Cuando a Sam Goldwyn, uno de los principales productores independientes de Hollywood y famoso por sus lapsus lingüísticos, le dijeron que “La loba”, la obra teatral de Lillian Hellman que quería llevar a la pantalla, era “muy cáustica”, replicó: «No me importa cuanto cueste. Voy a comprarla».
La pieza había dado sus primeros pasos hacía algunos años, en 1936 ó 1937, en la casa que la escritora compartía en la playa de Malibú con Dashiell Hammett. No fue una gestación sencilla, y la protagonista de la historia pasó por sucesivas transformaciones hasta adoptar su personalidad definitiva. «Cuando empecé a escribir la obra», comentó la autora, «el personaje de Regina, una mujer de amplias curvas y sexy, me pareció más divertido que pérfido». Lillian tuvo que tirar a la papelera ocho borradores antes que Dashiell, su crítico más feroz, le diera su aprobación.[1]
«Parte del problema», recuerda la dramaturga en su autobiografía “Pentimento”, «se debía a que la obra tenía una vaga relación con la familia de mi madre, y todo cuanto había oído, visto o imaginado había formado una gigantesca y enmarañada jungla de tiempo en la que no podía encontrar espacio para andar sin tropezarme con viejas raíces, escuchando voces decrépitas que me hablaban de historias acontecidas antes de que yo naciera».
El drama de Hellman se estrenó en Broadway en 1939 y alcanzó un gran éxito, incrementando la fama de su protagonista, Tallulah Bankhead, a cotas difícilmente superables. Tallulah interpretó el papel con gran arrojo, entusiasmo y autoridad, obligando a que el público simpatizara con ella, haciéndoles comprender por qué se había convertido en un ser endiablado a causa del desprecio con que sus machistas y corruptos hermanos la trataban.
Artista con aureola turbulenta y gran atracción para el público de los grandes centros urbanos, Bankhead bordaba los papeles de arpía. Primero reinó en las tablas londinenses, donde se convirtió en monstruo sagrado del teatro anglosajón, y luego lo hizo en Broadway, en cuyos escenarios cosechó éxitos clamorosos. Y cuando no estaba actuando, se la solía ver en alguna fiesta haciendo comentarios sarcásticos y escandalizando a todo el mundo con sus fantasías imprevisibles. Más atractiva que bella, extravagante, de voz lánguida y personalidad explosiva, el cine pasó junto a este personaje excepcional sin haberlo aprovechado.
Cuando Goldwyn le pidió a William Wyler, que estaba bajo contrato con él, que dirigiera La loba, éste le respondió que la única mujer en Hollywood que podía hacer justicia a Regina Giddens era Bette Davis. El productor palideció. Sabía que Jack Warner era reacio a ceder los servicios de su estrella más taquillera (no lo había hecho desde Cautivo del deseo). La petición, como Goldwyn esperaba, fue rechazada. Pero consiguió que Warner cambiase de opinión cuando se negó a prestarle a Gary Cooper para Sargento York a menos que consiguiese a Bette a cambio. Se dice que también aceptó reducir una deuda de juego de 425.000 dólares que Jack tenía con él a 250.000.
Goldwyn acordó pagar a Warner 150.000 dólares por los servicios de Miss Davis, mientras la estrella seguiría recibiendo su salario de 5.000 dólares semanales durante las doce semanas de la producción. A Bette no le hacía feliz que Warner saliese ganando 90.000 dólares con el trato, pero estaba ansiosa por interpretar a Regina y se calló. Para Wyler, La loba reunía, inesperadamente, lo mejor de todos los componentes de una película, circunstancia que le permitía dar un salto de calidad hacia la perfección. De repente, podía unir todos los elementos de su premeditada dirección con una fuerza raramente igualada en el cine norteamericano.
