En agosto, cuando Selznick volvió de Hawai, el resto del pueblo americano también estaba leyendo “Lo que el viento se llevó”. Cada uno de los millones de lectores que ya lo habían devorado creían saber quién era el perfecto Rhett Butler y la perfecta Scarlett, y todos enviaron sus sugerencias a DOS, o eso le parecía a él. Empezaron a llegar cartas a Culver City de todos los sectores de la sociedad: amas de casa, sociedades femeninas, comentaristas radiofónicos, redactores de revistas y espectadores hicieron llegar al productor peticiones enfervorizadas sobre los intérpretes.
Fue el primer aviso de la polémica que iba a envolver la elección de los actores protagonistas. Lydia Schiller quedó a cargo de la organización de esta correspondencia y de hacer un seguimiento de los nombres más mencionados. Guardó estas cartas en un archivo llamado “Cartas Scarlett”.
Los nombres variaban de un mes a otro. «En los primeros meses dominaban los nombres de Miriam Hopkins y Margaret Sullavan», recuerda la secretaria. Lo de Rhett Butler era fácil. Según un recuento efectuado por el estudio, el noventa y ocho por ciento de las personas que escribieron veían a Clark Gable en la piel del pícaro aventurero. Aunque Ronald Colman también tenía sus partidarios, desde el principio resultó evidente que el papel estaba hecho a la medida de Gable.
Mientras tanto, el público, que ya daba a Rhett Butler por cosa hecha, pasó a ocuparse de Scarlett. En este caso, cada ciudadano tenía una idea distinta… Igual que todas las actrices y starlets de Hollywood: en su opinión, ellas mismas serían la mejor Scarlett.
En Hollywood, se hubiera dicho que todas las actrices con edades comprendidas entre Shirley Temple y May Robson decidieron que el papel debía ser suyo, y las oficinas del estudio de ambas costas del territorio estadounidense se vieron inundadas de fotos, cartas, telegramas y llamadas telefónicas de agentes y actrices, una situación de la que el jefe de prensa del estudio, Russell Birdwell, dio cumplida cuenta a la prensa especializada y nacional. Los veteranos más curtidos de la prensa de Hollywood no salían de su asombro ante la magnitud de aquella espontánea campaña publicitaria.
Los lectores y periodistas también asediaban a Margaret Mitchell, suplicándole que no permitiera que el cine cambiara una coma de su historia, aunque la escritora había dejado claro desde el primer momento que no quería tener nada que ver con Hollywood ni con la producción de la cinta. En una misiva a Kay Brown, Mitchell decía así: «Supongo que sabes que elegir el reparto de esta película es el juego de salón preferido últimamente, y que los periódicos me persiguen para que les diga quiénes quiero que hagan los papeles. Ha sido difícil, pero hasta ahora he conseguido mantener la boca cerrada. ¡Ruego a Dios que anunciéis pronto el reparto y me alivie de esta carga!».
Aparte de un aparente respaldo a la candidatura de Katharine Hepburn para el papel de Scarlett O’Hara (un desliz que provocó una inmediata disculpa), lo único que dijo Margaret es que en el papel de Rhett Butler le agradaría ver a Groucho Marx o al pato Donald.
Al final, Mitchell escribió una carta a Louella Parsons, cuya columna sobre asuntos cinematográficos se publicaba en periódicos asociados y era devorada por millones de lectores que se tomaban a pies juntillas todos los rumores y habladurías que publicaba la periodista. «Apelo a usted por el asedio a que me veo sometida, el cansancio que siento y la necesidad de un respiro que se me niega por el alud de cartas y telegramas que están lloviendo sobre mí por causa de unos rumores que al parecer están circulando por todo el país».
En su columna del 23 de octubre de 1936, Parsons había asegurado que Mitchell se estaba quedando ciega, que los médicos la habían prohibido trasladarse a California y que el proceso de selección no se podía terminar sin su ayuda. En su carta, la novelista negaba estas afirmaciones y Parsons respondió publicando otra columna que aclaraba las cosas. El número de cartas y telegramas disminuyó, Mitchell pudo descansar y Selznick ponerse manos a la obra.
Elegir el reparto de la película se había convertido en una obsesión nacional, y para Selznick se convertiría en su mayor agonía y en su mejor estrategia publicitaria. Pero antes de tomar tan dramáticas e irrevocables decisiones, necesitaba un director, un guionista y un equipo técnico. Y también necesitaba el dinero para hacer la película.
La primera decisión, tomada en Hawai, fue que George Cukor dirigiría la película. En muchos sentidos, no había otra elección posible. Los dos hombres se conocían bien, lo pasaban bien en su mutua compañía, y el director estaba en deuda con Selznick por haber impulsado su carrera en la Paramount, en la RKO y en la MGM. Cukor también era un gran director de actrices. Gracias a su afiladísimo ingenio, a su cultura e inteligencia y a su homosexualidad, las intérpretes confiaban en él, lo habían convertido en su compañero de conspiraciones y en su confidente. No era una amenaza sexual sino un buen amigo. Quienquiera que se hiciera cargo del papel de Scarlett O’Hara llevaría todo el peso de la película. Y necesitaría un hombre como Cukor para llevarla de la mano.
Cukor nació en Nueva York en 1899, americano de segunda generación cuyos abuelos habían llegado a los Estados Unidos desde Hungría. Al principio pensó hacerse abogado, pero no tardó en dirigir sus pasos hacia el teatro, donde se convirtió en uno de los directores más destacados de la escena neoyorquina. Cuando llegó el sonido, Hollywood peinó Broadway en busca de directores y profesores de diálogos. George no tardó en embarcarse rumbo a la Costa Oeste. Allí se especializó en dirigir adaptaciones de obras teatrales y en extraer grandes interpretaciones de sus actores. Le encantaba el artificio, las mascaradas y los enredos. No le interesaban las grandes proclamas a lo Capra ni las escenas de acción muy aparatosas. Para él, el drama emanaba del juego interno de las emociones. Era relativamente lento y extremadamente exigente.
