativo. No era tan imaginativa técnicamente como posteriores producciones de Freed, ni se apoyaba tan fuertemente en una innovadora mezcla de historia, canciones, y baile. Pero estas cualidades eran ciertamente evidentes en la película, y señalaban un cambio en el estilo musical de MGM y el primer destello de su era dorada en el género.
Cita en St. Louis también indicaba cuánto le costaría esa era a la Metro. Las cintas de Freed se habían vuelto considerablemente más caras y difíciles de rodar con el paso de los años, pero ahora estaban definitivamente alcanzando un nuevo nivel. Arthur dedicó seis meses al desarrollo del guión y otros siete a la pre-producción; el rodaje y el montaje llevaron otros seis meses. Estas condiciones, excepcionales si las comparamos con sus anteriores producciones, establecerían un patrón para sus siguientes musicales con Minnelli. Se caracterizarían por presupuestos que sobrepasaban el millón de dólares, periodos de pre-producción de un año o más (incluyendo el guión), rodajes de tres a seis meses, y otros seis meses o más para la pos-producción.
Cita en St. Louis estaba basada en las “Kensington Stories”, una serie de sentimentales viñetas escritas por Sally Benson y publicadas en forma de serial en el “The New Yorker” entre junio de 1941 y mayo de 1942, antes de ser recopiladas en un libro que incluía cuatro capítulos adicionales. Estas historias narraban la vida cotidiana de una familia de clase media en el periodo dorado de los nineties. Eran relatos bonitos, en la tradición de Jane Austen, pero carecían de personajes vistosos, conflictos dramáticos, argumentos convencionales.
Arthur Freed pidió a Lillie Messinger que presentara el proyecto al comité ejecutivo del estudio, pero ninguno de sus miembros manifestó interés. Ninguno, salvo el hombre clave, Louis B. Mayer, que quedó cautivado por aquellos escritos. El magnate aprobó la propuesta de asignar el proyecto a Judy Garland, como protagonista, y a Vincente Minnelli, como director. Su confianza en el equipo de Arthur Freed crecía con cada éxito.
MGM compró los derechos de las viñetas de Sally Benson por 25.000 dólares en enero de 1942. También contrató a Benson para la adaptación, que seguiría a la familia durante cuatro estaciones, culminando en la primavera de 1904, el momento de la Feria Mundial de St. Louis. Además ofreció una opción de 10.000 dólares más por el uso de sus personajes en futuras secuelas.
El entusiasmo de Minnelli fue instantáneo; no sólo era una oportunidad única para expandir el musical cinematográfico, sino que la época y el lugar tenían una especial resonancia para él: la cinta estaba ambientada en el año de su nacimiento, en un entorno suburbano reminiscente de sus propios orígenes en el Medio Oeste. Una vez que el estudio dio luz verde al proyecto, Vincente dispuso de tiempo sobrado para preparar una película que respondiese a las aspiraciones de Freed.
El guión de Cita en St. Louis requirió de media docena de escritores diferentes, todos ellos embarcados en una lucha agónica contra la falta de motivaciones y conflictos en la idílica historia. Benson trabajó con un guionista de la plantilla de MGM para establecer los personajes, el entorno y la lírica inocencia de la época, tratando de convertir sus nostálgicos relatos, virtualmente sin argumento, en un guión filmable. El resultado fue desastroso. Tal y como sucedía en las viñetas originales, no había situación alguna que hiciera avanzar la narración. Así que Freed contrató a mediados de 1942 al equipo de guionistas de Sarah Mason-Victor Heerman, quienes pasaron varios meses creando un poco de intriga por medio de una trama de chantaje que implicaba al personaje central, Esther Smith, un giro improbable para un personaje tan inocente.
Freed encontró ese recurso inapropiado y recurrió al guionista en nómina William Ludwig, un especialista en romances adolescentes, que rápidamente eliminó el chantaje y creó las historias de los noviazgos de Esther y su hermana Rose. El productor consideró satisfactorio el nuevo guión, y en febrero de 1943 ordenó que se enviasen copias del libreto a todos los jefes de departamento y a los actores principales.
