La leyenda es siempre materia prima de lujo para alimentar las ficciones a veinticuatro imágenes por segundo. Y en este sentido, la fabulosa historia de Robin Hood se revela como una de las figuras más cinematográficas de todos los tiempos. De hecho, en 1977, una encuesta a escala nacional de la revista “TV Guide” situó a Robin de los bosques en el quinto lugar en la lista de películas más perennemente populares entre sus lectores. La razón es que esta maravillosa aventura en Technicolor tipifica la clase de película “que ya no se hace”.
No sólo ha perdido Hollywood su onda con esta clase de estimulantes vehículos de evasión, sino que el viejo “sistema de estudios” se ha desvanecido, y con él muchas de las habilidades técnicas de dirección, diseño de producción, fotografía y montaje que una vez florecieron y que marcaban a una película con las características particulares de su estudio. Tampoco tenemos ya actores versados en la elegancia y estilo de un reparto como éste. No hay más héroes apuestos como Errol Flynn, no hay villanos como Basil Rathbone y Claude Rains, ni heroínas poseedoras de la especial mezcla de belleza y calidez de Olivia de Havilland. Y nunca ha habido otro compositor de vigorosa música melódica para películas como Erich Wolfgang Korngold.
Robin de los bosques, rodada con un coste de dos millones de dólares, fue una producción muy onerosa para los standards de 1938. Pero el productor Hal B. Wallis conocía a su público, y sabía cómo variar el ritmo dramático de una película con escenas de tiro con arco, duelos de espada, persecuciones a caballo e inocentes escarceos ro m ánticos.
Como en El capitán Blood, la nueva aventura de Flynn tuvo su cuota de problemas en el set, casi todos provocados por la propia estrella. El director William Keighley, que escenificó muchas de las secuencias en el bosque, comenzó el rodaje, pero el jefe del estudio Jack Warner quería más acción épica, así que le sustituyó por Michael Curtiz. La película resultante complació a los críticos y se convirtió en un gran éxito de taquilla.
Nunca hubo ni habrá otro Robin Hood como Errol Flynn, de la misma manera que el único Tarzán posible es Johnny Weissmuller o el mejor James Bond sigue siendo Sean Connery. Y lo más curioso del caso es que el actor nacido en Tasmania estuvo a punto de no interpretar al personaje que le catapultaría a la fama.
El forajido Robin Hood, que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, era una figura establecida del folklore inglés en 1377, cuando fue mencionado en el poema “Piers Plowman” de William Langland. Su leyenda inspiró infinidad de baladas medievales, destacando la colección épica “A Lytell Geste of Robyn Hode” (1510). Ese Robin era contemporáneo del rey Ricardo Corazón de León (1157-1199) y es la premisa de las obras de Anthony Munday “The Downfall of Robert, Earl of Huntingdon” y “The Death of Robert, Earl of Huntingdon” (ambas de 1601) y de “Ivanhoe” (1819), de Sir Walter Scott.
El personaje apareció en cine en fechas tan tempranas como 1908, cuando competían películas americanas e inglesas, con títulos como Robin Hood y Robin Hood and His Merry Men, respectivamente. Pero sería Douglas Fairbanks quien inmortalizaría al personaje en 1922 con un muy costoso Robin Hood, un tempranero blockbuster que mostraba boato, un gran decorado de castillo y el típico trabajo atlético del actor.
La cinta de Fairbanks era tan popular que ningún estudio pensó que valiese la pena hacer otra versión durante una década y media, hasta que un empleado de Warner Bros., Dwight Franklin, asesor en los detalles históricos de El capitán Blood, mandó a Jack L. Warner un memorándum con la siguiente pregunta: «¿No crees que James Cagney sería un Robin Hood fenomenal?». Ahora podría parecer una sugerencia absurda, pero Cagney acababa de protagonizar El sueño de una noche de verano y la Warner, además de las películas de gangsters, estaba buscando una línea alternativa en las aventuras de época.
El éxito de El capitán Blood fue el detonante. El filme de Michael Curtiz mostró que el estilo de acción desenfrenada de la Warner funcionaba tan bien en el siglo XVII como lo había hecho en las guerras de bandas en la Costa Este. El estudio pensó en la sugerencia de Franklin y compró los derechos de varias obras relacionadas con Robin Hood. Después encargó al escritor Rowland Leigh que trabajase en el guión y asignó al proyecto un presupuesto de 1.600.000 dólares, el mayor destinado a una película de la Warner hasta la fecha.
