En 1937, Alfred Hitchcock era el cineasta más respetado de Inglaterra. Y quizá, también, el más inquieto. La industria del cine local había conocido una gran expansión, pero se había descubierto incapaz de sostenerla. Hollywood ofrecía los mejores medios, las mejores instalaciones y buen tiempo. Por otro lado, Hitch y su mujer, Alma, empezaban a sentirse asfixiados en el ambiente clasista de su país, en medio de una mentalidad abrumadoramente elitista que se negaba a considerar el cine como arte. Las ofertas empezaron a llegar, y el orondo Alfred empezó a escuchar… y a actuar. Así, después de un buen número de maniobras, Hitchcock mordió el anzuelo tendido por David Selznick y se trasladó a Estados Unidos. Allí le esperaba el primer proyecto que el productor iba a acometer después de la extenuante epopeya Lo que el viento se llevó: la adaptación de una novela de Daphne du Maurier titulada “Rebeca”, indiscutible bestseller de la época. Para Hollywood era una apuesta segura: un cóctel perfecto de misterio y amor, el no va más del cine de mujeres. Pero en Hollywood también le esperaban un productor acostumbrado a devorar a sus directores y un actor resentido por no poder compartir la pantalla con su amada.

El cineasta británico se prometió no errar en su presentación hollywoodiense. El tema no le era ajeno. Él mismo había pensado comprar los derechos de la novela de Du Maurier, pero Selznick se le adelantó, así que la forma más sensata de proceder era aprovecharse de la situación y dirigir la película… para el ya mítico productor. Pensaba, con razón, que una novela gótica inglesa y un reparto de mayoría británica le bastarían para no sentirse demasiado desarraigado en aquel Hollywood que aún le resultaba extraño.

El proceso de casting no careció de problemas. ¿A quién ofrecer el papel de Max de Winter? Se habló de Ronald Colman, David Niven, William Powell, Melvyn Douglas, Walter Pidgeon y Leslie Howard, pero Selznick eligió a Laurence Olivier, el actor británico más conocido del momento. Sin llegar a constituir un acontecimiento nacional como la búsqueda de Scarlett O’Hara, la elección de la intérprete de la segunda señora de Winter resultó más complicada. Varias docenas de actrices se sometieron a prueba hasta restringir la liza a cuatro únicas candidatas: Margaret Sullavan, Anne Baxter, Olivia de Havilland y Joan Fontaine. Todos preferían a Baxter, pero fue Fontaine, una joven actriz que entonces se encontraba en puertas de abandonar su discreta carrera cinematográfica para casarse con Brian Aherne y retirarse, quien obtuvo el papel. A Laurence Olivier, que abrigaba la esperanza de que Vivien Leigh se convirtiera en su partenaire, no le agradó la elección.

Está bien documentado que Selznick y Hitchcock tuvieron una tensa relación mientras trabajaron juntos, y forcejearon por controlar los detalles del rodaje. Las relaciones entre ambos nunca fueron lo que se dice amistosas, pero el fantasma de una ruptura definitiva nunca llegó a rondar por el plató. Eran dos personalidades que se atraían y se rechazaban: la de un productor con identidad propia y la de un director mundialmente famoso por su peculiar estilo narrativo y por su dominio del lenguaje cinematográfico.

Contratar a Alfred Hitchcock fue uno de los primeros encargos que recibió Kay Brown en 1937, después de ser ascendida a “representante” de Selznick International Pictures. Su jefe, David, estaba impresionado por los artículos de prensa que habían llegado al estudio, entre ellos uno de la revista “Picturegoer” que le bautizaba como «Alfred, the Great». Sabiendo cuánto anhelaban el trato Hitchcock y Selznick, miss Brown asumió que sería un cortejo breve. Lejos estaba de imaginar que el cortejo se prolongaría durante casi dos años, ni que su intervención se revelaría tan fundamental. De hecho, las negociaciones no hubieran avanzado de no ser por las delicadas y astutas maniobras de esta eficaz colaboradora.[1]

La primera toma de contacto tuvo lugar en el mes de mayo. El orondo Alfred pidió a su agente, Harry Ham, que negociase un contrato para dos películas a razón de 100.000 dólares anuales con Metro-Goldwyn-Mayer, RKO, Goldwyn o Selznick International. Todos los estudios mostraron su interés, pero ninguno de ellos estaba dispuesto a satisfacer las condiciones del cineasta británico. La MGM, si acaso, estaba dispuesta a proponerle que siguiera en Londres, donde recibiría 150.000 dólares por realizar cuatro películas en dos años, más una bonificación de 15.000 dólares por terminarlas dentro del plazo fijado.

Desde el punto de vista de Hitch, las negociaciones se habían enfriado prácticamente antes de haber comenzado. Selznick, sin embargo, no estaba dispuesto a rendirse tan pronto. El 11 de junio envió el siguiente telegrama a Kay Brown: «Sería un gran error renunciar a Hitchcock o dejarle escapar sin luchar». David estaba dispuesto incluso a compartir al director con la Metro, si era necesario, pero insistió en que se hiciese todo lo posible por contratarle.

Ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, el “mago del suspense” decidió pasar sus vacaciones en Estados Unidos. Nunca había cruzado el Atlántico y no se le ocurría mejor ocasión para hacerlo. El 22 de agosto, los tres Hitchcock (Alfred, Alma y su hija Pat) y Joan Harrison llegaron a Nueva York a bordo del “Queen Mary”.

Desde su centro de operaciones, situado en el Hotel Regis de Manhattan, el director y sus acompañantes visitaron la ciudad y fueron de compras. Mientras tanto, las oficinas neoyorquinas de los principales estudios estaban atareadas intentando averiguar quién estaba ofreciendo qué al ilustre visitante. «Indaga sobre sus pretensiones en cuanto a sueldo e intenta descubrir hasta qué punto han llegado sus negociaciones con MGM», le ordenó Selznick a Brown.

La representante se puso manos a la obra. Invitó a los Hitchcock a pasar unos días en su casa de campo en Long Island y allí, entre picnic y picnic en la playa, sentó las bases de un posible acuerdo. Sir Alfred también cenó con Lil lie Messinger de la RKO, pero la reunión no pasó de ser una primera toma de contacto. Todo apuntaba a un inminente acuerdo con Selznick. El 4 de septiembre, con el tema prácticamente zanjado, los visitantes partieron hacia Londres a bordo del “S. S. Georgia”.

De vuelta a los angostos estudios en Islington, Hitchcock completó rápidamente el montaje de Inocencia y juventud y se embarcó en el rodaje de la que sería su obra maestra del periodo británico, Alarma en el expreso. Hasta finales de noviembre no volvió a tener noticias de los americanos. En esa fecha cenó en Londres con John Hay Whitney, consejero ejecutivo de SIP, y Kay Brown. El cerco se estrechaba.

Para entonces, el “mago del suspense” ya estaba planeando su siguiente película, la adaptación de una novela de Daphne du Maurier, la hija de su viejo amigo Sir Gerald du Maurier. El libro se titulaba “La posada de Jamaica”. Mientras Hitch y Du Maurier llegaban a un acuerdo, ésta le mostró el manuscrito de su nueva obra, “Rebeca”, cuya aparición estaba prevista para el verano. El cineasta leyó el texto e intentó comprar los derechos, pero eran demasiado caros para adquirirlos por sus propios medios, así que le pasó el manuscrito a miss Brown.

La representante quedó absolutamente absorbida por el romance gótico y la calidad de su narración. Era un proyecto ideal para SIP. La incansable Kay redactó a toda prisa una sinopsis de “Rebeca” y se la envió a Selznick, acompañada del siguiente comentario: «El libro está bien escrito y tiene buenas escenas dramáticas, dentro de un argumento bastante desmadrado. El hecho de que sea un melodrama no tiene por qué ser un inconveniente, puesto que algunos de los clásicos más taquilleros del cine son puro melodrama, pero el hecho de que el héroe haya matado a su primera esposa, por mucho que en el contexto resulte comprensible, hace la cosa un poco… arriesgada en el aspecto censura. Aparte de esto, hay buenos papeles para Ronald Colman y Carole Lombard».

El 9 de enero de 1938, Selznick envió a Hitchcock un telegrama lleno de entusiasmo hacia el proyecto, aunque sin llegar a realizar oferta alguna. Las dudas consumían al productor. Si no hacía nada, lo más probable era que el orondo Alfred languideciera en Inglaterra. Por el contrario, si contrataba al director y su primer filme tenía éxito, todos los halagos caerían sobre su persona y a la hora de la comida dominical en el rancho de su suegro, Louis Mayer, se burlaría de él por haberlo dejado escapar. Pero, ¿y si contrataba al cineasta y fracasaba?…

Mientras Selznick seguía deshojando la margarita, un nuevo estudio se añadió a la lista de pretendientes del “mago del suspense”: la Twentieth Century-Fox. En febrero, Robert Kane, el director de la Fox, ofreció a Hitch 40.000 dólares por trece semanas de trabajo y le garantizó no sólo un buen sueldo, sino también unos excelentes beneficios en caso de que el rodaje durase más de los tres meses estipulados. Sin embargo, una vez más, la compañía exigía que Sir Alfred dirigiese la película en Gran Bretaña.

Durante la primavera de 1938, viendo cómo se esfumaban las posibilidades de conseguir un contrato en Estados Unidos, Hitch pidió a Myron Selznick que le representase personalmente.[2] También hizo saber a Kay Brown que se sentía terriblemente decepcionado de que las gestiones con su jefe aún no hubieran dado ningún resultado positivo.

La maniobra causó el efecto deseado: Miss Brown recibió la orden de cerrar el acuerdo con Sir Alfred. La representante envió un telegrama al representante en Londres de la agencia de Myron preguntando si su cliente estaba libre para ir a California a mediados de agosto para dirigir The Titanic, basado en la novela de Wilson Minzer y Carl Harbraugh. Selznick quería que el proyecto y el contrato estuviesen resueltos antes de la llegada del cineasta. De nuevo otra travesía trasatlántica se hacía necesaria, aunque esta vez con más garantías de éxito: Myron había asegurado a Hitch que volvería a Inglaterra con un contrato bajo el brazo (y probablemente de SIP).

El 1 de junio, Alfred y Alma embarcaron en el “Queen Mary” rumbo a América. Tras haberse detenido en Manhattan y en Palm Beach, escalas que aprovecharon para mantener un reunión con Kay Brown, tomaron un tren hacia California.

El “mago del suspense” llegó a Hollywood con las galeradas de “Rebeca” bajo el brazo, más deseoso que nunca por adaptarla a la gran pantalla, pero antes tenía que salvar el escollo del Titanic. Hitch estuvo despachando durante diez días con Selznick en Culver City. El productor hablaba emocionado de un proyecto colosal. El transatlántico “Leviathan”, capturado como trofeo de guerra después de la Primera Guerra Mundial, estaba atracado ahora en Hoboken esperando su desguace. David quería comprarlo, remolcarlo hasta California a través del canal de Panamá, decorar la cubierta superior como la del “Titanic”, rodar la película a bordo y luego hundirlo frente a la costa de Santa Monica.

Durante las conversaciones sobre este delirante proyecto, la imaginación del cineasta británico se fue desbordando. Veía el “Leviathan” flotando frente a la costa de Santa Monica y a Selznick indicándole: «Ahora aprovéchalo todo lo que puedas». ¿Y cómo hacerlo? Hitch ideó una escena que empezaría con un primer plano de un remache y luego la cámara se retiraría 160 metros hasta abarcar todo el navío.