Arthur decidió preservar la simplicidad de las historias de Kensington mientras expandía el conjunto a un vehículo en Technicolor para Judy Garland, con canciones cuidadosamente integradas en el tejido de los placeres domésticos de la familia. Su entusiasmo no era compartido por ningún otro ejecutivo en el estudio; la idea se apartaba demasiado de la norma para justificar la inversión propuesta. Sin embargo, Mayer estaba dispuesto a respaldar a Freed. Es posible que su fe en el juicio del productor se viese estimulada por una feliz coincidencia: el estreno en Broadway, en marzo de 1943, de un musical que también exaltaba la vida en el corazón de América en el cambio de siglo, “Oklahoma!”. La obra de Rodgers y Hammerstein se convirtió en la sensación teatral de la temporada. Si el público neoyorquino podía estremecerse con las desventuras de la heroína Laurey, la Metro tenía razones para pensar que los espectadores de las salas de cine suspirarían junto a Esther Smith, languideciendo de amor por el chico de la puerta de al lado.
Arthur Freed dedicó, como siempre, especial atención a la música. Encargó las canciones a Hugh Martin y Ralph Blane, para integrarlas en un guión que estaba siendo escrito y reescrito por un amplio equipo especialistas. El productor eligió a esta pareja de principiantes relativamente desconocidos con el fin de eludir las convenciones del teatro musical, que exigían la presencia y las reacciones de un público real. Cada vez que Martin y Blane presentaban un número espectacular, Arthur decía: «Bueno, esto lo usaré para [Ziegfeld] Follies».
El autor de la orquestación y los arreglos, Conrad Salinger, coincidía con Freed en su deseo de huir de las ruidosas escenificaciones musicales de aire teatral. En lugar de trabajar con una gran orquesta que ahogara la banda sonora, Salinger consiguió el color y la textura que la partitura requería empleando sólo treinta y seis intérpretes, una tercera parte del número que se consideraba necesario para un musical de lujo. Luego, como Leon Ames no sabía cantar, Arthur decidió aportar su voz no profesional al doblaje de “You and I”, un tema que él mismo había escrito junto a Nacio Herb Brown.
Gracias a su experiencia como letrista, Freed sabía la clase de canciones que buscaba. Para la célebre escena del tranvía, Martin y Blane escribieron una melodía que consideraban ideal para cantar en semejante medio de transporte. Pero el productor quería un tema que hablara del propio tranvía. Tras descartar varias versiones, Blane, exasperado, acudió a la Biblioteca Pública de Beverly Hills. Allí, en un libro sobre el St. Luis de principios del siglo XX encontró una fotografía de un tranvía de dos pisos, con un pie que decía: «Clang, Clang, Clang, hacia el tranvía». Después de ver aquello, Blane y Martin tardaron diez minutos en componer una de las canciones más conocidas de la cinta.
Como era costumbre en los musicales de Arthur Freed y Roger Edens, el cuerpo central de la partitura de Cita en St. Louis quedó reforzada con melodías nuevas y antiguas de distinta procedencia. El tema principal era un clásico de Sterling y Mills, Brown envió una canción original desde Nueva York y Freed incluyó “Boys and Girls Like You and Me”, una melodía que Rodgers y Hammerstein habían compuesto para “Oklahoma!” (la composición sería eliminada del montaje final). Incluso Judy Garland aportó algunas ideas para mejorar otra canción famosa, “Have Yourself a Merry Little Christmas”.
En su afán por reclutar a los mejores especialistas de cada campo, Arthur pescó en las aguas de Broadway al escenógrafo Lemuel Ayres, que acababa de diseñar los decorados de “Oklahoma!”, y le puso a trabajar con el director de arte, Jack Martin Smith. El cometido de esta gente consistía en diseñar, con todo lujo de detalles, miniaturas de la “calle St Louis” y el interior de la vivienda de la familia Smith. Con estos diseños, Vincente Minnelli podría decidir de antemano las posiciones de cámara y los planos.
Para dar una imagen unificada al vestuario, Freed contrató a Irene Sharaff, otra artista de Nueva York. El diseñador jefe de la Metro, Adrian, tenía un pie fuera del estudio, pues estaba a punto de abrir su propia boutique en Beverly Hills. Adrian diseñaba los vestidos de las estrellas femeninas de la casa, pero las prendas de caballero las dejaba en manos de subalternos. Sharaff, en cambio, acostumbraba a diseñar todos los trajes de las producciones teatrales en que intervenía, y gradualmente introdujo esta práctica en la Metro, primero en Madame Curie y después en Cita en St. Louis.
Todos los preparativos eran complicados, pero nada podía compararse a la elaboración del guión. En un momento determinado de la fase de preproducción, Freed tuvo una intuición particularmente afortunada: decidir que el equipo formado por Fred Finklehoffe e Irving Brecher era el más indicado para escribir un libreto acorde con sus especificaciones.
