No fue la primera versión cinematográfica del clásico de la literatura infantil escrito por L. Frank Baum. Tampoco ha sido la última. Pero si preguntan ustedes a cualquier persona mínimamente interesada por el cine qué significado otorga en la actualidad a El mago de Oz, la respuesta será, casi con toda seguridad, la imagen de Judy Garland formulando el deseo de viajar «más allá del arco iris». Aunque el libro de referencia, publicado en 1900, ya había adquirido vida propia entre el público estadounidense, no creemos que la obra literaria conservara su fama inicial en la actualidad si en 1939 un grupo de personas no hubieran decidido adaptarla a la pantalla. Como Lo que el viento se llevó, nacida en el mismo año, la película —que aúna un famoso cuento clásico con las delicias de un musical modélico— es una obra casi perfecta en su clase, un hito de la leyenda de Hollywood.
No siempre fue así. Durante la génesis del filme pocos apreciaron las virtudes de esta cúspide de la fantasía cinematográfica. En realidad, todos creían que estaban haciendo una película más, la Producción número 1060, y por lo tanto nadie sabe con seguridad cómo empezó el proyecto, aunque muchos se adjudicaron el mérito a toro pasado.
Más conocidas son las penalidades que tuvieron que sufrir cuantos participaron en su elaboración. Cuentan que en la Navidad de 1938, el productor Mervyn LeRoy, ocupante de un despacho del nuevo edificio Irving Thalberg de la sede de la Metro, era un hombre tremendamente infeliz. El mago de Oz, la cinta que estaba produciendo, se le estaba yendo de las manos hasta unos extremos que un gran proyecto de aquel poderoso estudio no se podía permitir.
El rodaje había comenzado hacía tres meses —tiempo suficiente, en circunstancias normales, para hacer una película y media— y LeRoy comenzaba a darse cuenta de que el filme acabaría costando un millón de dólares más de lo calculado. Los actores habían sufrido calamidades de todo tipo —quemaduras, envenenamientos, casi cegueras accidentales—, la silla del director había soportado tres posaderas distintas y seguramente soportaría una cuarta. Y para acabar de alegrar el panorama, estaban los enanitos calientes…
Pero en fin, tampoco era como para rasgarse las vestiduras, se diría quizás el productor. Estaban adaptando una creación literaria codiciada por muchas majors, el “Harry Potter” de los años treinta. Su jefe, Louis B. Mayer, había obtenido los derechos por 75.000 dólares tras salir triunfante en una guerra de ofertas.
Catorce guionistas de la plantilla de la Metro habían trabajado en el texto, incluido Herman Mankiewicz, futuro autor del script de Ciudadano Kane, y aunque no habían conseguido ver a Shirley Temple en el papel protagonista y W. C. Fields había rechazado por dinero el rol del Mago, Judy Garland era una estrella en alza. También había que valorar el hecho de que el año anterior, un gran éxito llamado Blancanieves y los siete enanitos había enriquecido las arcas de la Disney gracias a una fórmula compuesta por una muchachita guapa y un grupo de enanos. En aquellos tiempos, como ahora, en Hollywood no existía la idea del éxito garantizado. Pero El mago de Oz era lo más parecido a ello.
Los dos grandes aspirantes al título de Mago de Oz son dos célebres productores de la Metro-Goldwyn-Mayer, Arthur Freed y Mervyn LeRoy, aspirantes a la sucesión del águila Irving Thalberg, cuya prematura muerte había dejado un gran sentimiento de horfandad en el estudio. Freed se pintaba en sus recuerdos como un joven compositor de canciones con ganas de adquirir mayores responsabilidades. En 1937 trabajaba como compositor en la MGM, pero ambicionaba producir y necesitaba un éxito en su historial. Su objetivo era inaugurar su nueva carrera con un vehículo para una actriz de quince años llamada Judy Garland. Esta jovencita había entrado en la Metro en octubre de 1935, y después de algunos trabajos menores, había eclipsado a la multitud de estrellas que poblaban La melodía de Broadway, conquistando millones de corazones con su irrepetible voz y desarmante sinceridad.
Freed presentó su propuesta a Louis B. Mayer, la cabeza dominante del estudio en ese momento, y éste le autorizó a buscar un proyecto para Judy. La suerte estaba echada: “El mago de Oz” era el objetivo. El libro, quintaesencia del cuento de hadas, se había convertido en un clásico de la literatura infantil desde el momento de su publicación, allá por el advenimiento del siglo XX. L. Frank Baum ser propuso contar una edificante historia ambientada en la América profunda, pero en la tradición del cuento de hadas europeo, y el éxito de su propuesta conquistó los corazones de los niños de todo el país, aliviando años más tarde los rigores de la Depresión gracias a una sencilla mezcla de moralidad elemental y escapismo colorista. El autor se ganó bien la vida publicando una entrega anual y, a su muerte, se habían vendido varios millones de ejemplares de la obra.
Todo empezó con el cajón inferior de un mueble archivador. Ocho días antes de cumplir cuarenta y dos años, Lyman Frank Baum compartió la tarde del 7 de mayo de 1898 con su familia en su casa de Chicago. Como en tantas ocasiones, se dedicó a entretener a los niños del barrio con un cuento protagonizado por personajes brotados de su imaginación. De repente, una niña no pudo contener su curiosidad e interrumpió al narrador. «Por favor, señor», dijo. «¿Dónde vivían?» Según la leyenda familiar, Baum miró en torno suyo hasta que su mirada se posó sobre un mueble archivador. El cajón superior portaba la siguiente etiqueta: A-N. La del cajón inferior decía: O-Z.
Así nació el mundo maravilloso que acogió a Dorothy, al Espantapájaros, al Hombre de Hojalata y al resto de los estrambóticos habitantes de Oz. Entonces no podía saberlo, pero aquella noche, Baum encontró la llave de acceso hacia la carrera literaria con la que siempre había soñado. Y también comenzó a plantar un jalón en la historia del cine y de la literatura infantil. Dos años después del día del hallazgo del nombre del reino mágico, las imprentas de Chicago empezaron a escupir la primera edición de “El maravilloso mago de Oz”, el equivalente en Estados Unidos a la “Alicia” de Lewis Carroll en Inglaterra, a los cuentos de Grimm en Alemania, a los de Andersen en Dinamarca o los de Perrault en Francia.
Lyman Frank Baum nació en Chittenango, un tranquilo pueblo de Nueva York, el 15 de mayo de 1856. Su padre, Benjamin Ward Baum, hizo fortuna en la incipiente industria petrolera de Pensilvania, y allí trasladó a su familia. En la cercana Syracuse construyó para su esposa, Cynthia Stanton Baum, una mansión campestre a la que ella llamó “Rose Lawn”.
Frank era un niño sensible, imaginativo y enfermizo, y sus padres, que habían perdido a cuatro de sus nueve hijos, no le negaban nada. Como tantos hijos de familias acomodadas en aquella época, él y sus hermanos fueron educados en el hogar por tutores ingleses. En 1868, los Baum, temerosos de que Frank se convirtiera en un soñador sin remedio, lo mandaron a la academia militar de Peekskill. Pero el mundo del internado, espartano, viril y casi siempre brutal, le era completamente ajeno. Sólo duró dos años. Después, se unió con su hermano Harry en la escuela clásica de Syracuse, aunque no hay constancia de que llegara a graduarse. No cursó estudios universitarios.
Algunos reveses sufridos por el negocio petrolífero de la familia y otras actividades mal gestionadas obligaron al joven Baum a buscarse la vida al alcanzar la edad adulta. En las últimas décadas del siglo XIX trabajó sucesivamente como actor, dramaturgo, experto en volatería, proveedor de lubricantes, gerente de comercio, director de periódico, reportero y representante comercial. Sus múltiples oficios le llevaron a tierras tan occidentales como Aberdeen (Dakota del Sur). Más tarde se estableció en Chicago junto a Maud Gage, la mujer con la que se había casado en 1882, y los cuatro hijos que había tenido con ella, todos varones: Frank Joslyn, Robert Stanton, Harry Neal y Kenneth Gage.
Frank era, ante todo, un hombre de familia, y cuando estaba en el hogar dedicaba horas enteras a sus retoños. El momento preferido de todos era cuando su padre les leía en voz alta o les contaba cuentos que inventaba sobre la marcha. Sus años de actor, dramaturgo y editor de periódicos habían modelado su imaginación, convirtiéndole en el fabulista ideal, no sólo para sus cuatro hijos sino también para todos sus amigos. Cuando se decidió a escribir sus cuentos, allá por el año 1896, tenía casi cincuenta años, pero al fin entraba en su “camino de baldosas amarillas”.
Como tantos otros escritores noveles, Baum envió en vano sus manuscritos a diversos editores del Este, pero nadie se interesó por sus obras. Sólo una pequeña editorial de Chicago, la Way & Williams, dirigida por uno de los editores más imaginativos y menos prácticos de la ciudad, Chauncey L. Williams, se avino a publicar su primera colección de cuentos infantiles, bajo el título “Mother Goose in Prose” (“Cuentos de mamá oca”, 1897). El éxito no acompañó a la primera experiencia literaria del entusiasta fabulador.
En 1898, Frank dedicó todo su tiempo a dirigir “The Show Window”, una revista sobre escaparatería y montaje de expositores de productos. En sus páginas colaboraría William Wallace Denslow, un bohemio y excelente dibujante que desempeñaría en el futuro un papel fundamental en esta historia.
La fructífera asociación de Baum y Denslow, el primero aportando la literatura y el segundo las ilustraciones, comenzó con un lujoso volumen titulado “Father Goose, His Book” (1897). Al principio, se plantearon publicarlo por sus propios medios, pero cambiaron de idea cuando se presentó el empresario George M. Hill con una atractiva propuesta: se ofreció a editar el libro si los autores pagaban las ilustraciones en color. La primera edición, de cinco mil setecientos ejemplares, se agotó rápidamente, así como varias ediciones posteriores. La obra, absolutamente distinta a cuanto había en el mercado, recibió críticas entusiastas (al autor se le llegó a comparar con Lewis Carroll y Edward Lear) y alabanzas de personalidades como Mark Twain.
El inesperado éxito de “Father Goose, His Book” proporcionó a los Baum unos lujos impensables hasta entonces, entre ellos una bonita casa de campo. El matrimonio, agradecido, bautizó a su nuevo hogar con el nombre “La señal de la oca”. Situado en la cúspide de los escritores norteamericanos de literatura infantil, Frank decidió que había llegado el momento de embarcarse en un proyecto más ambicioso. Así, en 1899 dedicó gran parte de su tiempo libre a desarrollar y escribir la historia que había contado durante años con “ayuda” de su mueble archivador. Cuando la terminó, la llamó “The Emerald City”. Otros títulos barajados fueron “The City of Oz”, “From Kansas to Fairyland”, “The Great City of the Great Oz”, “The Fairyland of Oz” y “The Land of Oz”, hasta llegar al definitivo “The Wonderful Wizard of Oz” (en 1903 el adjetivo “wonderful” fue suprimido). Baum tuvo en sus manos el primer ejemplar el 17 de mayo. Sus veinticuatro láminas en color y más de cien ilustraciones le daban un marchamo de lujo inusual en la época.
La respuesta de la crítica fue, salvo contadas excepciones, favorable. «Los niños se van a volver locos con el cuento», predecía “The Bookseller and Latest Literature”, «y los adultos se lo leerán a los más pequeños con mucho gusto, pues será un agradable puente hacia lecturas de ficción de mayor enjundia». Incluso “The Dial”, siempre tan exigente, tuvo que reconocer que el libro «es verdaderamente notable entre las innumerables publicaciones infantiles y juveniles y posee un atractivo al que no es fácil resistirse, si se tiene un gusto determinado».
Poco imaginaban la pequeña Dorothy y Totó, cuando emprendieron el camino por el sendero de adoquines amarillos, que su aventura se convertiría en un fenómeno que cautivaría la imaginación de grandes y pequeños durante décadas. Pero empezaron a sospecharlo cuando se convirtió en el libro infantil más vendido de la temporada navideña de 1900, y siguió vendiéndose con regularidad a lo largo del año siguiente.[1] El atractivo que la obra ejerció sobre los corazones y la imaginación de los jovencitos de principios de siglo residía en su singularidad. En el mercado no había nada comparable. No sólo en cuanto a calidad literaria, sino en lo que se refiere al uso del color. La suntuosidad del volumen de Baum y Denslow revolucionó el diseño del libro infantil en Estados Unidos. Nunca más volverían a ser descoloridos y aburridos.
Hasta principios de siglo, Frank no había empezado a operar, pero su producción fue fluida a partir de entonces. El éxito de “El Mago de Oz” animó al autor a llevar la historia a los escenarios. Escribió una adaptación sencilla, pero el productor Fred Hamlin y —sobre todo— el director Julian Mitchell hicieron su propia reconstrucción. El fastuoso espectáculo ideado por el autor se convirtió en una delirante ópera cómica, repleta de números de variedades y canciones y artistas ajenos a la trama central. La obra alcanzó mayor celebridad —efímera, eso sí— que cualquier otro musical de principios de siglo. Tras estrenar en Chicago el 16 de junio de 1902, y salir de gira, “Oz” pasó a Broadway en enero de 1903 y ofreció nada menos que 293 representaciones en Nueva York. Luego salió de gira otra vez, y en 1911 seguía en cartel.
Gran parte del éxito inicial de “El mago de Oz” fue mérito de la pareja formada por David C. Montgomery y Fred A. Stone, hilarante e imaginativo dúo cómico que interpretaba al Hombre de Hojalata y al Espantapájaros. La especialidad de Stone eran las acrobacias y los alardes físicos. Interpretó su personaje durante cuatro temporadas y su participación en la obra fue recordada durante años.
Aparte de su trabajo con el “Mago” teatral, Baum escribió entre 1901 y 1903 numerosos textos para niños. Pero la fama del musical y las ventas del libro animaron a muchos críos a escribirle cartas solicitando más relatos de las mágicas aventuras de Dorothy. La segunda parte, “The Marvelous Land of Oz”, apareció en 1904 (también de este título desaparecería el adjetivo “marvelous” en ediciones posteriores). Frank dedicó el libro a Montgomery y Stone.
Con el segundo volumen de Oz, The Reilly & Britton Company se convirtió en la editorial del autor. A lo largo de sesenta años, esta casa (rebautizada como Reilly & Lee en 1918) editó todas las entregas posteriores. A partir de “The Marvelous Land”, Baum empezó a colaborar con John R. Neill, un dibujante de Filadelfia; dos años antes, Frank se había peleado con su primer ilustrador, W. W. Denslow, cuyos dibujos apuntalaron el éxito del original de la serie y establecieron la imagen definitiva de gran parte de los personajes del mundo de Oz: la ingenua niña de Kansas, el Espantapájaros, el Hombre de Hojalata y un cada vez más creciente elenco de asombrosas y extravagantes criaturas.
En 1905, Baum estrenó en Chicago su fallida adaptación teatral de “The Land of Oz”, bajo el título “The Woggle Bug”. El fracaso de esta empresa no erosionó su creatividad. Siguió publicando libros y relatos, casi todos bien elaborados y calurosamente recibidos. Algunos de los textos de género fantástico no estaban a la altura de “El mago Oz”. Pero los niños no se preocupaban por las críticas: seguían reclamando historias de Oz.
En 1907, Baum envió a Dorothy al mundo de Oz por tercera vez, en “Ozma of Oz”. En el volumen que vino a continuación, a la niña se añadió el propio Mago (“Dorothy and the Wizard in Oz”, 1908). En 1909 apareció el quinto libro. Por fin, sumido en callada desesperación, Frank escribió la última entrega en 1910. Con el regreso definitivo de Dorothy al mundo de Oz, “The Emerald City of Oz”, cerró la serie con dignidad.
Baum tenía las manos libres para escribir nuevas fantasías. En los dos años que siguieron publicó dos libros magníficos, pero ni “The Sea Fairies” ni “Sky Island” alcanzaron la popularidad ni el nivel de ventas de los relatos de Oz. En aquella época, el autor sufrió un nuevo naufragio económico, derivado en gran parte de las deudas que le había dejado un aparatoso montaje teatral que había emprendido en 1908. “The Fairylong and Radio Plays” era una mezcla de películas coloreadas a mano, diapositivas, acompañamientos orquestales en directo y narración en off del propio escritor. Con este espectáculo, Oz ascendió a las pantallas por primera vez en su historia, pero la empresa resultó demasiado cara para recuperar lo invertido.
En 1912, consideraciones económicas (y el incesante acoso epistolar de los fans de Oz) obligaron al autor a reanudar la serie literaria. Hasta 1920 añadió un título anual a la saga hasta un total de catorce. Se llamaba a sí mismo «Real Historiador de Oz». También escribió otras cosas e incluso montó un espectáculo teatral que tuvo cierto éxito, “The Tik-Tok Man of Oz” (1913). Incluso a través de una productora propia, la Oz Film Company, coqueteó con la industria del cine mudo, pero los problemas de distribución y las dificultades que suponía colocar unos productos arbitraria y despectivamente calificados como “entretenimiento para niños” precipitaron la quiebra de la empresa. La publicación de los dos últimos libros de la saga Oz salidos de la pluma de Frank fue posterior a la muerte del autor. Baum falleció apaciblemente el 6 de mayo de 1919, en su casa de Hollywood (él y Maud se habían trasladado a la soleada California en 1910). Llevaba varios años con problemas de salud.[2]
Los niños se negaron a que los libros de Oz se terminasen con la muerte de su creador. Las ventas subieron como nunca, desde el final de la Primera Guerra Mundial, y Reilly & Lee no podían permitirse que una serie tan lucrativa dejara de existir. Su director general, William Lee, ofreció a Ruth Plumply Thompson la posibilidad de perpetuar la tradición del libro anual. A Maud Baum le garantizó el cobro de derechos de autor para ella y los herederos de su difunto marido por todos los libros que publicara la editorial a partir de entonces, y la viuda aceptó la designación de Thompson, que redactó un volumen anual durante dieciocho años. En adelante, el testigo quedó en manos de otros escritores, gente como John R. Neill, entre 1940 y 1942, autor además de ilustrador de tres libros de Oz; Jack Snow; Rachel Cosgrove; y Eloise Jarvis McGraw y su hija, Lauren McGraw Wagner. En 1961, Reilly & Lee publicó la primera biografía larga de L. Frank Baum, “To Please a Child”, firmada por Rusell P. MacFall y el hijo mayor del biografiado, el coronel Frank Joslyn Baum.
