Es una de las mejores historias de la leyenda de Hollywood, y el tiempo y los adornos no le han hecho perder un ápice de su fuerza y romanticismo. Es la historia de cómo Selznick, sucio y eufórico ante el infierno desatado por orden suya, sintió sobre su brazo la mano de su hermano Myron y escuchó las palabras: «David, me gustaría presentarte a Scarlett». La figura en penumbra se adelantó, con sus hermosos ojos verdes brillando a media luz. Era el nuevo amor de Laurence Olivier, acababa de llegar de Inglaterra y se llamaba Vivien Leigh. Selznick echó una mirada a la joven, y vio… ¿qué fue lo que vio?
Enfrascado en el espectáculo y en sus propios pensamientos, es posible que sólo viera a otra actriz, otra posibilidad, otra prueba de cámara. Hacía unos días, Selznick había sufrido un revés con Paulette Goddard, la actriz que había elegido para encarnar a Scarlett, por culpa de la paranoia y la hipocresía del país que él amaba. Pero lo que le preocupaba ahora era el fuego que se elevaba ante sus ojos, los especialistas que arriesgaban la vida y el funcionamiento de las cámaras.
¿Vio algo más en aquel resplandeciente rostro femenino y en las palabras de Myron? ¿Fue este principio también un fin? ¿No fue aquélla una escena exactamente de película, una gran escena que la gente recordaría? Si no fue así, él podría haberse ocupado de que lo fuera. A veces la realidad no es tan interesante como la leyenda.
Selznick nunca olvidó aquella noche, y siempre afirmó que desde el primer momento en que posó la mirada sobre Vivien, con las llamas de Atlanta danzando sobre su rostro, supo que había encontrado a su Scarlett. «Cuando mi hermano me la presentó», declaró el productor, «tenía el rostro iluminado por las llamas a medio extinguir. La miré una vez y supe que era ella… por lo menos en lo que hacía al aspecto físico, en lo que hacía a mi idea de Scarlett. Nunca me recobraré de aquella primera impresión».
Leigh también relató sus recuerdos por escrito: «Al mirar atrás, siento como que el aura irreal de aquel enorme incendio, la confusión que yo sentía y mi soledad en medio de aquella multitud eran presagios de lo que estaba por venir. Entonces no sabía lo que nos reservaba el futuro, por supuesto. Aquella prueba la estaban haciendo docenas de chicas y nunca creí seriamente que tuviera posibilidades de interpretar el papel».
Miss Leigh no apareció en el incendio gracias a su hada madrina, sino a sus contactos. La actriz había leído “Lo que el viento se llevó” y decidió, con una resolución propia de Scarlett, hacerse con el papel. En Inglaterra ya era una actriz conocida y contaba con el interés personal de Laurence Olivier, que era cliente de Myron. Para ella fue más fácil estar en el lugar apropiado en el momento apropiado que para una hipotética Cenicienta de pueblo. Quizá sea ése el encanto de la historia (una historia totalmente cierta, según todos los testimonios): que todas las piezas encajaran de forma tan mágica para poner en su sitio a la perfecta Scarlett.
Aunque DOS no conocía personalmente a Vivien, la actriz no era una perfecta desconocida para él. En enero de 1937, uno de sus cazatalentos, Oscar Serlin, se había fijado en su presencia en Fire Over England, un drama isabelino en el que Leigh hacía de camarera de Flora Robson. El 3 de febrero de ese año, Selznick escribió un telegrama a Kay Brown y a Serlin: «Vivien Leigh no me entusiasma. Puede que algún día cambie de opinión, pero por el momento no he visto una sola fotografía suya. Dentro de poco visionaré Fire Over England, y entonces podré verla a ella, por supuesto». El productor nunca encontró el momento de hacerse proyectar la película.
Pero Myron Selznick sí que la vio, más que nada porque Leigh estaba profundamente enamorada de un cliente de Myron, el actor Laurence Olivier, que era el protagonista de la película. Myron comprendió que Leigh tenía posibilidades y quizás también empezara a concebir la vaga idea de que la actriz podía ser lo que David estaba buscando.
