Durante el dramático proceso de casting, investigación y planificación, Selznick no dejó de trabajar en el guión. Había empleado a una docena de guionistas, empezando por Sidney Howard y acabando por John Van Druten y Oliver H. P. Garrett. Les hizo trabajar en trenes, aviones y barcos, entre Hollywood, Nueva York y las Bermudas. El tocho resultante fue bautizado como el “guión arco iris”, por la riada de revisiones de distintos colores que sobresalían del fajo. Y aún no tenían un texto definitivo. Pero la falta de guión no fue un obstáculo en el camino del proyecto. El rodaje estaba a punto de comenzar.

Jueves, 26 de enero de 1939. En las modestas casitas que se alineaban a lo largo de las calles que daban a la parte de atrás del estudio, los maridos se iban a trabajar, los niños al colegio y las mujeres tarareaban la música de Paul Whiteman que salía de la radio mientras recogían los platos del desayuno. Al otro lado de la alambrada, el set de Lo que el viento se llevó hervía de actividad.

A las ocho de la mañana, en el césped delantero de Selznick International, la actriz Mary Anderson izó la bandera confederada de las barras y estrellas, señalando oficialmente el comienzo del rodaje de GWTW. La enorme cámara technicolor estaba colocada frente a la escalinata principal de Tara. Vivien Leigh, seductoramente ataviada con un vestido de muselina verde con estampado de ramitos, se preparaba para ponerse a coquetear con los pelirrojos gemelos Tarleton. George Cukor gritó: «¡Acción!».

La primera escena del plan de rodaje también era la primera de la película, aquella en que Scarlett y los gemelos Tarleton hablan de la guerra y de la barbacoa que se va a celebrar en la finca Doce Robles. Era una escena de importancia capital, la primera hebra del hilo dramático que impulsa toda la acción de la historia: el momento en que Scarlett se entera de que Ashley, el hombre al que ella ama, se va a casar con su prima Melanie.

La calidad interpretativa de los dos actores que daban vida a los hermanos Tarleton era, como mucho, pasable, y algunos dirían que parecían simples aficionados. Dirigirlos debió resultarle muy irritante a un profesional como Cukor, que en aquellos momentos necesitaba concentrarse en Scarlett y en cómo reaccionaba ésta a los comentarios de sus admiradores, y también en el aire general de la escena, que tenía que acercar al espectador el aroma del Viejo Sur y su encanto natural.

Cukor perdió muchísimo tiempo intentando inocular en los dos actores ese estilo espontáneo de actuación que nadie les había enseñado; la misma Leigh, pese a su considerable pericia técnica, no pudo evitar demostrar la irritación que le causaban las constantes interrupciones que requerían los intentos del cineasta por establecer una relación armónica entre la escena y los actores. La tensión se contagió a todo el estudio: «Todo el mundo estaba nervioso», recordaba Ray Klune, «y en los copiones del día siguiente se notaba. George tenía a Vivien demasiado subida de tono, muchísimo. David pensaba que [la actriz] estaba actuando como si fuera el primer acto de un ensayo general. Y con los chicos pasaba lo mismo. Estaban muy pasados».

Además, los “gemelos”, Fred Crane y George Bessolo, no eran siquiera parientes, y como ningún tipo de maquillaje les hubiera hecho parecer idénticos, el guión los había convertido simplemente en los “chicos” Tarleton. La cámara “tiñó” sus cabellos de un naranja tan intenso que días después fue necesario oscurecérselos, alisárselos y volver a rodar la escena. Meses después, la escena se rodó por tercera vez, tras decidirse que los virginales dieciséis años de la protagonista quedarían mejor reflejados envueltos en volantes blancos que en muselina verde.

Mientras Scarlett alentaba las esperanzas de los Tarleton en el porche de Tara, en otro rincón del solar el aire se llenaba de los chirridos y golpeteos de sierras y martillos. En Forty Acres estaban levantando un mundo entero. Atlanta surgía de la nada, incluida la estación de tren y su enorme almacén de vagones, el imponente hospital eclesiástico, la tienda de Frank, Shantytown, el arsenal donde se celebra la venta benéfica, la casa de la tía Pittypat, y la casa donde vive Scarlett después de la guerra. El decorado de la ciudad de Atlanta, el más grande jamás construido para una sola película, comprendía cincuenta y tres edificios y casi tres mil metros de calles.

Los terrenos de la Selznick International también albergaron la mansión de Tara y algunas habitaciones de Los Doce Robles. En exteriores sólo se rodaron las escenas de los jardines de la plantación de los Wilkes y unas pocas tomas de los rincones más apartados de Tara.

Se plantaron árboles, el suelo se cubrió de tierra y se importaron arbustos de arándanos de Oregón, que figuraron en la cinta como arbustos de boj. En algunos casos se construyeron árboles con postes telefónicos cubiertos de yeso. Las verjas del estudio eran un trasiego de camiones cargados de polvo de ladrillo, destinado a recrear la rojiza tierra de Georgia.

En el departamento de vestuario, las máquinas de coser zumbaban sin parar y las tijeras repicaban contra las mesas de madera. Las costureras trabajaban febrilmente sobre 2.868 trajes, sin contar los 1.230 uniformes de los soldados confederados. Un traje a rayas de Scarlett costó tres semanas de trabajo.

Se diseñaron y confeccionaron joyas, sombreros de fieltro y plumas, sedas, encajes, guantes y bolsos. Había bombachos de arpillera compartiendo perchas con trajes de noche de encaje azul y terciopelo color burdeos. También hubo que hacer los trajes de los años de la guerra (del vestido de percal de Scarlett se hicieron veintisiete versiones), y luego envejecerlos mediante un tratamiento a base de carburo de silicio, papel de lija, ruedas de esmeril, pinceles de acero finos, cera de abeja, madera, piedras y polvo.

Los encargados de atrezzo tuvieron que emprender la búsqueda de artículos de toda índole, desde el distinguido cochecito de bebé, en forma de caballito balancín, donde pasea Bonnie Blue Butler, hasta un ataúd adornado como los existentes en la época, una campana de tren de hierro fundido, tapizados con estampados de la época, papel de pared, una cabeza de caballito de juguete, palas como las de entonces, en forma de espada de naipes, y media docena de moscas para la habitación donde yace un enfermo. Todo un desafío.

Mientras se hacían todos estos preparativos, delante de las cámaras continuaba el rodaje. Después del almuerzo, viendo que fallaba la luz, Cukor y Vivien pasaron al set del dormitorio, que aún no estaba terminado. Allí se unieron a ellos las veteranas actrices Hattie McDaniel, la avispada nana de Scarlett, y Butterfly McQueen, recién llegada de Nueva York para dar vida a la obtusa y gritona criada Prissy, uno de los principales recursos humorísticos de la película. Entre las paredes del pequeño plató se apiñaban un centenar de personas —carpinteros, pintores, eléctricos, técnicos—, todas enfrascadas en terminar el decorado.