Cuando “El mago de Oz” se hizo de dominio público en 1956, el año del centenario de su autor, se habían vendido cinco millones de ejemplares. Nadie se ha atrevido a hacer una estimación de cuántos millones de libros más se habrán vendido desde entonces. Se podría aventurar, incluso, que una persona que no haya leído el cuento original ni haya visto la película, si es posible que exista tal persona en la actualidad, conoce a la niña de Kansas y a sus tres maravillosos compañeros: el Espantapájaros, el Hombre de Hojalata y el León Cobarde.
¿Por qué “El mago de Oz”? ¿Por qué en ese momento? El libro ya había conocido varias fallidas incursiones en el cine, y nada hacía presagiar que ahora fueran a ir mejor las cosas. Baum había concebido grandes planes para sus adaptaciones a la pantalla, pero hasta 1925, seis años después de su muerte, no se estrenó otra película basada en su obra: Tomasín en el mundo de Oz (The Wizard of Oz). Desafortunadamente, el guión, escrito por Frank J. Baum, hijo del autor, apenas guardaba relación con el maravilloso cuento original, limitándose a aprovecharse del título. El cómico Larry Semon, uno de los comediantes de mayor éxito de la época, aceptó el papel protagonista, aunque al final sólo apareció brevemente en el papel de el Espantapájaros. El único —y relativo— interés del filme reside en ver a un obeso jovencito llamado Oliver Hardy —dos años antes de formar pareja artística con Stan Laurel— en la piel de un granjero de Kansas disfrazado de el Hombre de Hojalata. Fue un bodrio espantoso plagado de persecuciones y bufonadas, sin rastro de la magia del libro de Baum. El público, con buen criterio, le dio la espalda.
En 1933 se realizó un pequeño filme de dibujos animados sobre la historia, pero una serie de dificultades legales impidieron su exhibición. Parecía como si los relatos de Baum estuvieran gafados en la pantalla. Pero en 1937 ocurrió algo extraordinario. Después de prosperar con los cortos de animación durante diez años, Walt Disney había decidido jugarse el tipo con un largometraje titulado Blancanieves y los siete enanitos; la película fue un éxito clamoroso que obligó a Hol lywood, testigo escéptico del experimento, a tragarse sus palabras. Las fábricas de cine se lanzaron a la caza de material fantástico e infantil.
Consciente de que la Metro no era el único estudio interesado en los relatos de Oz, Arthur Freed concertó una entrevista con el agente Frank Orsatti, representante del coronel L. Frank J. Baum. Cuando el productor le hizo saber su interés por los relatos de su representado, Orsatti le remitió al socio de su patrón, Samuel Goldwyn, que poseía los derechos desde 1934. El magnate los había adquirido, a instancias del escritor Sidney Howard, con la probable intención de utilizarlos como vehículo de lucimiento de su cómico estrella Eddie Cantor, pero la idea no prosperó.
La entrada de Mervyn LeRoy en la Metro fue crucial en la historia de El mago de Oz. Mayer se lo robó a Warner Brothers ofreciéndole 6.000 dólares semanales por sus servicios como productor, cuando los demás productores del estudio sólo ganaban 3.500. Creía haber encontrado en él a un nuevo Thalberg o un nuevo Selznick. Una de las primeras propuestas de Mervyn fue “El Mago de Oz”. En su adolescencia le había encantado el libro y la obra de teatro y siempre había soñado con llevarlo al cine.
El éxito de El mago de Oz impulsaría más tarde a sus dos principales artífices a atribuirse el mérito absoluto.[3] Nunca sabremos cuál de los dos persuadió a Mayer, pero el caso es que la adquisición de los relatos de Frank Baum fue autorizada el 18 de febrero de 1938. La transacción se cerró con una venta formal en junio por la suma de 75.000 dólares, un buen negocio para Goldwyn, que había pagado por el libro 40.000 dólares.
A partir de aquel momento, Mayer delegó todas las decisiones sobre la producción en LeRoy, a quien le asignó como colaborador directo a Freed, en lo que sería el prólogo de dos décadas gloriosas como productor de los musicales más brillantes de la MGM. El jefazo del estudio tenía muchas esperanzas depositadas en Freed, pero aún no lo veía preparado para tomar las riendas de un proyecto tan ambicioso, y prefería que aprendiera el oficio al lado de alguien con más experiencia.
La puesta a punto de la adaptación cinematográfica de “El mago de Oz” fue larga y compleja. Los planes de LeRoy sufrieron retrasos en casi todas las áreas de pre-producción, contratiempos que alargaron a siete meses los procesos de casting, escritura de guión, composición de la banda sonora, selección del equipo técnico y creación física de los personajes y del País de Oz en Culver City, los célebres estudios de la Metro-Goldwyn-Mayer en Hollywood.
Cuando la Metro adquirió los derechos y empezó a preparar el proyecto, lo hizo probablemente sin pensar en un reparto específico. Primero se ocupó de modelar la historia para su traslado a la pantalla. Pero la elección de un concepto para su adaptación no fue una tarea fácil. Multitud de teorías, tratamientos, escenas y guiones llegaron al estudio entre el mes de febrero y el mes de octubre de 1938.
Arthur Freed y Mervyn LeRoy estaban seguros de una cosa: su película sería fiel a los relatos de Frank Baum. A principios de marzo, circuló en Hollywood el rumor de que MGM había pedido a Walt Disney que dedicara un tiempo a supervisar el guión en el estudio, a título de colaborador externo. Disney nunca llegó a hacerlo. Los productores, sin embargo, vieron pasar por los despachos del estudio a una procesión de guionistas.
Hasta una docena de escritores colaboraron —de manera más o menos oficial— en el texto. Algunos de ellos trataron de incorporar personajes nuevos: una bella princesa de Oz que cantaría ópera; un torpe y estúpido hijo de la Bruja Malvada, que espera ser algún día rey de Oz; un clásico héroe de tebeo que rescata a la princesa antes de ser convertido en un león cobarde. Surgieron también infinidad de nuevas ideas argumentales: un romance entre Dorothy y uno de los granjeros; un departamento de bomberos de Munchkies, enviados para rescatar a los ocupantes del globo del Mago cuando estaban siendo atacados en medio del aire por un pájaro carpintero; y un misterioso puente de colores, creado por la Bruja para atrapar a Dorothy.
William Cannon, ayudante de LeRoy, fue el primero; Herman J. Mankiewicz, el segundo. Brillante y cáustico escritor de comedias, arruinado por el juego y el alcohol, Mankiewicz no se tomó el encargo muy en serio, aunque el 7 de marzo entregase una primera versión de cincuenta y seis páginas, un texto dominado al parecer por la ironía y la excentricidad. De su trabajo, al menos una idea permaneció en la película, la de presentar el mundo de Kansas en blanco y negro, en contraposición a los colores deslumbrantes de Oz. Aquel mismo día el guión fue asignado a otro escritor, el poeta humorístico Ogden Nash, y el 11 de marzo a otro más, el dramaturgo inglés Noel Langley. En aquellos tiempos era costumbre en Hollywood que varios escritores trabajaran de forma independiente, a veces a escondidas de los demás, en el mismo proyecto.
Nash fue apartado al poco tiempo, pero el tratamiento de Langley contiene gran parte de los elementos de la versión final. A lo largo de los tres meses que duró su cometido, presentó cuatro guiones distintos, según iba recogiendo las modificaciones o mejoras sugeridas por Freed, quien ofrecía una ayuda inapreciable revisando los textos. Al dramaturgo le corresponde el honor de haber creado a los personajes “reales” que luego reaparecen en Oz, como el Espantapájaros o el Hombre de Hojalata, además de inventar al León Cobarde y de incorporar el detalle de que Miss Gulch se convierta en bruja. Otros dos autores intervinieron también en el proyecto durante este intervalo, Herbert Fields y el conocido poeta Samuel Hoffenstein, sin aportaciones apreciables.
El trabajo de Langley, creativo e inteligente, presentaba con todo dos graves borrones: hacer de Oz el producto de un sueño, cuando para Baum era una fantasía real, y relegar el personaje de Dorothy a un segundo plano. Estas máculas provocaron la llamada de dos escritores de la casa, Florence Ryerson y Edgar Allan Woolf, cuya incorporación se produjo una semana antes del 3 de junio.
La nueva versión ofrecía un desarrollo más claro y simple, además de introducir numerosas aportaciones a la versión final, entre ellas la idea de aprovechar mejor la escalofriante personalidad de la Bruja del Oste, diseminando apariciones amenazadoras a lo largo de la historia, y de dar mayor protagonismo al Mago incorporándolo al principio de la historia bajo la forma del profesor Marvel. También se reforzaba la carga emotiva del relato subrayando el leit motiv de que Dorothy ansía volver a casa, un tanto simplista pero que cautivó inmediatamente a LeRoy y a Freed.
En este punto los hechos aparecen envueltos en la incertidumbre. La versión de Ryerson y Woolf irritó a Langley, que encontró la aportación de sus colegas «tan cursi y empalagosa que me entraron ganas de vomitar. Dije: “A la mierda. No quiero saber nada. Que quiten mi nombre de la película”. Habían puesto a los personajes a caminar sobre un arco iris que forma un puente. A mitad de camino caen al vacío. Le dije [a Freed] que construir aquel puente no costaría menos de 64.000 dólares. Cuando Louis B. Mayer se enteró, dijo de inmediato que en los decorados de la Metro no habría puente a Oz ni a ninguna parte». Langley vio de nuevo avalada su opinión cuando el director George Cukor leyó el guión y comentó a LeRoy: «No funcionará en pantalla». La defensa de su labor fue tan ardorosa, que Freed se puso de su parte y el 30 de julio se vio nuevamente asignado a El mago de Oz, aunque prácticamente no hizo otra cosa que reconstruir su propia versión, eliminando los diálogos de sus colegas.
Hasta el inicio del rodaje, la lista de guionistas adquirió otros tres nombres, Jack Mintz, Sil Silvers y John Lee Mahin. A ellos les correspondió dar los últimos retoques al libreto, simples modificaciones de estilo sin apenas trascendencia en el resultado final.
Mientras se libraba la batalla del guión, LeRoy tenía que resolver numerosos problemas. Uno de ellos, y no el menor, era la selección del estilo musical del filme. Se trataba de una decisión tan importante como la elección del reparto, pues la idea imperante apuntaba a un espectáculo híbrido entre el género musical y el fantástico. Mervyn, con muy buen tino, dejó el asunto en manos de Freed, que ya tenía una brillante carrera como compositor.
¿Ópera, swing o baladas? Tanto la Metro como la Universal habían triunfado con las operetas de Jeanette MacDonald y Deanna Durbin, respectivamente. También cabía la posibilidad de integrar ópera y swing, como ya había hecho el estudio con Every Sunday.
Tras semanas de vacilaciones, Freed descartó utilizar ninguno de los dos géneros y decidió recurrir a melodías más tradicionales y asequibles, de la clase que él y sus colaboradores solían componer. Muchos amigos del productor se ofrecieron a escribirlas, pero Arthur se había quedado tan prendado de la canción “In the Shade of a New Apple Tree”, en la que encontraba todo el humor, la ingenuidad y la fantasía que buscaba, que decidió que sólo los autores del tema, E. Y. Harburg y Harold Arlen, podían poner música a El mago de Oz.[4] Su convencimiento le llevó incluso a aceptar la audaz (aunque no del todo novedosa) idea planteada por los compositores: hacer un musical integrado, en el que las canciones, lejos de aparecer como paréntesis prescindibles en la trama, hicieran avanzar la historia, brotando espontáneamente de la acción y disolviéndose en los diálogos sin solución de continuidad.
El 3 de mayo, el departamento de comunicación interna de la Metro anunció la incorporación de Harburg y Arlen a la producción. El contrato se firmó el 19 de mayo de 1938, con unos emolumentos de $25.000, un tercio de ellos entregados como adelanto de futuros derechos de autor. Quedaban así definidas las líneas generales de la cinta: la adaptación de los relatos de Baum no sería una comedia musical, sino un drama musical, y contaría con canciones tradicionales interpretadas a la manera tradicional.
Pocos letristas gozaron del grado de libertad que disfrutó Harburg para manipular el guión de El mago de Oz. Cuando surgían problemas de texto, él acudía al rescate. «Para que las canciones tengan sentido, hay que inventar muchas cosas que no están en el guión». Fue Harburg, por ejemplo, quien escribió el diálogo de introducción a “Over the Rainbow” durante una de las reuniones celebradas en casa de la guionista Florence Ryerson en el valle de San Fernando. Y quien adaptó a verso el diálogo en prosa de la bruja buena cuando presenta a los Munchkins y a Dorothy.
La selección del reparto fue el siguiente quebradero de cabeza. En enero de 1938 se había confeccionado la primera lista de actores. La mayoría de ellos pertenecían a la deslumbrante plantilla artística de MGM. En primer lugar aparecía, por supuesto, una adolescente de hermosísima voz llamada Frances Gumm, de nombre artístico Judy Garland. Su estrella estaba en alza en aquel entonces, y la cinta fue concebida desde el principio como un vehículo para su lucimiento; sin embargo, a punto estuvo de perder el papel de Dorothy Gale, la huérfana que por obra de un ciclón se ve transportada desde las llanuras áridas de Kansas al mágico país de Oz, a manos de la adorable Shirley Temple.
Mirando atrás, sorprende la escasez de noticias, de publicidad camuflada, de cla-queteo de afanosas máquinas de escribir, de alharacas propias de todo proyecto hollywoodiense que rodeó a la preparación de El mago de Oz. Porque la cinta anunciada aquel día —la Producción número 1.060— no iba a ser uno de tantos productos de la fábrica de celuloide de Culver City: estaba destinada a convertirse en la película más popular de todos los tiempos.
MGM no daba detalles, probablemente, porque no los tenía. Animado por el inesperado éxito de otro cuento infantil, Blancanieves y los siete enanitos, que llevaba llenando las salas oscuras desde el mes de diciembre, el departamento de producción de la Metro había elaborado un presupuesto de altos vuelos: construir un mundo imaginario, crear los efectos especiales y reunir a una legión de actores costaría por encima de los dos millones de dólares, una suma escalofriante para 1938.
De todo hay en este gozoso relato de la gestación de una leyenda. Empecemos por reconocer que en la mayoría de las decisiones relativas al sello característico de la película pesó más el azar de lo que el estudio hubiera querido admitir. Los productores tuvieron que conformarse más de una vez con un segundo o un tercer candidato y rectificar el rumbo elegido en un principio. Ya en aquellos primeros momentos, y más tarde también, el viaje a Oz parecía tener una vida y un futuro propios, inasequibles a los designios de los jerarcas de Culver City.
Nicholas Schenck, presidente de la compañía en Nueva York, lo descubrió muy pronto. El dueño de la cadena de cines Loew’s fue probablemente el instigador de la persistente campaña para alquilar a la 20th Century Fox los servicios de Shirley Temple. En su opinión, si no quedaba más remedio que embarcarse en aquel oneroso proyecto, con el que él no estaba de acuerdo, había que hacerlo con una estrella que ofreciera firmes garantías comerciales. ¿Y quién mejor que la actriz que reinaba en las taquillas estadounidenses desde hacía tres años?
La propuesta de convertir a Shirley en la cándida heroína americana sonaba excelente; la célebre estrella infantil era la personificación de la hija perfecta de cada madre, «la niña más famosa de América» según la revista “Look”. Arthur Freed, en un desganado gesto de buena voluntad, envió al compositor Roger Edens a evaluar la voz de la candidata. Temple tenía encanto por arrobas, y su edad —diez años— la acercaba al personaje de Dorothy más que Garland, pero no era una gran cantante: «Sus limitaciones vocales son insalvables», informó alegremente Edens. El veredicto no desanimó a Schenck. El mago de Oz iba a ser una apuesta arriesgada para el estudio. Necesitaban una estrella. Necesitaban a Shirley Temple.
Louis B. Mayer discutió la cesión de la niña prodigio con Darryl F. Zanuck, el hombre que manejaba la producción de la 20th Century Fox con mano de hierro. En la primera toma de contacto, Zanuck sugirió que MGM vendiese los relatos de Baum a la Fox como vehículo para su más productiva figura, pero Mayer declinó la oferta. En la segunda, propuso un cambio de cromos: la Metro tenía montones de estrellas; la Fox sólo tenía a Shirley Temple.
Shirley escribió en su autobiografía, “Child Star”, que la compañía del león ofreció a Clark Gable y Jean Harlow a cambio de sus servicios. Dado que Harlow había muerto el 7 de junio de 1937, y que MGM no compró a Sam Goldwyn los derechos de “El mago de Oz” hasta finales de aquel otoño, esta versión parece improbable. Pero es muy posible que Mayer sí ofreciese los servicios de Gable, la joya más brillante de su corona.
El desenlace de esta negociación es otro misterio oculto en El mago de Oz. Tan solo sabemos que, a última hora, Zanuck se negó a ceder su mayor tesoro a ningún precio. Lo más probable es que, en aquella época, Darryl estuviera convencido de que Temple sería eterna.[5]
En cuanto quedó claro que las negociaciones con la Fox nunca verían la luz, la elección sólo podía recaer en la candidata personal de LeRoy y Freed, la adolescente regordeta a quien Mayer llamaba, en dudosa señal de afecto, «mi pequeña jorobada», y a quien algunos aficionados ya conocían por el nombre de Judy Garland.[6]
Pese a sus kilos de más y a su falta de atractivo físico, Judy poseía una voz portentosa, un vibrante chorro de emotividad sonora, y en pantalla proyectaba una simpática mezcla de candor, decisión y vulnerabilidad. Justo lo que necesitaba la Dorothy imaginada por Freed. La jovencísima actriz ya había hecho siete películas, la mayoría en el papel de la hermana pequeña de la protagonista, y aunque todavía no era una estrella, estaba siendo claramente preparada para ello.
Miss Garland se encontraba en Pittsburgh, en medio de una gira, cuando recibió la primera noticia del proyecto. «MGM ha comprado los derechos cinematográficos de “El mago de Oz” a Samuel Goldwyn, y ha asignado a Judy Garland el papel de Dorothy», informó la revista “Variety” el 24 de febrero de 1938. Más allá de esta información, el estudio no entraba en detalles.