Entretanto, Cagney había abandonado el estudio tras una larga disputa salarial con los hermanos Warner, que se negaban a darle más de cien mil dólares por película. Su salida supuso la entrada en el proyecto de Errol Flynn, la nueva estrella de la casa. Con Flynn a bordo, Olivia de Havilland y Basil Rathbone fueron contratados para interpretar a Lady Marian y Sir Guy de Gisbourne, respectivamente. David Niven no estaba disponible para el papel de Will Scarlett, así que el olvidable Patrick Knowles se hizo con el puesto. Y el taimado y sugestivo Claude Rains aceptó el papel del malvado Príncipe Juan.
Sólo quedaba ya un fleco por atar, pues la Metro-Goldwyn-Mayer estaba a punto de rodar una cinta sobre el mismo tema. El problema se solucionó con un acuerdo de intercambio: el estudio del león renunció a rodar una nueva versión de Robin Hood a cambio de los derechos de una famosa opereta que debían interpretar Nelson Eddy y Jeanette MacDonald. El compromiso se firmó en mayo de 1936.
Muchos cinéfilos y críticos creían firmemente que el Robin Hood de Douglas Fairbanks nunca sería superado, y así lo pensaba también el propio actor, que había registrado no sólo su guión, sino también sus ideas y localizaciones. Los investigadores y guionistas de Warner, sin embargo, no tuvieron que manipular demasiado la leyenda: el deseo de Fairbanks por ser original le había llevado a ignorar virtualmente las baladas.
Rowland Leigh entregó un primer guión seis meses más tarde, pero Wallis lo consideró excesivamente poético y encargó un nuevo tratamiento del mismo a Norman Reilly Raine y Seton I. Miller, quienes lo terminaron en julio de 1937. En la versión definitiva, Sir Robin de Locksley es presentado como un caballero sajón furioso por los malvados actos del Príncipe Juan y los barones normandos, mientras el rey Ricardo Corazón de León está prisionero en Austria tras su marcha a la Tercera Cruzada en Palestina. Robin se convierte en un forajido y se refugia con su banda de seguidores en el bosque de Sherwood, cerca del pueblo de Nottingham, haciendo todo lo posible por ayudar a los pobres sajones y para desbaratar los planes del Príncipe Juan.
El fuerte énfasis en el opresivo tratamiento que los sajones reciben por parte de los caballeros normandos está tomado de la novela de Sir Walter Scott “Ivanhoe”. De las baladas se extrajeron algunos de los incidentes favoritos de las leyendas de Robin Hood, como la pelea con pértigas entre Robin y Little John sobre un tronco que cruza un riachuelo y el primer encuentro de Robin con Fray Tuck, pasajes inéditos en la pantalla. Y los diversos concursos de tiro con arco descritos en las muchas versiones fueron amalgamados en un gran Torneo de Arqueros.[1]
A finales de septiembre de 1937, el reparto y el equipo, bajo la dirección de William Keighley, viajaron hasta Bidwell Park, cerca de la ciudad californiana de Chico, para filmar las secuencias en el bosque de Sherwood. El escenario era perfecto: 2.400 acres de terreno a disposición del director y los mismos habitantes de Chico dispuestos a intervenir como extras. Después de dos meses, la producción se trasladó a Busch Gardens, Pasadena, donde comenzó el rodaje del torneo de tiro. Pero tan cuidada y meditada producción también tuvo sus problemas. Errol Flynn no aceptaba la forma de representar la historia que estaba llevando a cabo el director. Le criticaba su poco énfasis y su fría resolución en las batallas y escenas dramáticas.
Las peleas de Flynn con Keighley —un hombre al que odió instintivamente porque no le consideraba lo suficientemente profesional para manejar un presupuesto tan grande— estallaron cuando el actor tomó la decisión de dejarse crecer una pequeña barba para su composición. Este detalle, según el director, iría en detrimento de su atractivo en pantalla y podría incluso provocar que la película fuese un fracaso con las admiradoras femeninas. Errol se mantuvo en sus trece, diciendo, «Si los nómadas de Nottingham tenían barba o no es intrascendente. Pero supongo que la navaja de afeitar era una cosa desconocida en el bosque de Sherwood, y nuestro héroe debería haber lucido al menos barba de unos cuantos días en la mayoría de ocasiones. Y en cualquier caso, mi barba espantará a las moscas».