Para Vivien Leigh, la idea no tenía nada de vaga. La artista inglesa había leído la novela y aunque el personaje no le caía demasiado bien, había comprendido que el papel era el mejor banquete de siete platos que pudiera caer en el regazo de actriz alguna. A diez mil kilómetros de distancia, en Londres, Vivien trazó el plan de acción que había de conducirla hasta Hollywood y hasta David O. Selznick.
Ella y Olivier se habían enamorado durante el rodaje de Fire Over England, relación que les había llevado a separarse de sus respectivos cónyuges. Olivier, que era entonces una estrella de primera línea, recibió en 1938 una oferta para interpretar el papel de Heathcliff en Cumbres borrascosas, para William Wyler y Sam Goldwyn. Leigh decidió viajar a Hollywood para visitarle y envió a Myron Selznick un bonito retrato de ella misma. A bordo del trasatlántico que la llevaba a América, la actriz volvió a leer la novela de Mitchell y se aprendió de memoria los parlamentos más importantes de Scarlett. Una noche, Myron propuso a Olivier y a Leigh: «¿Os gustaría ir a ver un incendio?».
Al día siguiente, Cukor puso a Vivien a leer la escena en que Scarlett se declara a Ashley Wilkes. El director se sintió fascinado desde el primer momento: había en ella «un algo salvaje indefinible», dijo. Habría que ponerle un profesor de dicción que le quitase ese acento inglés, pero después de unas cuantas pruebas más, Selznick se convenció de que había encontrado lo que estaba buscando.
Sólo había un problema: Leigh, además de tener acordada su participación en una obra de teatro en Londres, estaba en la nómina de Alexander Korda, y las negociaciones necesarias para liberarla de su compromiso fueron largas y laboriosas. Había otros dos factores en su contra: en primer lugar, era inglesa: la ira del Sur e incluso del país entero podía adquirir magnitud de indignación nacional; a esto se añadía el inevitable escándalo que suscitaría, al salir a la luz, su idilio con Laurence Olivier, con quien la actriz mantenía una relación extraconyugal.
Los espectadores americanos querían que sus estrellas fueran fogosas y románticas en las películas, pero modosas e irreprochables en la vida real. En el caso de Leigh, con su talento interpretativo y su idoneidad física para el papel, valía la pena correr el riesgo; en Estados Unidos era una desconocida, y en cuanto a su situación sentimental, la podían tratar con discreción e incluso darle una pátina romántica. A la pareja se le sugirió que, para no manchar su imagen y evitar al productor la consiguiente ola de publicidad negativa, evitaran vivir bajo el mismo techo.
En cuanto a su temor a contratar a una actriz inglesa y desconocida, Selznick tuvo ocasión de comprobar que no tenía fundamento. Al carecer de admiradores en Estados Unidos, Vivien no podía dividir a los fans como lo hubiera hecho una actriz americana. La confianza del productor también se vio estimulada cuando comprendió que el Sur apoyaba la elección de la actriz. En primer lugar, Miss Leigh no era una yanqui del Norte y, dado que los americanos habían derrotado a los ingleses en la Guerra de la Independencia, el pueblo sureño decidió tomarse esta competición como su propia guerra de la independencia. Una lógica un tanto extraña, desde luego, pero David la hizo suya de inmediato.
La cabeza de Selznick bullía con estas ideas durante las negociaciones con Korda, mantenidas por correo y cable. Vivien, en un arrebato de optimismo, ya se había liberado de sus obligaciones teatrales, tras lo cual pasó varios días esperando noticias de Selznick. Finalmente, fue Cukor quien se puso en contacto con ella: el director les invitaba, a ella y a Olivier, a una fiesta de Navidad en su elegante mansión estilo Regencia. Durante los cócteles, el director se la llevó aparte y le dijo que ya habían asignado el papel de Scarlett. Cuando Vivien preguntó quién era la elegida, él contestó, como sin darle importancia: «Me parece que sólo nos quedas tú». La actriz recibiría quince mil dólares —una suma irrisoria, pero era una actriz desconocida— y firmaría un contrato de siete años. Un desenlace antológico para una búsqueda legendaria.