En marzo, Ray Bolger, un bailarín con larga experiencia en el teatro de variedades y con un sólido prestigio ganado en Broadway, recibió la noticia de que sería el Hombre de Hojalata en la película. Lo mismo le sucedió a Buddy Ebsen, un actor alto y desgarbado que había sido contratado por la Metro a mediados de los años treinta tras conocer el éxito en la escena; suyo sería el rol del Espantapájaros.[7]
Bolger tenía treinta y cuatro años y era aficionado a los relatos de “El mago de Oz” desde la edad de cuatro. Estaba encantado de participar en la película, pero se enfadó mucho cuando supo que el personaje que le había correspondido era El Hombre de Hojalata. El artista recordaba que cuando firmó su contrato con la Metro, había hablado con sus nuevos patronos sobre la clase de papeles que quería interpretar, y había llegado a un «acuerdo verbal» para dar vida al Espantapájaros en una posible versión de “El mago de Oz”.
«Yo no tenía nada contra el señor Ebsen», declaró Ray en 1983. «Le admiraba mucho; manejaba las manos maravillosamente, las agitaba arriba y abajo […] y también bailaba, y hacía cosas preciosas. Pero para mí, el Espantapájaros era un hombre sin cerebro. […] Y eso me gustaba. [Me hubiera permitido] hacer todo lo que quisiera, todos los pasos que me apetecieran».
Hasta el verano de 1938, el papel del Espantapájaros estuvo en manos de Ebsen. Pero Bolger presionó: «Mi mujer y yo nos presentamos en el despacho del señor Mayer y del señor LeRoy y luchamos todo lo que pudimos». LeRoy accedió por fin al cambio de papeles. La reacción de Ebsen fue lacónica donde las haya. Cuando la periodista Hedda Hopper le preguntó a mediados de septiembre qué era lo que iba a hacer en El mago de Oz, el actor contestó: «Más que nada, sufrir». Acababa de someterse a su primera prueba de vestuario con el traje de El Hombre de Hojalata.
Otro veterano cómico de variedades, Bert Lahr, fue llamado para encarnar al León Cobarde, un personaje que varios meses atrás brillaba por su ausencia. Según Hedda Hopper, a mediados de mayo el estudio aún barajaba dos posibilidades: asignar el papel a Leo el León, el emblema de la casa, la fiera rugiente que abre todas las películas de MGM; o que el animal fuera interpretado por un hombre disfrazado.
En ese punto entró en escena Yip Harburg. Cuando supo que el cuarto guión de Noel Langley incluía un león que sólo era un león, que no escondía príncipe azul, el compositor recomendó a Bert Lahr, un cómico veterano que había ascendido los peldaños que separaban a los musicales de Broadway de las variedades. Dos estudios, la Universal y la Fox, ya habían contratado y renunciado a sus servicios, sucesivamente, por culpa, sobre todo, de su enorme energía cómica, que daba a su presencia cinematográfica un punto casi desagradable. Lahr veía con asombro y dolor cómo Hollywood lo relegaba a papeles de segunda fila.
Bert leyó el guión y se mostró entusiasmado. La Metro le ofreció un mínimo de tres semanas por 2.500 dólares a la semana. El actor, por vanidad, pidió cinco semanas. El estudio tardó un mes en dar su acuerdo a la exigencia del actor. Irónicamente, Lahr acabaría dedicando seis meses de su vida a El mago de Oz. De ellos, invirtió cinco semanas en “The Jitter Bug”, el número musical suprimido de la versión final para acortar su duración.
El papel del Mago también fue objeto de largas cavilaciones. Había algo en aquel personaje, el brujo que no es más que un cantamañanas, que estimulaba a los responsables del proyecto a buscar más allá del catálogo de su estudio al actor idóneo. Para LeRoy, el hombre perfecto —“el deseado”, como lo llamaba Harburg— era Ed Wynn, un artista de variedades que había triunfado en la radio. Para Freed, sin embargo, era W. C. Fields, un cómico extraordinario e inmensamente popular.
Wynn fue el primer candidato sometido a prueba de cámara. En aquel momento, su aportación se reduciría a las apariciones del Mago y a una intervención del médico de Kansas, de sólo cinco frases, al final del filme. A Ed le pareció una labor demasiado breve y rechazó la oferta. Recordemos que el inconcluso guión de El mago de Oz aún no incluía el concepto del personaje múltiple, por el que los roles del Mago, el Profesor Marvel, el portero, el taxista y el soldado de la Ciudad Esmeralda serían interpretados por un solo actor.
Wallace Beery se ofreció a hacer el trabajo, pero los dirigentes de la Metro, que le sabían capaz de serios extravíos, optaron por llamar a W. C. Fields. El 4 de agosto, la temida periodista Louella Parsons afirmó que el astro pedía 150.000 dólares por desempeñar el papel. Seis días más tarde, el “Hollywood Reporter” aseguraba que un conflicto de agenda con el rodaje de You Can’t Cheat an Honest Man impediría a Fields colaborar en El mago de Oz, aunque Harburg ya había adaptado a su cínico estilo el parlamento en que el Mago entrega un diploma a modo de cerebro, una placa en lugar de un corazón y una medalla como símbolo del valor.[8]
A partir de entonces, la prensa especializada atribuyó el personaje a cuanto actor de carácter había en Hollywood: Robert Benchley, Hugh Herbert, Victor Moore, Charles Winninger… La incógnita se desveló el 21 de septiembre, cuando la revista “Daily Variety” anunció que Frank Morgan, otro artista de la constelación MGM, había hecho una prueba de cámara para el papel. El guionista Noel Langley la recordaba como «una de las cosas más divertidas que he visto en mi vida».
Según Langley, Morgan no ocupaba siquiera la tercera posición en la lista de candidatos. «Lo pidió de rodillas. Pidió que le dejaran subirse a un escenario y hacer una prueba de improvisación. Interpretó todas las escenas tal como estaban escritas en el guión. Se lo sabía de memoria. Lo hizo todo solo, sólo estaban él mismo y un ayudante de dirección. Harburg, Arlen, Freed y yo vimos la prueba más tarde. Y fue algo maravilloso, tan divertido como Buster Keaton». El día 22 de septiembre, el voluntarioso actor recibió la buena nueva: el Mago adoptaría sus rasgos en la pantalla.
La elección de Glinda, el Hada Buena, no tuvo mayores dificultades, salvo el descarte de la primera opción, la intérprete de Broadway Beatrice Lillie, que estaba ocupada con un musical londinense. La nómina de MGM ofrecía infinitas posibilidades: Fanny Brice, Billie Burke, Constance Collier, Grace Fields, Una Merkel, Edna May Oliver, Helen Troy, Cora Witherspoon… Todos se inclinaron por Billie Burke, la viuda del mítico empresario de Broadway Florenz Ziegfeld, fallecido seis años antes. Billie, a sus cincuenta y tres años, tras décadas de experiencia teatral, se había dado a conocer por la personalidad alocada y jovial que explotaba en el cine. Una imagen que casaría bien con los diálogos que Noel Langley le había preparado: «Nadie se alegra más que yo de que hayáis matado a la Bruja del Este. Dios sabe que yo lo he intentado: ¿quién no lo ha intentado?».
El estudio tenía las ideas mucho menos claras sobre la actriz que debía encarnar a la Bruja Mala del Oeste, dibujada en el guión como una vieja cascarrabias casi tan divertida como traicionera. Freed defendía la candidatura de Edna May Oliver. LeRoy, influido sin duda por el éxito de la escalofriante pero bella madrastra de la recién estrenada Blancanieves y los siete enanitos, tenía una idea diferente, deseaba una bruja siniestra pero sexy, que interpretaría Gale Sondergaard. La tercera opción era una estupenda y veterana característica llamada Margaret Hamilton, aunque dadas sus escasas posibilidades quedaba muy al margen de las discusiones.
Nadie ha podido explicar por qué se desechó la candidatura de Miss Oliver. Sí sabemos, en cambio, que Sondergaard se sometió a las pruebas de cámara que iban a convertir a la Bruja Mala del Oeste en la Bruja Mala del Glamour hollywoodiense el día 22 de septiembre. A la actriz le fue aplicado un elegante maquillaje inspirado en los años treinta: largas pestañas postizas, cejas perfiladas en forma de arco, labios brillantes. El vestido y el capuchón negros aparecían completamente cubiertos de lentejuelas negras bordadas, y aunque los tests resultaron muy eficaces, también dejaron en evidencia el hecho de que aquella no era la imagen tradicional del personaje nacido de la pluma de Baum.[9]
«Mervyn y yo hicimos todo el vestuario de la bruja», recordaba la actriz. «Iba cubierta de lentejuelas. Un vestido negro y ceñido, con lentejuelas, un sombrero negro con lentejuelas. El maquillaje iba a ser muy glamouroso y en consecuencia, sutilmente, muy perverso. Después Mervyn vino a hablar conmigo y me dijo: “Gale, la gente que me rodea me dice que no se me ocurra dar glamour a la bruja. Los niños necesitan a la bruja malvada y odiosa. Y yo no quiero que tú seas una bruja fea”. Yo le dije: “Vale, Mervyn. Yo tampoco quiero ser una bruja fea y odiosa”. Y ahí acabó todo. En aquellos tiempos, yo no estaba dispuesta a ponerme fea por ningún filme».
Sondergaard realizó otra prueba el 3 de octubre. Prescindió esta vez de lentejuelas y pestañas tupidas, y en su lugar añadió peluca terrorífica y nariz bulbosa. Cuando Gale y Mervyn vieron las fotografías del segundo test, comprendieron que no iba en interés de la actriz aparecer representada de aquella guisa en pantalla.
Quedaba así una vacante importante por cubrir en el reparto de El mago de Oz. El fin de semana siguiente, Margaret Hamilton acudió a ver un partido de fútbol junto a su agente, Jess Smith, y la esposa de éste. Allí fue donde Margaret recibió la noticia que cambiaría su vida: la Metro había decidido darle el papel de la Bruja Mala del Oeste. La afortunada, recordando humorísticamente la experiencia, confesó que jamás se le había ocurrido interpretar a la Bruja («¡Dorothy, puede…!»), aunque «debería haberlo pensado. ¡Esa nariz era mía desde hacía mucho tiempo!».
El maquillaje y peluquería de Hamilton fueron diseñados a toda velocidad. Según recordó luego William Tuttle: «Creo que entonces no se comercializaban uñas postizas. Utilizamos un negativo de película, lo cortamos en trozos y se los pegamos en los dedos, a modo de uñas largas».
Otros actores no menos importantes cuya búsqueda fue aún más laboriosa, si cabe, fueron los Munchkins, los diminutos habitantes de Oz. La Metro necesitaba doscientos enanos para encarnarlos. Leo Singer, un judío alemán que dirigía un circo de liliputienses —“Singer’s Midgets”—, recibió el encargo en el verano de 1938 de montar la troupe de los Pequeños.
Singer, quien, por cierto, era un hombre de tamaño normal, puso su treintena de artistas a disposición de Mayer y se comprometió a suministrar el número de Pequeños solicitado; además, en un alarde de optimismo, también prometió dotar a la producción de “animales enanos”. Encontrar bestias del tamaño requerido fue misión imposible, reclutar gente pequeña en número suficiente tampoco resultó sencillo.
Un segundo colaborador, un tal comandante Doyle, fue llamado entonces para aportar el personal restante, pero el estudio no estaba familiarizado con el despiadado mundo de la contratación de enanos. Doyle, un liliputiense que prefería mantener a distancia a la gente alta, anunció que estaba en disposición de suministrar todo el personal necesario para la película, pero que sólo lo haría si el estudio se olvidaba por completo de la aportación de Singer. Apremiado por la situación, el estudio aceptó las condiciones del supuesto comandante, y éste se lanzó a recorrer el país, recogiendo por el camino a cuanto enano se aviniera a ser recogido por su flota de autobuses. Para coronar la injuria, Doyle condujo su pintoresca caravana por delante de la casa de Singer y llamó por teléfono a su rival para que saliera a ver el espectáculo. Cuando lo hizo, se encontró con un centenar de enanos que le enseñaban el culo por las ventanillas del autobús.
La selección del reparto, mientras tanto, seguía su curso. En la piel de Tía Emma y tío Henry, Arthur Freed deseaba ver a May Robson y Charles Grapewin. La elección de este último fue anunciada el 12 de agosto, pero el actor —sorprendentemente— decidió poco después abandonar el cine y los productores optaron por postergar la decisión hasta finales de otoño. No había prisa: las escenas de Kansas se filmarían al final del rodaje.
El último intérprete en incorporarse al elenco fue objeto de una búsqueda que se prolongó hasta finales del mes de septiembre. Alta Durant escribió en su columna del “Daily Variety” que LeRoy seguía demandando un «terrier escocés, un perro educado, lo bastante inteligente para seguir a Judy Garland a lo largo de varias secuencias de El mago de Oz». El productor había visto a «la mitad de las razas conocidas de canes, con elevadísimos cocientes intelectuales, […] pero hasta ahora ninguno era lo bastante educado». En este punto apareció Terry, una pequeña terrier escocesa con experiencia cinematográfica, propiedad del adiestrador Carl Spitz. Cuando presentaron la mascota a los directivos de la Metro, éstos la recibieron con alborozo. Había llegado Totó.
Completar un reparto plenamente adecuado no fue el único reto al que LeRoy y Freed tuvieron que hacer frente. Desde un principio se había decidido que el rodaje de El mago de Oz se llevaría a cabo íntegramente en estudios de sonido. No habría decorados exteriores ni localizaciones. El departamento de arte, encabezado por Cedric Gibbons, calculó que habría de diseñar más de sesenta decorados, miniaturas y réplicas incluidas.
Entre los escenarios previstos figuraban la granja de Kansas, un campo de amapolas de media hectárea de superficie, la aldea de los Pequeños, dos bosques, un maizal, el Camino de Baldosas Amarillas, un bosquecillo de árboles parlantes, la Ciudad Esmeralda, un castillo siniestro y accesorios tales como el reloj de arena de la Bruja del Oeste y el Caballo que Cambia de Color. El país de Oz, el santuario de la Bruja y la sala del trono del Mago fueron recreados mediante detallados decorados de tamaño natural.
MGM insistió en utilizar los servicios del operador Harold Rosson, un hombre pequeño y afable, más conocido en aquellos años por haber sido el último marido de Jean Harlow que por su larga trayectoria en Hollywood. Pero su elección estaba más que justificada, pues se trataba de un excelente profesional, ya familiarizado con el Technicolor por su experiencia, dos años antes, en un espectacular vehículo de Marlene Dietrich, El jardín de Alá.
Rosson decidió capturar el mundo de Oz por medio de una cámara que se mantuviese en movimiento continuo. Instalado sobre una jirafa, el aparato flotaría constantemente, ampliando los escenarios e impidiendo que los colores de la abigarrada ambientación aparecieran borrosos y difuminados en el ojo del espectador.
El uso del Technicolor influyó en el trabajo creativo de Gilbert Adrian, el genial modisto que diseñó los cerca de mil trajes de los habitantes del mundo fantástico de Oz, y en el de Jack Dawn, responsable del departamento de maquillaje de la Metro. La contribución de ambos fue especialmente milagrosa.
Adrian diseñó no menos de cuatro versiones del vestido de Judy Garland y una, al menos, de los chapines de rubíes que ayudan a la pequeña Dorothy a brincar sobre el camino de baldosas amarillas. El torso de Judy fue envuelto en un ceñido sujetador que le aplastaba el pecho. A sus dieciséis años, las formas de la actriz estaban considerablemente más desarrolladas que las de una muchachita recién salida de la infancia. Por otro lado, su tendencia a engordar hizo que Mayer, inflexible, la pusiese a dieta.
Por alguna razón misteriosa, el vestuario y maquillaje de Garland parecían concebidos para alejarla de su apariencia natural. No sabemos si la idea era hacerla parecer más joven, como una heroína de cuento de hadas, o darle un parecido con Shirley Temple. Se llevaron a cabo pruebas para decidir si Dorothy debía ser rubia —como en la mayoría de los libros de Oz— o pelirroja. Cuando empezó el rodaje, la estrella lucía una cascada de desordenados cabellos rubios en torno a un rostro de aire infantil, maquillado con colorete.
Dawn, por su parte, tuvo que ingeniárselas para dotar de encarnadura a tres sujetos no humanos: un espantapájaros, un hombre de hojalata y un león. Bajo la vestimenta impuesta por sus personajes fue necesario dotarlos de personalidad. Los resultados fueron muy convincentes.
Los Pequeños, diseñados como una suerte de juguetes ambulantes, eran caso aparte. Su vestuario estaba concebido para hacerlos parecer más insignificantes; los diminutos actores desaparecían tras los enormes cinturones y hebillas, botones y lazos, borlas y pompones imaginados por Adrian. El modisto completó sus vistosas creaciones con flores y macetas, pájaros y jaulas, sombreros altos y chalecos. El maquillaje de los Pequeños se compondría de varias capas de efectos: prótesis, casquetes y pelucas. Dawn esperaba trabajar con más de un centenar de enanos. Cuando aún faltaban tres meses para la llegada de la troupe de miniactores, el artista ya había empezado a organizar un sistema de producción en cadena destinado a poner a punto a los pintorescos habitantes de Pequeñilandia.
Quedaba otra cuestión importante que LeRoy, ocupado en otras tres películas durante el tiempo que duró la producción de El mago de Oz, tenía que resolver. Y era elegir un director. En un principio había pensado en dirigir la cinta él mismo, pero Mayer se lo prohibió terminantemente: ya tenía suficientes responsabilidades que afrontar como productor. Entonces apareció en escena un candidato idóneo, Norman Taurog, un antiguo actor infantil con un agudo sentido de la comedia y cierta facilidad para entenderse con los niños. Todo el mundo dio por hecho su designación como director de El mago de Oz, e incluso se anunció que estaría acompañado por Busby Berkeley como responsable de los números musicales. Pero el 17 de septiembre, el “Hollywood Reporter” anunció que Richard Thorpe acababa de ser contratado oficialmente para dirigir el viaje al país de Oz.[10] MGM confirmó la noticia seis días después, añadiendo que Bobby Connolly se encargaría de las coreografías. Según “Variety”, el cambio se debía a la necesidad de dejar las manos libres a Norman para «empezar a preparar Huckleberry Finn». Otras fuentes mantienen que la candidatura de Taurog no pasó de un nombre garabateado en el cuaderno de alguien. Nadie llegó a proponérselo. Ni siquiera llegó a sus oídos el rumor de que estuvieran pensando en él.