A las cinco de la tarde, el decorado y los técnicos estaban listos para rodar. La escena mostraba a Mammy atusando a su señorita Scarlett para la barbacoa de Doce Robles, y era la primera escena buena en la que Cukor tenía ocasión de trabajar. El director se entregó a ella con alegría: afinó los matices más sutiles de la relación entre las dos mujeres, adiestró a McDaniel para que limara cierto exceso de ordinariez y velocidad en sus diálogos, y en general dio a la relación entre los dos personajes esa riqueza y esa sinceridad que se hace latente en toda la historia.

Al día siguiente, David O. Selznick estaba sumamente preocupado. Ya se había gastado 1.081.465 dólares, cifra escandalosa para un presupuesto total de 2.843.000 dólares. Y sólo había rodado dos escenas —de un total de 692—… que no le gustaban. El productor sabía que la primera iban a tener que volver a hacerla y se decía a sí mismo que la estridente interpretación de Vivien Leigh se debía únicamente a los nervios del primer día. Pero la segunda secuencia le había sacado de quicio. George Cukor, sin consultarle, había decidido darle a Butterfly McQueen una línea más de diálogo.

Para el cineasta, este añadido era necesario para suavizar lo que él consideraba un cambio de atmósfera demasiado brusco y arbitrario del guión. Había tomado el diálogo casi literalmente de la novela. A Selznick, aunque comprendía la utilidad del añadido, le molestaba, simplemente, que Cukor hubiera hecho algo así. Y tampoco estaba satisfecho con el ritmo que había dado el director a la escena; todo a base de pausas, miradas y reacciones. El productor se daba cuenta de que estas sutilezas eran el secreto de la escena, pero el caso es que ésta duraba un minuto más de lo calculado en las pruebas, y ya entonces la habían acortado.

Durante la primera semana, Cukor siguió haciendo saber a Selznick lo insatisfecho que se sentía con el fragmentario guión. Cukor era un director muy puntilloso, que confiaba en que el texto le diera un punto de referencia mientras él trabajaba con sus actores en los vaivenes de caracterización de los personajes. Y aquí se encontraba con un script que más que un punto de referencia, parecía una boya zozobrante que no dejaba de moverse en todas direcciones: collages de la guerra de Secesión y a la vez escenitas dialogadas de personajes secundarios explicando la evolución de la guerra en Georgia, todo ello sujeto a revisiones diarias.[14]

Susan Myrick, una amiga de Margaret Mitchell que había sido contratada como asesora de acentos y etiqueta sureños, estuvo presente en todas las escenas. Lo mismo sucedió con Natalie Kalmus, la esposa de Herb Kalmus, el hombre que poseía los derechos sobre la nueva técnica del technicolor y que tenía que dar su aprobación a cada uno de los planos rodados.

Después de cada toma, Cukor consultaba con las señoras. «¿A Dixie le vale?» Si Susan asentía con la cabeza, la secuencia se consideraba zanjada; si pensaba que los acentos no habían quedado bien, se volvía a hacer siguiendo sus amables instrucciones. Natalie, en cambio, era una mujer algo despótica que obligó a volver a filmar un buen número de escenas porque pensaba que tal o cual color no había quedado bien una vez positivado. A veces hacía modificar una prenda de ropa o un tapizado aun después de confeccionado y filmado. Y todos estaban obligados a obedecerla.

Durante la primera semana de rodaje, DOS advirtió repetidamente a su director que debía aligerar el ritmo. Cada vez se sentía más decepcionado con lo que veía en los copiones. No veía en pantalla los meticulosos preparativos, los cientos de bocetos de decorados y de dirección artística. En una nota a Menzies y Klune, el productor comentaba lo siguiente: «Cuanto más veo nuestra cinta y la comparo con otras películas en color como Robin Hood, más comprendo que nos estamos engañando al suponer que podemos hacer algo bueno en nuestros decorados exteriores…». Al final de los diez primeros días de rodaje, la irritación de Selznick, sus constantes revisiones del guión y el obsesivo detallismo de Cukor habían generado un total de veintitrés minutos de película, diez de los cuales ya estaban programados para rehacer.

Pero no todo el mundo estaba insatisfecho con la labor del director, Vivien Leigh y Olivia de Havilland le adoraban. Cukor era atento y considerado y comentaba con detenimiento sus papeles, animándoles siempre a ofrecer su punto de vista sobre sus personajes. Era una relación de auténtica colaboración que permitió a Leigh quitar un poco de mala uva a Scarlett y acentuar los aspectos más positivos de su personalidad. El director aguantaba las críticas de Selznick y se concentraba en el trabajo por el que le estaban pagando.

El 31 de enero, Clark Gable se unió al equipo. El ambiente del plató, que para entonces ya iba relajándose, empezó a cargarse de nuevo. Según Selznick: «Clark estaba nervioso por aquella campaña publicitaria tan colosal, no sabía si podría estar a la altura. Y también pensaba que yo le había cargado sobre los hombros una nueva actriz y que le iba a regalar la película a ella. Le aseguré que si una vez terminada la película seguía pensando lo mismo, yo lo repararía del modo en que él estimara más conveniente. De este modo se tranquilizó y se puso a trabajar».

En deferencia a la importancia de la estrella y conociendo su preferencia por los entornos de ambiente masculino, DOS dio a Gable un camerino muy grande decorado como un cobertizo de caza. Pese a los esfuerzos del productor por hacer que su estrella se sintiera como en casa, el actor se sentía como el invitado de piedra. Estaba nervioso, no tenía su papel preparado y sabía que Cukor había trabado una relación muy estrecha con Vivien y Olivia. Clark, acostumbrado como estaba, después de tantos años en la Metro, a que le bailaran el agua, se sentía excluido.

Su primer día en el set no contribuyó a reforzar su confianza. Era la escena del baile benéfico, cuando la recién enviudada Scarlett escandaliza a la sociedad de Atlanta aceptando bailar con Rhett Butler. Como Gable no era ciertamente Fred Astaire, el director hizo enganchar una plataforma giratoria a la cámara para que su actor pareciera más garboso como bailarín. El actor no sólo tenía que aprender el reel —baile típico escocés— de Virginia, sino que se le exigía un estilo de actuación que le resultaba enormemente incómodo.

La complejidad del personaje de Scarlett y de su relación con Melanie obligaban a Cukor a dedicar mucho tiempo a las dos actrices, situación que no contribuía a aplacar los temores de Gable. Con su estrella masculina, los esfuerzos del director iban dirigidos a hacer que se relajara, a intentar infundir cierta elegancia burlona en su interpretación. Pero Clark no era lo que se dice un actor maleable. Su estilo interpretativo era fundamentalmente una extensión de su propia personalidad; cualquier cosa que se saliera de ahí le hundía en la agonía, pese a toda su profesionalidad.

