David O. Selznick quería que todo Hollywood viera su criatura y compartiera su momento de gloria. En esta ocasión, sin embargo, sabía que era imposible, y lo que más le asustaba era pensar que la prensa tuviera ocasión de echar el más mínimo vistazo a “su locura”. Finalmente fijó un día para el preestreno y pidió a sus colaboradores que hicieran las gestiones pertinentes. Hal Kern conocía bien a su jefe. Como sabía que el único incapaz de mantener la boca cerrada era el propio David, se negó repetidamente a informarle del lugar donde iba a tener lugar la proyección. Se limitó a decirle la fecha: 9 de septiembre de 1939.

Riverside es un pulcro pueblecito situado en los confines del desierto, a unos cien kilómetros al este del centro de Los Ángeles. Surgió a lo largo de los años veinte, tiene cierto sabor latino y el mejor hotel de la época, el Mission Inn, uno de los grandes monumentos arquitectónicos de California. Hoy en día, Riverside está lo bastante retirado de Los Ángeles para darse aires de superioridad, pero lo bastante próximo para estar cubierto de niebla tóxica. En los años treinta y cuarenta, la población de Riverside era el sueño de un demógrafo hollywoodiense, un atributo que la había convertido en anfitriona habitual de los pases de prueba que se suelen organizar para comprobar las reacciones del público ante las películas de estreno.

Llegado el gran día, Kern se encargó, en el más absoluto de los secretos, de mandar un coche a recoger a los Selznick, a Jock Whitney y veinticuatro latas de película. El destino era un cine cuyo nombre sól o conocía el chófer. Era una tarde realmente bochornosa. Se pasaron el viaje en silencio o hablando todos a la vez. A DOS le preocupaba que les estuvieran siguiendo. Era como un filme de espionaje.

El gerente de la afortunada sala, que estaba a dos horas de distancia, en Riverside, no había sido prevenido. Por fin llegaron al Fox Riverside Theater, calle Siete esquina con Market. Era una sala típica de la época, un ostentoso edificio que imitaba el estilo colonial español, construido en 1928. La sala estaba abarrotada de gente que había acudido a ver a Gary Cooper en Beau Geste y que estaban allí aguantando la película que abría el programa, Hawaiian Nights.

Cuando Hal Kern salió del coche tambaleándose bajo el peso de las veinticuatro latas, el gerente adivinó inmediatamente lo que se avecinaba porque echó los brazos hacia delante, ofreciéndose a proporcionar absolutamente cualquier cosa que necesitaran. Eso sí, se empeñó en llamar a su mujer. Como a un detenido en una comisaría, Hal le dio permiso para hacer una sola llamada y para decir a su mujer que se personara en el cine de inmediato, aunque no el motivo. A continuación, el público fue informado de la noticia. En la pantalla apareció un rótulo: «Anuncio especial». El gerente subió al escenario y leyó un discurso preparado. Anunció un pase de prueba organizado por un estudio, un pase muy especial. No, no podía decir qué película era.

Los espectadores de Riverside estaban acostumbrados a que los utilizaran como conejillos de indias y conocían las reglas del juego. Pero oyendo al gerente, se dieron cuenta de que este juego no era el de siempre. ¿Podía ser lo que se estaban imaginando? El gerente se había puesto muy grave; esta película es más larga de lo normal, pueden hacer una llamada telefónica si quieren, no se admite a nadie más en la sala, si se van no podrán volver a entrar, vamos a cerrar las puertas. ¡Tenía que serlo! Los parroquianos, presintiendo algo especial, permanecieron sentados en sus asientos, frotándose las manos.

Tardaron un poco en organizar las cosas. Sin embargo, al final se abrió el telón y se apagaron las luces. Casi inmediatamente apareció el nombre de Margaret Mitchell. Como los títulos de crédito y la música aún no estaban terminados, Hal Kern había pedido al departamento artístico que diseñara unos rótulos ad hoc y que grabara encima la animada música compuesta por Alfred Newman para El prisionero de Zenda.

Cuando el título barrió la pantalla, el público se puso en pie al unísono, lanzando vítores, aplaudiendo y gritando. La sala se vino abajo en una especie de seísmo de alegría. Jock Whitney e Irene Selznick prorrumpieron en lágrimas. Los espectadores lo harían más tarde, en su momento.

Esa noche, por única vez en su historia, Lo que el viento se llevó fue proyectada ante un público durante cuatro horas y veinticinco minutos. En un momento dado se podría haber oído un alfiler cayendo al suelo; luego vinieron los aplausos, que invadieron el auditorio como un maremoto.

En el estudio, Selznick repasaba los cuestionarios que los espectadores habían rellenado después de la proyección. El sentir general y la frase más repetida era como sigue: «La mejor película que he visto en mi vida». Lo cierto es que las tarjetas que rellenaron los espectadores eran extraordinarias, lascivas en su efusividad: «No corten ni un minuto», «Vivien Leigh es una de las actrices más supercolosales que he visto en mi vida», «La tendrían que ver todos los adultos del mundo». Ahora, Selznick sabía que Lo que el viento se llevó era tan buena como él pensaba. Lo único que quedaba por hacer era terminar la película a tiempo para el estreno.[26]

Selznick no cabía en sí de gozo, pero aún quedaban cosas que hacer. Como cuatro horas y media seguían siendo demasiadas horas, David, Kern y Fleming volvieron a arremangarse en la sala de montaje, reeditando, quitando planos por aquí y por allá y añadiendo unas cuantas escenas de transición.

Selznick decidió entonces recuperar a su protagonista. La primera escena no acababa de gustarle. Vivien Leigh, que se había ido a Nueva York, no podía creérselo. ¡Justo ahora que Olivier había conseguido exorcizar a Scarlett de su espíritu! El 13 de octubre, Scarlett y los gemelos Tarleton se reunieron por tercera vez en el porche de Tara y volvieron a hacer su escena, esta vez para Sam Wood. Cuando Vivien llegó al set, el productor le dijo: «Madre mía, ¡pareces una vieja!».

Cinco días después se celebró otro pase sorpresa, esta vez en Santa Barbara, dos horas al norte de Hollywood. Kern llamó al gerente del Arlington Theatre de Santa Barbara y le preguntó si le podía llevar Intermezzo para un pase de prueba. La sala acababa de estrenar What a Life, y el segundo título del programa era Charlie Chan at Treasure Island. Hal contaba con que este cambio de programa a mitad de semana, en favor del cine familiar, le garantizase una sala bien repleta.

«Les llevamos Lo que el viento se llevó», recuerda Kern, «como aún no habíamos pegado los rollos, llevábamos 24 bobinas de película y 24 de sonido, y cuando nos presentamos en el cine con los 48 rollos, el gerente me mira y me dice: “Hal, cabrón, eso que llevas ahí no es Intermezzo”. Hice lo mismo que había hecho en el Riverside, cerré las puertas y todo, y cuando la película apareció en pantalla, los espectadores enloquecieron».

Llegados a este punto, el productor, conteniendo la respiración, organizó un pase para los ejecutivos de la Metro, que apreciaron la película tanto como los espectadores de Riverside y Santa Barbara. Pero el hecho de que hubiera que parar la proyección varias veces para que Louis B. Mayer pudiera ir al lavabo hizo pensar a Selznick que era necesario introducir un intermedio. La película había alcanzado su duración definitiva, tres horas y cuarenta y cinco minutos.

Por otro lado, en el segundo pase de prueba se habían detectado algunas transiciones demasiado bruscas, pues los cortes y supresiones introducidos habían dejado sin principio y sin final algunas escenas. En Nueva York, a Ben Hecht se le concedió un día para escribir los rótulos que dan continuidad a la acción. Y en Hollywood, el productor ordenó tres días de repeticiones de tomas para cubrir las lagunas que habían dejado las escenas de transición suprimidas o para mejorar escenas que carecían, en opinión de Selznick, de fuerza dramática.

El más complicado de estos añadidos era una escena que se intercalaría en la secuencia del regreso a Tara, en la que Scarlett, Melanie y Prissy se esconden debajo de un puente durante una tormenta, mientras un destacamento de la caballería yanqui pasa sobre sus cabezas. Por si los dramáticos acontecimientos que recogía la cámara no fueran suficientes, Victor Fleming y Ray Klune se enzarzaron en una violenta discusión sobre cómo rodar la escena.[27] Klune no podía saberlo, pero la frustración que sentía el director con todo lo relativo a Lo que el viento se llevó había rebasado todos los límites.

Ahora había que ocuparse de la atribución de créditos. Aunque en el filme habían intervenido innumerables guionistas y el mismo David Selznick se atribuía gran parte del guión, el productor decidió poner el nombre de Sidney Howard en los títulos de crédito. Su decisión se debió en parte a que Howard había redactado la primera versión del proyecto, condensando especialmente el argumento, y en parte a su deseo de rendir homenaje a alguien que ya no estaba en el mundo de los vivos. Howard se había matado en un accidente de tractor sufrido en su granja un mes antes de la primera proyección y nunca llegó a ver la película a la que tanto había contribuido.