Con tres lustros de experiencia a sus espaldas, Thorpe era el paradigma del director de estudio. Según uno de sus colegas, «era un hombre de empresa, un tío muy agradable, atractivo, buena persona y formal, que presumía de su eficacia como un empresario presumiría de cómo dirige su banco». Hacía lo que le decían, y por lo general con cuatro días de adelanto, una virtud que sin duda inclinaría a su favor la decisión de la Metro, cada vez más preocupada con el incremento de los costes de El mago de Oz.
Y así, el 12 de octubre de 1938, un año después de las primeras conversaciones, se inició la filmación de la «Producción no 1.060» en 69 decorados repartidos por 29 platós, con una escena en la que la rubia Dorothy encuentra a El Espantapájaros en el camino de baldosas amarillo. Unos días después, Richard Thorpe trasladó las cámaras al decorado del castillo de la Bruja, trabajando en él cerca de una semana.
Así recordaba Garland su primera semana en el rodaje: «Cuando acabaron de retocarme, parecía la versión masculina de Mary Pickford. Me colocaron una peluca rubia y decidieron que tenía la nariz demasiado “arremangada”. Me pusieron masilla aquí [señalándose el puente de la nariz]. Y todo porque era perfecta para el papel. Yo no hacía más que pensar: “Si tan perfecta soy… ¿por qué me ponen masilla en la nariz”?».[11] Más sencillo resultaba el vestuario de Billie Burke, al estilo de una princesa de cuento. La actriz sólo comentó: «Parezco una fugitiva de una ópera alemana».
La magnitud del proyecto no era la única dificultad a la que se enfrentaban los departamentos técnicos del estudio. La fotografía respondía a una técnica poco extendida en aquel entonces, el Technicolor de tres franjas, consistente en impresionar tres franjas de película en blanco y negro a través de un prisma que segregaba los colores primarios. Era un sistema complicadísimo, cuya impresión requería extremar los niveles de iluminación. Aunque era la técnica más cara del Hollywood del momento, ofrecía una incomparable calidad de color.
La técnica de las tres franjas empleaba el blanco y negro como material de base, lo que facilitaba las cosas (las escenas que abren y cierran el sueño de Dorothy iban a ser rodadas en blanco y negro, realzando así el efecto del Technicolor durante el viaje a Oz). Pero la cámara correspondiente era muy aparatosa y el sistema requería elevadísimos niveles de iluminación (1.200 bujías pie, lo equivalente a la potencia necesaria para alumbrar 550 casas), exigencia que elevaba la temperatura de los platós hasta límites insoportables, sobre todo para los actores más espesamente maquillados. Las luces de carbón también absorbían el oxígeno del aire, dificultando la respiración de los trabajadores. Debido a esta circunstancia, la filmación debía interrumpirse con frecuencia para abrir de par en par las puertas del estudio de sonido y desahogar los pulmones de los sufridos empleados.
Idénticos problemas provocaban los trajes. La indumentaria del infeliz Bert Lahr, por ejemplo, pesaba casi cincuenta kilos. Esta circunstancia, junto al calor generado por la iluminación, obligaba a interrumpir el trabajo con frecuencia. Había que rodar por tramos, y muchas escenas se filmaban a lo largo de varios días (más de una vez hubo que dar por terminada la jornada antes de acabar una secuencia), cuidando de armonizar la labor de la jornada con las tomas del día anterior, en aras de la continuidad. Después del rodaje había que pintar a mano cientos de fotogramas para atenuar el contraste creado en la transición entre el tono sepia de las escenas en blanco y negro y el Tecnicolor. Aunque tanta precisión ralentizaba el proceso, la búsqueda de la perfección se convirtió en seña de identidad del estudio Metro-Goldwyn-Mayer.
Los mayores prodigios de la cinta salieron del departamento de efectos especiales, compuesto por Arnold “Buddy” Gillespie y su equipo. Se les exigieron cosas extraordinarias. ¿Cómo hacer volar a los monos? Con docenas de diminutos monos de goma suspendidos de un carrito móvil. ¿Cómo derretir a una bruja? Situándola encima de un ascensor hidráulico, atándole hielo seco a la parte interior de la capa y fijando las faldas de su vestido al suelo. Cuando bajaba el ascensor, el vapor de hielo seco creaba la ilusión de un cuerpo sólido derritiéndose, y en el decorado sólo quedaba el vestido.
Otros efectos resultaron más delicados. ¿Cómo crear un caballo “de otro color”? El corcel que lleva a los cuatro viajeros ante las puertas de la Ciudad Esmeralda era una sucesión de cuadrúpedos blancos, que hubieran recibido una simple mano de pintura de no ser por las protestas de las asociaciones de defensa de los animales. El equipo de efectos se vio obligado a utilizar gelatina comestible, muy del gusto de los equinos, que lamían continuamente su dulce maquillaje, arruinando el efecto de color sobre su piel.
Más difícil todavía. ¿Cómo se crea un tornado? Gillespie ofreció la solución. Empezó tirando ocho mil dólares en un delgado cono de goma que no giraba como debía. Según una versión romántica de los hechos, el hombre acabó utilizando una media de seda y una máquina de viento, pero el mismo Arnold ofreció al escritor Aljaan Harmetz una explicación más prosaica del proceso: una manga de viento que escupía arena. La sacaron de un castillete de señalización y con ella ventilaron un paisaje en miniatura, baj o nubes tóxicas de sulfuro. La casa de la tía Emma sólo alcanza un metro de altura y cuando en la película es succionada por el huracán, lo que vemos en realidad es la acción invertida de una mano arrojando la maqueta al suelo.
Jack McMaster, por su parte, tardó dos meses en preparar la escena en que la Bruja dibuja en el cielo su amenaza de muerte: «Ríndete, Dorothy, o muere». La ilusión fue creada mediante una réplica de la bruja de menos de un centímetro de altura y una escoba consistente en una aguja hipodérmica que expulsaba una solución de leche y tinte sobre un cielo creado mediante una mezcla de aceite y agua. La opacidad del cielo vedaba al espectador la visión de McMaster, quien, apostado al fondo de la escena, intentaba escribir boca abajo y al revés.
Gran parte del efecto de vastedad y lejanía de las tomas generales fue obtenido mediante transparencias, paisajes dibujados sobre planchas de cristal y luego combinados con fotogramas de acción real velados parcialmente. Tampoco faltaron tareas tediosas y rutinarias, como por ejemplo la semana que veinte atrecistas invirtieron en plantar cuarenta mil amapolas de alambre.
Pero de pronto, El mago de Oz se rompió en pedazos. El día 21, Buddy Ebsen interpretó una de sus últimas escenas para la película. «Una noche, después de cenar», recordaba el actor, «aspiré profundamente… ¡y no pasó nada! No sentía que llegara el aire a mis pulmones. Me llevaron al hospital en ambulancia. Sentía los pulmones como si alguien me los hubiera pegado con cola. Empecé a pensar si no me estaría muriendo».
En una serie de pruebas de urgencia, los médicos descubrieron que Ebsen sufría un tipo de reacción alérgica. Efectivamente, tenía los pulmones cubiertos del polvo de aluminio que se había adherido a su maquillaje de estaño. El intérprete fue instalado en una cámara de oxígeno; pasó dos semanas en el Hospital del Buen Samaritano y otro mes convaleciente en su casa. Por un momento, Buddy pensó en demandar al estudio, «pero a la MGM no se la denunciaba así como así, porque era una gran potencia. Y había cierta cohesión entre los magnates. Los sábados por la noche jugaban al póquer y decidían quiénes eran buenos actores y quiénes malos». Si hubiera sufrido efectos secundarios graves, hubiera corrido el riesgo. Pero al cabo de seis semanas se creyó recuperado. Tardó años en darse cuenta de que se había vuelto propenso a la bronquitis.
Del día a la noche, LeRoy se había quedado sin su Hombre de Hojalata, y su ausencia desató el pánico en el set de El mago de Oz. Pero una emergencia mayor hizo olvidar la alarma. Mientras Buddy descansaba en su cámara de oxígeno, LeRoy tuvo tiempo de supervisar el material rodado hasta el momento. Insatisfecho con los resultados, el productor decidió que Richard Thorpe no era el director más adecuado para Oz y prescindió de sus servicios. La Metro detuvo la filmación y algunos ejecutivos, escandalizados por el creciente presupuesto, esperaban que el proyecto se cancelase definitivamente.[12]
Mervyn siempre se mostró incómodo al recordar el episodio: «Dick era un tío maravilloso. Hizo películas estupendas. Pero no entendía la historia. No había en él calidez ni sentimiento. Para hacer un cuento para niños, hay que pensar como un niño». Como la mayoría de los directores de la Metro —«guardias de tráfico eficientes», según la descripción de una biografía hollywoodiense—, Thorpe era un artesano tan profesional como impersonal, incapaz de hilar todo lo fino que requería un filme plagado de enrevesados subentendidos nada infantiles.
El despido se hizo oficial el día 24 de octubre. Howard Strickling, jefe de publicidad de la Metro, se encargó de enviar al cesado director a Palm Springs. Richard recuerda que Strickling lo mantuvo escondido durante un par de semanas «para que los periodistas no tuvieran acceso a mí». A los periódicos y la prensa especializada se les dijo que el cineasta estaba «enfermo», un diagnóstico que nadie, al parecer, pensó en poner en duda.
El despido apenó a los miembros del equipo. «Thorpe era un buen hombre», afirmó el adiestrador de Totó, Carl Spitz. «Le gustaba tanto el perro que acabó siendo la estrella en lugar de Judy Garland. Pero cuando tiraron a la basura todos aquellos metros de película, a los actores y al perro les quedó un regusto amargo. Y yo me sentí asqueado. Por eso, cuando cambiaron al director, dejé al perro en manos de otro adiestrador. Trabajó tres o cuatro semanas y de repente se puso enfermo, por lo agotadora que era la película. Entonces volví al trabajo».
El rodaje apenas se detuvo una semana. Durante la búsqueda de un nuevo director surgió el nombre de George Cukor, uno de los pocos realizadores de la casa que no se limitaban a dirigir el tráfico. El estudio le requirió para que aceptase el encargo; el cineasta lo rechazó pero aceptó participar, de forma interina, algunos días. Su nombramiento fue anunciado a la prensa junto a la noticia del despido de Thorpe.
Unos iban y otros venían. En aquella época, la MGM era algo así como una eficiente fábrica de automóviles, donde cualquier pieza podía sustituirse. Al comprobarse la indisponibilidad indefinida de Ebsen, el ladino Mayer “salió de compras” para buscar a un nuevo intérprete. Lo encontró en Jack Haley, un cómico de treinta y nueve años con mucha experiencia en varietés, aunque en la década pasada ya había combinado las tablas de Broadway con los platós de Hollywood.
A Haley no le preguntaron si quería hacer el papel. Era empleado de la 20th Century-Fox y sus superiores se limitaron a informarle de que habían cedido sus servicios a la Metro. «No tuve elección», recordaba el actor. «Estaba en nómina y podían cederme a cualquier estudio. Fue un trabajo espantoso, el más horrible del mundo, con aquellos uniformes tan aparatosos y tantas horas de maquillaje, pero no podía negarme».
Quien sí podía imponer ciertas condiciones era George Cukor, que ya estaba preparando con Selznick Lo que el viento se llevó. Al exquisito cineasta no le seducía participar en una película con cuya preparación no había tenido nada que ver, y menos tratándose de la adaptación de «un libro menor, lleno de imaginería barata. A mí no se me hubiera ocurrido jamás hacerlo [El mago de Oz]», aseguró años después. «Yo me había criado con cosas más elevadas. Yo me había criado con Tennyson».
Pero Cukor, como casi todo el personal del estudio, era un trabajador de equipo. Los directores del sistema del Hollywood dorado estaban acostumbrados a recoger despojos, a levantar proyectos naufragados, sin pretender por ello figurar en los títulos de crédito. Como prueba de amistad, George accedió a visionar el trabajo de Thorpe y a filmar pruebas de cámara durante tres o cuatro días, siempre y cuando se le garantizase que su trabajo finalizaría antes del 1 de enero del año siguiente (en esa fecha tenía que incorporarse a la compleja epopeya de Selznick). De inmediato todos comprendieron que el rodaje de El mago de Oz no vería su última vuelta de manivela en las ocho o nueve semanas que quedaban del año 1938.
Cukor, tan espantado como LeRoy con el trabajo de Thorpe, identificó enseguida los errores del director saliente: su Oz no era creíble. Había invertido tanto esfuerzo en poner guapa a Judy, por ejemplo, que más que una granjerita del Kansas profundo parecía una starlette hollywoodiense haciendo de granjerita candorosa, pintada como una puerta y dotada de larga melena rubia. Hasta su modo de interpretar le parecía artificial: era como si le hubieran ordenado ser afectadamente candorosa, como si intentara actuar, en palabras del cineasta, «al estilo cuento de hadas».
Para resultar convincente, Garland no podía ser candorosa ni afectada. Para George, el éxito del filme dependía de la sinceridad de la actriz. Sus ojos tenían que ser los ojos del espectador. Tenía que comportarse como lo haría una turista en un país exótico, tenía que darse cuenta de que los habitantes del país de Oz eran gente ligeramente estrafalaria —o lo serían en Kansas—, sin dejar de resultar tan creíble como las personas que caminan por las calles de Wichita, Topeka o Garden City. Nadie, ni ella ni ningún otro personaje, podía transmitir la idea de que el ciclón la había depositado en un reino de fantasía. Si Dorothy no aceptaba sin titubeos a los extraños personajes que iba conociendo (un espantapájaros que baila, un leñador de hojalata, un león parlante), tampoco los aceptaría el público.
En realidad, Cukor no era más que un apagafuegos provisional; sólo permaneció en el proyecto hasta el día 31 de octubre. Eso sí, antes de irse encauzó a la adolescente Judy Garland en la composición de la niña Dorothy Gale. Para ello sugirió tirar a la basura todo el trabajo de Thorpe y empezar de nuevo. El día 26 de octubre se rodaron las nuevas pruebas de Miss Garland. Mandó lavar la cara de la actriz y le cambió la aparatosa peluca rubia por infantiles coletas de su color natural, castaño rojizo. Cuando el director acabó de caracterizarla, Judy se parecía a Dorothy y actuaba como ella. A partir de entonces se apartó del artificio y fue toda naturalidad. Se había acabado la cursilería.
También hizo comprender a la joven estrella que el tono adecuado de su interpretación debía ser la seriedad dramática, como contrapunto de la excentricidad rampante de los paisanos de Oz. Para Thorpe, Dorothy era la tierna protagonista de un cuento de hadas, y su forma de dirigir a Garland se había correspondido con esta idea. George convenció a la actriz de que para resultar verosímil debía ser ella misma, y no buscar un glamour que no iba con su personalidad. Las recomendaciones del cineasta contribuyeron enormemente a dar al trabajo de la artista adolescente la sinceridad que hoy percibimos en él.
Sabiendo que la designación de Cukor era provisional, LeRoy rogó al estudio que le permitiera tomar el megáfono de director en la zozobrante nave de Oz. El productor obtuvo por segunda vez un “no” por respuesta. El día 31 de octubre, MGM comunicó el nombre del nuevo patrón de la nave: Victor Fleming.
No dejaba de ser una decisión extraña. Fleming tenía fama de salvador de proyectos problemáticos, pero el rasgo que mejor definía su personalidad cinematográfica era la rudeza viril: sus películas eran dinámicos dramas de aventuras regados de irónico humor contemporáneo. A él no hacía falta decirle que evitara la cursilería. Victor era un hombre bronco, rudo y áspero —y sádico a veces, sobre todo con las mujeres—, un concentrado de virilidad. Sabía usar los puños, pilotar aviones, conducir motocicletas y disparar armas. Las mujeres lo adoraban —a sus cincuenta y cinco años seguía siendo un hombre atractivo— y los hombres lo imitaban.
A primera vista, un tipo duro como Fleming no parecía el candidato ideal para dirigir una historia protagonizada por una adolescente disfrazada de niña, un león miedoso que busca un talismán que le devuelva el valor, un muñeco de latón oxidado que busca un corazón y un espantapájaros sin huesos que quiere caminar sin muletas. Pero el caso es que tan temible fachada ocultaba la sensibilidad de un artista. A su modo, este outsider distante y aristocrático se apartaba tanto del modelo de los realizadores de la Metro como el propio Cukor, y aunque no era un celoso defensor de su autonomía creativa, sabía cómo encarrilar una película hacia el éxito.
LeRoy pensaba que en Oz hacía falta el toque de un hombre que tuviera el corazón, las emociones y el cerebro de un niño. El productor no había hallado estas cualidades en Thorpe, pero esperaba encontrarlas en Fleming. Después de tantos meses de vaivenes e incertidumbres, él era lo que necesitaba El mago de Oz: un ordenancista, un sargento con sensibilidad, un profesional que se tomara en serio su trabajo y en cuyos rodajes no hubiera lugar para la duda.
Mayer y LeRoy tuvieron que combinar sus dotes de persuasión para atraer al director de maravillas como La isla del tesoro al mundo de Oz. Victor tenía serias reservas con un proyecto tan alejado de su universo, y su primera reacción fue declinar educadamente la oferta. Pero ellos no cejaron en su idea de convencerle, e insistieron varias veces más, con toda clase de argumentos, hasta que aceptó el encargo. «Creo que lo hizo por ellas, por Missy y Sally», afirmó el guionista John Lee Mahin, en referencia a las dos hijas del director, quienes, curiosamente, veían a su padre como un cruce entre el general George Patton y el general MacArthur. «Yo estaba con él en el plató y me daba cuenta de que todo su amor por ellas se estaba vertiendo en la película», dice Mahin.
El paquete adquirido con el nuevo director incluía a su guionista habitual, John Lee Mahin. Ambos retocaron el guión y el 4 de noviembre, una vez contratado el nuevo Hombre de Hojalata, se volvió a escuchar la palabra “acción” en el plató de El mago de Oz. Haley hizo astillas la puerta de la prisión de Dorothy sin que LeRoy torciera el gesto. Victor Fleming había tomado el mando.
Llegaron días dramáticos en el rodaje. No sólo se arrambló con todo el material filmado por Thorpe, archivándolo en almacenes y papeleras, sino que problemas diversos obligaron a prolongar escenas a lo largo de un sinnúmero de tomas. El trabajo seguía resultando tan desesperante como en el pasado. Afortunadamente, a los miembros del reparto no les desagradó el cambio de director. Fleming caía bien a los actores. «Era comprensivo, sensible, amable; y tenía tiempo para contar historias», declaró Haley. Aunque también podía ser frío y sarcástico, los artistas no le apreciaban menos por ello. «Le queríamos», dijo Ray Bolger, «porque era muy buen director. Era un hombre competente. Pero también era como un sargento. Era un ordenancista. No soportaba la tontería».