Se imaginaba el hundimiento final del “Leviathan”, y él dando la siguiente orden: «¡Muy bien, ya podéis abrir las llaves de paso!». También veía la enorme nave hundiéndose en el Pacífico mientras el cámara declaraba: «Creo que el sistema eléctrico se ha estropeado y que no hemos conseguido el plano». Y entonces la pregunta sería: «¿Y ahora quién vuelve al estudio a decírselo al señor Selznick?».

El orondo Alfred contaba estas fantasías a David, que no las encontraba divertidas, pero se consolaba pensando que el acuerdo estaba muy cerca. El director opinaba en privado que un filme acerca del hundimiento del transatlántico estaba condenado al fracaso. En público, sin embargo, se limitaba a mostrarse cada vez más cáustico. «Oh, sí», le dijo a un periodista neoyorquino, «he tenido experiencias con icebergs. ¡No olvide que he dirigido a Madeleine Carroll!». Por esta y otras razones, Hitch se vio sometido a un estrés considerable, combatido mediante un régimen alimenticio que le hizo engordar hasta más de ciento treinta kilos.

Mientras los Hitchcock reanudaban su viaje por la Costa Oeste, los hermanos Selznick limaron sus diferencias, y el 2 de julio, en un almuerzo en el Beverly Wilshire, Myron anunció a la prensa que SIP estaba dispuesta a ofrecer al cineasta británico un contrato de 50.000 dólares para una película que debería rodarse en 1939, tras finalizar el filme que tenía pendiente en su país natal, La posada de Jamaica. Si todo iba bien, considerarían un acuerdo a largo plazo.

Las negociaciones concluyeron felizmente el 14 de julio. Ese día, Sir Alfred leyó los últimos documentos legales en la oficina neoyorquina de Kay Brown, estampó su firma y embarcó en el “S. S. Normandie” para regresar a Londres. Con Hitch al otro lado del Atlántico, Selznick tuvo las manos libres para ultimar los preparativos de The Titanic. El productor no quería perder más tiempo, puesto que preveía cambios importantes en la historia, y deseaba que su nuevo fichaje empezara a trabajar inmediatamente en el guión. También pidió a Kay que adquiriese el “Leviathan”.

Miss Brown había desempeñado toda clase de tareas para su patrón, pero en compras de transatlánticos carecía de toda experiencia. Se presentó ante Jock Whitney, el director del consejo de administración de la compañía, y le preguntó:

—¿Cómo compro el “Leviathan”?

Whitney remitió a Kay a un amigo que se dedicaba a los seguros marinos, un tal Mr. Green. La empleada llamó a Green y dijo:

—Señor Green, soy la señorita Brown y esto no es una broma. Y esto tampoco es una broma: quiero comprar el “Leviathan”.

—Llega tarde. Acaba de ser vendido para desguace por dos millones de dólares.

—¡Eso es imposible! Tengo que comprarlo para David O. Selznick, para que pueda remolcarlo hasta California y hundirlo allí.

—Señorita, sólo remolcarlo hasta California costaría dos millones de dólares. Le sugiero que le diga al señor Selznick que se olvide del asunto.

En agosto, los acontecimientos se precipitaron. “Rebeca” se publicó en Inglaterra el día 5, en medio de una expectación inusitada, y el éxito fue inmediato. Daphne du Maurier había escrito un “Jane Eyre” contemporáneo, una clásica historia de amor gótico que explotaba los elementos del género hasta la exacerbación: una heroína tímida y reprimida; un héroe taciturno, romántico y rico; una mansión lúgubre y misteriosa, gobernada por un ama de llaves siniestra; y el apunte de una historia de fantasmas a través de la presencia sentida de la primera esposa del héroe, muerta en circunstancias misteriosas. Los sucesos están narrados por su innominada heroína, un relato lleno de suspense, apasionado y melodramático, con escenarios que se extienden entre la glamourosa Costa Azul francesa y la sombría costa inglesa de Cornualles, marco perfecto para el celuloide.

Selznick intentaba por entonces encontrar una película con la que liquidar el contrato de Ronald Colman. Después de leer “Rebeca”, se convenció de que el proyecto sería perfecto para el actor y mandó un cablegrama a Brown para que averiguara el precio y demás datos relativos a las ventas previstas: «Si vende mucho valdría la pena acometer los problemas más graves. Espero me comuniques si has conseguido comprarlo a un precio razonable».

Además de encontrar el proyecto adecuado para Mr. Colman, el productor pensó que el libro resultaría «enormemente atractivo para las mujeres y que haría una taquilla estupenda». El único inconveniente hacía referencia al título. «Rebecca suena raro para una película», comentó en un memorandum, «salvo si estuviera destinada al mercado palestino».

Cuando Kay informó de que los derechos de adaptación costaban $50.000, David se ofreció a abonar una cifra algo superior si la editorial Doubleday se avenía a cambiar el título para el mercado americano. Pese a la negativa de los editores, el productor pidió a su empleada que cerrara el trato: «Olvidemos las reservas que nos inspira el título y esperemos que el libro pegue tanto como tiene pinta».

Y vaya si pegó. Publicada en Estados Unidos en septiembre de 1938, y catapultada por las críticas y un boca a boca muy positivo, “Rebecca” vendió más de 200.000 ejemplares en los primeros meses de su publicación. Si las fabulosas ventas de “Lo que el viento se llevó” no le hubieran acostumbrado mal, Selznick se hubiera sentido extasiado ante tan alentadora acogida. Pero volcado como estaba en los últimos trabajos de The Young in Heart y El lazo sagrado, y en la preproducción de Lo que el viento se llevó, el productor no prestaba excesiva atención a Rebeca. Pensaba simplemente que cuanto más triunfara el libro, mejor para su película.

Los últimos meses de Hitchcock en Inglaterra estuvieron dedicados a terminar el rodaje de La posada de Jamaica, que se prolongó desde primeros de septiembre hasta mediados de octubre, en una atmósfera que el cineasta intentó olvidar durante el resto de su vida. La buena noticia era que Alarma en el expreso estaba barriendo en las taquillas inglesas.

A la vista del creciente prestigio del “mago del suspense”, Brown apremió a su jefe para que redactase un acuerdo multianual inmediatamente, en vez de arriesgarse a perder a Hitch o ver su tarifa muy aumentada si Rebeca era un éxito. Selznick accedió y la envió a Inglaterra para reunirse con el nuevo genio del cine británico. Entonces se enteró de que algunos subordinados de su hermano Myron estaban negociando contratos para Hitch con la Paramount y la RKO. David montó en cólera y exigió a Myron que reprendiera a sus agentes. Myron se negó a hacerlo, diciendo que su agencia no tenía por qué concederle un trato de favor. Los dos hermanos libraron una pelea feroz y Myron acabó espetando: «¡Anda, vuélvete con tu suegro! [Louis B. Mayer]».

Después de largas negociaciones hubo fumata blanca. Selznick accedió a pagar a Hitchcock 75.000 dólares por película y éste se comprometió con SIP por espacio de siete años. A estas alturas, David ya tenía claro que el primer encargo para su nuevo talento sería Rebeca. También tenía claras algunas ideas sobre el proyecto: Ronald Colman estaría acompañado por Loretta Young y Ben Hecht escribiría el guión.

Quien no lo tenía tan claro era Colman. El actor expresó importantes reservas al proyecto y Selznick, convencido como estaba de que se entusiasmaría con él, se quedó de piedra. El productor plasmó en una carta a Jock Whitney su extrañeza:

«Ronald me ha dicho que hace años, cuando hacía cinco películas al año para Sam Goldwyn, hubiera acogido encantado el proyecto, pero que ahora, que hace menos películas y puede opinar sobre los guiones, tiene dudas muy serias. Piensa que las cosas que Maxim de Winter se ve obligado a hacer pondrían a su público en su contra. La cuestión del asesinato, y también la posibilidad de que la cinta se convierta en un vehículo para su protagonista femenina, le tiene tan preocupado que dice que no la hará sin ver un tratamiento […] Luego hablamos largamente de la posibilidad de convertir el asesinato de Rebeca en un suicidio, y conforme avanzaba la conversación, Colman iba entusiasmándose cada vez más. Cuando me fui, lo único que se interponía entre Ronald y nosotros era su firme convencimiento de que Maxim mata a Rebeca sin motivo suficiente».

Aunque solucionaran ese problema, Selznick comprendía que no había garantía de que el quijotesco Colman aceptara el papel. «Si lo esperáramos, nos encontraríamos paralizados», comentó. «Si nos movemos rápido, podemos contratar a Leslie Howard, porque si no, podríamos perderle también. Bill Powell delira con el papel, está deseando hacerlo, pero lo he rechazado con la esperanza de conseguir a Colman».

El 1 de marzo de 1939, mientras el mundo se encaminaba hacia la locura, Sir Alfred abandonó Inglaterra a bordo del “Queen Mary”. Le acompañaban su mujer, su hija Pat, Joan Harrison —su principal colaboradora—, su cocinera y su doncella. Tal compañía le daría un punto de referencia en Estados Unidos.

Cuando desembarcó en Nueva York, Hitch se concedió un tiempo para familiarizarse con aquel país que a partir de entonces sería el suyo. Dio algunas charlas, se entrevistó con periodistas y, sobre todo, visitó la costa Este. A finales de marzo llegó a Los Ángeles. «¿Puedo empezar a rodar mi primer filme?», preguntó a su representante Myron Selznick. La respuesta fue muy evasiva: su hermano David se encontraba volcado en la producción de Lo que el viento se llevó. Por el momento no tenía tiempo para él.

El lunes 10 de abril, Sir Alfred pasó a formar parte oficialmente de la nómina de SIP. Unos días antes, Selznick había anunciado a la prensa que el primer proyecto del “mago del suspense” sería Rebeca. La acción se desarrollaba en Inglaterra y contenía una emocionante trama lineal que se prestaba fácilmente a una adaptación cinematográfica. David confió a Hitch esta última tarea, a sabiendas de que el director siempre colaboraba estrechamente con sus guionistas[3]. Lo que no sabía era que utilizaba los textos originales como simple trampolín de lanzamiento de sus propias ideas.

El productor se percató de la cuestión por vía indirecta, por un mensaje de Kay Brown, donde se le informaba de la angustia en la que se encontraba sumida Daphne du Maurier: «Daphne llora amargamente por lo que le han hecho a “La posada de Jamaica”. Espera que Rebeca no suponga una desilusión tan grande».

Los temores de la escritora eran infundados. Selznick era un hombre que amaba y entendía la literatura. Quería que la esencia y, en algunos casos, escenas y diálogos concretos de la novela se plasmaran fielmente en la pantalla. Y así se lo hizo saber a Du Maurier: «Tengo la intención de hacer Rebeca, y no una chapuza medio original como La posada de Jamaica».

Aunque el guión no fue objeto de reuniones prolongadas entre David y Alfred, ambos mantuvieron una profusa correspondencia a propósito del tratamiento cinematográfico, donde se trataron los problemas que planteaba la narración en primera persona. Fiel a su reputación, Selznick sometió a Hitchcock a un bombardeo de sus extensos y convincentes memorandums. Su lectura revela no la megalomanía de un productor, sino el esmero de un hombre ávido de perfección, cuya opinión en todo caso siempre resulta interesante.