El cineasta estuvo excepcionalmente bien asistido por actores y técnicos. El reparto fue casi el mismo que había estrenado la obra en Broadway. Los otros “lobos” eran Charles Dingle, en la piel de su hermano Ben, el efectivo líder del clan, con repelente encanto; Carl Benton Reid como el otro hermano, el oscuro, hosco y poco fiable Oscar; y Dan Duryea encarnando una villanía rayana en la imbecilidad como el sobrino Leo. Patricia Collinge también pasó de la escena a la pantalla a lomos de la despreciada y maltratada esposa de Oscar, una frágil y dolorosa flor marchita, el más desgraciado de los personajes de la obra.
Del elenco de Broadway, Goldwyn también contó con John Marriot, el actor negro que daba vida al fiel criado Cal. Los nuevos rostros fueron Herbert Marshall, de nuevo marido de Davis (como en La carta), y la debutante Teresa Wright, una actriz de teatro de veintitrés años que parecía haber nacido para interpretar a Alexandra.
Los créditos en el guión de La loba iban a ser en cierto modo misteriosos. Los títulos en pantalla decían: «Guión de Lillian Hellman, basado en su obra teatral. Escenas y diálogos adicionales de Arthur Kober, Dorothy Parker y Alan Campbell». Pero en el frontispicio del guión mecanografiado se leía, «guión final de Dorothy Parker y Alan Campbell». Kober era el ex-marido de Lillian Hellman, un antiguo periodista nacido en Austria que aparentemente escribió escenas adicionales para esta película antes de convertirse en escritor para Otto Preminger.
Años después, Wyler recordaba que el guión pertenecía totalmente a Lillian Hellman. Dorothy Parker había sugerido originalmente el título y Wyler sospechaba que Lillian había ayudado a su amiga Dorothy y a su marido a ganar unos cuantos miles de dólares consiguiendo que les pusiesen en nómina durante un par de semanas.
Lo cierto es que Hellman no lo tuvo fácil. Su obra tenía una estructura de hierro, y cualquier modificación sólo habría conseguido empeorarla. Pero la escritora consiguió darle un aire nuevo a base de añadir algunas escenas fuera del hogar de Regina e incluir un nuevo personaje en la trama, David Hewitt, un periodista liberal que servía de contrapunto a la maldad conservadora y racista del clan Hubbard.
A finales de enero de 1941, Goldwyn urgió a Lillian para que terminara de afinar el guión. Pero la dramaturga, ocupada con la tercera reescritura de su última obra, “Watch on the Rhine”, no podía ir a Hollywood para redondear el trabajo. Le dijo al productor que no podía moverse de Nueva York porque el estreno en Broadway estaba a dos meses vista y tenía que empezar el casting inmediatamente. «El guión no necesita una reescritura», explicaba la autora en una carta, «sólo cortarse en algunas partes y quizás alargarse en otras». Sugirió a Goldwyn que contratase a otra persona y le recomendó a varias que, a su juicio, no manipularían los aspectos básicos de su guión: su ex-marido Arthur Kober, su amiga Dorothy Parker y el marido de ésta, Alan Campbell. Goldwyn contrató a los tres.
Una vez que todas las cuestiones periféricas estuvieron solucionadas, comenzaron los verdaderos problemas. Miss Davis no había querido ver la interpretación de Bankhead porque temía que pudiese influenciarla demasiado. Wyler insistió en que fuese al National Theatre de Nueva York, donde Bankhead había llevado la obra después de una gira nacional. Fue un error. «Nos peleamos agriamente», escribió después Bette en su autobiografía. «Había sido obligada a ver la interpretación de Tallulah Bankhead en Broadway. Yo no quería hacerlo. Siendo una gran admiradora suya, no quería en modo alguno verme influenciada por su trabajo. La intención de Willy era que yo hiciese una interpretación diferente del papel».
Davis, sin embargo, quería presentar a Regina como una zorra siniestra y codiciosa, lo que era razonable, dado su comportamiento: cuando sus hermanos roban bonos del banco de Horace para su inversión, después de que él les haya rechazado, Regina les chantajea para conseguir una mayor participación en la fábrica; también deja morir a su marido —tiene un corazón débil— al negarse a darle su medicina cuando sufre una angina de pecho.