Dadas las características más bien especiales del proyecto, Minnelli aprovechó el tiempo para colaborar con los guionistas en las revisiones del texto y acudir al departamento de investigación del estudio para amasar toda la documentación visual que pudiese reunir sobre América en el cambio de siglo. El cineasta, cuyas raíces estaban en el diseño de decorados y vestuario, trabajó íntimamente con Lemuel Ayres para reproducir el aspecto gótico americano en los decorados, y con el director artístico Preston Ames para capturar la cualidad evocadora de las pinturas de Thomas Eakins. Influenciado, sin duda, por El cuarto mandamiento, Vincente tuvo la idea de introducir cada estación con una ilustración de tarjeta de felicitación que se disolvía en una toma de acción real.
El primer contratiempo surgió cuando Judy Garland, recién separada de su primer marido, anunció que se había cansado de hacer papeles de adolescente. Ella podía ser una gran actriz, pero sólo si la Metro empezaba a darle buenos personajes, roles de mujeres adultas, no de muchachitas enamoradizas. Así, en el verano de 1943, Garland hizo acopio de coraje y, por primera vez, rechazó un papel que MGM le había asignado, que el estudio había, de hecho, ordenado escribir especialmente para ella.
La perspectiva de interpretar a otra trémula adolescente le parecía a Judy un paso atrás, por muy ilustre que fuese el contexto. A sus suspicaces ojos, el rol de Esther parecía el mismo personaje que había interpretado una docena de veces, y el propio filme sonaba como una vieja canción, escuchada demasiado a menudo. «Quizás MGM debería permitir a Miss Garland crecer de una vez por todas», había dicho “The New York Times” en su crítica de Presenting Lily Mars, y Judy estaba fervientemente de acuerdo. Cita en St. Louis, le dijo al estudio, sería un gran revés para su carrera, así que lo mejor que podían hacer era buscarse otra estrella.
La lógica estaba de su lado. Esther aún está en la adolescencia, aún en la escuela, y loca por el chico de al lado, quien, durante la mayor parte de la historia, no se fija en ella. El argumento era tan complacientemente familiar que la Metro pensaba que había encontrado otra mina de oro como la serie de filmes de Andy Hardy. Cita en St. Louis sería simplemente la primera de muchas aventuras para la familia Smith en la América del cambio de siglo. Esta perspectiva, tan atractiva para los contables de la compañía del león, no llenaba de alegría el corazón de Judy.
Publicadas en las páginas del “New Yorker”, las historias de Benson tenían un considerable encanto nostálgico, particularmente para los lectores de comienzos de los años cuarenta, ansiosos por evadirse del contexto bélico de la época. Ese encanto, sin embargo, era difícil de plasmar en una pantalla, sobre todo si se quiere mantener al público sentado en sus asientos durante dos horas. Una película exige un argumento, algo que Cita en St. Louis no tenía.
La sombra del fracaso se cernía, amenazante, sobre la producción. Pero Freed no sólo era uno de los favoritos de Mayer, también era uno de los mayores y más fiables valores comerciales del estudio. Después de tantos éxitos, el ladino Louis pensó que MGM le debía al productor un fracaso y dio su asentimiento. Con argumento o sin él, Arthur haría Cita en St. Louis.
El agente de Garland informó al estudio de las quejas de su cliente. En la Metro, las estrellas rara vez rechazaban un encargo, y en caso de hacerlo pendía sobre ellas la amenaza de una suspensión. Mayer esgrimió este argumento, sabedor de su eficacia, y en su descargo adujo que el nombre de la actriz era una baza esencial para sacar adelante un proyecto de esta envergadura. El enfado de Judy fue monumental.
El casting para el resto de la familia Smith fue una tarea relativamente sencilla; todos los protagonistas, salvo Agnes, eran actores en plantilla de MGM. En un momento dado sonó el nombre de Van Johnson para interpretar al interés amoroso de Esther, pero el papel acabó en manos de Tom Drake.
Miss Garland, mientras tanto, seguía mostrando su descontento. No le gustaba el guión, y menos aún su personaje, al que ni siquiera consideraba principal. En su opinión, la verdadera protagonista de la película no era Esther, sino la pequeña de cinco años Tootie, la menor de las hermanas Smith. Con su encantadora sonrisa y sus ojos infinitamente soñadores, Margaret O’Brien ya había “robado” todo el protagonismo en Journey for Margaret y en El fantasma de Canterville, y parecía destinada a llevarse de calle también Cita en St. Louis. «No creo que yo salga muy bien parada», concluyó Judy, que llevaba en Hollywood el tiempo suficiente para reconocer a una robaescenas en cuanto la veía.