Pero no podemos empezar esta historia por el final, porque la búsqueda del más ambicioso y famoso personaje femenino de la historia del cine vivió varios capítulos, todos ellos apasionantes, hasta adquirir tintes épicos. En un principio, la favorita de George Cukor era Katharine Hepburn, que estaba furiosa con la RKO porque no había comprado el libro de Margaret Mitchell. Ella y Cukor eran muy buenos amigos y ambos se aliaron para convencer a Selznick de que ella era su chica, pero el productor no pensaba lo mismo. En su opinión, y ahora en la de millones de lectores, Scarlett era una joven extremadamente femenina y seductora, astuta pero no inteligente, y que, pese a la enunciación en negativo contenida en la primera frase del libro, contaba con la clase de belleza y sex appeal que haría creíble que Rhett Butler se pasara doce años persiguiéndola.
Merian C. Cooper, viejo amigo de David y su socio en Selznick International, era de la misma opinión; de hecho, definió al personaje como «una bruja de primera clase». No le faltaba razón. Scarlett era aviesa, testaruda, calculadora, codiciosa, egocéntrica y no especialmente lista ni guapa. Pero era valiente y tenía una voluntad de hierro, una capacidad de resistencia que le permitía sobrevivir a los peores temporales.
Es sabido que la “divina pelirroja” no era de las que se rendían fácilmente. Y menos cuando deseaba algo fervientemente. Así que cuando vio que Margaret Mitchell parecía respaldar su candidatura, emprendió una campaña propia, aunque pronto se vio que carecía de argumentos. La escritora sólo había dicho que le había gustado cómo había estado Hepburn en la cinta de Cukor Las cuatro hermanitas y que le quedaban muy bien las faldas con aros. Mitchell se disculpó enseguida por haber dado la impresión de que su preferida era Katharine. Además, Selznick siempre lo tuvo muy claro. Pensaba que Katharine no tenía sex appeal y que su valor de taquilla estaba por los suelos.
En el mundo de la señora Mitchell, Scarlett O’Hara no era guapa, pero en el de Selznick sí. Todas las actrices de Hollywood codiciaban el papel —salvo, quizás, Greta Garbo, Mae West y Lassie (éste era macho, de todas formas)— y Selznick explotó este interés. Le sirvió para dar más publicidad a su película y también para ganar tiempo en la solución del embrollo Gable-MGM-UA. El productor advirtió por escrito a Kay Brown de la magnitud de la búsqueda que iban a emprender: «Lo de Copperfield y Tom Sawyer ha sido un juego de niños. Ya puedes prepararte».
Como si de un cuento de hadas se tratara, DOS lanzó a sus directores de casting por todo el país, con la misión de encontrar a su Scarlett O’Hara y devolverla a los brazos del estudio. Para coordinar la campaña contrató a Russell Birdwell, periodista de los periódicos Hearst. Birdwell tenía olfato para encontrar noticias y no le importaba la cantidad de porquería que tuviera que levantar para desenterrarlas. El periodista se comprometió a mantener el asunto en los papeles durante dos años, a razón de 250 dólares por semana.
Birdwell convocó una rueda de prensa para anunciar el inicio de una campaña nacional para encontrar a una actriz joven y desconocida que diera vida a Scarlett. Selznick iba a enviar a sus cazatalentos a peinar el país; ninguna cara bonita sería despreciada. A Max Arnow, acompañado por Kay Brown, se le mandó cubrir el Sur. Charles Morrisson debía peinar todas las zonas al Oeste del Mississippi y Oscar Serlin el al Norte y al Este.
Los pasillos de los institutos, facultades, teatros regionales y auditorios municipales comenzaron a latir con la emoción de miles de aspirantes esperanzadas. Los hombres de Selznick —asaltados en los vestíbulos de los hoteles y perseguidos en las estaciones ferroviarias— vieron a un total de mil cuatrocientas jovencitas.[12] Y aunque la campaña les sirvió para descubrir a Alicia Rhett, una sureña de Charleston, más tarde elegida para el papel de la insignificante India Wilkes, la triste e intrigante hermana de Ashley, Scarlett se negó a salir a la luz. La operación se dio por terminada y los de casting se volvieron a casa, mientras David Selznick concentraba su atención en el guión.