La visión que Wyler tenía del personaje era mucho más compleja. Él pensaba que Regina tenía muchas sombras, que era elegante, encantadora y divertida además de malvada, y que también era muy sexy. «Quería que Bette la encarnase de forma mucho más ligera», dijo el cineasta, «pero ella deseaba presentarla como una villana porque en Warner Bros. siempre había estado interpretando a zorras. Cuando traté de corregirla, ella pensó que estaba intentando hacer que imitase a Tallulah, lo que no era cierto».
Wyler había pedido a Davis que fuese a ver la obra para hacerse una idea de lo que “NO” quería. Pero ocurrió justo lo contrario. Bette regresó absolutamente convencida de que los rasgos del personaje estaban grabados en piedra. Sus peleas se volvieron in ter minables.
La actriz insistía en que Tallulah había encarnado a Regina tal y como se la describía en la obra —fría, despiadada en su manipulación y su codicia— y en que no había otra forma de representar el papel. Así que decidió poner de relieve la frialdad y la premeditación del personaje. En vez de la sexualidad y la voluptuosidad reprimida que sugería Bankhead, ella se propuso retratar a una muj er que ha destruido su sexualidad al competir con los hombres. De ahí que cuando se dispone a maquillarse para recibir a su marido e intentar someterlo a su voluntad, se limite simplemente a empolvarse la cara de blanco, lo que le da un aspecto de muerta.
Para el director fue una repetición de las peleas que tuvo con Ruth Chatterton en Desengaño: una actriz insistiendo en interpretar a una villana demasiado rígidamente malvada y sin los matices que la hubiesen hecho humana. «Yo quería que la interpretara de una forma mucho más ligera», declaró Wyler. «Se supone que esta mujer no era solamente malvada, sino que tenía un gran encanto, humor y sexo. Tenía algunas frases terriblemente divertidas. Esa fue la causa de nuestras discusiones».
El rodaje comenzó el 28 de abril de 1941. Y desde el primer día estuvo claro que habría problemas. De hecho, el director y la estrella discutieron a las primeras de cambio sobre la elección de maquillaje de Davis. La actriz creía que a los treinta y tres años parecía demasiado joven para interpretar a una mujer de cuarenta y uno. Se emblanqueció la cara con calcimina para tener la apariencia de una matrona sureña de comienzos del siglo XX. Luego, con ayuda del maquillador, Perc Westmore, construyó una imagen de Regina fría, distante, casi abstracta, o, como escribió un crítico de la época, «una máscara de teatro japonés». El efecto la hacía tan pálida que el director de fotografía Gregg Toland tuvo que hacer largos test para equilibrar su iluminación con la de los otros actores.
Cuando Davis apareció con su maquillaje, Wyler la miró con el ceño fruncido. «¿Para qué es eso?», preguntó. «Es para parecer mayor», replicó ella. «Lo que pareces es un payaso», espetó el cineasta. «¡Quítatelo!» La negativa de la actriz sacó a la luz el peor lado del cineasta. «Él odiaba cómo hablaba, me movía, recitaba mis frases, mis pestañas postizas, todo lo relativo a mi interpretación», decía Bette. «Nada escapaba a su lengua mordaz».
A pesar de las tensiones, la película siguió adelante. Y Miss Davis, con razón o sin ella, continuó levantando dolores de cabeza a su antiguo amante. Por ejemplo, cuando la actriz vio los opulentos decorados que Stephen Goosson había diseñado para la casa de los Gidden, pensó que no eran fieles a la obra; ella creía que debían tener una «grandeza decadente» para reflejar la necesidad de dinero de Regina. Bette perdió esa batalla, igual que las siguientes, y a los pocos días de comenzar el rodaje ya era un manojo de nervios, un barril de pólvora a punto de explotar.
