Cuando agotada de la larga jornada y del terrenal cambio del dolor por el dolor, perdida, al borde de la desesperación, tu cálida voz me llama de nuevo.
EMILY BRONTË, A la imaginación
—Se lo digo, Penelope, le sentará bien. El aire en Sídney es demasiado sofocante, en el campo se está mucho mejor. Y si se lo pide con cariño, su esposo nos acompañará. Ya sabe que no puede negarle nada. La adora: lléveselo y déjese tratar como una reina por unos días. —Elizabeth Macquarie ladeó la cabeza y le dedicó a Penelope una sonrisa tan irresistible que ella sacudió la cabeza, entre risas.
—Lizzy, si siempre engatusa así a su marido, entiendo por qué deja la casa a su cargo. Yo también lo haría solo para estar tranquila. —Penelope se quitó las gafas de la nariz y se frotó los ojos doloridos. Bernhard le había obligado a usar una ayuda para la vista el año anterior y se fijaba en que las llevara con regularidad, aunque la vista apenas le mejoraba. Su mundo seguía cubierto por una capa marrón, pero Penelope no se atrevía a decírselo por miedo a incrementar su preocupación por su salud. Además, volvería a hablar de la operación que tanto la aterrorizaba—. ¿Cómo puedo resistirme, Lizzy? —preguntó en voz baja, y miró con cariño a su amiga.
—Me temo que el único que se me resiste es este pequeño caballero —contestó Elizabeth—. Siempre que es la hora de acostarse. —Miró inquieta a su hijo pequeño, que por lo visto a sus dos años no le costaba nada tiranizar a sus padres. Por suerte estaba jugando tranquilamente en la arena roja, pero las dos mujeres sabían que sus gemidos ensordecedores enseguida dinamitarían la relajada tertulia vespertina.
—¿Es por compasión o por una cuestión práctica?
—Si en algún momento siento compasión será el momento de que el pequeño Lachlan vaya a un internado en Inglaterra. —Elizabeth se echó a reír—. Entonces, ya está. Nos vamos juntas a Parramatta —regresó de pronto al viejo arte de la persuasión.
—¿Y usted cree que la señora Treskoll no tendrá nada que objetar?
—Comprende perfectamente que el gobernador vela porque se respeten los derechos. Toda esta historia ha causado mucho jaleo.
«Toda esa historia» era la farsa de un comerciante, una de tantas en la colonia. Cuando Elizabeth se fue, Penelope se quedó un rato sentada en el jardín, mirando cómo jugaba la pequeña Lucy, sumida en sus pensamientos. De esas farsas a veces surgía algo real, como solía decir Macquarie.
Lucy era uno de ellos: su hija negra abandonada, que estaba criando pese a todos los obstáculos.
En su momento surgió algo real en la mesa de la cocina con las rosquillas. Macquarie no había cedido, y al final consiguió poner fin a la farsa del ron, como lo llamaba él con desprecio, con la moneda propia. Le había costado algunos amigos, de los que Elizabeth decía luego con irreverencia que habían intentado acabar con él literalmente.
Dos baúles de monedas españolas habían sido la base de la nueva moneda. Macquarie había estado un tiempo experimentando y luego encontró una vía para estampar el centro de la moneda, fundirla y crear una pieza propia. Así, había dinero nuevo hecho con material antiguo, no era necesario sobrecargar la caja del gobierno y la gente se acostumbró enseguida a tener de nuevo monedas en la bolsa. En un último gesto de valentía, el gobernador aumentó los impuestos sobre el ron de importación para así limitar el comercio con esa bebida del demonio. Muchos se rieron de él, pero cuando se creó el primer banco en Sídney ya nadie se reía. Estaban atentos a sus ideas y su capacidad de ejecución, e incluso D’Arcy Wentworth, que estaba al borde de la ruina al finalizar la farsa del ron, tuvo que admitir que era el camino correcto a seguir.
Como esposa del médico, Penelope comprobó asombrada que no tenía ningún problema para tener trato con las damas de la alta sociedad, a pesar de que todo el mundo sabía quién era y de qué barrio de Londres procedía. Al fin y al cabo la mujer del panadero era de un barrio pobre de Cork, y Edith, la esposa de uno de los carpinteros y madre de cuatro chicos preciosos, había robado a su patrona cuando era institutriz. Si los que eran colonos libres la miraban por encima del hombro ella no lo notaba, pues Bernhard Kreuz era, junto con William Redfern, uno de los médicos más queridos de la colonia, sobre todo porque no discriminaba y con todos los pacientes mostraba la misma paciencia y cuidado.
De todos modos, a Bernhard no le interesaban los círculos de oficiales, así que Penelope no tuvo que pasar el bochorno de invitar a la señora Hathaway a su modesta casa o informar de los progresos de su pequeña Lucy. El capitán pasaba la mayor parte del tiempo en la India, y las malas lenguas decían que allí gozaba de los favores de una hija del maharajá, que sin duda era una compañía más agradable que su esposa inglesa, llena de quemaduras del sol y gruñona. Por supuesto, solo eran rumores, pero a Penelope le encantaba escucharlos, como cuando era sirvienta. Los rumores eran como los puntos de encaje: se enredaban con destreza con la verdad y en realidad eran inútiles, pero era maravilloso acariciarlos con las manos.
Llegaban rumores a la ciudad con cada barco y cada bote del norte, y a veces también venían en los carros que traqueteaban de los colonos que no podían permitirse un coche moderno de dos caballos con suspensión. Carrie Hathaway, por ejemplo, iba en uno de esos carros y sujetaba el monedero cuando Arthur So entraba con ímpetu en la calle mayor para asegurarse de que lo veía todo el mundo. Para su disgusto, le habían asignado tierra al otro lado del río Hawkesnury y ahora se veía obligado a cruzar el río siempre que quería ir de visita a la ciudad, lo que hacía que el viaje fuera agotador.
Por lo visto la tierra tampoco daba lo suficiente, pues nunca se le veía viajar con servicio. Probablemente era demasiado arriesgado dejar la casa y la finca en manos de los presos a los que podía contratar. Todo el mundo sabía que era muy difícil encontrar a gente realmente de fiar que no robara una camisa debajo de la falda o limpiara la despensa en cuanto uno se daba la vuelta. De todos modos, la mayoría de los presos eran incompetentes para el trabajo en el campo: un ladrón sabía tan poco de patatas y de troncos de madera como un falsificador, y a una tabernera le costaba mucho sacar adelante un huerto. Las quejas no habían cambiado, al contrario. Aun así, la mayoría de los liberados seguían soñando con adquirir su propia tierra.
No obstante, las dificultades de su nueva cotidianeidad no impedían a Arthur So pronunciar grandes discursos como en sus mejores épocas sobre reformas tributarias y políticos estúpidos, ni hablar con Wentworth y Blaxland de caballos, con su ropa colorida en la barra del hipódromo, aunque en el carro solo había un viejo jamelgo medio dormido, con el labio inferior colgando, que ni en el sueño más remoto recordaba a un caballo de carreras impetuoso.
Carrie evitaba encontrarse con Penelope. Desde aquella noche no habían vuelto a hablar. En su momento Carrie no movió un dedo para ayudarla. La traición de su amiga, o de la mujer a la que ella consideraba su amiga, era como una espina clavada, así que le parecía muy bien que el matrimonio Hathaway solo fueran a la ciudad cada varias semanas. Penelope sonrió para sus adentros. Carrie So había heredado el apodo de su marido y lo llevaba con orgullo, aunque todo Sídney sabía cómo había llegado a llevar ese nombre.