Pese a sus protestas, expresadas en privado, sobre la onerosa falta de productividad de George Cukor en su estudio, lo cierto es que Selznick, que no dejaba de decir que el rodaje de Lo que el viento se llevó comenzaría «en breve», se había mostrado renuente a asignar a Cukor cualquier otro rodaje que pudiera interferir con las aún indeterminadas fechas de rodaje de su proyecto estrella.
Sin embargo, entrada la primavera de 1938 sin un guión definitivo ni una mísera sombra de la Scarlett de sus sueños, el magnate decidió aliviar parte de la carga económica que suponía mantener en nómina al director neoyorquino cediendo sus servicios a la Columbia para que dirigiera a Katharine Hepburn y Cary Grant en Vivir para gozar. El cineasta acabó rápidamente con el nuevo proyecto y regresó al estudio de Selznick, donde de inmediato se embarcó en una exhaustiva ronda de pruebas destinada a encontrar a la esquiva Scarlett.
Cukor se desplazó en arco por todos los estados del Sur tras las huellas de Kay Brown. Le acompañaba Hobe Erwin, uno de los decoradores de interiores más destacados del país, que mantenía un próspero negocio en Nueva York y que también se entretenía con el cine; había colaborado con el director en Las cuatro hermanitas y se había ganado su confianza y respeto.
Cukor y Erwin hicieron un alto de varios días en Atlanta. Allí, gracias a Margaret Mitchell, tuvieron acceso a las principales casas de la ciudad y a algunos de los lugares donde se desarrolla la historia. La autora pasó varios días mostrándoles la tierra roja de Clayton County, las casas solariegas que existían desde antes de que Sherman marchara sobre Georgia y las afueras de Jonesboro, donde les llevó al emplazamiento aproximado de Tara y Doce Robles. Mitchell escribió en carta a Kay Brown:
Estoy segura de que se llevaron una gran decepción (…) porque ellos esperaban creaciones arquitectónicas como las que habían visto en la versión cinematográfica de So Red the Rose… y esta zona del Norte de Georgia, comparada con otras zonas del Sur, es nueva y ordinaria, y las columnas blancas no son la norma, sino la excepción. Les rogué que hicieran Tara tal como ya la describí, fea e irregular, y ellos accedieron. Aun así, me imagino que a Doce Robles sí que le pondrán columnas en torno a toda la casa y que la harán tan grande como el nuevo auditorio de nuestra ciudad.
Mientras el tour de George Cukor llegaba a su fin, el de Walter Plunkett daba comienzo. Si Cukor gozaba con la investigación, este aspecto del trabajo era en Plunkett una obsesión de perfeccionista. Le encantaba descubrir cada detalle de artesanía, la estética y la textura del pasado a través de los estilos, los tejidos, los accesorios. Selznick sabía de su perfeccionismo enfermizo y no tuvo reparos en aprovecharse de él. El productor le hizo firmar un contrato que le obligaba a trabajar en labores de investigación y diseño durante tres meses, sin contraprestación alguna, y una vez comenzado el rodaje, por un sueldo de 750$ a la semana.
Plunkett se costeó de su bolsillo el viaje a Atlanta, emprendido por iniciativa propia, se llevó sus notas sobre el vestuario de la película y las comentó largo y tendido con Margaret Mitchell. Según recordaba el diseñador, «le divirtió mucho comprobar, por indicación mía, que en la novela, casi todos los trajes de Scarlett eran verdes». La autora le concertó entrevistas con las viudas más notables de la sociedad de Atlanta, muchas de las cuales tenían baúles llenos de ropa de los años de preguerra y posguerra.
A estas alturas de la historia, aparte del guión, el aspecto más problemático de la producción era la configuración del reparto, y más teniendo en cuenta que Selznick había prometido «dar al pueblo americano una cara nueva, a ser posible. Con este fin», continuaba David, «he desembolsado casi 50.000 dólares. Entre George Cukor y yo hemos visto a prácticamente todas las figurantes y actrices jóvenes remotamente adecuadas para el papel y también a cientos y hasta miles que no lo eran. Las hemos hecho recitar, las hemos sometido a pruebas de cámara, hemos adiestrado a chicas que parecían adecuadas, pero que no habían probado su talento. Y no sólo eso, todos los estudios de Hollywood han colaborado con nosotros en la tarea de encontrar una cara nueva, porque les he prometido que si consiguen encontrarme a una actriz, les dejaré hacer alguna película con ella».