Selznick consideró la idea de poner los nombres de George Cukor y Sam Wood junto al de Victor Fleming. Sin embargo, cuando se lo sugirió a Fleming, éste se lo tomó muy mal.[28] Victor pensaba que él era, con diferencia, el director que más había aportado a la cinta (así era, en efecto) y que la obra era exclusivamente suya. David lo dejó correr y el nombre de Fleming apareció en pantalla como único director.

Pero Vic empezó a rumiar el incidente en su cabeza y acabó magnificándolo hasta convertirlo en un insulto intolerable, sobre todo después de ver el programa que había confeccionado la Metro bajo la supervisión de Howard Dietz. Con el fin de destacar la contribución del productor todo lo posible, Dietz había incluido una cláusula que decía: «En Lo que el viento se llevó han trabajado cinco directores, todos bajo la supervisión directa de David Selznick».

Fleming creyó que había sido idea de David y montó en cólera. Ni Dietz ni Selznick fueron capaces de convencerle de lo contrario, y aquella bienintencionada metedura de pata acabó provocando una ruptura de relaciones entre los dos hombres. Gable se puso del lado del director, pues, desde su punto de vista, aquella traición a su amigo venía a confirmar las reservas que siempre le había inspirado el productor. La frialdad que había entre los dos hombres se convirtió en hielo, pese a los esfuerzos de Carole Lombard, que apreciaba realmente a David, por reconciliarles.

También se había discutido largo y tendido qué nombre debía aparecer antes del título de la película: Clark Gable como protagonista masculino, Vivien Leigh como protagonista femenina o una combinación de ambos. El productor zanjó la cuestión declarando que delante del título sólo había lugar para un nombre: el de Margaret Mitchell. Y eso es precisamente lo que se hizo. Menos mal que ya no quedaba gran cosa por hacer. Sólo poner la música.

Atlanta, Georgia, 15 de diciembre de 1939. La ciudad hervía de emoción. ¡Hollywood venía a visitarles! Y no por una razón cualquiera, sino por el estreno mundial de Lo que el viento se llevó, la película que todo el país estaba deseando ver, una película escrita por una novelista de Atlanta, que hablaba de Atlanta y sobre los ciudadanos de Atlanta. Sería el acontecimiento social del siglo.

Se anunciaron tres días de celebraciones, a contar desde el miércoles 13 de diciembre y hasta el estreno en sí, el viernes por la tarde. Se organizaron bailes, tés, galas benéficas, fiestas, desfiles y conciertos; programas de radio, bandas militares, equipos de animadoras y conjuntos musicales prepararon sus mejores repertorios.

Los periódicos comenzaron a anunciar las actividades programadas con meses de antelación, con portadas a toda página en las jornadas anteriores al gran día. Y como es habitual, las firmas comerciales utilizaron el acontecimiento como trampolín para lanzar diversos productos. Davison-Paxon, los mejores grandes almacenes de Atlanta, publicaron un anuncio a media página de prendas de gala dignas de la misma Scarlett, por precios que iban de los 10,95 a los 17,95$, y la sección de libros de la planta baja exhibió en lugar privilegiado la novela con sobrecubiertas amarillas.

Davison compartía algo de historia con GWTW. Había sido una de las primeras tiendas que puso el libro a la venta, cuando éste apareció en 1936. Margaret Mitchell había regalado un ejemplar dedicado (algo que raramente hacía) al coronel Paxon, dueño de la firma y viejo amigo de su familia. El coronel echó un vistazo al mamotreto caído en sus manos y se lo devolvió a la autora, con un único comentario: «Margaret, este maldito libro pesa demasiado».

A Davison-Paxon, como a la mayor parte de los comercios de Atlanta, el estreno le producía sentimientos encontrados. Las posibilidades publicitarias que ofrecía el acontecimiento les parecían de perlas, por supuesto, pero el momento elegido no les resultaba tan conveniente. Selznick había asegurado que la película se estrenaría en septiembre, luego en noviembre, y al final había sido en diciembre, en plena campaña de Navidad, justo cuando aquel refuerzo publicitario era innecesario. Aquel acontecimiento les hubiera resultado mucho más rentable unos meses antes.

Pero a nadie le amarga un dulce, venga como venga, y los comercios, locales de restauración y hasta las empresas de taxis se unieron a la gente de la calle para recibir a la película con los brazos abiertos.

Henry McLemore, corresponsal de la agencia United Press, dijo en un artículo publicado en el “Atlanta Journal”: «Yo he cubierto muchos espectáculos en muy diversos países —los Juegos Olímpicos de Berlín, el Grand Prix de París— pero nunca he visto una ciudad entregarse tan completamente a una cosa como Atlanta se ha entregado al estreno de la película… Lo que el viento se llevó».

Selznick International había enviado generosamente diversos atuendos para que los comercios adornaran sus escaparates. Aquellos que no tuvieron la suerte de hacerse con uno de estos solicitadísimos artículos decoraron sus vitrinas con vestidos de antes de la guerra, billetes confederados, cartas amarillentas y manchadas de tinta de generales rebeldes, y figuras gigantes de cartón representando a Rhett besando a Scarlett. Las camareras y los taxistas realizaban sus tareas embutidos en faldas de aros y pantalones de pinzas, en las barras se servían cócteles Scarlett y las calles hervían de periodistas.

Aunque DOS había colaborado activamente en los preparativos (supervisó el plan de colocación de los invitados y solicitó acceso directo a la cabina de proyección desde su butaca), el peso de la responsabilidad correspondió a Howard Dietz, director de publicidad de la Metro. Dietz había convencido al gobernador de Georgia, E. D. Rivers, y al alcalde de Atlanta, William B. Hartsfield, de que declararan los tres días de fiesta local, y había convertido los tres periódicos que se editaban en Atlanta en sucursales del departamento publicitario de la Metro. Naturalmente, las invitaciones estaban disputadísimas y Howard tuvo que prometer a Hartsfield, que se había visto obligado a ceder parte de sus butacas al gobernador, que Clark Gable acompañaría a la hija del alcalde al Baile de la Liga Juvenil.

El programa comenzaría con la llegada a la ciudad de la mitad de los efectivos de la película, empezando por Ann Rutherford, seguida de Olivia de Havilland y Vivien Leigh, que llegarían el miércoles; Clark Gable y Carole Lombard (visita mucho más interesante) aterrizarían el jueves; después vendría un desfile por las calles, una alocución radiofónica y el baile de disfraces de la Liga Juvenil. El viernes, tras una multitud de actos de menor importancia, llegaría la gran gala de estreno.

Fue una jornada pródiga en emociones. El miércoles por la mañana, el alcalde de Atlanta, William B. Hartsfield, se personó en la estación de tren a las ocho y veinticinco de la mañana para recibir a Howard Dietz, director de publicidad de la Metro Goldwyn Mayer, y a su esposa. El alcalde entregó a la señora un ramo de rosas rojas y ofreció a la pareja una escolta policial, con sirenas y todo, para su trayecto hasta el Georgian Terrace Hotel, el hotel más elegante de la ciudad y centro de operaciones de Lo que el viento se llevó.

A las diez de la mañana, el alcalde volvió a la estación para recibir a Ann Rutherford (Carreen O’Hara) y a su madre, entregarles otro ramo y ponerles otra escolta. Rutherford, la novia de Mickey Rooney en la popular serie de películas de Andy Hardy y la primera “estrella” que puso los pies sobre suelo atlantino, fue recibida con vítores de la multitud y las cámaras de los noticiarios cinematográficos.

A las tres y media de aquella tarde, el avión que transportaba a Vivien Leigh, Olivia de Havilland y David Selznick estaba sólo a diecinueve millas de distancia de Candler Field y de la terminal de la TWA.[29] Un viento de cola más fuerte de lo habitual les había hecho ganar cuarenta y cinco minutos sobre el horario previsto, y el alcalde Hartsfield estaba al borde del ataque de nervios. Las señoras, de seguir así las cosas, aterrizarían antes de que sus ramos llegaran al aeropuerto en coche.

El regidor se precipitó hacia la torre de control y contactó por radio con el copiloto. «No las dejen bajar todavía», suplicó. «Dígale al piloto que pase sobre Stone Mountain. Seguro que les gustará». El piloto accedió y, después del improvisado rodeo turístico, las estrellas aterrizaron en suelo de Atlanta entre un torbellino de maletas (hubo que traer diez coches para transportar a las seis personas con sus pertenencias), pieles, perfumes, flashes fotográficos y fans vitoreantes.

En el aeropuerto se pronunciaron discursos. Selznick dijo lo siguiente: «Señoras y señores, hemos entrado en Atlanta con humildad y emoción. Y nos instalamos aquí con gratitud. Esperamos fervientemente que esta ciudad de ciudades quede complacida con nuestros esfuerzos».