De todos modos, Carrie tenía que visitar y saludar a tal cantidad de gente que tampoco se habría dado cuenta si había una Penny más o menos. Por suerte nunca había visto a Lucy, pues habría tenido aún más temas para chismorrear.
La señora Treskoll en Parramatta también era una cotilla, pero Penelope se sentía segura en compañía de Elizabeth. Nadie se atrevería a hacer aunque fuera un comentario irrespetuoso sobre la mujer del médico en presencia de la esposa del gobernador.
A Penelope el viaje a Parramatta le pareció mucho más pesado. No había estado allí desde la noche en que murió James Heynes por el golpe de lanza que Ann le había asestado en secreto. No sabía qué había sido del pastor, si estaba vivo o si el reverendo Marsden ya lo había matado a golpes. Las penas aplicadas por el magistrado aparecían todas las semanas en la gaceta, pero Bernhard era lo bastante considerado para no leerle esos comunicados, pues sabía que aparecían nombres que probablemente ella conocía. Centraba todos sus esfuerzos en ayudarla a olvidar su pasado. Sin embargo, Parramatta la devolvía a su pasado. Bernhard no lo pensó, ya que cuando Elizabeth le contó sus planes, le parecieron de maravilla.
—Se ha convertido en un lugar precioso, muy distinto del nido de porquería que era junto al río —exclamó, entusiasmado—. Se han construido muchas casas que ni siquiera tienen tan mal aspecto, los comerciantes han invertido bastante dinero, y no solo ron, en adecentar la ciudad. Seguro que será interesante visitar a William Browne. Por lo que he oído, ha traído nueva mano de obra extranjera.
—Indios —añadió Penelope.
—Da igual de donde sean: si con eso mejoran las desastrosas condiciones de vida de nuestros presos, me parece bien —contestó él—. Hay muy pocos, y los explotan más que a los esclavos de las plantaciones americanas.
Penelope acompañaba de vez en cuando a Elizabeth al orfanato y a la fábrica, donde las presas realizaban su trabajo: fabricaban medias, zapatos y sombreros, y las proveían de ropa y comida. La época de la mugrienta cárcel de mujeres de Parramatta había pasado. De todas formas, al puerto solo se podía ir con compañía masculina… no, en realidad al puerto no iban. Se decía que allí trabajaban las peores prostitutas de la colonia, las que ni siquiera se habían ganado que pensaran en ellas por caridad.
—Escoria —las llamaba Lachlan Macquarie con desprecio. No entendía que Elizabeth también velara por sus derechos allí y sacara del lodo a mujeres borrachas para que por lo menos durmieran la mona en un lugar seco. Siempre mencionaba esas visitas de paso para no inquietar a Penelope.
El día de su partida a Parramatta, Penelope había prolongado demasiado su visita para tomar el té en casa de Elizabeth, y ya terminaba la tarde cuando la esposa del gobernador tuvo que irse de nuevo para entregar una cestita en el puerto.
—En el puerto. No lo dirá en serio —dijo Penelope.
—Lo he prometido —confirmó Elizabeth sus intenciones.
—¡De ninguna manera irá sola! —gritó Penelope cuando su amiga se puso la capa negra y cambió la cofia de encaje por una sencilla. Llevaba la cesta en el brazo, y un pañuelo tapaba el contenido.
—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó Penelope, pues no había podido echar un vistazo debajo del pañuelo.
Lucy ya estaba de camino a casa con su ama de cría, la niña no paraba de lloriquear de cansancio y era mejor que durmiera en su cama. Bernhard no volvería antes de medianoche, pues iba a hacer el turno de tarde de William en el hospital. Ella disfrutaba de poder pasar mucho tiempo con su amiga.
—Bueno… —Elizabeth se mostró vacilante—. Esponjitas. Lachlan no sabe nada. —Se aclaró la garganta—. Las prostitutas me las pidieron, Morris, de la pescadería, me las ha dado y me ha prometido no decir nada. Luego hay que hacer una incursión, sus tres chicos saben dónde…
—¿Esponjitas? —Penelope sacudió la cabeza, confusa, y Elizabeth le puso una en la mano.
—Las empapan de vinagre y luego se las ponen en el lugar adecuado. Así no se quedan embarazadas. Me lo dijo una… anciana. Las mujeres tienen que hacerlo porque viven de eso, pero así por lo menos no traerán niños al mundo. —Elizabeth sonrió cohibida y observó las esponjitas—. Lachlan enseguida lo notaría si utilizara algo así, pero tal vez a esos tipos les da igual.
—Cielo santo, pero ¿cómo sabe todo eso? —susurró Penelope, que buscó a tientas la cesta para quitarse de encima enseguida la esponja.
—Pero, Penelope, no siempre he tenido una vida tan acomodada —le explicó Elizabeth con alegría—. La casa de mis padres era muy humilde, y teníamos un establo, claro. No se lo diga a nadie.
Después de saber lo de las esponjitas, Penelope tenía que ir con ella al puerto. De ningún modo iba a permitir que su amiga fuera sola, además el cochero era un tipo bastante tosco con quien no se podía contar. Macquarie había contratado a otro, pero a Penelope le pareció aún más antipático que el último. Era un preso y hacía lo que se le ordenaba, aunque a regañadientes. Además, acompañaba a las damas vestidas con ropa sencilla hasta el puerto y parecía una sombra oscura tras ellas, casi más amenazadora que las sombrías siluetas que tenían delante. Con todo, con él de protector aquella incursión parecía toda una aventura, y Penelope disfrutó un poco con el hormigueo que recorría su cuerpo cuando se adentraron en el barrio portuario. Los marineros caminaban por las calles de los prostíbulos, la mayoría estaban borrachos y buscaban mujeres, un placer rápido, ron y embriaguez, iban en busca del amor que allí no había. Solo había la breve borrachera cuando estaban tumbados uno al lado del otro, la desnudez en la que algunos encontraban consuelo, y cercanía contra la soledad, tal vez consiguieran cierto alivio para el dolor del alma, pero era efímero, pues costaba dinero o una jarra de ron. Cuando se les había pasado la ebriedad y se había terminado el dinero, volvía la soledad y era peor que antes. Los ojos de los marineros reflejaban el vacío, el gris del océano en su espíritu.
Penelope no les veía los ojos, pero percibía la soledad de aquellas personas: todos habían estado en el mismo barco, habían compartido cadenas, lucían las mismas marcas en los brazos y piernas. Heridas que nunca cicatrizaban y que ocultaban por vergüenza, en vez de llevarlas con el orgullo del superviviente. Habían formado parte de su vida, los tipos duros en busca de amantes, las mujeres en busca de unos brazos fuertes y ambos deseosos de olvidar su existencia gris por un momento. A Penelope se le encogió el corazón.
—El cochero puede acompañarla a casa, Penelope. Está pálida, esto no es para usted, no debería haberla traído —dijo Elizabeth, que se había percatado de su abatimiento.
—Estoy bien, Elizabeth —repuso Penelope—. A veces me asaltan los recuerdos… pero será así hasta el fin de mis días. No puedo irme siempre a casa.
Elizabeth la agarró del brazo.
—¡Es usted una mujer muy valiente! Bernhard tiene mucha suerte.
