«No hay más que hablar», dijo Mayer, «Irving siempre sabe lo que dice». Así fue como Louis B. Mayer, uno de los padres fundadores de Hollywood y gerente de su estudio más importante, e Irving Thalberg, el enfant terrible del que se decía llevaba todos los números de sus películas en la cabeza y que había de pasar a la historia como inspiración del personaje protagonista de “El último magnate”, la novela de F. Scott Fitzgerald, rechazaron el proyecto que estaba destinado a convertirse en la película más rentable de la historia de Hollywood.
Pero una pirueta del destino quiso que GWTW, como pronto empezó a conocerse el proyecto, acabara siendo distribuida por la Metro-Goldwyn-Mayer, dos años después de la muerte de Thalberg, fallecido a los treinta y siete años. Al rechazar la novela de Margaret Mitchell, Mayer y Thalberg no hicieron sino validar por adelantado la célebre máxima promulgada por el guionista William Goldman en los años ochenta: en Hollywood “Nadie sabe nada”.
Estos dos gerifaltes no fueron los únicos que rechazaron Lo que el viento se llevó. La editorial Macmillan había enviado las galeradas a los estudios de cine más importantes, incluido Selznick International Pictures. En un principio, David O. Selznick tampoco quiso saber nada. Era un hombre que gustaba de confiarlo todo al papel, un rasgo de personalidad que se suele asociar con la paranoia, pero que en su caso era la costumbre de un hombre tan consciente de la importancia social de lo que estaba haciendo como de su propia relevancia. Las notas internas le permitían discutir consigo mismo; Selznick era un experto en vacilar, porque para un perfeccionista, la perfección no existe.
La documentación disponible demuestra que el 20 de mayo de 1936, a las 13.28, DOS se encontraba en una sala de proyección viendo un copión de El jardín de Alá cuando el teletipo de su oficina escupió un excitado cable de su story editor en Nueva York, Kay Brown: «Te acabo de enviar por correo aéreo sinopsis de “Lo que el viento se llevó”, de Margaret Mitchell, y ejemplar del libro. Es una historia absolutamente espléndida, una novela con enormes posibilidades que tenemos que adquirir sin falta. Tiene unas mil páginas y sólo voy por la mitad. Es uno de los libros más elegantes que he leído nunca. Estoy absolutamente entusiasmada con él. Te ruego, te insto, te emplazo y te suplico que lo leas inmediatamente. Sé que cuando lo hagas dejarás todo lo que tengas entre manos y lo comprarás».
Mientras tanto, en las oficinas de Kay Brown en Selznick International, una joven llamada Franclein MacConnel había emprendido la delicada tarea de elaborar una sinopsis de la novela. En cuatro días redactó un extracto de cincuenta y siete páginas que transmitía gran parte de la fuerza de los personajes y la historia. Esto fue lo que Brown envió a Selznick el 20 de mayo, tras haber preparado el terreno con su apasionado teletipo. La sinopsis y el libro llegaron al estudio de Culver City el 22 de mayo. Pero el productor, enfrascado como estaba en la problemática producción de El jardín de Alá, no tuvo tiempo de leer ni siquiera la sinopsis.
Miss Brown, lejos de desanimarse, siguió en sus trece. Asaltó a su jefe con telegramas e informes sobre las posibilidades del libro, y éste, conmovido por la insistencia de su empleada, leyó la sinopsis el 24 de mayo. Al día siguiente, DOS envió a Brown un cable en el que compartía parte de su entusiasmo por la historia, pero también decía que le preocupaba el precio de los derechos y el casting, puesto que no tenía estrellas en nómina que pudieran desempeñar los papeles protagonistas. Quería esperar a ver cómo se recibía el libro:
He dado muchas vueltas a lo de “Lo que el viento se llevó”. Creo que es una buena historia y entiendo que estés tan emocionada. Si tuviéramos en nómina a una actriz que fuera perfecta para el papel, seguramente me sentiría más inclinado a comprarlo de lo que lo estoy hoy. Creo que su valor como imán de masas residiría únicamente en la presencia de una estrella como la que hablamos o unas ventas millonarias del libro (…) Creo que no podemos correr ese riesgo. Por tanto, y pese a tu evidente entusiasmo, me apena mucho tener que decirte que no.
En su autobiografía, la mujer de Selznick, Irene, recordaba que «la empresa aún no tenía un año de vida cuando David me preguntó si quería ver una película de una novela de la guerra de Secesión. No quería, claro. Él tampoco quería. ¿Quién iba a querer? Era la novela de una principiante, con un precio muy alto y con un título horrible. Y encima, la guerra de Secesión». Sin embargo, al día siguiente, ya fuera por la magia del libro o por la insistencia de Brown, Selznick cambió ligeramente de opinión. Llamó a Kay y le sugirió que se pusiera en contacto con el director Merian C. Cooper y con Jock Whitney, consejero delegado de Selznick International Pictures (y futuro embajador estadounidense en el Reino Unido), para hablar de la posibilidad de hacer «una película en color, sobre todo si pueden venderle el papel de ese personaje tan colorido a Gary Cooper. Si estuviera en la Metro, creo que la compraría para Gable y Joan Crawford o una combinación de este tipo».
