En el principio fue la palabra; casi medio millón de ellas, las escritas por Margaret Mitchell y publicadas por la editorial Macmillan el 30 de junio de 1936. La futura escritora nació con el siglo en Atlanta, el corazón del más profundo sur de los Estados Unidos, el 8 de noviembre de 1900. Hija de Eugene Muse y Maybelle (Stephens) Mitchell, creció en el seno de una familia razonablemente acomodada; el abuelo paterno poseía plantaciones a las afueras de aquella población que años después se convertiría en una ciudad.

La pequeña Margaret estudió en colegios privados de Atlanta y luego en el Smith College de Northampton, Massachusetts, uno de los mejores centros del país. Sus esperanzas de estudiar Medicina se derrumbaron cuando su madre murió en 1919, durante una epidemia de gripe que la obligó a volver a casa para atender a su padre y hermano. Su padre le inculcó desde muy pequeña su afición a investigar la historia de su familia y la del Viejo Sur. «Sólo tenía diez años y ya conocía mi pasado casi tan bien como mi propia vida», declaró la escritora.

A finales de 1922 empezó a trabajar para el “Atlanta Journal”, periódico para el que escribió artículos sobre la historia de su ciudad basados en su labor de documentación y sus entrevistas a los habitantes más venerables. Su padre, presidente de la Sociedad Histórica, había llenado su infancia de relatos sobre Atlanta, el Viejo Sur y la Guerra de Secesión. Estas lecciones de historia informales le resultaban tan auténticas que Mitchell creía que habían ocurrido cuando ella era un bebé, y no cuarenta o cincuenta años atrás.

Por aquellas fechas, su vida amorosa se sumergió en un torbellino del que surgieron dos matrimonios. En septiembre de aquel año se casó con Berrien Kinnard Upshaw, un enamorado de la infancia. Ambos tenían mucho carácter y el matrimonio apenas duró tres meses. El 4 de julio de 1925, Margaret se casó con John Robert Marsh, que había sido el padrino de boda de Berrien. Marsh era ejecutivo de publicidad en la Georgia Power Co., y antes había sido profesor de Lengua y periodista. La pareja se instaló en un apartamento que un redactor del “Atlanta Journal” describió como «físicamente oscuro pero intelectualmente brillante».

Margaret era una mujer frágil que no llegaba al metro y medio de estatura, pero lo que le faltaba en tamaño lo compensaba en carácter. Un accidente de equitación sufrido en la niñez, en el que se lesionó un tobillo, había resentido su salud para siempre; sufría de artritis, de fuertes episodios de fatiga visual y otras dolencias. En 1926 se torció el tobillo malo y se vio obligada a andar con muletas, sin poder salir a la calle. Pensó que no podría volver a andar sin ayuda. Su marido la animó a escribir y ella, para complacerle y olvidar sus problemas físicos, se enfrascó en una novela sobre Atlanta durante la Guerra de Secesión.

La obra en cuestión narraba una desgarradora historia de amor ambientada en la época de la Guerra de Secesión, cuando los ricos, elegantes y orgullosos caballeros confederados perdieron sus ilusiones, sus esclavos y su mundo dorado. La protagonista era «una joven muy enraizada en Atlanta, con parte del Viejo Sur y parte del Nuevo Sur corriendo por sus venas, y la influencia mutua que tanto la chica como la ciudad reciben. Y es también la historia de la pasión por un hombre y la lucha por conseguirlo. Tomé todo esto y lo situé en un escenario que conocía muy bien ya que era mi propio entorno».