De hecho los cuchitriles del puerto estaban tan oscuros y repugnantes que era mejor que Lachlan Macquarie no supiera de la visita de su esposa. Vieron una casa de madera derruida con el techo inclinado de la que salía música alegre que parecían maullidos de gato. Oyeron un griterío, chillidos, luego salió volando una silla por la ventana sin cristal, un marinero acabó en los peldaños de delante de la entrada, balbuceando algo medio inconsciente. Alguien gritó: «¡La próxima vez paga, ya es suficiente! ¡Mira a ver si en Río lo consigues, porque aquí ya no!»
Junto a la puerta se divertían dos que no necesitaban una cama, de pie era más rápido. Las jarras de ron estaban en el suelo, una se volcó. El hombre había levantado a la prostituta sobre sus caderas y la presionaba contra la pared. El cabello de la chica bailaba al ritmo de sus empujones. Ella le rodeó las caderas con las piernas, y tenía la mirada perdida.
La jefa del burdel era el doble de grande que la puerta y apenas se aguantaba sobre sus piernas grasientas. Aceptó entre jadeos la cesta que le ofrecían y habló con una amabilidad sorprendente.
—Ay, querida señora, estas chicas pueden hacerle sufrir mucho a una, tienen tantas ansias de un hombre y aquí no encontrarían ninguno en cien años. Se quedan embarazadas para conseguirlo, y entonces empieza el sufrimiento de nuevo: la barriga inflada y ya nadie quiere fornicar contigo, te mueres de hambre y ya solo te queda beber. Traes al mundo al mocoso, los del orfanato te lo quitan, te deshaces en lloros y otra vez nadie quiere fornicar contigo. ¡Qué tipo de vida es esa! Tiene usted razón, querida señora, que Dios los bendiga a usted y a su querido marido, también tengo una de sus monedas en la estantería, y pronto todos los hombres pagarán con ella, espere y verá…
Penelope no aguantaba más la cháchara de la meretriz y bajó los peldaños de la casa para salir fuera. Sus ganas de aventura se habían desvanecido por completo, esperaba que Elizabeth terminara pronto. Los dos de la pared habían acabado con lo suyo. La chica ya estaba negociando con otro hombre libre, por lo visto era una de las preferidas.
El cielo se había teñido de rosa sobre ellos, prometía ser una noche maravillosa. La pasaría en el jardín, bajo el melocotonero, tal vez haría algunas labores y se dejaría llevar por sus pensamientos hasta que Bernhard regresara a casa. Con tanto ruido en el puerto añoraba la tranquilidad y el ambiente apacible.
—Tal vez a la señora le sobra un mendrugo de pan que pueda darme. Tampoco me importaría una jarra de ron… —Alguien le agarraba la punta de la falda. Se dio la vuelta enfadada y apartó la mano.
—¡Quita las manos! —masculló. Tenía el corazón acelerado, miró alrededor. El cochero estaba bromeando con un tipo al que le brillaban unos botones pulidos en el pecho, y Elizabeth seguía en casa de la gorda.
—Ay, niña, ¿qué sabrás tú? —le contestó la mujer que tenía delante—. Me alegro de verte con ropa tan bonita. Quería visitarte, pero todo salió mal, ya sabes.
Se le paró el corazón. Conocía aquella voz. Hacía años que no la oía. Empezaron a caerle lágrimas de los ojos que le nublaron la mirada, pero aun así reconoció la figura que había en el suelo.
—Madre —susurró Penelope, atónita.
—Voy a quedarme aquí poco tiempo, luego tengo que seguir —dijo en voz baja. Mary MacFadden era solo una sombra, el recuerdo de una mujer cubierta de harapos y acurrucada contra la pared con la esperanza de que alguien le diera limosna—. Solo estoy descansando.
Penelope se agachó delante de ella, el vestido acabó en un charco, pero Mary no quería hablar con ella.
—Puedes descansar en mi casa, madre —dijo Penelope, y se limpió las lágrimas—. Ahora tengo un hogar. —Tocó con timidez el rostro arrugado.
—Solo quiero descansar un poco —susurró Mary—. Tengo que seguir, solo quiero descansar un poco…
¡Descansar! Mary no pensaba que el ver a su preciosa hija la conmoviera de esa manera. Su corazón débil le dio un vuelco, y de repente lo vio todo negro. ¿Por qué había dejado pasar tanto tiempo? Intentó recordar, respiró hondo. Recordó la época en la cárcel, cómo la hacían trabajar. Cómo pasaban los días, las semanas, los meses. Finalmente años. Catorce años, decía su condena: una eternidad. Su sitio estaba en la cárcel, como vigilante con cadenas invisibles. Al principio le hacían caso, luego le tenían miedo porque cada vez hablaba menos. Le vinieron imágenes a la cabeza, imágenes de cómo había sido.
Luego la enfermedad amarilla la atrapó en la cárcel. Se la había contagiado el chino, que cumplió con su amenaza de estar presente en su vida. Le habían contado que nadie se atrevía a plantarle cara porque tenía poder sobre la vida y la muerte. Ahora Mary sabía que era cierto.
Recordó que cada vez estaba más débil y que al final la habían expulsado porque ya no podía hacer su trabajo. Siempre había tenido la intención de ir a casa de Penelope y pedirle ayuda, pero el camino era demasiado largo, ni siquiera había llegado cerca de la casa. Sentía vergüenza, mucha vergüenza. En cambio siempre acababa arrastrándose al puerto y allí ofrecía sus servicios, aplicaba hierbas y pomadas hasta que eso tampoco funcionó y vivía de limosnas, tenía que vivir en la calle… habría sido un alivio hablar de ello, pero no encajaba con el olor de Penelope a limpieza y orden, así que se dejó coger en brazos y encontró una paz inesperada en el hombro de su hija.
Solo descansar un poco…
El cochero llevó a Mary a casa del médico y la colocó en el jardín, en la tumbona de madera de rosal. La amiga de Penelope le llevó una jofaina. Juntas liberaron a Mary de sus harapos y le lavaron las costras de suciedad de la piel. Mary habría preferido hacerlo ella, pues nunca la habían servido, pero le fallaban las fuerzas. Nadie dijo una palabra. A Penelope se le notaba el susto al ver el cuerpo escuálido de su madre. Estaba seco y agrietado, y amarillo como la mostaza.
No hacía falta que el médico le dijera que el corazón le latía con debilidad cuando llegó a casa más tarde, de noche. Ella ya lo notaba. Se limitó a hacerle un gesto serio, luego la cogió en brazos con cuidado para tumbarla en la cama que compartía con Penelope. Aquella noche sería un lecho de enfermo, y la expresión de su rostro revelaba que no sería durante mucho tiempo. Mary también lo sabía. Había encontrado a Penelope en el momento justo.
—… no, no creo que sea alcoholismo… una infección, el hígado… está muy enferma… —A Mary le llegaban retazos de conversaciones al oído—… si todavía podemos ayudarla.
No estaba sola, eso lo notaba. Le costaba dejar vagar la mirada por la habitación. Su hija estaba sentada en la cama a la espera, no había nada más que hacer. Mary cerró los ojos, agradecida por la tranquilidad que transmitía Penelope. Se inclinó un poco hacia ella y le dio consuelo. Penelope había encontrado la felicidad. No había nada más que hacer.
De madrugada Mary empezó a inquietarse. Veía sombras negras, le hacían señas. Ya no le quedaba mucho tiempo. Mary empezó a hablarle a la oscuridad, primero despacio, luego cada vez más rápido porque las sombras se le acercaban. Alguien la escucharía.
—Ay, Penny, hay tanta gente borracha. Maldito barco. Me llevaron a uno de los botes. Estaba ahí con tres personas más cuando el bote zozobró tras la explosión. Fui arrojada a la orilla, alguien me sacó del agua y me llevó a la fábrica. Allí estuve trabajando. Durante días, semanas, meses. En Navidad había pan recién hecho.