El productor pareció flaquear en su empeño en junio de 1938, cuando, a modo de globo sonda, anunció a la prensa que Clark Gable y Norma Shearer serían la pareja protagonista de la película. La reacción fue mucho peor de lo que había esperado: las cartas del público y los periodistas le recordaron que Shearer era demasiado mayor, demasiado reservada y demasiado señora, demasiado “gran dama” para aquel papel.
Norma también tuvo que escuchar a sus indignadas fans, que le hicieron llegar miles de cartas pidiendo que no interpretara a un personaje de esa calaña. La actriz rechazó la oferta de tanteo presentada por el productor diciendo: «El de Scarlett es un papel ingrato. El que me gustaría hacer es el de Rhett».
Aterrado ante la perspectiva de que la publicidad se volviera en su contra y distanciara al público de su proyecto, David O. Selznick dio orden de que no se emitiera más información sobre la película, «ni una sola palabra que no sea un anuncio oficial y definitivo».
Hasta entonces, la búsqueda de Scarlett había deparado todo tipo de anécdotas. Una mañana llegó un enorme paquete a la oficina del productor con la inscripción: «Para abrir inmediatamente». Una chica surgió de él y se precipitó al despacho del productor, donde comenzó a recitar un pasaje del papel de Scarlett, al tiempo que se desnudaba. Y aún hay más. El día de Navidad, dos hombres uniformados depositaron en el domicilio de DOS un gran paquete con la forma de un libro titulado “Lo que el viento se llevó”. El libro se abrió y surgió una chica con traje de época: «Feliz Navidad, Mr. Selznick. Soy su Scarlett O’Hara».
Al final, Selznick se gastó 92.000 dólares en la búsqueda y Cukor rodó veinticuatro horas de pruebas de cámara, un esfuerzo del todo vano salvo a efectos publicitarios, pues, como era de esperar, ninguna de las desconocidas aspirantes logró convencer al productor.
Era evidente que aquello no tenía ni pies ni cabeza, pero al público le parecía glorioso. Selznick justificó sin empacho el esfuerzo empleado, el yerro cometido y la publicidad estimulada:
«Un productor sólo puede encontrar y ofrecer nuevas personalidades cuando tiene paciencia, dinero para gastos estructurales y autoridad suficiente para negarse a emitir juicios apresurados. Si tienes que conseguir a alguien para el miércoles en que comienza el rodaje, coges lo que hay y cruzas los dedos. En Lo que el viento se llevó el tiempo apremiaba, pero yo sabía que si me equivocaba al elegir a Scarlett tendría a setenta y cinco millones de personas pidiendo mi cabeza, y la gente no se ponía de acuerdo sobre cuál de las chicas del mundillo era la mejor».
Desde el punto de vista económico la idea constituyó un fracaso, pero desde el punto de vista publicitario la campaña fue un éxito absoluto al conseguir que el país entero se pasase meses y meses hablando de la película. Eliminada la posibilidad de encomendar a una debutante el papel más codiciado de la historia del cine, Selznick se dispuso a encontrar a su Scarlett entre las listas de las actrices jóvenes de todos los estudios.
Candidatas las tenía a cientos… y una de ellas, Bette Davis, era la que encabezaba casi todos los sondeos organizados por Birdwell. Haciendo nuestra cierta expresión, podríamos decir que Davis no era guapa, pero los hombres que se habían rendido a su ira y a su férula no se daban cuenta. Era una gran actriz y una de las grandes estrellas de la Warner Brothers.
Jack Warner hizo a Selznick una oferta conjunta consistente en Davis, Errol Flynn, Olivia de Havilland y el veinticinco por ciento de los beneficios. A DOS no le costó nada rechazar la propuesta, pero Bette seguía suspirando por el papel. Nunca llegó a hacer la prueba de cámara. Lo que hizo fue una película entera, Jezabel, en la que encarnaba a una belleza sureña que pierde a su pretendiente, Henry Fonda, por llevar un vestido color “escarlata” a un baile.