Wyler, aparentemente, estaba deseando encender la mecha. Desafiaba a la estrella a la menor oportunidad, exigiéndola una toma tras otra para obtener la interpretación sutilmente sombría que quería. A Bette le había encantado este modo de refinar su actuación en Jezabel, pero ahora se resistía. Más confiada en sus habilidades, más convencida de la validez de su caracterización, se enrabietó con el director, determinada a no plegarse a él. Con cada nueva toma que le exigía, con cada petición de suavizar a Regina, la interpretación de Bette se hacía más quebradiza.
Wyler, a pesar de estar disgustado con la actuación de Davis, la trató en todo momento como a una estrella, colocándola exactamente en el centro de todas las tomas. Le permitió que reflejara el carácter del personaje en el modo de vestir, los trajes ceñidos y encorsetados, de un intrincado encaje hecho a mano, y el pelo levantado a la concierge. Pero eso no consolaba a la actriz.
Una noche, tras una pelea particularmente desagradable en el despacho del director, Bette salió literalmente disparada. Apenas había dormido durante las últimas semanas y, con los nervios a flor de piel, condujo el coche hasta una farmacia, donde le prepararon un sedante que le había recetado el médico. Por un lamentable error, le dieron amoníaco. Bette bebió la sustancia venenosa y, presa de atroces convulsiones, se desmayó. Su doncella tuvo que llevarla a toda velocidad a un hospital, donde le practicaron un lavado de estómago que le salvó la vida.
Este terrible episodio la desequilibró drásticamente. La actriz intervenía en cuantas discusiones se producían en el plató, aunque la disputa no tuviese que ver con ella. Wyler se veía incapaz de entender el comportamiento de su estrella. Ya no estaba abierta a sugerencias. A veces, ni siquiera le escuchaba. Resultado: las discusiones a gritos se hicieron habituales entre el cineasta y la estrella, haciendo temblar el set, los camerinos, las oficinas…
En realidad, ninguno estaba dispuesto a echarse atrás, y la grosería del habitualmente cortés Wyler impresionó a Davis. Una abrasadora tarde de calor, el cineasta estaba ensayando una elaborada escena de banquete en la que quería que Bette expresase todo el encanto y la hospitalidad sureña. En su lugar, ella la interpretó de un modo muy agudo, y a su conclusión, William exclamó en voz alta: «Es la peor jodida escena de banquete que he visto nunca. Quizá sería mejor que contratásemos a Bankhead».
Algo se quebró. Davis perdió las pocas reservas de compostura que le quedaban. Había llegado una vez más al límite de su resistencia. Se puso a llorar y se fue corriendo a su camerino, cerrando la puerta con un sonoro portazo. Después abandonó el set, voló a casa de su madre y se metió en su cama, mientras su progenitora la consolaba. «Sufrí un ataque de nervios», explicó. «Mi director favorito y más admirado no hacía más que pelearse conmigo. Yo no quería continuar».
Los archivos del estudio confirman que Wyler y Goldwyn sopesaron seriamente la posibilidad de sustituir a su estrella, eliminando todas las escenas en las que hubiera intervenido. Se elaboró incluso una lista de posibles candidatas, encabezada por Tallulah Bankhead y Miriam Hopkins.[2] Mientras, el médico de Bette, les informó que la actriz estaba al borde de una crisis nerviosa y no podría volver al trabajo en varias semanas. El estudio envió a un médico de la aseguradora Lloyd’s de Londres para que la examinase, y coincidió en que necesitaba varias semanas de descanso.
Rechazando las súplicas de Goldwyn, la actriz permaneció lejos del rodaje durante tres semanas. Comenzaron a correr rumores de que estaba embarazada y se había desmayado a causa del calor, que no sólo estaba peleada con el director y el productor, sino que iba a ser reemplazada por Miriam Hopkins —que estaba atenta a los acontecimientos con gran alegría— o Kate Hepburn. Pero la sangre no llegó al río…
Goldwyn decidió que, a pesar de todo, no podía hacer La loba sin Bette. Afortunadamente, la producción era más una película coral que un vehículo estelar y Wyler pudo reajustar el calendario. Siguió rodando sin interrupciones durante su ausencia. Al mismo tiempo, pidió a Hellman que escribiese una carta a Davis para exorcizar el fantasma de Bankhead de su interpretación.