—Madre… —susurró Penelope, y le acarició la frente con cuidado.
—Déjame hablar, no me queda mucho tiempo y tienes que saberlo todo. —Mary tomó aire. Bebió un trago de agua y se calmó un poco—. Luego pude quedarme en la cárcel, como vigilante. Les parecía bien que no hablara mucho. ¿Qué iba a decir? Maldita sea, ¿qué voy a decir? —Mary se quedó callada un momento—. Siempre intentaba encontrarte. Era muy difícil porque no podía moverme. Muy difícil…
Penelope rompió a llorar y la estrechó entre sus brazos. Mary comprendió que para Penelope también había sido imposible buscarla. Le acarició con suavidad el brazo.
—Intenté encontrarle a él, madre.
Mary supo enseguida a quién se refería.
—Tu padre está muerto. Murió.
—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no me contaste la verdad? ¿Por qué callaste durante tantos años?
Sí, ¿por qué? Había sido egoísta al callarse y guardarse para sí al hombre al que amaba. Pero eso no podía decirlo. Mary sintió que la vergüenza se iba apoderando de ella.
—No quería que tú… tu padre era un preso. Un condenado a muerte. No era algo de lo que sentirse orgullosa. —Miró a Penelope, que no se contentó con aquella respuesta. Antes de que su hija pudiera seguir preguntando, Mary desvió la conversación en otra dirección—. Entonces el médico te encontró y se casó contigo. Es el mejor hombre, Penny, el mejor hombre que podrías tener. Yo… le fuimos a buscar para que te sacara de la celda oscura. Vino enseguida y ahora… ahora tienes una nueva vida.
—Vaya, madre… —Penelope lloraba en silencio.
Mary solo la miró, luego le acarició las mejillas con suavidad. Tenía otra cosa que le quemaba dentro, mucho más urgente que todo lo demás. La consumía día y noche, era peor que todos los pecados que había cometido. Quería el perdón, solo una palabra de su hija…
—Tu hija, niña. Intenté salvarla. Nadé y casi la perdí al hacerlo, el trozo de cubierta era muy pesado y el agua revuelta quería arrebatármelo de las manos. Te perdí de vista, no quería perderla también a ella. Pero me fallaron las fuerzas para combatir el agua, las malditas olas alrededor del barco, y siempre manos, manos desesperadas que luchaban para no ahogarse. Era una muerte merecida, maldita sea, pero no para ella… subí a la niña al baúl. Estaba llorando cuando la dejé ahí. Estaba viva, tienes que creerme. Y luego el baúl desapareció, Penny… —Las lágrimas caían de sus ojos febriles sin poder mitigar su dolor.
—Se ahogó, madre. Como tantos otros —susurró Penelope—. Y pensaba que tú también…
—Intenté salvar a tu hija —repitió Mary, sin aliento—. Lo intenté. Perdóname…
No paraba de murmurar sobre Lily, Lily en sus brazos, Lily en el baúl, y Lily estuvo en sus pensamientos cuando de madrugada la noche eterna se cernió sobre ella.
Ni una palabra de disculpa para Penelope. Mary había cumplido con su obligación, había sacado a la luz a su hija en la cárcel. El médico había acudido y había sacado a Penelope en brazos, ¿qué más podía desear? Y ahora vivía con él, feliz y cuidada.
Sin embargo, Penelope siempre soportaría la carga de la culpa por causar la infelicidad de las dos al llevar aquel día a la señorita Rose a su casa y por el fatal desenlace de los acontecimientos. Mary había quedado atrás, y no era un consuelo convencerse de que tal vez se habría mudado con ella si hubiera tenido algo más de tiempo.
Así que abrazó a su madre durante sus últimas horas para que el camino fuera lo más fácil posible.
Esperar la muerte con una persona que agoniza es el mayor acto de amor del que es capaz un ser humano. No se puede quitar al moribundo el miedo a que llegue el final, pero se le puede acompañar hasta el umbral y darle fuerzas con el amor.
—Seguro que su madre no habría querido que estuviera triste durante semanas. —Elizabeth acarició el brazo de Penelope en un gesto de consuelo. No imaginaba hasta qué punto tenía razón. No, a Mary no le habría gustado su tristeza. Sin embargo, hacía semanas que Penelope no podía dejar de pensar en ello. Habría dado cualquier cosa por revivir aquella última noche: ¡lo habría hecho todo de otra manera! Bernhard habría estado a su lado, esperando juntos a la muerte con su madre moribunda.
¿Qué más cambiaría? La pequeña Lucy soltó un chillido. Amelia la había dejado en el suelo con los cubos de construcción y le había construido una torre antes de irse a la cocina. Se oyó un gran estruendo: la torre se desmoronó y Lucy se alegró al ver el caos que generaba.
Las torres se desmoronaban una sola vez, y con los cascotes se construía algo nuevo. Tal vez fuera la torre que se destruía, o la sonrisa de la niña negra de la boca torcida, pero Penelope se levantó y se sacó el vestido negro del cuerpo. Lo pasado, pasado está, mirar atrás solo provocaba cansancio. Se quedó ahí de pie en camisa interior y miró hacia abajo. Estaba bien precisamente así.
—Pero, querida… ¡qué hace ahí! —Elizabeth abrió los ojos de par en par.
El vestido estaba en el suelo, Penelope caminó en camisa hacia el dormitorio, que estaba a oscuras, abrió todos los armarios y buscó a tientas en las telas hasta que encontró lo que buscaba: un vestido de color azul cielo, tan azul como el vestido que llevaba Elizabeth el día en que se encontraron en la cárcel. Era un modelo anticuado con demasiados botones, por eso Penelope no se lo había puesto nunca. Pero el azul era correcto: el azul significaba una nueva vida. No soportaría más el peso de la culpa, había llegado el momento de despojarse de ella.
Tardó un rato en abrochar bien todos los botones, pero cuando hubo terminado el vestido le quedaba que ni pintado. Luego tendió la mano de nuevo hacia el armario y sacó algo que tampoco se había puesto nunca: el cuello de encaje que estaba haciendo la tarde en que Bernhard le pidió la mano. El cuello se posó como un soplo de viento en los hombros, y ya estaba. La carga desapareció.
Elizabeth no dijo nada cuando regresó a la sala. Se puso de pie, dio una vuelta alrededor de Penelope, le acarició admirada la espalda y le dio un beso cariñoso en la frente a su amiga.
—Estoy muy orgullosa de usted, mi querida amiga valiente —le dijo en voz baja.
Lachlan Macquarie no quería contradecir los deseos de su esposa. Como no tenía nada con que contrarrestar el lloriqueo de su hijo, era su marioneta cuando le pedía un favor. Así, el viaje de inspección a Parramatta fue postergado a petición suya hasta que Penelope hubiera recuperado las fuerzas para acompañarles.
La carretera a Parramatta ya no se parecía al sendero trillado de antes. Las manos de innumerables presos encadenados la habían convertido en un cómodo camino para coches, y cuando uno se encontraba de frente con otro coche, y ocurría a menudo porque cada vez más colonos podían permitirse caballos y coches, nadie debía tener miedo a caer en el terraplén y tener que esperar durante horas para recibir ayuda. Al contrario, uno sujetaba la cuerda suelta con una mano y con la otra saludaba con alegría al pasar junto a otro coche. La carretera era lo bastante amplia.