La magnitud narrativa de Lo que el viento se llevó superaba cualquier cosa que hubiera dirigido Cukor hasta aquel momento, incluido David Copperfield, y en realidad requería más rapidez que arte. El cineasta quería que Lo que el viento se llevó combinara ese tipo de escenas de salón que eran su debilidad con reconstrucciones colosales de batallas de la guerra de Secesión, una especialidad que ya no era su fuerte. El productor le instó a no excederse «con la envergadura y con escenas de guerra que resulten muy caras, porque creo que lo importante de ellas es cómo afectan a nuestros protagonistas».
Ahora, Selznick necesitaba un guionista que estuviera dispuesto a enfrentarse a las 1.037 páginas de la novela original. Al volver de Hawai había empezado a barajar los nombres de Ben Hecht y Sidney Howard. Finalmente se decidió por éste último, porque le consideraba el mejor de los guionistas que no estaban en la nómina de ningún estudio de Hollywood. En su opinión, Howard era un artesano capaz de extraer un argumento coherente del mar de personajes y subtramas que componían la novela. No se equivocaba. Sidney sabía de estructura dramática y era capaz de escribir veinticinco páginas diarias. Había ganado un Pulitzer por la obra “They Knew What They Wanted”, había escrito el guión de Desengaño para el productor Sam Goldwyn y había sido nominado al Oscar por ambos.
Pero había un problema: David O. Selznick. Sus relaciones con los guionistas eran, en el mejor de los casos, tensas, ya que David era un productor que pensaba que los escritores debían trabajar en estrecha colaboración con su persona y que el mejor modus operandi era hablar de cada escena y cada frase hasta que quedaran bien. Sus guionistas tenían que estar en Hollywood, en un despacho contiguo al suyo a ser posible, y disponibles las veinticuatro horas del día. Howard no pudo aceptar estas condiciones.
Sidney vivía en un extenso rancho ganadero de Tyringham (Massachusetts), auténtico territorio yanqui. Era buen amigo de Merian C. Cooper (el director de King Kong), así que Selznick, naturalmente, le pidió que le ayudara a obtener sus servicios. El guionista aceptó la oferta, pero se negó a abandonar a sus vacas. Él sabía que escribir es una cosa que se hace en soledad y que Hollywood nunca sería capaz de reconocerlo así. Como casi todos los intelectuales de la Costa Este, despreciaba los métodos factoriles de la Meca del Cine, pero apreciaba sus jugosas contraprestaciones económicas. Si había algo que no deseaba era un productor enloquecido mirando por encima de su hombro y poniendo pegas a todo lo que leía.
DOS no tuvo más remedio que ceder a la exigencia del escritor de colaborar a distancia. A una distancia de cinco mil kilómetros, exactamente. Howard firmó su contrato en octubre, tomó posesión del ejemplar del productor, glosas incluidas, y se volvió a su granja para zambullirse en el guión. A Selznick no le agradó este comportamiento. Él se consideraba a sí mismo un colaborador muy activo, a todos los niveles, en cada uno de sus proyectos, no un figurón que se apoltronaba en su despacho de diseño y dejaba que otros hicieran el trabajo duro. Pedía e incluso exigía reuniones diarias con sus guionistas. Tener a Howard a tres mil millas de distancia fue una cruz bastante difícil de llevar, pero se consolaba enviándole notas e instrucciones escritas a discreción.
Mientras se cerraba el acuerdo con el guionista, el consejo de administración de Selznick Internacional celebraba su reunión anual, dedicada a discutir los problemas que llevaba aparejados su proyecto estrella, como por ejemplo el coste de producirlo adecuadamente. La compañía sólo disponía de un capital de aproximadamente tres millones de dólares. Tanto Selznick como Cooper, los únicos que se dedicaban a hacer películas entre los miembros del consejo, comprendían que los problemas de guión, metraje, diseño y efectos especiales situarían los costes muy por encima de los recursos actuales de la compañía; la factura final sería de más de dos millones de dólares, cifra desorbitante en los inciertos días de la Depresión.
En la reunión de noviembre de 1936 se discutió largamente la “gran pregunta”: ¿Era prudente hacer aquella película? Henry Ginsberg intentó convencer a Selznick y a Whitney de que aceptaran alguna de las lucrativas ofertas que estaban llegando por los derechos del libro (la última había sido de un millón de dólares), que les permitirían retirarse con jugosos beneficios. David hizo uso de su poder de persuasión: «Lo que el viento se llevó es justo el tipo de desafío que llevaba buscando desde David Copperfield. Estaba decidido a que nuestra pequeña empresa se hiciera cargo de una historia que hubiera agotado los recursos del estudio más potente e intentara convertirla en la mayor película de todos los tiempos».
Alguien sugirió utilizar sólo la mitad del libro, como la Warner acababa de hacer con El caballero Adverse, pero Jock Whitney estaba decidido a secundar a Selznick en su deseo de recrear toda la historia de principio a fin, o por lo menos todo aquello que pudieran hilvanar en términos dramáticos. Más tarde, el productor habló así de la participación de Whitney en el proyecto: «Creo que se implicó más directamente en la producción de Lo que el viento se llevó que cualquier otra persona en un cargo de tanta responsabilidad ejecutiva, como presidente de una compañía, antes que él. Su fe no decayó en ningún momento; jamás dudó del éxito de nuestra empresa, ni se preocupó por su coste, y se ocupó de asegurar a los miembros del consejo que confiaba en el resultado final y que compartiría la responsabilidad conmigo».