Para hacer la vida un poco más difícil a Keighley, Errol se acostumbró a llegar tarde cada mañana, habitualmente con resaca después de una de sus largas sesiones alcohólicas con Alan Hale, que interpretaba a Little John.[2] Errol también se comportaba de manera grosera con el personal del estudio, y confundía deliberadamente sus frases, diciéndole a Jack Warner, «Échale la culpa al director, colega. El cabrón está durmiendo a todo el mundo».
Flynn, sin embargo, no era el único que tenía quejas sobre el director. Olivia de Havilland se unió a las protestas de su compañero y, después de una reunión de emergencia con los jefes del estudio, los productores se vieron obligados a tomar cartas en el asunto. Hal Wallis y Henry Blanke consideraron que el material rodado hasta el momento tenía un tono excesivamente lírico y que el filme precisaba de mayores dosis de acción. La crisis quedó zanjada con el despido de Keighley y la contratación de Michael Curtiz, cineasta con gran experiencia en el cine de aventuras.
Esta decisión provocó más gritos de protesta de Errol, que amenazó a Jack Warner con abandonar el rodaje: «En cuanto ese húngaro hijo de puta entre en el set, yo me marcharé». La estrella no se fue, aunque durante dos días ignoró completamente a Curtiz. Como parte de su acuerdo, el nuevo director contrató al maestro de esgrima Fred Cavens, para que entrenase a Errol y Rathbone de cara a la famosa escena de duelo —aunque la técnica que él utilizaba no empezó a usarse en Inglaterra hasta finales del siglo XVII— y a Howard Hill, el campeón de tiro con arco que “cubría” los lanzamientos de Robin durante el concurso de tiro.
Las cosas no mejoraron cuando Flynn y Curtiz empezaron a dirigirse la palabra, pues lo hacían generalmente para insultarse el uno al otro. La gota que colmó el vaso surgió durante la escena del banquete, una costosa toma que Errol arruinó al escupir el líquido que estaba bebiendo de su copa, exigiendo saber quién era el responsable de haberle servido ese “meado de pantera”. Cuando el director intervino, Errol le arrojó a la cara el líquido que aún quedaba en la copa. Y cuando Jack Warner amenazó con despedirle, todo lo que dijo a modo de disculpa fue: «Lo siento, colega, pero creo que tengo un contrato».
Jack no tenía fuerza para discutir. Esa misma semana, la estrella había sido portada de la revista “Life”, baj o el titular “Errol Flynn. El chico del glamour”. Este mal ambiente en el plató sacó lo mejor de Errol, un actor que, a juicio de quienes le conocieron, siempre trabajaba mejor cuando estaba enardecido.
El pendenciero “Robin” también tuvo sus más y sus menos con Basil Rathbone. Esperando reducir el riesgo de otra “espantada”, Jack L. Warner había ofrecido a Flynn un nuevo contrato de 3.600 dólares por semana, equiparándole a Clark Gable y Robert Taylor. Este tratamiento estelar molestó a Basil Rathbone, que no había parado de recordar a Errol durante el rodaje de El capitán Blood que él ganaba más que la estrella de la película. Desde entonces, Errol se había enterado de las preferencias sexuales de Rathbone, y cuando el actor le dijo durante su primer ensayo juntos, «Supongo que estarás satisfecho ahora que ganas más que yo, asqueroso australiano», Errol replicó, «No importa, colega. Tú aún seguirás chupando más pollas que yo». Sorprendentemente, este enfrentamiento dio como resultado que estos dos hombres tan distintos se hiciesen amigos.
Curtiz dirigió todas las escenas de interiores, así como tomas adicionales en Lake Sherwood, al oeste del Valle de San Fernando, para embellecer y agilizar las secuencias de acción previamente rodadas en Chico. También añadió planos al asalto de la caravana y al torneo de arqueros.
En su autobiografía, Flynn se vanagloriaba del hecho de no haber necesitado un doble para la mayor parte de sus escenas de acción. El duelo final tenía lugar en el castillo de Nottingham, donde Robin y Sir Guy se desplazaban en un área considerable durante el transcurso de la acción. Pese a la dificultad que presentaba la secuencia, Errol estuvo magnífico con la espada, sin rastro ya de la ligera torpeza que evidenciaba en anteriores trabajos.