Aunque no lo dijo, es probable que Garland también estuviese molesta porque Freed le había dado el papel de la mayor de las hermanas —un gran rol, casi tan extenso como el suyo— a una total desconocida, una antigua bailarina de clubs nocturnos de Nueva York llamada Lucille Bremer. Las suspicacias estaban más que justificadas, toda vez que la única cualificación que podía presentar la señorita Bremer era compartir la cama del productor. «Un cohete ardiente ha irrumpido en los estudios de MGM», proclamaba el departamento de publicidad del estudio, omitiendo que salvo el bueno de Arthur nadie más recibiría algún calor de Lucille.
Tras varios meses de frenético trabajo, Freed tenía un guión, además de un director y una estrella. Pero había que convencer a Garland, y eso era más complejo de lo que a primera vista parecía. El tímido y a menudo inexpresivo Minnelli se empleó a fondo para hacer cambiar de opinión a la actriz. Él veía grandes cosas en el texto, le explicó. «De hecho», dijo, «es mágico». Pero Judy no veía ninguna magia, ni en el director ni en el guión.
El primer signo tangible de la magnitud del proyecto apareció en el Plató 3. Allí se construyó una pequeña parte del viejo St. Louis: ocho imponentes casas victorianas, cada una de ellas rodeada por un gran jardín y lechos de flores. Cita en St. Louis, la película sin argumento, estaba en marcha. Sin embargo, esta victoria tenía un precio. Freed y Minnelli sabían que se estaban jugando sus reputaciones, y quizás sus carreras, con un proyecto sobre el cual casi todo el mundo, incluyendo a su estrella, les había advertido negativamente. Si el filme era un éxito, pasaría mucho tiempo antes de que nadie volviese a cuestionar sus decisiones; pero si fracasaba, como casi todos en MGM pensaban, pasaría aún más tiempo antes de que dejaran de recibir una interminable lluvia de recriminaciones. Para ambos, la apuesta no podía ser más elevada.
A finales de agosto se había establecido un presupuesto de 1.395.000 dólares y fijado la fecha de inicio para primeros de octubre, pero varios problemas en el estudio retrasaron el proyecto durante otros dos meses. Cita en St. Louis entró finalmente en producción el 7 de diciembre. Para entonces su plan de rodaje estaba programado para cincuenta y ocho días y el coste estimado se había incrementado en más de cien mil dólares. Los apartados más costosos eran los decorados y la música, que se llevaban la mitad del presupuesto. El reparto era amplio, pero Garland era la única estrella a bordo y ganaba 2.500 dólares semanales. La otra pieza clave del reparto era Margaret O’Brien, y su salario era aún más pequeño: 250 dólares por semana. Incluso Minnelli salía relativamente barato —1.000 dólares semanales—, ya que su carrera estaba apenas despegando.
Como era de esperar, Judy no tardó en provocar los primeros conflictos. La estrella mostró su descontento llegando una hora tarde el primer día de rodaje, aunque más ominosos habían sido sus retrasos —en ocasiones de cuatro horas— durante los largos ensayos y sesiones de grabación que el director había programado hasta el comienzo de la filmación.
Minnelli se mostró muy paciente con Garland, intentando en todo momento convencerla de que valía la pena hacer Cita en St. Louis, pero no era fácil trabajar con ella. Sufría todo un catálogo de enfermedades, reales e imaginarias, lo que provocaba arranques de histeria y frecuentes interrupciones del rodaje. Eso cuando se dignaba a aparecer por el plató. Así, el 16 de diciembre, alegó estar enferma y se quedó en casa; dos días después llegó puntual, pero se marchó temprano con migrañas. La última semana del año estuvo ausente por completo, aquejada de una infección de oído en el Hospital Cedars of Lebanon.
Las enfermedades se prolongaron durante los primeros meses de 1944. Una y otra vez la insomne Judy telefoneaba al asistente de dirección Al Jennings —o al propio Freed— en mitad de la noche para decir que no podría ir a trabajar a la mañana siguiente. La causa solía ser un violento y prolongado dolor de cabeza. A veces podían convencerla para cambiar de opinión; otras veces no tenían tanta suerte. «Miss Garland llamó a Mr. Freed a las 4:30 a.m. para decir que no se sentía bien y no estaría disponible para trabajar hoy» era una entrada típica en las notas de producción, que informaban de la labor diaria en el plató.