Tendrían que tomar dos coches para alojar a todos y el equipaje.
—¡Vaya viaje! —exclamó Penelope cuando Elizabeth la ayudó a guardar la mitad del armario ropero en el baúl de viaje porque era imprescindible tener un vestido para el té, uno para la noche y como mínimo dos vestidos de día, además de las cofias—. Nunca he necesitado tantas cosas.
—Entonces ya es hora de que empiece —dijo Elizabeth con una sonrisa—. Las damas lo hacen así, y usted es una dama, créame. Y ponga también joyas en el equipaje.
Era divertido hacer el equipaje, y se rieron porque Lucy se metió en el baúl para que no se olvidaran de ella. Su mejor amigo, el pequeño Lachlan, bajó la tapa poco después y escondió la llave para que no se la olvidaran. Durante la búsqueda de la llave encontraron también otras cosas, como una aguja de tejer con una talla delicada de hueso de ave…
Parramatta las recibió de blanco. Como si fuera una pequeña dama respetable, se había puesto un vestido del color de la cal y lucía fresca y joven entre los altos árboles de eucalipto que ya nadie quería talar porque habían aprendido a apreciar la sombra fresca que les proporcionaban. Los desmontes se extendían ahora hasta las afueras de la ciudad, donde no paraban de construirse granjas nuevas y de convertir la tierra en apta para el cultivo. En algún lugar ahí fuera estaba trabajando también Carrie en el campo para su Arthur So, cavaba surcos de tierra, segaba cereales y llevaba una vida que había imaginado muy distinta.
Atravesaron la ciudad, contemplaron los edificios del magistrado y la nueva iglesia, y visitaron las obras del nuevo orfanato que Macquarie había proyectado junto con Francis Greenway. Allí tenían que encontrar su sitio doscientas niñas para vaciar el orfanato de Sídney, completamente desbordado.
—Pero, como en todas las obras en las que se acordó hacer el pago con ron, no hay más que peleas —suspiró Macquarie. El abandono del trabajo, las protestas, los trabajos a medio acabar retrasaban la obra, y temía que el orfanato tampoco podría inaugurarse ese año.
—Sería un desastre —comentó Bernhard—, el invierno pasado perdimos a tres niñas por fiebre. Es urgente dar más espacio a los niños.
—Le aseguro que hacemos lo que podemos. —Macquarie frunció el ceño.
—Y el año que viene celebraremos una gran fiesta de inauguración. —Elizabeth sonrió. Para ella ningún problema era lo bastante grave para arruinarle el día. A fin de cuentas ella siempre avisó del perjuicio de pagar en líquido, ¿de verdad a alguien le sorprendían ahora las peleas? Señaló los rododendros en flor y pensó que ese rosa intenso sería un buen color para un orfanato. Lachlan puso cara de desesperación ante la alegría inquebrantable de su esposa y se dejó atar las manos por su hijo, que había aprendido a hacer nudos.
El matrimonio del gobernador mantenía una amistad con los Treskoll, pues hasta su jubilación el año anterior el comandante Treskoll había pertenecido al regimiento que había acompañado a Lachlan Macquarie a Nueva Gales del Sur. No obstante, a diferencia de la mayoría de los pensionistas que regresaban a Inglaterra, había decidido quedarse en la colonia y continuar junto con su hijo la cría de ovejas que había iniciado. Su esposa celebró su decisión, todos los días elogiaba al caballero que la había salvado de la horrible lluvia inglesa. Era una jardinera aplicada y atendía con pasión a su idea de conseguir heno de los campos y alimentar el ganado para reservar los pastos en invierno. Junto con Elizabeth MacArthur, que vivía muy cerca, ese año ya había iniciado un primer intento de cosecha y estaba contenta con el resultado.
Así que siempre había algo que observar, y Penelope sentía cierta envidia por no poder participar mucho debido a su miopía. Sin embargo, no la dejaban sola, pues como vecinos de los Browne también se enteraban de todo tipo de anécdotas divertidas: sobre el lujo inimaginable del mobiliario y que el comercial había tenido que llevar todo lo de la casa con como mínimo dos barcos desde la India. De las nobles telas cubiertas de oro que colgaban en las habitaciones por metros, además de ser completamente inútiles, como reiteraba la señora Treskoll. De las arcas de madera de rosal tallada llenas de porcelana china, de la que cada plato pintado a mano era regalo de un hombre poderoso. Y también de los indios de color marrón que llevaban a cabo su trabajo medio muertos de hambre pero que aguantaban en su situación mucho más que los presos ingleses, que se venían abajo con la más mínima carga.
—Esos negros no paran de trabajar, les den de comer o no —explicó la señora Treskoll, asombrada—. Y no oponen resistencia. Ya sabe, a esos irlandeses les das una vez pan enmohecido y enseguida montan una rebelión, agarran los fusiles y los bieldos y se van hacia Constitution Hill para hacerse con el poder. —Soltó una risa pueril—. Siempre ha sido así. Hemos tenido a muchos irlandeses y no dan más que problemas. Esos hombres morenos, en cambio… —Cogió otra tortita—. Y no dan tanto miedo como los negros que se esconden en el bosque. Algunos incluso son, bueno, podríamos decir que guapos. Si no fueran tan morenos. —Sonrió y se comió la tortita en dos bocados—. ¿Sabe? Cuando mi cocinera estuvo enferma, William me dio a una de sus sirvientas. Le digo que fue una semana tranquila. La comida estaba puntual en la mesa, sabía cocinar bien, ¡y nada de réplicas! Por desgracia, Catherine quiso recuperarla, yo se la habría comprado. Pero como además era muy guapa, entiendo que William… bueno, ya sabe la delicada salud que tiene la señora Browne en general.
Penelope quiso ir al jardín después del té, ya no soportaba más la cháchara. Bernhard la agarró del brazo y se ocupó de que pudiera ver los rincones más coloridos desde el terreno elevado. Penelope sabía que le preocupaba que fuera perdiendo visión y que cuando tenía ocasión le ponía una prueba para ver hasta qué punto veía. No paraba de hablarle de la operación, pero ella no quería saber nada. Veía lo suficiente, y cuando estaba al lado de su marido ni siquiera le daba miedo la oscuridad.
—Es curioso, tantos alimentos de Inglaterra para comer, ¿no te parece? —le comentó él, que la sacó de sus cavilaciones—. El comandante tiene que ser realmente muy rico para hacerse traer el pescado salado de Inglaterra. —El pescado salado estaba bueno, hacía muchos años que no lo comía. En Londres se compraba en la orilla del Támesis.
—Supongo que la señora Treskoll no soporta comer lo mismo que los presos… —Se le escapó, además, desde su boda ya no era una reclusa.
—Ya… —Él sacudió la cabeza con suavidad.
—De verdad, es así —insistió ella—. La vecina de la señora Paterson no sirve pescado fresco porque eso solo lo comen los presos. Dice que daría una fortuna por llenar la cocina de productos ingleses, y el pescado salado del cubo que tenía detrás de la casa había recorrido un largo camino.
—Pero esto es una pequeña Inglaterra. —Sonrió—. Necesita bacalao inglés. ¿Por qué no echo de menos mi cocina alemana? ¿Es que no soy normal? Con el próximo barco deberíamos pedir algo de Hamburgo.
Pasearon de la mano por los jardines y se sintieron un poco extraños.
Bernhard se detuvo delante de un melocotonero, arrancó una flor y se la puso a Penelope en el pelo. El aroma la envolvió… ¿o fueron los recuerdos? De un salón blanco, del susurro de los vestidos… había cumplido su propio sueño, y las flores habían dado su fruto.