Whitney no hablaba de boquilla: él y su familia aportaron otros cinco millones de dólares, parte de ellos procedentes de Pioneer, ya que fue en esta reunión donde ambas empresas se fusionaron oficialmente y donde se tomó la decisión de absorber el estudio RKO-Pathé, no sólo por el aumento de actividad previsto, sino por las futuras necesidades de Lo que el viento se llevó.
El 14 de diciembre de 1936, Selznick recibió un informe de cincuenta páginas de Sidney Howard titulado “Notas Preliminares para el Tratamiento Cinematográfico de Lo que el viento se llevó”.[3] El guionista había dividido la historia en siete secuencias principales, respetando escrupulosamente la estructura de la novela, utilizando la «entrañable y sencilla escena de apertura, que termina con los gemelos Tarleton visitando a Scarlett en el porche de Tara». Howard había eliminado la profusa información biográfica que acompañaba a los personajes secundarios, los recuerdos relacionados con los padres de Scarlett, las comparaciones entre Scarlett y Atlanta, ambas de la misma edad y del mismo carácter —jóvenes, vigorosas y ambiciosas— pero mantenía el hincapié de la autora en la herencia irlandesa de Scarlett, en su «amor por la tierra», como dice su padre. Las historias de amor de Scarlett-Rhett y Ashley-Melanie las iba desarrollando a lo largo de este esquema, igual que en la novela.
El guionista daba un tratamiento mucho más contenido que el definitivo al gran clímax de Scarlett proclamando su voluntad de supervivencia y confesaba sufrir «enormes dificultades para estructurar el material de la segunda parte. Lo que nos va a dar más problemas es la falta de organización del material, algo que la misma Miss Mitchell sólo ha conseguido disimular en parte». En el periodo de espera a que Howard entregara la primera versión del guión, Selznick y su personal se enfrascaron en la preparación y producción de las tres siguientes películas previstas en el calendario de estrenos del estudio: Ha nacido una estrella, Las aventuras de Tom Sawyer y El prisionero de Zenda.
Mientras estas cintas pasaban de las oficinas a los platós y de ahí a las salas de cine, Lo que el viento se llevó también recibía atención. Barbara Keon, secretaria de Selznick, Lydia Schiller y otras empleadas de la oficina se dispusieron a desmenuzar a conciencia la novela: elaboraron un índice detallado de cada acontecimiento y cada suceso, estableciendo referencias cruzadas por periodos de tiempo, cambios estacionales y contextos históricos, y a continuación elaboraron índices individuales por caracterizaciones, temas de conversación, relaciones entre los personajes, elementos de vestuario y descripciones de escenarios interiores y exteriores. Así, antes de que se pudiera contar con un guión oficial, había diez guiones de consulta que se podían utilizar como referencia para la etapa de preproducción, que se preveía considerablemente laboriosa.
Corrían los últimos meses de 1936, y el departamento de producción aún no se caracterizaba por la fluida organización que Selznick esperaba otorgarle con el tiempo. Los problemas de exteriores y los excesos presupuestarios padecidos por El jardín de Alá habían hecho comprender a Selznick que, sin un director de producción que no se limitara a ser eficaz, Lo que el viento se llevó podía acabar como el rosario de la aurora.
A principios de 1937, David empezó a pensar en ofrecerle el trabajo a Ray Klune. Ray ya había leído el libro y «Me daba pánico. Había tantos personajes, tantos parientes, y Scarlett tenía tantos niños, que ya se sabe. Pero, cuando se me pasó el susto y David me aseguró que iban a eliminar muchos personajes, me relajé y me lo volví a leer. Ahora sabía que íbamos a hacer la película, aunque nadie, ni siquiera David, sabía cuándo, lo cual me alegraba, porque empecé a pensar en los diversos métodos que podíamos emplear y comprendí que todo se reducía a un ingente trabajo preparatorio».
A falta de guión, Selznick decidió obtener un presupuesto preliminar pidiendo a todos los jefes de departamento que repasaran el libro y confeccionaran listas con lo que consideraran las necesidades mínimas de decorados, vestuario y actores. Walter Plunkett pidió y obtuvo el difícil cargo de figurinista.[4] Según recordó él mismo más tarde, «escribí a Selznick una nota suplicándole que me diera el trabajo. Me contestó de inmediato pidiéndome que firmara un contrato, y en cuanto lo hice, me dijo desde el primer momento que sólo podía trabajar con él. No quería que nadie viera mis bocetos. Me leí el libro dos veces más, anotando todas las frases o pasajes que hacían referencia a alguna prenda de vestir o a temas relacionados»..
Tras repasar la novela, Walter y su secretaria contabilizaron cinco mil quinientos atuendos diferentes que tendrían que hacer para la película. También descubrieron que, en lo que hacía a la moda, la historia cubría dos épocas diferenciadas: la ostentosa etapa prebélica, con sus faldas de aros, y los años de carestía durante la guerra, en la que cualquier cosa servía para rematar una toilette, desde una hoja de pino hasta una bola de algodón.
La lista elaborada por Plunkett, los cálculos de Wheeler relativos a los decorados y las estimaciones de Klune respecto a las necesidades de personal a ambos lados de la cámara situaron el presupuesto en un total aproximado de 2,5 millones de dólares, cifra que equivalía a todo el presupuesto de Selznick International para las producciones de un año entero. La cifra impresionó a Selznick, que inmediatamente habló del asunto con Jock Whitney. Éste animó a su socio repitiéndole lo que ya le había dicho una vez: «Lo importante es hacer la película como es debido y ajustarnos a las expectativas del público».