Cita en St. Louis no era la primera película obstaculizada por las enfermedades y las tardanzas de Judy. Durante el rodaje de Girl Crazy, sólo un año antes, había estado enferma incluso con más frecuencia. Entonces sus ausencias habían estado causadas, al menos en parte, por el abusivo comportamiento de Busby Berkeley. Ahora parecían formar parte de una pauta de informalidad, resultado de la creciente dependencia de los tranquilizantes y estimulantes en la que su madre la había iniciado una década antes. «Siempre tengo que dar lo mejor de mí frente a la cámara», explicó la actriz a Minnelli. «Deberías saber eso. Tú también lo esperas de mí. Bueno, a veces no me siento bien. Es una lucha por aguantar todo el día. Uso estas pastillas. Ellas me ayudan a soportarlo».
Sin embargo, con la misma frecuencia la incapacitaban, y su informalidad no sólo le costaba al estudio dinero, sino que también irritaba a sus compañeros, que estaban obligados a llegar temprano, día tras día, y después a sentarse con sus ropas de rodaje hasta que ella decidía emerger de su camerino. Tras uno de estos retrasos, Mary Astor, que interpretaba a la matriarca del clan Smith, irrumpió en su camerino para darle una reprimenda. «Judy, ¿qué demonios te ha ocurrido?», preguntó Astor, que también había interpretado a su madre seis años antes en Listen, Darling. «Has tenido a todo el equipo esperando ahí fuera durante dos horas. Esperando que nos honres con tu presencia». Después de responder con una exasperante risita —«Sí, eso es lo que todo el mundo ha estado diciéndome»— cogió la mano de la veterana actriz y, en una patética confesión de desesperación, sollozó: «No puedo dormir, mamá».
Las pastillas no hacían nada por elevar su moral y, como una equilibrista del alambre, podía caerse a la más ligera sacudida. El batacazo más fuerte vino de una fuente inesperada, el tranquilo y educado Minnelli. En todos sus filmes, el talento innato de Garland, combinado con una memoria fotográfica, le habían bastado para completar cada escena en una o dos tomas, sin mucha guía por parte del director. Pero Vincente no estaba satisfecho con su interpretación en las primeras tomas, ni en todas las siguientes. Aunque no lo decía, pensaba que la inexperta Lucille Bremer era mucho mejor. A su juicio, Judy no estaba tomándose sus diálogos en serio, mientras Lucille, recitaba los suyos con convincente sinceridad. «Estaba maravillosa», decía el cineasta sobre Bremer, «creyendo en cada palabra que pronunciaba».
No es probable que Garland estuviese burlándose del guión intencionadamente. La explicación más lógica es que no estaba acostumbrada a trabajar con un director tan sutil como Minnelli, que esperaba que sus actores se diesen la réplica con la precisión de instrumentos musicales. En cualquier caso, Judy no podía entender qué estaba haciendo mal, y Vincente, cuyas instrucciones eran muy enigmáticas, no era capaz de explicárselo. «Deseaba que pronunciase alguna oración, un nombre, un verbo y algo para unirlos», era la aguda observación de Irene Sharaff, responsable del hermoso vestuario de la película.
Viendo cómo las cámaras seguían rodando la misma escena, toma tras toma, la afligida Garland pidió a Freed que fuese a su camerino. Desconcertada y asustada, anunció que había perdido su talento: ya no sabía actuar. Arthur le aseguró que sí sabía hacerlo, y el trabajo se reanudó. Pero con el director y su estrella lanzándose dardos el uno al otro, la tensión en el set se podía cortar con un cuchillo. Tranquilo y comedido en público, Minnelli se quejaba amargamente de ella al guionista Irving Brecher, y la actriz, mientras tanto, divertía al equipo con maliciosas imitaciones de la exasperante pero en ocasiones cómica indecisión del cineasta.