—Te queda bien la flor —dijo, sin notar lo que le pasaba a ella por la cabeza—. Nuestros arbolitos de casa aún tienen que crecer, pero el primer melocotón será para ti.
—Soy muy feliz de poder estar en tu vida —susurró ella.
—Yo también. —Le dio un beso en el pelo.
Ella le dio un abrazo en el cuello.
—Y soy muy feliz de compartirte con el hospital, y no con gente como la señora Treskoll.
La risa alegre del médico la salvó del tormento de aburrimiento que había sido aquella tarde de conversaciones sobre negros, morenos, prostitutas y las supuestas obsesiones secretas del reverendo Marsden.
—Y no vuelva a salir después de que oscurezca —le advirtió la señora Treskoll—. Ahí fuera hay muchos peligros, vivimos en el bosque, esto no es Sídney. Los negros del señor Browne salen cuando tienen hambre, y los negros normales siempre están por ahí, igual que los hombres de la selva.
—¿Hombres de la selva? ¿Los negros? —Penelope le tapó los oídos a Lucy para evitar que escuchara y luego no pudiera dormir por las pesadillas.
—Los hombres de la selva son blancos, presos huidos. —La señora Treskoll se inclinó hacia delante—. Son asesinos, se lo digo yo. La mayoría de los que llegan a la colonia son ladrones comunes y falsificadores, pero los hombres de la selva son los asesinos. Solo en Parramatta durante el último año se han escapado siete: se han largado sin más, aunque todo el mundo sabe que ahí fuera en la selva no se puede sobrevivir. ¡Uno da un paso en la selva y ya tiene la lanza de un negro en la espalda! ¡Pero esos hombres de la selva son tan duros que sobreviven incluso a los negros! Así que son muy peligrosos. —La señora Treskoll puso los ojos en blanco como si fuera un negro. A Bernhard le costó contener la risa.
—¿Y vienen aquí, a su finca? —preguntó Penelope, incrédula. Amelia vio que estaba en apuros y le cogió a la niña antes de que pudiera quejarse a gritos por las manos que le tapaban los oídos—. A mí solo me han dicho que esa gente merodea a lo lejos.
—Sí, estaría bien. Ahí fuera degüellan a las pastoras y roban ovejas, sí. Pero la harina y el café solo se pueden robar en las granjas. O el ron. Últimamente al reverendo le han robado un barril entero de ron. Nadie sabe quién lo ha hecho, al fin y al cabo pesaba lo suyo.
—Se lo han bebido —dijo Bernhard con calma sobre su bebida somnífera.
—¿Perdone? —La señora Treskoll creía que no había oído bien.
—Se lo bebieron, señora. Así no cuesta tanto transportarlo. —Solo quien lo conociera bien sabía que la agarraba del brazo porque su cháchara le estaba sacando de quicio. Antes de que ella diera rienda suelta a su enfado, Bernhard animó a su pequeña familia a acompañarle a la cama, y Penelope se rio para sus adentros cuando estaba en sus brazos al recordar la perfecta imitación de la anfitriona que le había hecho su marido.
La granja de William Browne estaba un trecho más allá de Parramatta que la finca del coronel Treskoll. El nuevo cochero de Macquarie, Padraic, que había acabado en Nueva Gales del Sur por la caza furtiva, maldecía los insectos y los odiosos papagayos, que pasaban rozándole la cabeza con sus gritos, al tiempo que decía que Nuestro Señor seguro que estaba borracho cuando creó esa zona de mala muerte. Lachlan le ordenó a gritos que dejara de echar pestes, y luego en gaélico, de manera que nadie entendía nada, aunque era todo un hallazgo porque se entendía muy bien con los caballos.
Padraic los llevó por bosques de eucaliptos que parecían interminables, que al atardecer olían a musgo y ciénagas aunque los pantanos estaban lejos.
Browne no estaba en casa. Una de sus hermanas dijo que estaba en los campos. Su esposa suponía que se encontraba en el club, y a Penelope le pareció raro que nadie supiera exactamente dónde estaba.
—Tú tampoco sabes nunca exactamente dónde estoy —le susurró Bernhard con cariño.
—Pero no tengo tan mal genio como la señora Browne —le contestó Penelope.
Él le apretó con afecto la mano y la ayudó a bajar del coche, y se quedó a su lado hasta que la llevaron al salón porque sabía que le asustaban los nuevos entornos. Además, parecía que en aquella casa había mucho servicio. Uno nunca sabía muy bien qué podía hacer uno mismo y qué no.
—Pensaba que todos trabajaban en sus campos —comentó asombrada Elizabeth, que tuvo que aguantar que le quitaran la taza de té de las manos y la sustituyeran por otra recién servida.
—Ah, es solo una parte de nuestro servicio. —Catherine Ward había oído el comentario. Era la hermana de Browne, que había quedado viuda muy joven en circunstancias trágicas, según les contó. Browne llegó a Nueva Gales del Sur con ella y los dos chicos, y ella había ayudado a levantar Abbotsbury antes de que la señora Browne llegara de Calcuta, donde vivían antes los Browne. La expresión de Catherine no dejaba lugar a dudas de que se consideraba la dueña de Abbotsbury.
»Tenemos personal suficiente para la casa y las tierras. —Hizo una seña majestuosa y dos sirvientas les llevaron pastelitos de miel recién hechos. Sus rostros negros eran inexpresivos, pero la mirada era despierta. Una de ellas se atrevió incluso a establecer contacto visual con Penelope. Ella no entendió la expresión del rostro, pero notó que le estaba observando el corazón. Estaban llenos de tristeza.
»Estos criados sirven también para el establo y los jardines. Ya verán que todo se encuentra en un estado impecable, como estábamos acostumbrados en la India. A menudo teníamos de invitado al visir del maharajá. —Catherine sonrió vanidosa y se colocó un mechón detrás de la oreja.
La señora Browne se había disculpado después de recibirles por un dolor de cabeza.
—Tiene una salud muy delicada —explicó Catherine a los invitados—. El clima no le sienta bien, y creo que siente nostalgia. William debería enviarla de vuelta a Calcuta, allí es donde se siente como en casa. Nueva Gales del Sur es una tierra demasiado dura, y su salud es muy frágil.
Penelope recordó a la mujer de gran fuerza física que se había ido tras un breve saludo. Aquella casa respiraba por todas partes una discordia contenida.
Las viviendas de los indios eran barracas a las que les faltaban partes del techo. Habían intentado tapar los agujeros de forma provisional con ramas y hojas grandes. Apestaba a excrementos porque el agujero no era lo bastante profundo. En un rincón los habitantes se habían hecho una cocina, era obvio que en la casa no estaba previsto que comieran juntos.
Una de las chicas daba vueltas alrededor de Elizabeth con timidez sin parar de encogerse de hombros: no entendía el inglés, solo podía presentarle su miserable vida.
—Pero, disculpe, ¿quién va a organizar una revolución? Nuestros trabajadores tienen de todo. —Sonó la voz de Catherine desde el patio—. Al fin y al cabo están aquí para trabajar, y no para llevar una vida de lujo. ¿Sabe de dónde viene esa gente? Los recogimos de unas cabañas miserables, esto es un palacio en comparación. ¿No le parece?