«Estoy trabajando en una condiciones difíciles…», le dijo William a la escritora. «Echo de menos tu trabajo final en el guión, ahora aún más de lo que lo hacía durante la preparación. Estoy dirigiendo con el nuevo guión en una mano, el viejo en otra y una copia de la obra en la tercera».
El 7 de junio, después de perderse dieciséis días consecutivos, Bette volvió al rodaje, sin apenas fuerza para lidiar con el calor y el estrés, pero decidida a superar el suplicio. Eso sí, continuó interpretando el papel como una zorra monstruosa, exactamente igual que antes.
Los vientos de guerra volvían a amenazar el rodaje. Wyler seguía quejándose de la impasibilidad y falta de expresión con que la estrella actuaba. Pero esta vez terció en el conflicto el propio Goldwyn, que puso orden recordándole al director que «ella debe saber lo que hace, porque ha realizado una magnífica carrera interpretando ese tipo de brujas». Bette reconoció que «no fue agradable para Willy, pero se mordió la lengua y me dejó actuar a mi modo».
De forma doblemente irónica, el crítico James Agee supuso que había sido Wyler quien adaptó la interpretación de su estrella a ese molde. «Esta no fue la idea de Miss Davis», escribió. «Ella discutió con el director para imponer su propia versión. Él ganó. Resultado: no sólo actúa como Tallulah sino que también se parece a ella».
La solución al conflicto de la “interpretación” mejoró algo las cosas, aunque no demasiado. Cada día era un nuevo combate. Teresa Wright recordaba: «El contrato de Bette estipulaba que podía marcharse a las seis de la tarde. Un día nos llegó la hora mientras repetíamos una escena una y otra vez. Ella le dijo al director, “Lo siento de verdad, Willy. Llevo levantada desde el amanecer y estoy demasiado cansada para hacer esa escena”. Se convirtió en una lucha de egos. Ella iba a marcharse y él iba a terminar la escena. Finalmente, él dijo, “OK. Si quieres marcharte, la positivaré tal y como está. Pero no es buena”. Por supuesto, ella no pudo irse». Quizás el resto del reparto no hizo caso de las trifulcas que asolaban el plató, pero Wright, en su debut cinematográfico, las vivió con gran desazón. Un día, incluso, rompió a llorar al escuchar los escatológicos insultos que Bette y William se dedicaban mutuamente.
Herbert Marshall, que ya había interpretado al marido de Davis en La carta, se convirtió en Horace Giddens. Charles Dingle y Carl Benton interpretaron a los hermanos de Regina, Ben y Oscar Hubbard, repitiendo sus papeles de la producción de Broadway. Wyler les admiraba a todos. Pero su favorita era Patricia Collinge, aunque sólo después de un enfrentamiento.
Ella pensaba que no necesitaba cambiar su interpretación teatral para la película. William no estaba de acuerdo. Discutieron tan acaloradamente que la actriz fue a quejarse a Goldwyn por su rudo trato, y éste le dijo a Wyler que se tranquilizase. Entonces el cineasta la llevó a la sala de proyección y le mostró las pruebas diarias. Collinge vio el problema de inmediato. Todo parece más grande en la pantalla. Sus gestos más sutiles aparecían magnificados. Estaba sobreactuando terriblemente. Al final de la proyección, se disculpó ante el director.
La loba fue la quinta película que Wyler y Toland hacían juntos y trabajaron mucho en el enfoque en profundidad. La técnica permitió al director representar escenas en tres dimensiones como si fuera de ida y vuelta entre el antagonista y el protagonista (esto significaba que podía captar la acción y la reacción en la misma toma, lo que permitía eliminar muchos cortes).