En una de sus proverbiales intuiciones, David dio permiso a Orson Welles para realizar una adaptación radiofónica de la novela en el programa “Mercury Theater on the Air”. Nadie mejor que el mismo productor para explicar las razones de su anuencia:

«Rebeca no estaba recibiendo la atención pública que merecía dado el éxito resonante del libro, y Orson, que entonces estaba de actualidad, atraería numerosos comentarios sobre la novela y sobre nuestro proyecto. Lo que más me interesaba era ver cómo resolvía la cuestión de la narración en primera persona. Que yo sepa, este método nunca se ha utilizado en una película, salvo hasta cierto punto en un filme de la Fox de hace algunos años titulado Poder y gloria».

El espacio salió al aire en diciembre de 1938, cuando sólo hacía un mes que la emisión de una supuesta invasión alienígena radiada por Orson había sumido al país en un estado de pánico. Cuando escuchó la versión radiofónica, Selznick instó a Hitchcock a «tener en cuenta las ideas de Welles. Podríamos solucionarlo haciendo que la chica empiece a contar la historia y utilizándola como narradora sobre unas escenas mudas hasta entrar en la película propiamente dicha».

Mientras David se ocupaba de los problemas de Scarlett O’Hara y la guerra de Secesión, Alfred continuó trabajando en el guión. Durante una breve reunión, el productor le propuso contratar a Lillian Hellman, a modo de refuerzo. Hitch rechazó la sugerencia y dio un nuevo repaso al texto, que había sido confeccionado por su mujer, Alma, y Joan Harrison, junto a Martin Buckey primero y Philip MacDonald después. A principios de junio, entregó el libreto. Se trataba de un tratamiento de noventa páginas de la novela, completado con ángulos de cámara, diálogos, especificaciones para los diseños de decorados y vestuario, y otros detalles. El cineasta explicó los problemas con que se había encontrado en un larga nota a Selznick:

«A usted corresponde decidir si el personaje de la chica tiene que tener humor o no. Este comentario viene al caso porque la protagonista del libro es una joven siempre digna de simpatía, una chica joven, insegura y moderadamente atractiva cuyos procesos siempre son expresados por medios mentales. En el traslado de dicho personaje a la pantalla sería necesario quizá introducir algún elemento que supliera su función como narradora en primera persona […] y he pensado que en la parte de Montecarlo tendríamos que hacer ver que la chica es lista, atractiva y divertida, lo bastante para sacar a Max de Winter de su lúgubre estado. De esta forma, además, tendríamos algo con que contrastarla a su llegada a Manderley. Este contraste no existe en el libro. Lo que también va a ser un problema es encontrar una justificación para el asesinato. ¿Basta con hacerlo por medios verbales, con las palabras de De Winter, o debemos hacerlo visualmente, para garantizar que el personaje no pierda la simpatía del público? En muchos sentidos, me da la impresión de que para que así sea es necesario mostrar a Rebeca. Por otro lado, la historia tiene la fantástica virtud de hacernos sentir a Rebeca en todo momento, sin necesidad de verla […] aunque la descripción que de ella hace De Winter es casi visual. ¿Flashback? ¡Aj!».

En su respuesta a la última parte de esta misiva, Selznick se remitió a una carta de Du Maurier: «Ella espera fervientemente que no resucitemos a la esposa muerta. Cree que si mostramos en pantalla a esta hermosa mujer, el contraste con la insulsa y poco atractiva segunda esposa sería mortal para ésta última. En mi opinión, no hay mujer que pudiera satisfacer la idea que cada uno se ha formado de la muerta. Tengo la esperanza de que lo logremos por medio de diálogos o de un flashback en el que sólo figure Max».

Por fin, a principios de junio, cuando el rodaje de Lo que el viento se llevó tocaba a su fin, Hitchcock presentó al productor la primera versión del guión de Rebeca. Esperaba empezar a rodar en julio. Como era costumbre en él, y ciertamente en toda la industria del cine, el director se había desviado considerablemente de las escenas del libro e incluso del espíritu de la historia en relación con los personajes y los escenarios; de las 105 escenas que contenía el tratamiento, sólo veinte se asemejaban a las correspondientes de la novela.

Fue la ocasión perfecta de comprender que su llegada a Hollywood no significaba el fin de la servidumbre, todo lo contrario. Porque Selznick, a diferencia de sus productores ingleses, no era un hombre dado a firmar cheques en blanco. Así, el 13 de junio, el bueno de Alfred recibió un sobre grueso. Cuál no sería su asombro al descubrir en su interior un memorandum de diez páginas, mecanografiadas a un solo espacio, con una larga list a de comentarios que se cargaban su guión punto por punto. Era la forma que tenía David de expresar su asombro ante la actitud del director, pues no podía entender que se permitiera semejantes licencias argumentales con un texto que, como él había señalado insistentemente, no presentaba mayores dificultades para su adaptación cinematográfica.

«Querido Hitch», escribía el productor, «tengo la enojosa y desagradable obligación de decirle que la adaptación de Rebeca me ha asombrado y decepcionado hasta extremos indescriptibles. Me parece una versión deformada y vulgarizada de un libro que ha sido un éxito y en el cual, por razones que no alcanzo a comprender, las cautivadoras escenas de Daphne du Maurier han sido reemplazadas por secuencias extremadamente rancias. Hemos comprado “Rebeca” y pretendemos filmar Rebeca».

Selznick estaba particularmente decepcionado por la alteración de los personajes protagonistas. Maxim de Winter, el misterioso aristócrata viudo que se casa con la joven heroína al principio de la historia, era más enigmático en la versión de Hitchcock que en la novela. Y la narradora anónima, señalada simplemente como “yo” en el guión, se había hecho menos pasiva y sumisa.

El informe concluía con un veredicto inapelable: «Lamento llegar a la conclusión de que debemos escribir de inmediato una nueva adaptación, probablemente con un nuevo equipo de guionistas». Sir Alfred no tuvo más remedio que hacer lo que se le ordenaba, y lo hizo con rapidez extraordinaria. A finales de junio presentó otro tratamiento, escrito esta vez en colaboración con Alma y otro guionista llamado Michael Hogan. El script llevaba adherida una nota que decía: «Este tratamiento reproduce exactamente la línea de la novela y contiene diálogos aproximados de Daphne du Mau rier».

En 1969, al recordar este episodio, Hitch comentó en tono jocoso: «El memorandum era tan largo que no he terminado aún de leerlo hasta hace poco. Creo que daría para una película muy buena. Llevaría por título La historia más larga jamás contada». Ironía a toro pasado. Porque en aquel momento, el cineasta tuvo que hacer un gran esfuerzo para encajar el golpe.

No era fácil trabajar en estas condiciones. Pero Alfred, al menos, encontró un motivo de satisfacción en todo lo sucedido: Selznick no le había apartado del trabajo de reescritura, como hubiera hecho con cualquier otro cineasta curtido en las costumbres hollywoodienses. «Yo era un personaje menor en el seno de una vasta industria, donde reinaban los empresarios que dirigían los estudios», comentó el cineasta en los últimos años de su vida. «A pesar de todo, las normas se suavizaron para mí. Me permitieron participar en la elaboración del guión. Resultaba halagador, toda una muestra de consideración, salvo por un detalle: los horarios. Recuerdo aquellas sesiones en la mansión del productor, luchando contra el sueño, a las tres de la madrugada, intentando levantar el libreto. Naturalmente, David era la presencia dominante, se paseaba de un lado para otro, sin acusar, en apariencia, la presencia de los desgraciados seres que le rodeaban. Al amanecer no habíamos avanzado mucho, pero eso era lo que el productor entendía por trabajar».

Tras un largo proceso de reescritura, donde se logró que las escenas extraídas del libro permitieran contar la historia al gusto del productor, el “mago del suspense” y sus colaboradores empezaron a elaborar un guión coherente. A finales del mes de julio, presentaron una tercera versión en la que Selznick sólo echó en falta la mano de un buen redactor de diálagos.

Informado de la disponibilidad del dramaturgo Robert E. Sherwood, David lo contrató de inmediato para revisar los diálogos de “Rebeca” a imagen del libro de Daphne du Maurier.[4] Durante los meses de agosto y septiembre, Sherwood se enfrascó en dicha tarea, ampliada con el encargo de solucionar el desagradable asunto del asesinato de Rebeca a manos de Maxim para cumplir las exigencias del Código de censura cinematográfica, para quien la figura del asesino sin castigo no existía en el mundo. El escritor pudo abordar satisfactoriamente la primera parte de su cometido, no así la segunda.

El espinoso tema del asesinato era el gran quebradero de cabeza del productor. David acababa de librar la batalla del damn pronunciado por Rhett Butler («Francamente, querida, eso no me importa») y no estaba de humor para rendirse a las exigencias de la oficina Hays. Pero el Código ganó la batalla. A instancias del jefe de los censores, Joseph Breen, y para disgusto de Selznick, la muerte de Rebeca a manos de su esposo se convirtió en un accidente.

En la novela, la malvada Rebeca alardea de sus infidelidades e incita a Maxim a matarla. David y sus colaboradores, sabiendo que en la película tenían que crear una sospecha de asesinato pero mantener la inocencia del protagonista masculino, decidieron que Maxim no la matara. En su lugar, Rebeca se golpearía accidentalmente en la cabeza durante una acalorada discusión con su marido, y éste agujerearía a continuación la barca de su mujer y la mandaría al fondo del mar. Este largo y complicado final fue ideado por Selznick, Hitchcock y Sherwood en una agotadora reunión que se prolongó durante toda la noche.

Según el productor, «la historia de “Rebeca” no es más que el relato de un hombre que ha matado a su esposa, y ahora se ha convertido en la historia de un hombre que entierra a una esposa que ha muerto de forma accidental». Por este último punto había que pasar con prudencia y casi a hurtadillas, tarea que Sherwood ejecutó con pericia, colando la información en el largo monólogo que pronuncia De Winter ante su segunda esposa durante la escena de la confesión, cuando le dice que nunca quiso a Rebeca, que la odiaba, que su matrimonio fue una farsa.

En un proyecto de tales características, el reparto era una cuestión crucial. Hitchcock y Selznick llevaban meses luchando con tan delicada cuestión. En un primer momento se habían mencionado los nombres de William Powell, Melvyn Douglas, Walter Pidgeon y Leslie Howard para el papel del señor De Winter. Pero no convencieron demasiado. David Niven también estuvo en liza, pero el director no defendió a su compatriota; «no tiene hondura ninguna», sentenció. Finalmente prevaleció la candidatura de Ronald Colman. El siguiente paso era preparar una estratagema que les permitiera convencer al actor.

El productor pensaba que el tratamiento que habían dado al asunto del asesinato tranquilizaría a Colman. Pero éste ya no vacilaba; simplemente, había perdido el interés. Así que David se encontró dividido entre William Powell, que estaba más cercano en edad al personaje, y un nuevo aspirante, Laurence Olivier, que tenía un perfil más obviamente romántico.

Powell, lejos de sentirse molesto por haber sido rechazado previamente, aún suplicaba una oportunidad. El problema era el contrato que le ataba a la Metro. Selznick podía alquilar sus servicios, pero a un precio elevado y por un plazo inferior al necesario. Tampoco le beneficiaba su aspecto, demasiado americano para el papel. Tanto inconveniente acabó descartándole.

El productor se dirigió entonces a Olivier. Los dos hombres se conocían desde los tiempos en que David trabajaba en la RKO, estudio que había contratado al intérprete británico por su parecido físico con Ronald Colman. Larry había hecho dos películas olvidables y se había vuelto a Inglaterra, harto de la vida en California y de su falta de éxito. Ahora, siete años más tarde, la situación era muy distinta. Cumbres borrascosas le había devuelto a Hollywood, seguido de su amante, Vivien Leigh, pero esta vez con el rango de estrella. Las espléndidas críticas que había obtenido el arrebatado melodrama de William Wyler y las noticias relativas a las multitudes que se agolpaban frente a las puertas del Radio City Music Hall y del Morosco Theater para ver en persona al nuevo galán convencieron a Selznick de que merecía la pena probar con él.