En el informe enviado por Howard en diciembre de 1936, también se detallaba lo que pensaba eliminar de la novela. Quería “cepillarse”, sin posibilidad de réplica, a algunos miembros de la familia O’Hara y a unos cuantos personajes secundarios. También proponía una serie de collages para contar el progreso de la guerra y sugería mostrar las actividades de Rhett Butler, en vez de darlas por sentadas, como en la novela. No era un tratamiento ni un guión; era una valoración inteligente y perspicaz de una novela muy entretenida y emocionalmente abrumadora, aunque bastante prolija.
Aquella Navidad, Selznick leyó el informe del guionista una y otra vez, y el 6 de enero de 1937 contestó diciendo que estaba muy contento con su trabajo, pero que se guardara muy bien de añadir ideas de su cosecha o de introducir el cambio más leve. El guionista tenía su permiso para aplicar la guillotina a personajes y episodios enteros, pero lo que quedaba era intocable.
«Me cuesta mucho decirle esto a un hombre como tú, que tanto talento has demostrado adaptando otras obras, pero soy un productor enfrentado a la gravosa tarea de recrear el libro más apreciado de nuestra época, y creo que ninguno de los dos hemos trabajado nunca en nada que se haya ganado el afecto de la gente como lo ha hecho esta novela», explicó DOS.
Se trataba de preservar los “ingredientes” de la historia, aunque ello significara conservar también sus fallos estructurales. Más tarde, Selznick declaró lo siguiente ante Bosley Crowther, crítico de cine y biógrafo de la Metro y de Mayer: «Si hay fallos de construcción, es mejor conservarlos que intentar cambiarlos, porque nadie puede nunca identificar con seguridad los ingredientes que convierten una obra en un clásico. Y si te pones a enredar, siempre corres el riesgo de destruir el ingrediente esencial».
Sin embargo, uno de los ingredientes de la novela de Mitchell provocó la alarma de Howard y de DOS. Sidney quería quitar todas las referencias al Ku Klux Klan contenidas en el libro. «Con los problemas de linchamientos que padecemos últimamente», escribió el guionista, «me repugnaría caer en cualquier tipo de recurso que diera una imagen positiva, en cualquier sentido, del linchamiento de un negro».
David le dio la razón; no quería atraer el tipo de críticas que Griffith se había ganado con El nacimiento de una nación.[5]
Selznick y Howard tuvieron muy en cuenta este aspecto del guión; quitaron de en medio al Ku Klux Klan, pero conservaron la palabra nigger [“negrata” o “negro” peyorativo]. Cuando empezaron a hacer pruebas a actores negros, estos se sintieron insultados y protestaron ante la NAACP (Asociación Nacional para la Promoción de la Gente de Color), que de inmediato llamó a los actores y, en su caso, espectadores negros a boicotear la película.
El productor intentó atraerse las simpatías de los escritores negros más prominentes y, una vez comenzado el rodaje, invitó al set a periodistas de color. Pero aquello no era más que una campaña publicitaria, nada digno de tomarse en serio. Lo que el viento se llevó era una historia de amor, no un documental, y David rechazó la sugerencia de contratar a un asesor negro de forma oficial.
A Butterfly McQueen, que iba a dar vida a la criada tonta, Prissy, le horrorizó el personaje. «Odiaba aquel personaje», dijo en 1989. «Yo pensaba que la película iba a mostrar los progresos que habían hecho los negros, pero Prissy era una vaga, una tonta y una retrasada». Ni desde el punto de vista de la década de los treinta se hubiera podido decir que Selznick pusiera mucho interés en nada que no fuera la historia entre Rhett y Scarlett. El resto no era más que contexto.
Mientras renegaba por no tener a Howard a mano —aunque se consolaba bombardeándole con instrucciones por correo—, Selznick también había empezado a mantener reuniones diarias con George Cukor, que acababa de llegar de la Metro, donde había dirigido a Greta Garbo en Margarita Gautier. Lo que el viento se llevó sería su primera película para Selznick International. Cukor había leído el libro cuando éste iniciaba su espectacular escalada hacia el triunfo popular y años después habló de él con franqueza: «Era una novela eficaz, un poco literatura barata, pero la historia era condenadamente buena, y tenía cosas muy originales. Pese a sus fallos tenía vitalidad y era un libro muy denso y pintoresco».
Selznick había decidido reunir a la flor y nata de la técnica hollywoodiense y hacer de Lo que el viento se llevó el mejor espectáculo visual que el dinero y la tecnología pudieran comprar. Como director de fotografía eligió a Lee Garmes, un veterano del cine mudo y el hombre que había fotografiado a Marlene Dietrich para Josef von Sternberg. Cuando recibió la llamada del productor, Garmes se hallaba en Inglaterra trabajando para Alexander Korda. «Me quedé de piedra», dijo Lee; «yo pensaba que la película estaba casi terminada. ¡Llevaba meses oyendo hablar de ella en la prensa! Le dije a mi agente que cerrara el trato y acepté la mitad de mi sueldo normal. Cuando llegué a Hollywood [en enero de 1938] comprobé que la película ni siquiera había empezado; sólo habían rodado el incendio de Atlanta, con Ray Rennahan de operador».
DOS había decidido hacer Lo que el viento se llevó en color. Como casi ningún operador de Hollywood, incluyendo a Garmes, tenía apenas experiencia con el color,[6] la firma Technicolor tenía en sus manos a todos los estudios. Estaba en situación de imponer sus condiciones. Y sus condiciones eran que toda producción que utilizara su técnica tenía que contar con un director de fotografía y un ayudante de la propia firma en calidad de asesores técnicos. Para GWTW, Technicolor designó a Paul Hill, que no tardó en ser sustituido por Ray Rennahan, y un ayudante.
