12

Te daré hadas que te sirvan, y te traerán joyas del fondo del mar, y te arrullarán con sus cantos cuando en un lecho de flores reposes.

W. SHAKESPEARE, Sueño de una noche de verano

—¿Y cómo fue cuando empezó a ver llamas alrededor? Explíquenoslo.

El pintor se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas.

—En realidad eso solo lo puede pintar quien lo ha vivido en persona. —Sonrió—. Me temo que es difícil, pero me lo puede contar.

—Deje tranquila a mi pobre amiga —interrumpió Elizabeth Macquarie disgustada con el pintor, que estaba entusiasmado—. No a todo el mundo le parece tan emocionante el fuego como a usted.

—No fue un «fuego», querida señora Macquarie —compartió su interés el pintor—. De momento es el único barco que ha ardido en este puerto, y Dios quiera que sea el último.

—No crees que te puedan salvar —interrumpió Penelope la discusión.

—¿Perdone? —Los dos se la quedaron mirando perplejos, Penelope lo notó. Solo podía ver las siluetas. Desde el invierno su vista iba de mal en peor, y le daba un poco de miedo lo que pudiera suceder en adelante. Pero aún se las apañaba bien, pensaba. Y tenía ganas de acabar con el pintor.

»No crees que puedan salvarte del fuego cuando arde alrededor —repitió—. Te rodea, ¿por dónde escapar?

—Bueno, se puede saltar al agua. —El pintor se echó a reír.

—¿Sabe nadar? —le replicó ella.

—Yo… bueno, por supuesto que sé nadar, ¿usted no?

—Muchos de mis conocidos se ahogaron. Los lanzaron a los botes salvavidas, y si no acertaban se ahogaban.

Penelope se estremeció al oír sus propias palabras. Sí, ella estaba presente. Estuvo junto a la borda, con miedo al salto, pero aún más a las llamas, había mirado de frente a la muerte. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? Ni cinco años, quinientos años. Los recuerdos se volvían borrosos. Ahora lo sabía: caminó en el agua, y tras ella ya no había olas como antes. Pero el pintor no lo entendería.

—Vaya, qué horrible… —Se volvió avergonzado, parecía arrepentido de haber iniciado la conversación.

Penelope sintió un diablillo en su interior. Una persona que consideraba más importante su arte que las personas merecía que le dieran una lección.

—Podría hacer un experimento en primera persona para averiguar qué se siente. Los experimentos están muy de moda en nuestra patria, por lo que he oído.

—¿Me está aconsejando que me prenda fuego? —Soltó una risa infantil.

—No, podría ir al puerto y saltar al agua desde un barco. Así sabría lo que se siente al saltar a un callejón sin salida. Y luego piense en cómo sería con llamas a su espalda.

Cuando el pintor se fue, Elizabeth posó un brazo sobre su amiga.

—Ay, querida, siento mucho que la haya importunado… no pensé que…

—Él es el que no ha pensado nada. —Penelope sonrió—. Pero ahora ya tiene algo sobre lo que reflexionar. —Buscó a tientas el plato del pastel—. Y si de verdad quiere pintar un cuadro, no puedo controlar si lo ha hecho bien. ¡Quién sabe quién sigue vivo aparte de mí de los pasajeros del Miracle!

Ensimismada, probó el pastel de frutos del bosque. Habían muerto tantos de aquella época… Jenny, Ann, Esther, su madre, Lily. Liam.

Al final Liam había terminado en la horca. Tras su detención lo enviaron en un barco a Norfolk Island, donde no consiguieron tenerlo mucho tiempo encadenado. Tras una huida exitosa durante un traslado de presos se había unido a dos hombres en las montañas. Los rostros aterradores de aquellos tres hombres ocuparon numerosas páginas de la gaceta de Sídney, Bernhard solo le leía lo esencial para no asustarla, pese a que no sabía que ella conocía bien a Liam. Tampoco imaginaba que todas esas historias se comentaban a la hora del té en el salón de casa de los Macquarie.

Uno de los tres fue asesinado por sus compañeros de fuga, por hambre, se lo comieron. Liam declaró ante el tribunal que no había sido idea suya, pero al final ya no importaba. Encontraron el cadáver descuartizado y en el fardo de ambos hombres hallaron restos de carne asada. Un rastreador negro los descubrió. Enseguida fueron trasladados encadenados a Sídney. Amelia, la institutriz, presenció la ejecución y le había horrorizado la espalda destrozada de la infinidad de latigazos recibidos de uno de los ahorcados.

