A los europeos, con nuestra historia secular, nos resulta incomprensible que hace apenas doscientos cincuenta años surgiera un nuevo país en la otra punta del mundo a partir de una pequeña colonia insignificante. Probablemente tampoco fue la intención de sus fundadores.
A mediados del siglo XVIII Inglaterra se encontraba al borde de la catástrofe, pues con el inicio de la industrialización en las ciudades la gente iba cayendo progresivamente en la pobreza. La miseria llenó las cárceles hasta el límite de su capacidad. En los grandes ríos estaban los llamados hulk, barcos de guerra fuera de servicio que se transformaban en cárceles flotantes. Las condiciones allí eran si cabe más desesperantes que en las grandes prisiones. En mi historia los he bautizado como «barco de la desesperación».
A casi nadie le horrorizaba que los delitos menores se castigaran con la pena de muerte, aunque no fuera una mentalidad criminal lo que impulsara a la gente a delinquir, sino más bien la extrema pobreza. Las reformas sociales estaban aún en pañales en toda Europa, y las autoridades británicas ya no sabían cómo manejar a los ejércitos de delincuentes.
La colonia americana del algodón había cumplido su cometido tras las guerras por la libertad como cárcel en ultramar: los pretenciosos americanos se negaron a cargar con el problema de los presos británicos. El descubrimiento del nuevo continente de Australia llegó justo a tiempo. A partir de 1787 empezaron a conmutar cada vez más la pena de muerte por la deportación, y a enviar presos en barco a la otra punta del mundo.
Al principio se hizo en condiciones infrahumanas, encadenados bajo cubierta. En algunos de esos traslados los presos morían en masa víctimas del escorbuto y enfermedades contagiosas, su vida no valía nada. La situación fue mejorando poco a poco, también gracias a la intervención regular de médicos, que debían velar por el bienestar de los presos.
Si alguien está interesado en leer más sobre el tema, la obra The Fatal Shore, de Robert Hughes, resulta una lectura tan emocionante como impactante sobre los inicios de Australia.
Los presos de Nueva Gales del Sur no vivían como esclavos. Aunque Inglaterra los considerara muertos, tenían derechos, y en las fuentes históricas aparecen suficientes ejemplos donde se les permite a los presos ejercer su derecho a comida y ropa adecuada ente un tribunal. La metáfora de una cárcel al aire libre es muy acertada, y si uno respetaba las reglas era completamente posible salir adelante. A pesar de los amiguismos de las autoridades y los monopolios del comercio, tras cumplir su condena, el preso se encontraba frente a un mundo tan abierto como en su patria, Inglaterra, jamás habría sido posible. Para muchos el viaje en barco a Australia significaba también la esperanza de empezar una nueva vida.
En el extremo inferior de la jerarquía se encontraban las mujeres: en eso Nueva Gales del Sur no era distinta de Inglaterra. Eran despreciadas, pisoteadas y vejadas en una época de mojigatería en la que las prostitutas eran el mal personificado. Me ha conmovido especialmente leer sobre el destino de las mujeres, y siento un respeto muy profundo hacia aquellas que consiguieron salir del infierno.
Dado que hace tiempo que la historia de los presos en Australia no se actualiza, en esta novela me he dejado llevar por la cautela y el respeto. La mayoría de los personajes secundarios tienen referentes en el pasado, pero desde el punto de vista histórico el tema de las historias familiares individuales me parecía demasiado sensible para trabajar desde la perspectiva biográfica. Así, algunos acontecimientos que rodean a los personajes secundarios son ficción y otros no.
Me gustaría dar las gracias a todos lo que han estado a mi lado durante el último año y sin los cuales este libro jamás se habría terminado.
A mis amigas Sigrun Zühlke, Tanja Wedemeyer y Fanny Franzen: gracias por vuestra confianza y amistad.
Gracias a Kirsten Jennerich y Dorothea Lubecki por las innumerables buenas conversaciones y comidas cuando no estaba por comer.
Gracias de corazón a Petra Lingsminat, de la que tanto he aprendido.
Ég þakkar Jens fyrir ad kenna mér einmanaleika, þar semég fann sjálfan mig. Þú ert alltaf í hjarta mínu.
Kærar þakkir til hestarnir frá Takk, Eivör Pálsdóttir.
Tónlistin þín er eins og vinur. Hlemmiskeiði –Páll, Krít, Malmquist —sem voru mér nærri þegar fer að dimma.