En general, los mejores papeles de Marilyn Monroe eran ligeras variaciones de la imagen de rubia sensual y boba con la que debió cargar a lo largo de una treintena de películas. En Los caballeros las prefieren rubias dio pruebas palpables de su talento en la piel de una enamorada de las joyas. En La tentación vive arriba encarnó el objeto de las fantasías de Tom Ewell. En Bus Stop, su interpretación de una desgarrada y frívola cantante de cafetín merecía al menos una nominación al Oscar, un honor que nunca se le otorgó. Y en Con faldas y a lo loco (en la imagen anterior con Jack Lemmon), su personaje es tan divertido como conmovedor. Nunca se podrá saber hasta qué punto su talento era algo intuitivo y hasta qué punto se debió a su intensa dedicación profesional. Pero, evidentemente, sus mejores actuaciones no tenían nada de casual.
Aunque la presencia de Marilyn fue bienvenida, el reparto y el equipo acabarían lamentándolo cuando la actriz hizo honor a su reputación de “difícil”. Aparecía tarde constantemente, olvidaba sus frases y malgastaba horas en su camerino. Wilder acabó escribiendo sus diálogos en los muebles con la esperanza de que eso ayudara a la estrella a salir airosa de sus escenas, pero incluso esta drástica medida fracasó.