Selznick se puso furioso y pidió cuentas por escrito a Jack Warner, acusándole de fusilar escenas de la novela de Mitchell y de aprovecharse de la publicidad generada por Lo que el viento se llevó. Jack le dio las gracias por su interés y Bette ganó un Oscar. Al menos, Jezabel había servido para demostrar que las películas de la guerra de Secesión podían dar algo más que un centavo.
La primera estrella importante que se sometió a prueba para Lo que el viento se llevó fue Tallulah Bankhead. Si la sexualidad de Mae West era una caricatura, la de Tallulah era auténtica; nadie sabía enfurruñarse ni hacer morritos como ella. Era oriunda de una ciudad sureña, Alabama, y tenía acento sureño de verdad, enronquecido a base de bourbon y de cinco paquetes de Chesterfield diarios. Y tenía algo más en su favor: en el pasado había sido amante de Jock Whitney. Pero sus pruebas, dirigidas por Cukor, no resultaron satisfactorias. En las escenas de la segunda parte de la película, en las que Scarlett aparece ya dirigiendo su vida y las de todos los demás, estuvo convincente, pero Selznick no la vio capacitada para dar vida a la Scarlett más joven e inocente.
DOS pensó que Bankhead podía hacer el papel de Belle Watling, la bondadosa y caritativa madame de burdel que “consuela” a Rhett Butler cuando Scarlett no quiere dormir con él. Pero el productor no se atrevió a ofrecerle este premio de consolación. Lo que hizo fue pedirle a Kay Brown que se lo ofreciera a ella, que se aventurara «en la guarida de la leona. Como Scarlett despechada, estoy seguro de que te arrancará la cabeza de cuajo. Y por lo que más quieras, no menciones mi nombre». Kay Brown no obedeció las instrucciones de su patrón.
A sus treinta y cuatro años, Bankhead era demasiado mayor para dar vida a Scarlett, que al principio de la película tiene dieciséis. Pero la edad nunca ha sido obstáculo para esas actrices que se creen que siempre tienen veintidós años y que además cuentan con maquilladores para demostrarlo. La mujer de Irving Thalberg, Norma Shearer, había sido una Julieta de treinta y seis años para George Cukor y también fue aspirante al papel de Scarlett. Igual que Miriam Hopkins, Joan Crawford, Joan Bennett, Jean Arthur e Irene Dunne. Ninguna cumplía ya los treinta y ninguna superó el escrutinio de Selznick, aunque algunas, sobre todo Hopkins y Arthur (un antiguo amor del productor), le dieron bastante que pensar.
Cukor estaba viendo a tantas actrices que se le estaba nublando la vista. Lucille Ball hizo su prueba y lo mismo Lana Turner, la nueva starlet de la Metro. También se habló de Carole Lombard, Claudette Colbert, Loretta Young, Ann Sheridan y Margaret Sullavan. Pero ninguna de ellas se ajustaba al papel. En la deslumbrante cornucopia de actrices de Hollywood no había una sola que tuviera la pasta necesaria para convertirse realmente en Scarlett.
Sobre todas ellas y su capacidad para confundirse con el personaje pesaba el recuerdo de sus interpretaciones pasadas. El personaje de Scarlett debía tener una esencia indefinible y puramente personal, algo susceptible de trasladarse directamente del libro a la pantalla. Selznick no sabía exactamente en qué consistía esa esencia, pero sabía que la reconocería cuando la viera.
Como todo no iban a ser desgracias, al menos durante este tiempo, DOS logró despejar las otras dos incógnitas del reparto: Ashley Wilkes y Melanie Hamilton. «La cuestión Ashley me pone de mal humor», escribió Selznick en uno de sus memorándum, «y creo que el esnobismo que estamos demostrando con lo de la gente nueva nos puede haber costado una gran interpretación de una gran estrella. Supongo que nuestras mejores posibilidades, por muy deprimente que resulte, son Leslie Howard y Melvyn Douglas. Lo único que tenemos que hacer es formar un reparto completo con esta gente. Así podríamos tener una película preciosa lista para estrenar desde hace siglos…».