En el trasiego de cablegramas que siguió, Selznick aventuraba posibles nombres para el reparto y se decía preocupado por lo que pudiera costar comprar los derechos y producir el proyecto. Mientras tanto, otros estudios también empezaban a demostrar interés por la novela, animados principalmente por el hecho de que el público femenino estaba enloquecido con el libro.
No es una exageración. Kay Brown era una de tantas mujeres que en el mundo del cine neoyorquino se habían «vuelto locas» por la vida y milagros de Escarlata O’Hora. En la Universal, Elsa Neuberger, empleada de este estudio antes de pasar a las órdenes de Selznick, alabó profusamente la novela ante el nuevo presidente de la compañía, Charles Rogers, cuyo telegrama de respuesta rezaba así: «Te he dicho que cosas de época, no».
En los estudios de los hermanos Warner, en Burbank, California, Jack Warner se había informado sobre la sinopsis y sobre lo que se decía en Nueva York de que el libro iba a ser una bomba. Jack pasó el papel ante los ojos de Bette Davis, su recalcitrante nueva estrella, que se limitó a arrugar la nariz y salir inmediatamente hacia Inglaterra, donde intentó romper su contrato. Con ella se fue el interés de la Warner por el libro, lo que limitaba considerablemente el círculo de posibles compradores para Annie Laurie Williams, la agente de la editorial Macmillan que andaba procurando “colocar” el libro en Hollywood.
La Paramount estaba descartada de antemano; los catastróficos resultados de una de sus producciones, So Red the Rose, el año anterior, se habían convertido para muchos en la prueba de que la Guerra de Secesión más valía dejarla en paz. La RKO resaltó «la antipática personalidad de la heroína» y observó que «la riqueza argumental y de escenarios (…) los elementos susceptibles de censura (…) y la época en que se desarrolla podrían hacer prohibitiva [una adaptación]». La RKO abandonó la liza, pero en cuanto la actriz más importante del estudio, Katharine Hepburn, leyó la novela, empezó inmediatamente a perseguir a los jerarcas de la compañía para que reconsideraran su decisión.
Hasta entonces el único que había picado de verdad era Darryl Zanuck, el mandamás de la 20th Century-Fox, que había ofrecido 35.000 dólares por los derechos de adaptación, desdeñosamente rechazados por Annie Laurie, para escándalo de Margaret Mitchell y gran alivio de Kay Brown.
A lo largo del mes de junio, Selznick anduvo a caballo entre el interés que sentía por la historia y la preocupación que le provocaba el posible desembolso económico y la búsqueda de caras para cubrir los papeles. Entretanto, a semanas de la publicación del libro, Macmillan empezaba a rebajar sus exigencias. Y mientras David dudaba, Katharine Hepburn, que ya había terminado el libro, intensificó sus esfuerzos para convencer a la RKO de que adquiriera los derechos. El presidente del estudio, Sam Briskin, abrió de nuevo las negociaciones con la editorial Macmillan e hizo una oferta de 45.000 dólares, acontecimiento del que Annie Laurie informó puntualmente a Kay Brown.
Histérica, dándose cuenta de que el libro estaba a punto de escapársele de las manos, Kay Brown decidió sacar sus pistolas y suplicó a Jock Whitney que convenciera a Selznick. Pero Whitney no necesitaba que le azuzaran; ya había terminado el libro. Kay se dedicó entonces a bombardear a su jefe diariamente con telegramas, teletipos y notas, exhortándole así: «Sólo te pido que cojas el libro y leas del capítulo 21 al 26. Es algo que arrancaría el corazón de cualquiera. Voy a hacer todo cuanto esté en mi mano para impedir que lo vendan hasta que tú te decidas. Sé que Mr. Whitney me dejaría gastar el dinero que cuesta el libro si tú estás de acuerdo».
No era un farol. Según Selznick, «Jock me escribió diciéndome que si lo que me preocupaba era el precio, él podía comprar el libro y reservárnoslo hasta que nos decidiéramos. No podía arriesgarme a dejarle reír el último». Así pues, el productor indicó a Kay Brown que hiciera una oferta firme e innegociable de 50.000 dólares por los derechos, aclarando: «No veo la manera de pagar más». Annie Laurie decidió que 50.000 dólares era lo más que podía esperar y así se lo hizo saber a Margaret Mitchell. La escritora aceptó rápidamente, para alivio de Kay Brown.
Pero la noticia de la adquisición provocó una nueva puja. A finales de junio los periódicos empezaron a publicar críticas laudatorias del libro, que culminaron con las reseñas en las portadas de las secciones literarias del “New York Times” y el “Herald Tribune”. Como consecuencia, los estudios se arremolinaron a la puerta de Annie Laurie. La RKO estaba decidida a hacerse con los derechos para satisfacer a Katharine Hepburn. Cuando Margaret Mitchell llegó a Manhattan el 29 de julio, las figuras de este estudio pasaron varias horas intentando convencerla de que cambiara de opinión y aceptara su oferta de 55.000 dólares. Pero ella procedía de una larga estirpe de personas que pensaban que cuando uno da su palabra, tiene que cumplirla, y rechazó categóricamente su proposición.