Jack Haley se sometió a pruebas de vestuario sin pérdida de tiempo: el polvo de aluminio que había postrado a Ebsen había sido sustituido por pasta de aluminio, lo que eliminaba el riesgo de inhalación. La enfermedad contraída por Buddy Ebsen se diagnosticó oficialmente como neumonía, aunque algunos periodistas hablaron de pleuresía.
El bueno de Jack nunca pudo olvidar la filmación de la primera aparición de su personaje en la película, cuando, de camino hacia Oz, Dorothy se topa con un ser metálico que parece inanimado. «Durante tres días», recordó el actor, «trabajé vestido con un traje de latón reluciente, con nariz de latón brillante y con una capa de pintura de latón en la cara. Durante tres días brillé que daba gusto. Pero entonces, a Fleming y a Mahin se les ocurrió que en aquel punto de la historia, el Hombre de Hojalata tenía que llevar “muchísimo tiempo ahí de pie, oxidándose”». Thorpe ya había rodado las escenas posteriores del personaje, fuera del orden cronológico, con Buddy Ebsen, y con un vestuario diseñado para un Hombre de Hojalata ya restaurado. El coste de repetir todo aquello subió a más de sesenta mil dólares. El traje de Hojalata fue embadurnado de óxido rojo, el maquillaje modificado, y las escenas rodadas de nuevo. Haley inventó la curiosa dicción entrecortada que utilizan el Hombre de Hojalata y el Espantapájaros cuando se dirigen a Dorothy. «Yo le di la clave a Fleming. Estaba preocupado por cómo debían hablar los actores, y le dije: “Quiero hablar como hablo cuando le cuento un cuento a mi hijo de cinco años”. Me dijo que le pusiera un ejemplo [y dio su aprobación]. Luego, Bolger siguió mi ejemplo». Lahr, por supuesto, optó por un tono exageradamente gutural, sílabas convertidas en gruñidos cómicamente amenazantes.
Mientras, la campaña de selección de Munchkins daba sus frutos: docenas de enanos llegaban de todos los puntos del país para unirse al rodaje. En total eran 124, y su llegada a la Metro-Goldwyn-Mayer se produjo a mediados de noviembre. El coreógrafo Bobby Connolly se encargó de adiestrar a los artistas en los números musicales, la mayoría de los cuales eran ajenos al mundo de la farándula.
Los enanos medían entre 70 y 140 centímetros. Sus voces de pito, sus rostros imberbes y sus arrugas prematuras llamaban la atención sin duda alguna. Pero el abismo que había entre ellos y la gente grande que los alimentó, vistió, dominó y abonó sus salarios durante nueve semanas era mucho más estrecho de lo que podría pensarse. Casi todos eran enanos hipopituitarios: sus glándulas pituitarias no funcionaban como es debido. Aunque padecían déficit de la hormona del crecimiento, no eran deformes en absoluto. Sólo eran pequeñitos. Se alojaron en el Culver City Hotel, y su presencia se hizo sentir de inmediato, complicando el mecanismo de una producción ya compleja de por sí.
Al arreglista Ken Darby le cupo la responsabilidad de crear las voces de los Munchkins y los Winkies. «En aquellos tiempos no teníamos los adelantos tecnológicos que hay hoy en día, como lo de acelerar una cinta. Tuve que discurrir cómo hacer que los Munchkins hablaran con voz muy aguda. Lo probé matemáticamente, con un metrónomo. Luego hablé con el jefe del departamento de sonido, Doug Shearer. Le dije que si conseguíamos grabar a sesenta pies por minuto en vez de a los noventa habituales, y que si cantábamos más despacio y en otra clave, cuando lo pasáramos a noventa sonaría como yo quería. Dijo que era imposible, porque no teníamos una grabadora de velocidad variable. Luego dijo que intentaría crear una velocidad nueva para la máquina de grabar sonido. Lo consiguió. Pedí a los vocalistas que cantaran muy despacio y con claridad, para que, cuando pasáramos la canción a mayor velocidad, se entendieran las palabras. Ding… Dong… The Witch Is Dead. Cuando lo escuchamos, había subido exactamente un cuarto de tono».
El 25 de noviembre se convocó una pausa en el rodaje para festejar el ascenso de Judy Garland de “featured player” (adelantada) a “estrella” de la Metro-Goldwyn-Mayer. Fue una bendición para todo el reparto, que sufría el agotamiento del trabajo intenso de seis días de filmación a la semana. La actriz recibió su nueva roulotte personal en presencia de todo el equipo de El mago de Oz.
En aquellos días, Judy tenía dieciséis años. Los actores la recordaban como una chica «adorable»; «alegre, chispeante, una delicia de chica». Para Margaret Hamilton era «una de las personas más felices que había visto en mi vida». Jack Haley era de la misma opinión: «Judy era la persona más desenfadada que he conocido nunca. Siempre estaba deseando que le contaran cosas divertidas para poder reírse».
Fleming pudo dar fe de esta peculiaridad de la estrella cuando filmaba sus primeras tomas con Bert Lahr en la escena del Bosque del León. La interpretación del veterano actor desataba constantemente la excitable hilaridad de Garland. En cuanto ambos personajes se encontraban, Judy estallaba en carcajadas. Su regocijo no era fingido. Mary Astor, que había trabajado con ella semanas antes, escribió más tarde que a la joven estrella «le daban ataques de risa con frecuencia. Pero no había forma de molestarse, porque no podía evitarlo. No lo fingía. Le hacía gracia algo, se sonrojaba y no había quien la parara».
John Lee Mahin describió el método de Fleming para resolver el problema: «Era un hombre maravilloso, y esto lo demuestra. Vic la llevó detrás del decorado, detrás de los árboles… “A ver, cariño […] esto va en serio”. Y le dio una bofetada, bien fuerte. “Ahora vuelve ahí dentro y ponte a trabajar”. Lo hicieron: bastó una toma. “¡Corten. Maravilloso!”, gritó. Y se volvió hacia mí —era un hombre de aspecto rudo, con la nariz rota— y me dijo: “Ahora deberías pegarme tú y volver a romperme la nariz”. “¿Por qué?”, pregunté yo. “Por lo que le he hecho a ella”». Garland no guardó rencor a Fleming. Según Mahin, la actriz premió el “aviso” de las alturas con un beso en el apéndice nasal de su director. Ambos se llevaban espléndidamente.
La muchacha que más tarde se haría famosa por su personalidad atormentada vivió el rodaje de El mago de Oz con alegría y despreocupación. Bolger, Lahr y Haley, sin embargo, no pudieron decir lo mismo. Para los extravagantes acompañantes de Dorothy en su viaje a Oz, la experiencia fue un auténtico suplicio. Los tres hombres se levantaban a las cinco de la mañana, seis días a la semana, para estar en el estudio hacia las seis y cuarto, a tiempo de someterse a una sesión de maquillaje y vestuario de dos horas de duración. ¡Y eso era lo mejor del día!
A Bolger le cubrían la cabeza con una bolsa de gomaespuma que simulaba lona y que había sido diseñada para combinar los rasgos de su cara con el rostro del Espantapájaros representado en las ilustraciones de W. W. Denslow. El proceso duraba dos horas, pero el suplicio empezaba después. «Como la careta no era porosa, no podía uno sudar», recordaba el actor. «No se podía respirar por la piel. Uno no se da cuenta de hasta qué punto respira por la piel hasta que no puede hacerlo. Pensaba que me ahogaba». El intenso calor que desprendían los focos del estudio no hacía sino aumentar la sensación de asfixia.
Por la tarde, el maquillador tardaba una hora en desprender la careta del rostro de Bolger. Con suerte, la máscara servía para el día siguiente. Cuando acabó el rodaje habían usado y tirado un centenar de bolsas de gomaespuma. En el mes de marzo, cuando el intérprete se quitó la careta por última vez, descubrió que aquellos meses en la piel del Espantapájaros habían legado a su dermis un racimo de arrugas permanentes en las comisuras de los labios.
Haley no llevaba careta, pero sus sesiones de maquillaje también eran “deliciosas”. Varias capas de ungüento le impedían «respirar por el rostro». Pese al cambio del polvo por pasta de aluminio en su maquillaje, Jack contrajo una infección ocular que le obligó a causar baja durante algunos días; tuvo que permanecer en su casa, en una habitación en penumbra, hasta que la infección remitió. Por si fuera poco, el traje que llevaba pesaba casi veinte kilos y le impedía sentarse. Entre toma y toma tenía que reclinarse sobre un tablón inclinado.
Pero nadie sufrió como el bueno de Bert Lahr. «Lo único que era suyo», explicó Charlie Schram, el maquillador del León Cobarde, «era parte de los carrillos y los ojos. Sobre la cabeza llevaba una enorme peluca de piel, y una barba de piel le cubría la barbilla. Llevaba mitones, y el disfraz, además de ser de auténtica piel de león, iba forrado. Después de cada toma tenía que quitarse el traje por completo, y siempre estaba empapado. El pobre lo pasó fatal».[13]
Por muy temprano que llegara al estudio, Lahr jamás se sentaba en la silla de maquillaje hasta las seis y media en punto. Permanecía de pie, callado, ante la silla, durante diez o quince minutos, mirándose al espejo. «Aquello le daba pavor», afirmó Schram. Una vez aplicadas la nariz y la boca de león, ya no podía abrir su propia boca para masticar. Comía aquello que podía sorber por medio de una pajita. Cuando se hartó de sopa y batidos, fue necesario emplear una hora diaria más en la silla de maquillaje, para que la prótesis fracturada fuera restaurada.
La palabra “ansiedad” define perfectamente la personalidad de Bert. «Él aportó al León Cobarde esa ansiedad neurótica que tienen las personas que aspiran a la perfección», comentó Yip Harburg. Lahr era un hombre atormentado, agobiado por la culpa y las preocupaciones que le causaban los problemas de su mujer, que era enferma mental.
Aquel cúmulo de suplicios laborales salpicó también a Margaret Hamilton. La actriz interpretaba sus escenas sola o con Judy Garland y los monos alados. A las siete de la mañana se acomodaba ante el tocador para una sesión de dos horas, durante la cual le aplicaban varias prótesis de goma: nariz falsa, barbilla puntiaguda y una verruga espantosa de la que brotaba un racimo de largos pelos negros. Una vez aplicadas las prótesis, tocaba espesarle las cejas. Y cubrirle toda la cara, brazos y manos de pintura verde. Una vez maquilladas las manos, Hamilton se encontraba casi tan impedida como Lahr con su cabeza de león.
«Desde el momento en que me maquillaban, quedaba inmovilizada», explicó Margaret. «Si me tocaba el traje, me lo manchaba de verde. No podía hacer nada sola, y en ello incluyo los ritos del cuarto de baño». Con el paso de los días, su piel adquirió un tinte verdoso que perduró hasta semanas después de desprenderse del personaje de la Bruja del Oeste.
Complicaciones constantes creaban retrasos en la filmación, como los reflejos causados por el traje de el Hombre de Hojalata, que dieron no pocos quebraderos de cabeza a Rosson. Y no faltaron los problemas con el guión, objeto de constantes modificaciones. Según recordó Bolger, «ahí escribía todo el mundo. Todos los días recibíamos páginas nuevas de diálogos, por algo que no le gustaba al director […] Nunca sabíamos si llegaríamos a rodar lo que habíamos preparado la noche anterior, o si tendríamos que empezar otra vez cuando llegáramos al estudio a la mañana siguiente».
Tantos retrasos en el plan de rodaje, repeticiones de escenas, relevos en el reparto y en la silla del director acabaron por minar los ánimos generales. En un momento dado, la dirección de la Metro decidió que el esfuerzo no valía la pena y anunció la cancelación del proyecto. LeRoy consiguió hacerles cambiar de opinión: «Querían cancelarla; dijeron que sólo era una película para niños que estaba saliendo demasiado cara». La Metro accedió nerviosa; vivía en el temor de que a la prensa le diera por generar publicidad negativa contra el filme. Decidió cerrar el plató a periodistas y visitantes. Según recuerda el ayudante de dirección, Wallace Worsley, durante gran parte del rodaje «hubo un poli en la puerta» del set.
Los enanos no facilitaron las cosas. Para ellos fue una experiencia agitada. Algunos de ellos eran proxenetas, gente indeseable, siempre navaja en ristre. Bebían mucho, agredían a las starlettes de la Metro —¡se metían debajo de sus faldas!—, insultaban a los que les dirigían la palabra y celebraban orgías.[14] LeRoy declaró torvamente que aquella gente era «tan pequeña como sus inhibiciones». El product or recordaba peleas constantes, escandalosas orgías sexuales y llamadas nocturnas a la policía para impedir que los enanos se mataran entre sí. En una ocasión, un guardia de seguridad del estudio resultó gravemente herido de un mordisco en una pierna cuando intentaba reducir a un enano alborotado.
La presencia de la diminuta muchedumbre también creó problemas de seguridad. El estudio se vio obligado a asignar personal para ayudar a los enanos a aliviar sus necesidades fisiológicas cuando uno de los monos alados —uno que, según Lahr, «nunca estaba sobrio»—, tras un almuerzo bien regado, se cayó por un retrete y tardó casi una hora en ser rescatado. La periodista Hedda Hopper aseguró que el protagonista del incidente fue Billy Curtis y que «Nelson Eddy se precipitó a ayudarle y le salvó de morir ahogado».
Las historias sobre la creatividad que demostraron los Munchkins para entretener sus horas libres durante el rodaje son leyenda en Hollywood. El desencadenante del mito fue quizá una entrevista concedida por Judy Garland a Jack Paar en 1967.[15] En tono jocoso, la actriz comentó que «los metieron a todos en un hotel de Culver City y se ponían piripis todas las noches. [La gente del estudio] tenía que acudir a recogerlos con cazamariposas».
Citando a su padre, John Lahr suscribió las palabras de Judy en la biografía “Notes on a Cowardly Lion”, y lo mismo hizo Mervyn LeRoy en su autobiografía, “Take One”. «Aquellas personillas nos hicieron sudar tinta», escribió el productor. «En el hotel organizaron seis orgías. Tuvimos que poner policía en todas las plantas». El guionista Noel Langley guardaba similares recuerdos de tan siniestro grupo: «Gente muy procaz. Pusieron el estudio patas arriba». En su libro sobre Arthur Freed, Hugh Fordin se refirió a ellos como «los adultos más deformes y desagradables que se pueda uno imaginar. Aquel hatajo de chulos, putas y tahúres infestaron la Metro y toda la colonia».
Décadas después del rodaje, Wallace Worsley seguía estremeciéndose al recordar el comportamiento de la troupe de enanos: «¡Eran de lo que no hay! Llegaba una limusina —los traían en grupos de doce o catorce—, se abrían las puertas y salían tambaleándose. Algunos estaban borrachos, otros no habían dormido en toda la noche. Habían estado de juerga. No era fácil tenerlos controlados. ¡A los de vestuario les dieron mucha guerra!».
El relato del depravado comportamiento de los Munchkins podría llenar páginas y páginas. La mayoría de los hombres y algunas mujeres se emborracharon varias veces en el transcurso de aquellas nueve semanas. En su descargo hay que decir que era difícil evitarlo. Culver City estaba lleno de bares, y los bares estaban llenos de gente grande que invitaba a beber a los pequeños con el mismo espíritu aventurero que pudieran haber sentido al invitar a copas a un chimpancé domesticado.
No era sólo un problema de alcohol. En cuestión de libido, muchos enanos varones merecían plenamente el calificativo de “salidos”. El guionista Noel Langley dijo que las coristas del estudio se veían obligadas a desplazarse por el recinto de la Metro en grupos, escoltadas por guardias de la casa. Cuando la sufrida Garland intentó rechazar educadamente a un pequeño que deseaba una cita, diciendo que su madre no le permitiría salir con él, éste sugirió alegremente que se llevara a su madre también. Incluso algunos auxiliares del equipo decían haberse visto obligados a rechazar las insinuaciones de ciertas mujeres pequeñas. Y Bolger confesó que se lo pasó «bomba huyendo de una preciosa mujercita llamada Olive».
«La verdad es que [muchos de ellos] se ganaban la vida mendigando, alcahueteando y comerciando con su cuerpo», afirmó John Lahr. También corrieron rumores de que en el Culver City Hotel, donde se alojaban la mayoría de los enanos, se habían instalado prostitutas, y que todas las noches se formaban largas colas de pequeños aspirantes a sus servicios. «Los Munchkins eran muy ruidosos», recordó Yip Harburg. Se le olvidó añadir que también eran muy peligrosos. Al bullicio, las peleas y las rabietas infantiles de los pequeños había que añadir episodios de violencia: algunos hombres llevaban cuchillos y los enarbolaban mientras proferían groserías y amenazas generales.
La montaña de anécdotas y chascarrillos sólo encierra una pequeña parte de verdad. Hubo altercados, borracheras y faltas al decoro, pero en ellos sólo participaron una pequeña parte de la troupe de enanos. Justos pagaron por pecadores, y la fama conquistada por este puñado de descarriados —agresión a la autoridad, tenencia de armas, intento de comercio sexual con hombres a los que llegaban a la entrepierna— cayó sobre todos sus compañeros. De hecho, en el incidente más grave relacionado con los Munchkins no hubo participación directa de los enanos.
En diciembre, durante el rodaje de la escena en que la Bruja del Oeste se esfuma de Pequeñilandia por arte de magia, Margaret Hamilton sufrió un grave accidente. El efecto pirotécnico que rodeaba la trampilla por la que debía desaparecer se disparó unos segundos antes de tiempo. Ardieron el sombrero, la escoba y los cabellos de la actriz, que además sufrió quemaduras graves en la cara y la mano. La rápida intervención de algunos trabajadores del plató evitó males mayores.
Víctima de quemaduras de segundo grado en la cara y de tercer grado en la mano (ella misma recordó más tarde que ésta se había desollado, dejando los nervios al descubierto), Margaret fue trasladada a primeros auxilios, donde se vivieron unas horas de angustia mientras intentaban desprender el venenoso maquillaje verde de la piel quemada, medida imprescindible antes de vendar las heridas. Hamilton jamás olvidó el dolor causado por el alcohol que le aplicaron para desinfectarle la cara.
