La historia de Hollywood se ha forjado a base de películas que el tiempo ha elevado a la categoría de mitos, títulos que sin ser obligatoriamente los mejores —aunque casi siempre lo son— rebasan las barreras generacionales y los límites estrictamente cinematográficos para convertirse en verdaderos fenómenos sociológicos. Obras tan singulares que siempre, aunque se hayan visto docenas de veces, se ven por primera vez. Y de todas ellas, la más legendaria, la más famosa, la más taquillera, la más fascinante e irrepetible es Lo que el viento se llevó.
Desde el momento en que empezó la batalla en 1936 por los derechos del best-seller de Margaret Mitchell, la hipérbole generada no tuvo precedentes. La contratación del rey de la taquilla Clark Gable por petición popular para interpretar a Rhett Butler fue noticia de portada, extáticamente recibida. La legendaria “búsqueda de Scarlett O’Hara” paralizó a una nación mientras 101 estrellas y 1.400 desconocidas hacían pruebas para el papel de una vida, siendo frustradas por el “descubrimiento” de la belleza inglesa Vivien Leigh.
En su realización intervinieron tres directores, otros tantos operadores y un sinfín de guionistas, entre los que se encontraba el mismísimo F. Scott Fitzgerald. La premiere mundial de la película en Atlanta, Georgia, rivalizó con una coronación, llenando las calles con una multitud de excitados espectadores. Y en la triunfal noche de los premios de la Academia, un récord de ocho Oscar puso la guinda a este monumento de celuloide forjado por la obsesión del productor David O. Selznick.
Jamás volverá a rodarse una película como ésta. Ya en su día fue casi un milagro que se hiciera. Los bien publicitados aspectos de su producción y promoción son una inagotable leyenda. Como lo es la atracción de Lo que el viento se llevó. Si no es parte de su imaginario cinematográfico, se ha perdido uno de los mayores placeres en la educación de un cinéfilo.
El argumento gira sobre la testaruda belleza de Georgia Scarlett O’Hara y su progreso desde niña mimada en los bellos días del Sur de antes de la guerra en la plantación de algodón de la familia, Tara. Su viaje comienza cuando su aristocrático amor, Ashley Wilkes —un hombre sensible, romántico y apegado al pasado—, la rechaza para casarse con su amable y gentil prima, Melanie, la encarnación de la bondad y la dulzura.
Todos viven en un mundo idílico que se desmorona cuando el Norte decide suprimir uno de sus privilegios: la esclavitud. Luego vendrán Rhett Butler, la guerra, el incendio de Atlanta, el regreso a una tierra desolada y el juramento a la sombra de un árbol de Tara, símbolo de las raíces familiares. Endurecida por la decepción y la pobreza, la siempre egoísta y astuta Scarlett atraviesa suficientes vicisitudes para llenar varias temporadas de un tumultuoso culebrón, condensadas en cerca de cuatro horas.
Sus imágenes emblemáticas aún conservan todo su impacto. Scarlett, de luto riguroso por el chico con el que se casó en un momento de enfado, entra atropelladamente con el infame Rhett como un cuervo achispado en medio de los asombrados asistentes a un baile para recaudar fondos. Scarlett, buscando un médico durante el incendio de Atlanta cuando la frágil Melanie agoniza durante su parto, llega a la estación de tren donde la cámara se eleva por encima de su cara de pasmo para revelar un mar de hombres heridos y moribundos, el gris apagado de la horrible escena irónicamente acentuado por los llamativos colores de una destrozada bandera Confederada ondeando en el fondo superior izquierdo.
El vuelo de Rhett y las mujeres a través del incendio de Atlanta (para el cual Selznick, sin la ayuda de la tecnología CGI, empleó todas las cámaras de Technicolor de Los Ángeles —las siete— y quemó 30 acres de terreno) aún es espeluznante. El beso de despedida de Rhett, cuando abandona a Scarlett para unirse a la fútil “causa”, todavía hace temblar las rodillas. Después del angustioso viaje de vuelta a Tara, Scarlett descubre que su madre ha muerto, su padre ha perdido la razón, los yanquis se lo han llevado todo, y la pequeña banda de asustados supervivientes están hambrientos. Rebajada a escarbar en el suelo para encontrar una raíz, su silueta se recorta sobre un cielo encendido para agitar su puño hacia el cielo y hacer la inolvidable promesa: «A Dios pongo por testigo de que nunca volveré a pasar hambre». Todo es simplemente divino.