Así pues, en junio de 1939, con la aprobación de Hitchcock y la mediación de la oficina de Myron, el productor contrató a Olivier… y abrió su propia caja de los truenos, porque nada más firmarse el acuerdo, miss Leigh inició una campaña para conseguir el papel de la oponente del galán, el de la “heroína sin nombre”. Empezó entonces una búsqueda casi tan famosa como la de Scarlett.

Asignar los papeles secundarios no planteó demasiados problemas. De la colonia británica, David contrató a Leo G. Carroll, C. Aubrey Smith, Nigel Bruce, Reginald Denny y Melville Cooper. Para encarnar a la siniestra ama de llaves que aterroriza a Mrs. De Winter, la señora Danvers, se pensó en Alla Nazimova o Flora Robson. Pero Kay Brown, una vez más, apareció con la intérprete perfecta: la australiana Judith Anderson.[5]

El papel de la señora Van Hopper, la vulgar millonaria americana que emplea a la protagonista, también tuvo varias candidatas: Lucile Watson, Laura Hope Crews, Mary Boland, Alice Brady y Cora Witherspoon. Al final prevaleció la opinión de Hitchcock, que se había quedado impresionado con la actuación en el Pasadena Playhouse de una tal Florence Bates, una abogada de Texas que había abandonado la toga para embarcarse en la carrera de actriz. El reparto se completó con Gladys Cooper, George Sanders y Lumsden Hare. Todos ingleses. Obviamente, la heroína también tenía que ser británica.

La elección de la segunda señora de Winter era uno de los problemas que David llevaba meditando desde que compró el libro.[6] «Era el papel más deseado desde hacía años, después del de Scarlett O’Hara», afirmó más tarde. El productor barajó una larga lista de candidatas a lo largo del primer año de elaboración del guión. Se dice que más de veinte actrices hicieron una prueba para el papel, algunas tan famosas como Loretta Young y otras desconocidas como Nova Pilbeam, a quien Hitchcock, por alguna inexplicable razón, se opuso con todas su fuerzas.

La posibilidad más recurrente era Margaret Sullavan, una chica atractiva, de voz ronca y aire sensible que había ascendido al estrellato en 1935 con la película Una chica angelical. En su favor hablaba el hecho de que ya había interpretado el papel, satisfactoriamente, en la versión radiofónica de Orson Welles. Otra candidata era Olivia de Havilland, amparada en lo bien que lo estaba haciendo en Lo que el viento se llevó, en un papel muy emparentado con la segunda señora de Winter.

La tercera opción era una actriz teatral de Nueva York llamada Anne Baxter, a quien Selznick sometió a prueba por recomendación de Kay Brown. «David miró mi boca y examinó mis dientes, y yo me sentía como si fuese un caballo de carreras», recordó la adolescente Anne. El productor, por su parte, la encontró «conmovedora, un poquito joven, muy sincera y muy difícil de fotografiar».

A todos estos nombres se añadía el de Vivien Leigh, quien, por razones obvias, estaba deseando embarcarse en la producción. «Está convencida de que si hiciera una prueba nos dejaría con la boca abierta», comentó el productor. «En mi opinión personal, no es la actriz adecuada para el papel, pero si resultara adecuada nos solucionaría un montón de problemas, y tengo mucho respeto por su talento interpretativo, mucha consideración por mi propia paz interior durante los meses de agosto y septiembre, en que cierto joven [Olivier] va a estar por estos lares, y mucho interés por las bondades que le reservaría [a Leigh] el futuro junto a nosotros si hiciera Rebeca […] y le he dicho que podía hacer una prueba con Larry».

Vivien hizo su prueba, pasando directamente de Scarlett al papel de la “joven sin nombre”, sin apenas preparación, y según Selznick y Hitchcock, «lo hizo fatal». Ambos la encontraron demasiado ardorosa, demasiado agresiva para el papel de la virginal, atribulada y pasiva recién casada.

David prometió a su actriz que le dejaría hacer otra escena cuando terminara el rodaje de Lo que el viento se llevó, pero ella estaba tan deseosa de reunirse con Olivier en Nueva York que se marchó sin hacerla. Cuando la pareja regresó a Inglaterra aquel verano, Leigh se sometió a otra prueba en Londres. Selznick recibió la película en Culver City y confirmó su impresión anterior.

El productor, temiéndose influido por la imagen de Scarlett, pidió al director George Cukor que echara un vistazo a las pruebas de Sullavan, Baxter y Leigh. «Recordando que es muy amigo de Vivien, y gran admirador de su talento», explicó David, «me cuidé mucho de inclinar su veredicto en un sentido u otro. Él vio todas las pruebas muy detenidamente y con mucha seriedad, a excepción de unas risotadas que soltó ante los esfuerzos de Vivien. Comentó lo mismo que habíamos opinado Alfred y yo, que no daba la imagen en absoluto, ni en cuestión de sinceridad, ni de edad, ni de inocencia… Dijo que, en su opinión, la más conmovedora de todas era la interpretación de Anne Baxter».

Miss Leigh, en ruta hacia Nueva York, recibió un radiograma a bordo del “Ile de France” el 18 de agosto. «Hemos tratado de convencernos a nosotros mismos hasta el día de hoy para elegirte para Rebeca», escribía Selznick, «pero lamento decirte que finalmente estamos convencidos de que eres tan inadecuada para este papel como el papel lo sería para ti. Pensamos que serías agriamente criticada y tu carrera, que ahora ha tenido este tremendo despegue con Scarlett… dañada». Debió ser particularmente frustrante para Vivien. Ella era la actriz más envidiada del mundo, la heroína de Lo que el viento se llevó. ¿Qué mejor forma de continuar su éxito que con el rol protagonista en Rebeca?[7]

A Anne Baxter tampoco le sonrió la suerte. Pese a ser la opción favorita de Hitchcock, el productor decidió que la actriz —una adolescente de dieciséis años— parecía demasiado joven al lado de Olivier, y perdió el papel que podría haberla convertido en una gran estrella. Su premio de consolación fue un contrato de siete años con la 20th Century Fox a razón de 350 dólares semanales, ofrecido por Darryl Zanuck después de ver su prueba de la “joven sin nombre”.

En julio, Selznick decidió contactar con otra de las candidatas, Olivia De Havilland, aunque intentaron disuadirle por los problemas que acarreaba tratar con Jack Warner. Le preocupaba además el hecho de que Leland Hayward, el agente de la estrella, era también el esposo de Margaret Sullavan, que estaba entre las candidatas, y si él mencionaba a De Havilland podría molestarle. El panorama empezó a aclararse cuando Olivia descubrió que su hermana pequeña, Joan de Beauvoir de Havilland, en arte Joan Fontaine, también aspiraba al papel. Indignada, se negó a someterse a una prueba. Su actitud la descartó definitivamente.

Selznick y Fontaine se habían conocido en una cena en casa de Charlie Chaplin. Joan era una absoluta desconocida para el productor, cosa lógica dada la escasa repercusión de su carrera hasta entonces. Empezaron a hablar de novelas y poesía, y el productor quedó impresionado con sus conocimientos de literatura.

—¿Has leído “Rebeca”? —preguntó ella.

—Sí, he comprado los derechos para el cine. ¿Te gustaría hacer una prueba?

Delgada y elegante, de belleza rubia un tanto desvaída y aspecto aparentemente frágil, Joan Fontaine languidecía en el cine desde 1935, cuando George Cukor le ofreció su primer papel: una intervención menor, secundando a Joan Crawford, en No más mujeres. Como no llamó la atención, aceptó encantada volver al teatro, en la obra “Call It a Day”. El productor Jesse L. Lasky acudió a una de las representaciones y le propuso firmar un contrato de siete años, que inmediatamente revendió a la RKO.

Como el estudio no sabía todavía qué hacer con esta debutante de aspecto cultivado y elegante acento inglés, se limitó a asignarle roles decorativos que exigieran cierta clase en producciones de escaso presupuesto. Su gran oportunidad, y su gran descalabro, había llegado con el papel de pareja de baile de Fred Astaire en Señorita en desgracia (1937), título muy apropiado a la vista de las escasas aptitudes de la actriz para hacer honor a su especial cometido, que sólo pudo satisfacer en el apartado encanto.

En el otoño de 1938, George Cukor volvió a cruzarse en su camino. Le pidió que se acercara al estudio de Selznick para hacer una prueba para el papel de Melanie en Lo que el viento se llevó. La actriz llegó vestida de punta en blanco. Al verla, el director comentó: «Estás demasiado elegante. Melanie tiene que ser una chica sureña sencilla y normal», a lo que Joan replicó sugiriendo el nombre de su hermana Olivia. Bajo la capa de elegancia, Cukor percibió una vulnerabilidad y una inocencia que aún llevaba en la memoria cuando abandonó el rodaje de la epopeya sureña y se trasladó a la Metro para hacer Mujeres. Proporcionó a la actriz un papel pequeño pero entrañable en dicho proyecto, y los resultados le animaron a proponer su nombre para Rebeca.

«Durante el otoño de 1938 y la primavera de 1939, hice muchas pruebas, la primera con John Cromwell, y finalmente con Alfred Hitchcock», recordó Fontaine. «Lo mismo hicieron todas las actrices de Hollywood, incluyendo a Virginia Mayo, Vivien Leigh, Loretta Young, Susan Hayward, Lana Turner, Anne Baxter y Geraldine Fitzgerald. Ante tamaña competencia, conseguir el codiciado papel parecía una quimera. Mi agente me aconsejó que lo olvidase. De cualquier modo, estaba a punto de casarme con Brian Aherne, empezar una nueva vida».

En agosto de 1939, un mes antes del comienzo del rodaje, el orondo Alfred emitió su veredicto en un informe: «He enseñado a la señora Hitchcock y a Joan Harrison las pruebas de Anne Baxter, Joan Fontaine y Margaret Sullavan. A las dos les preocupa Joan. La señora Hitchcock piensa que Fontaine aparece tan cohibida y sonriente que se hace inaguantable, y que su voz es extremadamente irritante. Las dos piensan que Anne Baxter es mucho más tierna, pero han expresado temor de que no pueda hacer las escenas de amor a causa de su edad y su falta de experiencia. Ambas piensan que Margaret Sullavan es muy superior a las otras candidatas».

A la vista de esta reacción, Selznick decidió olvidarse «de Joan Fontaine, dado que no conseguía que ningún empleado, salvo Hal Kern, coincidiera con él en su predilección por la hermana pequeña de Olivia. No la podían ver ni en pintura. La gente la llamaba la “mujer de cartón”».

Finalizado el rodaje de Lo que el viento se llevó, el personal del estudio había empezado a recuperarse del tremendo esfuerzo del proyecto. A su lado, Rebeca parecía casi unas vacaciones. No era un proyecto complicado, salvo por los cuarenta decorados que habría que levantar. Veinticinco de ellos eran interiores, la mayoría correspondientes a la mansión Manderley, que se convirtió en el mayor problema de la película, casi tan enojoso como Tara.

«Manderley es tan importante como cualquier miembro del reparto», explicó David a sus colaboradores. «Tiene que resultar real y tiene que resultar imponente. En Inglaterra hay muchas casas, pero no podemos ir allí a causa de la guerra. Alguna mansión habrá en este país que se parezca a Manderley. ¡Encontradla!»