Sí se podía cambiar de bando, en ambas direcciones.

La vida devora a los débiles. Penelope había sobrevivido, era la prueba viviente de que todo era posible.

El salón de los Macquarie se consideraba la mejor fuente de noticias de la ciudad. Allí fue donde llegaron primero las noticias de los trabajadores marrones de William Browne.

—Amelia se ha encontrado hoy con un indio en la ciudad. Le ha reconocido —explicó Penelope.

Elizabeth alzó la vista de sus labores.

—¿De dónde le ha reconocido?

Penelope a veces olvidaba que tenía mucho más tiempo para pensar y recordar que los demás.

—Uno de los hombres morenos que vimos aquella vez en las tierras de William Browne. Se lo han llevado a la India con otros treinta.

Macquarie había llevado el asunto inmediatamente ante un tribunal porque a su juicio la situación era insostenible para los trabajadores indios. Sin embargo, también fue decisivo el asco que sintió al ver el río cada vez más sucio: la mayoría de los habitantes de Parramatta bebían agua del río y, cuando se enteraron de que los trabajadores defecaban dentro, hicieron oír sus enérgicas protestas.

Finalmente los treinta y nueve trabajadores fueron enviados de vuelta a la India. El viaje de regreso causó un gran revuelo, pues el comerciante se negó a pagar las 330 libras que costaba el trayecto, tal y como le había condenado el tribunal. Era listo, así que enseguida puso el asunto en manos de tres abogados, y uno de ellos de pronto encontró un error en la demanda. Así, la sentencia quedaba anulada y el gobierno colonial tuvo que asumir las 330 libras. Lachlan Macquarie jamás volvió a invitar a Browne a una cena, lo que tampoco preocupaba mucho al comerciante, pues su comercio con la India iba estupendamente sin esas cenas.

—Amelia me contó que parecía un príncipe.

—¿Cómo sabe Amelia qué aspecto tiene un príncipe?

—Supongo que era su primer príncipe. —Penelope sonrió—. No habla de otra cosa.

—¿Y él la ha reconocido? Entonces ¿dentro de poco celebraremos una boda real?

—Lo que le faltaba a la colonia. —Penelope reprimió una risa burlona y rebuscó en su regazo. Por la mañana le había caído en las manos la vieja aguja de hueso de pájaro que le había regalado un marinero en el Miracle. Y se le ocurrió probarla. Aquella aguja había bailado una sola vez con un hilo… para producir una obra de arte.

Observó las pequeñas flores que tenía delante e intentó no pensar en la persona para la que las había tejido. Había sido muy especial. Su primera labor propia creada del amor había pasado de una vida a la siguiente. La esperanza había unido los puntos, la paz los había cerrado. Se quedó con la mirada perdida. Las pequeñas flores de melocotón formaban parte de su corazón, para siempre. Las lágrimas cayeron sobre su regazo.

Siempre la había ayudado mover las manos cuando la abrumaban los sentimientos. Los puntos conseguían restablecer el orden, aportaban calma en el caos, la ayudaban a reflexionar. Seguía siendo así. La vieja aguja se movía en su mano derecha como si tuviera vida propia, el hilo rodeaba el dedo de la izquierda, jugaba con los puntos.

Durante los últimos años de servicio había remendado infinidad de prendas, había cosido vestidos y arreglado encajes. Cuando se supo que también sabía hacer puntilla las señoras empezaron a acosarla, su vida habría ido por otro camino si hubiera podido enriquecerse desde el principio como la primera comerciante de puntillas de Nueva Gales del Sur. El encaje era un producto de lujo que aún se importaba desde Francia, de forma que las señoras experimentaban un hormigueo de ilusión al ver un barco en el puerto que había roto el bloqueo de Napoleón en Europa. Disfrutaban con la sensación de sacar los baúles llenos de mercancías de Inglaterra y meditar en los grandes almacenes del señor Lord sobre el largo viaje que tenía detrás ese pañuelo de bolsillo con el borde de puntilla. Solo ella lo sabía: el pañuelo venía de manos de una pequeña encajera con los pies fríos y los ojos llorosos de forzar la vista hasta la colonia de presos de Nueva Gales del Sur, donde otra encajera, ella, cumplía condena y en vez de ocuparse con el hilo de seda había estado luchando por su pura supervivencia.