Laura Hope Crews llegaba en tren al día siguiente. Selznick no le había permitido viajar en avión, diciendo que «la tía Pittypat nunca haría eso». Y allí estaba el alcalde, en Union Station, esperando con impaciencia al tren Dixie Limited de Chicago, que llegaba a las ocho y veinte de la mañana del jueves.

A continuación tenía que salir a todo correr hacia la Terminal Station para recibir a Claudette Colbert a las ocho y veinticinco (Claudette, una de las estrellas más importantes de la época, no tenía nada que ver con la película, pero le había apetecido sumarse al festejo). Por suerte para el ocupadísimo alcalde Hartsfield, el tren de Miss Crews llegó con retraso y Miss Colbert decidió dejar su llegada para la tarde. El alcalde podía tomarse un respiro.

Llegaron las tres y media de la tarde, el momento que toda Atlanta estaba esperando. Un Sky Sleeper de American Airlines, procedente de Los Ángeles, completó su periplo de quince horas y depositó en tierra a Clark Gable y Carole Lombard. La Banda Militar de Russell High se arrancó con una animada melodía y el equipo de animadoras Blue Rainbow Girls entró en acción. El alcalde se adelantó con sus flores, y los recién llegados fueron acomodados en diversos automóviles para comenzar el desfile hacia la ciudad. Vivien, Olivia, Ann Rutherford, Laura Hope Crews, Ona Munson, Evelyn Keyes y un tropel de directivos del estudio ya se habían trasladado al aeropuerto desde el hotel para sumarse a la comitiva.

Leslie Howard no estuvo presente en ninguno de estos actos. Inglaterra acababa de entrar en la Segunda Guerra Mundial y el actor había abandonado Hollywood para sumarse a la causa. Victor Fleming tampoco estuvo en el estreno, en teoría por la reciente muerte de su gran amigo Douglas Fairbanks Jr., pero seguramente también porque aún estaba ofendido con Selznick por sugerirle que compartiera el crédito de director con otras personas.

Pero la gente del cine que sí apareció era más que suficiente para Atlanta. Como escribió Henry McLemore el día anterior: «Lo único que va a tener que sufrir [Clark Gable es] un desfile por las principales calles de la ciudad y una recepción que está restringida a la mitad de los votantes de Georgia». Cuentan que un ejército más numeroso que el de la Confederación se situó a lo largo de once kilómetros para poder ver la llegada de las limousines desde el aeropuerto.[30]

Los descapotables avanzaban a paso de tortuga por las calles infestadas de fans. Al llegar a la fachada de piedra color miel del Georgian Terrace, los coches libraron a sus célebres pasajeros de la enfervorizada multitud, depositándolos sobre la angosta galería que rodeaba el hotel. Aquí fueron recibidos por cinco marshals, los gobernadores de cinco estados sureños, la Cámara Juvenil de Comercio, el equipo de animadoras Red Rainbow Girls, la Banda Militar Femenina del Estado de Georgia, y por Bartlett y McMillan, de la emisora WSB de Atlanta, que más tarde conectó con la red nacional de emisoras de la NBC para ofrecer su programa a todo el país.

Hechas las presentaciones de estrellas y demás, y tras izar Clark Gable la bandera confederada, entonar “Dixie” la Banda Militar Femenina, y lanzar once salvas un experto en pirotecnia, el grupo penetró en el salón de baile del hotel, donde se dispuso a disfrutar de un cóctel y de la cálida temperatura ambiente.

Después, sin apenas transición, las estrellas fueron facturadas a los automóviles y paseadas por Peachtree Street hasta el Auditorio Municipal y el Baile de la Liga Juvenil. El auditorio estaba decorado como el baile benéfico de la película. Las chicas de la Liga Juvenil y sus invitadas, ataviadas en el mismo espíritu, flotaban por la estancia crujiendo en las sedas, rasos, cintas y encajes recién rescatados de las naftalinas de los baúles de sus abuelas.

El edificio estaba engalanado con banderines de laurel y banderas confederadas. En el vestíbulo se veían los decorados del baile benéfico de la película —cortesía de David Selznick—, con la fachada de Doce Robles presidiendo el fondo. Sobre el escenario se elevaba la fachada de Tara, con sus magnolias, sus arbustos de boj, sus glicinias y un césped auténtico que sobresalía del proscenio y llegaba hasta el foso de la orquesta. Aunque en el baile participaron tres mil personas, no fue nada comparado con la noche del estreno. Dieciocho mil almas atestaban las calles, todas deseosas de atisbar un momento a las estrellas en su breve paseo entre el hotel y el Loew’s Grand Theater de Peachstree Street.

Justo antes de salir para el cine, David había recibido un emotivo telegrama de Hollywood: «No sé si ponerme melancólico, noble o humorístico, pero de verdad, esta noche te envío todo mi amor. George Cukor».

El cine Loew’s Grand había tirado la casa por la ventana. Sobre la puerta exterior se elevaba una reproducción de la fachada de Tara. Más arriba, los rostros de Scarlett y Rhett unían sus labios dentro de un gigantesco medallón a todo color. La marquesina estaba iluminada con focos y cinco reflectores rasgaban el cielo nocturno, con una potencia equivalente a ochocientos millones de velas, que los hacía, supuestamente, visibles hasta en Jasper, Georgia, a sesenta y cinco millas de distancia.

Como la sala sólo tenía aforo para 2.051 personas, hacerse con una entrada requería muy buenos contactos o la astucia de Scarlett O’Hara. Y también poder gastarse la cantidad requerida. Una sola entrada valía diez dólares de la época, cuando ver una película normal en un cine normal costaba cincuenta centavos.

Pero hasta los que no se podían gastar ni cincuenta centavos esperaron de pie en la calle para ver entrar a Margaret Mitchell, cubierta de tul verde claro; a Vivien Leigh, con lamé dorado drapeado; a Ona Munson, embutida en terciopelo verde oscuro; y a Carole Lombard, toda raso color champán, del brazo de Clark Gable, éste con esmoquin. Un millar de suspiros salieron de un millar de labios.

Especialmente emocionante fue el recibimiento que el público le brindó a Gable a la entrada del cine. “The Hollywood Reporter” comentó al día siguiente: «La segunda llegada del Mesías no podrá superar a la primera llegada de Gable». El actor, conocido por sus compañeros de profesión como “El Rey”, había justificado el porqué de su apodo. Dentro de la sala, Clark se dirigió a la platea a través de un micrófono: «Hoy estoy aquí sólo como espectador. Ésta es la noche de Margaret Mitchell y la noche del pueblo de Atlanta». El público rio, lloró, aplaudió y volvió a llorar cuando había que hacerlo. Bajó el telón, se encendieron las luces y la sala se inundó de un aplauso ensordecedor. No había un solo ojo seco en la sala.

Margaret Mitchell, una mujer muy poco amiga de los agasajos públicos, también subió al escenario: «Para mí ha sido una experiencia emocional agotadora. No soy yo quien tiene que hablar de las hazañas de estos actores (…) Tengo que encarecer al señor Selznick por su valor, su obstinación y su decisión de mantener la boca cerrada hasta conseguir exactamente a los actores que él quería».

La novelista había resumido a David Selznick en una sola frase, y la noche se cerró con brillantez. Su novela, la película de Selznick y el trabajo de todos los miembros del reparto y del equipo técnico habían producido una obra maestra. Al terminar la proyección, el aplauso fue atronador. Las agencias, noticiarios cinematográficos y programas radiofónicos propagaron la noticia: Lo que el viento se llevó era un éxito arrollador.

Las críticas locales fueron unánimes en su aprobación. Lee Rodgers, del “Atlanta Constitution”, abrió su columna con un párrafo de una sola frase: «Es maravillosa». Después añadía: «Lo que el viento se llevó inaugura una nueva era en la historia del cine. Tiene todo lo que se le puede pedir a una gran película. Tiene todo lo que todo el mundo quiere… Vivien Leigh es Scarlett. Y Clark Gable es, ahora más que nunca, el Rhett Butler favorito de las personas que pasan por taquilla».

Pero la prueba de fuego llegaría cuatro días más tarde, en la rutilante Broadway, la Calle Ancha de Manhattan. Como ninguna de las salas asociadas a la Metro tenía aforo suficiente para el número de invitados previsto, el estreno neoyorquino se celebró simultáneamente en dos cines, el Astor de Times Square y el Capitol, situado a unas manzanas de distancia.

19 de diciembre. La luz se derramaba sobre la multitud en forma de cegadores focos de neón y bombillas que se encendían y apagaban desvelando la leyenda “GWTW” en brillantes letras gigantescas. Los escaparates de los Almacenes Gimbel’s exhibían el vestido de Belle Watling, el traje blanco de volantes de Scarlett, el uniforme confederado de Ashley y el traje de etiqueta de Rhett. En el Capitol, acomodadoras ataviadas con conjuntos de antes de la guerra de Secesión repartían programas en un vestíbulo invadido de gladiolos y decorado con retratos gigantescos de Scarlett y Rhett.