Quien siempre estuvo soberbio con una espada en las manos fue Basil Rathbone. El actor se había introducido en el arte de la esgrima durante el rodaje de El capitán Blood y desde entonces había tomado muchas lecciones del maestro de esgrima Fred Cavens. Flynn, por su parte, no tenía ni la disciplina ni el interés para la práctica constante. Afortunadamente era un atleta nato, y su forma física y elegancia hacían que sus duelos quedasen bien en pantalla.
Estrenada el 14 de mayo de 1939, Robín de los bosques alcanzó unas recaudaciones fabulosas y un resonante éxito artístico. La Academia de Hollywood la nominó para la mejor película del año, y aunque no obtuvo ese Oscar, sí le fueron concedidos los correspondientes a dirección artística, montaje y a la colorista banda sonora de Korngold. Nada tiene de extraño, por tanto, que la Warner planease realizar una segunda parte titulada Sir Robin de Locksley, proyecto que, para bien o para mal, jamás llegó a concretarse.
Relatos populares, novelas de caballería e incluso operetas mantuvieron encendida la llama de la leyenda de Robin Hood durante siglos, pero fue el cine el vehículo que otorgó al personaje la celebridad de la que goza hoy en día. Y de las muchas películas centradas en este personaje, una destaca por encima de los demás, Robin de los bosques. Errol Flynn tuvo que enfrentarse en esta nueva versión de Sir Robin de Locksley a la alargada sombra del mítico Douglas Fairbanks. Y, pese a la complejidad del desafío, el actor nacido en Tasmania fue capaz de componer un personaje inolvidable, que desde entonces permanece emparejado a su memoria. Flynn es el Robin Hood definitivo. Atractivo, gallardo y atlético, el actor es todo lo que Robin debería ser, con un malvado sentido del humor por añadidura. Nuestro héroe se pavonea majestuosamente embutido en sus mallas, se ríe en la cara del peligro y seduce a la adorable Lady Marian. Es la suya una interpretación llena de vitalidad, frescura y encanto.
La arrolladora presencia de Errol dejaba pocas oportunidades de lucimiento a Olivia de Havilland, cuya timidez y fragilidad servían de eficaz contrapunto a la insolencia y desenvoltura de su pareja cinematográfica. Aun así, una sonrisa ingenua y una dulce mirada resultaron suficientes para enamorar a toda una generación de espectadores.
Y si sólo de excelente cabe calificar el trabajo de la célebre pareja, de genial hay que catalogar el recital de esos dos villanos de antología que fueron Claude Rains y Basil Rathbone, eminentes ambos en su aristocrática maldad. Rains interpretó al Príncipe Juan como un manipulador, un hombre con sed de poder; mientras el Sir Guy de Rathbone, con su buena imagen y sus siniestros modales, es un adversario de la misma talla que Robin.
Robin de los bosques es un clásico inmarchitable, tan excitante, vibrante y entretenido ahora como lo ha sido siempre. Quintaesencia del género de aventuras, las andanzas de sir Robin de Locksley están narradas con absoluta convicción y espléndido sentido del ritmo, con romanticismo cuando así conviene y con humor cuando la tensión lo aconseja. Especialmente memorables son las escenas de acción en el interior del castillo, con Robin saltando de un lado a otro del gran salón colgado de una lámpara, o el magistral duelo final del protagonista con Basil Rathbone —un experto espadachín en la vida real—, secuencias que pertenecen por derecho propio a la mitología hollywoodiense.
Los bellos tonos pastel y vívidos rojos del Technicolor en el bosque y la fastuosidad del concurso de arqueros; el exuberante score de Erich Wolfgang Korngold; las espectaculares escenas de acción, que se integran perfectamente con el diálogo; la soberbia actuación del reparto… Todo se suma a la certeza de que nos encontramos ante la película de aventuras favorita de todo el mundo, una cinta que aún deleita a gentes de todas las edades, credo y condición.
Como escribió Frank Nugent en “The New York Times”: «Un espectáculo lujoso, romántico, garboso y lleno de color… que, con toda seguridad, regocijará a los niños, rejuvenecerá a los ancianos y deleitará al resto». Una joya del cine de aventuras, una prodigiosa película construida con una pasta muy especial: nunca envejece.