Incluso cuando las escenas salían bien, Judy se encontraba a disgusto en el plató. Por un lado, no disfrutaba en sus muchas secuencias junto a Lucille Bremer («Es duro actuar ante un muro de piedra», era su explicación). Por otro, la cruel manipulación de la pequeña O’Brien suponía un doloroso recordatorio de su propia infancia. Para preparar las escenas en que Margaret tenía que llorar, por ejemplo, su madre recurría a una repulsiva pero efectiva estratagema: su perro iba a morir, informaba tristemente a la niña. Los ojos de Margaret se abrían como platos, las lágrimas rodaban por su mejilla y el infortunado can era indultado hasta la siguiente vez en que la niña tuviese que llorar. A Garland le bastaba con ver esta cínica artimaña para echarse a llorar. «Es terrible», exclamaba. Al igual que ella, decía, O’Brien nunca tendría una infancia normal.
Un romance podría haber ayudado a Judy a superar los momentos difíciles. Pero las decepciones amorosas también se añadieron a sus múltiples desgracias. La estrella empezó a salir con Tom Drake, el mismo hombre del que tenía que enamorarse en la pantalla. Igual que Esther perseguía al chico de al lado, Garland perseguía a Drake, el actor que lo interpretaba. «Ella estaba loca por él», decía Ralph Blane. La amistad llevó al romance, que a su vez llevó a la cama, y allí terminó la relación. Para vergüenza de Tom y decepción de Judy, ella no conseguía excitarle.
Una mujer más segura de su atractivo sexual habría comprendido que este fracaso sexual no era culpa de nadie (después se supo que a Drake le gustaban los hombres). Pero Garland estaba enfadada, incapaz de aceptar el rechazo, viéndolo como un insulto. Aunque no sabían lo que había ocurrido, los miembros del equipo percibieron un cambio inmediato en el ambiente; el fuego en los ojos de la actriz se convirtió en hielo. «Nunca hubo una mala palabra entre ellos», recordó Al Jennings, «pero Judy le excluyó después de eso, lo que hizo a Tom terriblemente infeliz».
El set era un caos. Los quebraderos de cabeza llegaban por todos los lados… incluso por el del director. Los artesanos de la Metro tuvieron que soportar la obstinada exactitud de Minnelli durante los cuatro meses de filmación. El cineasta tenía nociones muy definidas sobre movimientos de cámara, iluminación y decorados. En este apartado tenía un valioso aliado en el veterano director de fotografía George Folsey, que consiguió en esta película uno de los trabajos más fluidos y evocadores de su carrera. Otros eran menos pacientes cuando secuencias aparentemente simples tardaban cuatro días en iluminarse y escenificarse a satisfacción del cineasta. Más aún, la apagada paleta que Vincente buscaba era persistentemente desafiada por la asesora de colores Natalie Kalmus, cuya presencia no solicitada era una obligación contractual en cualquier filme que utilizara equipos de cámara en Technicolor.
Aún así, la excesiva duración del rodaje se debió menos a la perspicacia del director que a otros factores que escapaban a su control. Uno de esos factores era, lógicamente, Judy Garland. Sus problemas eran más persistentes y menos manejables que cualquier otro, y ella era absolutamente crucial para el éxito de la película. Lo que hacía las cosas especialmente difíciles para Vincente era que las escenas clave de Judy tendían a ser las más complicadas y caóticas.
En una producción menos problemática, las ausencias de la estrella hubieran ocasionado más ceños fruncidos. Pero en un plató plagado de enfermedades como el de Cita en St. Louis, cayeron en una relativa insignificancia. La neumonía mantuvo a Mary Astor de baja durante casi un mes; la apendicitis, seguida de una infección de garganta, dejó a Joan Carroll fuera de combate durante varias semanas; y varias dolencias afectaron a Harry Davenport, el septuagenario abuelo.
Con todo, lo peor fue la prolongada ausencia de Margaret O’Brien. El 30 de enero, la tía de la actriz telefoneó a Jennings con la alarmante noticia de que su sobrina no iría a trabajar durante las dos siguientes semanas. Margaret sufría de gripe y fiebre del heno, explicó, e iban a llevársela ese mismo día al clima más cálido y seco de Arizona. En ese punto Freed decidió suspender la filmación durante unos días en vez de seguir rodando sin ella.
Antes de que pudiesen detenerlas, Margaret y su madre estaban en un tren con dirección a Nueva York para ver al jefe de Mayer, Nick Schenck. Decidida a conseguir más dinero para su hija, Gladys O’Brien había hecho parar toda la película simplemente para demostrar su importancia. Fue un acto de impresionante audacia; con una costosa producción a medio terminar, MGM no podía permitirse el lujo de atenerse a los principios. Schenck captó el mensaje, O’Brien consiguió el dinero y Cita en St. Louis recuperó a su joven actriz. Tras una suspensión de trece días, el rodaje se reanudó a mediados de febrero.