Además, Gable ni entendía ni compartía el método de trabajo de Cukor: sus personalidades y temperamentos eran polos opuestos. El actor estaba acostumbrado a gente como Jack Conway y Victor Fleming, que le daban orientaciones mínimas y específicas, que hablaban poco y concreto… y que sabían cómo tratarle y hacer que se sintiera cómodo; hombres, en definitiva, tan masculinos como él.

Cukor, en cambio, era sensible, culto, pijotero y enloquecedoramente vago dando instrucciones. Clark estaba acostumbrado a que le dijeran claramente lo que estaba haciendo mal y cómo corregirlo, y pensaba que Cukor no se lo estaba diciendo. Respetaba su talento, pero le resultaba imposible conectar con un cineasta que le llamaba «cariño», que chismorreaba como una dama de sociedad, que examinaba con lupa los peinados de las actrices y que se empeñaba en que su estrella hablara con acento sureño.

Según Selznick, «Gable era extremadamente inteligente sin ser un intelectual. No tenía una psicología complicada, su cabeza no estaba demasiado cargada. Si tenía problemas, no los transmitía a su interpretación. Sus actuaciones eran sólo una reproducción de lo que había creado el autor. (…) Otro actor podría haberle dado otra dimensión al personaje de Rhett, pero entonces ya no hubiera sido el Rhett de Margaret Mitchell. Clark creó exactamente el Rhett que los lectores querían. No sé de ningún otro actor de los últimos cincuenta años, salvo John Barrymore, que pudiera haber encarnado a Rhett tan bien como Clark. (…) Si estaba descontento con Cukor, nunca me lo hizo saber, y nunca criticó a George». Es lógico que el actor nunca hablara con Selznick, porque sabía que éste era muy amigo de Cukor; además, el propio Selznick tampoco le caía bien. Pero la Metro era otra historia. Allí dio cuenta de su irritación a varios de los ejecutivos del estudio. Supuestamente, a los más íntimos les dijo: «No quiero a Cukor; voy a hacer que le cambien».

Transcurridos diez días de rodaje, Selznick, agobiado por los problemas que le llegaban de todos los frentes, se había convertido en el rey de las contradicciones. Había repetido hasta la saciedad que Lo que el viento se llevó no se iba a hacer con métodos factoriles. No era un modelo de serie, no era un Ford ni un Chrysler, ni siquiera un Cadillac. GWTW iba a ser un Rolls Royce, una unidad fabricada a mano hasta la última moldura. Y sin embargo, ahora se sorprendía a sí mismo apremiando constantemente a Cukor, como si a estas alturas se conformara con un Cadillac. También le preocupaba la alegría con que el director manipulaba el guión; éste añadía frases y hasta parlamentos enteros cuando y donde se le antojaba.

Selznick decidió prevenir posibles sobresaltos en la sala de proyección ordenando a Cukor que celebrara ensayos que él pudiera presenciar. Aparte de enfurecer al cineasta y socavar su autoridad, las constantes revisiones que sufría el guión hacían imposible ensayar, ya que nadie sabía cómo eran los diálogos que tendrían que leer al día siguiente. DOS también ponía objeciones al vestuario, a la fotografía y a la dirección artística. Criticaba todo lo criticable e hizo saber para general conocimiento que pensaba que los resultados estaban siendo técnicamente inferiores a las películas en color que se hacían en la Warner por la mitad de dinero.

Aunque Gable nunca se quejó oficialmente de Cukor ante Selznick, en la Metro sabían que no se sentía cómodo, y Clark sabía que la noticia acabaría llegando al productor.[15] El contrato de cesión de Clark incluía una cláusula que eximía a la MGM de toda responsabilidad en caso de que el actor, por la razón que fuese, «se negase a actuar»: lo que hoy se llamaría, en jerga hollywoodiense, un contrato pay or play (un contrato blindado donde el artista cobra haga la película o no). Consciente de los recelos de la estrella y de lo que él mismo se jugaba en la empresa, Louis B. Mayer decidió terciar y le dijo al productor que, más que un mural de pared, Cukor parecía estar pintando una miniatura. DOS lo vio claro: había que quitar de en medio al director.

No habían pasado dos semanas y la metralla ya silbaba en todas direcciones. La situación alcanzó su punto álgido el día 7 de febrero de 1939, en que el director comenzó a rodar la escena del parto de Melanie en presencia de Selznick. La esclava tonta, Butterfly McQueen, tenía que decirle a Scarlett: «Si pone un cuchillo debajo de la cama, el dolor se corta en dos». Cukor quería que la actriz pronunciara la frase de forma histérica y agitada, como correspondía al personaje. El productor no estaba de acuerdo; quería que McQueen recitara la línea en tono calmado. David hizo valer su autoridad. Enfrentado al productor, a Gable y al guión, el bueno de George decidió que su situación era insostenible.

Las fricciones entre ambos se fueron agudizando con los días, hasta cristalizar el día 13 de febrero, cuando el equipo se hallaba filmando a Rhett, Scarlett, Melanie y Prissy saliendo de la casa de la tía Pittypat antes de que los yanquis entren en Atlanta. Durante el almuerzo, Cukor fue a ver a Selznick para hablarle de retocar las escenas que iban a rodar a continuación, las relacionadas con el permiso de Navidad de Ashley; su intención era, una vez más, volver al original de Sidney Howard en vez de usar la larga y acartonada revisión de Garrett y Selznick. El productor volvió a imponer su criterio y Cukor se negó a seguir adelante en aquellas circunstancias.

El lunes 13 de febrero de 1939, la revista “Variety” y “The Hollywood Reporter” publicaron un comunicado anunciando que George Cukor había abandonado la producción de Lo que el viento se llevó «a consecuencia de una serie de desacuerdos relativos a un gran número de escenas concretas». Su sustituto sería Victor Fleming. Selznick añadía una nota personal:

«La renuncia del señor Cukor es el incidente más lamentable de mi larga carrera como productor, y más teniendo en cuenta que considero al señor Cukor uno de los mejores directores que han honrado este negocio con su talento. Mi único deseo ahora es tener la suerte de reemplazarle con un hombre de talento equiparable».

Las explicaciones ofrecidas abarcaron desde un despido ordenado por el productor hasta una enfurruñada renuncia por parte del cineasta, pero la versión generalmente aceptada es la de las socorridas «diferencias creativas». Cukor pensaba que, como director, él debía tener la última palabra, mientras que DOS, por su parte, estaba decidido a llevarle de la mano en todo momento.

En realidad, las «diferencias creativas» a que alude el productor eran diferencias de estilo. Selznick y Menzies habían decidido dar a la película una envoltura grandiosa y recargada, mientras que Cukor se dedicaba a presentar a sus personajes con todo lujo de detalles, un método que en opinión de David no capturaba «la grandeza, la envergadura y la magnitud de la producción». En parte tenía razón, pero también es un argumento discutible, puesto que DOS siempre había tenido intención de encomendar a otra persona la dirección de las grandes escenas de espectáculo.