Jimmy Stewart acompañaba a Olivia de Havilland. Barbara O’Neil llegó con su marido, el productor de Broadway Joshua Logan. Mr. Frederics, famoso sombrerero que apareció en pantalla como diseñador de los tocados de Scarlett, también estaba presente, aunque parece que sus creaciones fueron relegadas en favor de las de Walter Plunkett. Alice Faye, Tony Martin, Ann Rutherford y Walter Winchell también se dejaron ver en el Capitol.

Lo que el viento se llevó quedó expuesta al veredicto neoyorquino. Al público le gustó tanto como al de Atlanta. A los críticos también, aunque los expertos neoyorquinos, siempre obligados a preservar su reputación de exquisitos, salpicaron sus elogios de unas gotas de cinismo.

En el “Daily News”, Kate Cameron sugirió que «uno tiene que sentirse muy pletórico de fuerzas para aguantar la sentada entera, pero para los que lo puedan soportar, Lo que el viento se llevó vale la pena hasta el último minuto».

«¿Es la mejor película de la historia?», se preguntaba el crítico del “New York Times”. «Seguramente no, aunque es el mayor mural cinematográfico que hemos visto nunca, y la empresa más ambiciosa de la espectacular historia de Hollywood». Este crítico cerraba su crítica resumiendo el sentir de la prensa: «De todas formas, la cosa está aquí por fin, y no salimos del asombro que nos causa el hecho de no sentirnos decepcionados; casi lo estábamos deseando».

El día de Navidad, Selznick recibió un reloj de oro, regalo de Jock Whitney, su socio empresarial. Llevaba grabadas las palabras: «David. Navidad 1939. Alabado sea Dios. Jock». Ahora sólo quedaba un obstáculo antes del estreno nacional: la presentación en Hollywood.

Jueves, 28 de diciembre. Diez mil entusiasmados fans abarrotaban las aceras de San Vicente Boulevard y el pasillo de entrada hasta el cine Carthay Circle. Bañados en el resplandor de un mar de reflectores, los buques insignia de la industria del espectáculo americana trasladaron sus personas hacia la entrada de la sala tal que una ola de glamour en estado puro, un sueño de cinéfilo hecho realidad.

Aquí estaban, en toda su gloria, las estrellas más resplandecientes de Hollywood, entre ellas: Carole Lombard, cubierta de lamé dorado, del brazo del encantador señor Gable; Vivien Leigh y el gallardo Larry Olivier; Ginger Rogers, resplandeciente, con vestido y turbante diseñados por Walter Plunkett; William Powell, Orson Wel les, Ann Sothern, Ann Sheridan, Fred MacMurray, Fanny Brice, Claudette Colbert, Hedy Lamarr, los señores Temple con su Shirley, Harpo Marx y esposa… etcétera, etcétera, etcétera…

Todos aquellos que habían intervenido en la película —o que habían aspirado a algún papel— estaban presentes en la gala. Y, una vez más, Lo que el viento se llevó operó su magia sobre ellos. Luego, se exhibió en seis de los cines más importantes durante las vacaciones de Navidad y Año Nuevo, con llenos totales, y en enero se estrenó en más salas.[31]

Ya sólo quedaba esperar a la entrega de los Oscar para asistir a la coronación de Lo que el viento se llevó. Todos los especialistas hablaban de un éxito sin precedentes. Y nadie se equivocó. Y eso que los primeros presagios no eran tan favorables…

En los prestigiosos Premios del Círculo de Críticos de Cine de Nueva York, lo votantes no habían conseguido deshacer el empate entre Caballero sin espada, de Frank Capra, y Lo que el viento se llevó ni con trece votaciones. Al final, los críticos llegaron a un acuerdo y entregaron el premio a Cumbres borrascosas. La cinta de Selznick tuvo que conformarse con el premio a la Mejor Actriz para Vivien Leigh, aunque los periódicos se declararon sorprendidos de que «Bette Davis, que hasta este momento tenía el favor de todos los críticos, se haya visto relegada por Vivien Leigh».

Pero si el criterio de la crítica neoyorquina había hecho dudar a alguien de que Lo que el viento se llevó había de erigirse en reina de los Oscar, las trece nominaciones cosechadas por la película volvieron a poner las cosas en su sitio. Otro año que no fuera éste, títulos como Caballero sin espada, Adiós, Mr. Chips, La diligencia, Ninotchka y Cumbres borrascosas hubieran encabezado las predicciones, pero en 1940, los partidarios de estas películas ya se preparaban para una gran decepción. Como nominadas de relleno se encontraban Amarga victoria, La fuerza bruta, Tú y yo y El mago de Oz.

Vic Fleming, enfrentado al popular Frank Capra y a John Ford, había dejado perfectamente claro que pensaba que Selznick se estaba atribuyendo en demasía el mérito de Lo que el viento se llevó y minimizando cruelmente la contribución del director. Esta imagen de víctima había concitado muchos apoyos en torno a él, y se empezaba a pensar que el voto de simpatía podía jugar de forma determinante en su favor.

Quien también recibió trato de favor fue Vivien Leigh. La revista “Time” trató a la actriz británica como un miembro de la realeza en visita oficial, desplegando su retrato en la portada de su número de la semana de Navidad. Después de la sanción de la Crítica de Nueva York, Leigh se había situado como favorita para el Oscar a la Mejor Actriz, aunque un columnista opinó que «Hollywood cerrará filas en torno a su compatriota favorita, Bette Davis». Davis estaba nominada por Amarga victoria.

El 29 de febrero de 1940 se celebró la ceremonia de los Oscar en el Coconut Grove del Amabassador Hotel. A la entrada de la sede, los fans dedicaron su mayor ovación a Vivien, que llegó del brazo de Selznick. La revista “Variety” hizo inventario completo de su atuendo: «Vestido largo con estampado floral, cubierto de larga capa de armiño, voluminosa pulsera antigua y enorme piedra preciosa al cuello». Detrás de Leigh llegó Laurence Olivier, éste dando el brazo a Olivia de Havilland, nominada como Mejor Actriz Secundaria. Olivia llevaba «un voluminoso vestido de noche negro con encajes y chaquetilla de armiño blanca».

Una nominada que no pasó inadvertida fue Hattie McDaniel. La actriz iba cubierta de gardenias de la cabeza al cuello y cuando hizo su entrada en el Coconut Grove, acompañada por su pareja, para instalarse en su mesa para dos al fondo de la sala, los invitados al banquete la recibieron con una ovación.

Los rezagados vinieron cargados de noticias. El periódico “Los Ángeles Times” había violado el compromiso que mantenía con la Academia de no desvelar los nombres de los ganadores hasta después del banquete. La edición de las 20.45 desveló el secreto y Clark Gable y Bette Davis fueron dos de los aspirantes que entraron en el Ambassador sabiendo si habían ganado o no.

A las once de la noche, después de la cena, dio comienzo la ceremonia con el relevo de Frank Capra, presidente saliente de la Academia, que cedió el testigo al productor Walter Wanger. El presidente de la 20th Century-Fox, Darryl F. Zanuck, distribuyó los premios técnicos, y a continuación Wanger presentó al anfitrión de la velada, «El Rhett Butler de las ondas, Bob Hope».

Para el artista era su estreno como maestro de ceremonias, responsabilidad que asumiría durante dos décadas. Hope subió al escenario y soltó: «Qué bonito, un acto benéfico para David Selznick». Todos sabían ya que era así, porque la edición vespertina del “Los Ángeles Times” acababa de publicar la lista completa de ganadores. En adelante, los resultados de los Oscar no serían divulgados hasta el momento de abrir el sobre.

Fue una noche muy emotiva. Fay Bainter anunció el resultado de la liza por el Oscar a la Mejor Actriz secundaria con una solemnidad propia de una coronación: «Esto es más que una ocasión», proclamó, mientras su pecho se henchía de orgullo hasta casi descomponer la estola de piel de zorro que colgaba de sus hombros. «Esto honra a una nación cuyo pueblo es libre de premiar los logros más meritorios sin distinción de credo, raza o color». Dado que Bainter no había considerado necesario hablar de igualdad al dar el premio al mejor secundario a Thomas Mitchell, los pocos que no lo supieran ya pudieron comprender que la ganadora era Hattie McDaniel. Desde el fondo del salón resonó un ruidoso “¡Aleluya!” y la concurrencia dedicó a McDaniel la ovación más sonora de la velada.