De recrear la época se ocuparon una legión de diseñadores. Los decorados y atuendos debían ajustarse a la realidad histórica, siempre que ofreciesen el adecuado efecto dramático en pantalla. El director artístico era Lyle Wheeler, colaborador de Selznick desde tiempo atrás, y Walter Plunkett fue el figurinista. En previsión de posibles disputas, David contrató a William Cameron Menzies en calidad de diseñador de producción, título inventado especialmente para él en esta película. Significaba que la “envoltura” de la cinta recaía enteramente en sus manos (con supervisión de DOS, por supuesto): un diseñador de decorados/director artístico a gran escala que decidiría los tonos de color que se usarían, que antepondría la imagen grandiosa a los interiores íntimos y que daría a los decorados y atuendos toda su riqueza textual.
Menzies había diseñado los espectaculares decorados de El ladrón de Bagdad, aventura en technicolor en dos bandas de Douglas Fairbanks, y había dirigido, además de diseñar, Things to Come, para Alexander Korda. Cameron demostró ser la mejor adquisición creativa del productor, el hombre que dio su coherencia visual a Lo que el viento se llevó a través de sus decorados, sus storyboards, sus sugerencias relativas a la fotografía y su labor como director de varias escenas clave. Siempre que Menzies estuviera presente, los operadores, guionistas y directores podían ir y venir más o menos a su antojo. Y lo hicieron.
El equipo técnico de Selznick partió hacia el Viejo Sur dispuesto a documentarse. Como Cukor, que había recorrido la zona en busca de posibles Scarletts, los técnicos contaron con los servicios de Margaret Mitchell, que les sirvió de guía y les abrió las puertas de los museos y archivos. Sin embargo, los hombres volvieron a Hollywood convencidos de que no había localizaciones adecuadas y que el patrimonio arquitectónico del Sur no era lo bastante fabuloso para su película. Mitchell siempre se había imaginado Tara, la mansión de los O’Hara, como una construcción sólida y perdurable, pero no extravagante.
La escritora les mostró ejemplos de su idea: «Estoy segura de que se llevaron una gran desilusión», escribió la autora después de la visita de Cukor y Plunkett. Selznick quería algo más aparatoso, una especie de Beverly Hills de antes de la guerra. Si no lo encontraban, tendrían que construirlo. La solución, pues, fue rodar casi toda la película en los recintos del estudio. Los paisajes de Georgia les sirvieron para dar fondo a los créditos de apertura, pero los exteriores más importantes del norte de Georgia se rodaron en el sur de California. Tara, Doce Robles y Atlanta se construirían en el Washington Boulevard de Los Ángeles, una forma de operar que era norma en la época.
Esta decisión convirtió a Lo que el viento se llevó en un festival de efectos especiales sin parangón en la época, que requeriría gran número de transparencias de paisajes sureños y de fondos paisajísticos para exteriores, aparte de los decorados de interiores. El trabajo de William Cameron Menzies fue especialmente valioso aquí: él era, no hay que olvidarlo, el hombre que había hecho flotar a Douglas Fairbanks sobre una alfombra voladora y el que había recreado el siglo XIX.
Para supervisar los efectos, Selznick contrató a Jack Cosgrove, el profesional que llevó del lápiz al celuloide las ideas más extravagantes. Las cosas empezaban a tomar forma; había una película a la vista y gracias a los storyboards de Menzies, David pudo empezar a darse cuenta de la envoltura que tendría. Aparte de ello, un año después, seguían sin tener fecha para el comienzo del rodaje, ni dinero, ni reparto. Sidney Howard presentó la primera versión del guión en el verano de 1937.[7] Tenía cuatrocientas páginas, lo equivalente a una película de cinco o seis horas. El productor había previsto un metraje de dos horas y media y un presupuesto en torno a los dos millones de dólares. El guión le hizo comprender que para Lo que el viento se llevó no valían esos cálculos. Era una versión ligeramente abreviada de la novela, bien escrita y con buen sentido de la estructura. Pero algo había pasado con los ingredientes.
Selznick comprendió alarmado que el estilo de Sidney, su repugnancia por los gestos emocionales grandilocuentes, su preferencia por el tono apagado, habían ahogado parte del fuego de la historia. Como dramaturgo, a Howard no le gustaban los gestos pomposos, y el guión era en gran parte una sucesión de conversaciones corteses y sutiles sucesos dramáticos; una interesante, íntima y sobria versión de la historia, pero no lo bastante teatral para el gusto del productor, que echaba de menos la emotividad y el romanticismo embriagador de la novela. Y quedaba un problema aún más importante, el que se detectó cuando Hal Kern dividió el script en escenas y calculó el metraje que necesitaría cada una de ellas; sumados todos los tiempos, la película resultante tendría una duración de casi cinco horas y media.
El rechazo que Howard sentía por los clímax altisonantes queda perfectamente ilustrado en su decisión de eliminar en esta versión del script la escena con la que se cierra la primera parte de la película (que en la novela ocurre cuando Scarlett abandona la devastada finca de los Doce Robles y sale hacia Tara), en la que Scarlett hace su melodramático voto de determinación y supervivencia: «A Dios pongo por testigo de que no volveré a pasar hambre». Los dramáticos cambios que opera en la protagonista la guerra y la pobreza, la valentía y el coraje descritos a través de imágenes grandiosas, la voluntad de supervivencia expresada con estentórea elocuencia, era lo que David valoraba de esta escena y que echaba de menos en todo el trabajo de Sidney en general. Aun así, el guión era un punto de partida excelente, y para subsanar estas carencias, el productor obligó a su guionista a desplazarse al oeste. Éste accedió a regañadientes a personarse en California. Howard sabía por experiencia que Hollywood era un sitio ajeno a la lógica y volvió a comprobarlo en cuanto puso los pies en tierra. Selznick estaba rodando El prisionero de Zenda, que estaba sufriendo problemas de guión. ¿No podría Sidney echar una mano…?