Minnelli había aprovechado el parón para trabajar en dos de las escenas más exigentes del filme. Una era una secuencia de Halloween, cuando los niños disfrazados hacen una hoguera en la calle y se preparan para asustar al vecindario. Los retrasos permitieron al director dedicar toda una semana de ensayos a este pasaje. La otra era la climática secuencia invernal, en la cual Tootie, inspirada por la canción “Have Yourself a Merry Little Christmas”, rompe a llorar y sale de la casa para destrozar una familia de muñecos de nieve en el patio. Cada escena era un tour de force para Margaret O’Brien, que las interpretó a la perfección.
Para entonces, tras cerca de dos meses y medio de filmación, la atmósfera en el set había empezado a iluminarse. «Judy, he estado observando a ese hombre», le dijo Mary Astor a Garland cuando ésta se quejó de Minnelli. «Sabe lo que está haciendo».
Las cosas iban mejor, pero los problemas no dejaban de acumularse. El más importante fueron las torrenciales lluvias, con las consiguientes inundaciones, que asolaron el área de Los Ángeles a finales de febrero y principios de marzo, provocando la suspensión del trabajo en exteriores.
Freed y Minnelli dieron por concluida la producción el 7 de abril de 1944 con doce días de retraso, más otros 34 días de “parón” acumulados. El coste ascendía en esos momentos a 1.883.289 dólares, uno de los más elevados del estudio aquel año. Una dificultad añadida era la duración del primer montaje, superior a las dos horas. El productor se reunió con el director y los guionistas, cada uno de los cuales aportó sugerencias para reducir el metraje.
Aunque cueste creerlo, el mayor pleito de Minnelli aún estaba por llegar y, sorprendentemente, fue una pelea con su más leal defensor en el estudio, Arthur Freed. Tras ver el montaje final, el productor insistió en eliminar la escena favorita de Vincente, la aventura de “Tootie” en Halloween, con el argumento de que era insustancial para el argumento y ralentizaba la película. Después de los sufrimientos padecidos hasta el momento cualquier nuevo enfrentamiento parecía presagiar un sinfín de desastres. Al final, se impuso la cordura, y la secuencia no sufrió alteración alguna. El único recorte importante fue la eliminación de una canción de Rodgers y Hammerstein, “Boys and Girls Like You and Me”, intercalada en el score de Blane y Martin. La versión definitiva tenía un metraje sensiblemente superior a la media de los musicales MGM: 113 minutos.
Los preestrenos indicaron que Cita en St. Louis era algo grande, por lo que Mayer decidió retrasar el estreno hasta la temporada navideña. Eso maximizaría el potencial comercial de la película en términos de reserva de salas y asistencia, y también le daría tiempo de sobra al estudio para montar una fuerte campaña promocional.
La premiere se celebró, como no podía ser de otra manera, en St. Louis el día 22 de noviembre. Una semana más tarde, Nueva York acogió el estreno oficial. La recepción del filme sobrepasó las expectativas más optimistas. Fue el mayor triunfo de la temporada para MGM, a nivel de crítica y público, y al socaire de su éxito, Judy volvió a aparecer en la lista de los top ten (1945).
La mayor parte de los elogios en la prensa se los llevaron Garland y Minnelli, pero las revistas de la industria señalaron a Freed. En “Variety” se podía leer que Cita en St. Louis tenía un «inusual calor y atractivo para un musical, que deben ser acreditados a Arthur Freed, así como a la espléndida dirección y las vívidas interpretaciones». El público pensó lo mismo, y las recaudaciones (más de cinco millones de dólares en Estados Unidos) pronto superaron a las de cualquier estreno anterior de MGM. Freed y Minnelli habían triunfado. Ellos tenían razón, y todos los demás estaban equivocados. Miss Garland fue una de las primeras en admitir su error. «Arthur», dijo la estrella después de un preestreno, «recuérdame que no te diga qué tipo de películas hacer».[2]
De todos los curiosos acontecimientos que se dieron cita en el set de Cita en St. Louis, el más inesperado fue el inicio de una relación amorosa entre la estrella del filme y su director. Durante varias semanas se guardaron la buena nueva para sí mismos, y la transición de la guerra a la paz fue tan sutil y tan lenta que todo el mundo se sorprendió cuando el romance se hizo público.