La actriz, luchando por reprimir las lágrimas, pronunció un discurso —preparado por el estudio— lleno de elocuencia y dignidad. Tras empezar con un «Éste es el momento más feliz de mi vida», se comprometió a honrar a su raza y a la industria del cine y dio las gracias a Selznick y a su agente por impulsar su carrera. Hattie se atragantó, soltó un “Gracias” casi inaudible y volvió corriendo a su mesa, llorando con la cara entre las manos. Olivia de Havilland, que estaba nominada en la misma categoría, se precipitó a felicitarla desde la mesa de David Selznick, y luego se retiró a la cocina para derramar sus propias lágrimas y recuperar la compostura.

A Vivien Leigh, los nervios la habían impedido cenar, pero pudo relajarse cuando Spencer Tracy confirmó que había ganado el Oscar a la Mejor Actriz. Fue la imagen del aplomo inglés. Su discurso fue breve, sentido, y terminó agradeciendo a Tracy «haber venido aquí esta noche para darme este trofeo después de pasar dos días en el hospital». El actor sufría de inflamación de garganta. Los invitados pudieron observar que Bette Davis estaba esperando para felicitarla cuando la ganadora llegó a su mesa.

La noche también tuvo su dosis de tristeza y controversia. El momento triste de la velada llegó cuando el escritor Sinclair Lewis anunció que el fallecido Sidney Howard había ganado el premio del guión, para el que también se postulaban Ben Hecht y Charles MacArthur por Cumbres borrascosas. Y la controversia, como no podía ser menos, llegó de la mano de David Selznick. Cuando Mervyn LeRoy pronunció el nombre de Victor Fleming, fue David el que subió a recoger el premio, diciendo que el director estaba enfermo. La verdad es que Fleming había boicoteado la velada por su enemistad con él. Al día siguiente, el cineasta se personó en el Coconut Grove y recogió su Oscar para las cámaras de los noticiarios cinematográficos. Dio las gracias a su equipo, pero no al productor.

De entregar el Oscar a la Mejor Película se encargó el directivo de la Paramount Y. Frank Freeman. Como ya nadie dudaba de a dónde iba ir a parar la estatuilla, Freeman bromeó así: «La única razón de que me hayan llamado para entregar este premio es que tengo acento sureño».

Cuando DOS se levantó para subir al escenario por segunda vez en la noche, Bob Hope soltó: «David, tenías que haberte traído unos patines». Freeman entregó la estatuilla a Selznick con las siguientes palabras: «Te hago entrega de este trofeo, David Selznick. Pero David, yo nunca había visto tantos soldados como los que utilizas teis en Lo que el viento se llevó. Créeme, si el Ejército confederado hubiera tenido tantos, os hubiéramos dado para el pelo, malditos yanquis».

Selznick dio las gracias a todos sus trabajadores, pero con Olivia de Havilland se extendió especialmente; estaba claro que había leído el “Los Ángeles Times”. La revista “Movie and Radio Guide” explicó así la reacción de la concurrencia: «Ante tal expresión de admiración, ante esa decepción insinuada por la derrota de Olivia, la concurrencia reprime una exclamación; luego hay un aplauso».

Los análisis a posteriori decretaron que Vivien Leigh había derrotado a Bette Davis por un margen muy estrecho. Los gestores de la Academia de Hollywood, indignados con la traición del “Los Ángeles Times”, empezaron de inmediato a proyectar el modo de proteger el secreto de las votaciones en la ceremonia del año siguiente. El “Daily Variety” blandió a Hattie McDaniel con orgullo reflejo: «No sólo es la primera de su raza que recibe un Oscar, es el primer negro que se sienta en un banquete de la Academia».

Las estatuillas de la Fotografía y el Montaje fueron respectivamente a manos de Ernest Haller y Ray Rennahan, por un lado, y a Hal Kern y James Newcom por el otro. Los de Dirección Artística y Efectos Especiales fueron para Lyle Wheeler y Jack Cosgrove.

William Cameron Menzies recibió un Oscar especial por su «destacada labor en el uso del color», y David Selznick recibió el premio Irving Thalberg, concedido a un Productor Individual por Mantener de Forma Continuada un Alto Nivel de Producción. Este galardón tenía un significado especial para Selznick, porque él y el desaparecido Thalberg habían sido amigos y colegas durante años.

Con ocho estatuillas y un premio especial, Lo que el viento se llevó se había convertido en la reina de la historia de los Oscar. Aun así, la noche no resultó del todo feliz para David O. Selznick. Lamentaba que Rhett Butler se hubiera ido a casa sin un Oscar en el bolsillo.

Para sorpresa de muchos, “El Rey” perdió ante Robert Donat, premiado por su interpretación en Adiós, Mr. Chips. Bob Thomas lo cuenta así: «Mientras se dirigía a la fiesta de celebración con Russell Birdwell [su publicista], David mantenía un extraño silencio. Hasta que de repente espetó: “No sé por qué no nos han dado el Oscar al Mejor Actor para Gable. Has fallado en algo. No has montado una buena campaña; si no, Clark lo hubiera ganado seguro”».

Después de aquello, Birdwell se pasó dos días sin presentarse a trabajar. Selznick le llamó para disculparse y le dijo: «He sido un cerdo. He trabajado tanto y he esperado tanto, que me he vuelto glotón y lo quería todo».

Clark Gable también estaba molesto. La señora Gable intentó animar a su marido de camino a casa: «Vamos, no te pongas triste, Pappy. Estoy segura de que el año que viene nos lo traeremos a casa». «No, no es verdad», respondió Gable. «Se ha acabado. Era mi última oportunidad. No voy a ir nunca más a estas cosas». «Tú no, egoísta», respondió Carole Lombard. «¡Estaba hablando de mí!».

Para Selznick, la fiesta había terminado. Para él, para Vivien Leigh y para todos aquellos que habían vivido en un mundo aparte durante aquellos meses enloquecidos, la vida recobraba por fin su ritmo normal. Lo que el viento se llevó había roto las taquillas de los Estados Unidos y ahora se preparaba para conquistar el resto del mundo.

El cine Loew’s Grand acogió el estreno nacional de 1940, que tenía que haber estado presidido por Vivien Leigh y Laurence Olivier (la recaudación se destinó a la Sociedad de Socorro de Guerra a Inglaterra). Pero la Madre Naturaleza tenía otros planes. El aeropuerto de Atlanta estaba completamente cegado por la niebla. Vivien y Larry no pudieron aterrizar, y Margaret Mitchell, la escritora enemiga de los medios, tuvo que llevar la ceremonia en solitario, con el único apoyo de la inexperta y recién nombrada Miss Aniversario Lo que el Viento se Llevó.

David Selznick se entregó a las labores publicitarias con el mismo entusiasmo que había exhibido en todo lo relacionado con la película. El productor llegó incluso a enviar una nota a Howard Dietz a propósito de la clase de papel que debía usarse en los programas de la película: «A veces los crujidos no dejan oír los diálogos. Prométeme que te ocuparás de esto».

DOS pensaba que los espectadores que acudían a ver Lo que el viento se llevó venían esperando algo especial, un festín de magia cinematográfica, y su intención era dársela. El productor se ocupó personalmente de llevar a cabo sondeos para determinar si el descanso era lo bastante largo, si los clientes preferían las entradas numeradas o sin numerar, y qué le parecía a la gente que el precio de la entrada fuera más alto de lo normal.

A instancias de Selznick, el departamento de publicidad envió a los exhibidores, junto con la película, un cuadernillo de doce páginas, «Sugerencias para la presentación de Lo que el viento se llevó», en el que se ofrecían consejos sobre todos los aspectos de la exhibición, desde el momento de bajar las luces y poner la música, hasta cuántos minutos debía tener el intermedio o cuándo bajar el telón.

David también repartió instrucciones para la campaña publicitaria de la Metro. Elaboró una lista de pautas que incluía reglas como: «No se refieran a ella como una Película Metro-Goldwyn-Mayer. Es una Película Selznick International. No den información publicitaria sobre Margaret Mitchell. No se refieran a los Tarleton como los “gemelos Tarleton”. Hay que llamarlos “los chicos Tarleton” o “los hermanos Tarleton”. Y sobre todo, no hablen del INCENDIO DE ATLANTA en tales términos. La escena que sale en la película no es el incendio de Atlanta, sino el incendio de algunos edificios que contenían material de guerra».

Sin pararse en denominaciones, la película barrió todo el país como un huracán desatado, anunciada por la Metro como: «La Película Más Grande de la Historia».

Parece que los espectadores estaban de acuerdo, y Lo que el viento se llevó se pasó varios años recogiendo premios. En 1939, la revista “Photoplay” concedió su medalla de oro Tiffany a David Selznick por su trabajo en la producción. En 1940, la Crítica Nacional la eligió entre las Diez Mejores Películas del Año, y en 1941 la publicación “The Film Daily” la proclamó Mejor Película de aquel año. El estreno escalonado le permitió aspirar a estos galardones durante tres años consecutivos.