Estas escenas son inconmensurablemente realzadas por el revolucionario uso del color por el diseñador de producción William Cameron Menzies. Pero, por encima de todo, está la inmarchitable pasión, la variedad de grandes personajes, y la precisión, intensidad e inteligencia con la que son empujados a través de la vida.
Volviendo locos al menos a quince guionistas y a tres directores, Selznick consiguió finalmente un guión filmable acreditado a Sidney Howard, un autor ganador del Premio Pulitzer que murió antes de que la producción se hubiese completado, convirtiéndose en el primer Oscar póstumo. El guión todavía funciona como un reloj suizo. En las primeras, deliciosas escenas, la autoabsorción de la heroína queda instantáneamente definida en su petulante primera frase: «¡Guerra, guerra, guerra! Esta conversación sobre la contienda está estropeando toda la diversión en cada fiesta». Los compulsivos flirteos de Scarlett en la barbacoa de la plantación de Twelve Oaks son eternamente divertidas —«No puedo decidir quién de vosotros dos es más guapo. Estuve despierta toda la noche tratando de decidirlo»— al igual que la primera aparición del calavera de Charleston Rhett Butler, evaluando especulativamente a Miss O’Hara.
Clark Gable está magnífico: sexy, sardónico, orgulloso, tierno y disgustado por momentos, con un alzar de ceja o una mueca desdeñosa de su labio coronado con mostacho. La dulce y valiente Melanie de Olivia de Havilland, el galante y soñador Ashley Wilkes de Leslie Howard, y todos los personajes secundarios son un excelente acompañamiento para Vivien Leigh, simplemente colosal. También lo es esa robaescenas arquetípicamente indomable llamada Mammy de Hattie McDaniel, cuyas reacciones a los ultrajes de Scarlett no tienen precio, mientras su escena con Melanie contando entre sollozos los detalles del día más oscuro de Rhett y Scarlett es desgarrador.
La grandeza de sus secuencias épicas, su hermosura plástica, la densidad del relato y la presencia de unos actores que nunca estuvieron mejor, impiden cualquier aproximación crítica a un título que se ha convertido en leyenda. Condensar en unas líneas las razones de su éxito se nos antoja tan complicado como imaginar a otra actriz en el papel de Scarlett.
Su condición de quintaesencia del cine entendido como espectáculo de masas, el atractivo que sobre el público ha ejercido siempre el star system o su carácter de epopeya americana, son algunas de las claves que pueden explicar por qué este melodrama lleno de vida, nervio y dinamismo mantiene su poder de persuasión sobre millones y millones de espectadores, más allá de sus edades, nacionalidades y niveles culturales. No en vano, es el único filme en la historia del cine que no ha dejado de proyectarse ni un solo día en cualquier parte del mundo desde su estreno.
Pocas películas, por no decir ninguna, han aguantado tan bien las crueles embestidas del tiempo. Lo que el viento se llevó celebró hace tiempo sus bodas de oro, y lejos de parecer anticuada, aparece ante nuestros ojos más joven, hermosa y vigorosa que nunca. Todo un logro.
A pesar de que esta historia de pasiones desbordadas y de amores no correspondidos es una pieza cosida con numerosos retales, su condición de filme legendario le permitirá envejecer alegremente otro medio siglo sin preocuparse de las arrugas. Las nuevas generaciones se encargaran de descubrirla, y los que ya la han visto recuperarán a cada ocasión el eco de sus palabras y sus imágenes. ¿El secreto? La “joya” de Selznick continúa teniéndolo todo para entusiasmar al espectador: personajes más grandes que la vida, un tema épico y un reparto de fábula. Una obra inmortal que, afortunadamente, “jamás se llevará el viento”.