El enfoque en profundidad era difícil. Requería, entre otras cosas, una tremenda potencia de luz, pero el resultado fue una nueva clase de geografía dramática. Los personajes podían relacionarse de un modo diferente, las relaciones podían ser extremadamente complejas y toda clase de cambiantes diseños visuales a base de reagrupar personajes dentro de la toma eran posibles.
«No era fácil —físicamente—, poner a tres, cuatro, cinco personas de modo que pudiera verse a todas», recordaba William. «Alguien tenía que estar de espaldas a la cámara, alguien más tenía que ser menos prominente que los otros, lo que significaba que los movimientos de la cámara eran a menudo muy intrincados. Hubo que ensayar mucho para que lo que no era natural pareciese muy natural. Los actores tenían que estar muy cerca unos de otros, por ejemplo, porque las lentes de enfoque profundo hacen que la gente en la distancia parezca estar demasiado lejos.
»La técnica, por supuesto, permitía al público ver más (acción y reacción al mismo tiempo). También hacía más significativos los primeros planos, porque ahora no sólo acercaban al público hacia una persona, sino que también eliminaba a todos los demás. Con el enfoque en profundidad, podías usar los primeros planos con mayor moderación y, por tanto, con más efectividad».
Debido a que el filme era un reciente éxito de Broadway, la Oficina Hays no le impuso “valores morales compensatorios”. De todos modos, se añadieron personajes y escenas completamente nuevos, incluyendo una secuencia inicial que tiene lugar antes de que se levante el telón en la versión teatral: una cena familiar. La conversación formal presenta a Regina y Horace Giddens y al resto de la familia; un barrido de cámara para descubrir una sonrisa fingida, un movimiento de impaciencia entre los comensales, trasfondos que se perderían en un teatro.
William Wyler trabajó duro para evitar las grandes escenas, dedicando el más minucioso cuidado a perfeccionar cada movimiento de los actores y la cámara: «A veces, lo preparaba en papel en casa, pero nada es realmente definitivo hasta que lo haces con los actores. Cuando estás con ellos todo cambia. No quería que se notase la técnica, sino que el público se implicase en la escena, con los personajes y lo que están haciendo».
Una escena que se ha convertido en un clásico del cine es la muerte del paralizado Horace Giddens, intensificada hasta el más horrible paroxismo por la analítica puesta en escena del director. William mantuvo el enfoque en Regina en primer plano mientras su marido deja caer su estimulante cardiaco, le suplica que le alcance su medicina, después trata de subir al piso de arriba, sólo para morir en la escalera.
«Yo no lo considero una invención fabulosa», comentó el cineasta, «porque lo interesante aquí es la esposa. La escena es su cara, lo que ocurre en su interior. Podríamos haberle tenido a él completamente fuera de plano, por ejemplo, sólo oirle tambaleándose en las escaleras, tosiendo, cualquier cosa. Era, por supuesto, más efectivo tenerle en segundo plano, fuera de foco tratando de subir las escaleras… Toland y yo discutimos este punto. Gregg dijo, “Puedo tenerle nítido a él, o a ambos”. Yo dije que no, porque quería que el público sintiese que estaban viendo algo que supuestamente no deberían ver. Ver al marido en segundo plano te hace bizquear, pero lo que estabas viendo era la cara de ella».
La técnica del enfoque en profundidad, inevitablemente, supuso una mayor carga sobre los actores por tener que interpretar las escenas en largas tomas. También sirvió para añadir más leña a la exagerada leyenda de “cuarenta tomas Wyler”, terror de los actores.
El rodaje finalizó el 3 de julio de 1941, con nueve días de retraso sobre el calendario previsto. Wyler se sintió feliz de librarse de este suplicio. Collinge y Wright habían estado de baja por enfermedad, un incendio provocado por un cortocircuito había destruido parte de los decorados durante la filmación, y el calor veraniego había sido insoportable. Y, por supuesto, Davis lo había convertido en una experiencia totalmente agotadora.