En muchos sentidos, Ashley Wilkes es el papel más difícil de la película y, en el aspecto dramático, el más importante, porque lo que hace progresar gran parte de la acción es el amor que Scarlett siente por el sensible y elegante caballero sudista. Este personaje —tristón, absorto en sí mismo y siempre empeñado en defender su idea del honor— hace acto de presencia en momentos clave de la historia, desesperadamente dividido entre dos mujeres: Melanie y Scarlett.
Cukor había visto a Robert Young, a Jeffrey Lynn y a Lew Ayres, y la mujer de Selznick propuso a Ray Milland. Melvyn Douglas ofreció la primera lectura «inteligente que hemos oído», según opinión de Selznick, pero fue rechazado por ser demasiado “fornido” para el papel. El productor acababa siempre volviendo a Leslie Howard, el actor teatral británico y galán de admiradoras que había alcanzado el estrellato hollywoodiense.
Pero Leslie despreciaba las mieles de la fama y deseaba dedicarse a escribir, producir y dirigir. Odiaba el personaje de Ashley, se negó a leer la novela de Mitchell y dijo que era demasiado mayor para el papel. Selznick le ofreció una peluca y maquillaje rejuvenecedor, aunque tampoco sirvió de nada. «No tengo la menor intención de hacer otro papel de pusilánime descolorido», afirmó el actor. «Ya he interpretado a bastantes personajes ineficaces». Sólo un soborno consistente en permitirle producir la siguiente película de DOS, Intermezzo, le indujo a presentarse en la ceremonia de la rúbrica contractual.
Más tarde, Leslie envió un telegrama a Margaret Mitchell que en parte decía así: «Para mí es un gran honor haber sido seleccionado para interpretar a uno de los personajes de su libro, cuyo título, por el momento, se me escapa».
La selección de Olivia de Havilland estuvo, en cambio, marcada por el azar. Para el personaje de Melanie, Selznick había probado a diversas actrices: Anne Shirley, Janet Gaynor, Elizabeth Allen, Priscilla Lane, Geraldine Fitzgerald… Pero la diosa fortuna quiso que Joan Fontaine acudiese vestida de vampiresa a una prueba con George Cukor, convencida de que la quería para el rol de Scarlett. La actriz no pudo disimular su decepción cuando descubrió la verdad y rechazó airadamente el papel con un irónico «si quieren a alguien que haga bien de Melanie, les sugiero que llamen a mi hermana». Su odiada hermana y eterna rival no era otra que la dulce Olivia de Havilland.
Hasta el momento, comentó Selznick, «mi fracaso en la tarea de encontrar una actriz nueva es el fracaso más grande de toda mi carrera. Sería espantoso que llegara el comienzo del rodaje sin haber encontrado a Scarlett, ni a Melanie, ni a Ashley, y que tuviéramos que recurrir a gente sacada de algún instituto o de vaya usted a saber dónde. Daría cualquier cosa por tener en nómina a Olivia de Havilland para poder darle el papel de Melanie. Ya hace mucho que George vio a su hermana Joan Fontaine. Desde luego habría que hacerle una prueba. Creo que nuestra mejor Melanie hasta el momento es Dorothy Jordan».
Pero De Havilland tuvo que luchar para obtener el papel. La actriz pertenecía a la nómina de la Warner y antes de Lo que el viento se llevó no hacía otra cosa que dejarse rescatar por Errol Flynn en títulos como El capitán Blood y Robín de los bosques. Ella sabía que estaba capacitada para algo más, y también sabía que ese algo más era Melanie, la mujer que tiene tanto corazón que se le acaba por romper.
Haciendo acopio de valor, Olivia se fue a hablar con Jack Warner y le pidió que la liberara de sus obligaciones para poder hacer una prueba para Selznick. El tiránico Jack se negó. La actriz, por su parte, se negó a resignarse. Solicitó la mediación de la señora Warner, ésta hizo valer su influencia y el patrón se vio obligado a dejar libre a su actriz.
Liberada de su compromiso, Olivia acudió a casa de Selznick y leyó una escena con Cukor, quien dio vida a Scarlett con considerable aplomo. «Estoy segura de que conseguí el papel gracias a su interpretación», comentó más tarde.