Cuando llegó a casa aquella noche, LeRoy reaccionó con la sensibilidad que le caracterizaba: llamó a casa de la infortunada actriz para saber cuándo podría volver al trabajo, ganándose un rapapolvo del médico que la atendía. Margaret estuvo de baja durante seis semanas, y cuando volvió al plató, lo hizo con una mano que ya no soportaba el maquillaje, tan sólo un guante verde.
«Decidí no demandar al estudio por la sencilla razón de que quería volver a trabajar», declaró Hamilton. «Y sabía perfectamente que si les demandaba, no volvería a trabajar en ningún estudio». Un día del mes de enero, Margaret abrió el periódico y leyó que Billie Burke se había hecho un esguince de tobillo. «El estudio no habló nunca de mi accidente. Pero cuando Billie se hizo su esguince, llamaron a una ambulancia y le sacaron fotos mientras se la llevaban. Me hizo mucha gracia».
La toma en que Hamilton sufrió las quemaduras fue la más conseguida de las varias que rodó para el mismo plano, y esa fue la que permaneció en el filme. La secuencia en que la Bruja se derrite hasta desaparecer fue rodada mediante una técnica similar, cambiando el fuego por hielo seco, cuyos efectos son más controlables; y en esta ocasión todo salió bien.
Pero los accidentes ya se habían adueñado del rodaje. Totó fue literalmente aplastado por uno de los colosales guardias de la Bruja, y causó baja varios días. Hasta que el pobre animal sanó, Dorothy tuvo que conformarse con un doble. Dos actores que interpretaban a los “monos voladores” se estrellaron contra el suelo cuando misteriosamente se soltaron los alambres que los sujetaban en el aire en uno de sus lucrativos vuelos…
De acuerdo con las memorias de algunos participantes en la producción, sólo el sentido del humor de Judy Garland y la dedicación de Victor Fleming ayudaron a que se sobreviviese en tan difíciles condiciones. El director era el animador titular. Para Worsley, Thorpe y Fleming eran «como la noche y el día. Victor era un personaje interesantísimo. Si veía a un gruísta haciendo algo mal, […] le enseñaba a hacerlo bien». Garland también era apreciada en el plató. Aún no habían aparecido los problemas psicológicos que le amargarían la vida años después. «Judy tenía talento natural», afirmaba el ayudante de dirección. «Nunca tenía que esforzarse por hacer nada. Donde otros tenían que esforzarse para cantar y bailar o para cualquier cosa, ella lo hacía como si nada». Hamilton recordaba: «Ella tiraba de todo el equipo. Cuando llegaba al set, parecía que las luces brillaban con más fuerza».
El día 5 de diciembre comenzó la construcción del decorado de Pequeñilandia. El pintoresco escenario fue visitado, entre otras celebridades, por Wallace Beery, Norma Shearer, Spencer Tracy, Myrna Loy, Mickey Rooney y Hedy Lamarr. La periodista Louella Parsons relató una aparición subrepticia: «Greta Garbo no es tan indiferente a los chismorreos de Hollywood como pretende hacer creer. Desde hace una semana, la comidilla del estudio es Yvonne Moray, la enana de treinta pulgadas que según dicen se parece muchísimo a la “divina sueca” en miniatura. Pues bien, el sábado pasado, se abrió [la puerta del plató] y quién se asomó sino Greta Garbo. Se quedó lo justo para echar un vistazo a la diminuta Yvonne. Después desapareció. No dijo si pensaba que Yvonne se parecía a ella».
La filmación del episodio de Pequeñilandia llegó a su fin el día 30 de diciembre. El sábado 14 de enero, los viajeros de Oz recalaron en la Ciudad Esmeralda, y ahí entró en acción por primera vez el pluriempleado Frank Morgan en su papel de Guardián de la Puerta.
En manos de Fields, el Mago hubiera sido un estafador bullicioso y fanfarrón. Wynn habría optado por la chifladura física y emocional. «Hubiéramos tenido que escribirle muchos juegos de palabras más», declaró Harburg. Morgan, en cambio, creó un hombrecillo asustado para quien la estafa es una forma de supervivencia. Este tipo de personaje, melindroso, aturdido y tartamudeante, fue la especialidad del actor en su larga carrera en la Metro. De hecho, el aturdimiento era real, porque el maletín negro que llevaba al rodaje todas las mañanas contenía un bar en miniatura. Sin embargo, Frank era formal en su alcoholismo: la maleta no salía de su camerino, y él nunca equivocaba sus diálogos.
El mago de Oz no tuvo importancia cuantitativa en la vida laboral de Frank Morgan. Dedicó menos de una semana al papel del profesor Maravilla, unas semanas más al del Mago. Pero no vivió lo suficiente para que la mitificación televisiva de la película le hiciera famoso. Murió mientras dormía, en 1949, y ninguna de sus necrológicas hizo alusión a Oz.
Volvamos al Plató 27. Desarbolados por la ola de accidentes, LeRoy y Freed empezaron a convocar castings para cubrir los roles de tía Emma y tío Henry. El rodaje de las escenas de Kansas estaba previsto para finales de febrero. El día 1 se anunció la contratación de Harlan Briggs, pero ocho días después se supo que Charley Grapewin —el intérprete elegido en principio— había retrasado la fecha de su jubilación para encarnar al personaje. Clara Blandick daría vida a tía Em.
Margaret Hamilton se reincorporó al trabajo el 2 de febrero. Su primera escena sería aquella en que la bruja aparece volando en su escoba, entre carcajadas y alaridos. A las siete de la mañana, los maquilladores le preguntaron si quería «el traje de siempre» o «el ignífugo». La actriz pidió de inmediato hablar con Keith Weeks, el director de producción. Éste le explicó que su labor aquel día consistiría en ser izada en una escoba por medio de cables, mientras un tubo adherido a un extremo del palo despedía una nube de humo.
«¿En qué tipo de fuego han pensado?», preguntó Hamilton. Weeks contestó que no habían pensado en ningún fuego, pero cuando la actriz le dijo que tenía entendido que le habían hecho un traje ignífugo, él reconoció que no querían correr riesgos. «Le voy a decir una cosa», advirtió Margaret. «Conmigo ya no van a correr ningún riesgo. Con una servidora ya han corrido todos los riesgos que tenían que correr». El director de producción explicó que tendría que informar al señor Mayer de su negativa a colaborar. La actriz se mantuvo firme. Victor Fleming y el jefe de efectos especiales acudieron entonces en apoyo de Weeks, presionando a Hamilton entre bromas y veras. Sólo obtuvieron su permiso para rodar los primeros planos de la controvertida secuencia.
Cuando acabó de rodar la escena, Margaret vio a Betty Danko disponiéndose a rodar los planos restantes e intentó disuadirla. «Me pagan mucho dinero», explicó su doble de luces y de acción. Al poco de llegar a casa, se enteró de que Betty estaba en el hospital. El tubo que iba adherido a la escoba había explotado con la doble encima. «La explosión me hizo salir despedida de la escoba», explicó Danko. «Conseguí agarrarla con ambas manos y echar una pierna sobre ella. Los hombres que manejaban los cables bajaron la escoba al suelo, conmigo colgada boca abajo, y me pusieron sobre el suelo del plató». La doble sufrió heridas en la pierna izquierda, desde el muslo hasta la rodilla.
Betty ganaba once dólares al día, treinta y cinco cuando la jornada incluía alguna toma arriesgada. Tenía veintiocho años y era una mujer de aspecto menudo, frágil y etéreo. En once años de profesión sólo había sufrido heridas graves en una ocasión. Su suerte cambió en Oz. Pasó once días en el hospital, y cobró un total de $790 por su trabajo, sin contar los 35 que había ganado por montar en escoba.
Los rodajes de la MGM no solían durar más allá de dos meses. La mayoría, cuatro o cinco semanas. La filmación de El mago de Oz se prolongó a lo largo de más de cinco meses y, a excepción de los enanos, que en su mayor parte se hallaban en estado de deslumbramiento permanente ante la contemplación del mundo del espectáculo, pocos de sus participantes recuerdan otra cosa que no sea trabajo y más trabajo. Para Bolger, Haley y Lahr, que tanto sufrían a causa de los focos, la aparición de la tutora de Judy era uno de los mejores momentos del día. «¡Hora de estudiar!», gritaba alguien, y las luces se apagaban, y todo el mundo menos la protagonista podía dejar sus tareas y tomarse un merecido descanso.
Pero aun lentamente, y con un considerable aumento del coste previsto, la cinta avanzaba hacia su conclusión. Avances que, dicho sea de paso, no satisfacían a los mandamases del estudio. En la delegación neoyorquina de la Metro se preguntaban qué estaba ocurriendo en Culver City. Para averiguarlo, y quizás, para dejar en evidencia a Mayer, aquel subordinado con demasiados humos, Schenck viajó desde Manhattan y formuló la pregunta en persona.
Mayer, que raras veces descendía a los detalles de cada producción y en consecuencia no tenía la respuesta preparada, hizo lo que cualquier burócrata hubiera hecho en semejante situación: convocó una reunión. Por desgracia, LeRoy, la única persona que hubiera podido satisfacer la curiosidad del capitoste, no estaba disponible. Se encontraba fuera de Hollywood. No había interlocutor válido para el “gran jefe”. Schenck, que gustaba de hacerse llamar “general”, aunque en su vida había llevado uniforme, se apresuró a señalar lo obvio. «Louie», le dijo a Mayer, «me parece que no tienes controlado este asunto».
Se equivocaba. Si se incumplían plazos y presupuestos no era por despilfarro, ni porque el rodaje fuera una juerga continua, sino porque El mago de Oz era una de las películas más complicadas y ambiciosas que había hecho la Metro en toda su historia. Por suerte, cuando Schenck se decidió a formular su pregunta, la respuesta ya era irrelevante: era demasiado tarde para cancelar una producción que había costado tanto dinero. El adusto general no tuvo más remedio que permitir que Dorothy y sus compañeros siguieran brincando por el Camino de Baldosas Amarillas.
Mientras la fecha prevista para el final de la filmación se posponía una y otra vez, Fleming rodaba las secuencias de la Ciudad Esmeralda. Noel Langley recordaba que el director era especialmente duro con Frank Morgan: «Le obligó a rebajar el tono humorístico, a ser más dramático. A Morgan le sacaba de quicio. Cada vez que Victor gritaba: “¿Todo el mundo listo?”, todos gritaban “Sí” salvo Frank, que siempre, sin excepción, gritaba “¡No!”. Protestaba por todas las escenas».
Judy Garland y Ray Bolger estuvieron de baja por enfermedad durante varios días en la segunda semana de febrero, pero de puertas afuera hubo otro acontecimiento más decisivo en el futuro de El mago de Oz: el 13 de febrero, David Selznick y George Cukor emitieron un comunicado conjunto anunciando el cese de éste último como director de Lo que el viento se llevó. Cuando King Vidor rechazó cortesmente la propuesta de tomar el relevo, Selznick recurrió a Victor Fleming, buen amigo del protagonista de su epopeya, Clark Gable.
Tres meses y medio de trabajo heroico en Oz habían minado las fuerzas del ya no tan joven Vic, cuyos cincuenta y cinco años empezaban a pasarle factura, y este fue el motivo que adujo el cineasta para renunciar a Lo que el viento se llevó. Con todo, el destino no quiso que Fleming asistiese al final del viaje de Dorothy. Gable le insistió tanto, apelando a su gran amistad, que terminó por aceptar el ofrecimiento. Aunque había dejado rodado un ochenta por ciento del metraje de El mago de Oz, el veinte por ciento restante, constituido por el principio, el final y todas las escenas de Kansas, contenía, quizá, el meollo de la historia.
Pero la suerte volvió a sonreír a la producción no 1.060. Fleming no se había ido en el peor momento, sino todo lo contrario. Aquel consumado director de acción había sido el hombre perfecto para supervisar las aventuras de Dorothy en el país de Oz. Sin embargo, para los episodios de Kansas, centrados en las emociones de una adolescente frustrada, no valía un dechado de virilidad, por mucho corazón artístico que llevara incluido. Para hilar estas escenas, plagadas de enrevesados subentendidos nada infantiles, hacía falta un toque más sensible y sutil. El toque de un hombre como King Vidor.
El 15 de febrero, la prensa del ramo anunció que Vidor, uno de los realizadores más independientes de MGM, tomaría las riendas de El mago de Oz. «Me incorporé a la película un lunes», recordó años más tarde. «Fui al despacho de Fleming, que estaba enfrente del mío. Comimos juntos, pero no hablamos del filme. Vic era un buen amigo mío, pero le gustaba hacerse el rudo, el brusco, el taciturno. Por eso, en vez de decirme lo que yo quería saber, comentó: “Ya sabes lo que tienes que hacer”. Creo que ni siquiera me llevó a ver los decorados». Aunque dedicó al rodaje poco más de un mes, Vidor fue un factor fundamental en la ecuación de Oz. El veterano cineasta era uno de los artistas más innovadores de Hollywood, el responsable de melodra-mones tan elegantes como Stella Dallas, y contaba con la vena artística que le faltaba a Fleming, además de la capacidad necesaria —adquirida en los tiempos del cine mudo— para narrar una historia en términos visuales: con él sobraban las palabras.
Irónicamente, entre los flecos que había dejado el ahora director de Lo que el viento se llevó, se encontraba una de las secuencias más recordadas del filme, la de Judy Garland cantando “Over the Rainbow”, a la que Vidor prestó con su movilidad de cámara una austera elegancia coreográfica. Cualquier otro hubiera situado a Judy en un punto fijo y la hubiera dejado inmóvil durante toda la canción. El creativo King no lo hizo así. Con él, Dorothy se desplazó por todo el corral de la granja, en una procesión de actitudes que subrayan su anhelo de horizontes.
El mago de Oz dio a Vidor la única oportunidad de su larga carrera de dirigir un número musical, aunque el cineasta no reconoció haber intervenido en el filme hasta la muerte de Fleming, ocurrida diez años después. Curioso afán secretista, cuando la cuestión concernía, nada menos, que a una melodía universal.
La historia de “Over the Rainbow” ya forma parte de la leyenda de Hollywood, y como todas las leyendas, está rodeada de incertidumbre. Se dice que fue casi una ocurrencia de última hora y que fue escrita, a petición de Arthur Freed, para contrarrestar la fuerte carga cómica del resto de las canciones de la película.
Harold Arlen sudó tinta para componer un tema que sirviese para marcar la transición entre Kansas y el País de Oz. Por fin, en el curso de una salida al cine con su esposa, Arlen detuvo el coche junto a la acera de Sunset Boulevard, y allí mismo garabateó las estrofas que llevaba tanto tiempo buscando, y que acababan de brotar en su imaginación. Tardó unos pocos días en terminar la canción. A Harburg le pareció una melodía demasiado potente para ser cantada por una sencilla granjerita de Kansas y escribió una letra sencilla e infantil, contrapunto del tono “sinfónico” de la melodía. La pieza encandiló a todos los relacionados con el proyecto, y en la grabación, Garland la interpretó con su irrepetible y vibrante estilo característico. “Over the Rainbow” se convirtió en su canción emblemática, y hoy ambas siguen estando indisolublemente asociadas en el pensamiento del público.
Los últimos días de rodaje transcurrieron plácidamente, en un plató que parecía impregnado de una especie de bendición espiritual. Durante esas jornadas, Vidor filmó bastante material en blanco y negro de la parte de Kansas y quizá ciertos pasajes en color del país de Oz. Pero el viaje aún guardaba una sorpresa en sus alforjas. La raída chaqueta que vestía Frank Morgan, en su papel de profesor Marvel, había sido adquirida por el departamento de vestuario del estudio. Un día, el actor sacó distraídamente el forro del bolsillo de la chaqueta, y cuál no sería su sorpresa al ver bordado en el fondo el nombre de L. Frank Baum. La viuda del escritor y el sastre de Chicago que había confeccionado la prenda confirmaron que ésta había pertenecido al autor de los cuentos de Oz. Cuando terminó la filmación, LeRoy regaló el abrigo a la señora Baum.
El 16 de marzo de 1939 se dio por finalizado el rodaje de la primera unidad. El proceso había durado cinco meses y cinco días, y por el set habían desfilado casi seiscientas personas. Repentina pero discretamente quedaba atrás un largo periodo de agobio y malos ratos. Pasaron varios meses más, sin embargo, antes de que el equipo de rodaje, la prensa y el público pudieran juzgar el fruto de tanto esfuerzo.
Ni un solo plano de Richard Thorpe llegó al montaje definitivo, y sólo Victor Fleming aparece acreditado como director. La aportación de King Vidor no quedó reseñada. También es posible que Jack Conway y W.S. Van Dyke, dos de los cineastas de la casa, dirigieran algunos planos durante una enfermedad de Fleming.
En la realización de El mago de Oz intervinieron un número incontable de técnicos y artesanos, y no todos figuraron en los créditos. Por ejemplo, Bobby Connolly aparece como autor de la coreografía del filme, pero el artista fue reemplazado por Albertina Rasch durante unos días que pasó de baja por enfermedad, y Busby Berkeley colaboró en la elaboración del número “If I Only Had a Brain”.
Quedaba mucho por hacer. Montar, añadir efectos especiales, componer, orquestar y grabar la banda sonora y preparar la película para su presentación al público llevó casi cuatro meses. Victor Fleming trabajó a destajo durante varias semanas, dirigiendo Lo que el viento se llevó en Selznick International durante el día y editando El mago de Oz junto a la montadora Blanche Sewell por la noche, intentando reducir su metraje. El quince de marzo de 1939 tenían un premontaje de dos horas de duración. Warren Newcombe y su equipo, «el mejor del gremio» según Wallace Worsley, se ocuparon de la creación de transparencias. Herberth Stothart, George Stoll y sus colaboradores se encargaron de los arreglos de la banda sonora y de los acompañamientos de canciones que hasta ahora sólo habían sido grabadas con pista de piano y voces. También en esta fase se añadieron los múltiples efectos sonoros.
A mediados de junio, la película estaba preparada para los previews correspondientes, pases de prueba que se ofrecían por sorpresa en salas del extrarradio de Los Ángeles con el fin de estudiar la reacción de los espectadores y, como quien dice, en la mayoría de los casos, saber por dónde cortar. El mago de Oz seguía durando casi dos horas y era necesario eliminar escenas.
Es probable que la escena estelar de Bert Lahr, el pasaje donde el León Cobarde baila el “jitterbug”, fuera eliminado después del pase celebrado en Santa Barbara o San Bernardino.[16] Las razones ofrecidas son diversas. Una versión, poco creíble, asegura que el número estaba demasiado enfocado al lucimiento de Bert Lahr y estorbaba el empeño de promocionar la figura de Judy Garland. Otra mantiene que los espectadores que vieron la escena saltaron de sus asientos, entusiasmados, y se pusieron a bailar en los pasillos. También se dijo que los directivos de la Metro consideraban que, con aquel baile de moda, la película corría peligro de quedarse «anticuada».