Aunque Mitchell siempre negó categóricamente cualquier parecido entre ella y su heroína, Scarlett O’Hara, está claro que el prolijo argumento de su novela se nutrió de algo más que de sus conocimientos históricos acumulados. Mitchell era una persona muy sociable y testaruda, los dos adjetivos que mejor definen a Scarlett. De sus maridos, la gente decía que la escritora había pasado de Rhett Butler a Ashley Wilkes y que su desastroso e impetuoso primer matrimonio fue similar al de Scarlett. La muerte de la madre de Mitchell encuentra su reflejo en el fin de la madre de Scarlett, víctima de una epidemia de fiebre tifoidea. Y además hay que considerar el tono de la novela, escrito con una especie de asombro infantil sobre una época desaparecida, carente de reflexiones intelectuales históricas ni políticas, que es como lo hubiera escuchado la autora de niña, sentada sobre las rodillas de su padre.[1]

Miss Mitchell se enfrascó en la novela sin ninguna preparación previa. «Antes de escribir “Lo que el viento se llevó” no me pasé años pensando en ella», contó la novelista. «Simplemente, un día pensé: “Ay, Dios, ahora tengo que escribir algo, ¿de qué voy a hablar?” y ese día empecé el libro. El contexto no me costó ningún trabajo, porque había vivido en él toda mi vida. El argumento, los personajes… no nacieron conmigo. Ese día decidí escribir una historia sobre una chica que es un poco como Atlanta: parte del viejo Sur y parte del nuevo, cómo ascendió con Atlanta y cómo cayó con ella, y cómo volvió a levantarse. Cómo influyó Atlanta en ella; cómo influyó ella en Atlanta… y el hombre que fue más que la horma de su zapato. No me tomé ningún tiempo para preparar el argumento y los personajes. Todo estaba allí, yo los cogí y los puse en un entorno que conocía tan bien como mi propio entorno».

Lo más curioso del caso es que la escritora sabía muy bien a dónde quería llegar, pero no sabía cómo. Y no se le ocurrió otra cosa mejor que empezar la novela por el final. Redactado el último capítulo, los demás episodios del libro fueron surgiendo de manera intermitente y desordenada a lo largo de diez años. La escritora dijo que de no haber sido por la artritis que limitaba los movimientos de sus manos y el tiempo dedicado a atender a su familia y amigos, podría haberla terminado en doce meses.

A medida que iba avanzando la narración, guardaba los resultados en grandes sobres de papel manila, que, a menudo, aparecían cubiertos de recetas de cocina y listas de la compra. La falta de confianza en su talento literario le obligó a ocultar su trabajo, y tan sólo a su marido le estaba permitido leer los originales. Al cabo de cuatro años había escrito aproximadamente dos tercios de la novela. Faltaban aún el primer capítulo, algunos pasajes intermedios y, lo que era más grave, el título. En 1930 se mudó de casa y su artritis mejoró, permitiéndola regresar a la vida social. “Lo que el viento se llevó” pasó a la reserva. En esa época sólo volvía a coger la pluma ocasionalmente a instancias de su marido, y en 1934 un accidente de coche la dejó de nuevo inmovilizada.

Su interés por la novela estaba casi extinguido. Allí se podría haber quedado el manuscrito, inacabado e inapreciado, de no ser por la intervención de un conocido, Harold Latham, que visitó a Mitchell en 1935. Latham trabajaba para la editorial Macmillan en Nueva York, y había sabido de la existencia de la novela a través de una amiga mutua, Lois Cole, que también trabajaba en Macmillan.

Latham pidió ver el manuscrito y sólo a instancias de su marido se decidió Margaret a enviarle una enorme pila de sobres de papel manila a su hotel. En el tren a Nueva York, Latham leyó el manuscrito, que estaba atiborrado de correcciones y en gran parte amarillento, se olió un bombazo editorial y se ofreció a publicarlo. La autora sólo tenía que terminarlo y ponerle un título. También la convencieron para cambiar el nombre de su heroína de Pansy a Scarlett O’Hara.

Se barajaron varios títulos. “Tomorrow Is Another Day” [“Mañana será otro día”], “Bugles Sang True” [“Verdaderos sonidos de corneta”], “Not in Our Stars” [“No es nuestra estrella”] y “Tote the Weary Load” [“Llevad la pesada carga”] acabaron desechándose. A la desesperada, Mitchell eligió “Gone With the Wind” [“Barrido por el viento”] tras toparse con la expresión en la segunda estrofa del poema de Ernest Dowson “Cynara”, publicado en 1891. A los seis meses de la oferta de Latham y Macmillan, Margaret había elegido su título, corregido el texto y terminado los pasajes que faltaban. “Lo que el viento se llevó” estaba listo para la imprenta. Se anunció la publicación para mayo de 1936.