La popularidad de la cinta fue una bendición para muchas firmas comerciales, que desde entonces han producido toda una panoplia de objetos de merchandising. Hubo botones de cuero con forma de libro y con el título de la novela grabado, que se utilizaron para promocionar la novela en los años treinta; figuritas sujetalibros de Gable y Leigh, en hierro fundido; guardapelos; bombones y cintas para el pelo; pajaritas de Rhett Butler y camafeos de Scarlett de hojalata (sólo tenían que enviar 15 centavos y tres envoltorios de jabón Lux). Se podía comprar perfumes y lacas de uñas de Scarlett, e incluso semillas para las campanillas de la fascinante protagonista.

El consumidor amante del cine también podía comprar muñecas de papel, muñecas normales, libros de cocina, libros de acuarelas, figuritas de porcelana, pañuelos de algodón, rompecabezas y juegos de mesa, vestidos y patrones para vestidos, estampados de rayón, sombreros de paja, redecillas, corbatas y calendarios de cocina de papel de tela. La lista continúa con juegos de naipes (los ases portaban un retrato de Rhett jugando al póquer en una cárcel yanqui), bandejas de colección, un billete para el Tour de Peregrinaje “Lo que el viento se llevó”, de la compañía de autobuses Gray Line, y un sello de correos de las islas Fiji, objetos todos ellos dedicados a conmemorar la película.

El libro seguía contando con muchos lectores, no sólo en América sino en todo el mundo. Prohibido por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, la Resistencia Francesa se encargó de pasarlo de mano en mano. Los oprimidos buscaban inspiración en la fuerza y el coraje demostrados por Scarlett en una situación similar. En el devastado Londres, mientras las bombas de la Luftwaffe caían sobre la ciudad, las multitudes formaban largas colas ante los cines para ver la película.[32]

Los nazis, que veían a la protagonista como un símbolo de resistencia y liberación, habían prohibido la película en todos los territorios ocupados. En Inglaterra la admiraban precisamente por estas cualidades. Lo que el viento se llevó se convirtió en parte de la vida cotidiana, una piedra de toque, un símbolo de supervivencia y continuidad. La epopeya de Selznick ofrecía una vía de escape, un sueño romántico y, en la decisión de Scarlett de no dejarse vencer por la guerra y por el hambre, en el profundo afecto que siente por la tierra de sus ancestros, y en el ardor con que jura recuperar al hombre que ama, proporcionó a un mundo arrasado la esperanza de que mañana será otro día.

Lo que el viento se llevó había costado 3.700.000 dólares y otros 1.550.000 se habían ido en copias y promoción. Aunque no eran una cifra récord (la versión muda de Ben Hur, rodada en 1925, había costado cuatro millones de dólares y apenas había conseguido recuperar gastos), seguía siendo una suma astronómica para una sola película. Algunos analistas de la industria vieron difícil que la cinta diera beneficios, porque entonces pocas producciones lograban recaudar más de un millón de dólares, y mucho menos cuatro. Pero los recaudó, por supuesto.

Entre 1939 y 1943, Lo que el viento se llevó ingresó 31 millones de dólares por su exhibición en salas. En segundo lugar, con ocho millones, se encontraba Blancanieves y los siete enanitos (1937), de la Disney, y en tercer lugar San Francisco (1936), de la MGM, con 2,7 millones. Lo que el viento se llevó no fue sólo un taquillazo: fue un fenómeno sin precedentes en la historia del cine.

Las espectaculares cifras de recaudación de Lo que el viento se llevó tras las primeras rondas de exhibición se debieron en gran parte a los elevadísimos precios de admisión; en una época en que la butaca raras veces se vendía a más de 50 centavos, la entrada más barata para el filme de Selznick durante su primera exhibición en provincias costaba 70. Además, la todopoderosa Metro exigió y obtuvo el 70 por ciento de cada dólar que facturaran las taquillas de todas las salas, de forma que, de los primeros veinte millones recaudados, la Metro se quedó con trece.

Una vez deducidos los gastos de producción, publicidad, distribución y el coste de cada copia en technicolor (1.100 dólares), quedaba un beneficio de ocho millones de dólares a repartir a partes iguales entre Selznick International y la Metro; y esto sólo después de la primera temporada de exhibición en provincias en cuatro mil salas. Todavía quedaba la distribución “a precios populares”, que empezaría en enero de 1941, y que prometía resultar tan lucrativa como el primer estreno.

La ironía es que David Selznick nunca llegó a beneficiarse de este éxito económico de su gran obra. Los beneficios iniciales de la primera temporada de exhibición se calcularon en cuatro millones una vez deducidos los gastos de producción, copias y publicidad, y el gigantesco mordisco de la Metro en concepto de distribución. Este dinero fue destinado de inmediato a liquidar préstamos pendientes y financiar nuevas producciones. Pero es que además, el continuo flujo de enormes sumas de dinero que entraban y salían de las arcas del productor conllevaba enormes obligaciones fiscales.

En 1940, los asesores de Whitney aconsejaron a los socios de Selznick International que, por motivos fiscales, disolvieran gradualmente la compañía y se vendieran el uno al otro sus activos en ella. Para beneficiarse de estas ventajas, prometieron a Hacienda que la compañía quedaría disuelta en un plazo de tres años.

En 1942, los asesores les recomendaron que, para no poner en peligro el acuerdo con el Gobierno, vendieran también Lo que el viento se llevó, puesto que consideraban que, de todas maneras, ya le habían sacado casi todo su jugo económico. En consecuencia, Selznick vendió toda su participación en Lo que el viento se llevó a Jock Whitney por 400.000 dólares. Al año siguiente, Whitney, que a estas alturas había perdido interés por el cine, vendió casi toda la suya a la MGM por 2,4 millones.

A lo largo de los años —y los hubo muy difíciles— Lo que el viento se llevó mantuvo a flote a la Metro. Se convirtió en una especie de seguro de vida, a reclamar a voluntad o cada vez que una de las superproducciones del estudio no resultaba rentable.

La Metro también había entrado en declive. En 1942, Mayer fue destronado por Dore Schary y sólo los musicales y la taquillera Ben Hur (1959) permitieron al estudio aguantar el tipo durante la década de los cincuenta. En los sesenta, la Metro fue una sombra de lo que había sido y en los setenta prácticamente se retiró de la distribución y la producción. El estudio, muy necesitado de ingresos, entró en el negocio hotelero con el lujoso hotel MGM Grand de Las Vegas, que ofrecía suites con los nombres de sus estrellas más famosas. La necesidad de generar capital llevó incluso al estudio a sacar a subasta su colección de accesorios y trajes.

El aplauso del público y la crítica estaba concedido, el éxito económico garantizado. Pero Lo que el viento se llevó no estaba destinada a desaparecer en el crepúsculo, a perderse en un amable olvido como tantas películas de los años treinta. Estaba destinada a convertirse en un fenómeno, en una leyenda que aumentaría con los años.

Los aniversarios de la película, como los de una princesa adorada y mimada, empezaron a celebrarse desde el primer año de su existencia. En Estados Unidos se reestrenó cuando aún estaba caliente de la primera ronda de pases, en el año 1942, como estrategia para levantar la moral de la población en tiempos de guerra. Pero esta vez, el estudio decidió un tratamiento de producto de lujo, con copias en technicolor y un enorme montaje publicitario basado en una frase del crítico Bosley Crowther: «No habrá visto realmente Lo que el viento se llevó hasta que no la vea dos veces», un comentario aparecido en el “New York Times”.

A las oficinas de Selznick llegaban continuas peticiones de particulares y grupos que deseaban ver la película otra vez. Por ejemplo, el alumnado entero del instituto Western State de Kalamazoo, Michigan, solicitó otra oportunidad para «volver a disfrutar de este magnífico reparto bajo la dirección de David O. Selznick en una película soberbia».

En julio de 1947 volvió a reestrenarse, y siguió haciéndolo, según el plan maestro establecido por la Metro, a intervalos aproximados de siete años. Aunque el estudio ha vendido los derechos de emisión de casi todas sus películas antiguas a las emisoras de televisión, siempre juró que ni Lo que el viento se llevó ni El mago de Oz recibirían tan grosero tratamiento. Sólo se exhibirían en salas de cine o en cadenas de televisión en circunstancias especiales.

De aquel reestreno de 1942 también se aprovechó una ilustración de Rhett llevando a Scarlett en brazos, una imagen que a partir de entonces se convirtió en el emblema de todo el material promocional relacionado con la película, aunque a Selznick le llevó a comentar: «El material gráfico podría traer problemas con la oficina Johnston. Me parece ridículo que encarguen dibujos obscenos cuando aún hay tantos fotogramas donde elegir».