Sin embargo, David acabó por volver su atención de nuevo a Lo que el viento se llevó y los dos hombres pusieron manos a la obra. El escritor prefería sentarse tranquilamente en una silla y hablar las cosas. Al productor le gustaba representarlo todo como si fuera una función —una costumbre que compartía con Mayer y otros magnates— y se dedicó a pasearse por la habitación agitando los brazos e interpretando todos los papeles.
Pasaron semanas discutiendo, enfurruñándose y negociando hasta altas horas de la noche, intentando acercar sus respectivas posturas para aunar lo mejor de ambos estilos dramáticos, hasta que Selznick se rindió. Tenía demasiadas cosas de que ocuparse y, de repente, el guión le parecía menos importante que todos los demás problemas, cosas como el dinero, el reparto y los aspectos técnicos de la producción. Howard se volvió a su granja y el guión quedó archivado, convertido en un palimpsesto que sólo el productor sabía descifrar.
Pero unos meses después, cuando David ya había asignado el papel de Rhett Butler y se vio enfrentado a un plan de rodaje con todo tipo de fechas, dirigió de nuevo su atención al guión. Selznick y Howard se pasaron buena parte del año 1938 elaborando, juntos y por separado, en Culver City y en Nueva York, la segunda, tercera y cuarta versiones del primer guión. Deseoso de obtener otro punto de vista, DOS pidió a Hal Kern que repasara la última versión y elaborara un informe sobre los cortes que se podían introducir. Kern decidió que los elementos sacrificables estaban en los personajes secundarios y en los acontecimientos bélicos que sirven de trasfondo a la historia.
David no tenía más remedio que hacer estas sugerencias, pero lo cierto es que le causaban cierta confusión: en realidad, él no quería quitar nada de lo que ya estaba en el guión, sólo quería resumirlo y mejorarlo, especialmente los diálogos. Sobre este último aspecto, el productor hizo saber a Sidney Howard que no debía inventar nada, sino utilizar en lo posible los diálogos de la novela. Cuando Howard se mostraba reacio, Selznick tomaba la pluma y los redactaba personalmente. Harto de tantas reuniones interminables y de los constantes cambios de parecer de su patrón, Sidney regresó a Nueva York en el mes de octubre. DOS le siguió a Manhattan y le obligó a seguir trabajando mientras el escritor ensayaba su nueva obra de teatro, “The Ghost of Yankee Doodle”.
Según se enfrascaba en la producción, Selznick se daba cuenta de que «jamás podré llevar esta película a la pantalla como es debido sin recurrir a un número de efectos especiales sin precedentes hasta el momento. Durante la preparación del guión me impuse la obligación de buscar y crear oportunidades para realzar la calidad del producto como espectáculo y mejorar [sic] el diseño de producción de la película. Creo que en Lo que el viento se llevó habrá más de cien planos trucados, así que debemos prepararnos para invertir sustanciosas sumas de dinero en modernizar el material con que contamos en este departamento».
Mientras su experto en efectos especiales, Jack Cosgrove, se ocupaba de experimentar maneras de aumentar la eficacia de los trucajes en Techicolor, Ray Klune y Lyle Wheeler buscaban modos de llevar a producción, por un coste módico, los cientos de bocetos surgidos del departamento de William Cameron Menzies.
Uno de los mayores problemas del departamento de arte era la obtención de fotografías u otros documentos gráficos que reflejaran el pasado de Atlanta, puesto que gran parte de la ciudad antigua había desaparecido bajo el fuego de noviembre de 1864. El departamento de documentación de Selznick International estaba dirigido por una mujer llamada Lillian Deighton, trabajadora diligente y concienzuda, pero que no podía ofrecer un material que no existía.
Selznick pidió ayuda a Miss Mitchell, quien, pese a su decisión de no implicarse en la producción, sí deseaba hacer cuanto estuviera en su mano porque la película resultara fiel a la realidad histórica. La escritora había comentado que «no me importa lo que hagan con mi historia, pero espero que no tergiversen la Historia. A los sureños nos indigna que cuenten mal nuestra Historia». Cuando la petición de DOS llegó a sus oídos, la escritora respondió diciendo que, aunque no podía ayudarle personalmente, le recomendaba calurosamente que se procurara la ayuda de Wilbur Kurtz, vecino de Atlanta a quien ella consideraba la mayor autoridad sobre la Guerra de Secesión en la región, y que además tenía una bonita colección de reproducciones de la ciudad tal como era en sus primeros tiempos.
Kurtz llegó al estudio en enero de 1938 para engrosar las filas del equipo neoyorquino de Lo que el viento se llevó, cada vez más numerosas, y se quedó durante varias semanas, ayudando a Menzies y a Wheeler con los diseños visuales de Atlanta y de las plantaciones ficticias. Wilbur anotó lo siguiente en sus diarios: «En cuanto a Tara, el señor Cukor, que ha visto Clayton County, sabe que las casas de las plantaciones no tenían nada de maravilloso, ni mucho menos, pero como Tara es ficticia, los dos dijeron que podían “alegrarla” un poco. “Después de todo”, dijo el señor Selznick, “los espectadores de Atlanta y de Clayton County son un porcentaje muy pequeño”. Comprendí entonces que [Selznick] veía las cosas en un plano más general y prefería ajustarse —o rebajarse— a las ideas preconcebidas que tiene el mundo en general sobre todo lo sureño. Supongo que hace bien…».