Por suerte había llegado Bernhard a su vida. No obstante, se propuso volver a tejer con frecuencia para no olvidar demasiado.

—El señor Gregory me enseñó ayer su primer esbozo del cuadro del fuego. —Elizabeth traía como siempre un montón de novedades de la ciudad.

—¿Y qué le ha parecido su fuego? —preguntó Penelope—. ¿Parece de verdad, o es más bien un fuego de pintor?

—Bueno, un fuego normal. ¿Ha probado a pintar alguna vez? Si alguien le mezcla los colores, podría pintar un fuego mucho más expresivo…

—Ya tengo bastante que hacer, Lizzy —la interrumpió Penelope—. Mire, aún sigo con esta cosa vieja. —Hizo un amago de sonrisa cuando le enseñó a su amiga la pequeña labor—. Antes esto era mi vida. ¿Se imagina que algo como esto en el pasado me diera de comer? —Se quedó con la mirada fija, distraída.

El salón de la señorita Rose no tenía nada que ver con ganarse la vida: era su refugio. Algún día se lo contaría a Elizabeth.

—¡Es maravilloso! Pero utilice mejor su aguja de plata, es más bonita que ese hueso raro. Penelope, ¿qué le parecería enseñar a las demás a hacer puntilla? —Elizabeth se levantó de un salto—. Tengo una idea… —No paraba de caminar de un lado a otro junto a la ventana, murmurando, con Lucy haciendo el tonto alrededor diciendo que se podrían plantar flores a su paso.

Sin embargo, las cavilaciones de Elizabeth no dejaban rastro solo en el suelo. Al día siguiente ya estaba su coche en la puerta, pues había conseguido su coche propio, elegante, que podía conducir ella misma, incluso sabía cómo ponerle los arreos al caballo blanco, aunque Padraic opinara que no era trabajo para mujeres.

—Mi amiga, la señora MacArthur —le replicó Penelope—, engancha ella misma su caballo porque así sabe que se ha hecho bien. Y porque no tiene tiempo para esperar. —Y Padraic murmuró malhumorado que las prisas solo servían para llegar antes a la tumba y que las mujeres acabaran en el pescante.

Liz MacArthur seguía sentada sola en su granja junto a Parramatta, demostrando a los criadores locales de ovejas merino que una mujer también podía participar en los grandes negocios. Casi nadie aparte de Elizabeth Macquarie conocía su frustración por el hecho de que su marido la hubiera dejado sola con los niños todos esos años para hacer su rehabilitación en Londres.

A veces Penelope pensaba que sin duda para un hombre no era fácil volver a poner los pies en un imperio de mujeres tan bien organizado. Probablemente era uno de los motivos por los que John MacArthur prolongaba su estancia en Londres de una forma tan desmedida. ¿Acaso dejaría su mujer el timón tan fácilmente? No obstante, ni siquiera con su amiga se atrevía a especular sobre semejantes indiscreciones.

El coche estaba preparado, y Elizabeth le entregó a Penelope el abrigo.

—Venga —dijo—, nos vamos de excursión. Tengo una idea maravillosa.

La idea era la mitad de emocionante de lo que sonaba, pues el coche se detuvo de nuevo en el orfanato de Sídney y bajaron. Penelope suspiró. Desde que el orfanato había llegado al límite de su capacidad, le parecía que había un ruido insoportable. Las vigilantes y profesoras hacían lo que podían por atar corto a las niñas, pero en las pausas las risas y el griterío volvían a llenar todo el edificio, y ya no se podía hablar en los pasillos.

—Pensaba que tal vez le gustaría enseñar a estas niñas a tejer cosas tan bonitas —soltó al final Elizabeth—. Como ya sabe, parte de la financiación del orfanato es propia, y se vende lo que las niñas hacen. De momento no pueden ofrecer puntillas. Estoy segura…

—¡Pero Lizzy! —Penelope suspiró—. ¿Cómo voy a enseñar algo que ya no puedo ver?