Bette se sintió igualmente aliviada, pero también triste. Se arrepentía de sus peleas con Wyler: «De hecho, acabé sintiendo que había ofrecido una de las peores interpretaciones de mi vida. Esto me entristeció porque Regina era un gran papel y agradar a Willy siempre fue muy importante para mí. Necesité mucho coraje para interpretarla del modo en que lo hice, a la vista de tanta oposición». La parte positiva era que Davis siempre mantuvo que podía decir si una película iba a ser buena o no según la cantidad de conflictos que hubiese en el plató —cuantos más, mejor— y La loba confirmó su punto de vista.
Estrenada el 21 de agosto de 1941 en el Radio City Music Hall, fue un gran éxito de taquilla y la mayoría de los críticos elogiaron la ácida interpretación de Davis. Howard Barnes, en “New York Herald Tribune”, escribió: «Impecable y fascinante… Cuando un filme como éste hace su aparición, a todos aquellos a quienes nos gustan las películas realmente buenas nos toca aplaudir. Aplaudamos, pues, La loba. Y es que esta adaptación de un impresionante drama teatral no sólo es una gran versión y un espectáculo absorbente… Bette Davis está a la altura de la espléndida interpretación de Tallulah Bankhead en la obra de teatro».
Bosley Crowther, en “The New York Times”, también se deshizo en halagos: «La loba se sitúa, de golpe, en primer lugar como la película más agriamente siniestra del año y uno de los estudios de carácter más cruelmente realista hasta hoy presentados en la pantalla… La interpretación de la señorita Davis, en el papel que Tallulah Bankhead ofreció tan descarnadamente en el teatro, está lleno de matices y de carácter. La loba no aumentará su admiración por la humanidad. Es fría, cínica, pero es un filme muy excitante para verlo cómodamente, de un modo objetivo, sobre todo si usted disfruta con este tipo de maldades y traiciones».
En la ceremonia de los Oscar, celebrada el 26 de febrero de 1942 en el Baltimore Hotel, la película de Wyler concurría con ocho nominaciones: director, actriz, actriz secundaria (Teresa Wright y Patricia Collinge), guión, música original, montaje y decorados. Pero el director aulló de rabia y de pena cuando los miembros de la Academia, pese a los muchos méritos de su filme, no le otorgaron un solo galardón. A Bette, flamante presidenta de la institución,[3] le arrebató la estatuilla Joan Fontaine por Sospecha.
Alabada por todos, Davis había demostrado que su interpretación era válida, pero a un alto precio. «Aunque el rodaje fue una tortura, la película fue un éxito aplastante de crítica y público», escribía la actriz. «Pero Willy y yo nunca volvimos a trabajar juntos. Era demasiado duro». En los años setenta afirmaba que el director «nunca volvió a pedirme que estuviese en una de sus películas. Me quedan pocas ambiciones, y una de ellas es trabajar una vez más con Willy antes de terminar mi carrera».
De hecho, Wyler no había descartado volver a trabajar con ella. Entre 1946-1947 se escribieron varias veces y hablaron de encontrar un proyecto juntos. El cineasta sugirió una comedia. Davis prefería un drama y le pidió que la dirigiese en Hedda Gabler. Pero por entonces él estaba bajo contrato con Liberty Films y todavía le debía una película a Goldwyn. Así pues, la posibilidad de reunirse nunca se llegó a concretar. En 1981, Liz Taylor se fijó en el personaje de Regina para su regreso a las tablas. La pieza no había vuelto a ser representada en un escenario tras el clamoroso éxito de Tallulah Bankhead. El nuevo montaje acaparó los aplausos del público y Liz tuvo también la satisfacción de conseguir un premio Tony como mejor actriz.
Ambientada en un pequeño pueblo del Sur durante el cambio de siglo, La loba es un punzante drama sobre los Hubbard, una familia burguesa venida a menos que se vale de cualquier método para enriquecerse. Su escenario casi único es una suntuosa mansión sureña dominada por Regina, una ambiciosa mujer que supedita la sexualidad a la codicia, y que manipula a su antojo todos los hilos de su familia, la mayoría de cuyos miembros no son menos pérfidos que ella pero carecen de su calculadora inteligencia.