Durante la primavera y el verano de 1938, además de pasarse cinco horas al día trabajando con Howard en el guión y lidiando con la Metro por la cuestión Gable, Selznick también se ocupaba de las dos películas que se estaban rodando entonces, The Young in Heart y El lazo sagrado. David pidió a Lyle Wheeler y a sus ilutradores que empezaran a dibuj ar los bocetos preliminares, y no sólo para los decorados, sino también para la iluminación y los ángulos de cámara, una estrategia con la que esperaba ahorrar tiempo y dinero.[8]
El 24 de agosto de 1938, Selznick anunció, durante una ceremonia de firma extremadamente formal, la contratación de Clark Gable para el papel de Rhett Butler. El día de la firma, el productor envió un aviso especial a todos los departamentos del estudio, asegurándoles que «los contratos firmados con Loew’s Inc. para la distribución de Lo que el viento se llevó no afectan en modo alguno a la identidad de la película como producción Selznick International, ni a su rodaje en este estudio. Por lo tanto, les ruego continúen trabajando con normalidad en esta película, cuyo rodaje comenzará definitivamente entre el 15 de noviembre y el 15 de enero». A Cukor le envió una nota escrita a mano en la que le pedía lo siguiente: «Te ruego llames personalmente a Clark Gable y le digas lo contento que estás y todo eso. ¡Empieza a trabajar la relación!».
El contrato de Gable estipulaba un sueldo de 4.500 dólares a la semana y una prima de 16.666 dólares, todo a cargo de Selznick.[9] Gable expresó con contundencia las reservas que le inspiraba el papel, pero una vez sellado el acuerdo entre su estudio y Selznick, el astro de la Metro se calló la boca y se resignó a lo inevitable. Tenía que terminar otra película para su estudio, Idiot’s Delight; después se tomaría unas vacaciones de seis semanas y se presentaría en Selznick International, según su contrato, «no más tarde del 15 de enero de 1939 y durante el periodo de tiempo que sea razonablemente necesario para terminar la cinta».
Esta última cláusula, que daba timbre oficial a la fecha de comienzo del rodaje, obligó a Selznick a enfrentarse al hecho de que sólo tenía cuatro meses para resolver todos los detalles que aún quedaban por ultimar, y que tarde o temprano tendría que tomar todas esas decisiones que había ido aplazando en relación al vestuario, los decorados y la contratación de personal a ambos lados de la cámara.
Los sucesivos aplazamientos ya le habían costado los servicios del decorador Hobe Erwin, quien, después de varias prórrogas, había solicitado, en octubre de 1938, la rescisión de su contrato. Hobe propuso un sustituto, Joseph Platt, asesor de decoración de la prestigiosa revista “House & Garden”, un hombre que, según él, «no es que esté a mi altura, es que en muchos aspectos me sobrepasa».
Mientras, Wheeler, Menzies y Kurtz aportaron millares de bocetos arquitectónicos. Se establecieron los ángulos de cámara, se fijaron los calendarios de trabajo de las cuadrillas de constructores y se celebraron pruebas de vestuario y maquillaje. Como fecha de inicio del rodaje se fijó definitivamente el 26 de enero de 1939. Todo y todos estaban preparados. Todo, salvo el guión.
En aquellos tiempos, los directores no dedicaban años enteros a un proyecto; aprobaban el guión, hacían unas cuantas correcciones, dirigían a los actores y dejaban el montaje para los montadores. Después, pasaban a la siguiente película. Pero Lo que el viento se llevó era otra cosa, un manjar excepcional que a Cukor le permitió entregarse sin moderación a la preparación del proyecto, a las labores de investigación y a un sinfín de pruebas de cámara. Para un director de estudio, semejante licencia era todo un lujo.
Pero Selznick empezaba a pensar que Cukor se estaba convirtiendo en un lujo demasiado caro. El 21 de septiembre de 1938 comunicó sus inquietudes a Dan O’Shea, director general de Selznick International, en una nota confidencial: «George lleva mucho tiempo con nosotros y aún no nos ha dado una sola película». Lo que David quería era que Cukor dedicara toda su atención a la preproducción de Lo que el viento se llevó y que al mismo tiempo dirigiera otro filme, para de esta forma justificar el sueldo que se le estaba pagando, 4.000 dólares a la semana, sólo quinientos dólares menos de lo que cobraba Gable. «A este paso, sus servicios van a acabar costándonos 300.000 dólares. Esto es un negocio y no una institución de patrocinio de las artes».
Selznick había ofrecido otros proyectos a Cukor, incluido Ha nacido una estrella e Intermezzo. El director los había rechazado porque estaba ocupado con la preproducción y las pruebas de actores de Lo que el viento se llevó y porque era famoso por trabajar sólo con los actores que le gustaban. En 1938 accedió a que David cediera sus servicios a la Columbia para dirigir Vivir para gozar, con Cary Grant y Katharine Hepburn, y luego a la Paramount para Zara, con Claudette Colbert y Herbert Marshall. Estos préstamos tranquilizaron un poco al productor.
En noviembre de 1938, Selznick recibió una llamada de socorro de Louis B. Mayer. El aparatoso musical El mago de Oz tenía problemas, y el director, Richard Thorpe, había sido despedido. ¿Podía sustituirle Cukor? David le aseguró que sí y George trabajó en El mago de Oz durante dos lamentables días hasta que —ironías de la vida— fue sustituido por Victor Fleming. El primer “problema Cukor” había acabado como una tormenta en un lujoso vaso de agua.
Selznick decidió que un cambio de escenario estimularía su creatividad y eligió las islas Bermudas. Al negarse Howard y Mitchell a acompañarle, el productor contrató a Jo Swerling, un inmigrante ruso que acababa de escribir otro script para él, El lazo sagrado.