Penelope avanzaba a tientas por la cabaña. Un caminito pasaba entre los arbustos. Pensó si podía atreverse a ir sola…
—Ahora irás a la selva virgen y te atacará una fiera para que yo pueda ir a salvarte, ¿verdad? —La voz de Bernhard le dio un susto. Sonaba joven y animada como hacía mucho tiempo que no la oía. Parecía que le sentaba bien pasar un día sin el hospital, pues la estrechó entre sus brazos sin importarle si alguien veía su conducta desinhibida, y sonrió—. ¿Qué soy, una fiera o un caballero, mi doncella? —le susurró junto a la mejilla.
Ella lo rodeó con los brazos y se acurrucó contra él.
—Siempre fuiste el caballero. Desde el primer día.
—Y tú siempre fuiste mi doncella. Desde el primer día. Ven, vamos a cazar fieras. —La agarró de la mano y descendieron por el camino hacia un bosque bajo de acacias, hasta que de pronto se quedó quieto.
—Maldita sea, aquí apesta. Esto no me gusta. Tú… tal vez deberías volver a la casa…
—Me quedo contigo —le interrumpió ella—. Puedo soportarlo.
Le dio un breve abrazo y luego siguieron avanzando. Tras la siguiente curva apareció el pequeño brazo de río del Parramatta. Penelope tuvo una imagen borrosa de gente moviéndose en el agua, y reinaba un olor penetrante a retrete.
—Vaya, esto sí que es… —murmuró Bernhard.
—¿Has visto la fiera? —preguntó Penelope, que empezaba a inquietarse al ver que él ya no se reía.
—Sí, la fiera está justo delante de nosotros —dijo en voz baja—. Utilizan el río como retrete… el río de donde toda Parramatta recoge el agua para el té. —Al principio Penelope no le entendía, luego supo por el olor a qué se refería.
—Si treinta trabajadores hacen sus necesidades en este riachuelo, lavan la ropa y tal vez incluso arrojan a sus difuntos al río como hacen en la India, solo es cuestión de tiempo que aparezcan los primeros enfermos en Parramatta. Es un desastre.
Lachlan Macquarie también comprendió que era un peligro, y el comerciante Browne se deshizo en explicaciones precipitadas que debían justificar el estado de su granja.
—Nos ha costado unos años dar condiciones de vida humanas a los presos ingleses, ¿quiere empezar desde el principio? ¿En serio quiere introducir esclavos en esta colonia, que se enorgullece de que tras cumplir su condena cualquiera es libre y puede salir adelante? No puede decirlo en serio, señor Browne. —Macquarie estaba hecho una furia, pues después de descubrir la cloaca secreta cada vez más trabajadores habían hecho de tripas corazón y se habían quejado de sus sufrimientos. Hablaban de palizas y retirada de comidas, de vigilantes brutales, de que los encerraban si alguien no obedecía, una y otra vez de azotes que ningún juez había impuesto más que el señor Browne.
»Me ocuparé personalmente de que devuelva a esta gente a su país, a su cargo. Lo hablaremos ante el juez en Sídney. —El gobernador estaba resuelto a dar ejemplo—. ¡A ver si a más gente se le ocurre traer esclavos a Nueva Gales del Sur! ¡En un momento en que intentamos erradicar precisamente eso en la colonia!
El cochero emprendió la marcha con una sacudida. El gesto de desaprobación de Catherine Ward los acompañó hasta la puerta, y desde la ventana del salón la triste terrateniente los siguió con la mirada.
—Sí, han hecho bien —comentó la señora Treskoll con respecto a los acontecimientos—. Estoy intrigada por ver si el señor comerciante lo va a pagar. Se considera un hombre pobre, eso debería saberlo. La semana pasada le robaron tres ovejas, ¡las degollaron allí mismo! ¡Malditos hombres de la selva, no respetan nada! ¡Cierre bien la puerta y las ventanas! Siempre le digo al comandante que debería proteger mejor nuestros barriles de ron, pero él piensa que nadie los va a robar porque están plantados por el jardín. Hasta que los roben y el comandante vea que, una vez más, tenía razón.
El té de la tarde le robó el sueño a Penelope. El comandante Treskoll elogiaba el té por ser un fantástico somnífero, pero probablemente estaba acostumbrado: para Penelope estaba demasiado fuerte. Además, tenía en la cabeza la infinidad de historias que había oído y que no querían desaparecer.
Estaba sentada en la cama, desvelada y en tensión hasta las puntas de los pies, mientras Bernhard dormía profundamente a su lado. Observó su rostro tranquilo y contó sus respiraciones sosegadas. El cabello ralo y gris le caía sobre la frente y le daba un aire atrevido. Había que ser osado para ir voluntariamente a ese país. Sonrió, ruborizada. Había que ser muy valiente para no desistir hasta estar tumbado en una cama bajo techo. Le retiró con cuidado el mechón de la frente, entonces él le agarró la mano medio dormido, la besó y se dio la vuelta.
«Te quiero», pensó ella por primera vez con gran fervor. «Te quiero, Bernhard». Tal vez el susurro de su confesión le llegó en sueños, pues la respiración se le tranquilizó aún más.
Penelope se levantó y se puso la bata por encima. Ya conocía la habitación, y también encontró la puerta con facilidad. No había nadie despierto en la casa, se oían ronquidos por todas partes y respiraciones fuertes. De la habitación de los Macquarie salían suspiros de placer, Penelope puso cara de asombro. Por lo visto el día de vacaciones había relajado a todos los hombres.
La puerta del porche, según recordaba, se encontraba al final del pasillo. Desde allí se llegaba a la parte posterior del jardín, donde crecía el melocotonero bajo la protección del granero. La obsesión de oler las flores se apoderó de ella, y, aunque en la penumbra veía aún menos de lo normal, echó a andar, siempre junto a la pared y contando las puertas. Llegó a la puerta del porche. La llave estaba puesta, le dio la vuelta y la puerta se abrió sin hacer ruido.
El jardín nocturno de la señora Treskoll la recibió con todo su reino oloroso de plantas que florecían de noche. Las flores en forma de embudo de las daturas emanaban su aroma dulce, las infatigables enredaderas brillaban bajo la luz de la luna, y el jazmín se preparaba para el día, para absorber el sol y con su fuerza hechizar los ánimos. Penelope olfateó por todo el jardín mientras recorría de memoria el camino hasta el melocotonero. Imaginaba que Bernhard estaba a su lado, sentía sus manos, pero no como cuando paseaban, más bien como antes junto a la puerta cuando no podía esperar y la sedujo de verdad por primera vez.
Notaba bajo sus pies que los guijarros eran distintos: se había equivocado de camino mientras pensaba en voz alta. El aroma de las daturas había quedado atrás, el jazmín a la izquierda… se dio la vuelta con el ceño fruncido. ¿Había estado Bernhard con ella en aquel rincón del jardín? No, se había perdido. Olía a matas del árbol del té y a tierra, como los rincones del jardín donde dejaban que se pudrieran las malas hierbas que habían arrancado en un montón. Entonces el granero tenía que estar cerca. Recordó las vigas toscas de la herrería donde estaban herrando de nuevo el caballo del coche de Lachlan, y la campana de barco que la señora Treskoll había llevado a los niños. Por suerte estaba colgada a una altura suficiente, pues el pequeño Lachlan había trepado a la barandilla y se había puesto a llorar porque seguía sin llegar con las manos.
—La campana procede del barco en el que llegamos —le había explicado la jardinera—. El comandante se la compró al capitán para anunciar nuestra nueva vida aquí. Siempre tiene ideas muy divertidas, mi comandante.
Penelope tocó con las manos la construcción de madera mientras pensaba en qué dirección estaba la casa.