Fue en el reestreno de posguerra cuando la película empezó a adquirir su pátina de nostalgia. Después de la guerra, los profesionales del cine empezaron a manifestar una sed de realismo que se hizo patente en el uso de localizaciones reales y en el tipo de historias elegidas: dramas adultos y realistas, antisemitismo, racismo… Los espectadores asistieron con fascinación a la ascensión a la pantalla pública de este tipo de temas cotidianos, pero lo desagradable y lo espeluznante resulta difícil de asimilar en dosis muy concentradas; por otro lado, el cine de evasión había caído en la pura fórmula mecánica y ya no lograba ni sorprender ni satisfacer demasiado. Aun así, la afición a ir al cine es una costumbre difícil de erradicar; el número de espectadores siguió tocando techo, con 90 millones en los años 46 y 47 y buena parte del 48, y Lo que el viento se llevó navegó triunfalmente en la cresta de esta ola.

En la segunda mitad de 1947 y durante la mayor parte de 1948, la película recaudó la impresionante cifra de nueve millones de dólares. Cuando Selznick se dio cuenta de lo que había “regalado” cinco años atrás, exclamó: «Podría estrangular [a esos asesores fiscales] con mis propias manos y a sangre fría».

En 1954, Lo que el viento se llevó nació de nuevo a la vida cinematográfica. El reestreno fue problemático por varios factores: una polémica, bien aireada por la prensa, relacionada con la pretensión de la MGM de presentarla como una película suya, esquivando el nombre de Selznick; la exhibición de la cinta, por primera vez, en pantalla panorámica, y la apagada calidad del color en algunos tramos, debido en parte a la utilización de copias de acetato tras la destrucción, por orden oficial, de la peligrosa película de nitrato (sólo se salvaron de la quema unas cuantas copias de nitrato que hoy sobreviven en manos de coleccionistas o en archivos oficiales).

Como había sucedido en los últimos quince años, la nueva generación se dejó hechizar por el encanto de Lo que el viento se llevó. Muchos jóvenes repitieron la experiencia varias veces, circunstancia que impulsó a Selznick a sugerir a la Metro que resucitara el slogan: «¿Cuántas veces ha visto Lo que el viento se llevó?».

Fue este reestreno el que convirtió a la película en algo más que un ruidoso acontecimiento cinematográfico o el buque insignia del género melodramático-romántico. El público de los reestrenos anteriores había estado compuesto en su mayoría por personas que ya habían visto la cinta, y que volvieron a disfrutar de la experiencia tanto como la primera vez. En 1954, sin embargo, Lo que el viento se llevó cayó sobre una generación completamente nueva que la hizo igualmente suya, reconociendo en ella un clásico que no sabía de edades ni de clases sociales, que era incólume al paso del tiempo, a los cambios de mentalidad y a los progresos de la técnica. Ya no era sólo una gran película. Era un tesoro del pueblo, un legado exquisito que había de pasar de generación en generación.

En agosto de aquel año, Lo que el viento se llevó celebró por fin su gran reestreno hollywoodiense, en el Egyptian Theater, durante una velada repleta de estrellas y glamour que supuso tanto la celebración del quince aniversario de la película como un homenaje a David Selznick. La Metro invitó a todos los profesionales que habían participado en la realización del filme.

Hal Kern, ahora en la Metro como ayudante de Al Lichtman, se acercó a ver lo que habían hecho con su película. No la había visto desde 1947, y cuenta que se sintió «sorprendido y decepcionado. La pantalla panorámica no hacía lo que tenía que hacer, y el nuevo sonido [una nueva técnica llamada “Perspectra”] la destrozaba por completo. No me emocioné como la última vez». Lyle Wheeler, que ahora trabajaba como supervisor de dirección artística en la 20th Century-Fox, sintió algo parecido: «Pensé en todas las cosas que nos habían costado tanto trabajo, la composición. Todo el dinero y el tiempo que habíamos perdido, tirado por la ventana».

En el festejo hubo varias ausencias: Victor Fleming, fallecido en 1949; Vivien Leigh, que se encontraba en Inglaterra recuperándose de una crisis nerviosa sufrida durante el rodaje de La senda de los elefantes; Olivia de Havilland, que estaba en Europa haciendo una película; y Clark Gable, la ausencia más llamativa.

Gable y Selznick habían arreglado sus diferencias después de la guerra. El productor se lo contó así a uno de los biógrafos del actor: «[Al poco de su regreso] me encontré con él en una fiesta. Se acercó a mí, me rodeó con los brazos y me dijo: “Cómo me alegro de verte. Te debo una disculpa. Estaba volando sobre Berlín en mi primera misión y estaba muerto de miedo, estaba seguro de que me iba a morir y de repente pensé en ti y me pregunté, ¿qué tengo yo que reprocharle a ese hombre? Siempre se ha portado bien conmigo. Mi mejor película la hice con él. Sólo me trajo cosas buenas. ¿Qué tengo que reprocharle? Y me dije que si salía vivo de allí y volvía a Hollywood, me disculparía contigo. Y ahora estoy cumpliendo esa promesa”. Después de aquello nos vimos varias veces, siempre de forma muy cordial (…) y me dijo que se había enterado a posteriori de todo el dinero que había tenido que pagar yo para que él hiciera Lo que el viento se llevó y lo tonto que había sido [él] porque sólo le habían dado una prima». Este último comentario explica la ausencia de Gable en el estreno de 1954. El actor acababa de abandonar la Metro después de pasar veinte años como su estrella más longeva y popular, y se sentía dolido por cómo le habían tratado; aún le irritaba pensar la lotería que había sido para la Metro Lo que el viento se llevó gracias a él; y en su último día en el estudio, ni siquiera le habían ofrecido una fiesta de despedida, ni un mísero gesto de adiós y agradecimiento.

Orgulloso, se resistió tozudamente a todos los intentos de la MGM por convencerle para que acudiera al estreno. El propio Selznick suplicó al agente de Gable, George Chasin, de la MCA, mediante la siguiente carta, que intentara convencer a la estrella: «Su aparición en el estreno no supone para mí ni más (ni menos) que lo que supone para él. Ninguno de los dos nos beneficiaremos económicamente en lo más mínimo de cómo se reciba Lo que el viento se llevó. Pero a la larga, nuestros intentos por mantener su prestigio y seguir defendiéndola sí que redundarán enormemente en nuestro beneficio. Es muy probable que a los dos se nos recuerde por esta película y sería una locura para cualquiera de los dos darle la espalda».

Gable no se dejó conmover por estos argumentos. La gala se celebró sin él; sin embargo, pese a su ausencia y pese a la pantalla panorámica, la lujosa concurrencia coincidió en decretar que la película seguía siendo «la más grande», una opinión compartida por todo el país.

A principios de 1961, poco tiempo después del fallecimiento de Clark Gable, la Metro anunció sus planes para poner de nuevo en circulación Lo que el viento se llevó «para conmemorar el centenario de la Guerra de Secesión». David O. Selznick, que por entonces se encontraba sumergido en los problemas de estreno de Suave es la noche, se vio obligado a retroceder de nuevo a los brillos del pasado.

A estas alturas, la inquina que le provocaba la ascensión de Lo que el viento se llevó a una leyenda cada vez más magnificada empezaba a adquirir visos de esquizofrenia: seguía sintiéndose enormemente orgulloso de ella, pero también se resentía de esa larga sombra imborrable que ahogaba toda su vida profesional.

A lo largo de su vida habló varias veces ante su gente de confianza de «esa maldita película; cuando me muera, el periódico dirá: “Muere el productor de Lo que el viento se llevó”». Si la película aún hubiera sido suya, seguramente no se habría mostrado tan ambivalente, pero el resentimiento que sentía hacia la Metro y los millones que el estudio facturaba cada siete años gracias a esa película eran difíciles de olvidar. Por otro lado, nada podía matar el orgullo que sentía por la obra de su vida y el reconocimiento público que siempre llovió sobre él por haber producido la película más taquillera de la historia, posición que ocupó hasta que Cecil B. DeMille arrasó con su epopeya bíblica Los diez mandamientos a finales de 1958.

Por estos motivos, cuando la Metro anunció el reestreno de Lo que el viento se llevó para el año 1961, Selznick se sintió obligado a prestar toda su colaboración para que la cinta recuperara el primer puesto en las listas de taquilla. No protestó cuando la gente de la MGM le reveló en confianza que, en vez de recurrir a la empresa Technicolor, las nuevas copias se harían con la nueva técnica de la compañía, Metro Color (nombre comercial para el proceso de Eastmancolor), un método más rápido y barato que el Technicolor, aunque menos fiable, puesto que el color no se mantenía y acababa volviéndose rosa. Los colores de las copias producidas por la Metro para el reestreno de 1961 empezaron a difuminarse al cabo del año. El estudio, sin embargo, utilizó algunas de las copias en Technicolor de 1954 junto con las nuevas, lo que le permitió incluir en la publicidad del reestreno la frase “Color by Technicolor”.