Hasta aquí la versión —más o menos— oficial. Pero existe también una historia no oficial, como siempre más escandalosa, que sugiere que Clark Gable no soportaba a Cukor al creerle enterado de sus relaciones en el pasado —cuando sólo era un extra— con William Haines, un astro del cine mudo caído en desgracia por su condición de homosexual. Esta tesis la defiende Patrick McGilligan en su libro “George Cukor. Una doble vida”.

En los mentideros de Hollywood circulaban varias versiones de esta historia, pero sólo Gable y Haines conocían las circunstancias exactas. No obstante, los amigos de Clark decían que Gable no tenía inclinaciones homosexuales y que todo fue producto de un momento de embriaguez. Entre Haines y él hubo sexo una sola y única vez. En privado, Cukor, juraba la veracidad de esta historia, y quienes conocían a Haines sabían que éste tampoco mentiría en un asunto como éste.

Una vez pasada la tormenta, Cukor y Selznick siguieron conservando una gran amistad, «hecho que nos honra tanto a mí como a él», como declararía el director más tarde. Cuando todo hubo pasado, cuando las lágrimas del triunfo enjugaron las lágrimas de rabia y recriminación, Cukor envió a Selznick un telegrama en el que le deseaba suerte. El establishment de Hollywood —al que David había ganado pleno acceso después de demostrar que valoraba una película más que una amistad personal— salvaba puentes internos. Mayer y Selznick podían respirar tranquilos y Clark Gable también.

Pero el viraje de la situación no había dejado satisfecho a todo el mundo. El director de fotografía, Lee Garmes, que se entendía a la perfección con Cukor sobre su área de responsabilidad, vio su posición amenazada. Pero sobre todo, Vivien Leigh y Olivia de Havilland se quedaron desoladas cuando se enteraron de la noticia. El dulce, considerado y caritativo George había forjado un lazo de confianza con ellas, y las señoras pidieron a Selznick, entre lágrimas, que este lazo fuera renovado. Sin quitarse siquiera el vestuario de escena, le rogaron que reconsiderara su decisión, discutieron con él durante casi un hora, siguiéndole por todo el despacho hasta acorralarle en la ventana, mientras Leigh argumentaba, rogaba, engatusaba. En vano. Ahora el director era Fleming[16] y no había más que hablar.

O eso pensaba Selznick. Una vez más, la astucia de Scarlett invadió la personalidad de Vivien. Los domingos por la tarde, mientras Gable mariposeaba con Carole Lombard y surcaba la ciudad en su Duesenberg, Vivien se acomodaba subrepticiamente en casa de Cukor y repasaba sus diálogos y motivaciones con el director que merecía su confianza. Olivia también acudía a casa de Cukor para asesorarse en secreto, aunque las dos mujeres coincidieron pocas veces. Como dijo más tarde Leigh, «George era la última esperanza que me quedaba de disfrutar de la película». Ahora todo iba a cambiar, y no necesariamente para peor.

En medio del fuego cruzado, las anécdotas se sucedían, algunas de ellas luctuosas. La escena de Jonas tuvo que ser rodada de nuevo con el actor Victor Jory, porque el primer Wilkerson, Robert Gleckler, falleció por envenenamiento urémico al mes de comenzar el rodaje.

Victor Fleming estaba dirigiendo El mago de Oz y le quedaba un mes para terminarla. Había reemplazado en la labor a Richard Thorpe y a George Cukor y había convertido aquel complicadísimo montaje en una máquina bien engrasada. Aunque los decorados de cuento, los hombres de hojalata, los enanitos y Judy Garland no eran precisamente su especialidad, Fleming sabía cómo encarrilar una película hacia el éxito. Nadie le hubiera podido acusar jamás de ser un artista con mundo personal o un celoso defensor de su autonomía creativa. Pero tampoco era un simple obrero. Era un auténtico profesional de Hollywood, un director que se tomaba en serio su trabajo y que no alardeaba de sus logros.

Cuando surgió el “problema Cukor”, Selznick había pensado en llamar a King Vidor, pues sabía que Fleming estaba ocupado con El mago de Oz. Y el caso es que Vidor, maestro reconocido del espectáculo y del drama íntimo, podría haber sido la mejor elección desde el primer momento. Pero el director de Aleluya no estaba dispuesto a recoger los despojos de Cukor[17] y someterse a la constante supervisión del productor.

Selznick sabía que Gable prefería a Fleming. Habían trabajado juntos en dos películas y eran buenos amigos (salían juntos de caza y de pesca). Así pues, David tuvo que ponerse de nuevo en manos de Mayer. El león de la Metro se encontraba de humor magnánimo y accedió a la petición de su yerno con la condición de que el director estuviera de acuerdo con la cesión. La verdad es que Fleming estaba agotado de tanto trabajar y esperaba con ansia sus vacaciones. Sólo aceptó el encargo por amistad con Gable. Su puesto en El mago de Oz fue ocupado por King Vidor.

Los problemas asolaban el rodaje. A principios de 1939, el presupuesto del filme ya no daba más de sí. La Metro se negó a invertir más dinero y el productor se vio obligado a vender parte de sus derechos al Bank of America para no paralizar la filmación. La presión era insostenible.

«Dejando a un lado el factor económico», observó DOS, «todos tenemos los nervios a flor de piel y sólo Dios sabe lo que puede llegar a suceder si no conseguimos dar por terminado este condenado asunto». William Cameron Menzies tomó las riendas del filme mientras se buscaba a otro director.

Victor Fleming llegó a los estudios Selznick el 17 de febrero de 1939, y de inmediato se le proyectó el material rodado por Cukor. Eran veintitrés minutos de metraje, de los cuales sólo trece habían sido aprobados por Selznick. Del resto se tendría que ocupar él. Al final de la proyección, el productor se llevó una sorpresa. «David», dijo Fleming, en lenguaje digno de un camionero, «tu guión es una puta mierda». Y se negó a empezar a rodar hasta que le presentaran una versión definitiva.

Nadie se había atrevido a hablarle de aquel modo en su vida y una cosa así era lo último que quería oír. El cineasta sabía que Selznick estaba escribiendo el guión personalmente y decidió lanzarse directamente a la yugular. De repente, ante aquel profesional llegado de fuera, con una visión objetiva de las cosas, las corteses reservas de Cukor le parecieron del todo justificadas. Fue un momento crítico y, conjugando el sentido común y el gesto teatral, Selznick supo estar a la altura de la situación. Se estaba gastando miles de dólares al día sólo en mantener paralizada la producción de Lo que el viento se llevó. La prensa, antes tan solidaria, se puso cínica de repente. La película empezó a ser conocida como “la locura de Selznick”.

A DOS le entró el pánico. Con un equipo entero sentado a verlas venir a razón de cincuenta mil dólares al día, era absolutamente necesario que le redactaran un guión lo antes posible. Histérico, el productor empezó a buscar una solución, y como había hecho en tantas ocasiones, acabó recurriendo al guionista Ben Hecht, que casualmente se encontraba terminando un trabajo en la Metro[18].

