Salvado el escollo del director de El Padrino, los ejecutivos de la Paramount se encontraron con otro hueso aún más duro de roer: el papel de Don Vito Corleone. En principio se barajaron los nombres de Ernest Borgnine, Edward G. Robinson, Anthony Quinn, George C. Scott, Laurence Olivier y Frank Sinatra, e incluso se dijo que el famoso abogado Melvin Belli estaba ansioso por participar en el filme. Sin embargo, el director tenía su propio candidato, Marlon Brando, un mito que vivía sus horas más bajas tras una década de películas desastrosas. El problema era que el director de la compañía no estaba dispuesto a arriesgar su dinero con una estrella famosa por su tendencia a retrasar los rodajes haciendo correcciones al guión y comportándose como una prima donna: «¡Como presidente de la Paramount —afirmó en una reunión—, quiero dejar claro que Marlon Brando jamás intervendrá en esta película!». La búsqueda del Don continuó en un ambiente de tensión y ansiedad. Finalmente, se acordó pedir a Brando lo impensable: una prueba.
La crítica recibió con entusiasmo el trabajo de Francis Ford Coppola y aplaudió la resurrección de un Marlon Brando que había conseguido inaugurar la se gunda etapa de su carrera como un intérprete de increíble madurez y versatilidad. La Academia de Hollywood reconoció su magistral interpretación y le premió con su segundo Oscar, a lo cual el genial y extravagante actor respondió con su prepotencia y desprecio habitual: rechazó el galardón y envió a la ceremonia a una joven siux en solidaridad con los indios encerrados en Wounded Knee. Brando había ganado una vez más.