Pero sí podía porque las ganas de aprender de las niñas eran enormes. Las profesoras habían hecho algo maravilloso: de un montón de huérfanas pobres y descendientes de almas perdidas que habían exhalado el último suspiro de vida en algún lugar de la colonia habían crecido algunas niñas fuertes, preparadas para hacerle frente a la vida. Después de que el año anterior dos de ellas desaparecieran en misteriosas circunstancias y las encontraran tras varios días de búsqueda en el puerto, las reglas de la casa se habían vuelto más estrictas, y sobre todo las niñas mayores ahora vivían vigiladas y protegidas en un convento.

Las damas y caballeros de la comisión del orfanato no pensaban trasladar ese espíritu a Parramatta cuando por fin en octubre de 1818 estuvo terminado: el orfanato se declaró listo para ser ocupado. Los años de pequeños y grandes desastres en las obras habían quedado atrás. Los obreros incompetentes, el alcoholismo y las continuas discusiones sobre el pago finalmente habían deteriorado de tal manera incluso la relación entre el inspector de las obras, el reverendo Marsden y el gobernador, que apenas se dirigían la palabra. Sin embargo, ahora ondeaban las banderas al viento, las sábanas de las camas olían a limpio y junto a cada brasero esperaba un montón de leña para las nuevas habitantes, que debían mudarse durante el fin de semana.

—¡Vamos con el barco fluvial a Parramatta! —le explicó la delicada Charlotte emocionada—. Iremos todas juntas, y nos gustaría que nos acompañara, señora. Se lo hemos preguntado a la señora Hosking, y no tiene nada en contra. ¡Va, señora, tiene que acompañarnos! —le rogó, y se arrodilló al lado de Penelope para dar más peso a sus súplicas.

La directora de la escuela la hizo volver a su silla.

—Es una tontería, ya te lo he dicho —le riñó—. ¡El viaje es demasiado agotador para la señora! Seguro que irá a visitaros en Parramatta, pero ahora se acabó: ¡nos vamos! —Dio un golpe enérgico en la mesa con su bastón de caña.

Penelope dejó su labor en el regazo.

—Señora Hosking, estaré encantada de viajar con las niñas. —Sintió que su espíritu aventurero renacía. Le gustaban sus alumnas. Eran demasiadas para conocerlas a todas por el nombre, y algunas eran demasiado tímidas para atreverse a ir adelante y hablar con ella. Esbozó una sonrisa. Penelope MacFadden de Southwark se había convertido en una auténtica dama.

»Será un placer acompañaros en este viaje —dijo.

Su clase de labores estalló en gritos de júbilo, y Charlotte le besó las manos. Guardaron los vestidos y zapatos, calcetines, libros y ropa de cama en multitud de baúles, que fueron trasladados con el carro del orfanato hasta el río, donde una barca de transporte ya esperaba la carga.

Las niñas caminaban en una larga fila de dos hacia el lugar de amarre, y medio Sídney las seguía con la mirada, entre orgullosos y aliviados. Orgullosos porque las convertirían en personas decentes, y aliviados porque la situación en el viejo orfanato era vergonzosa.

—Entonces nos veremos en Parramatta. ¡Qué día tan maravilloso! La señora Molle y la señora Wylde ya están esperando en el coche… querida, ¿está segura de que quiere viajar con esas cotorras? —Elizabeth revoloteaba incansable alrededor de Penelope, le puso la bolsa en el regazo y se colocó el sombrero.

Penelope se echó a reír.

—Querida Elizabeth, estoy estupendamente. —Sonrió—. Pasaremos un día festivo fantástico juntas, y se arrepentirá de no haber estado. —Se inclinó y le dio un beso en la mejilla a Elizabeth—. Gracias por su amistad, Lizzy.

Habría sido bonito tener a Elizabeth o a Bernhard a su lado, pero él se había ido con Lucy al hospital. Lo hacía a veces, y luego la pequeña negra se pasaba días contando todo lo que le había enseñado él. También habría agradecido la compañía de Amelia, tal vez habría puesto freno a la melancolía. Su alegría por pasar el día con todas las niñas vaciló cuando la ayudaron a subir a la barca y por primera vez después de tantos años volvió a verse sobre el suelo oscilante de un barco.

Las náuseas no procedían del estómago, pues a fin de cuentas iban por un río. Penelope sintió auténtico alivio cuando una mano pequeña se posó sobre la suya y la acompañó a su asiento acolchado.

—Si estás sentada no lo pasas tan mal —dijo una voz de niña. La niña se quedó callada a su lado mientras el señor y la señora Hosking se esforzaban en reunir a sus vivarachas alumnas en la barca y no perder a ninguna junto al barquero o en el agua cuando finalmente zarpó la barca y Sídney se fue alejando cada vez más.