Hecht sabía escribir drama, comedia, romance, aventura; sabía escribir duro, en su punto, blando, pasado de rosca y como hiciera falta. Era rápido, brillante y tenía por costumbre salvar guiones ajenos del naufragio sin recibir acreditación. Había llegado a Hollywood atraído por el célebre telegrama del escritor Herman Mankiewicz: «¿Aceptarías trescientos a la semana por trabajar en la Paramount? Todos gastos pagados. Trescientos chocolate del loro. Aquí hay millones a repartir y los de la competencia son todos idiotas. No lo cuentes». Los trescientos dólares eran, efectivamente, el chocolate del loro. Selznick se comprometió a pagar al escritor quince mil generosos dólares por dos semanas de trabajo.

Domingo mañana. Selznick, Fleming y Hecht llegan a las oficinas del estudio tonificados con café. Como Hecht no había leído la novela, el productor y el director representaron toda la historia ante él, escena por escena; el recio David en los papeles de Scarlett y Ashley, y Fleming como Rhett y Melanie. Ben les miraba desde el sofá, mientras aporreaba la máquina de escribir con los diálogos correspondientes, pero nunca acabó de entenderla. Era demasiado larga y sobraban personajes por todas partes. Después de rebuscar durante una hora, dieron con el primer guión escrito por Sidney Howard —el único que contaba con una línea argumental coherente— y lo utilizaron como guía.

Hecht se pasó cinco interminables días con sus noches intentando dar forma a aquel mar de páginas, condensando por aquí, ampliando por allá, manteniéndose en pie con dosis regulares de benzedrina administradas por el médico del estudio. Y consiguió en tan breve plazo aquello que Selznick y los demás guionistas no habían logrado en tres años: una versión compacta, concisa y visual de la primera parte del guión de Howard. Era un trabajo estrictamente técnico, no creativo; Hecht aportó nada más, y nada menos, que su habilidad para bucear en la densa maleza generada por tantas correcciones y limpiar el material de la locuaz morralla de los personajes más secundarios, que estrangulaba la principal línea argumental.

«El quinto día», contó el escritor, «a Vic Fleming le estalló un vaso sanguíneo en el ojo derecho y Selznick entró en un trance que temimos que fuera un coma, pero que sólo era un sueño muy profundo. Yo ya había terminado de reescribirlo todo hasta que la chica vuelve a la plantación; habíamos tardado más o menos una semana».

Hecht se quedó una semana más, puliendo algunos detalles, y luego se preparó para partir hacia Nueva York. David le suplicó que se quedara otras dos semanas, por diez mil dólares más. Hecht se negó, diciendo que no había suficiente dinero en el mundo para pagar aquel trabajo de esclavos: de dieciocho a veinte horas al día. Cuando terminó la segunda semana, salió pitando.[19]

El 2 de marzo de 1939, el rodaje se reanudó a las órdenes de Victor Fleming. La filmación no había seguido un orden del todo secuencial, porque algunos decorados no estaban terminados. Esta vez, sin embargo, Los Doce Robles estaba lista y dispuesta y fue posible rodar los interiores de la barbacoa, incluida la escena de las jovencitas del condado chismorreando en la escalera y echando la siesta en el primer piso, y la de Scarlett confesando su amor a Ashley. Los exteriores se filmaron más tarde, en Busch Gardens, una finca de Pasadena (California) construida con dinero del negocio de la cerveza.

Nueve días después, estalló otra crisis. Selznick siempre estaba poniendo pegas a la calidad visual del material. Algunas escenas le parecían demasiado oscuras y pensaba que los colores de los storyboards de Menzies no estaban quedando reflejados en la cinta. En una nota a Harry Ginsberg, director general de estudio, el productor decía así: «Te agradecería que te reunieras con Garmes y Rennahan para dejarles claro que no podemos seguir tolerando una fotografía tan oscura que desconcierte a los espectadores. Si nos obligan a optar entre el arte y la claridad, elegimos la claridad».

Lee Garmes fue despedido el 11 de marzo de 1939. «Estábamos utilizando un nuevo tipo de película, con tonos más suaves, una calidad más suave, pero David estaba acostumbrado a trabajar con colores de tarjeta postal. Le disgustaba que la textura de la película fuera tan sobria. A mí me gustaba así; me parecía maravilloso, y mucho después [David] me dijo que nunca debió echarme de la película. Yo hice aproximadamente un tercio de la cinta; cronológicamente, casi todas las escenas hasta la de Melanie teniendo el niño, salvo el incendio, que lo hicieron antes de que llegara yo. No me pusieron en los títulos de crédito». Después de una separación amistosa, Ernest Haller subió a bordo, tomando el proyecto donde Garmes lo había dejado, con la escena de la biblioteca de Doce Robles. Haller había sido candidato al Oscar por Jezabel.

A pesar del “problema Garmes”, Fleming había abierto un nuevo capítulo en el rodaje. Era un hombre brusco, malhablado y orgulloso de su imagen varonil. Era el tipo de hombre que diría con Kipling que «una mujer es sólo una mujer, pero un buen cigarro es tabaco». Se ganó el respeto de todo el mundo, si no su cariño. Por mucho que Vivien Leigh y Olivia de Havilland añoraran a Cukor y le miraran mal a él, Fleming había inyectado un nuevo aliento en sus interpretaciones. El nuevo director sabía lo que era el ritmo y puso el rodaje viento en popa. Y Gable estaba encantado. Se había tomado dos días de permiso para casarse con Carole Lombard en Arizona, y ahora, a las órdenes de su amigo Victor, su actitud cambió por completo. Se relajó y empezó incluso a disfrutar de su papel.[20] Estaba interpretando a Rhett Butler mejor que nunca y Miss Leigh estaba recibiendo instrucciones para crear un personaje que, sin llegar a la Harlow de Tierra de pasión, fuera al menos el tipo de Gable. La guerra de Secesión había dado paso a la guerra de los sexos.

El guión seguía siendo como un niño enfermo por la noche: exigía una atención constante. Después de aquella maratoniana primera semana que había enderezado por fin la primera parte del guión, Ben Hecht había continuado con la tarea. La segunda semana fue mucho más relajada; sólo trabajó durante el día, y su labor consistió en condensar la segunda parte y suprimir todo lo que no fueran las dos historias centrales de Scarlett y Rhett, por un lado, y Melanie y Ashley por el otro.

El guionista hizo lo que pudo por mantener la fluidez narrativa, pero la historia condensada por Howard carecía de la fuerza de la primera parte; la línea argumental, que se concentraba en la vida amorosa de Scarlett, perdía gran parte de la calidad épica del libro, quedaba reducida en gran parte a una serie de conversaciones estáticas entre los personajes principales.