La secuencia en cuestión no ha sido difundida desde 1939, pero quienes han tenido la fortuna de visionarla en un vídeo casero —grabado por Harold Arlen durante un ensayo general— aseguran que la jubilosa y chispeante canción fue cortada porque resultaba inapropiada en un momento altamente dramático de la historia. Cuando la fase de posproducción llegó a su fin aquel verano de 1939, la factura total de la producción ascendía a 2.777.000 dólares. Schenck tenía motivos para preocuparse. Para MGM, El mago de Oz se había convertido en una apuesta sumamente onerosa.
Hoy sabemos que el público estuvo a punto de no ver nunca la escena de “Over the Rainbow”. La culpa la tuvo uno de los pases previos del filme, casi con toda seguridad el que tuvo lugar el día 16 de junio en el Pomona Fox Theater de Los Ángeles, o por lo menos así lo confirmó Judy Garland años más tarde. Las lamentaciones empezaron a escucharse apenas apareció en pantalla el letrero “The End” en la sala. Al día siguiente, numerosos ejecutivos del estudio presentaron sus quejas a Mervyn LeRoy y Louis B. Mayer. Todos ellos se hacían la misma pregunta: ¿Por qué canta en un corral? Freed confirmó esta información y explicó que Eddie Mannix [director general de la Metro] había dicho que la melodía «ralentizaba el ritmo del filme».
Para Harburg, aquel primer pase previo fue «insoportable. Se pasaba uno la vida trabajando con gente que no sabía nada, con la ignominia de la ignorancia. El dinero es poder. El dinero manda. Al artista, como mucho, le dejan meter baza de vez en cuando». A «esos idiotas ignorantes», según los llamó Harburg, no les parecía de recibo mostrar a una estrella de la Metro-Goldwyn-Mayer lanzando gorgoritos en medio de un corral, rodeada de gallinas, aperos de labranza y un par de colas de caballo como único atrezo. Pero los “idiotas” mandaban y su opinión proyectó una amenaza que podría haber sido fatal para la película: sin “Over the Rainbow”, El mago de Oz hubiera perdido buena parte de su sentido.
¿Quién, al margen del ángel de la guarda que velaba sobre la producción, persuadió a Mayer de impedir el destrozo? LeRoy se declaró ferviente admirador de la canción y aseguró que se negó incluso a permitir que la cinta fuera exhibida sin ella en proyecciones de prueba. Harburg, sin embargo, recordaba que la melodía fue eliminada y que fue Freed quien rogó, gritó, quien hizo uso de toda la ascendencia que le otorgaba su amistad con el magnate, y quien finalmente logró devolver “Over the Rainbow” al lugar que le correspondía tras dar un ultimátum a Mayer: «O se queda la canción, o me voy yo». El resultado, autorías aparte, es que Judy pudo seguir cantando sobre aquel «país del que oí hablar en una canción de cuna».
Además de podar la película por razones de tiempo, Fleming sabía —por la reacción del público y algunas críticas publicadas después de los pases previos— que era necesario suavizar los aspectos más escalofriantes de la impecable interpretación de Margaret Hamilton. Algunos niños, muertos de miedo, habían tenido que abandonar la sala durante las proyecciones previas. El cineasta suprimió frases aquí y allá, entre ellas: «Estoy aquí para vengarme» o «Voy a acabar con vosotros aquí mismo… uno detrás de otro».
La película quedó reducida a la versión más breve que iba a conocer en su historia: una hora y cuarenta y un minutos de metraje. A finales de julio, los laboratorios del estudio comenzaron a producir las más de quinientas copias necesarias para estrenar el filme en el número de salas previstas. La fecha del gran acontecimiento, marcada en rojo en todos los despachos de la compañía del león, era el 7 de agosto. Habían pasado casi diez meses desde el día en que Richard Thorpe ordenó la primera vuelta de manivela. Para entonces, aquella deslumbrante borrachera de color había absorbido casi tres millones de dólares de las arcas de la Metro.
En los días previos al estreno, MGM montó alrededor de El mago de Oz una campaña de marketing y publicidad a la altura de las reservadas a sus producciones más importantes. No es extraño que el estudio decidiera arropar la película con sus más potentes armas publicitarias. El cierre del set a la prensa durante gran parte de la filmación había reducido al mínimo la cobertura periodística del proyecto: durante el rodaje no se habían publicado entrevistas, fotografías ni reportaje alguno.
El departamento de publicidad de la Metro decidió concentrar su campaña promocional en un único bombardeo masivo en vísperas del estreno comercial. La revista “Variety” observó que era «la primera vez en los últimos años que MGM emite toda […] la promoción de una película […] en una fecha determinada». El calendario de estreno siguió una pauta acorde con esta opción: se llevaría a cabo una «distribución exhaustiva», un estreno simultáneo en cientos de salas a lo largo de unas pocas semanas del mes de agosto.
La “congelación” del material publicitario se había extendido a la banda sonora, y existía una buena razón para ello: MGM quería estrenar las canciones de la cinta en su propio programa de radio, “Good News”, una emisión semanal de una hora, de música y humor, patrocinada por la marca Maxwell House Coffe y emitida los jueves por la tarde en la NBC. El programa especial tuvo lugar el 29 de junio y en él participaron Garland, Bolger, Lahr, Arlen y Harburg. El público y la prensa reaccionaron con entusiasmo y la canción “Over the Rainbow” se mantuvo en el número uno del Hit Parade durante varias semanas, convirtiéndose en el tema más escuchado e interpretado del momento.
Con ayuda de Culver City, muchos cines patrocinaron concursos relacionados con El mago de Oz y grupos de adolescentes fundaron clubs de aficionados al filme. Además, desde el primer momento, la Metro elaboró todo un catálogo de merchandising de productos con la licencia de Oz Products. Entre ellos, juguetes, muñecas, libros, camisetas, juegos, jabones, réplicas del vestido de Dorothy, papel de escribir, perchas con calcomanías, pañuelos, guantes, máscaras de Hallowen, etc. También aparecieron viñetas de Judy Garland y Frank Morgan anunciando gelatina en revistas femeninas.
Además del torrente de publicidad directa encargada por la Metro, una treintena de revistas y periódicos se avinieron, a petición del estudio, a dedicar al filme reportajes y artículos que más bien parecían anuncios pagados. Para muestra, el reportaje de dos páginas en color publicado el 17 de julio por la revista “Life”, titulado «Maravillosa versión en color de El mago de Oz, producida por MGM».
Este desembarco publicitario llegó acompañado, según era costumbre en la compañía, por dossiers de prensa y manuales comerciales, distribuidos entre los locales de cine. El dossier venía repleto de entrevistas engañosas y críticas amañadas, que los exhibidores se encargarían de hacer llegar a los diarios locales («Anoche los espectadores se extasiaron ante la música y el color, rieron alegremente con los chispeantes diálogos y letras…»). El manual comercial proponía acuerdos publicitarios con numerosas firmas especializadas en una gran variedad de artículos: bolsos y vestidos de lana, juegos de dardos, lencería…
El 2 agosto, Metro-Goldwyn-Mayer publicaba a toda página en “Variety” una lista de cien ciudades y salas donde iba a estrenarse su producción: «La lista más larga de estrenos simultáneos de la historia del cine». Llevada por su entusiasmo numérico, la compañía del león enumeraba en otro anuncio las treinta revistas y más de un centenar de periódicos que llevarían publicidad del filme. “Variety” entró en el juego y calculó que la circulación conjunta de todos los medios periodísticos contratados para anunciar El mago de Oz alcanzaba noventa y dos millones de personas. No había escapatoria posible.
El “Hollywood Reporter” compadecía dos meses más tarde a la guionista Florence Ryerson, que «se suscribió a un servicio de prensa [a tres céntimos la noticia] para recibir las veinticinco o treinta críticas que esperaba de la película, pero hasta esa fecha le habían llegado más de seis mil, ¡y aún no sabía cómo cancelar el servicio!». Por muy hiperbólica que fuera esta información, la anécdota es indicativa de la magnitud de la campaña, impecablemente dirigida por Howard Strickling, Howard Dietz y sus colaboradores. Tan insólito despliegue tuvo el efecto buscado; parafraseando a la propia Metro en uno de sus anuncios de prensa, el público “esperaba”.
El mago de Oz tuvo su estreno de gala el martes 15 de agosto de 1939, en el Grauman’s Chinese Theater de Los Ángeles. El esmero puesto en la producción del filme se extendió a su presentación en sociedad. Fue uno de los actos más fastuosos de su clase. La Metro empezó a recibir solicitudes de entradas varios días antes y el 14 de agosto, el “Hollywood Reporter” reparó en que «la película batiría al menos un récord: el del número de reservas efectuadas por actores y sus hijos para el estreno de una película».
MGM montó un escenario especial para la ocasión en el que incluyeron un espantapájaros, el camino de baldosas amarillo y un pequeño campo de maíz, así como una representación de los Munchkies completamente ataviados y maquillados para recibir a las estrellas. Los cinco mil asientos de las gradas erigidas frente al cine, a lo largo de un buen trecho de Hollywood Boulevard, estaban cubiertas de fans horas antes del comienzo del acto, y tres mil personas más observaban los acontecimientos desde las aceras contiguas. Más de cien agentes de policía se ocupaban de controlar el tráfico y a la muchedumbre.
Las estrellas más aplaudidas por el público fueron Wallace Beery, Fred Stone y Hedy Lamarr, y entre las celebridades presentes se encontraban Harold Lloyd, Eleanor Powell, Ann Rutherford, Douglas Fairbanks Jr. y Eddie Cantor. La viuda del autor de los libros de Oz, la señora Baum, fue agasajada por el estudio y el presentador de la gala.
Los invitados vitorearon la película y desfilaron hacia el nightclub Trocadero para la fiesta correspondiente, mientras policías a caballo —lo nunca visto en un estreno hollywoodiense— controlaban a la masa de curiosos más pertinaces. La presentación había sido un éxito. La película estaba en boca de todo Hollywood, pero durante varios días la prensa dedicó su interés al estreno en sí.
También salió en defensa de Mervyn LeRoy. Sus desorbitantes seis mil dólares semanales de sueldo habían suscitado gran cantidad de murmuraciones y envidias, y las malas lenguas ponían en duda su capacidad como productor en general y como conductor de El mago de Oz en particular. Sin embargo, a mediados de agosto, y a rebufo de la buena acogida de los pases previos, la colonia cinematográfica había empezado a cambiar de opinión.
Nadie se complació más en señalar este hecho que W. R. Wilkerson en su columna del “Hollywood Reporter” del día 16: «Hace unas semanas [El mago de Oz] era un fracaso. Hoy la proclaman un éxito histórico. Hollywood es así. Los lanzayunques y los rumoreadores llevan muchos meses ocupándose de Oz. Desde el principio empezó a decirse que el proyecto había enfrentado a “Louie” Mayer con “Nick” Schenck, que por eso se había paralizado el proyecto; que la cosa no se puso en marcha de nuevo hasta que llegó Arthur Loew y proclamó su entusiasmo por la idea para el mercado extranjero. Luego, los chicos empezaron a ocuparse de Mervyn LeRoy. ¿Por qué se entretenía tanto? ¿En qué gastaba el dinero? ¿Por qué nadie había visto nada de la película? “Debe de ser un bodrio”, proclamó un lanzayunques, “si estuviera bien, no la ocultarían durante tanto tiempo”. La realidad es que el cuarenta por ciento de la película es mérito de Mervyn. Pero las legiones chismográficas y las brigadas de lanzayunques ya la han visto y sus evaluaciones están siendo más que “caritativas”. Creen de verdad que va a recaudar mucho dinero».
Judy Garland no acudió al acto del Grauman’s Chinese Theater. Ni siquiera estaba en Hollywood. Pero su propio estreno de El mago de Oz superó al californiano, gracias a su estrella en alza, a la expectación popular, al esfuerzo publicitario de la Metro y, sobre todo, a la colaboración de Mickey Rooney. El día 6 de agosto, Judy abandonó Los Ángeles en compañía de su fiel Mickey para efectuar una serie de cuatro apariciones en cines de la costa Este, a modo de ensayo general del estreno del filme en el Capitol Theatre de Nueva York.
La idea de recurrir a Mickey Rooney para la campaña neoyorquina había surgido en la MGM a finales de julio. Era lógico que el mayor esfuerzo promocional de la historia del estudio contara con la ayuda del actor más taquillero del país, que en breve iba a aparecer junto a Garland en una producción Metro de próximo estreno, Los hijos de la farándula.
La enfervorizada respuesta popular a la primera actuación de la pareja, celebrada en Washington el 9 de agosto, puso a la cadena Loew’s y al gerente del cine Capitol ante un tribunal de menores por obligar a una menor a trabajar sobre un escenario después de las siete de la tarde. El dúo había ofrecido cuatro funciones en el mismo día. El problema se resolvió mediante el pago de una multa. En los tres días siguientes, los chicos se pasearon por los cines del circuito Connecticut Poli, arrastrando nuevas multitudes.
Para la apoteosis neoyorquina, los cines Loew’s organizaron un concurso para elegir a ciento cincuenta adolescentes que compondrían el comité de bienvenida de Rooney y Garland. Fue lo de menos: de recibir a lo grande a los novios de América en la estación ferroviaria Grand Central se encargó, en palabras del “New York Daily Mirror”, una «turba vociferante, delirante, sudorosa, acordonada, mayor que la turba que recibió a Mae West hace dos años o que la multitud vandálica que se congregó el invierno pasado para arrancarle el sarong a Miss Dorothy Lamour». Los fans también montaron guardia en torno al hotel Waldorf, donde se celebró un almuerzo de gala con las estrellas. El 17 de agosto, a las ocho de la tarde, las taquilleras del cine Capitol se encontraron con una cola de mil quinientas personas, más de la mitad de las cuales no pasaban de los dieciocho años, ansiosas por comprar una entrada para presenciar el estreno de El mago de Oz. Dentro de la sala, la platea «lloró, gritó de alegría y tembló de miedo» durante la proyección, y después recibió con alaridos a Garland y Rooney.
Según el “Daily News”, «una tormenta adolescente descargó sobre Broadway. [Mickey y Judy] bailaron y cantaron con todo el brío y el ritmo de la juventud». El “Post” admitió que «los quince o veinte mil fans no se equivocaron. Judy y Mickey ofrecieron un espectáculo formidable». Lo hicieron en siete ocasiones consecutivas aquel día, obligados por la demanda adolescente.
Aquella jornada y la siguiente, los periódicos de Manhattan consagraron sus portadas a lo que estaba sucediendo en el Capitol. Incidentalmente, la película también suscitaba comentarios extasiados en las páginas de críticas. Louis B. Mayer, que se había trasladado a Nueva York para hacer un reconocimiento profesional del asunto, quedó abrumado ante lo que vio. Durante esa semana, Rooney y Garland apenas vieron la luz del sol. Ofrecieron entre cinco y siete funciones diarias en el Capitol, acompañadas de numerosas proyecciones de la película, y la respuesta del público fue tan enorme que el tráfico de las calles de Broadway tuvo que ser cortado durante ese tiempo. Al cabo de dos semanas, Mickey se marchó a Hollywood para rodar su octavo filme de Andy Hardy, siendo sustituido por Ray Bolger y Bert Lahr. El nuevo trío permaneció una semana más con el espectáculo.[17] Las taquillas continuaron engordando y rompiendo records.
Las apariciones estelares en el Capitol llegaron a su fin el día 6 de septiembre. Un teletipo de agencia resumió así lo acontecido en la ciudad de los rascacielos en aquellos días del verano de 1939: «No se ha visto nada igual en Nueva York desde Blancanieves y los siete enanitos. La voz de la crítica elogiosa se ahoga bajo la reacción popular. Lo único que pueden hacer los plumíferos locales es intentar analizar las razones de la popularidad de lo que ya es un fenómeno comercial histórico». En la tercera semana del mes de agosto, El mago de Oz empezó a llegar a las grandes ciudades de todo el país (el estreno mundial había tenido lugar, por alguna razón que desconocemos, en el cine Strand de Oconomowoc, Wisconsin). “Variety” desenvainó su arsenal de superlativos para describir la magnitud del negocio. En San Francisco, según contó la revista, el filme, «empujado por los elogios de la crítica, pulverizó todos los record de recaudación para un día de estreno en años»; en muchas ciudades, la cifra de ingresos casi dobló la de una película normal.
Imaginativas estrategias publicitarias acompañaron el fenómeno. Una de las más curiosas se puso en práctica el día 20 de agosto, cuando la predicadora Aimee Semple McPerson y compañía escenificaron una versión de la película para cuatro mil fieles en su templo de Los Ángeles. Miembros de la congregación interpretaron a los distintos personajes mientras la evangelista narraba la historia de Oz. Entre mediados de septiembre y principios de octubre, una caravana publicitaria de la Metro-Goldwyn-Mayer recorrió diecisiete pequeñas ciudades de las zonas de Indianápolis y Chicago. En algunas poblaciones las escuelas cerraron sus puertas para que los alumnos pudieran sumarse a la celebración.
Los ingresos de El Mago de Oz fueron extraordinarios desde el comienzo, y la cinta acabó el año 1939 como una de las más taquilleras del box office. En su primera explotación recaudó 3.017.000 dólares, y la cifra podría haber sido mayor de no ser por una serie de imponderables.
La película batió toda suerte de records en número de espectadores, pero las cifras de recaudación, aunque también magníficas, no estuvieron a la misma altura. No menos de un tercio de la parroquia de El mago de Oz estaba compuesta de niños, que pagaban precios reducidos. Por otro lado, algunos locales no mantuvieron el filme en cartel durante tanto tiempo como lo hubieran hecho en circunstancias normales porque había, en palabras del “Variety”, «demasiada oferta acumulada». El año 1939 fue un año excepcional para la industria del cine, y las pantallas debían liberarse para absorber el chaparrón de estrenos. Por último, el mercado europeo quedó significativamente mermado por el estallido de la II Guerra Mundial en septiembre de 1939.