Scarlett iba y venía, pero otros personajes permanecían. Butterfly McQueen ya se había hecho con el único personaje que a Margaret Mitchell, según sus palabras, le hubiera gustado interpretar, el de la histérica Prissy. El papel de Mammy, al que había aspirado la mismísima cocinera del presidente Roosevelt, Lizzie McDuffie, acabó en manos de Hattie McDaniel. Thomas Mitchell se convirtió en el padre de Scarlett, Gerald O’Hara, y a Barbara O’Neil se le confió el papel de la madre. Ward Bond, como el soldado de la Unión, y Evelyn Keyes y Ann Rutherford como las hermanas de la protagonista, eran otros nombres conocidos del reparto.
La búsqueda de Scarlett parecía el cuento de nunca acabar. El coqueteo más largo fue el de Paulette Goddard. En aspecto y temperamento parecía salida directamente de la novela de Mitchell. Era muy trabajadora y en casa se dejaba adiestrar por el hombre del que estaba enamorada, Charles Chaplin. Como actriz no tenía mucha experiencia —su papel más importante había sido en una cinta de Chaplin, Tiempos modernos, muda pese a su fecha de producción, 1936—, pero su seguridad en sí misma era arrolladora. Reflejaría perfectamente la transición que vive Scarlett de adolescente frívola a empresaria fría y calculadora.
Paulette se convirtió en la favorita de Selznick. A todo el mundo le gustaba su fuerza y admiraba su belleza. La actriz se sometió a una serie de pruebas y aprovechó bien las lecciones de su profesor de dicción, Will Price, que le enseñó a hablar con acento sureño. La periodista de sociedad Louella Parsons había empezado a llamarla Scarlett O’Goddard. La búsqueda había terminado, Paulette se preparaba para firmar. Pero entonces hizo acto de presencia la moral, que azuzada por las columnistas de sociedad hizo escuchar su voz, y ya se sabe, ¡ay del productor que no escuche la voz de la mayoría moral! Las oficinas de DOS se vieron inundadas de cartas que amenazaban con boicotear la película si la querida de Chaplin osaba usurpar la personalidad de la —no precisamente pura— heroína de Margaret Mitchell.[13]
Según Russell Birdwell, Goddard era «dinamita que nos explotará en la cara si le damos el papel». El jefe de prensa del estudio la consideraba excesivamente celosa de su intimidad para exponerse graciosamente a la más despiadada luz pública, requisito obligado para cualquier actriz que accediera a protagonizar Lo que el viento se llevó. Selznick bajó la cabeza y canceló la última prueba prevista para su actriz. Así eran los tiempos en que vivieron, amaron, transigieron y claudicaron los héroes de nuestro relato.
David reemprendió la búsqueda durante unos días, hasta aquella noche en que Atlanta pereció entre las llamas y los ojos verdes de Vivien ardieron con el fuego de Scarlett O’Hara. Cukor también se quedó gratamente sorprendido cuando vio por primera vez a la actriz británica, y como comentó años después, «en su mirada había algo indómito y rebelde y era muy parecida a la Scarlett dibujada en la novela».
El 21 y el 22 de diciembre, según consta en una reproducción del “Girls Tested for the Role of Scarlett”, el propio director sometió a la aspirante número 31 a las pruebas pertinentes. Vivien Leigh recordaba más tarde la primera de sus numerosísimas pruebas de cámara: «Cuando me puse aquel vestido, aún estaba caliente de la actriz anterior».
Está claro, sin embargo, que Vivien era tan lista como Scarlett —ella, o el departamento de publicidad del estudio—, porque no sólo tuvo posibilidades de interpretar el papel, sino que un viernes mágico, el 13 de enero de 1939, firmó su contrato con Selznick International. Aquel día también estamparon su firma Olivia de Havilland y Leslie Howard, los actores que habían de convertirse en Melanie y Ashley.
El último papel asignado fue el de Belle Watling, la prostituta de inevitable corazón de oro. Con su torso plano, su corte de pelo a lo chico y su pecosa tez, Ona Munson no tenía ninguna pinta de regenta de burdel, pero con ayuda de los departamentos de maquillaje y vestuario y su considerable talento, la actriz se trasformó en la quintaesencia de la hermosura prostibularia.