William Cameron Menzies, Lyle Wheeler y Ray Klune recorrieron los Estados Unidos y Canadá inspeccionando residencias fastuosas. En Nueva Inglaterra y la Columbia británica encontraron algunas posibilidades, pero su apartada ubicación resultaba problemática, igual que la necesidad de destruir Manderley al final de la película.

Klune, director de producción, lo recordaba así: «Alfred sabía exactamente lo que quería, pero ninguna de las mansiones que encontró nuestro equipo satisfizo a David. La casa planteaba una serie de problemas muy reales, si es que no pensábamos utilizar un decorado. El primero era que la parte exterior tenía que aparecer en condiciones muy diversas: lluvia, noche, sombra, luz diurna… Además, la mansión ardía en un incendio. Así pues, a Lyle, a mí y creo que también a Hitch, se nos ocurrió la idea de hacer una serie de miniaturas de distintos tamaños de Manderley. Pensamos que la única forma de hacerlo bien era construir la mayor miniatura de la historia; luego otra miniatura a la mitad de escala; y luego partes de la casa a tamaño natural. Pero las pasamos moradas con David».

—¡Eso es! ¡Eso es Manderley! —exclamó Selznick cuando Klune le mostró unos bocetos—. ¿Dónde la has encontrado?

—No la hemos encontrado. La vamos a construir.

—¡Pero eso costaría una fortuna!

—No, si la construimos en miniatura.

—¡Ah, no, eso no! Mis películas no se hacen con malas miniaturas.

—Mira, David, ésta no va a ser una miniatura cualquiera. ¡Te haremos algo de lo que podrás sentirte orgulloso!

A Selznick le daba mucho miedo que la miniatura se notara, creía que su director de producción se estaba equivocando, pero éste defendió su idea con contundencia y él accedió a regañadientes.

—Mira, algún día te pillaré —le dijo—, pero en lo del incendio de Atlanta tú tenías razón y yo me equivoqué, y ahora te voy a dar otra oportunidad para equivocarte.

Una vez obtenido el visto bueno del jefe supremo, los artesanos del estudio empezaron a construir la inmensa miniatura a una escala de una pulgada por pie. «Ocupó un plató entero de los antiguos», recordó Klune. «Es que era enorme. Creo que costó 25.000 dólares».

Cuando el departamento de producción remitió un primer presupuesto de 947.000 dólares, Selznick montó en cólera. Sólo Hitchcock logró tranquilizarle, comprometiéndose a ahorrar 40.000 dólares sólo en decorados. David, sin embargo, no se mostraba tan complacido con su director en sus comentarios a Klune y Wheeler. A éstos les dijo:

«Alfred me ha soltado un montón de discursos grandilocuentes, como lo habrá hecho con vosotros seguramente, sobre la posibilidad de ahorrar dinero en decorados cambiando el método de rodaje en distintas escenas. Creo que deberíais decirle que de su comportamiento en este filme dependerán los métodos de trabajo que utilice en futuros proyectos. Sobre todo quiero que le digáis que vamos a estar muy atentos al resultado final para ver si lo que hemos pagado por los decorados que él ha aprobado queda reflejado en pantalla».

A finales de enero, tras contribuir a hacer un poco más incómoda la situación de Hitch en aquel país extranjero, Selznick decidió resolver el problema del papel de la segunda señora de Winter. Vivien Leigh estaba descartada definitivamente, y su entusiasmo por Margaret Sullavan se encendía y se apagaba según su estado de ánimo. La anterior concepción de la historia, con sus matices cómicos y su heroína más enérgica, favorecía a Sullavan. Pero las recientes reuniones habían vuelto al concepto original de Du Maurier de un personaje tímido e inseguro. En opinión del productor, eso eliminaba a Margaret de la competición. No podía imaginar a la fiera actriz siendo intimidada por ninguna mujer. «Imaginad», comentó, «¡Margaret Sullavan mangoneada hasta el borde del suicidio por la señora Danvers!».

Con este descarte, la elección quedaba reducida a dos candidatas: Joan Fontaine y Anne Baxter. Selznick, inasequible al desaliento, llamó a Joan y le pidió que hiciese una prueba más. Le dijo con franqueza que temía que no fuese capaz de sostener el papel durante toda la película y que necesitaba convencerse definitivamente viéndola en tres o cuatro secuencias clave. Fontaine se negó. Tenía previsto extraerse una muela del juicio al día siguiente y, lo más importante, iba a casarse con el actor Brian Aherne justo después de la extracción, y no quería posponer la boda.

«Por eso», declaró David, «aunque me gustaba, decidí que yo no podía ser la única persona sensata del mundo y renuncié a su opción. Lo mejor era negociar un acuerdo con Anne Baxter. Entonces pasaron una serie de cosas: después de oirnos a Sherwood y a mí hablar del personaje, Hitchcock empezó a inclinarse en favor de Joan Fontaine, y John Cromwell, que había dirigido su primera prueba, nos dijo que cómo podíamos ser tan insensatos para no darle el papel. Luego pedí a George Cukor que viera otra vez los tests. Él y Cromwell son los dos hombres mejor capacitados para repartir papeles que he conocido en toda mi carrera como productor».

Cukor pensó que Selznick estaba en lo cierto respecto a Fontaine. Era insegura e inexperta, pero esas cualidades reforzarían su interpretación. Su dictamen no dejó lugar a dudas: en su opinión, si tenían que empezar a rodar de inmediato, él cogería a Joan sin dudarlo un segundo.

El 18 de agosto, durante el puente del Día del Trabajo, David tomó la decisión definitiva: la elegida sería Fontaine. La actriz, convertida ya en la señora Aherne, estaba pasando unos días de pesca en un lago de montaña. Su representante la llamó por teléfono inmediatamente.

—Lo tienes, lo tienes —gritó—. Rebeca. Has conseguido el papel y Selznick quiere que vuelvas rápidamente y firmes un contrato a largo plazo.

—Pero es que yo no lo quiero —contestó la recién casada.

Joan volvió al bote y le comunicó la noticia a su marido.

—¿Por qué no la haces por dinero? —sugirió él.

La luna de miel había terminado.

El 3 de septiembre de 1939 Inglaterra declaró la guerra a Alemania. El embajador británico en Washington, siguiendo órdenes de su gobierno, emitió un bando en el que señalaba que «la producción continuada de filmes de fuerte sabor británico [en Hollywood] es una de las mejores y más sutiles formas de propaganda». Para película con fuerte sabor británico, Rebeca. La historia sucedía en Cornualles, el director era inglés, el productor anglófilo, la atmósfera de la historia creíblemente inglesa y la lectura del reparto era casi como pasar lista a la colonia de actores británicos que trabajaban en América.

Empujado por los acontecimientos, Selznick autorizó la nueva versión del guión y decidió apresurar el comienzo del rodaje. Temía que buena parte de su reparto se viera obligado a cruzar el Atlántico. El viernes 8 de septiembre comenzó la filmación en los estudios Goldwyn. Hitchcock, Olivier y la mayor parte de los técnicos ingleses se consumían de preocupación por sus familias y por lo que pudiera estar ocurriendo en su país. En los primeros días había en el set un aire fúnebre, similar al ritmo que llevaba el “mago del suspense”.

El plan de trabajo establecía treinta y seis días de rodaje; el director, por tanto, debía liquidar cuatro páginas de guión al día, y a ello se había comprometido ante Selznick. Al final de la segunda semana, Rebeca llevaba cinco días de retraso; cuando Ridgeway Callow, el ayudante de dirección, se lo advirtió así a su superior, Sir Alfred contestó: «Reggie, si cumplo el plan de trabajo y el filme queda mal, no me dirán: “La película es espantosa, pero el bueno de Hitchcock ha cumplido en los plazos previstos”. Si la película es buena se olvidarán del plan de trabajo».

Selznick, según su costumbre, hizo un esfuerzo desde el principio por reafirmar su control sobre la película. Era obvio que Joan Fontaine necesitaría una gran cantidad de consejos y apoyo durante la filmación, y esta circunstancia podría entorpecer aún más al lento y meticuloso Hitch. A las primeras de cambio, el productor empezó a quejarse por la negativa del cineasta británico a ensayar una escena hasta que todas las luces estuviesen listas y hubiese calma absoluta en el set.

David también pidió «un sumario de la cantidad de trabajo promediada por cada uno de nuestros directores» para verificar su impresión de que Alfred estaba consiguiendo “materialmente menos metraje diario” que cualquier otro director de SIP. El informe reveló que Hitchcock había promediado doce tomas diarias en las dos primeras semanas de producción, lo que se traduciría en un rodaje de cuarenta y ocho días si mantenía el mismo ritmo.

El 21 de septiembre, Selznick seguía apretando tuercas. Pretendía estrenar Rebeca con mayor rapidez que cualquier otra producción: «Me gustaría tenerla lista en las semanas anteriores a Navidad, para dar posibilidad a United Artists de distribuirla lo mejor posible durante las vacaciones». Al director del departamento musical, Leo Forbes, le pidió que empezara a montar una banda sonora provisional con música de archivo, con el fin de celebrar pases previos para el público, y empezó a pensar a quién podía encargar la grabación de la partitura. El 11 de octubre, David firmó un contrato de cesión con la Metro, el estudio de Franz Waxman, para que éste trabajara en la película.

Pero las cosas no marchaban según lo previsto: al cabo de tres semanas, los retrasos acumulados obligaron a Selznick a revisar al alza el presupuesto establecido. El filme costaría en torno al millón de dólares, y no ochocientos mil como había calculado al principio. El bueno de Alfred, mientras tanto, seguía su rumbo. El director era consciente de la importancia que tenía esta cinta para su futuro en América, y había adoptado una actitud concienzuda y metódica, sobre todo con Joan Fontaine. Desde un principio, Hitch se encargó de ir mostrando a la actriz tanto los gestos como las expresiones que tenía que adoptar. Joan se sentía como una marioneta en sus manos; cuando ella se comportaba de forma enfermiza e hipersensible, él se sentaba inmóvil, su cara enrojeciendo por momentos, sus manos cruzadas sobre su amplio estómago, y entonces la ordenaba que continuase con su trabajo. Se dirigía a ella como a una competente secretaria.

Lo cierto es que Hitchcock aprovechó la falta de experiencia de la joven intérprete para jugar a Pigmalion, en una actitud no exenta de sadismo. «Era como si deseara ejercer un dominio absoluto sobre mí», concluyó más tarde Fontaine. «Quería reinar completamente sobre mi persona, y era como si gozara pensando que todos los actores saldrían de la película odiándose mutuamente. No paraba de decirme que nadie me consideraba buena actriz, salvo él. Gozaba desorientándome. Pero también hay que reconocer que eso me ayudó a interpretar mi papel, porque mi personaje desconfía de todo el mundo. Su actitud fue enormemente beneficiosa para mis escenas».[8]

Pese al control que ejercía sobre su protagonista, la ansiedad del orondo cineasta fue aumentando a medida que pasaban las semanas. Cada vez más irritado por las sobreactuadas expresiones de shock de Fontaine, Hitch aconsejó a los actores británicos que fuesen fríos y distantes con ella, porque quería ayudarla a retratar a una chica que estaba fuera de su elemento en un inquietante caserón. Quería que se mostrase nerviosa e insegura, actitud que sólo podía ir en beneficio de su composición.