—¿Buscas algo?
Aquella voz le provocó un escalofrío en la espalda solo con el primer sonido. Después de tantos años…
—¿A mí, quizá? —Soltó una leve risa—. Penny. Mi Penny.
Ella forzó la vista, pero no tenía a nadie delante. ¿Dónde estaba escondido?
—¿Trabajas aquí? —preguntó para que volviera a hablar y poder localizarle.
—Bueno… podríamos decirlo así, sí. —Se rio de nuevo, luego apareció una lucecita a la izquierda de Penelope.
Una linterna diminuta colocada en una calavera de animal arrojó su luz temblorosa sobre aquel torso conocido, siempre al descubierto, pero esta vez casi negro. Liam agarró la mano de Penelope y la guio por su pecho en un gesto sensual.
—Cenizas, solo son cenizas. Nada de sangre. —Sonrió.
—¿Qué haces aquí? —dijo ella en un susurro, e intentó soltarse.
—Podría preguntarte lo mismo. Este sitio no es muy adecuado para una… —Se quedó callado, la soltó y paseó la mano con descaro por su vestido, las mangas, luego bajó como por casualidad hacia la cintura y subió hasta el pecho.
—¡Para! —le ordenó ella, y le dio un golpe.
—Me lo imaginaba. Olía tan… trapitos elegantes, dama elegante. Mi Penny se ha convertido en toda una dama. —Liam ya no se reía. Se acercó un paso más a ella y levantó la linterna. El pelo desgreñado y casi gris y la barba densa que sobresalía en todas direcciones decoraba la cabeza, solo los ojos se mantenían igual, brillantes, traviesos, verdes. Apestaba. Del hombro le colgaban armas atadas con correas de piel, como las que Penelope conocía de los negros.
—Eres… eres un hombre de la selva —dijo ella—. Eres uno de los…
—Exacto. —Liam asintió—. La última vez que me azotaron con el látigo pensé que mi espalda ya no iba a encontrarse más con ese maldito cacharro. —Se dio la vuelta, y Penelope no pudo evitarlo… tenía que tocarlo. Él la agarró en silencio cuando cayó sobre las rodillas del susto.
»¿Ves? —dijo—. Es mejor estar tumbado boca abajo al aire libre si quieres, o sentado… es mejor no arrastrar objetos pesados, y no tener que llevar ropa. Incluso es mejor buscarse uno mismo la comida porque así puedes elegir, y no tener que aceptar la comida que nadie más ha querido. —Esbozó una sonrisa triunfal—. Ya ves, me va estupendamente.
—Vaya, ¿de verdad? —dijo ella en tono burlón, pensando a toda prisa dónde demonios estaba la casa.
Liam la observó en silencio. Luego le acarició el rostro con la mano y ella no pudo hacer nada para resistirse.
—Estás enamorada, mi Penny. Quieres a un hombre, lo veo —dijo con la voz ronca—. ¿Te he perdido?
—¡Nunca me tuviste! —exclamó ella casi en un grito, entonces él se echó a reír y las cejas marrones daban brincos como dos cuervos pequeños.
—Sí te tuve, mi niña. ¿Es que ya no te acuerdas? Con la piel y el vello. Te he tenido de una manera que nunca podré olvidar, maldita sea… sueño contigo. —Se quedó callado de repente. Luego susurró—: Sigo soñando contigo, Penny.
—Vete —protestó ella—, vete, no quiero oírlo, ¡vete!
—Hemos estado juntos. Durante todo el maldito viaje estuvimos juntos, Penny. Lo superamos juntos y me salvaste de la muerte. ¿Ya no te acuerdas? —Liam vaciló un instante—. Y tenemos una hija en común.
—No la tenemos —le interrumpió ella—. Déjalo ya, Liam.
—¿No? —Se quedó cortado—. Pero estaba esa niña…
—Se ahogó, Liam. Por favor, vete… —Levantó las manos en un gesto de rechazo y bajó la cabeza por instinto cuando él la agarró de los hombros como si quisiera besarla. Tal vez era lo que tenía en mente, pero ella lo detuvo con sus palabras.
—Ahogada, sí, eso me dijiste aquella vez. Con esa mierda de barco, en el maldito incendio —dijo, inexpresivo—. El maldito incendio que yo provoqué, con la maldita luz que me dejaste. —Su voz transmitía una profunda amargura.
Penelope cerró los ojos. Terminaría, si no se movía en algún momento acabaría, siempre había sido así. Solo tenía que permanecer imperturbable el tiempo suficiente.
—Maldita sea —dijo él.
Estaban muy cerca, separados por sus mundos. Habían llegado en el mismo barco, pero se había quemado, y ya no había nada que les uniera.
—Cásate conmigo, Penny.
Ella levantó la cabeza y le miró. Aquel día la humilló y la utilizó, y la herida era más profunda de lo que ella quería admitir. Jamás la habría cuidado como hacía Bernhard. Nunca le habría dado la libertad.
—Estoy casada, Liam. Y feliz. —Tragó saliva—. Soy feliz.
—Vaya. —Liam dio unos cuantos pasos y luego retrocedió—. Crees que eres feliz, con tus trapitos elegantes. ¡Es ridículo! Pues vete a tu nuevo mundo refinado si crees que perteneces a él. Pero si quieres saber mi opinión, no es tu mundo.
—¡Desaparece! —le interrumpió ella con aspereza.
—Te voy a decir algo. —Se acercó tanto a ella que Penelope le veía los ojos sin necesidad de la terrorífica linterna. Estaban llenos de ira—. Eres una chica humilde de Southwark, necesitas a un tipo humilde de Southwark que trabaje duro todo el día y por las noches te enseñe en la cama todo lo que tiene a pesar del cansancio. No necesitas a un tipo fino con reloj de cadena y un cristal en el ojo. Vienes de la calle, Penny, cuidado con apoyarte en el alféizar de la ventana, están todos bastante inclinados y te resbalarás.
—¡No dices más que tonterías! —gritó ella—. He hecho algo con mi vida, ¿y qué has hecho tú?
—¡No puedes cambiar de bando sin más, Penny! —le increpó él—. Naciste en tu bando, y ahí te quedarás, ¡nadie sostiene una mentira durante toda la vida!
—¡Yo no miento!
—¡Claro que mientes, te mientes a ti misma! ¡Nadie puede cambiar de bando! Todos los que dicen que se puede empezar una nueva vida mienten.
—Se puede, Liam —dijo ella en voz baja—. Si uno está dispuesto a dar el salto, a nadar contracorriente, se puede ir a donde uno quiera.
Liam se quedó callado. Luego se echó a reír, primero en voz baja, luego de una forma cada vez más desagradable.
—¿Sabes lo que eres, Penny? Eres una prostituta. Una maldita prostituta con un anillo en el dedo.
Oyó que los hombres de la selva gemían por el peso de su botín, pero seguían haciendo bromas y se decían obscenidades.
—Pero debería… por lo menos a su edad puede hacerlo en ayunas… quién sabe si le encontrará el gusto… ¿la habéis visto? —Un barril avanzaba a trompicones por el suelo—. ¡Ayúdanos con esto! El último lo hemos trasladado a rastras…
Penelope echó la cabeza hacia atrás. Encima de ella estaba colgada la campana del barco, la que marcaba el inicio de una nueva vida para el comandante. El contorno brillaba de un modo casi inquietante y le indicaba dónde estaba la tira de piel. Penelope levantó el brazo y rozó la tira con los dedos.
Entonces dio la alarma con todas sus fuerzas.