La alegría de los directivos de la Metro fue sólo moderada. El rodaje de El mago de Oz había sido uno de los más caros del estudio y pese al repiqueteo de las cajas registradoras, las previsiones no hablaban de beneficios. No se equivocaban: cuando a los 2.777.000 dólares invertidos en producir la película se sumó el millón aproximado desembolsado en fabricar las copias, distribuir y promocionar el filme, se demostró que los 3.017.000 dólares de recaudación no bastaban para alcanzar el umbral de rentabilidad. En su primera explotación, la cinta perdió alrededor de $750.000.
Pero los números rojos eran lo de menos. Pese al ejemplo reciente de Blancanieves, en Hollywood regía el axioma de que el género fantástico no daba dinero. Louis B. Mayer concebía su Mago de Oz como una obra de prestigio que se limitaría a recuperar gastos. «No pensaban ganar dinero con aquella película», afirmó E. Y. Harburg. «Todos los años hacían un fracaso cantado por prestigio». En 1939, esta responsabilidad recayó sobre El mago de Oz.
Dada la consideración de que disfruta en la actualidad, resulta difícil creer que a su es treno, El mago de Oz fuera saludada con algunas críticas negativas. Con la capacidad que a veces demuestran los intelectuales para ver los árboles antes que el bosque, la mayoría de los críticos pretendidamente sesudos manifestaron su decepción. Russel Maloney, por ejemplo, calificó al filme en el “New Yorker” de «bodrio». Otis Ferguson, otra de las luminarias de la época, escribió en “The New Republic”: «El mago de Oz aspira a atraer al mismo tipo de público que Blancanieves, y por falta de esfuerzo no ha quedado. Hay enanos, música, technicolor, personajes estrafalarios y Judy Garland. No se puede pedir que encima tenga sentido del humor. Y en cuanto al toquecito de fantasía, pesa como un kilo de chorreante pastel de frutas. Los niños no le pondrán peros, porque además la película está llena de artefactos interesantes; pero serán sus madres, sobre todo, quienes la encuentren deliciosa para los críos, y cualquier niño que tenga la altura suficiente para alcanzar una taquilla preferirá la película de Tarzán del otro lado de la calle».
Algunas de las principales revistas criticaron el género elegido, la comedia musical, y censuraron los excesos de interpretación, producción o tratamiento que advertían en la obra. Cuando Aljean Harmetz reprodujo algunas de estas opiniones en el libro “The Making Of the Wizard of Oz” (1977), la anécdota suplantó a la regla general y surgió una leyenda según la cual el estreno de El mago de Oz había sido recibido con críticas desfavorables.
Pero lo cierto es que las reacciones adversas no fueron mayoritarias. La prensa especializada y popular de las ciudades grandes, aun exponiendo ciertos reparos, recomendaron especialmente la película. Fue el caso del prestigioso crítico Frank Nugent, del “New York Times”, quien se declaró un rendido enamorado del filme: «Una deliciosa obra de hechicería que ilumina los ojos de los pequeños y hace brillar los de los mayores con expresión divertida. Todo es tan bienintencionado, tan jovial y tan alegre que al crítico que se le ocurra mostrarse condescendiente con tanto jolgorio merecerá unos azotes y ser mandado a la cama sin cenar. La Dorothy de Judy Garland resulta pizpireta y lozana, sus ojos brillan con la fe del que cree en los cuentos de hadas, pero lo mejor de la historia son los pasajes en que aparecen el Espantapájaros, el Hombre de Hojalata y el León».
Para Louella Parsons, de “Los Angeles Examiner”, «éste es el gran triunfo de la pequeña Judy Garland, lo mejor que ha hecho hasta hoy. Al principio me pareció demasiado robusta y dinámica para dar vida a Dorothy, pero Judy conquista nuestros corazones y antes de la palabra fin se descubre uno entusiasmado ante su concepción de la heroína de Baum. Les encantará Lahr, un león tan afeminado que lleva permanente».
Excepcional fue la opinión de “Variety”, que afirmó sin ningún tipo de contemplaciones: «Haya donde haya una máquina de proyección y una pantalla, hay un público para El mago de Oz». Lo cierto es que, con la aprobación de la crítica o sin ella, el público acogió de inmediato la película y a Judy Garland en sus corazones.
Hubo un año en Hollywood que dio probablemente las mejores obras de entretenimiento y los mayores clásicos jamás reunidos en una sola temporada: 1939. Fiel reflejo de los avatares de la industria, los premios de la Academia también tuvieron un carácter excepcional, que significó la coronación del Oscar. Fue el año de Lo que el viento se llevó y sus diez estatuillas. Mas, a pesar de su éxito arrollador, siete de las obras restantes presentadas al certamen llegaron a ganar alguna estatuilla. Quedaron, eso sí, las migajas.
Entre las víctimas de la gloriosa epopeya de Selznick se encontraba El mago de Oz, distinguida con cinco candidaturas al Oscar: Mejor Película, Mejor Dirección Artística (Cedric Gibbons, William A. Horning), Mejor Canción (Harold Arlen y E. Y. Harburg por “Over the Rainbow”), Banda Sonora Original (Herbert Stothart) y Efectos Especiales. Victor Fleming hubiera sido nominado, probablemente, de no haber aspirado ya a la estatuilla como director de Lo que el viento se llevó.
La gran noche de la Academia, el 29 de febrero de 1940, la Metro-Goldwyn-Mayer se tuvo que conformar con subir en dos ocasiones al escenario. Primero lo hizo Herbert Stothart para recibir la efigie dorada por su trabajo de supervisión general de la banda sonora y adaptación de las canciones de El mago de Oz. Luego le tocó el turno a Harold Arlen y E. Y. Harburg, premiados con el Oscar a la Mejor Canción por “Over the Rainbow”. Arlen aceptó en nombre de ambos, pues el letrista se encontraba en Nueva York.[18]
A los dos premios musicales obtenidos por El mago de Oz se sumó uno más aquella noche. En 1935, la Academia había establecido la tradición de entregar un Oscar Especial en miniatura a un actor joven. Hasta entonces sólo Shirley Temple, Deanna Durbin y Mickey Rooney habían merecido tal honor. En su duodécima edición lo conoció Judy Garland por «su destacada contribución a la pantalla», dada su juventud en el año 1939. Mickey Rooney, cómo no, fue el encargado de entregarle la estatuilla.
Aunque no estuvo entre los premiados, Mervyn LeRoy «se llevó de la gala un recuerdo que guardará como oro en paño», según las palabras de un columnista. «Cuando Judy recibió el premio especial por su interpretación [la actriz] garabateó una nota en una servilleta y se la envió al productor: “Le debo todo a usted, señor LeRoy”, escribió».
Después de las alharacas, la película más cara de la historia de la Metro desapareció sin dejar rastro, y sólo un reestreno discreto, casi inadvertido, celebrado en 1949, la sacó de los números rojos: la recaudación total del filme se incrementó en más de 1.500.000 dólares. Diez años después, El mago de Oz no era sólo uno de los títulos más populares y prestigiosos del catálogo de MGM: había comenzado a ser un producto rentable. Para Mervyn LeRoy y Arthur Freed, alcanzar el umbral de rentabilidad significó una reivindicación parcial de un proyecto que desde su concepción, en el otoño de 1937, había vivido en la zozobra. En 1955, 1970 y 1972, la película conoció nuevos reestrenos cinematográficos, pero el bocado no se volvió suculento hasta la explotación televisiva de la cinta. En 1956, la cadena CBS ofreció un millón de dólares a la Metro-Goldwyn-Mayer por los derechos de emisión anual de Lo que el viento se llevó. El estudio rechazó la oferta, pero ofreció a cambio los derechos de El mago de Oz por menos de una cuarta parte de esta suma. Comenzaron así las emisiones navideñas del viaje de Dorothy al país de Oz… al principio, irónicamente, en blanco y negro.
Para la Metro fue un negocio redondo: 225.000 dólares por cada una de las dos emisiones autorizadas. Éstas tuvieron lugar el 3 de noviembre de 1956 y el 16 de octubre de 1959, con inauditos niveles de audiencia. En vista del éxito, la cadena se animó a programar de nuevo el filme al año siguiente: había nacido la tradición de emitir anualmente El mago de Oz. Hasta 1964, la CBS pagó a la Metro 200.000 dólares por pase. Los resultados de audiencia de las nueve proyecciones ofrecidas fueron espectaculares. La película se situó año tras año entre los cuatro programas más vistos de la semana y nunca obtuvo menos del cuarenta y nueve por ciento de cuota de pantalla. A partir de 1967, MGM renegoció a su favor el contrato con la cadena televisiva, triplicando la tarifa exigida, y el filme prosiguió su reinado triunfal en la pequeña pantalla, donde ya se había convertido en una institución popular. Hoy, cuando la mayoría de las películas de los años treinta y cuarenta son relegadas a horarios de poca audiencia, El mago de Oz sigue obteniendo notables índices de seguimiento en la televisión norteamericana, y los productos, vestidos y objetos de atrezo son piezas codiciadas por los coleccionistas.
Rara vez han estado tan armoniosamente ligados una canción y su intérprete. Muchos cantantes tienen su melodía característica, pero ninguno ha quedado tan estrechamente identificado con la suya como Judy Garland con “Over the Rainbow”. En las décadas que siguieron al nacimiento de El mago de Oz, la actriz se hizo célebre por su tendencia a bromear sobre todo y sobre todos. Sobre “Over the Rainbow”, sin embargo, nunca se permitió una broma, ni se la permitió a los demás. Este tema era su himno, su texto sagrado, y lo protegió incluso de su propio sentido del humor.
«’Rainbow’ siempre ha sido mi canción», dijo años después. «Yo me emociono, de una forma u otra, con todas las canciones que canto. Pero creo que con “Rainbow” me emociono más. Con ella no derramo lágrimas de cocodrilo. Todo el mundo tiene alguna canción que les hace llorar. Ésta es mi canción triste».
Sobre el rodaje de El mago de Oz sí que estaba dispuesta a contar historias divertidas. Pero a la película también la recordaba con veneración casi religiosa. Cuando empezó a rodarla, en otoño de 1938, su futuro era brillante pero incierto. Un año después, gracias a Oz, era una estrella consolidada y taquillera. Y por si alguien lo dudaba, su estudio dio carta de oficialidad a su nueva categoría incluyendo su nombre en su deslumbrante relación de estrellas. En ella habitó junto a Gable y Garbo, las grandes figuras del estudio. Para Judy, El mago de Oz había sido una especie de renacimiento, y «los de la MGM dejaron de referirse a mí como la niña con la que se habían tenido que conformar cuando dejaron escapar a Deanna Durbin».
Todos los actores protagonistas quedaron ligados a sus personajes y a la inmortalidad cinematográfica que éstos alcanzaron, aunque sus carreras no acusaron demasiado el hecho, salvo en el caso de Garland. Bert Lahr dijo más tarde que le había encasillado, pues «no hay muchos papeles de león». En cualquier caso, el público más nutrido y entusiasta de El mago de Oz fue el televisivo, y para entonces los amigos y enemigos de Dorothy habían abandonado este mundo u olvidado el asunto.
En el incierto mundo de la Guerra Fría, los años cincuenta y sesenta, cuando el tornado que arranca de cuajo la casa de Dorothy ofrecía un parecido alarmante con el hongo nuclear que pobló las pesadillas de cuatro generaciones, una fantasía donde «los problemas se derriten como las gotas de limón» resultaba mucho más atrayente que en el año 1939. Hoy, cada vez que el país de Oz encuentra de nuevo su lugar en algún espacio de la programación navideña, el rótulo que abre la película sigue resultando tan pertinente como hace sesenta años: el tiempo ha sido «incapaz de derrotar su amable filosofía».
Obviamente, muchos han sido los que han intentado repetir el éxito, pero nadie más ha logrado entrar en la leyenda de Hollywood. Un año después de su estreno, la 20th Century Fox se creyó capacitada para ofrecerle algo igual o mejor a Shirley Temple con una lujosa versión de la obra de teatro “The Blue Bird”. El resultado fue un desastre tan mayúsculo que la carrera de Shirley se fue al garete por su culpa y el género fantástico recuperó el sambenito de veneno para la taquilla. Posteriores incursiones en el mundo de Oz no han corrido mejor suerte: ha habido varios “regresos” a Oz, una versión rock australiana y una obra de teatro musical interpretada únicamente por actores negros, que en 1978 se convirtió en una película protagonizada por Diana Ross y que fue un fracaso monumental.
Todo lo dicho viene a demostrar lo que ya sabíamos, que la versión de 1939 fue muy especial. El relámpago rara vez descarga en dos ocasiones sobre el mismo sitio, y el fracaso de las propuestas posteriores sólo tiene una explicación: sin la irrepetible alquimia de la versión clásica, nada podía salir bien. El secreto de esta alquimia sólo el Mago lo conoce, y no piensa contárselo a nadie.
En 1939 saltaron de Hollywood tres geniales películas, que asombraron al mundo y ya son puntos de encuentro sagrados en la historia sentimental del siglo XX, como si algo indefinible las mantuviera a resguardo de la erosión del tiempo: Lo que el viento se llevó, La diligencia y El mago de Oz. Las tres son un homenaje a los métodos y estilos hollywoodienses de producción cinematográfica. Y las tres están tan bien dirigidas e interpretadas que merecen su lugar entre los clásicos más imperecederos. Pero cuesta imaginar ahora el impacto que tuvo El mago de Oz sobre un mundo que se encaminaba hacia la guerra.
La historia no parece la más apropiada para la época: la sobrina de una pareja de colonos de Kansas sueña con una país mágico, más allá del arco iris. Ella y su perro Totó se encuentran con los Munchkins —la gente pequeña—, que le explican cómo seguir el camino de baldosas amarillas para llegar a Oz. A ellos se unen un espantapájaros sin cerebro, un hombre de hojalata sin corazón y un león cobarde. Un hada buena les protege de una bruja mala. Pero el Mago no es lo que parece…
La adaptación musical de la fábula clásica de L. Frank Baum, iniciada en 1938, pertenece al apogeo del Hollywood clásico, cuando la Metro-Goldwyn-Mayer tenía a su disposición a los mejores técnicos de la Meca del Cine. Sólo esta reserva de talento hizo posible la producción de una película como El mago de Oz. Según calculan algunos, montar en la actualidad un proyecto de semejantes características costaría más de cincuenta mil millones de dólares. «Trabajar en la Metro en aquella época era el súmmum en el cine, musical y no musical», reconoció el actor Ray Bolger.
Ninguno de los innumerables problemas que asolaron el rodaje impidió que el proyecto viera la luz según los deseos de Mayer y LeRoy. En un momento de creciente tensión mundial, cuando la idea de un conflicto internacional comenzaba a entrar en el ámbito de lo posible, los relatos de Baum son la evocación de una provincia americana idílica, donde basta despertarse para espantar la angustia y los problemas. «¡Mi casa! ¡Es mi habitación!… ¡Y vosotros estáis conmigo! ¡Nunca volveré a irme, porque os quiero a todos! Y… ¡Oh, tía Em, no hay nada como el hogar!». Las palabras que cierran el filme, las que le salen del alma a la pequeña Dorothy al descubrir que no ha salido de su casa, eran el credo de Mayer, que rendía así homenaje a la América profunda y a la familia, dos de los valores que más apreciaba.
El mago de Oz fue quizá el primer ejemplo del subgénero que dio en llamarse “musical integrado”. Hasta entonces, la música de las películas surgía exclusivamente de contextos teatrales, que propiciaban momentos lógicos para introducir números musicales, como en el cine de variedades de los años treinta (Vampiresas, La calle 42). En el viaje a Oz la música se convirtió en una dimensión más del lenguaje de los personajes, una extensión de sus personalidades y emociones. No hay lógica en el hecho de que Dorothy se ponga de repente a cantar “Over the Rainbow”, pero lo interpretamos como una expresión de un anhelo íntimo. Los números musicales impulsan la acción. La música no es digresión, sino una parte esencial de la estructura narrativa que suple con frecuencia la función de los diálogos, como el momento en que los Munchkins rinden pleitesía a Dorothy por matar a su archienemiga, la Bruja del Oeste.
Cuento infantil, poblado, como está mandado, por personajes inquietantes (la Bruja es tan terrorífica como la cabeza gigantesca del Mago), esta película despierta en todos nosotros el deseo de pertenencia, de seguridad, sin perder por ello el deseo de dejarnos embelesar. Y es que El mago de Oz embelesa como nada, por cien razones distintas. La primera y principal es el encanto intemporal de la joven Judy Garland, la actriz probablemente más amada de la historia del cine. La vemos ahora sabiendo que su vida estuvo dominada por la tristeza (artista hasta la médula, no se privó de explotar su dolor), pero Dorothy es Judy en el trance de tomar impulso hacia la leyenda, aún intocada por los estragos de la infelicidad. La mayoría de nosotros, por lo demás, la descubrimos antes de que la vida empezara a pasarnos sus peores facturas, antes de que los desamores, las muertes, los problemas económicos y las frustraciones profesionales hicieran mella en nuestra ingenuidad. A veces oímos a Judy cantar melancólicamente “Over the Rainbow” y nos dejamos arrastrar hacia un lugar que no acertamos a definir con palabras.
Este clásico exponente del cine de Hollywood es la película infantil más popular de todos los tiempos, y el paradigma del cine familiar. Tiene algo especial para cada espectador: mundos sorprendentes y maravillosos, momentos terrorífico-humorísticos, un deslumbrante muestrario de personajes de cuento, fabulosas canciones que nos llevan más allá del arco iris, un trabajo insuperable de Judy Garland y abundancia de mensajes profundos. Cierto que el doblaje y algunos efectos especiales chirrían un poco, pero las canciones, el maquillaje, el vestuario y los decorados son un auténtico espectáculo de magia.
Son ya varias décadas de redifusión continua de El mago de Oz en cine y televisión, siempre con gran aceptación. En el mercado internacional ha sido más ampliamente distribuida que cualquier otra película norteamericana, incluyendo el género fantástico, el musical y todos los demás. De hecho, se calcula que dos mil millones de personas han viajado al país de Oz, cifra que lo convierte en el filme que más espectadores ha reunido a lo largo de sus proyecciones en salas de cine y televisión.
La clave del éxito parece encontrarse en la transparencia de su mensaje —«Como en casa, en ninguna parte»— y en la sinceridad de su presentación. Pero más allá de la fantasía encontramos una de las producciones más cuidadas y primorosas de la historia de Hollywood. Un testimonio de cómo se hacían las cosas en el pasado.
Más de medio siglo después de su realización, El mago de Oz continúa siendo una joya fascinante, uno de los más bellos productos generados por la fábrica de sueños cinematográficos.