Es posible que las primeras chispas del idilio surgieran en pleno rodaje, mientras Judy veía su trabajo en los copiones diarios, porque Minnelli, que le había causado tanto dolor y dudas, estaba haciendo lo que ningún otro director había hecho nunca: le estaba haciendo parecer bella. Siempre había querido parecer hermosa. Ahora, gracias a él, lo había conseguido.[3]
Cuando su relación ya mostraba signos de descongelación, Judy se unía en ocasiones a Vincente y a su ayudante de dirección, Al Jennings, para cenar en un restaurante cercano al estudio. No hubo atisbo de romance durante esas cenas. Las llamas no empezaron a brotar hasta que un amigo mutuo, el bailarín Don Loper, decidió jugar a casamentero y les organizó una velada en territorio neutral, lejos de Culver City y sus asociaciones con el trabajo. La noche fue un éxito tal que las cenas se convirtieron en un hábito.
Fue entonces cuando la gente empezó a darse cuenta. Garland y Minnelli empezaron a vivir juntos en la primavera de 1944, con la complacencia de la severa madre de la actriz. La feliz pareja contrajo matrimonio el 15 de junio de 1945, después de que el director, a instancias de Judy, sustituyera a Fred Zinnemann en el rodaje de The Clock, un filme maldito que, sin embargo, revelaría la extraordinaria capacidad de Judy para conmover al público.
El intento de perfilar en términos musicales una crónica de época sobre una “típica” familia norteamericana pronto se convirtió en un lugar común en Hollywood, a menudo confiado a los directores más improbables. Pero ninguna de estas variaciones sobre el tema ha disfrutado de la prolongada resonancia de Cita en St. Louis.
En el nivel más simple, la película es un soberbio entretenimiento, «una de las viñetas de la Gran Familia Americana», como señalaba el crítico de “Los Angeles Times”. Pero lo que Freed y Minnelli quisieron transmitir es que su musical no necesitaba un argumento tradicional, que los dramas más fuertes son aquellos que implican el conflicto de emociones. Cita en St. Louis tenía la trama más básica de todas: la lucha por la supervivencia, el esfuerzo de los Smith por preservar su feliz, casi bendita, forma de vida. No hay más villano que el calendario, el tiempo en sí mismo, inexorable e implacable.
Así, sucesos cotidianos como la escapada de Tootie en la noche de Halloween, la alegría de Esther y John en el baile de Navidad, y la posibilidad de que toda la familia se traslade a Nueva York dan como resultado un incomparable retrato de América en el cambio de siglo y de las luchas de una familia por adaptarse al progreso, simbolizado por la Feria Mundial de 1904 en St. Louis.
Con más de medio siglo a sus espaldas y sin que el tiempo no haya logrado más que rejuvenecerlo, este cautivador musical se conserva tan encantador y románticamente nostálgico como una vieja tarjeta de San Valentín. Una razón, aparte del ingenio y el calor de las caracterizaciones o la habilidad con que están integrados los números musicales, es que los pequeños estremecimientos de consternación que agitan a la familia parecen apuntar al fin de una era y la desaparición de un mundo donde esa felicidad sin complicaciones puede existir. Es un sentimiento que la propia cinta estimula, con su división en cuatro actos, cada uno introducido por una imagen del álbum familiar que gradualmente cobra vida.
Vincente Minnelli demostró su ojo para los detalles y capturó la época y sus valores en imágenes bellamente coloreadas, desplegando un llamativo equilibrio de emociones de escena a escena, de canción a canción. Hugh Martin y Ralph Blane contribuyeron a la fiesta con tres temas memorables para Judy Garland: “The Boy Next Door”, “Have Yourself a Merry Little Christmas” y la inmortal “The Trolley Song”. Judy Garland también se unió a Margaret O’Brien para la encantadora “Under the Bamboo Tree”, y ella y el resto de los jóvenes derramaban una lágrima cuando Leon Ames (doblado por Arthur Freed) y Mary Astor entonaban la emocionante “You and I”.
En el caso de Judy Garland, lo bueno significaba extraordinario, máxime si, además, podía aparecer bellísima y sofisticada. Aquí se situó cerca de la cumbre bajo la estilizada dirección de su futuro esposo.
Difícilmente los nuevos tiempos nos depararán películas tan deliciosas como Cita en St. Louis, un musical casi imbatible, sentimental sin ser lacrimógeno, emocionante sin ser sensiblero.