En las Bermudas, Selznick y Swerling marearon el guión hasta que comprendieron que no estaban llegando a ninguna parte. El 11 de noviembre de 1938, David escribió un telegrama a Kay Brown desde las Bermudas: «Oído que obra de Oliver Garrett fracaso estrepitoso, ahora podrás contratarle por poco. Quiero que Garrett haga algunas escenas de continuidad, sólo unas pocas o a lo mejor en toda la película. Si dinero OK, quisiera que se familiarizara con libro y guión y que se preparara para trabajar a mi llegada a Nueva York, seguramente también durante viaje a casa y en el estudio».
El grupo de Selznick salió de Nueva York el 28 de noviembre, a bordo del SuperChief, con destino a Los Ángeles. Oliver Garrett se pasó casi todo el viaje encerrado en su compartimento, trabajando en la sexta revisión del guión. Fue un viaje de cinco días, a través de todo el territorio estadounidense, que no resultó demasiado fructífero.
Mientras el tren cortaba el viento rumbo a la costa Oeste, Ray Klune y sus ayudantes de Culver City lidiaban con uno de los mayores escollos del guión, lo que ellos llamaban “el incendio de Atlanta”, aunque, como puntualizó Wilbur Kurtz, «Scarlett sale de Atlanta el 1 de septiembre, y Sherman no incendió la ciudad hasta el 14 o el 15 de noviembre».
Sin embargo, Miss Mitchell había dedicado cuatro párrafos a describir la destrucción de los almacenes de municiones confederados, exactamente el episodio que DOS y Howard habían insertado en el guión, aunque magnificado hasta hacerlo irreconocible e incluir toda la ciudad. Mientras tanto, Lyle Wheeler pasaba largas horas en los decorados exteriores del estudio, pensando cómo transformar los decorados existentes en las calles de Atlanta.
Klune había comprendido que era imposible mantener vivo el fuego durante más de cuarenta minutos. Ése era, por tanto, el plazo que tenía para filmar la escapada de Rhett y Scarlett entre las llamas y los diversos incidentes dramáticos relacionados con su peripecia. Además, las llamas tendrían que filmarlas desde todos los ángulos posibles, utilizando todas las cámaras que pudieran acumular.
Como en aquellos momentos la empresa Technicolor sólo disponía de siete cámaras, el rodaje en cuestión tenía que celebrarse cuando todas estuvieran disponibles; el primer día era el sábado 10 de diciembre, lo que les dejaba aproximadamente dos semanas para preparar la logística de la secuencia. «Durante los ensayos decidimos que, en vez de cambiar los objetivos de las cámaras, que con esos chismes de Technicolor era un número, lo que haríamos sería mover las cámaras», explicó Klune.
El Cuerpo de Bomberos de Los Ángeles puso treinta y cuatro unidades a su disposición, lo que dio cierta tranquilidad a Klune, preocupado como estaba por la posibilidad de que el fuego se descontrolase. Sin embargo, al director de producción aún le inquietaba el tiempo que iban a tardar en mover cada cámara de una posición a otra, instalarla y empezar a filmar, todo ello mientras ardían las llamas, cuyo plazo de vida, como se ha dicho, sería muy exiguo.
Decidido a encontrar algún modo de controlar el fuego, de someterlo a su voluntad, Klune acabó dejando el “milagro” en manos de Lee Zavitz, «el mejor experto en efectos especiales del mundillo», según Klune. Zavitz inventó un método completamente novedoso de controlar el fuego: una intrincada red doble de tuberías que expulsarían una mezcla de petróleo y queroseno, por un lado, y agua por el otro. Cada red se pondría en funcionamiento según se deseara avivar o rebajar las llamas en cada momento.
Selznick y el resto de su equipo llegaron a Culver City el 2 de diciembre, una semana antes del gran acontecimiento. Cuando Klune le informó de lo que habían estado haciendo y le llevó a ver los decorados exteriores, con sus fachadas falsas y su laberinto de tuberías, y le explicó cómo pensaba mover las cámaras, Selznick se asustó de repente. Klune le tranquilizó, pero unos días después, el productor volvió a la carga. «“¿Estás seguro de que éste es el mejor modo de hacerlo?”. “David”, contesté yo, “no podemos estar más preparados. Otro día más sería una pérdida de tiempo. Lo tenemos todo preparado para mañana por la noche”… Al final nos dio el visto bueno para hacerlo según el plan previsto».
En las semanas que siguieron, con el rodaje cada vez más cerca, Selznick contrató a una serie de guionistas —en torno a una docena— para que le ayudaran a moldear la historia y darle una longitud factible. Uno de los escritores que colaboraron vanamente en el esfuerzo, durante un par de días, fue el prestigioso novelista F. Scott Fitzgerald, que según parece fue contratado más por sus comentarios críticos que por su talento como guionista, un talento que hasta el momento, por decirlo amablemente, no se había materializado. Fitzgerald aportó su granito de arena: en su opinión, el libreto de Sidney Howard era lo mejor que podía esperar el productor.
Todos los problemas que se oteaban en el horizonte tenían su origen en el guión. Quizá se preguntaba Selznick para qué demonios se estaba molestando en hacer aquella película, puesto que el libro de Mitchell ya había dejado perfectamente satisfechos a millones de lectores. Su adaptación de “Lo que el viento se llevó” sólo sería un pálido facsímil; el productor era esclavo de los personajes de la novela, de su argumento, de sus momentos cumbre y de sus momentos bajos. Aquello no era “dibujar” una película, era unir puntos. Pero el resultado sería extraordinario.
Ya no había forma de echarse atrás. Lo que el viento se llevó ya no era un simple proyecto, era carne de plató. Selznick no podía aplazarlo más. Tenía el dinero, tenía su equipo, tenía a su Rhett Butler y tenía un guión más o menos válido. Aún no tenía a su Scarlett O’Hara, pero el productor, siempre farolero, decidió organizar una fiesta para el 10 de diciembre de 1938. Esa noche, Atlanta sería pasto de las llamas.