El tiempo se echaba encima. En noviembre de 1938, las necesidades de producción obligaron a poner en marcha el rodaje con el guión a medio terminar y sin haber encontrado a la protagonista femenina. El día 10 de diciembre, el sol se ocultó hacia las cuatro de la tarde. A las seis y media se convocó un descanso de hora y media para cenar, después del cual todo el mundo regresó al plató a esperar la llegada de David O. Selznick. El productor había enviado invitaciones a varios amigos y parientes para que acudieran a presenciar el espectáculo, que debía dar comienzo a las ocho en punto.

A esta hora había llegado casi todo el mundo, incluida la madre de Selznick. Cuando la limusina del productor se detuvo por fin en el plató, depositándole a él y a Cukor, había casi doscientas personas detrás de las cuerdas que Klune había mandado instalar detrás de las cámaras. A éste no le hizo gracia la presencia de la multitud, «porque con toda aquella gente, se podía armar mucho jaleo, si todos se ponían a gritarse y chillarse los unos a los otros. Para que nadie se equivocara, tomé el megáfono y me dirigí a los presentes —también a David— y les dije que no hablaran mientras durara aquello, que pensaba que el fuego se apagaría en cuarenta y cinco minutos, y que durante ese tiempo queríamos un silencio absoluto, porque aquello, o salía bien, o no salía».

Todo estaba preparado, sólo faltaba una palabra de Selznick, pero éste pidió a Klune que aguantara un poco más; su hermano Myron no había llegado todavía. Lydia Schiller lo recuerda así: «Yo estaba pegada al señor Selznick, que estaba muy enfadado con Myron por llegar tarde; aplazó el comienzo del incendio porque quería que su hermano estuviera allí. Al final vimos llegar a Myron. Había dos personas con él, y el señor Selznick dijo: “Vamos allá, Ray”, y se abstrajo de todo lo que no fuera la acción».

Guardias de seguridad, bomberos del estudio, bomberos municipales, operadores de cámara, entrenadores de caballos, dobles de Rhett y Scarlett, secretarias, maquilladoras, sastres, invitados, Cukor, Selznick… todos los implicados ocuparon sus puestos en el frío y oscuro solar.

Klune dio la señal a Menzies y éste se la transmitió a Zavitz, que estaba situado detrás del cortafuegos, a un lado del portalón de King Kong. El petróleo prendió y un muro de fuego de cien metros de altura se elevó hacia el cielo. El aire se inundó de humo negro. Los dobles de Rhett y Scarlett se internaron en las llamas y, para deleite de Selznick, la gente empezó a decir que en la MGM se había declarado un incendio. Para Lydia Schiller «fue como el holocausto. Nos asustamos todos. Fue como si ardiera una ciudad entera. Y mientras está pasando todo esto tan salvaje, aparece Myron con aquellas dos personas. Los tres parecían tres hojas al viento. Myron le dijo algo al señor Selznick, pero éste le mandó callar; estaba completamente absorto en el fuego».

En cuanto empezó el fuego, Menzies dijo “acción” y Rhett y Scarlett atravesaron las llamas sobre un carromato (los célebres especialistas Yakima Canutt y Dorothy Fargo dieron vida a los protagonistas cruzando el infierno). En plena toma se desprendió la rueda izquierda delantera del carromato, el caballo se sentó y Klune pidió a Zavitz que rebajara las llamas. En este momento, según recuerda Lydia Schiller, «El señor Selznick se volvió a Myron y le preguntó: “¿Qué decías?”. Myron contestó: “Aquí está tu Scarlett”, y le presentó a Vivien Leigh. No creo que el señor Selznick sufriera una conmoción instantánea».

Durante esta conversación, las cámaras habían pasado a la segunda posición y un grupo de eléctricos habían apartado el carromato defectuoso y colocado uno nuevo. «Salió todo sobre ruedas», contó Klune. «En vez de tres o cuatro focos, tuvimos seis o siete». En la séptima toma, Menzies dio la señal y un tractor se empotró, fuera del cuadro, contra la llameante reliquia del Rey de reyes de De Mille y el King Kong de Cooper, que se desmoronó de forma espectacular: un ave fénix a la inversa.

No creemos que Selznick, nunca muy dado al análisis vital, captara la ironía del momento, o quizá sí tuviera una imagen fugaz de los tiempos en que veía estos mismos decorados desde la ventanilla del autobús que le llevaba a trabajar en sus primeras semanas en la Metro, o los oscuros días de 1932, cuando Cooper le pidió el dinero necesario para reconstruir este set para un proyecto que en el tiempo transcurrido había penetrado en los dominios de la leyenda. Esa misma noche, el productor escribió a su mujer: «La escena del incendio es una de las emociones más grandes que he vivido en este trabajo de hacer películas, primero por la escena en sí, y segundo porque me ha hecho comprender, con tanta inquietud como emoción, que Lo que el viento se llevó está por fin en marcha».

Fue un momento muy emotivo para Selznick, pero para Ray Klune fue más intenso todavía: «Cuando todo terminó, me quedé ahí sentado, agotado. Sudaba copiosamente y temblaba de la tensión. David se acercó a mí, me rodeó con sus brazos y dijo: “Tenías razón, lo siento. Ha sido una de las cosas más tremendas que he visto en mi vida. Creo que eres el mejor director de producción que he conocido en mi vida”». Cuarenta años después, el recuerdo de ese momento seguía tan intensamente grabado en la mente de Ray Klune que el ex cineasta apenas podía contener las lágrimas al relatarlo, con voz preñada de emoción, y añadir en voz baja: «Nunca lo olvidaré».

La operación había costado $24.715, sólo 323 por encima del presupuesto previsto, que, según Klune, «hoy en día sería de medio millón de dólares». Doce días después, Selznick canceló repentinamente otra prueba para Paulette Goddard; la actriz, ya vestida y maquillada, fue sustituida por Vivien Leigh, quien más tarde recordó así: «Cuando me puse el vestido, aún estaba tibio de la actriz anterior».