Macmillan pensaba que el libro iba a ser algo especial, aunque sólo fuera porque tenía 1.037 páginas, pesaba más de un kilo y saldría con un precio de venta de tres dólares, 50 centavos por encima de la media de las novelas normales. La editorial había ordenado una tirada de 10.000 ejemplares, pero su repentina inclusión en la selección de julio de 1936 del influyente Club del Libro del Mes impuso una reimpresión de 30.000 ejemplares, lo que obligó a Macmillan a aplazar la fecha de publicación hasta el 30 de junio, aunque también le permitió enviar ejemplares debidamente encuadernados a todos los estudios de Hollywood, y no unas simples galeradas, como era entonces la costumbre.

La cantidad que solicitó la editorial a cambio de los derechos de adaptación cinematográfica fue de 100.000 dólares, una suma récord para ser la ópera prima de un autor desconocido, pero también una cifra muy ladinamente calculada para impresionar a un Hollywood en el que el dinero siempre se ha considerado sinónimo de calidad.

El éxito no se hizo esperar. “Lo que el viento se llevó” se convirtió en un best-seller instantáneo en todo el mundo y la primera edición de 40.000 ejemplares se agotó en dos semanas. Fue elegido el libro del año en los Estados Unidos, y en 1937 obtuvo el premio Pulitzer de ficción, proporcionando a su estupefacta autora unos ingresos de más de 500.000 dólares en el primer año de su publicación.

Sin embargo, Margaret Mitchell fue incapaz de enfrentarse a las exigencias de la fama, y desde el principio se negó a dar entrevistas y a posar para los fotógrafos. Se refugió en el anonimato de su hogar, convertida en la humilde señora Peggy Marsh de Atlanta, y consideró la idea de escribir una novela sobre la fama repentina. Pero “Lo que el viento se llevó” estaba destinada a ser su única obra publicada.

Como la historia y los personajes de su novela, la escritora se convirtió en un mito. Hubo rumores sobre su matrimonio, su salud, su estilo de vida, y la posibilidad de que estuviera escribiendo una segunda parte de la novela; incluso se supo de mujeres que estaban haciéndose pasar por ella en Estados Unidos y Sudamérica. La irónica verdad es que la escritora había creado un monstruo que se negaba a morir.

Los lectores llevan reclamando la segunda parte casi desde que la novela llegó a las librerías. Margaret se negó siempre a escribirla, aduciendo que, para ella, la historia terminaba exactamente donde ella la había dejado. No sabía si Scarlett recuperaba a Rhett, y tampoco parecía importarle. Nunca cambió de opinión.

En 1945, su marido sufrió un infarto. Nunca se recobró del todo y Mitchell se dedicó a cuidarle con la entrega incondicional que uno asociaría con Melanie Wilkes, la rival y amiga de Scarlett en la novela.

Agosto de 1949. La noche fatídica, Margaret y John habían salido al cine. Aparcaron enfrente del cine y aún no habían llegado a la mitad de la calle cuando apareció el coche descontrolado y se precipitó contra ellos. Mitchell, sujetando a su marido, intentó regresar a la acerca; John, sin embargo, daba la impresión de seguir avanzando. El conductor, suponemos que considerando los movimientos de él y no los de ella, atropelló a la escritora. Seis días después, Margaret fallecía, no sin antes pedir a su marido que destruyera el manuscrito original del único fundamento de su fama. Peggy Marsh intentaba por última vez enterrar a Margaret Mitchell.[2]

En la actualidad se han vendido más de 28 millones de ejemplares de “Lo que el viento se llevó”, y las ventas siguen en aumento. Ha sido publicado en 327 países y traducido a 27 idiomas, lo que le convierte en el best-seller más leído de todos los tiempos. Ni en sus fantasías más calenturientas hubiera podido Miss Mitchell imaginar el impacto que iba a tener su obra, máxime cuando ella misma confesó que se sentiría muy satisfecha si se lograban vender más de cinco mil ejemplares.