La gala del reestreno se celebró en Atlanta en marzo de 1961. Daniel Selznick, que asistió al acto con su padre, lo recuerda así: «El Loew’s Grand estaba decorado como en el estreno de 1939. Dentro de la sala, Vivien Leigh se sentó al lado de mi padre y Olivia de Havilland al otro. Cuando el título apareció en pantalla, vi que Vivien asía la mano de mi padre y decía: “Ay, David”. Cuando Clark Gable apareció en pantalla por primera vez, la oí decir, conteniendo el aliento: “Ay, mira a Clark; ¡qué joven y qué guapo está!”.

»Mi padre se giró hacia ella, la rodeó con el brazo y le dijo: “Y tú también, Vivien. Y todavía lo estás”. Al final de la película hubo un aplauso fuerte y largo; los tres se levantaron para agradecerlo. Mi padre parecía de muy buen humor. Pero cuando llegó el momento de abandonar Atlanta y volver a Hollywood, se puso nostálgico y hasta melancólico. Después de llegar tan alto, sólo se puede bajar».

Desde Suave es la noche, Selznick no había vuelto a hacer otra película, pero siguió ocupándose de sus negocios en Hollywood, observando las nuevas corrientes de la industria y los contenidos del cine del momento con la sombría certidumbre de que en el nuevo sistema no había sitio para él, de que nunca sería capaz de asimilar la evolución de los gustos y mentalidad de los espectadores. La elegancia demostrada al retirarse a tiempo de la liza permitió que su dignidad y su reputación siguieran intactas, al contrario que muchos coetáneos que se negaron a entregar su poder y cambiar sus métodos.

Sin embargo, y pese a su nueva condición de semijubilado, el espectro de Lo que el viento se llevó no dejaba de rondarle. Invirtió mucho dinero, mucho tiempo y muchas energías verbales en intentar sacar adelante un proyecto de obra de teatro musical que se llamaría “Scarlett O’Hara”. A lo largo de los años se anunció en diversos momentos que el compositor de las canciones sería Richard Rodgers, Harold Arlen, Leroy Anderson o Dimitri Tiomkin; cada uno de ellos venía con un equipo de letristas distinto, ya Oscar Hammerstein II, ya Ogden Nash, ya Ray Swift. El proyecto nunca llegó a materializarse, como tampoco lo hizo una idea de David Selznick para que la NBC produjera una versión televisiva en seis capítulos.

En 1963, Selznick había renunciado a recrear Lo que el viento se llevó en formato teatral o televisivo. MGM seguía recibiendo multitud de ofertas para vender los derechos de emisión televisiva, pero éstos se hallaban aún en poder de David, que a lo largo de los años había pagado a la familia Mitchell un total de 250.000 dólares para conservarlos. El legendario productor sucumbió finalmente a los requerimientos de la Metro y le vendió sus últimos derechos sobre la película. Esto permitió al estudio negociar con la familia Mitchell y conseguir no sólo los derechos teatrales y televisivos, sino los derechos para una segunda versión.

Dos años después, el 22 de junio de 1965, Russell Birdwell publicó un anuncio en “The Hollywood Reporter” con la siguiente nota escrita a mano: «¡Vuelve a casa, DOS, te necesitamos!». En aquellos días, el mencionado DOS, el propio David O. Selznick, sufrió un ataque durante una reunión con su abogado, Barry Brannen: Según la noticia del suceso, «dijo que se sentía desfallecer, se puso la mano en el pecho y se sentó. Llamaron a una ambulancia y se lo llevaron al Cedars of Sinai Hospital, donde murió a las 14.33. Tenía 65 años». Muchos periódicos hicieron buenas las predicciones del fallecido, saliendo con el titular: «Muere el productor de Lo que el viento se llevó».

En 1966, el nuevo presidente de la MGM, Robert O’Brian, pidió a Ray Klune, ahora directivo de producción en el estudio, que investigara las posibilidades de reestrenar Lo que el viento se llevó en formato de 70 mm. Por desgracia, el proceso de reformateado rebanó un cuarto de película por arriba y otro cuarto por abajo. La composición quedó destrozada y, descuido imperdonable, la épica imagen de las palabras “Gone With the Wind” barriendo la pantalla desapareció por completo. En su lugar surgieron cuatro palabras diminutas apretadas en el centro de la imagen. Era como una parodia del original, y, a estas alturas, el color original, que tantos desvelos había costado a Selznick, había perdido brillo y nitidez. Pero el público se dejó atraer por el bombo laudatorio y se aglomeró en torno a las taquillas, aunque aquella película tan borrosa y espantosamente encuadrada debió hacerles pensar que a qué venía tanta historia.

El caso es que la obra emblemática de David Selznick continuaba haciendo gala de su rozagante eternidad. Pese a todas las mutilaciones generadas por el nuevo formato, tras su reestreno de 1967 se mantuvo en el Rivoli Theatre de Nueva York durante casi un año, retando, y finalmente derrotando en taquilla, a 2001: Una odisea del espacio. En Hollywood, el reestreno empezó en el mismo Carthay Circle Theatre que había acogido el estreno de 1939, y ocupó su programa durante algo más de un año. Cuando la película cayó de cartel, el cine fue derruido para construir un edificio de oficinas.

Una década más tarde, en noviembre de 1976, la Metro se rindió a lo inevitable y vendió Lo que el viento se llevó a la televisión. La NBC pagó cinco millones de dólares por un único pase que obtuvo una audiencia de ciento diez millones de espectadores. Al año siguiente, la CBS compró los derechos de emisión para veinte pases por 35 millones de dólares. Durante esta época, la MGM había ido cambiando de manos como un caballo de carreras demasiado viejo, y en 1985 era propiedad del millonario de Las Vegas Kirk Kerkorian. En un acuerdo extremadamente complicado, la Metro pasó a las manos de Ted Turner —de Atlanta, nada menos— por 1.500 millones de dólares. A finales de los años ochenta, el magnate de la televisión por cable incurrió en las iras de los cineastas de Hollywood por atreverse a colorear los clásicos en blanco y negro de su filmoteca. Pero en 1989, por un coste de unos 250.000 dólares, Turner aprobó una esmerada restauración de Lo que el viento se llevó, con las matrices de color originales. La versión restaurada se estrenó en Nueva York en febrero de 1989 y por primera vez en cuarenta años los espectadores pudieron ver Lo que el viento se llevó tal como Selznick la había concebido.

A partir de los años setenta, y en el calor de las secuelas de prestigio que se produjeron en esos años, como El padrino II o French Connection II, se habló de una posible continuación para Lo que el viento se llevó. La idea no se llevó a la práctica por los gastos que conllevaría, porque nadie era capaz de decidir lo que sucedía al acabar la primera parte y porque la dirección de la Metro-Goldwyn-Mayer estaba cambiando constantemente. Pero el mundo editorial es ligeramente más estable y en 1987 la casa de Margaret Mitchell, Macmillan, anunció que después de tantos años buscando al autor adecuado, habían encargado a Alexandra Ripley la elaboración de “Gone With the Wind II”.

Antes de la invención del vídeo, Lo que el viento se llevó fue emitida una vez en la televisión americana en 1976, y anteriormente, entre 1967 y 1973, se presentaron varias versiones musicales en Tokio, Londres, Los Ángeles y San Francisco. La versión japonesa fue, con diferencia, la mejor acogida (su tercer montaje duraba seis horas). Los espectáculos de Londres y Estados Unidos no fueron bien recibidos y cayeron de cartel al poco del estreno.

Cuando Ted Turner adquirió la filmoteca de la Metro unos cuarenta años después, el magnate de la televisión hizo retroceder el reloj. Ahora como entonces, Lo que el viento se llevó es objeto de pases diarios, esta vez en la sede de la CNN, en Atlanta.

Desde su estreno, el éxito de la obra maestra de Selznick se midió en dólares. Y no tardó mucho tiempo en convertirse en la película más taquillera de la historia de Hollywood, ingresando más de setenta millones en los primeros cinco años de exhibición mundial. En 1985 había aportado a la Metro 77 millones de dólares y estaba situada en el puesto número veinte de las películas más rentables, aunque en número de espectadores sigue siendo, con mucho, la primera.

Lo que el viento se llevó marcó el punto más alto de la industria de Hollywood, pero también el comienzo de una nueva era marcada por el declive de los grandes estudios. Orson Welles y su Ciudadano Kane estaban esperando.

En 1987, la revista “Variety” publicó la lista de las películas más taquilleras de todos los tiempos y Lo que el viento se llevó quedó en el puesto número 22, con 76.700.000 dólares recaudados en las salas de Estados Unidos y Canadá. Pero estas cifras resultan engañosas, porque el dólar de hace medio siglo no es el dólar de hoy.

En 1989, “Variety” calculó que Lo que el viento se llevó había dejado 840 millones de dólares actuales en las salas nacionales e internacionales. Esto representa más de dos mil millones de dólares en entradas vendidas, lo que la convierte con certeza en la película más rentable y vista de la historia del cine.