Judith Anderson recuerda que, en ocasiones, Joan parecía querer que la amenazase para meterse en su papel. «Había una escena en la que ella tenía que llorar», recordaba Anderson. «Lágrimas de verdad; las de glicerina no servían. De repente, me dijo: “Dame una bofetada”. Yo le respondí que no iba a hacerlo, y para mi sorpresa se dirigió a Hitchcock diciéndole: “Dame una bofetada”. Él le sacudió un gran bofetón y ella se sentó y empezaron a brotarle las lágrimas».[9]

Hitch, en su afán de aumentar la inquietud de Fontaine, le explicó que Olivier quería a Vivien Leigh, información que incrementó su nerviosismo y ralentizó aún más el ritmo de rodaje, porque la actriz requería numerosas tomas para ofrecer la interpretación adecuada en cada plano. Larry también auxilió al director en su propósito. Odiaba ver a Joan en el papel que creía destinado para su adorada Vivien, y pedía constantemente que la despidiesen.

A Olivier le molestaba la presencia de Fontaine tanto como le había molestado la de Merle Oberon durante la filmación de Cumbres borrascosas. Desafortunadamente, esta crispación y frialdad hacia su partenaire lastraron su actuación, porque resultaba demasiado obvio que ni siquiera su profesionalidad podía ocultar sus sentimientos, de manera que las escenas románticas entre ellos no siempre resultaban convincentes. Suerte que su personaje se caracterizaba en gran parte del metraje por un humor antipático y distante respecto a su pareja en pantalla, y que su encanto, buena imagen y voz cuidadosamente modulada podían hacer que el público viese un calor en su interpretación que realmente no existía.

En una ocasión, Laurence estaba tan irritado con su pareja que se equivocó en una frase —algo impensable para un actor británico— y gritó «¡Mierda!», fuera de sí.

—Cuidado, Larry —advirtió Hitch, con fría jocosidad—. Joan es una recién casada.

Olivier alzó una ceja.

—Ah, ¿sí? ¿Con quién te has casado?

—Con Brian Aherne —contestó Fontaine, sonriendo.

Al oír que el marido era el actor que había rechazado dos papeles que él había aceptado con gran éxito, Larry Olivier se alejó de la actriz, diciéndole por encima del hombro:

—¿No has podido encontrar nada mejor que eso?

Durante el rodaje, otros miembros del reparto imitaron la actitud de Laurence. El 22 de octubre de 1939, Joan cumplió veintidós años en el plató de Rebeca, y pasó la mayor parte del día sola en su pequeño camerino. Por la tarde escuchó voces que cantaban “Cumpleaños feliz”. Salió al pasillo y encontró a un grupo de miembros del equipo portando una tarta y algunos presentes. Reginald Denny confesó más tarde a la actriz que había intentado que Olivier, Anderson y Cooper se unieran al homenaje, «pero dijeron que no tenían tiempo».

La relación entre Hitchcock y Olivier tampoco fue idílica. Como tenía por costumbre con sus galanes, el director no orientó demasiado a su protagonista masculino. Sir Alfred situaba la cámara donde le parecía bien y emplazaba a sus intérpretes en un orden de cosas en el que ellos se limitaban a cumplir una función entre tantas. Además, el papel de Maxim sólo exigía competencia, una situación que resultaría frustrante para cualquier actor. Hasta su compañera Gladys Cooper, que le admiraba desde The Rats of Norway, pensaba que se habían equivocado al elegirle.

«Nos trataba como a peones de su partida de ajedrez personal», aseguró Larry. «Yo no sabía si estaba trabajando bien o no. Cuando me di cuenta de que eso no tenía importancia, perdí interés por el personaje. Tras el estreno de la cinta, la mayoría de la gente opinó que mi trabajo era excelente. Curiosa situación para una persona que sabía que no había dado lo mejor de sí mismo».

La tensión hizo estragos entre los miembros del reparto. Florence Bates, cuya experiencia se limitaba a una sola actuación ante las cámaras, vivió una auténtica pesadilla. Durante su primer día de rodaje, y ante más de cien personas, Hitchcock le gritó exasperado: «Bueno, Miss Bates, ¿cuando empezará usted a actuar?». La inexperta actriz no pudo recuperarse del pernicioso efecto de esta frase con doble sentido. Llegó a retrasar la filmación tanto como Joan Fontaine, y su nerviosismo la llevó a necesitar diez tomas para hacer bien un plano en el que simplemente debía decir: «¡Mira, es Max de Winter!». Revisando todos los rollos de película en los que aparecía ella, Selznick comentó: «Creo que no hay ni una sola línea en todo su papel que no pueda ser infinitamente mejorada».

George Sanders tampoco estuvo muy fino. Se acababa de enamorar y tenía la mente en otra parte, por lo que mostró una completa ignorancia sobre todos los aspectos de su personaje. Al cabo de dos días, todavía no había sido capaz de memorizar su texto. Por otra parte, Cecil Aubrey Smith, el reputado actor de setenta y seis años, «se había aprendido un texto equivocado y tuvo que volver a memorizar y a ensayar de nuevo el texto correcto».

En línea con la filosofía de la casa, que exigía el máximo respeto a los libros famosos, el guión era fiel a la novela de Du Maurier. Pero Hitchcock rodaba el filme a su modo, planeando cada escena tan cuidadosamente que filmaba muy poco material extra, conservando sólo lo que consideraba esencial para el montaje final. Lo hizo así en parte por costumbre y en parte como defensa contra Selznick. Sabía de la afición del productor a manipular las películas una vez terminadas.

Esta habilidad para “montar con la cámara” implicaba que el orondo Alfred controlaba no sólo el rodaje sino también la pos-producción, y eso molestaba profundamente a David. El productor estaba descubriendo que Hitch era un cineasta cuyo trabajo no podía preparar, controlar y remodelar para adecuarlo a sus propios gustos. Sabía que no había mucho que pudiese hacer para acelerar el ritmo de trabajo sin arriesgarse a una confrontación con el director, algo que ciertamente no quería, dada la gran calidad de los copiones que había estado viendo cada mañana en su sala de proyección. Pero este sistema de “montar con la cámara” era un sacrilegio para él. Al productor le gustaba cubrir cada plano desde todos los ángulos posibles para luego experimentar en la sala de montaje. Cuando empezó a ver la proyección que llegaba de los platós de Rebeca, DOS comprendió que le estaban privando de ese material.

«No acabo de entender este maldito rompecabezas tuyo», se lamentó Selznick al “mago del suspense”. «Esto de reducir el número de ángulos es algo muy conveniente, pero si lo único que hace usted es darnos menos película al día que alguien que rodara el doble de ángulos, entonces no sirve de nada. En su forma de rodar hay cosas que creo que debería corregir, por ejemplo, eso de dejar que los actores estén de brazos cruzados mientras los técnicos preparan cada toma y que los técnicos estén de brazos cruzados mientras los actores ensayan. Es pueril no comprender que ambos procesos deben desarrollarse simultáneamente, y si el ruido le molesta, lo que puede hacer es ensayar en los flancos, en algún lugar apartado».

Hitch replicó diciendo que Joan Fontaine le estaba dando mucho trabajo y que el guión, aún a medio elaborar, estaba retrasando el proceso. «Comprendo que hacer actuar a Joan es algo que lleva su tiempo», contestó el productor, «pero todas las películas en las que he trabajado tenían algún problema parecido. Quizá pueda atribuirme usted la responsabilidad del estado del guión, pero no puede negar que dispuso usted del texto con muchos días de antelación». En realidad, Selznick estaba obteniendo algo que siempre había querido, una “película pre-montada”, pero sin su acostumbrada autoridad sobre el proceso.

Sintiéndose desposeído de su proyecto, David sólo tenía un deseo: demostrar a Hitchcock quién mandaba en el estudio. «Ensayaba una escena», declaró el cineasta británico, «pero antes de poder prepararme para rodarla, llegaba la script y me susurraba: “Tengo que llamar ahora mismo al Sr. Selznick”. Antes de que pudiera ponerme a filmar, [DOS] tenía que aprobar el último ensayo».

A lo largo del rodaje, el productor bombardeó a su director con un continuo fluir de memorandums a cual más incendiario. Expresó su preocupación, por ejemplo, por el frágil físico de Olivier, insistiendo en que su estatura y sus hombros fuesen artificialmente aumentados como habían hecho en Cumbres borrascosas. «Por amor de Dios», escribió a propósito del actor, «acelere el ritmo de sus escenas. ¡Actúa como si se preguntara si debe presentarse candidato a la presidencia de Estados Unidos, cuando sólo se está preguntando si debe dar un baile!». También se quejó de que las piernas de Fontaine parecían «singularmente poco atractivas» y aconsejó al realizador mantenerlas fuera de pantalla siempre que fuese posible. El bueno de Alfred no estaba acostumbrado a tan implacable supervisión, ni a verse obligado a ceñirse tan rígidamente al guión, pero no estaba en posición de levantar la voz.

La situación se complicó aún más cuando Lydia Schiller salió de la sala de montaje de Lo que el viento se llevó para ocuparse de la continuidad de Rebeca con la consigna de informar a su patrón de la menor violación de las directrices del libreto. En la primera semana de octubre debía tener lugar el rodaje de las escenas donde la recién casada investiga subrepticiamente el dormitorio de Rebeca, que la señorita Danvers ha conservado intacto desde la muerte de su ama. Cuando aparece la gobernanta, el ambiente se pone tenso, dramático y fúnebre.

«Selznick quería abrir la secuencia con un primer plano de la letra “R” bordada en la cama y luego retroceder», recordó Lydia, «y recorrer el resto de la habitación a medida que la descubre la chica. Hitchcock decidió que la escena debía empezar con la cámara al fondo. Cuando le hice notar el cambio, me dijo: “No, lo vamos a hacer así”. No me correspondía ponerme a discutir, pero aquello suponía un cambio tan drástico respecto a lo que quería el señor Selznick que llamé a su oficina y se lo dije a su secretaria. Al instante apareció alguien para entregar una nota en la que DOS mostraba su desacuerdo con lo que estaba ocurriendo. Hitch ordenó parar y dijo: “¿Estaba el señor Selznick en el set? Yo no lo he visto. ¿Qué está pasando aquí? Me acaban de entregar una nota donde me dice que no lo ruede así. ¿Quién le está informando?”. Yo estaba sentada en mi silla plegable […] y Hitchcock miró al ayudante de dirección y empezó a presionarlo, a acusarlo. No podía callarme, así que dije: “No, señor Hitchcock, no es Reggie [Callow], soy yo”. Se quedó de piedra, estupefacto, como si hubiera hecho algo incalificable. “¿Tú, Lydia?”, dijo. “Yo pensaba que tú trabajabas conmigo, para mí, y resulta que me estabas espiando, informando…”

»Huelga decir que aquel día fue mi bautismo de fuego. A partir de entonces no hubo paz para mí. En voz baja, cuando nos poníamos a trabajar en el guión, me decía unas cosas […], eran obscenidades, cosas que yo ni siquiera sabía lo que significaban. Para mí era algo insoportable. Mi padre y mis hermanos ni siquiera pronunciaban la palabra “mierda”. Dos o tres veces me tuve que levantar. Al final decidí que esas palabras que me decía no eran más que letras encadenadas, que no significaban nada, que no podían afectarme, y al final conseguí erradicar el sentimiento de repugnancia que me producían y seguir trabajando».

Los genios son imprevisibles en su comportamiento, y Hitch no era una excepción. Exigía lealtad total, y cuando se sentía traicionado era despiadado e inflexible. El “mago del suspense” se había mostrado más que cooperador durante el desarrollo del guión, lo cual aceptaba como la cuota de autoridad del productor. Pero él consideraba el set como sus propios dominios, y no tenía intención de cambiar para agradar a Selznick. Así que el clima era propicio para una confrontación, que no se produjo porque David estaba demasiado obsesionado con Lo que el viento se llevó.