Selznick percibió estos fallos inmediatamente y siguió trabajando sobre las páginas de Hecht. Escribió, reescribió y volvió a reescribir diálogos, alteró, suprimió y trasladó escenas, en un frenesí de revisiones y cambios de última hora. Klune intentaba seguir el ritmo de todos los cambios, pero era un esfuerzo agotador: «Había días que ni siquiera sabía lo que íbamos a hacer al día siguiente. No era nada raro que David me llamara a las tres de la mañana y me preguntara lo que íbamos a rodar al día siguiente. Y yo le decía: “David, tienes el plan encima de la mesa, o sea que tienes que saberlo”: Y él me respondía: “¿Lo podemos cambiar?’. “¿A estas horas de la madrugada?” Ocurría continuamente».

Después de doce semanas de rodaje, las arcas de Selznick International estaban casi arrasadas. La producción ya había sobrepasado el presupuesto previsto y, teniendo en cuenta que aún quedaban aproximadamente otras doce semanas de rodaje, a las que había que sumar seis meses de posproducción, parecía evidente que había que tomar medidas drásticas. Al contrario que las majors —Metro, Paramount—, que contaban con fuertes reservas de capital y un flujo constante de estrenos que aportaban liquidez, Selznick funcionaba al día, contando con financiar cada película con los ingresos de la anterior. David no tenía ingresos, sólo gastos; no había lugar para la ingeniería económica.

Los contables calculaban que Lo que el viento se llevó podía acabar costando cuatro millones de dólares, y que en el banco sólo había dinero para cubrir tres semanas de sueldos. El problema Cukor y el problema Garmes habían recibido amplio eco en la prensa, que ahora hablaba de profundos desacuerdos entre Leigh y Fleming y de que, en un momento dado, el director había abandonado la producción y se había quedado en casa durante tres días. Y por si fuera poco, las escenas de acción de más envergadura, entre ellas el sitio de Atlanta y el regreso de Scarlett y Melanie a casa, aún estaban por filmarse. Selznick había convertido una inversión blindada en un riesgo a evitar. En la Costa Este nadie quería invertir en “la locura de Selznick”.

El productor comprendió que tenía que convencer a los inversores que ya tenía de que estaba filmando una obra maestra y una producción que iba a romper las taquillas. A los de la Metro les enseñó un premontaje de la primera hora que les dejó debidamente impresionados. Sin embargo, Louis B. Mayer y Nick Schenck, por este orden, se negaron a apuntalar la producción con un millón más. Era una táctica tan evidente como inevitable; sabiendo que la película iba a ser un imán de masas y que recaudaría millones, la Metro esperaba hacerse con el control completo de la producción impulsando a Selznick hacia la quiebra. Pero David había luchado demasiado por su independencia como para plegarse ahora. El productor se fue a otra parte a buscar dinero.

Al final llegó a un acuerdo bastante complicado. A instancias del socio de Selznick, Jock Whitney, la familia Whitney aceptó poner sobre la mesa un millón de dólares de su fortuna personal. Después, David mostró el premontaje a Attilio Giannini y Joseph Rosenberg, del Bank of America. A los banqueros les gustó el material, pero no los antecedentes económicos de Selznick. Sus tres últimas películas habían fracasado y Lo que el viento se llevó tendría que recaudar muchas veces más que cualquiera de ellas sólo para alcanzar el umbral de rentabilidad.

Giannini accedió a invertir 1,25 millones de dólares, con la condición de que el préstamo fuera avalado por Whitney. Para plegarse a esta estipulación, éste exigió a su vez que David y Myron Selznick renunciaran a su participación mayoritaria en Selznick International.

Esta nueva inyección de dinero fue como un chute de benzedrina para DOS. Estaba soportando una intensísima presión de orden económico y sobrecargado de trabajo hasta límites intolerables: todos los días reescribía el guión, revisaba detalles del diseño y el vestuario, veía los copiones, trabajaba con los montadores, planeaba las estrategias de marketing y publicidad con los ejecutivos de la Metro, atendía a las necesidades de las estrellas, consultaba con Fleming y Haller. Y ése sólo era su trabajo en Lo que el viento se llevó. También desempeñaba las mismas funciones en Intermezzo, en la que Leslie Howard se hallaba trabajando simultáneamente, preparaba la primera película de Hitchcock en Hollywood, Rebeca, y celebraba reuniones sobre producciones futuras. Y todo ello, mientras intentaba no perder de vista sus obligaciones como padre y marido.

Irene Selznick recordó aquella difícil temporada en su autobiografía: «Se pasó varias noches sin dormir. Nos adaptamos hasta tal punto a cada etapa que, casi sin darnos cuenta, el estrés se hizo la norma, pero la tensión era acumulativa. Puede que sólo fuera una película, pero en casa resultaba más real que la vida misma. No era fácil mantener la perspectiva: la película tenía prioridad. No fui consciente de la paliza que me estaba dando hasta que David me dijo lo culpable que se sentía cada vez que me miraba».

En cuanto llegó el dinero de la familia Whitney y del Bank of America, Selznick se metió en las escenas de acción. Vivien Leigh se pasó varios días sumergida en una vorágine de carromatos descontrolados y un enjambre de extras y reses, el Viejo Sur huyendo de las tropas del general Sherman. El productor no daba tregua a su equipo; había que ir más rápido y funcionar mejor. Cuando la adrenalina natural del organismo se agotaba, había estimulantes artificiales a disposición de cualquiera que los necesitara. También había píldoras para ayudarles a dormir al llegar a casa, si es que llegaban a irse a casa.

Selznick no era el único tirano del plató. Vivien Leigh también espabilaba a todo el que se le ponía por delante. Clark Gable se mostraba relativamente relajado; Leslie Howard, reservado, como de vuelta de todo, convencido de que su maquillaje y vestuario le daban el aspecto de un portero homosexual del Beverly Wilshire Hotel, y Olivia de Havilland se conducía con fría profesionalidad.

Miss Leigh se pasaba el rato discutiendo con Fleming por su interpretación. Ella sabía que Scarlett era el papel de su vida —de la vida, o varias vidas, de cualquier actriz— y también sabía que el director sentía más simpatía por Gable y por Rhett Butler. Victor sabía que tenía que crear tensión entre Scarlett y Rhett en el plató. Y mientras el cineasta conseguía una gran interpretación, Vivien lo pasaba fatal. La actriz estaba excitable, irascible e impaciente. Además del espíritu de Scarlett O’Hara que la invadía, su cabeza estaba ocupada por Laurence Olivier y su ardiente deseo de reunirse con su amado, que había acabado Cumbres borrascosas y se hallaba ahora trabajando en Broadway. Al término de cada jornada, Leigh se empeñaba en seguir trabajando por la noche. No veía la hora de acabar con aquello.