Penelope luchaba contra las imágenes de los recuerdos. Ya los esperaba. Parramatta estaba a un tiro de piedra, y aquel barco suponía un viaje al pasado, más de lo que pensaba. Una vez subió a aquella barca paralizada, amedrentada y medio muerta de hambre, pensaba que su viaje durante meses por medio mundo jamás tendría un objetivo. No sabía adónde iban, quién les daría de comer o les pegaría, o si al final las abandonarían en la selva virgen y simplemente las dejarían morir allí.

Recordaba el chapoteo alrededor, oía cómo el agua lamía la borda. Recordó el olor del agua dulce porque el Parramatta parecía inerte y no había ni un solo borboteo alegre. Recordó el insoportable bochorno, que no aliviaba ninguna ráfaga de viento, los sonidos de los animales ocultos en la maleza. Crujidos, susurros, ruidos en el monte bajo. Y recordó con más precisión la sensación al tacto de la madera de la barandilla sin barnizar, manoseada por cientos de manos, tanto esperanzadas como indiferentes.

Se acordó de Ann Pebbles, que la acompañó en aquel momento, y cómo Liam se había pasado al bando contrario, en la dirección equivocada, de cuando estaban acurrucadas todas las mujeres juntas en la barca, presas del miedo a las bestias y débiles de hambre porque el barquero había preferido cambiar su comida por ron; no había un mañana. Solo había miedo y el ligero alivio de no tener que soportar sola ese miedo.

Todos los que la habían acompañado ya no estaban. Su madre. Jenny, Ann.

Penelope se había quedado sola, era como un pequeño pez atrapado por el destino en una red, y ese viaje al pasado era una prueba de que nadar en aguas turbulentas es el arte de dejarse llevar y extender los brazos en el momento adecuado para ir hacia delante.

—En el río no hay olas, señora —dijo la niña a su lado—. No debería marearse, uno solo se marea cuando está en el mar.

Penelope sonrió. La pequeña era delgada y tenía el pelo rojo, por lo que veía. Era una de las alumnas que nunca se sentaban delante y cuya voz no había oído nunca. Era una niña tímida, como ella hacía mucho tiempo.

—Explícame lo que ves —le pidió—. En la orilla, en el agua. Cuéntame qué hay.

La niña empezó a enumerar con la voz entrecortada lo que les ofrecía el río como si fuera una bandeja. Ondulaciones de brillos plateados cuando el sol se abría camino entre las espesas hojas de eucaliptos, peces irisados y flexibles que desaparecían a lo lejos en cuanto la superficie del agua se movía un poco. Mucha agua, mucha más que en Sídney, según la niña. Y agua negra, con pelo verde donde las algas se movían arrastradas por la corriente. Y vegetación, oscura y clara.

—Verde medio… ¿hay más verdes? —preguntó Penelope.

—Se ven todos los verdes, todos lo que pueda imaginar. Y he visto a un hombre negro que caminaba en los árboles. Y a una mujer con el pelo largo. Y un canguro… ¡otro! ¡Muchos! ¡Mire! —La pequeña se levantó de un salto, entusiasmada, y Penelope la agarró del brazo para que no cayera por la borda.

—¿Cómo te llamas?

La niña se dio la vuelta.

—Me llamo Marie —dijo con timidez.

—También estás en mis clases de labores, ¿verdad? —preguntó Penelope. Seguía sujetando con fuerza a la niña al tiempo que se preguntaba por qué lo hacía, pues hacía tiempo que se había vuelto a sentar a su lado.

—Sí, señora. Sé tejer florecitas.

—Florecitas. Yo también lo hacía antes. —Penelope sonrió—. Tejía flores de melocotón con un hilo de seda de color rosa, con muchos pétalos pequeños…

—Sé como son, señora —le interrumpió la niña, emocionada—. Nací con un pañuelo así.

Le agarró la mano a Penelope y la pasó por el cuello de la camisa, donde debajo había una flor tejida con hilo de seda. Estaba colgada de una cadenita, un poco arrugada, era una joya de un mundo en el que las mejillas brillaban como si fueran alhajas. A Penelope le empezó a temblar la mano.

Solo había un lugar en el mundo donde esas flores podían haber estado a buen recaudo.