La continua preocupación de DOS con su obra magna fue una bendición para el cineasta británico, permitiéndole establecer sus propios métodos de trabajo y su autoridad en el plató, aunque no pudo librarse de sus interferencias, cada vez más comunes en las producciones de SIP. Selznick observaba la proyección detenidamente y se preocupaba del ritmo de las escenas y también de las interpretaciones, especialmente la de Laurence Olivier.

«Los movimientos y las reacciones de Larry se hacen más lentos a medida que aumenta la velocidad de sus diálogos», le comentó el productor a Hitchcock. «Haga el favor de pedirle que vaya más rápido, y no sólo en los primeros planos, también en sus reacciones durante el resto de la película. Supongo que es así como actúa en el teatro, donde puede que el método sea satisfactorio… Y ya de paso, procure que entendamos lo que dice, porque sigue con esa tendencia a hablar deprisa y a recitar su texto de una manera que el público americano no va a comprenderle».

Más satisfecho se mostró con el trabajo de Joan Fontaine: «Creo que ha llevado usted a Joan por la línea de la sobriedad, pero debemos tener cuidado con el hecho de que obligarla a contenerse en los momentos más emotivos no suponga perder las escasas variaciones que tiene el personaje. A partir de este momento y hasta el final debo rogarle que sea usted un poco más Teatro Yiddish, un poco menos English Repertory Theater, y así conseguiremos que la sobriedad del resto de la interpretación resulte más eficaz […] y no daremos la impresión de que ella no está a la altura de los grandes momentos».

A finales de octubre, Sherwood completó sus reescrituras, que fueron enviadas a la oficina de Breen para su aprobación. Pero Selznick seguía sin estar satisfecho. Redactó una lista de 21 puntos “a discutir”, con especial mención a las circunstancias de la muerte de Rebeca y a la escena de la confesión, donde Maxim le cuenta a Fontaine la verdad sobre Rebeca. «Debemos dejar claro que Rebeca quería que Maxim la matara», escribió DOS a Hitch. Aunque la oficina Breen se mostró contraria a mantener la historia tal como la había concebido Du Maurier, que presentaba a Maxim como un asesino que queda sin castigo, «ésa no es razón para perder de vista que Rebeca quería que él la matase».

Después de que David se reuniese con Breen para discutir el guión de Sherwood, la escena de la confesión pasó la censura. Estas eran cuestiones cruciales para la película, por supuesto, pero la atención del productor seguía centrada en Lo que el viento se llevó. El final del rodaje de su gran epopeya dejó libres al experto en efectos Jack Cosgrove y al diseñador de producción William Cameron Menzies para Rebeca, donde los dos eran requeridos para las secuencias iniciales y finales. Sorprende que DOS, y más aun sus colaboradores, lograran sobrevivir a la tensión de ambas filmaciones simultáneas.

A quien, aparentemente, no afectaba este clima febril era a Alfred Hitchcock. El cineasta británico siguió trabajando a ritmo calmoso, entre una y media y dos páginas de guión por sesión, hasta mediados de noviembre. En ese momento, el proceso se paralizó durante tres días a causa de una gripe contraída por Joan Fontaine. En cuanto la actriz se recuperó, el Sindicato de Actores (IATSE) convocó una huelga salvaje de tres días de duración, lo que significaba una pérdida total de seis sesiones de rodaje. La empresa de Rebeca amenazaba con explotar.

Mientras la primera unidad se mantenía inactiva, la segunda se afanaba en Del Monte (costa de California, en las cercanías de Monterey), donde se filmaron los exteriores de la llegada a Manderley y los terrenos de la finca[10]. Pero aquí tampoco faltaron los problemas: el equipo entero contrajo una grave urticaria que obligó a una hospitalización de tres días. Otra unidad, capitaneada por el ayudante de dirección Eric Stacey, viajó a Catalina para rodar los exteriores de la playa.

La filmación terminó de la misma forma en que había comenzado, es decir, muy lentamente. El 28 de noviembre llegó a su fin, con 26 días de retraso sobre el plan previsto y Selznick presionando, sin renunciar a sus esperanzas de estrenar el 29 de diciembre… ¡aunque ello significara estrenar la película antes de que estuviera completamente acabada!

El productor, el director y los montadores —Hal Kern y Jim Newcom— se pasaron cuatro días montando la cinta. Cuando finalizaron estuvieron de acuerdo en que no sólo habría que trabajar en las escenas del incendio. El filme era demasiado largo, y sólo una completa revisión de ciertas secuencias podría reducirlo a un metraje razonable. Pero había un problema. El director de fotografía George Barnes tenía un compromiso con la Fox y no estaría disponible hasta finales de enero o principios de febrero. Selznick y Hitchcock querían a Barnes tras la cámara en las numerosas nuevas tomas para asegurar una iluminación consistente. Estas complicaciones, junto con la premiere de GWTW en Atlanta el 15 de diciembre, daban al traste con cualquier esperanza de estrenar Rebeca antes de Año Nuevo. La producción quedó archivada cerca de un mes.

Por fin, el 26 de diciembre, David llevó la película a San Bernardino para celebrar el primer pase de prueba. «Era un premontaje muy rudimentario», explicó, «y sobraban cientos de metros, pero el público reaccionó magníficamente. A juzgar por el entusiasmo de aquella concurrencia y cómo aplaudieron al aparecer el título, se diría que el público aguarda con impaciencia la cinta y que hay multitudes esperándola. Podría ser el filme más taquillero que hemos hecho después de Lo que el viento se llevó».

Para asegurarse de que fuera así, el productor ordenó repeticiones de tomas durante varios días. Sir Alfred se vio obligado a rodar de nuevo más de treinta secuencias, incluida la escena cumbre donde la señora Danvers, enloquecida, prende fuego a Manderley.

Efectuadas las repeticiones, David dejó la película en manos de Franz Waxman, encargado de suministrar un fondo musical apropiadamente atmosférico. Waxman, cedido por la Metro, se encontró con un doble escollo: él aún estaba ocupado con Historias de Filadelfia y Rebeca aún estaba en proceso de construcción, a falta de montaje definitivo. DOS, sin embargo, deseaba estrenar el filme lo antes posible con el fin de cerrar el estudio durante varios meses y tomarse unas largas vacaciones. Cuando el compositor explicó que no podía componer una partitura para una cinta inacabada, Selznick declaró que «la idea de que la banda sonora de una película no se puede componer hasta que la película está montada definitivamente es una tontería». El productor, tan ducho en otros aspectos de la producción cinematográfica, demostraba así su ignorancia del proceso de creación musical.

Al comenzar la fase de montaje, Waxman había empezado a tomar notas sobre la banda sonora. A medida que las escenas empezaban a tomar forma, la presión aumentaba para él. Como no podía trabajar sin disponer de las secuencias definitivas, seguía dedicándose a sus tareas en la Metro. El 28 de noviembre, Selznick se enteró de que aquel día Franz había trabajado un rato en Rebeca, pero sólo porque tenía unas horas libres: al día siguiente tenía que grabar la música que había compuesto para Florian en la MGM. Por si fuera poco, el compositor explicó que no podía dedicarse a Lo que el viento se llevó sin el consentimiento expreso de la Metro. Indignado, David ordenó que no se le abonara honorario alguno hasta que la cuestión quedara resuelta.

Al final, la presión a la que se vio sometido Waxman para cumplir con los plazos de GWTW estuvo a punto de acabar con su vida. Max compaginó su labor para SIP con sus obligaciones en la compañía del león, originando una sobrecarga de trabajo que acabó desbordándole. Entre tanto problema tuvo incluso que enfrentarse a la intromisión del director. Hitchcock insistía, cada vez con más frecuencia, en que la música incidental de la obra de teatro “Mary Rose”[11] era enormemente apropiada para Rebeca. No hay constancia escrita de la sugerencia, pero Alfred tuvo que ser muy convincente, porque a DOS le entró curiosidad. En noviembre de 1939, el estudio comenzó a buscar desesperadamente la música de aquella producción de 1920. A finales de año, cuando el proyecto entró oficialmente en su fase de posproducción, Hitch seguía pidiendo “Mary Rose”. Buscaron durante casi un mes, en vano.

No acababan ahí los peligros que acechaban a Waxman. A espaldas del compositor, Selznick estaba preparando otra solución para el problema de la banda sonora. La agencia MCA se ofreció a componer la banda sonora de la película aprovechando los temas de Franz, como ya estaban haciendo con Caballero y ladrón, un filme que el estudio de Samuel Goldwyn quería estrenar antes de que terminara el año. David, que veía la posibilidad de ahorrarse una suma importante, pidió ansiosamente que se calculara el coste de poner música a Rebeca, «aunque sólo sea, como se ha sugerido, con el propósito de contar con un presupuesto para el caso de que lo hagamos nosotros mismos». Klune le advirtió que para hacer lo que se le pedía, la MCA necesitaría disponer de las partituras definitivas de Waxman, cosa que habría que llevar a cabo con algún subterfugio dudoso. El propio Franz había mencionado la cuestión presupuestaria en sus reuniones con los empleados de SIP: excluyendo su propio sueldo, las labores de orquestación, copia y grabación no costarían más allá de 12.000 dólares.

La respuesta del productor fue audaz: «Dejo la decisión en vuestras manos, incluida la posibilidad de contarle claramente a Waxman lo que estamos haciendo. Por otro lado, los cálculos de Franz, si se pueden aceptar, me parecen bastante razonables. Si queréis enseñar la cinta a los representantes de la MCA, podéis hacerlo cuando queráis». Como era de esperar, nadie quiso asumir tal responsabilidad, y las aguas volvieron a su cauce, aunque mucho más revueltas.

Mientras Selznick estaba en Atlanta para la premiere de GWTW, Hitchcock y Jim Newcom finalizaron un montaje de su “criatura” de dos horas y media. David lo vio al regresar a Los Ángeles y pensó que la película por fin estaba tomando forma. Hubo algunas discusiones entre el productor y el director sobre el metraje, pero DOS era inflexible sobre este asunto en particular. Estaba decidido a mantener Rebeca por debajo de las dos horas para maximizar su potencial comercial.

Hitchcock protestó, pues no veía necesidad de alterar una obra que, a su juicio, estaba perfectamente alicatada. David insistió y el director se vio obligado a obedecer. Pero mantuvo las distancias y prohibió a su patrón la entrada en el set. Selznick se situó en el rincón más alejado del escenario y Hal Kern fue el encargado de hacer de intermediario entre uno y otro. La tensión, como suele decirse, se podía cortar con un cuchillo.

El 30 de enero, el productor solicitó a Klune un informe sobre el estado de la banda sonora. Éste contestó dos días después: «Ahora mismo Waxman no está trabajando en Rebeca, ni está cobrando de Selznick. Empezará a trabajar para nosotros en el momento en que Hal [Kern] pueda entregarle bobinas o secuencias definitivas, y eso creo que será más o menos a partir de mañana».

Así fue. Las nuevas tomas se completaron el 3 de febrero, con un coste adicional de 60.000 dólares. Waxman ya tenía un montaje medianamente aceptable, y no tardó en aplicarse a fondo en la banda sonora. El 8, 9 y 10 de marzo grabó dos horas de música, y el resultado estuvo más que a la altura de las circunstancias.