Mientras, Selznick discutía sin cesar con Fleming por el guión, el vestuario, los acentos sureños y la calidad visual de la película. Sidney Howard, que había vuelto a California, trabajó en el guión hasta que la frustración pudo más que el prurito profesional. A Walter Plunkett se le echó en cara el haber vestido a Gable como un proletario de la época y no con el aparato de una estrella. A la profesora de dicción, Susan Myrick, se le achacaban supuestas incongruencias. Y David seguía pensando que la factura visual de la película no estaba a la altura. Solución: volver a rodar varias escenas en localizaciones. Mandó teñir de rojo varias hectáreas de tierra de los valles de las afueras de Los Ángeles para que se parecieran a la tierra del norte de Georgia.

Sin embargo, con un equipo estimulado a base de drogas y atacado por retortijones de estómago generalizados, la situación tenía que estallar por algún lado. Según confesó Selznick por escrito: «Creo que Fleming se encuentra en un estado físico que le va a impedir terminar la cinta. Hasta tal punto está al límite del agotamiento, tanto física como mentalmente, que en mi opinión sería un milagro que consiguiera seguir rodando durante seis o siete semanas más… Como a otro director le resultaría imposible asumir el mando si no le damos tiempo para familiarizarse a conciencia con el libro y los guiones, creo que deberíamos empezar a buscar un director de reserva».

Para Fleming, el límite al que se refería Selznick llegó el 29 de abril de 1939, al final del rodaje de la muerte de Melanie. Irónicamente, fue en aquellos momentos cuando Gable se negó a hacer una escena en la que Rhett Butler llora en el regazo de Melanie tras ver a Scarlett a las puertas de la muerte como consecuencia de un aborto. A Gable le daba vergüenza “llorar” delante de los espectadores, pensaba que era una costumbre poco masculina y que a sus fans no les gustaría verle haciéndolo.

Fleming, que también era un hombre de pelo en pecho, le aseguró que el público lo aprobaría. Pero el actor se mantuvo en sus trece y a las once y media de la mañana abandonó el plató, tras dar por terminada su jornada. La del director no había hecho más que empezar.

Aquel día, Scarlett, Melanie y Belle Watling, que aparece aquí por primera vez en la historia, tuvieron que hacer turno de noche. Se trataba de un exterior nocturno que se rodaría en una calle de Atlanta levantada en los terrenos del estudio. El director, aún irritado por la postura de Gable, no estaba de humor para más actores respondones, y cuando la belicosa Vivien Leigh cometió el error de entablar una de sus múltiples discusiones con él, Fleming no pudo contenerse. Sus nervios, su cuerpo y su vanidad acabaron rindiéndose a la presión. Según John Lee Mahin, que estaba presente en el plató, «Vic enrolló el guión, se lo arrojó a Vivien y le dijo: “Métetelo por tu real culo británico”» y abandonó el set echando humo. Más tarde, el director confesó a Mahin que de camino a Malibú, había pensado seriamente en tirarse con el coche por los acantilados de los Palisades. El estudio explicó que había sufrido una crisis nerviosa.

En realidad, el director había solicitado su relevo dos semanas atrás y se había sometido a una revisión médica en el estudio, aunque los doctores dictaminaron que podía seguir trabajando. Aun así, Selznick hizo gestiones para sustituirle, si llegaba el caso, por Robert Z. Leonard o William Wellman. Cuando la renuncia de Fleming se hizo efectiva, se apresuró a pedir los servicios de Sam Wood a la MGM.

Aunque la prensa dio mucha importancia al repentino abandono de Fleming, la verdad es que no tuvo mucho impacto en el estudio. En varios sentidos, los auténticos motores de la producción eran Selznick y Leigh; sus principales autores, de hecho. Pero el protocolo y la logística exigían un director, y esta vez Louis B. Mayer y la Metro se ofrecieron a ceder a Wood, un veterano del cine mudo, director de las comedias de los hermanos Marx Una noche en la ópera y Un día en las carreras. Acababa de terminar Adiós Mr Chips. Era un buen artesano, un director competente e impasible, válido para marcar el ritmo de los intérpretes con tanta eficacia como falta de imaginación, pero no tenía la categoría de Cukor, ni siquiera la de Fleming.

Por suerte, a estas alturas, los actores ya estaban más que compenetrados con sus personajes, de forma que la función del nuevo director se redujo, poco más o menos, a dirigir el tráfico.

Inmersos en el tenso sprint final, en el que todo el mundo sudaba por sacar adelante las últimas escenas, el plató se impregnó de un aire de desquiciamiento contenido. Aunque DOS estaba complacido con el trabajo de Wood, el productor comprendía que Sam no tenía la visión narrativa, el ímpetu y el instinto visual que Fleming había aportado a la película. Consciente de ello, David montó una campaña para recuperar a su director. Pero su idea era hacerlo sin prescindir de los servicios de Sam, maniobra que le permitiría acelerar el ritmo de la producción considerablemente. Pues, ¿no tenía ya a William Cameron Manzies dirigiendo exteriores en el valle de San Fernando y segundas unidades para otras secuencias? ¿Qué importancia tenía un director más?

Portando consigo una ofrenda de paz consistente en dos periquitos metidos en una jaula, Selznick, Leigh y Gable visitaron a Fleming en Malibú. Éste dijo que pensaba que Lo que el viento se llevó acabaría siendo el «elefante blanco más grande de todos los tiempos», pero accedió a volver al trabajo. No puso objeciones a la presencia de Sam Wood, aunque él, por supuesto, seguiría siendo el director principal, responsable de todas las escenas importantes.

Después de aquellas dos semanas de ausencia, Vic volvió al plató e inmediatamente se puso a trabajar en el plano más grande de la película, aquel en que Scarlett deambula entre los soldados heridos en la estación de tren, buscando al doctor Meade. Selznick había pensado hacer de la escena un espectáculo panorámico en el que intervendrían todos los extras que trabajaban en Hollywood, pero se topó con problemas. Primero, no había suficientes extras disponibles: David quería dos mil, pero sólo ochocientos acudieron a su llamada. El productor decidió rellenar los huecos a base de maniquíes. Entonces, el sindicato de extras exigió cobrar por el trabajo que estaban haciendo los maniquíes. El productor se negó con altanería, y el lunes 22 de mayo, ochocientos extras, vestidos con uniformes deshilachados y ensangrentados, se tumbaron al sol y comenzaron a gemir, mientras manipulaban furtivamente el muñeco que yacía a sus pies o a su lado.

Para conseguir el efecto deseado, DOS se puso en manos de William Cameron Menzies. El diseñador de producción optó por un solo travelling que empezaría con un primer plano de Scarlett, desde el cual la cámara iría retirándose hacia atrás y hacia arriba, hasta que la figura de la protagonista se perdería rodeada por los soldados yacientes, un mar de cuerpos cuyo número va aumentando a medida que la cámara asciende y se aleja, mientras se nos muestra, ahora en primer plano, la bandera de la Confederación, carbonizada y maltrecha. Dibujarlo en storyboards fue una cosa; plasmarlo en película, otra muy distinta.