Bette Davis estaba en la cima de su carrera cuando encarnó al personaje surgido de la pluma envenenada de Lillian Hellman. Con sus polvos de arroz y su boca dibujada como una fina línea, Bette perdió toda la sensualidad de flor de invernadero que Tallulah Bankhead aportó a sus manipulaciones (precisamente era esa cualidad la que justificaba la habilidad de Regina para manipular a los hombres en el Sur del cambio de siglo). Pero a cambio nos regaló un inmaculado retrato de ambición, traición, perversidad y rapacidad.
No era guapa, ni siquiera lucía un físico impactante, pero tenía una fuerte personalidad y un talento interpretativo fuera de lo común. Con su voz ronca, sus ojos saltones, sus ademanes imperiosos y esa boca tan carnosa como inquietante, Miss Davis marcó toda una época. Fue la gran excepción. Rompió el antiguo molde de las estrellas femeninas, se saltó a la torera los más imprescindibles requisitos formales imperantes en Hollywood (belleza física y glamour) y demostró que una gran actriz también podía reinar en un lugar donde “las piernas contaban más que el talento”. Sin ella el cine no sería hoy lo que es.
Ni siquiera importaba que su estilo interpretativo estuviera marcado por la desmesura. Daba la impresión de que no podía encarnar a una mujer como las otras, salvo con gran esfuerzo. Bette personificó en la pantalla el tipo de muj er fuerte, dominante, sin escrúpulos, incluso cruel. Y nadie pudo superarlo jamás.
De ella se decía que «cuando es buena es maravillosa, y cuando es mala, mejor». Tenía, según la definieron en cierta ocasión, «los andares de una leona enjaulada, el instinto de una loba, y la voracidad de una araña viuda negra». Su talento para la histeria y su propensión al histrionismo la convirtieron en la más desalmada, destructiva y pasional de todas las malvadas que ha ofrecido el cine.
Pero ¿era mejor, en efecto, Bette Davis cuando era mala que cuando era buena? Aquí caben opiniones para todos los gustos. Pero, lo cierto, es que sus personajes más memorables o eran absolutamente perversos (como la viperina Leslie de La Carta) o tenían, cuanto menos, un barniz de encantadora maldad. ¿O es qué era buena la inolvidable Margo Chaning de Eva al Desnudo?
La guinda a su leyenda de “arpía cinematográfica” la puso Regina Giddens, el personaje más frío, codicioso y despiadado de todos. La escena en que deja morir a su marido, un enfermo del corazón que agoniza sin que ella le proporcione la medicina salvadora, es unos de los momentos culminantes de su carrera. Los demás actores parecen fieras moviéndose con éxito en su territorio interpretativo. Todos, sin excepción, están excelentes.
Es posible que la obra de Lillian Hellman sobre la malevolencia de la codicia humana, reflejada en las maquinaciones de una acaudalada familia sureña, cause hoy menos impacto que antaño. Pero es difícil que haya nunca una versión mejor que ésta, mimada por el profundo trabajo de cámara de Gregg Toland, embalsamada por la soberbia dirección de William Wyler y la suntuosa producción de Sam Goldwyn, galvanizada por algunas interpretaciones realmente superlativas.
La sulfúrica Bette Davis, con su cara convertida en una lívida máscara mientras reparte veneno helado por detrás de sus ronroneos felinos, se superó a sí misma, aunque estuvo en constante peligro de ser eclipsada por la excelente Patricia Collinge, por cuya creación de la patética tía Birdie, intensa y matizada, fue nominada al Oscar. Los críticos siempre dijeron que Wyler “entendía a las mujeres”; querían decir que no tenía miedo de dar a un talento como Davis plena libertad mientras se las arreglaba para contener sus peores excesos histriónicos. El resultado en esta ocasión es un magistral tour de force cinematográfico. Un espectáculo sin retorcimientos ni ambigüedades. Directo y absolutamente efectivo.