En malas condiciones, con poco tiempo y por un sueldo exiguo, el compositor regaló a Selznick y a Hitchcock una obra maestra indiscutible: una partitura repleta de misterioso y suntuoso sabor romántico, perfectamente adecuada a la opulenta y lujosa naturaleza del producto. Resulta difícil creer que una composición tan densa y sutil naciera en una época en que la sola idea de poner música a una película era un concepto relativamente nuevo.

La perfección, sin embargo, no era suficiente cuando David estaba por medio. El productor, siempre amigo de los retoques, decidió que algunos pasajes no eran adecuados y, como Waxman ya no estaba disponible, encomendó a Lou Forbes, jefe de su departamento musical, la tarea de reemplazar las secciones problemáticas de la partitura con pasajes de la banda sonora de Ha nacido una estrella, compuesta por Max Steiner. Una componenda con la que consiguió molestar tanto a Waxman como a Steiner.

Hay que reconocer que estos retoques fueron mínimos, lo que no impidió que dieran a las escenas correspondientes un aire ligeramente extraño e incongruente.[12] No obstante, la mayor parte de la banda sonora es representativa del estilo de su creador e incluye algunos de los momentos musicales más suntuosos y fascinantes de la historia del cine. También resulta, por momentos, espectral e incorpórea, inquietante y violentamente dramática. Es quizá la mejor partitura del cine de Hitchcock, aunque siempre se podrá proponer otro par de dignos aspirantes al título.

Selznick programó un preestreno de Rebeca para el 13 de febrero en Santa Barbara, y la respuesta fue positiva. Pero David seguía descontento con las secuencias de apertura y cierre, y decidió que había que repetirlas. Ordenó a Cosgrove y Menzies que volviesen a filmar la miniatura de Manderley, y dio instrucciones precisas sobre la iluminación, los movimientos de cámara y la sincronización de los elementos visuales con la narración en off de Fontaine.

Cuando la película estuvo preparada para su exhibición, los costes alcanzaban la considerable cifra de 1.280.000 dólares, unos 513.000 dólares por encima del presupuesto inicial. El radio City Music Hall de Manhattan fue el escenario del estreno el 27 de marzo de 1940. La crítica aclamó la cinta, y su inmediato éxito aseguró la posición de Selznick como el productor más importante de Hollywood. La recaudación final ascendió a 2.500.000 dólares en el primer año de exhibición.

Pese a la inexperiencia que todos le atribuían, la interpretación de Joan Fontaine fue excelente; la popularidad inmediata, y el reconocimiento crítico, total. Dylis Powell escribió: «En el rol de la esposa, Fontaine, que estuvo tan conmovedora en Mujeres, demuestra una naturalidad insólita en una actriz cinematográfica. Su registro no parece muy amplio, pero dentro de este registro demuestra un talento singular».

La Academia de Hollywood también se rindió ante la actuación de miss Fontaine, premiándola con una de las diez estatuillas a que optaba la película, que también incluían a Hitchcock por la Dirección.[13] El éxito apabullante de Lo que el viento se llevó, reestrenada en todo el país a principios de 1941, tuvo un positivo efecto “contagio” sobre Rebeca: el 21 de febrero, en una de estas manifestaciones perversas que caracterizan a tantas ceremonias de los Oscar, fue proclamada Mejor Película de 1940, derrotando a obras de la talla de Las uvas de la ira, El gran dictador o Historias de Filadelfia. Esta victoria puede ser considerada, en la distancia, como el último corte de mangas de la industria de Hol lywood hacia el cine realista y cínico que empezaba a entonces a infiltrarse por la grieta del romanticismo que había alimentado las pantallas de la década anterior.[14]

En su primera experiencia americana, Hitchcock había hecho un trabajo «absolutamente británico», y así lo reconocería más tarde. «La historia es inglesa, los actores y el director también», comentó el cineasta en el curso de sus entrevistas con François Truffaut. «¿Cómo hubiera salido Rebeca en Inglaterra con el mismo reparto? ¿Qué hubiera pensado yo? Hay, inevitablemente, una gran influencia americana, a través, en primer lugar, de Selznick, y después de Robert Sherwood, que escribió el guión desde una óptica menos estrecha de la que hubiéramos empleado en Inglaterra».

Según Claude Chabrol, con Rebeca el toque del maestro, que antes era un simple trazo, se convirtió en una visión del mundo. La espontaneidad se sometió a un sistema. Sin embargo, el maestro del suspense nunca llegó a considerarse satisfecho del resultado. «No es una cinta de Hitchcock», afirmó. «Es una historia más bien rancia, más bien anticuada, una historia que peca de falta de humor. Pero es un filme que, a pesar del tiempo, todavía se mantiene en pie, y me pregunto cómo».

Para Laurence Olivier, Rebeca fue una reedición del triunfo de Cumbres borrascosas, cosechando por igual entusiastas elogios por parte de la crítica y una nominación al Oscar. Pero su éxito quedó ensombrecido por las noticias del estallido de la guerra en Europa. La mayoría de los ingleses en Hollywood creyeron importante volver a casa inmediatamente, si no para alistarse, al menos para ofrecer los servicios de su oficio como apoyo moral. Con treinta y dos años, a Larry se le había pasado la edad de reclutamiento, pero estaba ansioso de mostrar su sentido del deber al país. Primero lo intentó por el conducto habitual, es decir, presentándose voluntario en la RAF. Luego, cuando su solicitud fue rechazada, llegó a hacerse doscientas horas de vuelo por su cuenta y se alistó en las Fuerzas Aéreas de la Armada de la Royal Navy.

Rebeca era un proyecto de prestigio de David O. Selznick, que aún andaba descendiendo de las alturas a las que le había elevado Lo que el viento se llevó. Todo en ella respondía a sus hábiles criterios de producción; sin embargo, en la película existen numerosos elementos que se escapan de las características de Selznick para entrar de lleno en el terreno del estilo personal de Alfred Hitchcock. Cierto es que se trata de la obra menos personal del cineasta británico, la más novelesca y la única que carece de sus célebres notas de humor, pero no es menos cierto que la maestría del orondo Alfred es tan engañosa como sus películas: puede parecer un artesano al servicio de un productor pero enseguida nos damos cuenta de que es su propio dueño y que, junto a la inevitable sujeción a la taquilla, se permite el lujo de jugar al experimentalismo como pocos autores.

En Rebeca, la mano de Hitch sobresale por el mero hecho de haber introducido el suspense en una historia psicológica que carecía de él. Pero hay más pruebas de que su primera experiencia norteamericana no es ajena a sus características como director. La principal, el hecho de enlazar con su filmografía posterior al reunir los elementos emblemáticos de una ensoñación, siempre entendida como resultado de su obsesión por mostrar las amenazas del entorno y los infiernos que habitan en el cerebro de la gente con apariencia de normalidad. Así, desde la primera secuencia nos adentramos en el resbaladizo terreno de los sueños, de las pesadillas, en la delirante historia de amor entre un ser vivo y otro muerto.

Sir Alfred encontró en el ambiente barroco del best-seller de Daphne Du Maurier, cargado de tensiones y de latentes amenazas, un material especialmente idóneo para refrendar su maestría narrativa. Re beca es en su primera parte uno de los filmes más hermosos y poéticos del “mago del suspense”. En una atmósfera misteriosa y desosegadora, llena de luces y sombras, los personajes se funden con el paisaje, con los negros nubarrones que pueblan el cielo, con los acantilados y las olas encrespadas. Son momentos mágicos, obra de un narrador excepcional al que le bastan las imágenes para transmitir un sinfín de sensaciones.

Dos son los elementos fundamentales de este sombrío melodrama gótico: Manderley, la fascinante mansión dominada por el fantasma del recuerdo, y Rebeca, una sombra inquietante y turbadora que planea por la pantalla a lo largo de toda la película, cuya presencia llega a ser tan obsesionante para el espectador que termina por convertirse en el auténtico motor de la trama.

Estos dos elementos toman apariencia humana en la persona de Mrs. Danvers, la enigmática ama de llaves encargada de mantener viva la llama del recuerdo. Su figura se funde con el decorado hasta convertirse en un objeto más de la mansión y sólo el fuego podrá separarla de Manderley. Es como una sanguijuela inmóvil, agazapada.[15] Es la maldad personificada.

Los amplios medios de producción suministrados por Selznick y el infalible ojo de Hitchcock para los movimientos de cámara generaron una obra caracterizada por un extraño sentido del humor y por un romanticismo ominoso y desesperado. “Rebeca” es un melodrama gótico-romántico para mujeres, pero Hitch lo convirtió en una historia de terror, culpa, poder y diferencias de clase. Más aún, en un reflejo del miedo que él sentía por las mujeres, y de cómo este sentimiento traspasa los límites de la dimensión narrativa. Bien debió de reírse de todas las señoras que, como bien sabía, acudirían en tropel a ver la película.

El gran mérito del cineasta británico en Rebeca, como en otros títulos suyos, fue el de conseguir sin esfuerzo aparente que todos los elementos de que disponía trabajasen en favor de la narración. Cada detalle redondea esa perfección: el guión, la música, la puesta en escena… y un reparto en estado de gracia, una piña de magníficos intérpretes que logran la hazaña de transmitir la idea de que viven ante la cámara todo lo que dicen y hacen.

Es de justicia reconocer que Laurence Olivier realizó un soberbio trabajo en el papel de Maxim de Winter, mostrándose todo lo sombrío que requería el tremendo misterio que se escondía tras la muerte de su primera esposa, pero la revelación fue Joan Fontaine. La joven actriz realizó una de esas interpretaciones en las que resulta imposible diferenciar al actor de su personaje. Estuvo simplemente perfecta como la “heroína sin nombre” que se debate entre su ingenuidad y el deseo de asimilar la personalidad de la difunta Rebeca, representando con una sensibilidad cuidadosamente modulada la delicada transición de mosquita muerta a dueña de la mansión. La novela narra su lucha por encontrarse a sí misma frente a las fuertes personalidades de su marido y de la primera esposa de éste, y ella consigue que creamos en esa lucha, obrando el milagro de que todos sus movimientos, incluso su postura, expresen inseguridad, miedo y vulnerabilidad, de tal manera que todos los espectadores deseen protegerla. Su magnífica actuación le valió una nominación al Oscar y la posibilidad de demostrar unas cualidades interpretativas que muchos habían puesto en duda.

Magníficamente arropados por la fotografía de George Barnes y por la música de atmósfera de Franz Waxman, los demás componentes del reparto estallan en deslumbradores destellos de ingenio. George Sanders está todo lo irritante que se puede esperar del personaje de Favell, y Florence Bates parece disfrutar afilando sus garras sobre la pequeña Joan. De Judith Anderson basta con decir que su fascinante composición ha pasado a la historia del séptimo arte como el modelo de malvada cinematográfica. Frente a la ingenuidad y la juventud de la segunda señora de Winter, la señorita Danvers es un personaje inquietante, una figura perpetuamente enlutada que parece anunciar la proximidad de un drama.[16] Esta memorable composición le valió una candidatura al Oscar y le aseguró una larga serie de papeles de mujeres atormentadas, generalmente malvadas, en el cine negro de los años cuarenta.

Sueño, cuento de hadas e historia de amor, Rebeca pertenece a esa estirpe de grandes clásicos del cine sin fecha de caducidad. Por mucho tiempo que pase, esta gótica, romántica, perturbadora e intrigante historia seguirá conmocionando a los espectadores con paladar, mantendrá su juventud, su complejidad y su belleza. Esta cinta te reconcilia con el cine y con la vida. Por eso siempre es un placer volver a Manderley.