La grúa más grande de Hollywood podía alcanzar una altura máxima de ocho metros. Menzies necesitaba treinta. Al final, el estudio alquiló una grúa especial a los astilleros de Long Beach, capaz de elevar la cámara veinticinco metros por encima del suelo, y tuvo que construir una rampa de cemento de cincuenta metros de largo para colocarla y crear una plataforma para el travelling. El resultado final fue uno de los mejores planos de la historia del cine. Anteriormente, Fleming había dirigido la escena en que Scarlett corre a través de la congestionada calle Peachtree, esquivando caballos y carruajes con temeraria determinación. Vivien, que se negó a utilizar un doble la describió así:

«No es una experiencia muy agradable ver un vehículo de municiones precipitándose hacia ti, aunque sepas que los conductores son expertos y que todo está muy planificado. La secuencia no se podía rodar en una sola toma, y así, durante lo que me pareció una eternidad tuve que andar esquivando obstáculos entre el tráfico de Peachtree Street, sincronizándome a mí misma para esquivar los caballos al galope y los carromatos a la carrera. Me pasé todo el día tan concentrada en colocarme donde era debido cuando era debido que hasta que me acosté aquella noche no me di cuenta de que Scarlett O’Hara Leigh era una persona muy contusionada».

Gable también sufrió los rigores de la filmación. El actor supo lo que era el agotamiento cuando Fleming rodó la escena en que Rhett asciende un largo tramo de escaleras hasta la habitación, con Scarlett en los brazos propinándole patadas. El rodaje empezó a media tarde, y hubo que repetir la escena una y otra vez. Tanto que, según recordaba Vivien Leigh, «hasta el irreductible señor Gable empezó a acusar el esfuerzo». Al final, el director pidió una toma más. El exhausto Gable tomó a Vivien en sus brazos y volvió a subir las escaleras. «Gracias, Clark», dijo Fleming. «La verdad es que no necesitaba esta toma. Es que había apostado a que no serías capaz».

Quedaba la escena más dramática de la película: el final de la Primera Parte, cuando, contra la luz anaranjada del amanecer de Tara, Scarlett pronuncia su voto de supervivencia, jurando que jamás volverá a pasar hambre. Es un momento clave de la película, el que marca la transición de la protagonista de coqueta inconsciente a mujer madura.

El escenario elegido para rodar la secuencia fue Lasky Mesa, en Simi Valley, a sesenta millas del estudio, y hacia allí se dirigieron Vivien Leigh, Victor Fleming, la cámara y algunos técnicos y maquilladores en un remolque con su camerino y todo. Pero el sol y el cielo se negaron a colaborar, y hubo que repetir el viaje media docena de veces, en busca de un amanecer apropiadamente espectacular.

Por fin, el 23 de mayo, después de salir del estudio a las once de la noche, tras toda una jornada de rodaje, emprendieron de nuevo camino a Lasky Mesa, adonde llegaron a tiempo de grabar una aurora perfectamente idílica. Seguramente fue más cuestión de suerte que de planificación, porque, según contó Vivien Leigh en un programa retrospectivo, «El sol salió poco después de las dos de la madrugada», una hora del todo insólita para que salga el sol en cualquier punto al sur del Ártico[21].

Pero el sol y Vivien se comportaron maravillosamente y el grupo estaba de vuelta en casa a las cuatro y media, con tiempo para dormir una hora antes de volver al estudio. «Y el caso es que no recuerdo que me sintiera cansadísima», declaró la actriz. «Me acuerdo más del día en que Scarlett disparaba contra el desertor. Después de aquel episodio tan estresante, tanto Olivia de Havilland como yo estábamos al borde de la histeria, no sólo por la tensión de la escena, sino por la muy real caída del hombre “muerto” por las escaleras, delante de nuestros ojos».

El mes de mayo tocaba a su fin, y había cinco unidades trabajando simultáneamente. Un día, Leigh podía trabajar con Wood por la mañana en una escena de la Segunda Parte, y por la tarde con Fleming en la Primera. También podían necesitarla Menzies o R. Reeves Eason, uno de los directores de la segunda unidad. El horario de trabajo era apretado, pero ya se empezaba a vislumbrar el final. Seguía habiendo problemas: los estallidos ocasionales de Leigh, la absoluta indiferencia de Howard, la vanidad de Gable. Y entonces ocurrió algo extraordinario: se quedaron sin guión.

Reparado el imponderable, Selznick intentó convencer a Gable de que fingiera las lágrimas pertinentes en la escena donde Rhett muestra su remordimiento por el aborto de Scarlett. El productor encontró una aliada en Carole Lombard, que declaró ante su indeciso marido que llorar no tenía nada de deshonroso y que sería una escena memorable; la actriz le recordó además que siempre había sabido que tenía que hacerla y que ahora no podía echarse atrás. Fleming se ofreció diplomáticamente a rodar la escena con lágrimas y sin ellas, para que Clark decidiera luego cuál quería usar. El actor accedió a regañadientes.[22]

Lunes, 29 de mayo. Una pálida luz, filtrada por la lluvia, deja en penumbra el demacrado rostro de Gable. En el plató reina un silencio absoluto. La dulce voz de Melanie se eleva en el aire y Rhett llora con toda el alma ante la cámara. Con la considerable ayuda del diseño y la atmósfera de la escena y de la solidaria interpretación de Olivia de Havilland, Gable —bajo la sensible dirección de Vic— consiguió transmitir parte del tormento interno de Rhett Butler, que hasta este momento de la película ha sido, con todo su encanto, poco más que un insustancial cero a la izquierda. Después de ver los copiones, el actor reconoció que la versión con lágrimas era la mejor de las dos y accedió a que fuera utilizada en la película.

A finales de junio, a los cinco meses de comenzado el rodaje, Selznick seguía mareando el guión, trabajando en un collage de cargas de caballería, combates a espada y tiroteos con Ashley Wilkes. En su opinión, era absolutamente necesario mostrar a Rhett violando el bloqueo y a Ashley luchando heroicamente contra los yanquis. «Me parece importante», observó en una nota interna, «dar alguna escena de acción a estos dos personajes, que se pasan casi toda la película hablando sin hacer nada».

Leslie Howard, que había sido oficial en la Caballería británica, era un jinete excelente, y DOS estaba convencido de que estas escenas contribuirían a magnificar su personaje.[23] Thomas Mitchell, en cambio, tenía poco en común con su papel en lo que a caballos se refería. Si a Gerald O’Hara le encantaba surcar sus tierras a galope tendido, saltando cercas, a Mitchell le daban pavor los cuadrúpedos y Fleming tenía que obligarle para que montara en uno. Eso fue todo. Selznick escribió el siguiente telegrama a Jock Whitney: «Toca la sirena. Scarlett O’Hara ha terminado su interpretación hoy a mediodía. Gable termina esta noche o por la mañana, después seguiremos rodando hasta el viernes con personajes menores. Yo me voy al barco el viernes y vosotros os podéis ir todos al diablo».