Al día siguiente, Miss Mitchell se reunió con Kay Brown y los demás “Selznickers” (gente de Selznick), como ella los llamaba, y les advirtió de que les vendía los derechos con sumos reparos, porque estaba convencida de que era imposible convertir su libro en película: «Me había costado diez años dejarlo tan compacto como un pañuelo de seda. Si cuando empiecen a cortar se rompe o deshilacha un solo hilo, van a tener más problemas técnicos de los que nunca habían imaginado». Con esta advertencia, la escritora firmó su contrato.
El acuerdo concedía a Selznick «los derechos exclusivos y completos de adaptación cinematográfica y de retransmisión, incluidos los de televisión [estábamos en 1936] sobre la obra que denominaremos “Lo que el viento se llevó” (…) El cedente no será responsable de añadidos, adaptaciones, sustituciones u otros cambios que haga el cesionario, ni de las palabras, descripciones o interpretaciones de personajes distintas de las contenidas en la obra».
En julio, las librerías apenas alcanzaban a hacer frente a la demanda; empezaron a hacer nuevos pedidos en enormes cantidades. A mediados de agosto había dos fábricas trabajando en el libro, en tres turnos de ocho horas. Los minoristas vendían una media de 3.700 ejemplares diarios. A finales de septiembre se habían vendido más de 330.000 copias en todo el planeta.
El mundo editorial nunca había presenciado algo así. El libro empezó a ser objeto de chistes en la radio, de editoriales en los periódicos, de sermones en las iglesias: se había convertido en uno de los primeros fenómenos de la cultura popular de masas, una demostración del enorme poder del boca a boca como herramienta promocional. Para una generación de mujeres, “Lo que el viento se llevó” representaba la primera vez que una voz femenina del siglo XX les hablaba de sus vidas y de sus ideales, que les daba un referente para definirse a sí mismas y su lugar en la sociedad.
Ahora, mientras el libro construía su triunfo popular con la fuerza de un vendaval, Selznick tenía que leer el imponente tomo que le había costado 50.000 dólares. Y lo primero que hizo con su nueva adquisición fue llevársela en un crucero a Hawai, «como la mitad de los pasajeros del barco», según recordaba su mujer, Irene. Sólo había leído la sinopsis, pero ahora aprovechó los atardeceres tropicales para leer el libro cuidadosamente, garabateando prolijas notas en los márgenes.
Su lectura le provocó sentimientos alternativos de éxtasis y aprensión. La sinopsis no le había preparado para la extraordinaria minuciosidad y la riqueza de caracterizaciones imaginadas por Mitchell. Pensó en a quién confiar los papeles protagonistas, a quién el guión y a quién la dirección. Pensó en cómo adaptar una novela que ya había leído media América y que había gustado tanto que el cambio más nimio provocaría una ola de indignación. Y sobre todo pensó en lo que iba a costar todo aquello, porque él era independiente de espíritu y de hecho.
David Selznick no era nuevo en el campo de las adaptaciones de libros. Ya había producido David Copperfield e Historia de dos ciudades, la última protagonizada por el gallardo y mostachudo Ronald Colman. Todas estas películas habían triunfado ante el público y ante la crítica. El productor sabía cómo complacer a los espectadores y estaba decidido a respetar la historia original: cambiaría lo menos posible de la historia y daría una encarnadura apropiada a sus personajes.
Ahora lo único que tenía que hacer era decidir cómo condensar aquel mamotreto en una película de noventa minutos, y a quién asignar los papeles protagonistas. Pero no se le escapaban los gigantescos problemas inherentes a una empresa de tal magnitud. Iba a necesitar meses, quizá años de meticulosa preparación; era imprescindible condensar el riquísimo caudal argumental de una novela que abarcaba doce años de la vida de su heroína y en la que aparecían 150 personajes con frase, incluso eliminar algunos elementos si quería darle un formato manejable.
El reto le excitaba y le asustaba a partes iguales. Aquella novela tenía, por fuerza, que estimular a un hombre que en muchos sentidos era igual que ella: romántica, prolija, un himno a la supervivencia humana. A nadie hubiera sorprendido oír gritar a David a través de su dictáfono: «¡A Dios pongo por testigo de que nunca volveré a recibir órdenes de nadie!». Selznick había logrado su sueño: ser su propio dueño; no tenía que dar cuentas a nadie, nadie cuya ira aplacar, nadie cuyos criterios considerar. Tenía a sus espaldas varios éxitos de masas que eran obra suya y por delante una epopeya cinematográfica de la que su padre se hubiera sentido orgulloso, que iba a causar estupor en Hollywood y que iba a asegurarle un lugar permanente en el panteón de los elegidos.