David O. Selznick llevaba todo el año ahogado en cartas de gente que le explicaba cómo debía hacer su película y, sobre todo, qué intérpretes eran los más adecuados para encarnar a los personajes principales. Sobre la actriz que debía dar vida a Scarlett había disparidad de opiniones, pero con Rhett Butler había unanimidad: Clark Gable era el hombre. Anteriormente había recibido calurosas peticiones en favor de Ronald Colman, algunas para Fredric March e incluso, aunque pueda sorprender, para Basil Rathbone, a quien muchos ciudadanos del Sur, según Margaret Mitchell, consideraban perfecto para el papel.
Sin embargo, a mediados de 1937, el nombre que empezó a dominar en la avalancha de misivas que cayó sobre el estudio fue el de Gable, sobre todo después del éxito de San Francisco, cuyo personaje protagonista, Blackie Norton, tiene numerosos rasgos en común con Rhett: un marginal orgulloso e iconoclasta, duro y rudo, pero dotado de cierta clase y una vulnerabilidad que finalmente le impulsa a someterse por amor a una mujer.
Selznick no dio la espalda a la opinión popular. Es más, sabía que si llegaba el caso, Clark aportaría algo más que sus servicios como actor; la estrella iba a traer consigo un río de dinero y también una razón para posponer el rodaje hasta que lograran encontrar a Scarlett O’Hara, Melanie, Ashley y otros personajes.
En este momento de su carrera, Gable llevaba dentadura postiza, ganaba 4.500 dólares a la semana y tenía a Estados Unidos a sus pies. Cuando se enteró de que Selznick le quería para el papel de Rhett Butler, al actor le entró el pánico, porque sabía que el público no aceptaría a nadie más en el papel. Pensaba que era imposible capturar en una sola interpretación al héroe romántico que tantos y tantos lectores habían magnificado por mil y de mil maneras distintas en cada una de sus cabezas. «No es que no apreciara el halago del público», explicó Clark. «Es que Rhett era mucho pedir. No quería tener nada que ver con él. Ningún intérprete en su sano juicio se hubiera atrevido a encarnar a Rhett». Pero Gable tuvo suerte. Tenía una excusa. El actor estaba en la nómina de la MGM, y Louis B. Mayer, presidente del estudio y suegro de Selznick, no iba a dejar marchar a su actor para que se dedicara a llenar las arcas de otro estudio, aunque fuera el del marido de su hija.
En el otoño de 1937, tras descartar rápidamente su idea de contratar a Errol Flynn, DOS vio claro que sólo había dos posibilidades: Clark Gable o Gary Cooper. Éste último no sólo era adecuado, también era factible, ya que estaba en la nómina de Sam Goldwyn, que además de ser buen amigo de Selznick, también estaba comprometido con United Artists.
DOS comentó más tarde las diferencias de temperamento entre ambos astros: «Eran dos grandes símbolos de su época. Cada uno tenía un atractivo diferente. Clark tenía una imagen muy sexual y un atractivo muy viril, mientras que Gary era la personificación de los mejores ideales americanos. Lo más extraordinario de ambos es que los dos gustaban tanto a los hombres como a las mujeres, y por eso, a los hombres no les molestaba que las mujeres del público se enamoraran de ellos. Y lo más importante de todo, al menos en lo que hace a la personalidad latente de Rhett Butler, es que Gable y Cooper eran unos caballeros en el sentido más auténtico del término».
Selznick y Jock Whitney, por este orden, empezaron a trabajarse a Goldwyn para que les cediera los servicios de Gary Cooper. Sin embargo, Goldwyn, por razones que nunca han estado demasiado claras, se opuso a la idea y dejó que las negociaciones languidecieran hasta morir. Selznick ya no tenía elección: tenía que llegar a un acuerdo más equitativo con Mayer y la Metro. Ahora era Clark o nada.
Selznick acudió pues al patriarca de la Metro, su propio suegro,[10] para negociar el precio de una bala de algodón llamada Clark Gable. En realidad, el ladino presidente de la Metro-Goldwyn-Mayer lo había previsto todo: sabía que David iba a pedirle a su estrella y también sabía que, por un motivo u otro, Lo que el viento se llevó jamás podría llevarse a término sin ayuda de su estudio. Thalberg acababa de morir y Mayer estaba solo en el mando. Siempre había lamentado haber rechazado GWTW —que en realidad era, ni más ni menos, el tipo de suflé americano que tanto le chiflaba— así que emprendió discretamente una campaña destinada a enmendar su error. Su presidente de publicidad, Howard Strickling, avivó el interés del público por Gable e incluso hizo que el departamento artístico enviara a los periódicos dibujos del actor vestido a la moda sureña.
Mayer puso muchas condiciones. Cedería a su estrella por una cantidad pactada y también invertiría 1,25 millones —la mitad del presupuesto previsto— a cambio de los derechos de distribución y del cincuenta por ciento de los beneficios durante los siguientes cinco años. Si a Selznick no le parecía bien, la alternativa ofrecida por Mayer era mucho menos atractiva: David dejaría de trabajar de forma independiente y haría la película para la MGM.
Selznick prometió pensárselo. También tenía que tener en cuenta otro problema. Sus películas se distribuían a través de la United Artists, de acuerdo con un contrato que no expiraba hasta 1939. Dado que Mayer exigía que la Metro se encargara de la distribución, David tendría que retrasar el rodaje para no incumplir su contrato con la UA. En realidad, este aplazamiento le iba que ni pintado. Mientras esperaba a Gable y preparaba minuciosamente su obra, el pueblo americano se obsesionaría aún más con el reparto de la película.[11]
Pero había otro problema: Scarlett aún no se había manifestado. Y el caso es que el rodaje de su primera escena estaba programada para una gélida noche de diciembre de 1938. La escena se llamaba el Incendio de Atlanta, aunque Margaret Mitchell no dejaba de aclarar que el episodio era en realidad aquél en que los confederados prendieron fuego a sus propios depósitos de municiones, y que el incendio provocado por los yanquis no ocurrió hasta mucho más tarde. Scarlett y Rhett, conduciendo un carromato, emprendían una escalofriante travesía a través del fuego.
A Lyle Wheeler, director artístico de Lo que el viento se llevó, se le ocurrió la idea de incendiar de verdad los decorados exteriores del estudio. Forty Acres, que así se llamaba esta extensión, se había convertido en una especie de trastero de decorados de otras películas, una destartalada aglomeración de reliquias del pasado. Para recrear la ciudad de Atlanta iba a ser necesario echar abajo todo aquel aparato. Wheeler pretendía matar dos pájaros de un tiro: desembarazarse de los decorados viejos librándolos a las llamas y al mismo tiempo filmar el fuego resultante como si fuera el incendio de Atlanta.
Los carpinteros elevaron fachadas falsas sobre las construcciones existentes para que parecieran depósitos de municiones. La puerta pagana y la aldea indígena de King Kong se prepararon para desempeñar nuevas funciones. Detrás de los edificios se instaló una complicada red de alimentación de petróleo y agua para controlar las llamas.